Ideario
San Agustín
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Es naturalmente exacto afirmar que el genio tiene sus dimensiones. Cuando nos preocupamos de él, no hacemos más que calcular la latitud de sus proyecciones creadoras, averiguando en el contenido de sus recursos eficientes. Estos recursos suelen revestir diversas formas y, en último término, constituyen las disposiciones previas del rendimiento genial.
Que Agustín fue un genio, es una afirmación aceptada universalmente. Es ya una afirmación vulgar, a fuerza de ser casi puro recurso panegirista: porque hasta en muchos escritos se siente la sensación, al tratarse de Agustín, del genio desconocido. Hay en esto ausencia de estudio, de comprensión. Se diría que es pura redundancia en torno a una afirmación simplista, demasiado simplista para ser de valor.
Pero cuáles fueron las disposiciones previas de ese genio, cómo se traducía en su actuar creador, por lo general se ignora. Deseamos aquí -aunque sea con un éxito muy medido- dar a conocer la fisonomía interior de este genio. Son sugerencias al contacto tranquilo con sus obras. Y que se avienen con los resultados obtenidos por los estudiosos. De ahí que no sea pretensión si decimos que esta fisonomía es objetiva.
Atendiendo a su actitud de convertido, lo primero que nos ocurre decir es que fue un apasionado razonable. Y que siempre prefirió una posición interiormente sólida ante cualquier investigación. Amó ardientemente —12→ lo que su razón juzgó ser razonable amar. Antes, no: amaba en la obscuridad de la pasión descontrolada. Sin duda que lo amado revistió siempre para él una fuerte tonalidad afectiva. Como también es honroso reconocer que su afectuosidad impulsiva le proporcionó valiosos conocimientos. Mas, para que no se crea en una especie de voluntarismo sin sentido, o en una emotividad obcecante, hemos de recordar el grande esfuerzo racional aplicado por Agustín en la conducción de sus experiencias. La trayectoria de su vida toda nos confirma en esta conclusión: era impetuoso su amor, integral su entregamiento a la verdad amada y escondida en el secreto íntimo de los seres.
Es de un hondo significado la actitud frente a la vida que asume nuestro convertido. Sin necesidad de fingirse sordo para llegar a la verdad, como el millonario de Raimu, desafió abiertamente la tragedia de la mentira; y cuando logró poseer plenamente la Verdad, de inmediato piensa en una condición de vida que le afiance sólidamente en esa posesión. Desea eliminar todo aquello que lo distraiga de su amor encontrado, permanecer incontaminado, soberanamente libre frente a él. Y por sobre la santidad del matrimonio, prefiere la santidad cenobítica.
Agustín es el hombre que busca la ecuación del hombre. En el fondo de su estructura como genio, aparece el psicólogo de la persona humana. Convencido de un destino supremo para el hombre, ahonda en su compleja estructura psíquica. Y, ante todo, son sus propios movimientos internos, su personal experiencia lo que le introduce en el mundo psíquico. Cualquier fenómeno observado en su incesante corriente interior, tiene para él ricas sugerencias. El método introspectivo aplicado a la investigación de esa corriente interna, adquiere en la psicología agustiniana un alto valor.
El homo interior es el laboratorio de Agustín. Los sentidos nos amonestan para que busquemos la verdad, pero es en nuestro interior donde sólo alcanzamos a comprenderla. De modo que todo lo acontecido en la —13→ interioridad del yo, debe tener especial destino frente a la constatación de lo verdadero. Mucho, antes que Freud, por ejemplo, Agustín ve en su naturaleza la acción y reacción de carne y espíritu en el dominio de las pasiones. Y mucho antes, que Bergson, sabe discurrir en el dinamismo interno, sobre tiempo y memoria.
Este punto de vista psicológico del saber agustiniano, se acentúa mucho más desde sus comienzos como pensador cristiano. Debía salir del escepticismo con una afirmación fundamental psico-metafísica: la afirmación de una experiencia personal, el dudar. Pero de este dudar se desprende la afirmación consiguiente de la vida intensa: la duda es imposible sin saber que se vive, se conoce, se recuerda y se quiere. Como veremos más adelante, este hecho radicado en la profundidad de la vida íntima, el hecho de vivir conociendo y amando, será una de las principales bases del pensamiento de Agustín.
Pero junto a esta experiencia personal, nuestro genio se adentra también al estudio de la experiencia externa. Sabe desmembrar los fenómenos constatados en la vida de los demás hombres y de las cosas hasta en sus detalles más insospechados. Estudia también las condiciones reales de la vida psíquica y las relaciones profundas que guarda estrechamente al contacto con la vida toda.
La segunda característica de Agustín, es no ser un vulgar positivista. No se detiene ante la frialdad cadavérica —14→ de los hechos observados. Va más allá. Está siempre preocupado de trascender la vida, de ser metafísico. Es capaz de llegar a importantes conclusiones de orden racional a partir de la realidad tangible. A los elementos de vida encontrados en la experiencia, hay que darles una fundamentación trascendente que alcance a la misma vida: es la explicación totalizante del estar-en este-mundo. Los valores éticos, por ejemplo, son la fundamentación de nuestra actitud moral frente a los datos encontrados en nuestra vida psíquica; los valores teológicos arrancan, en Agustín, igualmente de la realidad eidética columbrada en nuestro interior, de nuestra nada y su animación suprema; los valores criteriológicos son proyecciones fundamentales de nuestra conciencia psicológica frente a la paradoja de conocer muchas cosas dudando de todas ellas.
La tercera dimensión -y seguramente la más valiosa de todas, porque ella hace fundamentalmente al genio-, es la rara capacidad intuitiva de Agustín. Sobre esto hay mucho que hablar. Y esperamos hacerlo en unas hojas que resistan nuestra modestia. Por ahora, lo siguiente: el espíritu de Agustín era naturalmente intuitivo. Tres fundamentos generales determinan en él esta preferencia: su natural disposición al concentramiento; su convencimiento de que la verdad se capta en lo interior del alma humana y su teoría especial sobre la naturaleza del conocimiento humano. Los sentidos nos prestan materiales al entendimiento, pero ellos no juzgan. El conocimiento de la verdad entrañada en esos elementos se logra en la visión del espíritu dirigida a lo inteligible de ellos, lo cual sólo es posible —15→ mediante una iluminación especial proyectada homo interior.
No obstante realizarse está intuición por y en la conceptualización, sin embargo no se trata aquí de un proceso discursivo. El entendimiento capta lo inteligible, ve de inmediato la realidad a él presente. Y tanto más perfecta será esta visión cuanto más simples sean los objetos intuídos. En el enorme centro del alma humana se congregan los tres grandes núcleos de la vida consciente: mens, notitia, amor. Y porque están siempre en ella, es en esos núcleos donde se ejerce la potencialidad intuitiva. Al contacto con la realidad, especialmente al contacto con la experiencia moral, esos núcleos se ensanchan con el nuevo contenido psíquico de —16→ sus actos ejercidos. Y a medida que ese desplazamiento activo se va orientando cada vez más hacia lo inteligible puro, se va generando igualmente la sabia desnudez del alma que aspira en cada acto suyo por su mundo propio, el reino de lo simple y de la felicidad: es la trascendencia suprema del humano límite.
No es la intuición agustiniana aquella intuición romántica de Schelling, desorbitadamente idealista, ni es la intuición voluntariosa de Fichte. Contra Kant es una afirmación exacta de la posibilidad de la intuición intelectual. Por sobre la intuición sensible, de presencia pura, está la intuición de lo inteligible, de las esencias. La razón ni dicta ni crea esencias: ella las descubre y contempla. Tampoco es la intuición agustiniana puramente emocional o emotiva. Porque si bien es verdad, como dice Santo Tomás, «que el alma es llevada a las cosas más por la fuerza apetitiva que por la fuerza aprehensiva», sin embargo la superioridad de la intuición intelectual es indubitable, permaneciendo la intuición emotiva no más que como una tendencia llamada a poner en atención al entendimiento sobre objetos de simpatía, para ser intuídos conforme son en su naturaleza. Que el intuicionismo agustiniano se dilata enormemente en ese campo de las emociones, hasta parecer revestido de honda pasión, es incontestable. El lenguaje mismo con que habla «es de la pasión y toda su prosa está penetrada por un hondo acento emocional; el significado universal y necesario de su filosofía reposa sobre las vicisitudes afectivas de su —17→ vida; su experiencia personal asume el valor de una prueba lógica».
La riqueza de esta alta intuición se desplaza por toda la fecundidad, siempre renovada, de Agustín. En efecto, es fácil advertir en sus páginas, cómo gravita toda su dialéctica en torno a unas cuantas verdades centrales captadas intuitivamente en sentido pleno. Desde ellas escalona arquitectónicamente hacia la contemplación científica de nuevas verdades en sus más variadas manifestaciones. Se emplea a fondo en cualquier tema, hasta vaciar en su inteligencia todo contenido esencial a que es capaz de llegar la razón humana apoyada por la fe.
Y aquí cabe mencionar una cuarta característica del genio africano: su carácter hondamente religioso, su fecunda visión de los datos de la revelación, en tal grado, que su doctrina es, al decir de Maritain, esencialmente y en su modo mismo una doctrina religiosa. Agustín es el hombre vuelto todo, integralmente, a su Dios encontrado. Tal como lo declara desde su comienzo de pensador cristiano. Su entregamiento al Absoluto lo establece en el orden que Pascal llama el orden de la caridad. Su fe lo establece en el orden de la sabiduría cristiana, o de la felicidad en Dios. Es la fe su luz y su vida, y por ella se sitúa en un teocentrismo categórico, que sin negar nada al hombre, lo refiere todo a Dios. De ahí que su voz muchas veces nos parezca venir de lo infinito, de un ser bañado por los rayos de la Divinidad.
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La aceptación de la revelación por la fe, no impide una penetración racional en ella hasta donde puede la limitación de nuestro entendimiento. Es una exigencia de nuestra naturaleza. Y como exigencia, ineludible. Antes de San Agustín, ya muchos Padres de la Iglesia habían ensayado esta penetración. Si bien es cierto que con éxito limitado y desde puntos de vista parciales. Aclarar racionalmente los términos del misterio religioso y defender la racionabilidad de la creencia frente a los gentiles y los herejes, fueron los motivos históricos que dieron nacimiento a la formulación científica del dogma revelado.
Pero no es todavía esto lo que define la labor de Agustín como pensador cristiano. Actitud apologética y formulación positiva del pensar cristiano, van íntimamente enlazadas en la fecundidad intelectual del africano, hasta el punto de ser difícil su distinción. Pero atentamente interiorizado en esta fecundidad, creemos que esa formulación positiva es obtenida en función del apologista. De modo que no sólo se trata de racionalizar la fe, de dar una explicitación racional a los datos de la revelación, sino también de lo inverso: dirigir vida y pensamiento por las enormes dimensiones de la fe.
En suma, se trata de vivir una sabiduría trascendente, y agustinianamente hablando, es trascendente por ser sabiduría. Y en esta sabiduría trascendente, se completan mutuamente fe y razón. A Agustín no interesa —19→ tanto una dialéctica de razón pura ni una elucubración intemporal sobre las fuerzas humanas. Ni siquiera es su fin construir un sistema de conocimientos humanos, aunque alguna vez pensó también en hacerlo. No: él es el visionario del hombre integral en estado actual, y, por ser tal, su casi única preocupación como pensador es ahondar en el centro de la vida toda y en el camino hasta ese centro: Dios y el amor. «De una parte, escribe Gilson, él ya sabe por propia experiencia que el hombre abandonado a sus propios recursos es incapaz de alcanzar la certeza sin la cual no hay para él ni reposo ni felicidad. Y por otra, busca ura regla de vida más bien que la solución de un problema; ahora bien, esta regla no será eficaz más que a condición de establecer la paz en la voluntad por la dominación del espíritu sobre los sentidos y el orden en los pensamientos por un sistema de verdades definitivamente sustraído a las recaídas de la duda».
El orden de actividad es el orden sobrenatural. Referencia de la vida toda a este orden mediante la caridad. Mirar este mundo y las cosas al través de un prisma más divino que humano. Valorar la existencia según el orden de la fe.
Este término supremo del pensar asistemático en Agustín, es supra-técnico, y abraza todo conocimiento humano en su aspecto eminencial. Acepta toda verdad, venga de donde venga, porque la verdad es manifestación —20→ de Dios en el tiempo. Todo lo que es bueno y verdadero es cristiano. La verdad sólo a Dios pertenece. Si la verdad está en los infieles, en los paganos, hemos de arrebatarla como a injustos poseedores, y hacerla servir a la predicación del Evangelio. Incluso, no hay doctrina falsa sin algún contenido de verdad. Hay que aceptar toda verdad, y el criterio para discernirla, es la fe, que ella no contradiga a la fe.
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¿Cuál es la fuente de la enseñanza de Agustín?, se pregunta Maritain, y continúa: Pensamos que esta fuente está situada más arriba, es la sabiduría del Espíritu Santo. He dicho que él nos instruye en el amor. ¿Y por qué esto, sino porque nos instruye en el orden y la luz del don de sabiduría? Esta es la clave que buscábamos. Es esta sabiduría quien le suministra su punto de vista, es ella la que enlaza su pensamiento para envolver todas las cosas y dirigirlas sin cesar a su centro.
Trascender la vida, en Agustín, es poseer la Verdad; poseer la Verdad es colocarse en estado de felicidad; y colocarse en estado de felicidad, es sabiduría auténtica. Los filósofos de la trascendencia, que hoy aparecen en nuestra América, no deben perder de vista esta afirmación inmensa de suprema trascendencia. Superar la vida, volviendo siempre sobre el puro hombre, es erróneo, nos advierte Agustín: superar la vida significa establecerse sobre ella, sobre lo humano, es introducción en lo divino de un modo integral, y a esto no se llega por las propias fuerzas ni por la sola razón. Lo único que puede hacer esta es llevarnos a los umbrales divinos, como el sentido de la Acción en Maurice Blondel. La razón nos llevará siempre sólo a suscribir este pensamiento de Pascal frente a un hecho —22→ universal: El hombre supera infinitamente al hombre.
Acción y contemplación hacen feliz al hombre. La acción de la persona total, considerada en su integridad física y moral. La contemplación de lo intemporal, de lo permanente, considerada en la eterna inteligibilidad de las ideas y del Amor. Recordemos que en Agustín la razón ejerce dos funciones: una inferior, relativa al conocimiento de lo sensible, de lo cambiable en la penumbra de lo permanente, y cuyo producto es la ciencia; la otra, la superior, relativa al orden de lo inteligible, y cuyo producto es la sabiduría. Y a ambas, siguiendo una inspiración escriturística, Agustín las considera en orden a un destino eterno. Usamos de la ciencia en orden a mejorar nuestra actividad temporal. Usamos de la sabiduría en orden a un amor más y más unitivo con lo eterno. Y la ciencia debe servir a la sabiduría, porque ese es su destino en el tiempo. La contemplación, la sabiduría, es una exigencia actual de nuestra naturaleza, el terminal más sublime de la razón. «Si la razón no está destinada a la contemplación unitiva, escribirá en nuestros días el emocionante filósofo de la Acción, el hombre no sería capaz de vida racional». El hombre, fundamentalmente, —23→ nada quiere con lo cambiable, con lo compuesto, con lo puramente temporal. La dinámica de su ser es una dinámica trascendental. «Yo aspiro hacia un ser simple, hacia un ser verdadero, hacia un ser adecuado, hacia ese Ser que habita en la celestial Jerusalén, esposa de mi Señor, allí donde nada muere ni desfallece, donde nada es transitorio, donde no hay ayer ni mañana, sino donde todo es permanente».
Un poco más y llegamos al reinado místico. Pero aquí se trata ya del grado superior del hombre religioso. La sabiduría resulta el término de la vida cristiana. La vida activa es preparación a la vida contemplativa. La primera exige purificación, la segunda unión, y ambas, caridad infusa. Desde este punto de vista, la contemplación lleva al alma a los mismos tabernáculos de Dios, con las imperfecciones inherentes a nuestra condición actual. Mas, no obstante esto, el alma es capaz de llegar a una inmensa eternidad, queda «sin tiempo» para repetir la expresión de San Juan de la Cruz.
«La sabiduría, escribe el agustiniano Cayré, es la verdadera imagen de Dios aquí abajo; subsistirá en la vida futura, pero se forma desde ahora. Imagen viviente, como la realidad trascendente que ella reproduce, se identifica con el alma misma tomada en sus más altas operaciones, dirigidas por una mano divina». Y la ciencia, quedándose en el crepúsculo de las cosas, es camino a la contemplación en la verdad. La paz del alma racional está en la concordia de acción y conocimiento.
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Es suficientemente sabido que la filosofía instrumental de Agustín es la filosofía platónica, o mejor, neo-platónica. Fue él quien realizó plenamente este bautizo de Platón, como diría Chesterton. Mas, no debe exagerarse este hecho hasta creer que todo el platonismo ha pasado literalmente a Agustín. Si bien es verdad que el encuentro con los platónicos, especialmente con Plotino, causó intenso placer a este buscador de verdades, no es menos verdad que, interiorizado más tarde en la luminosidad de su fe, fue él mismo quien puso en guardia a los cristianos contra los errores de este filosofar helénico. Y santo Tomás de Aquino, genio «plein de saint Augustin», al decir de Alphonse Gratry, escribe al respecto: «San Agustín, imbuido antes en las teorías de los platónicos, tomó de ellas cuanto hallo conforme a la fe, rectificando todo aquello que le era contrario». Portalié trae un buen resumen de lo rechazado y aceptado por Agustín en los platónicos.
—25→Actitud frente al tiempo e idea sobre el tiempo son algos correlativos. Se diría que desde los tiempos más remotos del pensar humano, hasta los días de la existencialidad de Martín Heidegger, el hombre va tras este problema: Cómo soportar y superar al mundo. Se suceden todos los más variados sistemas ideológicos, se ensayan las más diferentes actitudes, pero el hecho permanece en su concreta universalidad: el hombre con ansias de superar al mundo.
Del modo como se resuelva esta aparente antinomia de mundo y hombre, derivan dos grandes actitudes frente al hecho de la existencia temporal: o el hombre se encierra en el hombre, sumergiéndose totalmente en el fluir constante de este mundo; o el hombre trasciende al hombre, adhiriéndose a la realidad de un mundo eterno columbrado en la eviternidad de su espíritu. Así es que en el fondo, no aparecen más de dos posibilidades: Inmanencia y Trascendencia, Tiempo y Eternidad. De ahí que la vida lleve dos procesos: el de libertad y unidad en la espiritualidad, o el de la esclavitud y multiplicidad en la materialidad.
Lo mejor de la filosofía helénica reside en la insistencia sobre esa polidaridad. Su historia es la historia del descenso y ascenso del espíritu. El apogeo está alcanzado en un gran ascenso por dos grandes espíritus: Platón y Aristóteles. Difieren en el punto de partida, pero coinciden en los fines. En el primero, constatamos la trascendencia dinámica de la voluntad; en el otro, la trascendencia conceptual de la razón.
El ascenso definitivo viene con el cristianismo. Agustín afianza el valor del platonismo. Tomás de Aquino, el de Aristóteles.
La idea sobre el mundo y la actitud frente a él, está tomada, en Agustín, esencialmente de Platón y de la fe —26→ cristiana. Creemos que esta concepción del mundo es fundamental en Agustín. La misma posibilidad de la verdad está planteada en la cuestión referente al hecho de existir y al límite humano de la existencia.
Conocida es la división platónica de dos mundos: el mundo inteligible y el mundo sensible. Los expositores y comentaristas de la doctrina platónica están acordes en reconocer un proceso evolutivo a esta concepción superior de dos mundos. Pero lo que aquí nos interesa, de un modo esquemático, es presentar el conjunto sintético de ella.
La actitud de Platón frente al mundo sucede a la adoptada por otros diversos pensadores griegos, y asoma en una época clásica de gran efervescencia religioso-artística. Lo que en principio preocupa a él, es la fundamentación «de un objeto de conocimiento y querer morales», según la observación de Windelband, y se desentiende, por lo tanto, del mundo aparencial. Por sobre lo cambiable, Platón adivina la necesidad de una garantía permanente a la ciencia y a la ética. El devenir deja tras sí un constante fluir de percepciones, mientras todo exige la perpetuación esencial de las cosas en la posibilidad de un conocer razonable y de un deber-ser no menos razonable. El acaecimiento sugiere la existencia de lo que acaece; el devenir, la existencia de algo que deviene o que, al menos presida el devenir. Nuestro mismo interior psíquico es continuo acontecer e irreductible a un ser constante para que sea ser. Así se establece la necesidad de un mundo inmaterial accesible al conocimiento conceptual del espíritu.
En la mirada del espíritu comprendemos al mundo. Pero ya hemos dicho que nuestro mismo interior es variable, y una tal comprensión del mundo sugiere la penetración de una esencia o de esencias. Por sobre el mundo y nuestro espíritu están las Ideas. Son ellas las esencias, el ser metafísico de las cosas. No son valores, —27→ como creía Lotze, ni meros fundamentos apriorístico-lógicos de nuestros juicios, como con sabor kantiano los interpreta Pablo Natorp. Son seres, esencias, no objetos ideales. Su captación se logra por una intuición dialéctica, privativa de los filósofos, y no mediante las percepciones que padecen los sentidos. A este especial proceso de conocimiento, Platón lo llama dialéctica.
De ahí resulta este mundo como imitación y participación de las ideas. Especialmente de la Idea de Bien, principio eterno de los seres. La intervención del mundo inteligible de las ideas en este mundo material, asume una función arquetípica y teleológica: las cosas son semejanzas de las ideas y realizan su acontecer mediante un incesante suspirar por sus ideas arquetípicas. La existencialidad terrestre es generada por el ser de la Razón universal y el no ser del espacio vacío, realizandose la participación eidética de las cosas en conceptos genéricos: a tantos conceptos genéricos, tantas Ideas.
El reino inteligible es reino de unidad: lo Uno es la Idea de Bien, a la cual se refieren las otras múltiples ideas, descendiendo la numeración hasta la realidad inferior o de los cuerpos, donde se da el máximum de multiplicidad. De aquí, de este mundo de sombras y figuras, parte la línea ascensional, desenvolviendo cada cosa su finalidad unitaria.
Cuanto al alma humana, ella participa de ambos mundos, reteniendo aquí una situación intermediaria. Por su esencia inmortal pertenece al mundo inteligible, y por su existencia temporal pertenece al mundo de lo sensible. «Gracias a esta situación intermediaria, es el alma portadora de los caracteres de ambos mundos; hay en ella algo privativo del mundo de las Ideas y algo peculiar del de la percepción. Lo primero es la racionalidad (logistikón o nous), la morada del saber y de su correspondiente virtud. En lo segundo, lo irracional, Platón distingue dos cosas: lo más noble y vuelto hacia —28→ la razón y lo más insano y alejado de ella. Lo más noble reside en la fuerza volitiva (entusiasmo, thymós), lo insano, en la apetencia sensorial (impulso, epithymía). Según esto, razón, entusiasmo e impulso son las tres actividades del alma, las tres formas (deidée) de sus posibles estados». Así aparece el vivir temporal como castigo: el alma es prisionera en medio de un cuerpo que para ella no tiene otro sentido ni valor más que el de su mísera prisión. Esta situación mítica del alma importa, sin embargo, a la vida humana una situación valorativa. En efecto, el alma lleva un destino inmenso, una ansiedad de retorno al mundo desde donde cayó, que la hace sobrepasar los contornos espaciales mediante un ejercitarse vital en la purificación. La ética lleva el signo de la purificación. La ascética y la contemplación de que hará más tarde gran caudal Plotino, se fundamentan en este anhelo de retorno, de trascendencia. La vida es susceptible de espiritualizarse.
Tal es, en grandes líneas, la concepción platónica de dos mundos. La idea es lo inteligible puro, realidad suprema y única, es, como resume Ferrater Mora, «la eternidad frente al cambio, el término final de todo movimiento, de todo devenir y de toda aspiración».
Agustín mantiene esta teoría dualista, pero a la luz de su fe le da un alcance sorprendente. La purifica en una interpretación y complemento de valor inobjetable.
Lo primero que se advierte en el africano, es la reducción al grado mínimo de la incompatibilidad que Platón asignaba para ambos mundos. La relación es mucho más realista y profunda. Del mundo inteligible, no sólo parte la causa final del mundo corpóreo, sino que allí también está la causa ejemplar y eficiente. Las Ideas habitan un mundo eterno y no son otra cosa que las eternas razones de Dios según las cuales creó —29→ este mundo. Ellas forman el Logos, la Sabiduría divina. Y no se crea que su ser eterno es puramente ideal, sino que «en sí mismas estas ideas son verdaderas porque son eternas, y eternas porque permanecen invariables en su modalidad». No vagan impersonalmente por este mundo, sino que, permaneciendo siempre ellas idénticas a sí mismas en Dios, dan un amplio y generoso significado a este mundo. La misma eternidad tiene acceso a este mundo, si bien que en un orden de trascendencia suprema: ella es, en expresión de Agustín, un refugio en nuestra huida del tiempo, y el tiempo, un vestigio de eternidad.
El acceso del hombre en este mundo al mundo inteligible, es por el alma y se resuelve en una contemplación que alcanza a todo hombre espiritualmente puro, si bien que en grados diferentes. Aquí hay también una diferencia notable entre el hombre platónico y el hombre agustiniano. Mientras que para Platón el hombre era solamente el alma, para Agustín es cuerpo y alma, y ambas sustancias concurren a la conquista del mundo soberano. El despojarse de lo temporal adquiere un valor netamente positivo y no meramente negativo.
«En el interior del espíritu, expone Matías Baumgartner, en la conciencia, tiene su arranque el camino hacia el mundo inteligible. Sólo en sí mismo, en el pensamiento puro y exento de experiencia, en la contemplación inmediata libre de todo error, concibe el espíritu las verdades eternas e inmutables...». De modo que, para Agustín como para Platón, este mundo se supera en las Ideas: captarlas, es captar la esencia de las cosas en la constitución de un saber aproximativamente consumado sobre las mismas cosas. Es en lo inteligible —30→ donde se construye la ciencia según principios soberanos e impasables. Este mundo corpóreo sólo nos suministra un conjunto de material opinable, pero el mismo esta bajo la regencia de lo inteligible.
Evidentemente que el mundo temporal no aparece destruido: en el proceso del saber agustiniano, él adquiere una categoría decisiva. Sin este mundo, por ejemplo, no sólo aparecería inexplicable la existencia humana y sin significado, sino que, además, el mismo conocimiento científico se vería eternamente postergado. Al revés de Platón, el papel de los sentidos aparece en Agustín mucho más amplio de lo que pudiera imaginarse.
El mundo como castigo es algo constatado por la fe. Lo mítico para nada podía ya entrar. La posición del hombre actual en este mundo, es como si el mundo se desplomara sobre él. Pero es un castigo penal, contingente y que obedece a una culpa objetiva.
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Es increíble el número de recriminaciones lanzadas contra Descartes porque puso a la duda por punto de partida. Por lo general, las críticas al autor de las Meditaciones son rutinarias, tan rutinarias como la de aquellos que critican el marxismo no reparando en las fundamentales deficiencias metafísicas de las teorías de Karl Marx. Evidentemente, no se trata aquí de justificar una duda religiosa, por ejemplo: esto sería simple carencia de fe sobre una realidad indiscutible, que en ningún modo puede permitirse por obvias razones. Sino que se trata de la duda como método, como primera iniciativa. Extremar esta iniciativa, errar en el alcance de su proceso, es el mal. Sin esto último, la duda cartesiana resultaría inofensiva y de trascendencia justa. Como nota el P. Leonardo Castellani, hasta «es factible hallar una duda metódica o la actitud inicial de una crítica en Santo Tomás» (In Arist. Metaphys. Comm. lib. III, lec. I). Además, no obstante haber sido puesta, la duda, en profunda vigencia por Agustín, sin embargo no es ni el mismo Santo su verdadero autor, sino Plotino, e incluso el mismo Aristóteles debió usarla en alguna ocasión.
Por supuesto, no es mi tarea ver aquí, o examinar, la influencia de Agustín sobre Descartes en este asunto: hay ya buen ejército de eruditos, a partir de los mismos días del autor del Discurso sobre el Método, que —32→ han hablado sobre el tema y baste remitirse a ellos. Tampoco es aquí donde hemos de hacer una especie de estudio comparativo sobre la duda de Agustín y la de Descartes: que su punto de partida es idéntico y siguen hasta cruzarse y separarse definitivamente, es bueno -y basta- colocarlo en alguna nota marginal.
Pues bien, es solamente esta duda agustiniana la que nos ocupa. Nuestro hombre ya posee, a esta altura de la refutación académica una ilustración más o menos vasta. Va a esgrimir el arma tajante de la autocerteza, después de haber conocido el mundo inteligible de Platón y las luces de Plotino. Ahora sólo falta ejercitarse, aplicar este saber para dar una batalla decisiva contra el fantasma que aparece en las culturas decadentes: la diosa de la Duda.
Se trata del destino del hombre. Y este destino es la Felicidad. Lo que hace la felicidad es la sabiduría, pero lo que hace la sabiduría es la Verdad. ¡Pero si la verdad es inalcanzable!, sostienen los académicos con Carnéades. Y desesperando de alcanzarla, basta a la felicidad —33→ la sola investigación de la Verdad. «¡Imposible!», replica Agustín: «la Felicidad supone necesariamente un término, una posesión completa y tranquila de la Verdad, que de otro modo resulta una contradicción evidente». La duda comienza a ceder. La felicidad ha planteado la grave cuestión de la posibilidad de la Verdad. Hay que procurar que la duda ceda total y definitivamente.
Inmerso en la intimidad, viene la reducción de los objetos. Resumamos todo el problema a un acto, o mejor, a un hecho: el dudar mismo. La intuición intelectual agrega de inmediato: nos conocemos dubitantes. Pero, ¿es cierto? Sí, así es: al menos sabemos una cosa, al menos tenemos una certeza, la certeza de nuestro dudar. Esto ya es algo...
Miremos al acto por el cual la duda se realiza: el pensar. Al menos nos conocemos pensantes, sabemos de cierto que pensamos. Tenemos otra verdad: pensamos.
Mas, ¿y si en todo esto nos engañamos? ¡Hay tantas cosas que comprometen nuestro asentimiento sobre algo! ¿Y qué? Si nos engañamos, estamos ciertos de algo más: de un sujeto que se engaña, y así sabemos de cierto que este sujeto existe: Yo existo.
Luego: Si dudo, existo; si pienso, existo; si me engaño, existo. La duda está derrotada. Al menos en un hecho: en el hecho de mi existencia indubitable. Pero, sigamos en esta «visión de la vida anímica». Hay aquí, por sobre la afirmación y descubrimiento de esta primera verdad, hondura insospechada. El contenido de mi dudar es tremendo: no sería posible mi duda si no se afirmara en un núcleo de experiencias anteriores realizadas en mi vida consciente. Si nada recuerdo, si nada conozco, si nada quiero, no habría sencillamente —34→ duda. Aquí mismo, por ejemplo, yo busco la verdad, examino la verdad. Pues, bien; esto es indicio cierto de que yo quiero algo, que recuerdo algo, que en algún modo conozco algo. De donde: yo no puedo dudar de mi querer, recordar y conocer. Incluso más: contra la misma, verdad ya no me es posible dudar: si dudo, es porque en algún modo la conozco, que de no ser así, ¿cómo pudiera yo decir, por ejemplo, esto no es verdad? Hay, pues, en mi vida consciente una cantidad de verdades captadas en experiencias indubitables.
Esto es francamente inmenso. Aquí veo muchas cosas. Se me ha revelado un mundo nuevo. La duda ha cedido el paso a mi razón. Y la visión de mi razón va resultando trascendental. Esta visión y esta trascendentalidad no vienen de los cuerpos. Los he excluido. Y más: yo veo permanencias. La razón de todas estas certezas captadas está en otro mundo, donde mi espíritu ve lo permanente, donde él descubre verdades, donde bebe la inteligibilidad de los seres. Este es el mundo inteligible, por sobre mi razón y por sobre lo cambiante. Este es el mundo de la Verdad, donde veo y entiendo los caracteres de la verdad que se han revelado intuitivamente en todo este proceso.
Y ahora, extendamos nuestra mirada más allá del Yo. Resulta que lo exterior a mí está valorizado en mí. Mi duda no me ha llevado sólo a un acto y a un solo hecho. Ella me lleva sobre mis vivencias, sobre mis relaciones con las cosas: ella alcanza la integralidad de mi ser y de mi existencia, ella abarca mi situación total —35→ en el mundo. La duda comprometía mi existencia, y juntamente comprometía todo lo relativo a ella. En el mundo inteligible, salvándola mi razón, ha salvado igualmente a todo lo demás que la compromete.
Verdad es que conozco al mundo por los sentidos. Y el mundo que conozco es variable, y los sentidos son incapaces de producir algo superior a sí mismos, como es la verdad en lo inteligible da las cosas. Esto pudiera parecer una grave dificultad. Mas, no es así. Porque al menos mis sentidos no se engañan llevando mi atención sobre lo que ellos constatan. Llenan su cometido sencillamente. Ofrecen datos, suministran avisos. Pueden engañarnos -y de hecho muchas veces nos engañan. Pero en sí mismos no se engañan. En cuanto suministran datos de los cuerpos, en cuanto nos ofrecen las apariencias del mundo material, ellos son infalibles y están en su derecho al mostrarnos sus visiones sensibles mediante la percepción; pero ellos no son criterios de la verdad inteligible, sino criterios de lo opinable. El mundo sensible existe, las imágenes de él transmitidas por los sentidos, son fieles. El mundo sensible es imagen del inteligible, pero una imagen real. Juzgar al mundo, pertenece a la razón trascendental en el mundo de la verdad, el mundo inteligible.
Claro, después de todo falta por saber si la verdad es relativa a mí, a ti, a él... Falta, además, saber si esas verdades columbradas son algo objetivo, trascendente, o si son meras categorías, meras formas a priori del juzgar. Finalmente, falta por saber el origen de esa verdad. A las dos primeras cuestiones responde el párrafo siguiente. A la tercera, el subsiguiente.
—36→
De lo anterior, fuera de otras conclusiones más, se desprende la siguiente: Quien duda de algo, debe conocer ya los caracteres de la verdad. En atención a la concepción de dos mundos, y ya que hemos encontrado la verdad por sobre el mundo de los cuerpos, resulta que la existencia de ella está en las Ideas. Es en función de estas ideas como nosotros podemos valorar las demás existencias hasta descubrir sus intimidades. Son ellas las formas invariables que fundamentan la posibilidad misma del juzgar y valorar.
Ahora bien; siendo tales ideas las medidas de las cosas, valorando todo ser en conformidad a ellas y descubriendo las esencias por ellas, ¿qué resultará? Pues resulta esto: si esas ideas fundamentales en orden a las cuales y en las cuales yo veo las esencias, lo que las cosas son, no más que meras formas mentales, vacías de realidad alguna, se deshace todo objeto, se arruina todo juicio y concluye toda posibilidad de ciencia. La esencia del bien, de la justicia, de los números... son verdaderas por ser cosas reales, y son reales por ser objetivas en su modo espiritual. Pero no por ser espirituales, entidades espirituales, van a ser menos reales. Al contrario, el simple análisis de nuestros juicios y valores lleva a la conclusión de que aquellas son cosas inteligibles y reales. Su contenido es ultra-empírico, lo que nos demuestra que la verdad es realidad intangible y sólo presente al espíritu. Estamos acostumbrados —37→ a tener por real sólo lo que ocupa espacio, y esta es la gran causa de materializar la verdad y la vida, de sacrificar la razón a la experiencia. Estas ideas, estas verdades inteligibles son conocidas. Pero nadie conoce lo que no existe. De ahí que ellas, principio y fin de nuestro conocer, deben necesariamente existir. Tómese, por ejemplo, la idea de lo uno. Es algo que no me ha venido por los sentidos, aunque ellos hayan contribuido con sus experiencias a despertarla en mí. Esta idea no tiene color, ni sonido, ni gusto, ni se la puede palpar. Y aunque todo desaparezca en este mundo, yo todavía no puedo negar la existencia de esa idea, que es el peso y la medida de todo ser. Incluso, prescindiendo de la existencia mía, todavía será verdad que esa idea existe. Y con mucha mayor razón existirá todavía si recordamos que lo que se conoce existe y que esa idea es fundamental a nuestros ulteriores conocimientos.
Para deshacer algunas dudas al respecto, hemos de recordar aquí dos cosas: que en primer lugar Agustín no niega lo que se llama el conocimiento sensible, la importancia de las experiencias transmitidas por los sentidos. Y, en segundo lugar, que la especial preocupación de nuestro autor es el descubrimiento de la verdad metafísica de las cosas y del mundo, evidentemente superior a esa existencia precaria, temporal y limitada de los cuerpos en el espacio.
De lo anteriormente dicho, se desprende esto otro: la trascendentalidad de la verdad. En primer lugar, trasciende el orden físico-material, y en segundo lugar, trasciende tiempos y lugares. Es notorio, desde luego, —38→ que los objetos inteligibles trascienden los sujetos, que ellos no son como las cosas materiales que gustamos, o como nuestro saber particular: todo esto es nuestro en nosotros. Tienen estas cosas ese mismo carácter de subjetividad que implicaba una respuesta que dio cierta vez Rubén Darío a un buen canónigo: «Mi literatura es mía en mí». Pero la verdad está desligada de las personas a quienes se muestra. Ella tiene un valor universal. Esos objetos inteligibles son del mismo modo encontrados en la razón mía que en la razón de otra persona. Yo no puedo decir: «Retírate tú, que esta verdad es solamente mía», no. Porque la verdad trasciende, todos y en todo tiempo tienen derecho a ella. Todo lo que existe, existe en conformidad a una concepción eidética, a una Idea. Esa verdad ontológica que la Idea entraña, aparece por sobre lo cambiante, por sobre toda experiencia. Su trascendencia viene de su situación primaria en el orden inteligible.
De esto también se sigue que la verdad no es más o menos. La verdad es. Es siempre idéntica a sí misma. Y si es, es una. Lo contrario sería pluralidad de seres en un ser uno.
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El presente tema exige un largo desarrollo. Hay en la historia del pensamiento occidental falsas interpretaciones del pensamiento de Agustín al respecto y que han dado origen a más de algún sistema errado. Pienso en el ontologismo. Pero este estudio, que debiera ser extenso, no me lo permite la proporción de un simple ideario. Por lo demás, bien que en otras lenguas y de un modo no definitivo, ese estudio ya existe. El cardenal Zigliara, y hace no muchos años, también Regis Jolivet, lo han llevado a cabo, además de algunos otros comentarios incidentales de diversos autores. De modo que al presente, sólo me limitaré a exponer ideas breves, en lo posible, observando la fidelidad al pensamiento de Agustín.
Hemos visto anteriormente la existencia de una verdad en las ideas inteligibles. Si nos fijamos bien, esta verdad es regla del espíritu en la investigación de los seres, cuando vamos tras lo que ellos son, es decir, cuando buscamos la verdad de ellos. En realidad, el mundo de los seres es interpretado en los juicios conforme esa regla suprema que, incluso, está sobre las mismas ideas aunque entrañada en ellas.
Y atendiendo ahora a un principio metafísico, muy usado en Agustín, de que lo superior rige a lo inferior, se deduce que, si en nuestros juicios la verdad o ciencia de las cosas es posible mediante aquella verdad suprema de las ideas, es porque esa verdad suprema es superior a las cosas, las contiene en el más alto grado. —40→ Frente a un mundo en constante cambiar y fluir, y frente a una inteligencia que cambia ella misma, aparece esa regla suprema ligada a nuestra mente en un constante presente. Cuando nuestro espíritu realiza su movilidad frente a la ley del progreso humano, nuestra conciencia va observando siempre esa regla constante que hace posible la ciencia y todo conocimiento.
Esa regla aparece entonces como inmutable e imperecedera. Es la Verdad eterna. Cuando pensamos gravitamos, mediante ella, hacia lo eterno. Ver por el entendimiento es asomarse a la eternidad...
Que esa Verdad debe ser superior a los cuerpos, superior a la razón misma, ya lo hemos dicho. Que el contenido de ella es de una perfección soberana, queda manifiesto. Ahora bien; esta Verdad sería ininteligible, pobre, sin razón de ser si ella no estuviera en un sujeto capaz de mantenerla total y eternamente. Y ese Ser es Dios. Él es la Verdad Substancial y Subsistente. Es el Verbo Divino que en Sí contiene toda la sabiduría de Dios y en Quien están las cosas como en su Causa ejemplar. En ese Verbo están las Ideas, de cuyo reflejo se alimenta el alma que conoce.
Este Dios encontrado no es el Dios de los filósofos: es el Dios de Abraham, de Jacob, de Isaac. Es el Dios que no solamente ilumina nuestro proceso en el conocer, sino que es el Dios-Término de nuestra sabiduría integral. Vemos por Él, pero detenerse frente a Él es difícil, es privilegio momentáneo en esta vida y sólo reservado para sus amigos llenos de pureza y caridad.
Hemos visto cómo, siguiendo los grados de los seres, se acusa la existencia de la Verdad Suprema. El conocimiento —41→ de toda verdad es posible mediante la influencia iluminadora de Dios, Sol de nuestras almas. No es que veamos las cosas al través de Dios, ni que poseamos toda la Luz del Verbo mismo en nuestras mentes, no. Lo primero sería ontologismo puro con sus grandes dificultades. Lo segundo tendería a eliminar toda diferencia entre el ver en la tierra y el ver en el cielo, lo que es incompatible con nuestro estado actual y con el sentido común.
La verdad se revela en el interior, esto es verdad. Cuando aprendemos, nos apoyamos de signos externos, como son las palabras mismas del maestro que nos enseña. Pero nosotros no somos enseñados por esos signos externos, sino que mediante ellos somos inducidos a captar las ideas de la verdad en nuestro interior. Y esta captación se hace posible por la luz que interiormente nos ilumina. Tenemos un maestro interior que ilumina los objetos inteligibles para nuestro conocimiento. Lo que hace el magisterio externo es inducirnos por un camino interno hacia la verdad, mediante analogías sensibles.
Nuestra naturaleza tiene a Dios por su autor. Nuestro saber tiene a Dios por doctor. Sin embargo, esta iluminación que deriva de Dios a nuestra mente, es una luz reflexiva, es imagen de la Luz eterna proyectada en el fondo de nuestro espíritu. Nuestra alma está ligada a la Verdad, a las ideas inteligibles, pero no es capaz de verlas en su esencia, sino en su reflejo, como en un espejo. Y es al través de esa iluminación refleja como podemos ver reflejamente, y no directamente en su esencia, a Dios. Esa luz es un rayo solar, las ideas son rayos solares que en su multiplicidad manifestada sugieren un Sol, una verdad única de la cual ellas participan.
Esa iluminación es creada. Es general y ordinaria en —42→ la adquisición de lo que se llama el conocimiento sensible, propio para el mundo de las apariencias. Pero es especial cuando se trata de superar las apariencias en la contemplación de las verdades eternas, de las formas inmutables de los seres. Esta iluminación no suministra conceptos, sino que su rol formal es hacer al alma capaz de ver en todas las cosas, lo absoluto, necesario y eterno.
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Hay dos modos de conocer, por la razón y por la autoridad. Aunque en el fondo es uno solo: la razón. Esto precisa una explicación, la que hacemos de inmediato: queremos decir que la fe descansa en un acto de razón; y este acto de razón es la evidencia de las credenciales de la autoridad para ser creída en la medida que esa autoridad lo exige. Pero realizada esta fundamentación racional -desde cuyo punto de vista la fe no es antirracional-, la fe suministra un nuevo modo de conocer atendiendo a su contenido.
Para formular esta necesidad de la fe, no olvidemos que Agustín ha constatado primero su experiencia larga y dura, y que él se propone advertirnos sobre los resultados de ella. Así su razón ha confesado su propia deficiencia, deficiencia demasiado universal y clara para no prestarle alguna atención. El estado actual del hombre -que es el que preocupa siempre a nuestro africano-, esta lleno de contrariedades, de negaciones y de miserias. En el cuadro de la existencia, aparecemos como unos desterrados y sin patria. Los problemas que esta complejidad actual de la existencia humana crea al hombre -a todo hombre de un modo u otro-, tienden a comprometer su actitud total frente al mundo. Porque las cuestiones que plantean y tratan los grandes mentores de la sociedad y de los pueblos, no —44→ son meras teorías accidentales que fácilmente podamos relegar al olvido, sino que todas ellas están seriamente afectadas por los misterios que envuelve el humano acontecer. Es verdad que tenemos una razón para discernir, pero la pobreza en que ha quedado sumida nuestra naturaleza, herida por la primera culpa, es tal, que la razón se halla hoy día fundamentalmente impotente para desentrañar por sí sola el misterio de nuestra angustia existencial. Recórrase, si no, advierte Agustín, las páginas de la historia, y se hallará cómo en filosofía, más que en cualquiera otra disciplina del espíritu, aparecen los más grandes tropiezos de una razón abandonada a sí misma y las más grandes disensiones entre los autores frente a unos mismos problemas. Y recuérdese, además, que en todo tiempo estas deficiencias han seguido, y que frente a tantas explicaciones contradictorias, que cada cual se arroga los privilegios de la verdad, nos hallamos desorientados y cuando más, vacilantes.
Frente a todo eso, y como un socorro necesario a la razón humana, se hace indispensable un recurso a otro criterio de valoración que pueda salvar tanto peligro y fijar un plano de orientación compatible con la seriedad de nuestros problemas vitales. Y ese criterio de valoración, es la fe. Asidos a ella, ya podemos estar más seguros y tranquilos y en todo momento podemos recurrir a su medida para valorar los resultados de la razón. Y no solamente para valorarlos, mas también para cimentar en fiel unidad todos esos resultados obtenidos.
Si nos fijamos bien, creer no es más que pensar con asentimiento. Y ahondando en nuestro mismo conocer, hemos de reconocer que en el fondo hay una fe —45→ vivamente practicada. Porque la verdad manifestada a la mente, ¿qué otra cosa es sino reconocerle omnímoda autoridad sobre nosotros? Pocas veces comprendemos la verdad, pero hemos de confesar que cada vez que de ella nos posesionamos, estamos ejerciendo un acto de fe.
Si del pensar pasamos al saber y al obrar, igualmente hemos de confesar que la fe se impone evidentemente a nosotros, y que la mayoría de nuestros conocimientos obedecen a otros tantos actos de fe, como también las reglas que fijamos a nuestra conducta moral.
No obstante esta prestancia de la fe, hemos de recordar el rol de la razón. La razón interviene de distinto modo antes y después de la fe. En el primer caso, la razón propone lo que se piensa creer. Pero aquí no interviene en el contenido latente de la fe, sino sobre las razones naturales para adherirnos a esa fe. Es el sentido de la fórmula famosa: ergo intellige ut creadas. En el segundo caso, ya aceptada la fe con todo su contenido, la razón siente ensancharse ampliamente su límite, e iluminada maravillosamente, penetra por regiones antes inaccesibles a su incapacidad. Crede ut intelligas.
Si a base de fe procedemos en el orden puramente humano, esta natural exigencia de una autoridad deviene mucho más fuerte cuando se trata del orden sobrenatural. Si es justo y conveniente dar crédito a los hombres y a los sentidos, mucho más justo y conveniente será dar crédito a una autoridad infalible cual es la de Dios, o la del que habla en nombre de Dios. En materia de religión, la fe aparece como lo más natural —46→ del mundo. Pero no se vaya a creer por esto, que esta fe religiosa está a nuestro alcance natural, sino que, por introducirnos ella a un mundo ya un orden de cosas sobrenaturales, más allá de nuestra capacidad, es obra de Dios, es don de Dios que hay que reclamarlo de su bondad.
A la vez que hemos de evitar el error anteriormente señalado, hemos de evitar otro no menos funesto: contentarse con tener la fe y no preocuparse con ahondar en su contenido hasta donde nos sea posible. Esto, que no se puede exigir del común de las gentes, es un deber en todos aquellos que, por sus dotes naturales o por razón de su oficio sobre los demás, están llamados a esclarecer las tinieblas de las almas.
Comúnmente se entiende por fe una lánguida profesión labial de un credo religioso. Pero la fe de que habla Agustín, y de que hablaban todos los hombres en la edad fecunda del cristianismo, era algo más que ese simple hecho externo. Por la fe se significaba una adhesión integral, total de la persona humana al contenido de la verdad revelada. Más que en términos vocales, la fe se realizaba en términos de vida, debiendo penetrar ella lo mismo en el plano de las acciones humanas del diario vivir, como en la progresión intelectual del pensador o del sabio.
Razón y fe mutuamente se avienen en un plano mucho más alto que el plano natural del conocer. La una no destruye a la otra. Se puede partir de la fe para llegar a la evidencia racional. Y se puede partir de la razón para llegar a la evidencia de la fe. La razón no se hace esclava de la fe, ni esta de la razón: conservan su justa independencia, ligándose ambas donde es razonable tal ligación. Los mismos filósofos de la —47→ gentilidad han podido llegar a veces a la verdad bajo la evidencia de la razón.
Mas, la plena sabiduría de la vida descansa en la fe. Sencillamente porque la filosofía de la razón no es capaz de esclarecer todos los misterios de la vida, ofrece una ciencia limitada, señala en ciertos casos verdaderas sugerencias, pero no precisa un destino ni el medio de alcanzarlo.
La sabiduría, pues, reposa en la fe. Y la fe es fe en la Iglesia y en la autoridad de las Escrituras. El pensar agustiniano parte de la fe en las Escrituras. Son estas su fuente de sabiduría. La filosofía trabaja con las aguas nacidas de esa fuente. Por eso en Agustín no hay una filosofía en el sentido estricto que hoy día se tiene de ella. Filosofía es sabiduría; pero como la sabiduría, está contenida plena y sobreabundantemente en la palabra de Dios, la filosofía es teología. Su filosofía es filosofía en grado eminente. Lleva el sello de la superación total como fuente del saber total.
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Con este mismo título ha lanzado a la publicidad José R. Muñoz un libro en segunda edición. Es un intento más de afianzar los valores morales de la vida humana en un antropocentrismo naturalista y decadente. La razón contemplando sus elucubraciones para volver, finalmente, sobre sí misma.
En Agustín, todo lo contrario. Y debía ser todo lo contrario por tener distinta fundamentación. Con nuestro Doctor de la gracia estamos en la luz de la revelación y de la razón iluminada por esa luz. Y ahora vamos a considerar esos dos problemas tremendos -especialmente tremendo el problema del mal bajo esa misma luz. Tomamos la vida por lo que ella es en el pensamiento divino manifestado a los hombres.
El secreto del bien. El crear es propio de Dios. Y como infinitamente sabio que es, evidentemente que al lanzar criaturas a la vida concibió las naturalezas conforme a un plan armónico. Esta concepción se ha quedado eterna en Dios, y en ella está la verdad total de los seres, en un grado eminencial, y esencialmente hablando, en un grado de ejemplaridad posado en las Ideas. De este modo los seres alcanzan dos estados correlativos: el uno esencial y el otro aparencial, el uno eterno y el otro en acto temporal, el uno es la fuente y el otro es imagen. Desde este punto de vista -porque —49→ primero los seres están en Dios alcanzando en el espacio una reproducción en términos de semejanza- todo ser es naturalmente bueno, todo ser es un bien. No sumo bien: en este caso cada ser realizaría la plenitud del ser, el ser total, cada ser sería Dios, lo que repugna a un ser finito, limitado.
No existiendo, como luego veremos, el mal substancial, sino que el mal como privación de ser; y siendo su opuesto el bien, hemos de concluir que todo lo que es, en razón misma de su ser, es bueno, es un bien. Y esto desde la materia prima hasta la conformación actual de los seres.
Hay bienes que se realizan en su total limitación en este mundo, porque hay seres dados al mundo que se realizan en su limitación total. Son los seres inferiores al hombre. Lo estrictamente material y lo estrictamente irracional. Muchas veces no pensamos bien esto, que es de hondo significado. Desde luego, en los seres de este grado nada debiera molestarnos: en su conjunto, ellos trazan un poema enorme, son vestigios débiles de Dios, pregonan en su multiplicidad y variedad la Unidad e inmutabilidad del Ser que es. El mundo está lleno de estas semejanzas de Dios en cuanto al ser y bondad esencial que llevan. En sí mismos son hermosos y están individualmente conformados a un orden universal, cumpliendo así su natural destino.
El ser del hombre es el único que aquí abajo no se realiza totalmente, sencillamente porque es un bien superior a los demás, y porque en el orden actual él lleva una aspiración super-terrenal. La agonía humana es grito de ser, grito de eternidad: por don de Dios, el hombre tiene la felicidad de ser privado de un bien supremo, del cual gozará algún día en la totalidad de su limitación esencial.
—50→Los valores son estimaciones de esencias. El grado de los valores está en razón directa con el grado de los seres: los valores son estimación del bien de los seres.
El secreto del mal. El mal en el mundo es real, es innegable: así nos parece el mundo. Para descubrir este secreto, hemos de precisar qué sea el mal. Evidentemente, no es una substancia, no es un ser: porque en este caso la substancia del mal sería incorruptible o corruptible; si lo primero es una substancia sumamente buena; si lo segundo, sería una substancia en sí buena, que de otro modo no podría viciarse o ser corrompida.
El mal es, pues, un accidente negativo, calificado en función de un bien ausente. Algo es malo en cuanto no es: el mal es el no-ser, es la ausencia de ser.
Con este concepto penetremos el mundo. Notamos limitación en los seres. Los seres sufren. Pero la razón de este sufrir no puede ser su ser como tal, pues el ser sería causa del mal, causa del no-ser. La razón de este sufrir está en la misma limitación de los seres. Pero, abstractamente considerado, resulta que este sufrir físico, sensible, no es el mal como tal. Hemos dicho que el mal es privación. Pero la limitación de los seres no es un mal, sino ausencia de perfección mayor. De lo contrario, como advierte santo Tomás, por ser todas las criaturas limitadas, todas ellas serían malas. Esta limitación de los seres tiene su razón, no sólo lógica, sino que ontológica: «La verdad es que las criaturas no pueden participar en la perfección divina sino por la diversidad, la desemejanza y la disparidad que existe entre ellas. La absoluta simplicidad divina, que es riqueza infinita del ser, po puede ser imitada sino por la —51→ multiplicación mayor posible de estos aspectos finitos del ser que constituyen las criaturas». Tal la razón de la limitación de los seres. El mal físico aparece entonces como «un corolario de la esencial diversidad, de los seres creados y de la esencial limitación de los seres contingentes». Estrictamente hablando, el sufrir sensible no es el mal, en el sentido actualmente pleno que damos a la expresión, sino natural consecuencia de una limitación esencial. Donde aparece en todo su esplendor la magnificente bondad de los seres, es en el conjunto armónico de ellos: aquí nada se pierde, todo contribuye, en la desigualdad de las esencias, al realce del todo. La suprema ley de los seres es el orden que jerarquiza las esencias y que asigna una disposición profunda aún al mismo mal. No hay desorden propiamente tal en el universo, creado: lo que a nosotros parece un desorden, debido a la sabia disposición de Dios es un nuevo modo de orden. Nada escapa al orden universal de los seres. El desorden que intenta introducir el hombre libre, invirtiendo los valores en una falsa consideración de los bienes, cae dentro del mismo orden mediante la justicia divina.
Hay un solo mal verdadero, el pecado: ausencia de ser acaecida con libre consentimiento humano. Esto merece una consideración especial.
—52→
Ya lo hemos dicho: los males físicos, extravoluntarios, no son el mal. Toda naturaleza como tal es buena como tal, y todos sus actos consiguientes, que naturalmente se producen, pueden concurrir al oreen querido por un Dios providente. Pero el pecado, este mal único, no pudo ser querido por Dios; este mal, como tal, no puede concurrir a un orden querido por Dios más que posteriormente a su acaecimiento y en función de las penas que le acompañan por la justicia divina en el reinado del orden.
Pero el hecho es que el hombre sufre. El hecho es que hay males. Y es por esto: porque esos males para el hombre son relativos a su culpa original, ellos son la miseria de nuestra condición actual. Por el pecado es cómo ellos son realmente miseria, cómo realmente son males. La posibilidad de desfallecer en el ser -de la aparición del mal en el mundo- no puede explicar todavía el hecho del mal que en la tierra sufrimos. Hay necesidad, para explicar este hecho, de dar con su causa histórica, fuera de la cual la miseria humana es francamente inexplicable.
La miseria que padecemos es consecuencia del mal, ya se trate del mal original -origen de infinitos males-, ya del mal actual, del pecado individual. Es precisamente este mal el que hay que explicar.
Pero antes dejemos bien establecido, para ser fieles a Agustín, que esos males que se sufren son relativos al mal que se hizo, frente al cual resultan una miseria penal, fácilmente reductible al orden que Dios siempre —53→ quiso. Pues bien: el mundo aparece como castigo. Enfermedades, guerras, temores, discordias, cataclismos, tristezas... son la miseria, son el castigo. Y deben ser eso, castigo, porque de otro modo sería, o admitir que el mal es substancial, que hay un Dios malo -y esto es absurdo a más de ser ridículo-, o admitir que Dios es injusto porque nos hace vivir sujetos a una miseria sin causa alguna, sin culpa. No, Dios no es injusto, en esto va comprometida su misma Divinidad. El mundo como castigo debe ser un mundo como pena, es decir, debe existir una culpa anterior. Y por la revelación sabemos que esta culpa fue de los progenitores de la raza humana, en quienes estaba representada toda la especie humana: en su poder estaba o nuestra felicidad terrenal, o nuestra condenación. Y ellos, cegados por la tentación en su entendimiento, lanzaron su voluntad por lo segundo, perdiéndonos igualmente a todos sus hijos. Esta es la causa remota y fundamental de nuestra miseria larga y dura. Esta es la raíz del mal. Ya no pretendamos más buscar la raíz de la raíz. Es inútil.
Y como nuestros progenitores, nosotros hemos seguido obrando ese mal, el pecado. Pero nosotros no haríamos ese mal más que a condición de poder pecar. Este poder pecar tiene dos aspectos: el uno relativo a nuestra nada radical, a nuestra limitación y contingencia; el otro relativo a nuestro libre albedrío, no a nuestra libertad como tal, puesto que ella es perfección, don natural de Dios, sino a nuestra libertad deficiente, enferma. En un principio, el hombre tenía dominio pleno sobre un mundo halagador y sobre los movimientos de la carne. Después del primer pecado, ese dominio fue roto, el mundo todo se volvió contra el hombre prevaricador. Ese dominio pleno, esa libertad pura se perdió ahora ante la dificultad enorme de vivir, de nuestro —54→ vivir existencial. Y nuestra nada radical, nuestra nada limitativa, desborda concretamente al contacto con la dificultad del vivir, y hace de nuestra libertad enferma, una causa deficiente, no eficiente, para el mal.
De este modo, nuestra voluntad, porque tiene facultad natural para autodeterminarse, es causa del mal único, del pecado. Pero porque el mal es negación, es el no-ser, nuestra voluntad es causa deficiente, es decir, negativamente causa, no obstante ser su acción positiva.
Pero esta acción no mira al ser ni al no-ser. El mal no existe, para Agustín, en la voluntad considerada ontológicamente, sino que en la voluntad considerada deontológicamente. La voluntad es eficaz tanto en el bien como en el mal. Ella no se pierde. Su acción negativa, su pecar, mira al no deber-ser. De ahí que su pecar sea acto de aversión respecto al ser abandonado Dios -de conversión a lo que no es- a la tierra-, a los bienes sensibles, al placer de este mundo que pasa y cambia como sombra y humo. Es el hombre todo el que deja de ser cuando peca: deja de ser en el sentido de que toma la nada, lo efímero, por la plenitud, por lo permanente; se hace más y más insatisfecho en su ser hondo y total, dando las espaldas al Ser que es naturalmente hoy su satisfacción única y suprema...
—55→
Hay, pues, en nuestra naturaleza una posibilidad radical de desfallecer. Y esta posibilidad viene de su nada, razón negativa de su limitación esencial. Buscar más razones metafísicas no se puede porque es absurdo: la metafísica se plantea la cuestión para negarla en su orden propio que es el ser. Buscar razón a la razón, buscar razón a la nada del mal, al no-ser, es imposible porque la nada como tal no tiene causa como tal, puesto que es el no-ser insondable. Dios no es causa de lo que no es: Dios no tiene que ver nada con la posibilidad radical, meramente negativa, del hombre, nada como Creador: él hizo un ser bueno como ser, pero porque este ser no era Él, no podía tener plenitud de ser, no podía no ser corruptible.
Dios colocó al hombre en el mundo, incluso eliminando esta posibilidad radical-negativa: lo dotó de gracias para perseverar en el bien si quería: le dio la posibilidad de no pecar, pero respetó el otro bien de la libertad, o mejor del libre albedrío. La gracia no es para destruir la naturaleza, sino para perfeccionarla.
Es que la esencia de la libertad no consiste propiamente en poder elegir entre el bien y el mal: consiste en el poder de obrar el bien. La posibilidad al mal, el hecho del mal, vienen de la facultad a una libre determinación del libre albedrío. Después del primer pecado, este libre albedrío aparece como el ensanchamiento —56→ de nuestra nada radical: él está francamente enfermo, es deficiente en una naturaleza viciada, no pasa a libertad permanente.
Esta enfermedad es relativa al castigo penal. Y este castigo penal consiste en la ruptura de nuestro recto equilibrio frente a un mundo al cual debíamos dominar. Concupiscencia e ignorancia: aquí nuestro mal actual, nuestra miseria actual que hacen el único mal. Frente al hombre se levanta un mundo inferior. Y de tal modo se levanta, que nuestra naturaleza ya no puede por sí misma superarlo, es decir, superarlo totalmente y de tal modo que pueda nuevamente el hombre ser colocado en su destino asignado por Dios, en el orden nuevo perdido por Adán y restituido por Cristo: el orden sobrenatural. Es verdad que nunca pudo haber alcanzado el hombre este orden por sí mismo, porque lo sobrepasa soberanamente; pero es que, sin la restitución de Cristo, sin la gracia de Cristo, ni siquiera puede disponerse negativamente, ni siquiera puede de hecho cumplir todo lo estrictamente natural.
Y sin embargo, siempre que el hombre es vencido por este mundo, siempre que se aparta de su destino, se aparta y peca libremente. Y para vencer, necesita de un auxilio, de la gracia acordada por Dios mediante Cristo. Esta gracia es para el orden sobrenatural, y es su destino actual para este mundo el fortalecer nuestra libertad, el hacernos verdaderamente libres en el bien y la verdad. Sin la gracia, quedamos encerrados en el mundo, podemos ser buenos para el mundo, pero no para nuestro destino que esta sobre el mundo. Es la teleología lo que hace viciar las virtudes civiles, por ejemplo. Y es en esta razón, en cuanto nuestras obras sin un fin trascendentalmente puro, que los paganos, no obstante —57→ una vida limpia, a veces, no supieron realmente trascender el mundo.
La gracia, pues, fortifica nuestra libertad la perfecciona. Y elevando al hombre a un fin sobrenatural, ella es la única capaz de imprimir trascendencia total a la vida humana.
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Hemos dicho que la gracia es perfección de la libertad y que sólo por ella el hombre supera al mundo y actúa conforme a esa superación. Esto nos lleva a precisar la relación mutua que debe haber entre gracia y libertad. En efecto, parece que la gracia fuera negación de nuestro libre albedrío. Y de ser así, la conquista de la vida no tendría mérito en modo alguno, y quien se desvía de su fin soberano, lo hace por necesidad de su impotencia o por ausencia de la gracia.
De lo anterior tenemos estas conclusiones definitivas sobre el hecho necesario de la gracia: la necesidad de la gracia es evidente para elevar al hombre al orden sobrenatural; es necesaria para actuar en ese orden; es necesaria por las dificultades que tiene el hombre para perseverar en el bien, después del pecado original; y, finalmente, es necesariamente existente por el Sacrificio de Jesús, que de lo contrario, si ella no nos fuera necesaria, sería inútil la encarnación y la sangre del Verbo de Dios hecho hombre.
De otro lado, la existencia de la libertad humana es igualmente evidente: de ella y conforme ella tratan y obran todos los hombres; la conciencia de nuestra responsabilidad la suponen; sin ella sería injusta la legislación humana y divina.
De modo que el problema es ahora este: ¿cómo actúa en nosotros la gracia sin quitar nuestro libre albedrío? Este problema es apasionante. Las discusiones sobre él han sido seculares y hasta turbulentas. Y todas ellas —59→ han girado en torno a Agustín. Aquí nos contentamos con señalar la orientación general que nuestro autor da al problema. No haremos de este tema una cuestión de Escuela y, por esto mismo, prescindimos de las modalidades que el problema tuvo al través de la historia de la teología católica.
En este problema, la línea a seguir trazada por Agustín es la siguiente: Hemos de evitar defender la gracia de tal forma que parezca destruimos el libre albedrío; y hemos de evitar igualmente el defender de tal modo el libre albedrío, que parezca destruimos la gracia.
Para una mejor comprensión de la influencia de la gracia en nuestra libertad, hemos de considerar brevemente la proporción que en Agustín alcanza nuestra dependencia de Dios. Si bajo esta natural e ineluctable dependencia como criaturas de Él, permanecemos enteramente con nuestro libre albedrío, ya nos será menos difícil demostrar la permanencia de nuestro libre albedrío bajo el gobierno de la gracia: Dios respetará nuestra natural conformación humana y su acción se ajustará, por decirlo así, a nuestro peculiar modo de ser.
Dios en ningún momento pudo abandonar lo que era obra de su poder. Por ser infinitamente Sabio, su acción creadora debía ajustarse a un orden universal de los seres, a un plan eternamente pensado: el desorden es incompatible con la Sabiduría Suprema. Recordemos que los seres son tales por la forma a ellos impresa, mediante la cual ellos son participaciones limitadas de la Forma suprema. Las formas de los seres son las ideas de los seres, ideas que derivan del Verbo divino, la Idea de Dios. Nada tendría ser sin estas ideas, —60→ sin estas formas qué fundamentan soberanamente las esencias creadas. Todo lo real es racional. De modo que, no solamente por el hecho preciso de la creación, más también por el hecho mismo de la conservación de los seres en su ser, Dios extiende su gobierno actual a toda la creación e individualmente a todos los seres en un hecho de continua Providencia. Es así como, con nuestra dependencia esencial de la Divinidad, tenemos ser: lo que de Por sí no existe, separado de aquello que le dio el ser, vuélvese a la nada. Y es así también cómo el mundo y la historia humana aparecen en un encadenamiento inteligente, pudiendo nuestra razón, por un acto de superación de lo material y cambiante, descubrir ese hecho magnífico de un orden universal.
Por lo que respecta al hombre en particular, su actitud ante el mundo y la existencia, va orientada esencialmente por su entendimiento y voluntad. La Providencia no sólo sostiene en el hombre al ser del mismo modo que a los animales irracionales, sino que además lo orienta en un sentido universal por medio de sus facultades, imprimiéndole un impulso vital según el cual el hombre conoce las universales referencias de su destino humano y comprende la gravitación de su ser al través de una inmensa inquietud. El móvil del hombre es el bien en general, lo que a su vez implica el conocimiento de la verdad, de lo verdadero en general. Nuestra naturaleza, o, mejor dicho, nuestra voluntad, cuyos pies son los afectos, se mueve en la dirección de esa tendencia del bien, impresa en ella por el autor de nuestra naturaleza. Nuestro entendimiento se ve influenciado por la penetración de una divina iluminación en reflejo, mediante la cual se mueve siempre en torno a la verdad en general. Sin esta doble influencia divina, —61→ el hombre sería en el mundo siempre un perdido peregrino.
Mas, esta influencia primordial de la Divinidad en el ser consciente no compromete en modo alguno su libertad: incluso, esta misma libertad está salvada y vigilada en el hecho de la Divina Providencia. Desde luego, son tendencias, orientaciones radicales, quedándole todavía al hombre un amplio poder para determinarse a la verdad y al bien en particular.
El hecho mismo de la divina Sabiduría exige la presciencia divina en la perspectiva de nuestra dependencia esencial y del orden universal de los seres. Y así como del hecho de nuestra dependencia nada se sigue en contra de nuestra libertad, aquí en la presciencia divina tampoco hay óbice a nuestro libre querer. Es verdad que Dios conoce infaliblemente el orden de todas las causas, así necesarias como contingentes; pero resulta que en ese orden y serie de las causas están contempladas estas conforme su natural desplazamiento efectivo, es decir, las necesarias como necesarias y las libres como libres, de donde se sigue que Dios conoce las acciones humanas en nuestra voluntad. Si alguien dice: Dios ya sabe mi voluntad, y porque ya la sabe, necesariamente he de querer lo que Él ya sabe habré de querer: singular estupidez, exclama Agustín: precisamente Dios ya sabe que eso harás necesariamente, y no de otro modo, porque Él lo sabe en las futuras determinaciones de tu voluntad.
Pues bien; si de todo lo anteriormente dicho, nada se infiere razonablemente en contra del libre albedrío, pasando ahora a considerar la actuación divina en las almas en el orden estrictamente sobrenatural, veremos como esa actuación se ajusta admirablemente a nuestra naturaleza de modo que en todo y por todo no implica un atropello a nuestra libertad.
—62→Desde luego, hay que desechar por inconsciente la dificultad de la contingencia de las causas segundas libres, lo cual no sólo acarrearía una absurda independencia de las criaturas respecto al Creador, o Causa primera eficaz, sino que además habría un injustificado peligro de negar la eficacia de la gracia, la obra divina en el tiempo, en razón de los efectos contingentes de las causas próximas. A este respecto advierte santo Tomás: «Es que Dios quiere que unas cosas se realicen necesariamente y otras de un modo contingente, a fin de que exista en las cosas el orden para complemento o perfección del universo: por lo cual ha sometido ciertos efectos a causas necesarias e indefectibles, que los producen necesariamente; y ha subordinado otros a causas contingentes defectibles, de las que suceden contingentemente los efectos. Por lo tanto, los efectos queridos por Dios no son contingentes, porque lo son las causas próximas; sino que les asignó causas contingentes, porque contingentemente quiso que se realizaran».
Establecido lo anterior, veamos la obra de la gracia en el alma. Esta gracia consiste en una inspiración y en una peculiar iluminación. Pero agustinamente hablando, ella va toda en el orden de la caridad: la gracia inspira el amor, inspira efectos de caridad. Recordemos que la gracia es una ayuda para la voluntad, ella lo hace todo en el orden sobrenatural, el querer y el obrar. Es para perfección de nuestra naturaleza viciada y, por lo tanto, ella se acomoda a nuestra naturaleza para sublimarla cerca de Dios.
La voluntad humana se mueve según motivos. Hay frente a ellas una serie de motivos y permanece libre frente a ellos. El movimiento espontáneo de la voluntad, de los pies de la voluntad, son los afectos, producidos —63→ por la delectación de los motivos. Pero esta delectación es la voluntad misma, es ella misma en su actuación libre frente a motivos diferentes, es el amor en su desplazamiento activo. La función de la gracia se limita, no a quitar esta delectación, este movimiento de la voluntad hacia algo, sino a rectificarlo en la proposición de un motivo bueno, para que la voluntad vaya por el orden de la caridad divina. En efecto, hemos quedado de tal modo viciados después del primer pecado, que ahora nuestro libre albedrío sufre la propensión al mal. Es necesario, por lo tanto, ayudar la libertad del hombre, salvándola de su enfermedad: la gracia nos hace libres.
La gracia es una ayuda, y como tal hemos de pensarla. Lo ayudado es la voluntad, es el libre albedrío para que devenga libertad. Pues bien; si ella es ayuda, si ella es un don que se recibe, en la recepción misma de ese don no se suprime nuestra autodeterminación: el hecho mismo de ser la gracia algo recibido, supone la voluntad que recibe. Dios quiere que su invitación la recibamos libremente. La gracia primera actual es invitación, es presentación de un querer libre.
El hombre puede libremente consentir o rechazar esta ayuda. Porque la gracia no violenta, no constriñe, sino que invita. Nuestro querer es don de Dios, quien lo obra en nosotros; pero porque es un querer —64→ libre no puede ser recibido por nosotros sin nuestro consentimiento.
A la aceptación sigue nuestra voluntad liberada, sigue nuestra libertad. El obrar conforme a ese querer nuevo, es obra de la gracia, primariamente, y de la voluntad libre. Pero no ha quedado suprema nuestra voluntad, ella puede resistir a su ayuda. Mas, tratándose de la gracia que da todo el efecto, el querer y el obrar, no obstante poder resistirla la voluntad, de hecho no la va a resistir: porque de tal modo Dios ha preparado sus motivos eficaces, que prácticamente resultan irresistibles en ese momento dado en que eficazmente ayudan nuestra libertad. El alma ha podido dirigir toda su delectación al amor, esta sobre este movimiento frente a un motivo claro, de tal modo que, permaneciendo ella libre para rechazarlo, en este momento no lo va a rechazar.
—65→
Hemos visto cómo en el auxilio de la gracia y bajo su influencia, nada se sigue contra la voluntad humana, contra el libre albedrío y la libertad fortalecida. Dios no obra solamente la sustancia de nuestro querer, sino también el modo de nuestra libertad. Y esto, decretado desde toda eternidad...
Pero de hecho son muy pocos, en relación a la totalidad de los mortales, los que corresponden a la gracia, confiando más en fuerzas propias que no existen para nuestro alto destino. Dios quiere la salvación de todos, pero de hecho no todos se salvan. Y los que se salvan, es porque tienen el don especial de la perseverancia en el bien comenzado. Estos son los pre-destinados. Su fidelidad temporal a la gracia viene por esta predestinación, por la cual infaliblemente se salvarán cuantos han de salvarse, llegando a la hora de la muerte hechos amigos de Dios. De esta predestinación su fidelidad y sus méritos para la Gloria. Los predestinados se salvan por la gracia, su número es exacto, no aumenta ni disminuye. Ignoramos quiénes sean ellos, y podemos creer que al tratar nosotros de determinarlos, nos estamos equivocando. Porque Dios arroja del cielo a veces a los hijos de sus mismos amigos, mientras salva a los hijos de sus enemigos.
Y nos conviene estar en este misterio: tendremos cuidado en ser fieles a Dios y así evitaremos temores inquietantes.
—66→Nada hay que resista a la voluntad de Dios. Se salvarán inefablemente todos aquellos que Dios quiere se salven. Su voluntad antecedente, su deseo de que todos se salven, tampoco es vencida por la voluntad humana: sería vencida en el caso de que Dios no tuviera medio de hacerla cumplir o sancionar su incumplimiento; pero Dios tiene su justicia, e inevitablemente la aplicará contra quienes pretendieron torpemente burlar su primer deseo, deseo universal por el cual murió Cristo.
Cuantos se condenan, libremente se condenan, porque Dios quiere que todos se salven. Dios no puede causar el mal, mucho menos un mal eterno. Si el hombre lo sufre, es él mismo quien se lo ha causado. Sobre lo demás, sobre el porqué de la elección de algunos, nada sabemos aparte de lo anterior. Hemos de inclinarnos ante el misterio insondable: Demos gracias a Dios por haberse dignado revelarnos algo de sus juicios; pero no tengamos la osadía de murmurar contra su consejo cuando se nos oculta lo demás, sino que más bien pensemos que aun esto mismo que se nos oculta es muy saludable para nosotros.
—67→
a. Nota al margen
Entre los síntomas de decadencia de una cultura realizada, están, de un lado el escepticismo sobre el orden metafísico y la angustia de la existencia humana; de otro, el análisis del momento que declina, y la consideración sobre las necesidades naturales de la sociedad humana, intuyendo en sus finalidades universales y observando la posibilidad de destino. El dinamismo terrenal se desplaza en alto grado, como llegado el último momento de apurar las en sí vacías riquezas del tiempo-espacio. En tanto que el sentimiento de lo trágico produce efectos de concentración apremiante en cuantos alcanzan a saber el significado de los momentos históricos de la decadencia y transición cultural.
Son fenómenos de casi impostergable aparición. En sentido analógico despuntan con periódica regularidad. Los primeros tienden a la depresión de las energías creadoras, agotando la visión esencial del mundo en la comedia y el deporte. Los segundos, en cambio, verifican la pervivencia conciencial del destino histórico, tienden a una nueva orientación de las causas segundas en la nueva finalidad temporal de la cultura, creando reservas a la vitalidad creadora del espíritu.
Ha mil quinientos años, así vivía el mundo. Fue entonces cuando Agustín escribió La Ciudad de Dios. El fin primario del autor fue relativamente modesto, a —68→ propósito de la invasión de Roma, defender al cristianismo de falsas imputaciones. Y resultó una obra de proporciones geniales: la primera filosofía de la historia, o, si se prefiere con Ortega y Gasset, una teología de la historia. Y porque era una visión siempre presente del mundo en sí de aquello que condiciona y verifica el movimiento histórico, resulta que esta obra vale siempre como una afirmación y una respuesta definitivas.
b. Un mundo en marcha...
Captar la esencia de la historia al través de su vitalidad, es la gran intuición de Agustín. La esencia de la historia está en su misma proyección. La historia es el acto temporal del mundo, es el mundo en marcha. Esto sugiere una potencialidad por alguien movida, por alguien lanzada a un curso finito. El orden cósmico acusa la presencia de un Ser que le da vida y movimiento. La historia, realizada por seres inteligentes y siendo a la vez un mundo que marcha, tiene también una Causa que le imprime impulso, que le asigna un recorrido sabiamente dispuesto. Es obvio, entonces, que el mundo en marcha lleva alguna dirección, va orientado fundamentalmente por algún fin. Y esta dirección ha de ser meta-cultural, meta-temporal, ha de trascender el simple dinamismo humano para situarse sobre él asignándole suprema orientación. Ella es la medida de la historia. De otro modo no tendría sentido valorar los períodos de la historia, las culturas. Ponderar culturas, supone un término de ponderación. —69→ Aun en el caso de simple comparación entre ellas. Porque cuando las valoramos, lo hacemos en función de una aspiración social e individual. Pero resulta que frente a esa aspiración, las culturas permanecen siempre deficientes, de finitud terrible. La naturaleza humano-social, no se detiene aquietante ante ninguna cultura hecha. Va más allá de todas ellas y, también, más allá de sí misma.
La naturaleza humana, es un esfuerzo hondo por alcanzar su fin social feliz, hace las culturas. La historia sigue el curso de esas exigencias y deviene una peregrinación idealista tras lo trascendente. Esta trascendencia es la dirección de la historia.
Hay peligro de negar la trascendencia. El nihilismo de Nietzsche, en Historia de un error, es negación y absurdos puros. No dudamos que nace de una decepción obscura. El pesimismo spengleriano -aunque Splenger no aceptara este epíteto- y las utopías de Marx, tal vez si no tengan otra causa. Pero es porque entonces se ha confundido la dirección de la historia con los sentidos periódicos. Estos, las cultura, son determinaciones con influjo humano de la dirección en la extensión y el tiempo. Entre estas culturas y la dirección se verifican los corsi e recorsi de que habla Vico. Las culturas no son jamás la dirección de la historia, sino sentidos temporales aplicados a una dirección supra-temporal. Ellas vienen y van, llegan y pasan, mientras la dirección de la historia está siempre ahí, sobre el mundo y en el mundo.
El todo histórico es un todo de sublime armonía. Realza maravillosamente el orden creado. Todas las deficiencias y superaciones de la historia concurren a describir el poema de la libertad caída y de la Bondad del Creador.
—70→La dirección es impasable. Su expresión en la naturaleza humana es luz y guía de la historia. La llevanos dentro del corazón. Es el influjo primordial de la Voluntad Soberana en las causas segundas y en la perspectiva de alcanzar un alto destino. Wildeband -que en otra parte no acierta a comprender el proceso histórico descripto por Agustín- ha demostrado la trascendentalidad de este Supra-histórico, que no pudo alcanzar la morfología de la historia universal de Spengler. Este Absoluto histórico se lo columbra en la esencia misma de los seres, en las exigencias sociales e individuales, en las orientaciones espirituales mismas que nivelan todo devenir.
Concomitantes de la dirección histórica, la religión y la moral no pueden tener en su esencia un valor relativo. Esconden una expresión eterna. Las culturas pueden tratar de desfigurar y hasta de impedir el contenido religiosos y ético de la dirección, pero jamás podrán anularlo. El paganismo -y es el reproche terminante que le hace Agustín- orienta más con la fantasía que con una contemplación armónica de la inteligencia; se detiene en lo fantástico y aparencial, incapaz de penetrar en lo substancial, como el cristianismo. Fe es vitalidad suprema. Y el paganismo no puede comprender esto.
Las culturas no decaen por el agotamiento de su contenido directivo. Precisamente, es este no-agotamiento lo que las hace posibles. Decaen por lo humano, y Dios respeta lo humano. Todavía más: hasta que no llegue la consumación de la historia, la dirección influye en el decaimiento mismo de una cultura, haciéndose toda luz en la agonía del elemento humano que forjó ese período histórico en falencia.
Esta es la Unidad Arquetipa que derrama —71→ divina iluminación en la inteligencia y mueve la voluntad humana, invitándola hacia ella. Vico alcanzó interesante hondura en la constatación de un Divino pensamiento que da unidad al proceso histórico. Todas las actividades humanas llevan un proceso de unidad.
c. Valores históricos
En lo humano, la historia es un juego de valores. Un examen de los valores culturales en el curso histórico, nos lleva siempre a la confesión de un Valor Vital. La insistencia de Rickert sobre una filosofía de los valores históricos, es de enorme alcance y profundidad real.
Las culturas tienden al Valor Vital. Hay en los seres diferentes grados de esencias. Se siguen grados esenciales para los valores. Es la distinción que para la vida sugiere la dirección del mundo. Pero estos valores sufren inversiones en los sentidos periódicos de la historia. Es común efectuar transacciones ciegas con los valores terrenales puros, hasta elevarlos a la categoría de valores absolutos. Se descuida le referencia de la vida y de los valores a una categoría suprema, a un orden extramundano, sencillamente no se ha comprendido esta vida, nuestra vida. Aquí me viene a la memoria un pasaje de Chesterton en El hombre eterno: «Es como creer que el fin de una peregrinación es ejercitar los músculos, o que el hombre no tiene pies más que para a ir a proveerse de calzados y calcetines.»
Este loco desvarío, tan loco y tan humano, deviene gran tragedia. Este entregamiento a lo relativo, es entregamiento a la Nada. Nos vaciamos de nuestro ser auténtico.
d. Existen dos Ciudades...
Existen dos Ciudades en el mundo. Ellas realizan el drama histórico. Porque dos elementos hay en la historia toda. Uno que honradamente se adhiere a la dirección del mundo. El otro que atrofia los sentidos de esta dirección. Lo celestial y lo terrenal: eso es toda la historia humana. Todos aquellos que conocieron y se adhirieron a la dirección suprema, son hijos de la Ciudad de Dios. Los demás, hijos de la Ciudad Terrena.
En cualquier momento del mundo se diseña la actuación de unos y otros hijos. Ambas ciudades arrancan desde la aparición misma del hombre caído en el mundo. Siempre han vivido mezcladas en el mundo. Y ambas tienen su poder preciso. Pero mientras la primera no hace de esta vida lo primero y lo último, sino que se proyecta hacia lo Infinito e Inefable, la otra se queda en y para el tiempo, gravitando en torno hacia la nada. La una, en minoría, tiende a la conquista de lo celestial. La otra, a la conquista de la tierra y de la sangre. Los bienes y los males son comunes en esta vida. Pero mientras la una sufre en su inocencia, la otra goza en su injusticia.
e. Paz y Guerra
Las culturas son los resultados históricos de lo que producen las dos ciudades. Sus apariciones dolorosas se justifican en este producir. No es posible hablar de un progreso indefinido en la historia. Los dos factores de cultura «real» -habrá siempre una forma de —73→ cultura pura posible, pero en este mundo solamente ideal- mutuamente se contrarrestan. Factores aislados, como el factor científico, progresan hasta cierto punto.
Lo que hay de más o menos universal es un progreso relativo y limitado. La novela de Huxley, Un Mundo Feliz, aparece como una ironía frente a nuestro progreso terrestre.
Como hay progreso relativo, hay también período de paz relativa. Es la que sigue a la concordia de una y otra ciudad en el plano del régimen temporal. Porque esta paz es indispensable para lograr algún bienestar relativo en el tiempo. La Ciudad celestial accede. Ella trasciende tiempos y razas. De ahí que acceda conformándose con estos elementos solamente en aquello que no impida la dirección esencial del mundo hacia su destino. Y si accede, es precisamente para cumplir mejor su misión. Es así como participa en la gestación de toda cultura. Y hasta en el mismo proceso cultural. Porque tiende a la pervivencia de la dirección en los sentidos periódicos de la historia, y refiere la paz terrenal a la celestial. Así nace la paz social. Paz es tranquilidad en el orden. Y orden es una disposición armoniosa entre cosas semejantes y desemejantes, asignando a cada una su justo lugar. Son principios básicos que proyecta para la posibilidad de la vida social la dirección del mundo.
Pero el hecho es que la historia humana es la historia de una gran intranquilidad colectiva. Porque esta paz es perturbada por la Ciudad terrenal. La Ciudad terrena busca su fin y su omnipotencia en esta vida. De ahí que no repare en medio alguno para lograr su intento. Los hijos de la Ciudad de Dios se duelen de este injusto desorden. Y en la imposibilidad de restaurar la justicia por otro medio, recurren a la guerra.
No podemos decir de ninguna guerra que será la última. —74→ Mientras exista la Ciudad terrena, habrá hijos del sable y del fúsil. El fin de la guerra justa, la única aceptable en su condición cruel, es la paz, es la obtención del orden destruido. Sin este motivo, la guerra es un crimen insolente y horrendo. No hay que aprovecharse de la paz para hacer la guerra. Sino que hay que aprovechar de la guerra para lograr la paz.
La iniquidad del adversario da derecho a sostener estas costosas guerras. El recurso de las armas tiene por objeto repeler al injusto agresor, o restaurar la tranquilidad en el orden.
Los males de la guerra son calamitosos. Es preciso evitarlos a toda costa. Por eso el deber del príncipe es agotar todos los medios de conciliación para llegar, sin necesidad de la guerra, a un resultado legítimo y justo. Medio subsidiario y terrible, la guerra justa debe reservarse exclusivamente para los casos extremos.
Si en una guerra triunfa el derecho y la justicia, tanto mejor para la Ciudad de Dios. Es Dios quien ha vencido en sus hijos. Él ha dado la victoria. Pero si es derrotada la justicia, demasiado poderoso es Dios para sacar para su Ciudad, innumerables bienes de sus hijos vencidos. Por oculto juicio, y para bien de sus mismos hijos, ha permitido Dios esta derrota temporal. Estos hijos suyos también tienen deudas que expiar, delitos que llorar. Conviene que sean humillados por los hijos de la Ciudad terrena, y han de saber soportar dignamente el castigo de las armas.
—75→f. Jesucristo y la Iglesia
La Ciudad de Dios, ya lo hemos señalado, representa la dirección del mundo concretada aquí en la tierra en los hijos de ella. Ha existido siempre y siempre ha luchado. La lucha y el dolor son condiciones de su existencialidad transitoria en el tiempo. En medio de un mundo constreñido por las necesidades y perturbado por la maldad; y frente a una historia saturada de oprobios por la perversidad de los hijos terrenos, a los hijos de la ciudad celeste sólo les queda el supremo consuelo de una esperanza eterna.
La historia es la realización de un Divino pensamiento. La Sabiduría de Dios, dirección de la historia, crea la Ciudad de Dios. Y alumbra en las tinieblas de los hijos de la ciudad terrena. Pero... por la tierra pasó un día, en carne y cruz, el Verbo de Dios, la Sabiduría de Dios, Jesucristo... Fue la fuente de nuestra dirección la que un día comió con los mortales y murió en un Viernes ensangrentado... El Hijo de Dios ha llenado los tiempos de suprema plenitud. La dirección de un mundo en marcha advertida en la presencia carnal del mismo Dios.
Con Jesucristo la Ciudad de Dios se formaliza hasta una expresión jerárquica que lo representará en este mundo mientras avanza la gran hora de la consumación de la historia humana. La Ciudad de Dios es ahora la Iglesia Católica, la Comunión de los Santos, el Cuerpo Místico de Cristo cuyos miembros tenemos el honor terrible de ser... Jesucristo y su Iglesia se han situado ahora en el centro mismo de la historia, y la marcha del mundo es una marcha sagrada.
—76→g. Ser y estar en la Iglesia
Jesucristo es Dios para crearnos y hombre para volvernos a crear; Dios para hacernos, y hombre para rehacernos. Nos volvió a crear con su Sacrificio, dejando a la Iglesia el poder de suministrarnos los frutos de ese Sacrificio inocente. Por la Iglesia nos congregamos en torno a Cristo hasta formar con Él un solo Cuerpo místico, cuya Cabeza es Él y cuyos miembros somos nosotros.
Ser de Cristo es ser y estar en su Iglesia. Ser fieles a Cristo es ser fieles a su Palabra. Pero la Palabra de Cristo es su Iglesia. Esta fidelidad y este estar siendo en la Iglesia, debe ser integral, abarcar la vida toda. No sólo en razón de nuestro espíritu, mas también en razón de nuestros cuerpos somos miembros de Cristo. De modo que nuestra participación en la Iglesia ha de ser integral, total, sin claudicaciones: en torno a ese hecho congregar espíritu y materia, tiempo y eternidad.
O con la Iglesia o contra la Iglesia. No hay medios posibles. Porque fuera de la Iglesia no hay salvación. Sólo por la Iglesia nos restituimos a nuestra integralidad, a nuestro ser, a nuestra felicidad, a la divina paz donde se revela toda la grandeza del hombre interior. No hay dos Iglesias porque no hay dos verdades. La iglesia es la verdad revelada al mundo en forma permanente. Quien combate la verdad combate a la vez a la Iglesia.
Estamos en la edad de la fe. Y bajo esta visión de la fe hemos de pensar el mundo y las cosas por la Iglesia. El cristiano ha de considerarse en este mundo como —77→ bogando sobre el madero de la Cruz. Él también es redentor por la Iglesia. Cristo padece en su Iglesia, como la Iglesia padeció en Cristo. Y este padecer de la Iglesia y de los cristianos es señal de nuestra misión redentora en medio de un mundo que rehúsa la Verdad. No hay mayor seguridad como la del cristiano dentro todo en la Iglesia, porque el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, orienta y dirige nuestra membral participación en el Cuerpo de la Iglesia. «El Cristo natural, el Verbo encarnado, el sacerdote-víctima del Calvario, es una parte, y la principal, del Cristo místico; no es el Cristo místico entero. El Cristo místico es la viña verdadera con sus sarmientos, es el olivo completo con todas sus ramas, es Jesús esposo con la Iglesia; su esposa es la Cabeza con todos sus miembros. El Cristo natural nos recata, el Cristo místico nos santifica; el Cristo natural murió por nosotros, el Cristo místico vive en nosotros; el Cristo natural nos recomienda con su Padre, el Cristo místico nos unifica en Él. En una palabra: el Cristo místico es la Iglesia que a la vez que completa a su Cabeza es completada por ella».
Por este Cuerpo somos predestinados a la Ciudad de Dios, a la casa de Dios, al templo de Dios, a gozar de Dios.
h. Iglesia y Estado
«Cuando San Pablo dice: Toda persona está sujeta a las potestades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios, rectamente nos advierte sobre la sumisión que debemos a las potestades superiores a quienes se ha confiado temporalmente el gobierno de las cosas temporales. Pues, comoquiera que constemos —78→ de alma y cuerpo, y mientras estamos en esta vida temporal hayamos necesidad de servirnos de las cosas temporales para el sostenimiento de la vida, es conveniente que, en lo que a esta se refiere, estemos sujetos a las potestades, esto es, sujetos a los que revestidos de alguna dignidad, administran las cosas temporales». Una necesidad, una obligación nacida de la naturaleza misma de nuestro ser y vida sociales, he aquí lo que crea al Estado en sí, lo que este impone y el fin eminentemente social que su constitución esencial entraña.
Hay quienes han querido ver en la exposición agustiniana de las dos ciudades una figura simbólica de eternos conflictos entre Iglesia y Estado. Trolsch y Gierke, entre otros. Según estos autores, el Estado estaría condenado a ser siempre la Ciudad terrena. Pero nada más injusto como falso. Ya varios autores han dilucidado este punto. Augusto Messer escribe: «El Estado no es para san Agustín, en sí mismo, el reino de Satán, sino que lo es únicamente cuando tiene carácter pagano. Cuando se menciona su frase tan citada: ¿Qué son los imperios, sino grandes partidas de bandoleros?... no debe olvidarse el complemento: Cuando falta la justicia... El Estado en sí (como el matrimonio y la familia) es un organismo social basado en las leyes de la naturaleza humana».
Esta potestad del Estado, en sí buena, abarca a los hijos de las dos ciudades en este mundo. Y la sujeción de estos a la potestad civil va en beneficio de la tranquilidad y paz social indispensables para llevar menos pesadamente la vida. La ciudad terrena, que no vive de la fe, anhela esta paz profunda de los ciudadanos, y para eso crea las leyes temporales. Y anhela la concordia de las voluntades en esta heterogénea composición de los ciudadanos, para obtener la paz en la administración —79→ de aquellas cosas cuyo uso es necesario a esta vida terrenal. Y porque aun esta paz terrenal es necesaria a la ciudad celestial, la cual vive de la fe y anda peregrinando en esta tierra, ella de buen grado se somete a la legislación de la ciudad terrena, mientras llega la hora del tránsito a la patria inmortal. Y todo esto para que, así como es común a ambas esta mortalidad, se conserve la concordia entre las dos ciudades en todo aquello que respecta a las cosas mortales.
Sólo así se obtendrá el orden y la concordia entre los ciudadanos, con la consiguiente paz social. Es hacia la estabilidad de esa paz terrenal, limitada a lo que deben propender las leyes de los Estados, e incluso la misma paz doméstica: que la familia contribuya a la paz social, para lo cual muchas veces el mismo jefe de familia deberá atender a las leyes del Estado en la dictación de su legislación familiar. Las partes deben ser congruentes al todo en beneficio de la armonía social.
Mas, el Estado ha de promover la paz social dentro del marco asignado por Dios al concederle autoridad. «Dichoso el pueblo que tiene al Señor por su Dios... He aquí lo que hemos de desear para cada uno de nosotros y para el Estado del cual somos ciudadanos, ya que la felicidad de un Estado no es efecto de una causa distinta de la que produce la felicidad del hombre, ya que el Estado no es más que una multitud de hombres unidos entre sí.» De ahí que el Estado, la autoridad civil, ha de ajustar su misión temporal a las orientaciones de Dios mediante la Iglesia. «No hay Estado firmemente establecido y bien asegurado, si no tiene por base y vinculo la fe».
La autoridad del legislador responde a una aspiración natural de la sociedad. Y esta aspiración es la paz, el orden, la justicia social. Pero como ni el cuerpo ni esta vida es lo primero y lo último, sino que ambas cosas están condicionadas por un destino eterno, esa —80→ paz social debe ser un medio para ese destino sin fin al cual están llamados los miembros de la sociedad. De ahí que las leyes del legislador deben tener en cuenta los principios básicos que de aquel orden eterno derivan. Las leyes humanas son naturalmente limitadas por la ley natural, reflejo de la ley eterna. De ahí que siendo la Iglesia depositaria y custodia de la fe; teniendo Ella la custodia de las leyes divinas en orden al destino eterno, el Estado no puede contradecirla, ni puede olvidar la autoridad de la Iglesia en orden a los fundamentos del orden social. La supremacía general de la autoridad de la Iglesia es incontestable. Negarla, es, o suma malicia, o precipitada ignorancia.
En el nuevo orden instituido por Cristo, es la Iglesia el medio natural de unión con Dios. Por expreso deseo de Dios, Ella es la reformadora, la reconciliadora del género humano, teniendo en sí la culminación de toda autoridad aquí en la tierra. Representa la suprema ley, la dirección integral de la historia, el espíritu orientador del mundo, de los hombres y de las cosas.
Cada cual en su orden. El Estado para el régimen de lo temporal. La Iglesia para lo espiritual. Pero lo primero subordinado a lo segundo. Esta subordinación se alcanza, de parte del Estado, en una legislación justa, en un respeto a los inalienables intereses de Dios, de la Iglesia y de las almas y, cuando sea necesario, en la defensa por el Estado de esos intereses cuando son lesionados y cuando la Iglesia solicite su ayuda.
—81→El cristiano ha de afianzar esa armonía de los dos poderes con su conducta patriótica. Debe obedecer a la autoridad justa, colaborar en los asuntos del Estado para servir más eficazmente a la sociedad, defender, hasta con las armas si es necesario, los derechos de la patria contra el injusto agresor.
i. En el ocaso y agonía de la historia
Pasarán diversos tipos de cultura, menos la dirección de la historia. Para ese entonces, ya no habrá más historia humana, sino que será la consumación de ella, y en ella, la consumación de todas las cosas. Será el día eterno de la Ciudad de Dios, el triunfo total y absoluto de los hijos de Dios sobre los hijos de la ciudad terrena.
Hasta el último día de la historia humana existirán las dos ciudades. Más allá de ese día, vendrá la coronación de la Ciudad de Dios, y la condenación de la Ciudad terrena. La Ciudad de Dios «estará libre de todo mal, y llena de todo bien, gozando eternamente de la suavidad de los goces eternos, olvidada de las culpas, olvidada de las penas... Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Ved aquí lo que haremos al fin sin fin: porque, ¿cuál es nuestro fin sino llegar a la posesión del reino que no tiene fin?».
—82→ —83→
—90→
—92→
—94→
—98→
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—109→
—110→
—112→
(II, XVIII)
Estamos tratando sobre el conocimiento de las cosas. Resumiré aquí todo lo dicho, de un modo claro y breve. Según mi opinión, nadie debe osar introducirse en el estudio del universo sin estar suficientemente versado en el arte de la discusión y la ciencia de los números. Por lo menos, en esta última. Y si aun esto pareciere mucha exigencia, en rigor se ha de saber por lo menos qué sea la unidad, qué rol desempeñe en la constitución de los números y cuál sea su valor. No es necesario constatar todo esto en el orden y ley supremos que rigen la totalidad de las cosas, sino que se ha de comenzar por la observación de las cosas y acontecimientos diarios. Por otra parte, esta ilustración comienza en la misma filosofía, que en resumen su contenido se resuelve en una averiguación de la unidad, eso sí que hasta llegar a trascender lo humano para prolongarse en un orden altamente divino.
La filosofía tiene una doble función: estudio del alma y estudio de Dios. Con el primero llegamos al conocimiento de nosotros mismos. Con el segundo, al de nuestro origen. El uno nos es más deleitable: el otro nos es más caro. Aquel nos hace dignos de la vida feliz; el otro nos constituye en estado de felicidad. El primero es para los que aprendan; el segundo para los ya instruídos. Este es el orden que ha de seguirse en el camino de la sabiduría. Sólo así seremos capaces de comprender el orden de las cosas en la distinción de dos mundos, y al mismo Autor del universo, de quien el alma no tiene más ciencia que el saber que lo ignora.
El alma entregada a la filosofía ha de seguir esta —113→ orden comenzando por una observación de sí misma. Y una vez que haya llegado a constatar que es racional, y que en la razón nada hay más poderoso y mejor que los números, o que la razón no es más que un número, debe entrar en sí misma y pensar: Yo, guiada por un dinamismo interior y oculto, puedo distinguir y unir, y esta capacidad de distinción y unión se llama mi razón. Pero, ¿qué es aquello que se divide en la distinción, sino lo que parecía unidad y no lo era, o lo que no era tan unidad como a simple vista parecía? ¿Y para qué se realiza la conexión si no es para formar la unidad en cuanto sea posible? Luego, al dividir y unir, no busco yo ni amo más que la unidad. Divido para purificar y uno para integrar. En la primera operación rechazo lo que no viene al caso; en la segunda, enlazo las convenientes para ensayar la perfecta unidad. La piedra, para que sea piedra, debe tener sus partes y naturaleza trabadas en sólida unidad. Lo mismo el árbol, para que sea tal, debe ser uno. Igual cosa sucede con las partes constituidas de cualquier animal. La esencia de la amistad consiste también en la tendencia a lo uno. Y cuanto más unidos sean dos seres, tanto más amigos serán. El pueblo es una ciudad a la cual no conviene la disensión. Y discrepar no es otra cosa que un rechazo de la unidad. Los ejércitos son unidades integradas por muchos soldados, y tanto más invencibles serán cuanto más estrecha sea la conexión entre estos. ¿Que es todo amor? ¿Acaso el amante no tiende a ser una sola cosa con lo amado? La misma voluptuosidad deleita violentamente al realizar los amantes la estrecha unión de los cuerpos. El dolor tiene su raíz en la ruina de la unidad. Por lo que conviene no desear la unidad con aquello que fácilmente puede ser separado.
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