Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Indios, conquistadores y peregrinos en «Maladrón» de Miguel Ángel Asturias

Malva E. Filer

Brooklyn College and Graduate Center, CUNY

La figura del Conquistador ha ido adquiriendo variados perfiles y significados, sobre todo a medida que nuestros novelistas buscan la dimensión humana en hechos y protagonistas remotos congelados por la historiografía, a la vez que recrean con complejidad y dramatismo el nacimiento de la América española. En la ficción contemporánea, esos guerreros y aventureros que se adentraron por tierras inexploradas en busca de riqueza aparecen como hombres a los que mueve no solo la codicia sino también, y a veces en pugna con esta, la ambición de beneficios no tangibles que responden a necesidades psicosociales o a impulsos religiosos de la época. Aunque sus actos de rapiña y sus crueldades desmienten las justificaciones teológicas de la Conquista, su personalidad está marcada por los valores y las preocupaciones religiosas del tardío medioevo español, con sus luchas entre el espiritualismo canónico y las doctrinas heréticas. En las hazañas de la Conquista, por otra parte, sus protagonistas creen realizar los valores de heroicidad caballeresca, ya en vías de extinción en la España barroca. Estas aspiraciones materiales y espirituales, casi siempre irreconciliables, son las que motivan a los personajes centrales de Maladrón (Epopeya de los Andes Verdes), la última novela de Miguel Ángel Asturias publicada en 19691.

En su libro La transformación social del conquistador, José Durand señala, concordando con Américo Castro, la convergencia de motivos o afanes en el ánimo de los españoles al emprender riesgosas expediciones que, aunque legitimadas como un servicio a Dios y a la Corona tenían, sin embargo, el carácter de empresas privadas. Junto a la búsqueda del oro y las especies, esto es, al deseo de obtener o incrementar los bienes materiales, y sin negar la motivación religiosa de los propagadores de la fe, sitúa Durand el poderoso afán de ganar honra que caracteriza, en esa época, a los españoles, tanto a los de nivel social alto como a los de baja extracción. «En la España del siglo XVI», afirma, «el buen nombre, el prestigio ante los demás, representaba la mayor de las aspiraciones sociales» (Durand: 53). Señala, por ello, cómo se entrelazan esas aspiraciones sociales, con las motivaciones económicas y religiosas de la Conquista. De hecho, un simple criterio pragmático o materialista no explicaría satisfactoriamente la conducta de hombres que, con frecuencia, arriesgaron y perdieron su propia hacienda, cuando no la vida, en la empresa de Indias, ni la de aquellos que, en vez de retirarse a gozar de lo ya asegurado con grandes penurias, se lanzaban nuevamente a peligrosas aventuras. Creo que los personajes de Maladrón ilustran esa convergencia, ese conflicto de aspiraciones y que la novela sugiere, al mismo tiempo, un interesante paralelismo entre la falta de pragmatismo de los indígenas y la de sus invasores.

El título de esta novela se relaciona con la idea de que en la España medieval existió un culto, perseguido como herejía por la Iglesia, al malhechor crucificado junto a Jesús quien, a diferencia del «buen ladrón» mencionado en el Evangelio según San Lucas, no creyó en el Salvador ni en la otra vida. Una tradición basada en los textos apócrifos le ha dado el nombre de Gestas y, según la novela, sus cultores creían que él no había sido un malhechor sino un sabio saduceo condenado por su filosofía materialista. Ya en obras anteriores (El Alhajadito, 1961 y Mulata de Tal, 1963), Asturias se había referido a la existencia de adoradores del Mal Ladrón en tierras de Guatemala. Su última novela propone que ese culto materialista representó, con más verdad que el cristianismo, la teología de la Conquista. Maladrón lleva por subtítulo «Epopeya de los Andes Verdes», caracterización solo aplicable estrictamente a los siete primeros capítulos de la novela que describen con dramatismo y con belleza las últimas batallas de resistencia libradas por los hombres de la nación mam contra los conquistadores españoles. Pero es esta la epopeya de un pueblo derrotado en lucha desigual, epopeya y elegía con rasgos de tragedia, como bien lo ha señalado Giuseppe Bellini2. Epopeya típicamente indoamericana, cuyos héroes, de la misma estirpe que el Caupolicán de Ercilla y el Cuauhtémoc histórico, adquieren su máxima grandeza no en la victoria sino en la derrota, por su orgullosa valentía y su estoicismo frente al sufrimiento y a la muerte. Chinabul Gemá es la figura paradigmática del héroe épico caído en el campo de batalla. Caibilbalán, Señor de los Andes, es por su parte un héroe trágico y más complejo. Su superior intelecto lo lleva a despreciar las creencias tradicionales y la magia como armas guerreras, y su fe en «la ciencia de la guerra» le hace rechazar «la guerra fantasma», esto es, la fragmentación de su ejército perfectamente disciplinado en montoneras. Su mayor racionalidad y conocimientos se vuelven contra él, enajenándolo de su propio pueblo (encuentro aquí un planteamiento afín al de Carpentier en El reino de este mundo) y dictándole una estrategia militar carente de realismo y contraria al más básico instinto de supervivencia. En estos primeros capítulos, el texto se propone evocar, desde dentro, la experiencia del derrumbe del mundo indígena, mientras muestra a los conquistadores, sobre la misma tierra, encerrados dentro de su propio mundo de mitos, fantasías y aspiraciones. Para ellos el suelo americano y sus pobladores solo son materia en la cual puedan imprimir la forma de sus sueños y de sus obsesiones. Esta actitud se manifiesta en la novela a través de la búsqueda, por parte de un grupo de expedicionarios, del sitio donde se juntan los dos océanos, así como en el intento de algunos de ellos de imponer entre los indígenas el culto al Maladrón.

Los «cuatro españoles locos, sonámbulos, perdidos en la selva» (49) que se proponen descubrir el paso interoceánico son: Ángel Rostro, Duero Agudo, Quino Armijo y Blas Zenteno. Sin otros recursos que el arrojo y la ambición, piensan realizar una hazaña que rivalice con la del Gran Almirante. Este intento de un puñado de hombres, improvisados y carentes de medios, típico del individualismo aventurero de la época es, sin embargo, un proyecto anacrónico para los años en que se sitúa el relato. Aunque parco en datos históricos, el texto da dos fechas, 1562 y 1571, indicando así el periodo en que transcurre la acción (68, 145). Estas fechas son muy posteriores al descubrimiento de Magallanes, el 27 de noviembre de 1520, de la comunicación entre los dos océanos, y de su travesía por el Pacífico hasta llegar a la isla Guam, llamada de Los Ladrones (no puedo dejar de subrayar la coincidencia del nombre), así como a las Filipinas, en marzo de 1521. Los personajes de la novela no parecen estar al tanto, o tener en cuenta, que lo que buscan ya ha sido descubierto en otras latitudes. Están desconectados del tiempo histórico de la metrópoli, sin por ello haber penetrado todavía en la naturaleza y en la realidad humana del mundo conquistado. Cierto es que España intentó, sin éxito, descubrir una ruta más corta y fácil a China y a la especiería, que la encontrada por Magallanes. Y también es un hecho que ya desde 1513 se sabía de la existencia de un mar al otro lado del istmo centroamericano, por lo que muchos supusieron que allí se daría una comunicación entre ambos mares3. Entre ellos, pues, los personajes de la novela, dispuestos a cualquier riesgo o sacrificio por ganar la gloria y los beneficios de ser los descubridores del importante paso.

Los integrantes del grupo, al que se agregan Antolín Linares, escapado del campamento del capitán Juan de Umbría luego de declararse devoto del Maladrón ex cuñado y Lorenzo Ladrada, ex criado y asesino de un pirata buscador de oro, presentan, en un microcosmos, la diversidad de motivaciones y de valores que mueve a los españoles. «Ellos», afirma Bellini, «no son solo personificaciones de cuanto negativo representa la Conquista, sino también de lo que de positivo ella significa como espíritu de aventura, capacidad de fantasía -la reviviscencia de los mitos-» y valor individual (215). Ángel Rostro, convertido de hecho en capitán de sus compañeros, era un «hidalgo mal avenido con su padre» que «buscó la guerra para ganar nobleza en las hazañas» (92). No menos codicioso de oro, honores y títulos nobiliarios que esos aventureros a los que pretende dirigir, rechazaba, sin embargo, su materialismo cínico, afirmando que la Conquista es como «un deseo de expansión del alma» (93). Hacía profesión de fe católica y de fidelidad a España, a la cual ofrecería el secreto descubrimiento de la comunicación marítima. Cuando sus compañeros se niegan a seguir la exploración, habiéndose desviado del objetivo inicial para implantar en el Nuevo Mundo el culto al Maladrón, Ángel Rostro pierde confianza en ellos y desaparece. Pero antes ha tenido su primer contacto con el mundo indígena, en su relación con Titil-Ic, bautizada María Trinidad, quien introduce a los españoles a desconocidos procedimientos mágicos. Titil-Ic será luego mujer de Antolín, el cual solo a medias ha aceptado la nueva religión de sus compatriotas. Ella representa un posible puente hacia el mundo indígena, pero los españoles, cargados como están de creencias, ortodoxas y heréticas, y de los mitos, leyendas y recuerdos traídos de ultramar, solo piensan en imprimir su propio sello en el mundo conquistado, como si nada hubiera existido antes de su llegada. De ahí surge el despropósito de llevar a los indios de Yucatán doctrinas heréticas producidas a través de los siglos de disputas teológicas, sectarismos y persecuciones religiosas en suelo europeo.

Los dos propagadores del culto al Maladrón son Duero Agudo y Blas Zenteno. Duero se había embarcado «hambriento, realmente hambriento», y huyendo de sus acreedores, en el galeón destinado a las Indias (97), donde fue adoctrinado por Zaduc de Córdoba, personaje cuyo nombre se asocia al de la secta de los saduceos que negaban la inmortalidad del alma y la otra vida después de la muerte. En los Andes Verdes, Duero encuentra a Blas Zenteno, quien recordaba como su padre y otras gentes cristianas salían a cazar a los «gesticulantes», esto es, a los que proclamaban la santidad de Gestas, el Maladrón. Siguiendo el impulso característico de los conquistadores de identificar las realidades del Nuevo Mundo con las realidades conocidas de su experiencia europea, los devotos del Maladrón confunden las ceremonias realizadas por los indios para aplacar a Cabracán, dios de los terremotos, con las ceremonias de los gesticulantes. Cuando descubren su error, se proponen, de cualquier modo, imponer al Maladrón mediante el engaño o por la fuerza. Irónicamente, el proyecto de imponer una religión materialista da por tierra con la ambición materialista que los había llevado a emprender la expedición. Terminan, Duero y Zenteno, muertos por Güinaquil, el jefe de la tribu. La estatua de Maladrón, esculpida en madera de naranjo por Lorenzo Ladrada, es llevada «en andas de espejo por escalinatas de fuego» (172) seguida de los caballos y de los corazones de los dos españoles. Maladrón, convertido en ídolo, preside el festín de Cabracán en los pedregales. La reacción violenta del jefe indígena no es solo un acto defensivo contra los que pretenden hacerle abandonar a sus dioses, sino que también responde a la experiencia de un adoctrinamiento cristiano cruelmente desmentido en la práctica de la Conquista:

¡No otra cruz! ¡No otro Dios!, [proclamó Güinaquil], ¡La primera cruz costó lágrimas y sangre! ¿Cuántas más vidas por esta segunda cruz? ¿Más sangre? ¿Más sufrimientos? ¿Más tributos? [172] ¡No habrá segundo herraje ni habrá segunda cruz! Si la primera, con el Dios que nada tenía que ver con los bienes materiales y las riquezas de este mundo, costó ríos de llanto, mares de sangre, montañas de oro y piedras preciosas, ¿a qué costo contentar a este segundo crucificado, salteador de caminos, para quien todo lo del hombre debe ser aprovechado aquí en la tierra? [173].


En la última parte de la novela solo quedan Antolín, Titil-Ic, el hijo de ambos, y Lorenzo Ladrada. Ellos se escapan de la tribu de Güinaquil y prosiguen la búsqueda del sitio donde se juntan los océanos, razón de ser, según el texto, de su «locura andante» (183). Antolín, quien había bautizado a su hijo como cristiano, ve en él la extensión natural de las ambiciones que lo llevan a la aventura. Se propone que sea doctor de Salamanca y que tenga, como sus padres, título de marqués. Este personaje de sentimientos sencillos y sanos, deseoso de que su familia mestiza se beneficie de los honores que a él le conceda España, representa el rostro humano, imperfecto pero no destructivo, de la Conquista. El futuro que ambiciona le será negado, ya que muere en el camino, víctima de enfermedad y de exceso de desconfianza, por no creer en las buenas intenciones de Lorenzo. Este había prometido traer oro y plata de las minas del amo asesinado y regalárselos a Antolín para su hijo, pero Antolín no lo espera y Lorenzo lo encontrará en el camino, ya muerto. Solo, con el oro y la plata, buscará inútilmente a Titil-Ic y el niño. Ella había huido porque, como dice el texto, «formaba parte de aquella naturaleza de seres animados que escapaban a la luz del blanco que todo lo convierte en ceniza»(198). Los indígenas la habían rescatado con su hijo a su propia raza. Lorenzo, «inmensamente solo en aquel mundo de golosina» (208) que lo rechazaba, busca la inmensa soledad del océano. Solo ahora se inicia su verdadero peregrinaje por la tierra conquistada. Ya no busca riquezas, ni sus pasos están dirigidos por el materialismo del Maladrón. Busca poblar el espacio desolado de su existencia, quiere una familia. El mundo indígena había sido derrotado por los españoles, y estos habían sido rechazados por la naturaleza y por sus pobladores aborígenes, pero ambos mundos se habían encontrado y contaminado mutuamente. Los impulsos que mueven a Antolín, y a Lorenzo al final de la novela, anuncian que ha comenzado ya la etapa del mestizaje en América.

En esta visión indohispánica de la historia, Asturias recrea los dos mundos enfrentados a través de la reelaboración lingüística, tanto de la expresión indígena como del idioma castellano del siglo XVI. El lenguaje de los españoles recorre los distintos niveles del habla, desde la expresión culta hasta las formas más vulgares. Mediante un lenguaje expresivo de la picardía y el genio popular, la novela da voz a españoles que representan a la masa de aventureros sin títulos ni privilegios, y no a los altos jefes de la Conquista. Creo que de este modo Asturias humaniza la figura del conquistador, mostrándolo tanto en su codicia y criminalidad como en sus aspiraciones, legítimas para la época, y en sus necesidades y afectos simplemente humanos. Esto restituye vida y profundidad a los personajes, al tiempo que enriquece la imagen del pasado.

Bibliografía

  • Asturias, Miguel Ángel, Maladrón (Epopeya de los Andes Verdes), Buenos Aires, Losada, 1969.
  • Bellini, Giuseppe, «El laberinto mágico de Miguel Ángel Asturias», Papeles de Son Armadans, tomo 62, núms. 185-186, 1971.
  • Durand, José, La transformación social del conquistador, 2 vols., México, Porrúa y Obregón, 1953.
  • Hernández Sánchez-Barba, Mario, Historia universal de América, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1963, vol. I, pp. 250-270.