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211

La potestad legislativa del obispo ya se entiende que está subordinada a las leyes generales de la Iglesia, las cuales no puede derogar al interpretar, aunque sí tiene el derecho a no ponerlas en ejecución, o una vez publicadas, suspender su observancia, cuando de ella se sigan graves males a la diócesis; pero en este caso debe dar cuenta al romano pontífice, para que disponga lo conveniente, derogándolas o modificándolas. Sólo en este sentido puede entenderse la doctrina de Cavalario cuando dice en el cap. III de sus Instituciones sobre la promulgación de los sagrados cánones, párrafo 5.º, «que los cánones y decretales pertenecientes meramente a la disciplina, parece que sólo obligan a los cristianos cuando después de la debida promulgación los reciben las Iglesias». Doctrina que, mal entendida, sería tan subversiva en el orden eclesiástico como lo sería en el orden político la de los que sostienen que las leyes sancionadas por el legítimo legislador no obligan a su observancia si no son aceptadas por el pueblo. Como una consecuencia de la doctrina antes expuesta, y habiendo ya códigos legislativos de observancia general en toda la Iglesia, puede afirmarse que la potestad legislativa del obispo está reducida a promulgar reglamentos o estatutos para la observancia de las leyes generales, y lo mismo podríamos decir respecto a la potestad coercitiva, suponiendo que haya penas establecidas para todas las infracciones de ley.

 

212

El caso de que se habla en el texto tuvo lugar en España el año de 1799, no por incomunicación con Roma, efecto de disturbios políticos o cuestiones eclesiásticas, sino por la vacante de la silla pontificia, ocurrida en 29 de agosto de aquel año con motivo de la muerte de Pío VI. En 5 de septiembre siguiente se publicó un real decreto en el que se previno «que hasta la elección del sucesor, que por efecto de las turbulencias que agitaban la Europa no se haría acaso tan pronto como lo necesitaría la Iglesia, los arzobispos y obispos usen de toda la plenitud de sus facultades conforme a la antigua disciplina de la Iglesia para las dispensas matrimoniales y demás que le competen». Casi todo el episcopado comprendió cuál era su deber en aquellas circunstancias, y se abstuvo de hacer uso de las facultades que la autoridad real les mandaba ejercer; otra cosa hubiera sido si los obispos por sí solos lo hubieran considerado conveniente, como sucedió durante el cisma de Aviñón, sin que sea obstáculo cuando lleguen estos casos que la iniciativa proceda del monarca.

 

213

Concilio de Laodicea, can. 57.

 

214

Quod si ipse (Episcopus) aut languore detentus, aut aliis occupationibus implicatus id explere nequiverit, Presbiteros probabiles, aut Diaconos mittat. qui reditus basilicarum, et reparationes et ministrantium vitam inquirant. Cone. Tolet. IV, can. 35.

 

215

Conc. Trid., ses. 24, de Reform., cap. III.

 

216

Los Reyes Católicos reconocieron también la importancia de la visita, consignando en sus leyes la obligación de que la hiciesen los obispos, y castigando a los que tratasen de impedirla, como consta de una ley de D. Juan I, dada en Guadalajara en 1390, en la que se manda: que ningunos sean osados de estorbar ni embargar la visitación e corrección e justicia de los prelados e sus oficiales en público ni en escondido, bajo la pena de 500 maravedises, que se habían de repartir por iguales partes entre la iglesia catedral, la cámara y el juez ejecutor, y si por espacio de treinta días porfiase de estorbar la dicha visitación, que pague en pena 10.000 maravedises, y que sean repartidos según desuso. Lib. I, tít. VIII, ley 3.ª de la Nov. Recop.

 

217

Conc. Trid., ses. 6. cap. IV, de Reform.

 

218

Idem, ses. 7, cap. VII et VIII, de id.

 

219

Idem , ses. 21, cap. VIII, de id.

 

220

Ídem, id. id., id. id.