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Intelectualidad y espiritualidad

Miguel de Unamuno



There are more things in heaven and earth, Horatio
than are dreamt of in your phylosophy.


Hay en los cielos y en la tierra, Horacio,
más que lo que sueña tu filosofía.

(Palabras del espiritual Hamlet al intelectual Horacio,
en el acto I, escena V, del Hamlet de Shakespeare)
               






Llevaba unos días de dispersión espiritual, de estéril mariposeo de la mente; nada lograba interesarle: cogía un libro, abríalo, leía dos o tres páginas de él y tenía que cerrarlo, porque la atención se le escapaba y desparramaba; poníase a escribir, y tantas eran las cuartillas rotas cuantas eran las escritas. Y, sin embargo, nunca gozó de mejor salud, nunca se sintió tan henchido de sangre corriente y rica, nunca rimaron mejor su corazón y sus pulmones. A la vez barruntaba dentro de sí algo fuerte y maduro que forcejeaba por brotar; creíase en vísperas de parir pensamientos rebosantes de vida y esplendor. Pero algo así como una calma solemne, contra la que luchaba en vano, le envolvía y perlesiaba. Era, sin duda, torpeza no esperar sosegado la gracia del Espíritu, sino irse a arrancarla a tirones.

Por fin, una tarde, cuando la lumbre del sol poniente daba en el ancho balcón de su celda, encerrose en ésta, con sus libros mudos, con los familiares objetos en que a diario se ablandaba su vista. Era como encerrarse en sí, y aún mejor, porque aquel ambiente de hábito servíale para comulgar con el mundo. Aquel cuadrado tintero de cristal, aquellos gruesos portaplumas, aquella carpeta, aquel recio sillón de cuero en que asentaba su cuerpo cuando la mente se le ponía a galopar, aquellas cajitas en que guardaba sus notas, las escuetas sillas, los rimeros de libros contra las paredes blancas de desnudez: todo ello era como alargamiento de su espíritu y a la vez brazos que le tendía el mundo para abrazarle. Eran suyos y eran de los demás; eran él y eran a la vez lo otro. No le engañarían, no; habíalos tocado una y mil veces, y a cada toque se encadenaban los anteriores toques, hasta fraguar así un alma de efluvios y de recuerdos en torno a aquellas humildes cosas útiles. Tenía libros amantes, agradecidos, recordadizos, pues cada vez que al azar los abriera, abríansele siempre entre las mismas páginas, ofrendándole el mismo pasaje siempre, el más regalado, el más intenso, el más avivador que tenían. Y al releerlo resurgían del ámbito de aquella celda, de sus entrañas, los fugitivos momentos todos en que otras veces lo leyera y vibraba su alma a lo largo del tiempo, remontando la vibración al pasado, hasta ir a perderse donde se pierde la conciencia con ella. Por el balcón de la celda columbrábase tan sólo, tras los rojos tejados a trechos verdegueantes de líquenes, las nubes del poniente que encandecía el sol en su caída. Allí, más cerca, al borde del tejado frontero, brotaba en el canalón la pobre uva de gato, cuyas tiernas florecillas chupaban jugos del poso de saborra que las aguas llovedizas arañaban a la recocida arcilla de las tejas. En verano, las palomas del campanario vecino bajaban a arrullarse en el tejado, y al borde de él, picoteaban el fruto de las uvas de gato, mientras sesgaban los negros arrejánqueles el aire. Otras veces paseaban el tejado, contoneándose, los gatos ondulantes. Y también en ello había descansado su mirada: también el espontáneo jardincillo del canalón, y las palomas, los vencejos y los gatos eran suyos y eran a la vez de lo otro; también, mientras los asía con su vista, habían cursado sus pensamientos más íntimos.

Se encerró allí en su celda, como ostra en su concha; dio a su mente suelta, y sin espolearla ni embridarla dejola a su albedrío. Vagabundeó un rato desflorando pasajeras ideas mientras revoloteaba por los lomos de los libros, adivinando nombres famosos y títulos de prestigio. Después fue recogiéndose, agazapándose en el cuerpo a que animaba y de que se servía, y luego el brazo de ese cuerpo recogió un papel y sus ojos lo recorrieron.

Era el ruidoso manifiesto que tanto había dado que hablar; era el famosísimo escrito en que él, él mismo, el que estaba entonces arrellanado en su sillón de vaqueta, vació su espíritu. Se puso a leerlo, y a medida que lo leía invadíale un extraño desasosiego. No; aquello no era suyo, aquello no había querido él escribir, no era aquello lo que había pensado y creído, no era lo que había escrito. Y, sin embargo, no cabía duda: aquello, aquello que veía ahora tan extraño, aquello fue lo que escribió y con lo que más renombre había ganado. Volvió a leerlo.

No, no comunica uno lo que quería comunicar -pensó-; apenas un pensamiento encarna en palabra, y así revestido sale al mundo, es de otro, o más bien no es de nadie por ser de todos. La carne de que se reviste el lenguaje es comunal y es externa; engurruñe al pensamiento, lo aprisiona y aun lo trastorna y contrahace. No; él no había querido decir aquello, él nunca había pensado aquello.

Fue singular y desasosegador el efecto que le produjo leerse como a un extraño, leer sus escritos como si lo fueran de otro. Este desdoblamiento de su persona recordole otra escena de pasajero desdoblamiento de sí mismo, de la que no se acordaba sin escalofríos, y fue ello cuando, mirándose a la mirada en un espejo, llegó a verse como a otro se contempló cual sombra inconsistente, como fantasma impalpable, y a tal punto le sobrecogió aquello, que se llamó en voz baja por su nombre. Y su voz le sonó a voz de otro, a voz que surgía del espacio, de lo invisible, del misterio impenetrable. Carraspeó luego, se tocó, sintió el latir del corazón, que apresuraba su marcha. Y nunca olvidó ya aquella escena inolvidable.

Ahora no era lo mismo, ni mucho menos; pero era algo que se le parecía. ¿Había él escrito aquello? ¿Era él el mismo que quien lo escribiera? ¿No habría en él más de un sujeto? ¿No llevaría en sí legión de almas dormidas las una bajo las otras? ¿No dormirían en los limbos de su sesera las almas de sus antepasados todos? ¿Le verían los demás como él se veía, o muy de otro modo, y estaría haciendo y diciendo lo que creía hacer y decir?

Esta última idea, idea absurda y desatinada, venía obsesionándole hacía tiempo, y le acongojaba, porque se decía: «Esto es una locura, no más que una locura».

Ocurríale, en efecto, con sobrada frecuencia, mientras iba tranquilo por la calle, pensar esto: «¿Y si mientras yo creo ir tranquilo y formal estuviera en realidad dando piruetas, o haciendo ridículas contorsiones, o cometiendo actos vergonzosos? Esa animadversión que hacia mí noto en éste y aquél, ¿no será porque les he dicho cosas que ignoro haberles dicho, o porque cuando he creído darles la mano les he hecho algún gesto de impudencia o de desdén con ella? Cuando me figuro estar diciendo una cosa, ¿no estarán oyéndome otra muy distinta y acaso contraria?».

La obsesión de este absurdo le desasosegaba, le malhumoraba, hacíale dudar de la salud y firmeza de su razón y emplear todo el vigor de autosugestión de que era capaz para desecharla de sí.

Con un vigoroso esfuerzo se sacudió el terco absurdo, pero volviendo a la extrañeza de su propio escrito.

Antaño, largo tiempo ha, había sido un decidido determinista; ni siquiera toleraba que se le hablase del libre albedrío: tan irracional le parecía este supuesto. Pero luego, estudiando más el asunto, habíasele quebrantado aquella cerrada fe determinista; y ahora, cuando le encontramos arrellanado en el sillón de su celda, ante su manifiesto, ha echado la cuestión de determinismo o libre albedrío a la cilla de la metafísica, adonde raras veces baja. Ya no cree que la ciencia ha llegado a poner en claro tal cuestión, sino que se enreda siempre en una petición de principio. Mas lo que sí siente, lo siente más que lo piensa, es que por muy libre que uno sea dentro de sí, en cuanto tiene que exteriorizarse, manifestarse, hablar u obrar, comunicar con los prójimos, en cuanto tiene que servirse de su cuerpo o de otros cuerpos, queda atado a las rígidas leyes de ellos, es esclavo. «Mis actos -piensa- no son nunca exclusivamente míos: si hablo, he de disponer de un aire que no es mío para que mi voz se produzca; y ni aun mis cuerdas bucales son, en rigor, mías, ni es mío el lenguaje de que he de valerme si quiero que me entiendan, y lo mismo me ocurre si escribo, si pego, si beso, si me bato». Y agrega: «Es que yo mismo, ¿soy mío?». Y le vuelve zumbando la obsesión atormentadora.

Hay algo que nos hemos incorporado y hecho nuestro, y mucho que nos es extraño por completo; y entre ambos términos extremos, todo lo que es en parte nuestro y en parte no lo es. Nuestra vida es un continuado combate entre nuestro espíritu, que quiere adueñarse del mundo, hacerle suyo, hacerle él, y el mundo, que quiere apoderarse de nuestro espíritu y hacerle a su vez suyo. «Yo -piensa nuestro hombre- quiero hacer al mundo mío, hacerlo yo, y el mundo trata de hacerme suyo, de hacerme él; yo lucho por personalizarlo, y lucha él por despersonalizarme. Y en este trágico combate -porque sí, el tal combate es trágico-, tengo que valerme de mi enemigo para domeñarle, y mi enemigo tiene que valerse de mí para domeñarme. Cuanto digo, escribo y hago, por medio de él tengo que decirlo, escribirlo y hacerlo; y así al punto me lo despersonaliza y lo hace suyo, y aparezco yo otro que no soy.

¡Miserable menester el de escribir! ¡Lastimoso apremio el de tener que hablar! Entre dos que hablan, media el lenguaje, media el mundo, media lo que no es ni uno ni otro de los interlocutores, y ese intruso los envuelve, y a la vez que los comunica los separa. ¡Si fuera posible ir creando el lenguaje a medida que se habla lo pensado!...

«Sin duda es la palabra más perfecta que la escritura, por ser menos material, porque las vibraciones del aire se disipan y se pierden, mientras quedan los trazos de la tinta; sin duda, el flatus vocis, como todo lo que es fugitivo, lleva más rica compañía, orquestación más completa, y el escrito, como todo lo que cuaja, queda escueto. Mas, aún así, ¡si se pudiera transmitir el pensamiento puro, sin más palabra que aquellas vaguísimas y esfumadas en que se apoya dentro del alma! El entenderse de palabra o por escrito es comunicación accidental, no sustancial».

Mira nuestro hombre a las nubes del Poniente, que allí se muestran como carmenadas por el viento, invisible marraguero, y ve que el sol en su caída las encandece. Y piensa en la comunión sustancial de los espíritus, en el entenderse por presencia espiritual tan sólo. Una vez, al oír un canto popular entonado por un zagal, y que le llegaba cernido en el perenne follaje de las pardas encinas, estremeciose y sintió como si oyera voces de otro mundo, no de otro mundo que se tienda allende el nuestro, sino de otro mundo que dentro del nuestro palpita; era como voces que brotaran de las entrañas mismas de las cosas, como canto del alma de las encinas, de las nubes, de los guijarros, de la tierra y del cielo. ¿Dónde había oído antes aquello? ¿Quién sabe? Tal vez una noche, mientras dormía, pasó junto a él el zagal cantando su canción, y la canción brezó el sueño de su sueño, hundiéndoselo en las fuentes de la vida. Otra vez se encontró, durante un viaje, con una extranjera que ni sabía su idioma ni él sabía el de ella, ni ninguno de los dos otro cualquier idioma humano en que pudieran entenderse, y fueron en el vagón solos, el uno frente a la otra, mirándose y a ratos sonriéndose. Y fue una larga y tirada conversación muda. Cuando él pensaba algo afectuoso y dulce hacia su compañera, sonreía ésta, y cuando le cruzaba el pecho algún anhelo poco limpio, el ceño de la extranjera se fruncía. Oíanse acaso el uno al otro, sin saber ellos mismos que lo oyesen, el batir acompasado de los corazones, que batían al unísono al rato de estarse mirando los ojos; mas, sin duda se mezclaban y confundían las respiraciones de sus almas. Porque el alma respira.

Respira el alma. ¿Por qué no discurrir con metáforas?

Nuestro hombre se puso a pensar en la respiración y cómo el aire, penetrando en las celdillas de los pulmones, aireaba la sangre, este ambiente interior de nuestro cuerpo. «Es la sustancia material del mundo -pensaba- que circula dentro nuestro; es el mundo diluido y hecho nuestro». Y de aquí pasó a imaginarse a modo de una aireación espiritual de nuestra mente, y el mundo de los colores, las formas, los sonidos, las impresiones todas, diluido en ella.

«Pero esto son metáforas, nada más que metáforas -se dijo, y se añadió al punto-: ¿Metáforas? Y ¿qué no es metáfora? La ciencia se construye con lenguaje, y el lenguaje es esencialmente metafórico. Materia, fuerza, espíritu, luz, memoria..., metáforas todo. Cuando los que se tienen por positivistas tratan de barrer las metáforas de la ciencia, bárrenlas con escoba metafórica, y vuelven a llenarla de metáforas».

De aquí pasó a revolotear con su mente en torno a un tema que le era especialmente favorito, y es el tema de la superioridad de lo que llamamos imaginación sobre todas las demás llamadas facultades del espíritu, y la mayor excelencia de los poetas sobre los hombres de ciencia y los de acción.

Mil veces había deplorado esa bárbara intransigencia de los más de los espíritus con los que tenía que comunicarse, aunque no sustancial, sino accidentalmente; esa triste incomprensión de todo parecer que no fuese el de ellos; esa ridícula creencia de que hay doctrinas que uno tiene por absurdas, que sólo pueden profesar los espíritus perturbados o desquiciados. «Y todo ello -solía decirse- no es más que falta de imaginación, incapacidad para representarse las cosas, siquiera pasajeramente, como el prójimo se las representa; es sequedad de mollera. ¡Cuán lejos de aquel amplísimo espíritu del gran Goethe, que se sentía a un tiempo deísta, panteísta y ateo, y en cuya mente cupieron la más honda comprensión del paganismo con una comprensión hondísima del cristianismo! Pero Goethe fue un poeta, el poeta, un verdadero y radical poeta, y no un miserable discurridor didáctico o dogmático de esos que creen marchar más seguros cuanto más lastre de lógica formal lleven a cuestas de la inteligencia y cuanto más se arrastren por la baja tierra del pensamiento, pegados al suelo de la tradición o de los sentidos».

Volvió nuestro hombre a tender la vista sobre su manifiesto, y se dijo: «¡Y que me hayan llamado intelectual! ¡A mí! ¡A mí, que aborrezco como el que más al intelectualismo! ¿Intelectual yo? Si me motejaran de imaginacional, pase; ¿pero intelectual?». Y recordó a Pablo de Tarso y sus preñadísimas epístolas.

Recordó a San Pablo y aquella su clasificación de los hombres en carnales, intelectuales y espirituales, que así le placía traducirlo, o, por mejor decir, así lo interpretaba. Porque hubo tiempo en que se aficionó a la exégesis. No a una exégesis científica; no a escudriñar y rebuscar lo que hubieran querido decir los que escribieron los libros sagrados; no a concordarlos lógicamente ni a inquirir, por las ideas y sentimientos de la época y el país en que vivieron, cuál fuese su sentir y su pensar; sino a tomar pie de aquellos textos, consagrados por los siglos, y en los que ha cuajado tan grande copia de tradición, y lanzarse desde ellos a especulaciones libres. Así que Pablo de Tarso dio al mundo sus epístolas, no eran ya suyas, sino de todos, del común acervo, del patrimonio de la Humanidad, y podía él entenderlas y sentirlas de muy distinto modo que como las había sentido y entendido el mismo apóstol de los gentiles. Lo que hacían con él los que le leían y comentaban, bien podía hacer él con el apóstol, si bien lo hacía a ciencia y conciencia. Los textos eran el necesario apoyo para que su mente tomase tierra, pisase suelo; eran una sugestión de arranque.

Y en Pablo de Tarso, en su epístola a los romanos y en la primera a los corintios, encontró aquellas tres clases de hombres: los carnales o sárcinos, sa//rkinoi, los animales o psíquicos, ynxikoi/, y los espirituales o neumáticos, pnenmatioi/.

En el versillo 14 del capítulo VII a los romanos, había leído muchas veces lo de que «sabemos que la ley es espiritual (neumática), pero yo soy carnal (sárcino), vendido al pecado»; y en el 44 del XV de la primera a los corintios, que hay cuerpo animal o psíquico, y cuerpo espiritual o neumático, y no ignoraba que, para el apóstol, la psique, ynxh, era algo inferior, al modo casi de la que más tarde habría de llamarse fuerza vital, el alma sensitiva, común a hombres y animales; y el neuma, por el contrario, la parte superior del alma, el espíritu, lo hegemónico de los estoicos, algo que sobrevive al cuerpo. Pero a él le placía otra explicación, y vio siempre en la psique la potencia intelectual ligada a las necesidades de la presente vida terrenal, la esclava de la lógica educada y adiestrada en las luchas por la vida, el conocimiento corriente, vulgar y ordinario, necesario para poder vivir, conocimiento de que se desarrolla la ciencia. Y nunca pudo por menos que entender por hombres psíquicos a los intelectuales, a los hombres de sentido común y de lógica, que encadenan sus ideas por las asociaciones que el mundo exterior y visible les sugiere; a los hombres razonables, que aprenden su oficio y lo ejercitan, que si son médicos aprenden a curar; si ingenieros a trazar caminos; si químicos a preparar drogas o analizar compuestos; si arquitectos a levantar casas. Estos hombres psíquicos son los del término medio, los que navegan en la corriente central, aquellos de quienes se dice que tienen un recto juicio y un claro criterio, los que no creen supercherías que no estén consagradas por la tradición y el hábito, los que no tragan despropósitos nuevos porque tienen llena la mente de los viejos despropósitos que se la atiborran. Entre éstos y los carnales o sárcinos estableció diferencia siempre. Los carnales eran para él los brutos, los absolutamente incultos, los que poco más que de comer, beber y dormir se preocupan, los completa y totalmente atollados en la vida animal. El psíquico, no; el psíquico llega a interesarse en cosas de ciencia y de cultura; el psíquico español clama por la regeneración patria, admira el teléfono y el fonógrafo y el cinematógrafo; lee a Flammarion, a Haeckel, a Ribot; posee tomos de la biblioteca Alcan, y cuando pasa junto a él la locomotora se queda extático contemplando su majestuosa marcha. Y si el psíquico es católico ortodoxo, admira el genio de Santo Tomás, aunque no lo haya leído, y sabe lo que la concordancia entre la geología moderna y el relato mosaico de la creación, y que cabe admitir el darvinismo en parte y que la Iglesia tiene remedio para los males sociales que aquejan a nuestro siglo. El psíquico es un intelectual, de intelecto chico o grande, pero un intelectual al cabo.

Y, por último, vienen los espirituales, los soñadores, los que llaman aquéllos con desdén místicos, los que no toleran la tiranía de la ciencia ni aun la de la lógica, los que creen que hay otro mundo dentro del nuestro y dormidas potencias misteriosas en el seno de nuestro espíritu, los que discurren con el corazón, y aun muchos que no discurren. Espirituales y no intelectuales han sido los más de los grandes poetas. De uno de ellos, del dulcísimo Wordsworth, se ha dicho que fue un genio sin talento, es decir, un grande espíritu sin la suficiente inteligencia.

¡Cuántas veces había leído y releído el final del capítulo II y el principio del III de la primera epístola a los corintios! «Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció lo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros hemos recibido, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu procedente de Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha dado. Lo cual también hablamos, no con doctas palabras de humana sabiduría (no con razonamientos didácticos, que es el término que el texto emplea), sino con doctrina del espíritu, juzgando lo espiritual espiritualmente. Mas el hombre animal, psíquico -o, como nuestro hombre traducía, intelectual- no recibe lo del Espíritu de Dios, pues es para él locura, y no lo puede entender, porque hay que juzgarlo espiritualmente. El espiritual -neumático-, empero, juzga las cosas todas, mas él por nadie es juzgado. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruyó? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo. De manera que yo, hermanos, no puedo hablaros como a espirituales, sino como a carnales -sárcinos-, como a niños en Cristo. Os di leche, y no vianda; porque aún no podíais y ni todavía podéis ahora. Porque todavía sois carnales...».

Volvió a coger las epístolas de Pablo de Tarso, y releyó los tantas veces leídos versillos. «Nadie conoció lo de Dios sino el Espíritu de Dios». Y se dijo: «Inútil querer conocer lo de Dios por razonamientos didácticos, por teología, por lógica; una teología es una contradicción íntima, porque riñen el theos y la logia; no sirven raciocinios para llegar a Dios». Y recordó a Kant y su trituración de las supuestas pruebas lógicas de la existencia de Dios, y cómo había caído en su espíritu todo ese andamiaje de una creencia metalógica, espiritual y no intelectual, neumática y no psíquica. La prueba ontológica, la cosmológica, la metafísica, la ética, todas se habían derrumbado en un tiempo en su mente, y con ellas, aquel Dios de la razón. Todo aquel racionalismo teológico se había venido a tierra en su espíritu con estrépito interior, aunque no trascendiera, destrozando no pocas tiernas flores del alma en su derrumbe y cubriendo el suelo de estériles escombros. Sacudidas cordiales, terremotos del espíritu lo desescombraron, y surgió en él por otro modo, por modo que los intelectuales no conocen, una fe que venía del Espíritu de Dios. Porque nadie conoció lo de Dios sino el Espíritu de Dios.

«Lo cual hablamos, no con doctas palabras de humana sabiduría, sino con doctrina del Espíritu, juzgando lo espiritual espiritualmente». ¡Místico! Esta palabra, escupida con desdén, como un insulto o un reproche, le pareció oírla al oído, y tan clara y tan cercana y tan distinta, que hasta volvió la cabeza a un lado. Y allí estaba, a su vera, no en cuerpo visible y tangible, sino en presencia espiritual; allí estaba aquel prototipo del intelectual en lo que éste tiene de más exclusivamente tal; allí estaba el psíquico, el animal por excelencia. Allí estaba, papagayeando sus fisiologías, mientras en su interior se revolvía contra su impotencia poética y creadora, contra su inespiritualidad no confesada. Se encogió de hombros, sonrió y se volvió a mirar al cielo, que iba oscureciéndose; las nubes del ocaso aparecían como montones de ceniza que quedasen del incendio solar. Dio a la llave de la corriente eléctrica, y se encendió el hilo metálico; se hizo luz, luz de industria humana, luz de ciencia aplicada.

«El hombre animal no recibe lo del Espíritu de Dios, pues es para él locura; y no lo puede entender, porque hay que juzgarlo espiritualmente». «Locura..., locura..., locura... -se repitió mientras paseaba con la mirada aquellos objetos familiares, a que la luz eléctrica arrancaba duras sombras-. Locura..., ¿y qué es locura? Ahí están los alienistas, y frenópatas, y psiquiatras, y quién recuerda cuántos motes más... ¿Qué es cordura? Pues por aquí acaso se debería empezar».

La salud es aquel estado en que el hombre se ve libre de toda enfermedad; pero ¿qué es enfermedad? La salud, dicen otros, es el «estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones»1. Normalmente..., normalmente... Y ¿qué es lo normal? Echó mano de un libro que estaba leyendo aquellos días, de un libro en que almacenó multitud de datos sobre lo más misterioso de la vida del espíritu, un noble espíritu que había sido alma de la Sociedad de Investigaciones Psicológicas2, y leyó:

«La palabra normal se usa en el lenguaje corriente casi indiferentemente para expresar una de las dos cosas, que pueden diferir mucho entre sí: conformidad a un patrón, y posición media entre dos extremos. A menudo, es cierto, el término medio constituye el patrón - como cuando un gas es de densidad normal- o equivale prácticamente al patrón -como cuando una onza de oro es del peso normal-. Pero cuando venimos a organismos vivos se introduce un nuevo factor. La vida es cambio: cada organismo viviente cambia; cada generación difiere de la precedente. Asignar una norma fija a una especie que cambia, es disparar al blanco a un pájaro que va volando. El término medio real de un momento dado no es un patrón ideal; antes bien, el más avanzado estado de evolución a que se ha llegado, está tendiendo, dada estabilidad en el ambiente, a convertirse en el término medio del porvenir».



Cerró el libro y se dijo de nuevo: «Normal..., locura..., cordura..., enfermedad..., salud... La locura de hoy será la cordura de mañana, así como lo que hoy es cuerdo pasará mañana por loco. Los intelectuales llaman locura a lo que no pueden entender porque hay que juzgarlo espiritualmente. Y un intelectual, ¿qué es, en último término, más que un hombre normal, de término medio, igualmente lejos del carnal y del espiritual? El intelectual es el hombre del término medio, a igual distancia de la enorme masa de la carnalidad y de la escasísima porción de la espiritualidad conciente, porque la otra, la espiritualidad inconciente y potencial, dormita en todos y acaso más vivaz en los carnales mismos que no en los intelectuales. Porque es más fácil a la carne que no al intelecto recibir al espíritu; entre estos dos últimos se interpone la lógica de escuela. El intelectual es el hombre del sentido medio, que llama sentido común, tan lejos del sentido universal, cósmico o instintivo, en que viven los carnales, como del sentido propio en que corroboran su espíritu los espirituales».

«El espiritual, empero, juzga las cosas todas, más él por nadie es juzgado». ¿Con qué derecho juzgan de cosas de espíritu los que tienen el suyo enterrado bajo el intelecto?

«Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruyó? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo». Al llegar a esto de Cristo nuestro hombre hizo un alto con su mente. Se le presentaba lo que llaman el problema religioso, y se le presentaba tal como venía contemplándolo desde hace tiempo. En ese problema, en el problema, en el problema religioso, veía la principal piedra de toque para distinguir a los intelectuales de los espirituales.

Presentábansele, en efecto, los intelectuales divididos, en lo que a la religión atañe, en dos grandes grupos, que suele llamarse el de los creyentes y el de los incrédulos. Concretando los términos, y con relación a su propia patria, se encontraba con intelectuales católicos e intelectuales no católicos, que de hecho resultaban anticatólicos. Luchaban entre sí estos dos bandos; mas como para luchar hay que asentarse en un mismo suelo, luchaban sobre el mismo suelo. No cabe lucha entre un pez que no sale de las honduras del mar y un ave que no baja de las alturas del cielo. Esos dos bandos luchan, dándose cara, es decir, mirando los unos a un lado y los otros al otro, pero en el mismo terreno, sobre el mismo plano de la intelectualidad. Y ¡ay del que les dirija su voz, o desde arriba o desde abajo de ellos, de fuera de su plano, del suelo de la espiritualidad o del suelo de la carnalidad! Únense unos y otros en reputarlo loco o bruto.

Luchaban esos dos bandos. Para los unos hace falta la religión como necesaria base de la moral, sin que quepa orden social faltando el temor al infierno, a la muerte y al demonio; la religión tiene pruebas externas que la abonan, profecías, milagros -o más bien relatos de milagros-, y, ante todo y sobre todo una tradición de siglos apoyada en una autoridad. Para los otros la religión carece de pruebas de su verdad; sin infierno ni temor a la muerte ni al demonio puede fundamentarse orden social, y esa tradición ni ha sido constante ni tiene valor lógico que convenza. Unos y otros lo enfilan del mismo lado: unos ven en la religión instituto social al servicio del orden, y los otros, instituto social al servicio del despotismo; unos buscan sus pruebas lógicas externas, y los otros rebaten estas pruebas. ¡Abogados y nada más que abogados éstos y aquéllos! Para unos y para otros se trata de una institución social, de algo que se apoya en autoridades y en evidencias o inevidencias externas, de algo lógico o ilógico. Es lo que llaman la lucha entre la razón y la fe, aunque tal fe no sea sino creencia. No podía él, nuestro hombre, sentirlo así, y apenas le interesaban ni los argumentos de los unos ni los de los otros. Disputas de intelectuales.

En cuanto a lo que llaman hombres espirituales -tal es el término tradicional y castizo-, los intelectuales de la creencia...

Le llamaron a cenar a nuestro hombre, y fue a hacer por el cuerpo, dándole repuesto primero y sueño después.



Marzo de 1904.





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