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Interpretación del Quijote

Primera parte

Benigno Pallol



  —V→  

ArribaAbajoDiscurso preliminar

Hasta hoy se ha considerado el Quijote como una sátira excepcional, encaminada únicamente a desterrar de la república de las letras los vanos libros de caballerías. En verdad, no se comprende cómo de un móvil tan insignificante pueda haber nacido la obra tal vez más admirable de cuantas registra la historia de la literatura. Y así lo quiere la crítica, que, puesta en un camino tan extraviado, no se detiene hasta suponer hijas de la casualidad las mayores bellezas del Quijote. De aquí a decir que Cervantes era la ignorancia en persona, falta poco.

No era este hombre genial un erudito, pero era un sabio, un predilecto de la verdadera sabiduría; y no era erudito porque se asimilaba los conocimientos sustanciales desechando lo accidental, porque se servía del   —VI→   medio exclusivamente, para llegar al fin: de manera que volaba sobre la erudición y agrandaba lo conocido elevándolo en los círculos de su vastísima inteligencia, y así ponía después en relación de contacto a nuestra vista maravillada las verdades de la tierra y las verdades del cielo. Por esto es sublime el Quijote, por esto tienen tanta vida sus personajes: no son pálidos remedos de la realidad, sino almas que han venido de la esfera ontológica a tomar cuerpo entre nosotros. Todo el mundo ha visto sobre esa fantasmagoría de pastores, aldeanas, clérigos, Sanchos y caballeros andantes, sobre lo vano y ridículo de la apariencia un alto pensamiento, una incógnita resplandeciente, un eterno manantial de nuevos y atractivos goces; y ese libro donde tanto se espacia lo vulgar, donde lo grotesco halla tan desmesurado campo a sus chocarrerías; ese Panza y ese caballero de la Triste Figura, vestidos literariamente de bufones; ese libro, en fin, tan humilde en lo externo, es el encanto de las almas, que acuden a él como a la fuente donde han de saciar la sed de lo desconocido.

Siendo, pues, tan grandiosa el alma del Quijote, ¡había de ser mezquino el objeto principal! Otras epopeyas tienen por objeto cantar la lucha del hombre con el hombre, o del hombre con la naturaleza, o de   —VII→   los principios con los principios, y el Quijote, según la impertinente vanidad, tiene por objeto y fin combatir un determinado género de literatura, que es como si un generalísimo pusiera en juego sus millones de soldados para tomar una triste aldehuela; género de literatura más insustancial que pernicioso, producto efímero de una evolución, que hubiera pasado sin combatirle, como pasan los juegos de la infancia y las fantasías de la juventud al llegar la edad madura. Porque no se querrá que Cervantes combatiera y escarneciera el sentimiento caballeresco en cuanto tendía a levantar los caídos, socorrer los menesterosos, ayudar a los débiles y castigar a los soberbios.

Cervantes condenando el sentimiento caballeresco sería una contradicción viviente, porque se combatiría a sí mismo. ¿Qué es el sentimiento caballeresco sino el genio heroico de la humanidad? ¿A quién debemos todas las glorias y grandezas sino a los caballeros andantes? Caballeros andantes son los que desprecian su hacienda y hasta su vida por la vida y la hacienda de los otros, los que rompen el estrecho límite de su casa y salen al campo a luchar por su Dulcinea: la Dulcinea de Sócrates era la filosofía, América era la Dulcinea de Colón, la de Galileo era la ciencia, y la de Washington, la libertad. Todos los pueblos grandes han sido aventureros,   —VIII→   y al sentimiento caballeresco debe España su heroísmo y su nombre: porque ese sentimiento implica generosidad, entusiasmo, valor, empuje y alteza de miras. El vulgo de las gentes, que circunscribe su acción a su persona y casa y no es fecundo más que para el bien propio, sirve de lastre a la sociedad y tal vez la evita el naufragio; pero el sentimiento heroico impulsa a la nave, y gracias a él la humanidad avanza sin cesar y se corona de gloria. ¡Desdichado el pueblo que no tenga ese aliento, esa grandeza, esa plenitud de vida! Dormido en la quietud pestilente, caerá en la bestialidad por falta de ideales. Pero desdichado también el que sin brújula y sin norte se precipite en un idealismo falto de realidad y de sustancia. Así llegó el nuestro a las aberraciones de la mística, a esperar de un falso cielo el maná que podía proporcionarle únicamente su trabajo, a considerar el mando como un enemigo mortal del hombre, a entregarse completamente rendido al sacerdocio; así llegó, en fin, a la triste noche de la Edad media, cuyo rastro de sombra, envolvió a la época de Cervantes.

Entonces el pueblo, o se echó a dormir en la ilusoria esperanza de un premio celestial, o extraviado su genio, se derramó en mil extravagancias y supersticiones, y vinieron el demonio y sus aquelarres, las   —IX→   monjas extáticas, los energúmenos, los raptos, amoríos, duelos y estocadas, a manifestar el vicio de la sangre, el raquitismo del cuerpo nacional, de aquel cuerpo antes robusto y floreciente, a quien habían robado las infinitas especies religiosas el hierro de la sangre y el fósforo del cerebro, dejándole sólo la linfa purulenta1. Este vicio, este romanticismo de mala especie era lo que había que combatir, y esto es lo que hizo Cervantes yéndose al corazón del mal, y presentando a su patria un modelo en el cual concurrieran «todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, cuyo ejemplo pudiera servir de modelo a los venideros hombres».

Estas palabras textuales nos dan a conocer la verdadera naturaleza del Ingenioso Hidalgo y el magno pensamiento que animó a Cervantes al escribirlo: Quería presentar un modelo universal para ilustración de los tiempos futuros, modelo formado con las virtudes de todas las grandes figuras históricas; quería presentarnos el ideal del hombre en oposición a la obscura realidad de su tiempo. Apenas había entonces Europa salido de la servidumbre con la caída del feudalismo,   —X→   y ya los reyes vencedores de la nobleza echaban toda su fuerza sobre el pueblo destruyendo los restos de libertad salvados en los siglos medioevales. En esta obra les ayudaba el sacerdocio. Ambos poderes pretendían ahogar al genio de la humanidad que se levantaba del sepulcro donde luengos tiempos había yacido y ensanchaba con Cristóbal Colón el suelo que nos acoge y sustenta, con Galileo las regiones siderales y con Lutero y la Reforma los antes muy estrechos límites de la conciencia humana. Cervantes vino al mundo a esta sazón, cuando los gérmenes de libertad pugnaban por romper el obstáculo que tanto tiempo los retuviera, y sintió concentrado en su ser el impulso de todos que escalofría, arrebatando al grado mayor del heroísmo. Alma grande, empapada de la lectura de las antiguas civilizaciones, donde brillan tantos caracteres y se inician las más levantadas ideas; habiendo nacido en un período de crítica, después de la invención de la imprenta, en plena lucha religiosa; teniendo tan cerca escándalos como el asalto de Roma y prisión del Papa; sucesos como la derrota de las Comunidades y la muerte del Justiciazgo, que tanto habían de herir el sentimiento patriótico y liberal; más cerca todavía los horrores que extendió por el mundo la Noche de San Bartolomé; viendo a los pueblos, víctimas   —XI→   de su propia ignorancia y de la perversidad de los tiranos, ir como rebaños de ovejas a la guerra universal, sin que los principios religiosos emponzoñados por Borgia, escarnecidos por Enrique VIII de Inglaterra, convertidos en causa de terror por Felipe II pudieran ya iluminar aquella sociedad conturbada; contemplando sobre todas estas sombras la fatídica Inquisición, Cervantes fue el genio de su siglo, porque reunió en sí las dos grandes corrientes de la Historia, la de libertad que representan los pueblos y la de tiranía que engendran los pontífices y los reyes. Él las sintió y comprendió mejor que nadie, y las encauzó en el Quijote, coronando la obra del Renacimiento con el resplandor de la idea dos siglos antes de venir los enciclopedistas. Hizo esta obra en el silencio y la obscuridad, porque de otro modo hubiérala desbaratado el santo Oficio, y tuvo la heroica resignación de escribirla para más allá de su muerte...

No fue Cervantes el primer gran escritor que disfrazó sus ideas. Cuando un sentimiento no puede manifestarse en la forma racional y corriente, busca otra que le sirva de salvoconducto: esto ha sucedido en todos los tiempos; mas acaso, y sin acaso, fue nuestro autor el primero que dio unidad a las alusiones, componiendo una obra perfecta en el interior de otra.   —XII→   Pinta la lucha eterna del mundo, retratando en Don Quijote y Sancho el alma y el cuerpo de la humanidad. Dulcinea es el ideal supremo de la vida, compendiado accidentalmente en la patria. Enfrente están los malos encantadores, que son los tiranos. El hombre idea, cabalgando sobre el flaco fundamento corporal y social, marcha a la conquista del bien entre toda clase de obstáculos, y es, como el Cristo, escarnecido en su obra de redención. En la primera parte del Quijote está el poema completo. El héroe no muere allí, porque es la Humanidad que continúa indefinidamente sobre la haz de la tierra. Esto en lo que tiene de filosófico el libro de Cervantes. Cuanto a lo social y político, pertinente a su patria y a su tiempo, Saavedra quiere que España se emancipe de la doble tiranía monárquica y religiosa (entonces vinculada en Felipe II y la Inquisición), y busque nuevos lauros acometiendo empresas dignas de un pueblo culto. A este efecto nos indica el continente africano, porque América ya en su tiempo era país conquistado y rico filón que iban explotando nuestros reyes. Al África, pues, dirigía sus miradas Cervantes, no con el ansia del que espera rapiñar la hacienda de otros pueblos saciando su odio de religión y de raza en la sangre de sus habitantes, sino con la profunda bondad del redentor que espera convertir   —XIII→   en vergeles los secos arenales del desierto y en fecundas virtudes los sentimientos feroces. Todo esto lo impedían la realeza y el sacerdocio: dos malos encantadores que inmovilizaban al pueblo2, que le ataban de pies y manos en una jaula, como a Don Quijote en el fin de esta singularísima epopeya. Por esto en la portada de la primera edición hay una mano sobre la cual se ve un halcón cubierto con la caperuza y debajo un león echado. Esto es: el pueblo español rendido, y la mano de Cervantes mostrándonos el pensamiento cubierto. Este símbolo condensa todo el Quijote. En la segunda edición, al ver que su obra había salido intacta del primer examen, puso por empresa: POST TENEBRAS SPERO LUCEM: DESPUÉS DE LAS TINIEBLAS ESPERO LA LUZ. Esto es lo que resplandece al través del Quijote, la esperanza. Es un libro melancólico, porque está escrito por un hombre animoso y pensando en los males de la humanidad. Hay en él una tristeza resignada, que espera mejores tiempos, aquellos que pinta exclamando en el segundo capítulo: «¿Quién   —XIV→   duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?...» Y acaba: «¡Dichosa edad y siglo dichoso aquel, adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro!» Los chistes que salpican la superficie, sin agotarse nunca, nacen del contraste que forman los dos libros, de la oposición que hay entre el fondo y la forma, verdadera naturaleza del chiste.

Grande, grandísima fue la tarea de Cervantes. Las hazañas de Hércules y otras fabulosas que han sido por mucho tiempo admiración del mundo, son pequeñas comparadas con estas del pensamiento y la voluntad que suele acometer un hombre sin estímulo ni recompensa de nadie. Quien por la magnitud del sacrificio lo juzgue inverosímil, acuérdese de la cautividad de Argel. Aquel Cervantes que preparó repetidas veces la evasión de sus compañeros y se expuso con heroica insistencia al castigo por salvar a los demás, es el mismo Cervantes que se sacrifica por todos abriendo una salida al genio humano comprimido y dedicando su esfuerzo al triunfo de la verdad y la justicia.

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Estas son también las deidades a que rendimos culto. Inspirados en ellas damos a los vientos de la publicidad esta INTERPRETACIÓN DEL QUIJOTE, síntesis que el lector irá ampliando, pues de otra suerte sería interminable comento. No tenemos odio a ninguna persona ni nos guía la vanidad, sino solamente la satisfacción de haber mostrado el alma de Miguel de Cervantes Saavedra, y con ella la grandeza del pueblo iluminado por los resplandores del ideal.



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ArribaAbajoInterpretación del título el ingenioso hidalgo don quijote de la mancha

Imaginémonos que un padre cariñoso desfigura a su hijo hermosísimo para sustraerle a la crueldad de sus contrarios; que le rapa el ondulante cabello, descompone el delicado rostro, arquea las piernas antes erguidas y cubre con un traje de payaso la blancura de la piel y la elegancia de la forma... ¡Qué hijote! exclamará entre dolorido y satisfecho, al verle en salvo a tanta costa. Así debió de exclamar Cervantes, el siempre jovialísimo autor, cuando contempló al hijo de su maravillosa fantasía trocado en caricatura, pero libre de la muerte.

¡Qué hijote! ¡Qu'ijote! Esta contracción de dos palabras, ajustada rigurosamente a la índole de nuestra lengua, se compadece en absoluto con el estado psicológico del autor: tal vez nació entre una lágrima y una carcajada, como los más famosos pasajes del Quijote. Que era ingenioso este personaje de dos caras, cosa es que no necesita explicación: y también   —18→   hidalgo, pues salta a la vista la nobleza de su carácter. Pertenecía a la Mancha, que es el mundo ensombrecido por los errores. Cervantes le puso el DON de su privilegiado talento: y con esto pudo decir que su personaje inmortal era EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA.



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ArribaAbajoPrólogo

Dice en su prólogo Cervantes al lector desocupado (o despreocupado), que hubiera querido hacer un libro «el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse». Quien supo representar en ruines personas ideas eminentes con no igualados atractivos; quien nos muestra un alma tan levantada, un dechado de nobleza y hermosura en el ridículo Don Quijote, ¿qué hubiera hecho a poder explayar su talento en la extensión de lo ideal, libre de escollos y a la luz del día! No respondió la posibilidad a su deseo, y el ente majestuoso resultó por fuerza seco y avellanado como una momia, porque al libro en lo externo le faltaba el alma. Por lo mismo de estar preso el espíritu de la obra, tiene el héroe antojos, o anhelos de libertad, y a pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno.

La humilde condición social del autor se refleja en el Caballero de la Triste Figura, porque «cada cosa engendra su semejante»: ambos pelearon por el bien   —20→   sobre terreno movedizo, en disonancia absoluta con las ideas e intereses de su tiempo, en un siglo semejante a una cárcel «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación». «De aquí proceden aquellas hablas preñadas, aquellas alusiones agudísimas, aquellas ironías primorosas, velos discretos que iba tendiendo Cervantes para encubrir a la vista de la Inquisición pensamientos harto arrojados y recónditos para presentarlos sin rebozo»; como dice un biógrafo del esclarecido ingenio.

«El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento...». Si los días de Cervantes hubiesen dado tanta facilidad a su alma generosa, no sería el Quijote un combate, sino canto de paz y nuncio de ventura. Bien veía las faltas de su hijo, y así no se consideraba padre y sí padrastro de Don Quijote, porque había hecho con él lo mismo que hacen los padrastros con los hijos que no son suyos. Pero quería censurar los errores, y no ir con la corriente del uso, de la cual le apartaba el libre albedrío, que hace de cada hombre un soberano. En virtud de esta preciosa facultad (que particulariza en el lector por ser el sujeto a quien se dirige), Cervantes apercibe en la sombra sus armas contra las más altas representaciones de la mentira, y así lo declara en la frase «Debajo de mi   —21→   manto AL REY MATO»: aplicación felicísima del refrán a su tarea y a su libro.

El cual hubiera deseado publicar mondo y desnudo, sin artificios encubridores, ni versos ni dedicatorias, que necesitó para apoyarse, o señalar el camino del descubrimiento. Pero nada le costó tanto trabajo como hacer el prólogo, donde suele hablarse algo del plan, indicar el objeto y dar facilidades a los lectores para la cabal inteligencia de la obra, cosa tan deseada por el autor y tan imposible de conseguir por lo escabroso del asunto. En efecto, siendo el prólogo como un guía, érale forzoso a Cervantes mostrar al lector la llanura, e incontinente despeñarle en un abismo, y así, de hondonada en cumbre, y de prado en aspereza, caminar fatigosamente sin salir jamás a buen término. Viendo estas dificultades, intención tuvo de no publicar el Quijote: «Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá EL ANTIGUO LEGISLADOR QUE LLAMAN VULGO, cuando vea que al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina...». Claro que este desprecio, tocado de ironía, se refiere a la creación externa, seca como un esparto comparada con el fondo lleno de jugo y de doctrina, rico de invención y de conceptos. Por tener, pues, que encubrir este manantial de hermosura, había de carecer el Quijote de los alicientes   —22→   que el talento de su autor pudiera darle, y hasta de los que la religión prestaba a la literatura de su tiempo. Dominaba tan imperiosamente el catolicismo, que no podía el ingenio sacudir el yugo, y los libros salían empapados en el espíritu de la Iglesia, «aunque fuesen fabulosos o profanos». Cervantes consigna esto con su natural discreción, sin exentar a los libros sagrados, pues los trae a la cuenta con la conjunción adversativa subrayada por nosotros. Su obra venía con un nuevo espíritu a la realidad, bien ajeno al de los sacerdocios, y no podía decorarse con ideas religiosas y filosóficas opuestas a la amplia libertad humana. Por tanto, el Quijote no ostenta prestigios buscados en los sistemas de Aristóteles y Platón, ni en las predicaciones de los santos padres; ni necesita la colaboración espiritual de la aristocracia coronada y mitrada, ni del talento que sigue su ruta. El pensamiento de este libro es universal, está inspirado en todas las corrientes de la Historia, sin que se puedan determinar los autores que en él se han seguido, y pide rumbos nuevos. Todas estas circunstancias precisas, hicieron del empeño de Cervantes casi un imposible, pues había de llevarle a cabo con extraordinaria fatiga, entre la esperanza de no ver comprendido su pensamiento y el temor de verle malogrado, además de que el libro no resultaba tan magnífico en la superficie como en la concepción interna. Y Cervantes hubiera dejado sepulto al ideal en los archivos del mundo sin reunir en un haz sus glorias ejemplares, a no haberle   —23→   sugerido un amigo, o sea su buen entendimiento, la manera de terminar el prólogo como esta clase de trabajos pide, con la indicación que necesitan los lectores. Sesgo tan ingenioso le permitió decir cuanto quiso de su obra, pues deben entenderse las palabras del amigo como referencia de cosa pasada; porque al escribir el prólogo, ya el Quijote estaba hecho.

Principia declarando que los versos son suyos, aunque se los ahije al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, como pudiera haber dicho a Urganda la Desconocida o al Poeta Entreverado, y luego ensalza sobre todos los bienes de este mundo la Libertad, augusta diosa en que se inspira su poema. Habla también de la Igualdad, recordando que la muerte lo nivela todo; pues entra lo mismo en las cabañas de los pobres que en los alcázares de los reyes. Y copia las palabras de la Sagrada Escritura: «Amad a vuestros enemigos», que es el más alto punto donde puede ponerse el sentimiento de fraternidad. Véase cómo, con unas citas hechas al parecer a la ventura, consigna Cervantes en su prólogo los tres principios en que se funda la Democracia y el orden moral y material de los pueblos: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

Estos son también los que presiden la acción del Quijote, donde se combaten, por consecuencia, los males que imposibilitan el triunfo de aquellos principios.

Cervantes da a entender que atacará al error en la entraña principal; a lo menos señala el sitio de donde   —24→   el mal procede: De corde exeunt cogitationes malae; aunque estaba en la adversidad, y por tanto sólo y sin ayuda:


«Donec eris felix, multos numerabis amicos,
Tempora si fuerint nubila, solus eris

Cuando trasladó este dístico y escribió el nombre del famoso romano, tal vez asociara en su pensamiento la severidad de Catón y la suya propia, pues ambos querían purificar las costumbres y reformar la república.

El corazón del mal era para Cervantes la Sagrada Escritura (donde entró con un tantico de curiosidad), porque de ella han nacido los verdaderos libros de caballerías que combate el Quijote. Cuantos desatinos y locuras aquí se deprimen, están en el libro sagrado por antonomasia: no hay más que ver la relación que existe entre unos y otros disparates: «Si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacedle que sea el gigante Golías; y con sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golías o Goliat fue un filisteo a quien el pastor David3 mató de una pedrada en el valle de Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes...». He aquí los gigantes de que trata el Quijote. Lo asombroso es que no haya visto nadie una señal tan clara, pues aun diciéndoselo Cervantes no han dado en ello.

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Cierra la serie de citas una que califica también de famosa anotación, en la cual se nombra el río Tajo y las Españas, sin duda para convertir la atención del lector hacia este pueblo en que cifraba Cervantes sus amores. De esta suerte, las claves de más cuenta principian con la libertad y terminan con España.

Concretando más, dice que el Quijote trata de robo y prostitución, formas capitales del mal que comprenden todas sus ricas y perniciosas variaciones; habiéndose inspirado el autor para ello en la historia de Caco, «que la sabe de coro», y escrítolo con la prestación de meretrices que le hace un obispo: toque sangriento por la sátira que encierra, y delicado por la aparente ingenuidad con que está puesto, como otros muchos del Quijote.

Las deidades maléficas que quieren destruir el heroísmo, están indicadas en Medea, Calipso y Circe; y el heroísmo que contra ellas lucha, en César y Alejandro.

Aunque ha expresado ya que combate los errores sacerdotales en la Divina Escritura, torna a decirlo: «Si tratárades de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, topareis con León Hebreo, que os hincha las medidas; y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia». Ya se verá más adelante que con el nombre de León alude al Pontificado; llamarle ahora León Hebreo, es recordar   —26→   el origen mosaico de la Iglesia, empapada en el espíritu bárbaro de la ley del Talión: Ojo por ojo, diente por diente. Esto pugna con el dulce sentimiento cristiano de fraternidad, con todos los amores que palpitan en el libro de Cervantes, quien, por lo visto, entendía muy bien la lengua toscana o verbo de la Iglesia.

Tan grande es la realidad de lo que aquí se contiene, que alcanza a todos los tiempos: cuantas veces se ha intentado traer el amor a la vida humana, otras tantas se han opuesto los sacerdocios; los reformadores han topado con ellos. ¿Cómo puede compaginarse la máxima amad a vuestros enemigos con la innúmera mortandad que el odio religioso ha causado en el mundo, de cuya culpa no puede absolverse a ninguna especie de religiosos, incluso reyes catolicísimos y papas, pues todos en esa gran crucifixión pusieron sus manos? ¿Cómo aliar la matanza y el amor, ni igualar al mártir con el asesino? La historia de las religiones está escrita con sangre, y esto hinche las medidas del apóstol; es un líquido amargo que rebasa el alma. Para cerciorarse de estas verdades no había que salir de nuestra Península, centro entonces de la más brutal intransigencia religiosa: aquí estaba la fuente seca del amor de Dios: cambiado el cristianismo de tal suerte, que donde éste decía «piedad» el Santo Oficio ponía «tormento»; el amor fraternal habíase trocado en hoguera; en vez de enseñar se descuartizaba; la lengua de fuego de los apóstoles era un hierro candente. Aquí   —27→   se cifraba lo que el más ingenioso acertare a desear en tal materia; porque, realizando el sueño de los tiranos pontífices, el horno inquisitorial había secado la fuente del amor de Dios.

Para extinguir ese fuego impío no bastaban la energía y el talento de un hombre; todos los ingenios han colaborado en la obra de Cervantes: sus ideas han venido de los cuatro vientos de la naturaleza moral a sanear el mundo. Condensolas Cervantes en su libro; pero dice que los nombres de autores consultados comprenden el abecedario completo, los acota todos.

En resumen: el Quijote es una invectiva contra los libros sagrados y sus derivaciones, «de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón». Lo que al último personaje se refiere, está fuera de duda; cuanto al primero, que tampoco alcanzó los tiempos del catolicismo, debemos observar que la Escolástica aceptó en la Edad Media su sistema de discurrir y sus principios filosóficos: de manera que si el gran metafísico griego no alcanzó los tiempos de la Iglesia, espiritualmente estuvo dentro del catolicismo. Por esto, aunque los sujetos están en el mismo caso cronológico, difieren los verbos que los relacionan con los libros de caballerías. San Basilio no dijo nada en contra de estos libros sagrados; antes bien es el ordenador del monacato, al que dio los tres votos de castidad, pobreza y obediencia4, de donde han salido   —28→   tantos miles de caballeros andantes, tantísimos cerebros desquiciados y tantas almas torcidas: porque, como dice el autor, no caen bajo la cuenta de los fabulosos disparates de aquellos libros «las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología, ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la Retórica». Apartándose, pues, de esta senda, el Quijote «no tiene que predicar a ninguno mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento»5; sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere». Por esto no necesita mendigar «sentencias de filósofos, consejos de la divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos», como que tiende a deshacer los cúmulos de disparates formados por la imaginación y a levantar el concepto de la naturaleza.

Para conseguirlo, procuró el autor escribir a la llana, mas con palabras significantes, honestas y bien colocadas, expresando su intención y dando a conocer sus conceptos con cuanta claridad le fue posible. Hizo en lo externo un poema festivo y armonioso que alegra la melancolía, y bajo esa cúpula de flores reservó la   —29→   idea, como en un santuario, a la admiración de los grandes talentos; esperando que con tan maravilloso artificio contribuiría a derribar la máquina mal fundada de las supersticiones religiosas. Enfrente de las cuales nos presenta al ideal formado con ráfagas de luz de todos los genios que apuraron la hiel en la montaña de la vida6. Y no se vanagloria de haber hecho tanto, porque, en efecto, el ideal y sus grandes hombres, después del Calvario, tienen su Thabor en la tierra: están ya cubiertos de gloria. Pero Cervantes se alaba de habernos dado a conocer al Pueblo, al héroe y mártir anónimo, capaz de secundar las hazañas de sus más ilustres caudillos; al que puso el laurel en las sienes de Alejandro, y sirvió de pedestal a César, y remó en las carabelas de Colón; al que funda y sostiene todas las grandezas del mundo; al que las religiones y monarquías incapacitaron de alma y de cuerpo, y hundieron en la servidumbre, y aparece ahora en el Quijote reclamando el gobierno público, y mostrándose digno de ocupar tan alto puesto en la Historia.



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ArribaAbajoAl libro Don Quijote de la Mancha, Urganda la desconocida (hurgando lo desconocido)

Esta sabia protectora de los buenos caballeros, dice al Quijote a medias palabras, misteriosamente:

Dirígete a las almas grandes, y merecerás la alabanza del mismo Apolo, dios de la poesía. Los necios no verán tu intención por muy curiosos que se muestren.

Aunque censuras la desigualdad y combates el privilegio, guarécete a la sombra de la realeza, y esta osadía te conservará intacto.

Canta los amores del heroísmo y el ideal, sin valerte de los levantados personajes que requiere tan magnífico asunto, lo cual sería una indiscreción. Sírvete de humildes figuras, emplea el símbolo, y así los burlones podrán mofarse de lo externo, mas no del grandioso significado.

  —32→  

Pues no eres católico, huye cuanto puedas de hablar y discurrir, a la usanza de Roma.

No encubras tan artificiosamente tu pensamiento que vaya a quedar sepultado bajo la letra.

No ataques a las personas; que esta clase de lucha tiene muchos peligros en nuestros días y desdora en lo futuro. Cuídate sólo de merecer el aplauso de la posteridad luchando por los grandes ideales, y no ataques tan fogosamente los contrarios que descubras ahora los tuyos perseguidos.

No escribas para deleitar a las personas frívolas, sino para instruir a los hombres de maduro entendimiento.


Amadís de Gaula a Don Quijote de la Mancha.

Este Amadís, en el texto recuerda a Carlos V, y viene a ser el genio de la política en los tiempos modernos. Rinde aquí sus alabanzas al Quijote, diciendo que este libro vivirá eternamente, y España será la primera entre todas las Naciones del mundo.


D. Belianís de Grecia a Don Quijote de la Mancha.

El genio heroico de la antigüedad, guerrero y conquistador, rinde parias al idealismo y envidia sus hazañas   —33→   Esto es: la guerra se humilla ante la paz como más grande y fecunda.


La señora Oriana a Dulcinea del Toboso.

La riqueza victoriosa reconoce que sus triunfos son mezquinos y fugaces comparados con los del ideal.


Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de Don Quijote.

El pueblo que sigue a los reyes admira al que secunda la acción de los redentores, y ve que no hay oposición entre el ideal y el trabajo. Cervantes (Ovidio español por sus transformaciones), reverencia al pueblo que lucha por la justicia.


El Donoso, Poeta Entreverado, a Sancho Panza y Rocinante.

Aquí se equipara a las cabalgaduras y las personas donosamente, dedicando los versos a Sancho Panza y Rocinante juntos, como si pertenecieran a una misma especie.

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El Poeta Entreverado es el autor del Quijote, pues habla entre burlas y veras. Dice que toda su razón de estado la cifra en una retirada, porque pelea huyendo. El heroísmo español acude a tal estratagema cuando no puede alzarse como el Cid con toda su arrogancia; mas aun así, triunfa con Cervantes, que da la paja de la retórica a los ciegos para hurtar el vino a los tiranos, o encerrar en su Quijote el espíritu heroico de la raza española.


Orlando furioso a Don Quijote de la Mancha.

El enamorado de la religión (Angélica), que se desespera estérilmente porque no puede alcanzarla, declárase inferior al Quijote. Ambos son locos y desdichados, pues quieren casi un imposible: traer el ideal puro a la tierra; mas al primero le intimidan las derrotas, y el segundo no desmaya nunca.


El caballero del Febo a Don Quijote de la Mancha.

El sol es menos claro que el ideal de Cervantes.

Al Quijote le hará eterno haber mostrado la hermosura de la verdad; quien a su vez cobra fama con la acción del sabio que la descubre.

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De Solisdán a Don Quijote de la Mancha.

Aunque el heroísmo, representado en Don Quijote, adolezca de locura aparentemente, nadie puede tachar de bajas sus acciones. La sabiduría antigua, o la experiencia, lo reconoce así en el soneto que estudiamos. Júzguese al Quijote por sus obras y absuélvasele por su martirio.

Si no pudo desposar Cervantes al hombre con la idea, tuvo la culpa el pueblo ignorante que no supo favorecer los amores de su caudillo; túvola España, que pagaba con ingratitud el entusiasmo de los héroes. El Quijote, o su autor, no amaba la realidad imperfecta, sino la soñada; para desposarse con la España de entonces era, en verdad, no amante.


Diálogo entre Babieca y Rocinante7.

La generación del Cid pregunta a la del autor cuál es la causa de su decadencia. Respóndele que su miseria y excesivo trabajo.

-La tiranía me arrebata el sustento, lo sé; pero soy un asno paciente, y juzgo una locura perseguir lo ideal.

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-¿Es necedad amar, lanzarse en alas de la gloria para conquistar el bien de los hombres?

-En estos tiempos es una imprudencia.

La razón parece muy especiosa a quien tiene el espíritu del que osó medirse con los Reyes. Pero el pueblo replica que sólo desea mitigar su hambre; no estaba para idealismos. Aun la protesta era ociosa: el pueblo y sus héroes sufrían la misma penuria; la postración de España era completa.





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ArribaAbajoParte Primera


ArribaAbajoCapítulo I

Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha


Para persuadirse de que el mundo era una mancha, basta leer la reseña que del tiempo de Cervantes hacemos en el Discurso Preliminar. Además, según la religión católica, todos venimos a esta vida manchados: seguramente, todos tenemos un pecado de origen; solo que este pecado es la ignorancia, y no se redime con el agua bautismal: bórrase con la ilustración, no con vanas fórmulas; con el propio esfuerzo; adquiriendo a costa de vigilias la verdad que regenera al alma. El bautismo no destruye en la niñez ninguna propensión o tendencia; la cruz redentora no impide que los pueblos se lancen a la guerra y se asesinen; antes los guía al combate: fue un lábaro de amor, pero está ya en las espadas que dan muerte. El óleo santo no aminora el despotismo de las testas coronadas ni el de los sacerdotes que las ungen; y es que las fórmulas   —38→   sirven para todas las ideas, como el antifaz para todos los rostros: por esto dice el vulgo con profundísimo conocimiento, que detrás de la cruz está el diablo. Quien desee sustentar y regenerar a los hombres, no debe darles el pan y la idea simbólicamente en forma de hostia que no nutre su cuerpo ni vivifica su alma: debe darles el pan verdadero y la idea positiva, fecundados en el campo y en la escuela. Trabajando es como se borra la mancha.

El Quijote sigue este rumbo: quiere poner el trabajo eficaz sobre la holganza, la verdad sobre los errores, y la virtud sobre los vicios; quiere transformar en luz la mancha de sacerdocios y monarquías, donde se condensa la ignorancia del pueblo y la maldad de los fuertes. Cervantes vio la inmensa sombra que enlutaba la tierra; y acongojado, quiso olvidar que su patria era un punto negro en una mancha obscura; porque no hay pena que busque tanto el olvido como la de considerar impura a la madre que nos llevó en su seno.

Hasta entonces había servido al rey y a la Iglesia como soldado, como escritor y como hombre: seguía la corriente de su siglo; era un luchador clásico (tenía adarga antigua), pero su lanza estaba ociosa en el astillero. La razón de esto puede verse en la flaqueza de su condición social que le obligaba a ir perezosamente, cuando su pensamiento era vivo, rápido y avanzado (galgo corredor).

Este primer capítulo es una identificación del hombre con la idea, del escritor con su libro. Cervantes se   —39→   retrata en Don Quijote. Va diciendo cómo empezó a plantear su poema, qué esperanzas le alentaron y qué temores le asaltaron. Pinta su situación y la de otros pensadores; con una misma línea trázase a sí propio, al héroe de su novela y al redentor en general. El mérito de este pasaje estriba en que la semejanza está expresada de un solo rasgo.

La pobreza y miseria que padecían los hombres geniales (tan bien representada en el flaco y extenuado rocín de Don Quijote), está descripta por menor en la comida y vestido de este caballero que se mantenía DE DUELOS Y QUEBRANTOS. El ama y la sobrina son, según veremos después, la sociedad y la familia de aquellos tiempos, educadas y dominadas por el cura: y el «mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera», es imagen del vulgo que servía a sus amos en la paz y en la guerra dócilmente. Este mozo (a quien no se nombra más en el Quijote), reaparece en Sancho con toda la substancia y vigor del hombre-pueblo.

El pensador es fuerte y espiritual (de complexión recia y seco de carnes), gran madrugador, o despierto de inteligencia, y amigo de la caza: esto es, que indaga y razona. El autor (pues todo aquí es figurado), envida con ruines puntos, como anunció en los versos de Urganda; pero ¡qué símiles más expresivos son los que emplea! Ese «gran madrugador» está indicando que el genio busca el día y aun se anticipa al alba, a los tiempos; que vuela sobre el pensamiento de su   —40→   época y vive ya con el alma en lo futuro: y en efecto, esto es lo que hace el Quijote.

Su acción ¿es pacífica o guerrera? el ideal ¿es quesada o quijada? ¿es un plato de gusto o un arma extraordinariamente mortífera, como la del Sansón fabuloso? En esto no están conformes los autores; la polémica es antigua. Cervantes trata este asunto con amplitud en el Discurso de las armas y las letras, y lo resuelve diciendo que la conquista de la verdad se hace y debe hacerse por evolución y revolución. Ahora, circunscribiéndose al libro, consigna que no es de paz o guerra, sino de ambas cosas: que es Jano (Quijano), libro de dos caras, una para la paz y otra para la guerra; una que mira al Oriente y otra al Occidente, a lo pasado y lo venidero, como la divinidad mitológica de aquél nombre. Así se deja entender por conjeturas verosímiles. Y añade: «Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad». Como queriendo decir que los hechos nos darán la certeza mejor que las palabras.

El héroe, al principio de la obra, no es militante: tiene las condiciones requeridas para ello, mas no las pone en ejercicio: es un pensador sin dirección determinada, que está ocioso los más días del año... luego la vaguedad de su ánimo se concreta y dirige a estudiar las ideas religiosas; culminación de la vida. Puesto por el entusiasmo en este camino, malbarata su hacienda, desprecia la fortuna material y se abisma en la   —41→   contemplación de lo supraterreno. Mas en vano quiere comprender la razón de tantos misterios, penetrar tantos absurdos y deshacer tantos embrollos como encierra la teología católica, parodiados en estas palabras: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y en estas otras: «Los altos cielos, que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza»8.

«Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles si resucitara para sólo ello». ¿Cómo había de entender lo ininteligible, desentrañar los misterios que pugnan abiertamente con la razón y con todas las ciencias! Ni los silogismos de los peripatéticos, ni las argucias de los sofistas, ni las lucubraciones de los sabios pueden demostrar la equivalencia de uno a tres, como quieren los sacerdotes que veamos en el misterio de la Trinidad, o que la virginidad y la maternidad son compatibles, cual nos impone creer el dogma de la Inmaculada Concepción. El sencillo y desventurado que, oscilando entre la fe y el raciocinio, desee ajustar a la realidad de la naturaleza los   —42→   símbolos incomprensibles de la religión católica, se devanará en balde los sesos, como D. Quijote, buscando la razón de la sinrazón que a su razón se hace... No ya la lógica de los escolásticos, pero ni aun la del mismo Aristóteles que inventó el sistema, bastaría para demostrar que el mísero cuerpo de un hombre puede contener lo absoluto íntegra y totalmente.

La misma suerte corren los milagros; y así, el caballero «No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía; porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro, y todo el cuerpo, lleno de cicatrices y señales». Los taumaturgos dejan muy cortos a estos maestros de la leyenda, pues hacen que una cabeza separada del cuerpo vuelva a ponerse en su sitio como si nunca de allí la hubieran cortado, o la dan voz y calma para que hable y cante desde el fondo de un pozo; vuelven los arrancados ojos a sus órbitas, y les restituyen la vista; y, finalmente, resucitan a los muertos en el período de la descomposición. Cosa extraña en verdad sería que Cervantes no se acordase de estas hazañas caballerescas tan maravillosas, cuando llenó su libro de otras que guardan con aquellas un paralelismo completo y que no tenían tanta transcendencia social. También es aplicable la última cita a la presunción que tiene la Iglesia de haber salido intacta de sus continuas luchas, aunque se lamenta en ocasiones por las heridas que recibe. Esto vuelve a tratarse en el capítulo LI, al hablar de Vicente de la Roca.

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Lo que gustaba al caballero era que la religión católica afirmase la inmortalidad de nuestro ser... «Con todo alababa en su autor aquél acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura...».

Por lo dicho puede verse que D. Quijote, al estudiar los libros caballerescos, al sondear los arcanos de la fe no camina a ciegas: es un indagador que discurre por cuenta propia; y así la inacción del principio va trocándose en eficacia, el pensador en combatiente. Tenemos una prueba más de que los libros leídos por el héroe son religiosos, en que discute acerca de ellos con el cura. Tocan nombres que muy bien pudieran referirse a los soberanos de aquel tiempo: Palmerín de Inglaterra, y Amadís de Gaula (que es Carlos V), el Pontífice o Caballero del Febo, y Galaor9, el galante rey francés, hermano de Amadís de Gaula, «que tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga».

En fin, con todas estas ideas y confusiones, el héroe pierde el juicio, se vuelve loco: es ya el redentor a quien desdeñan los grandes y escarnecen las turbas; el que, despreciando las conveniencias del mundo y sus propios intereses, adora la verdad, aunque se exponga al tormento y al martirio. Entonces alaba al Cid, encarnación del genio nacional, valeroso contra   —44→   clérigos y reyes; y admira más al Caballero de la Ardiente Espada, «que de un sólo revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes», la Monarquía y el Catolicismo. Parécele bien el empleo de la fuerza, siempre que no esté reñida con la bondad; pero encomia sobre todos los héroes al que, reinando en un monte de clarísima luz, arrebata los ídolos a los pueblos.

Los símiles que Cervantes emplea y los nombres que cita para darnos a conocer estos particulares son expresivos y grandiosos. El Caballero de la Ardiente Espada (mencionado más de una vez en el curso del Quijote), recuérdanos al arcángel que con su espada de fuego vence al mal, representado en el demonio, como aquél le extermina en la persona de dos gigantes, que son las dos formas del despotismo. Con Bernardo del Carpio da el autor un toque patriótico a esta pintura, y con Hércules y Anteo nos indica la grandeza de su propósito y la industria que pone en juego para realizarlo. Tiene también importancia lo del ídolo de Mahoma, «que era todo de oro, como el becerro bíblico, emblema consagrado de todas las supersticiones». Cuanto a Reinaldos de Montalbán, no puede expresarse mejor con nombre hecho y prestado que se quiere el imperio de la verdad inmaculada.

Así (como el título anuncia) se determina la condición de esta epopeya, enemiga de todo error y privilegio, libro de combate no superado ni igualado. El ejercicio es consecuencia natural del sentimiento del autor:   —45→   poner en acción al héroe que representa sus opiniones. Hácelo por creerlo conveniente y necesario «así para el aumento de su honra como para el servicio de la república». Esta república es el mundo entero, el cual recorre Cervantes con su poderosa imaginación y armado de sus ideas para deshacer «todo género de agravio» y cobrar «eterno nombre y fama». Ya que no consiga dar la felicidad a todos los hombres, imagínase que, por lo menos, llegará a dominar el imperio de la mentira (Trapisonda).

En esta empresa lleva las armas de sus bisabuelos «que, tomadas de orín y llenas de moho, LUENGOS SIGLOS había que estaban puestas y olvidadas en un rincón»: los antiguos ideales, que él abrillanta acomodándolos a su tiempo; y como no puede mostrarlos valientemente a la luz del día, ocúltalos a medias, en forma que parece encubrirlos del todo... «a esto suplió su industria, porque de cartones10 HIZO UN MODO DE MEDIA CELADA, QUE ENCAJADA CON EL MORRIÓN, HACÍA UNA APARIENCIA DE CELADA ENTERA». Esta celada que armó Cervantes a los inquisidores, y que ha defendido al héroe por tres siglos, era de encaje porque encajaba en su propósito perfectamente; verdad es que la aseguró con fuertes barras de hierro. Pero ¡cuántas vacilaciones y congojas padecería el autor antes de hallar este asombroso género de defensa! Años, al decir de sus biógrafos, tuvo el original sin publicarle. Al   —46→   fiar a lo porvenir (que es lo desconocido) su libro y su alma con sólo el escudo de su ingenio, enfrente del poder real y la Inquisición terrible, prueba la fortaleza de la celada, que no resiste sus golpes; refuérzala cuanto es posible en lo humano; y no atreviéndose a luchar con el destino, rehuye hacer nueva experiencia y se echa en brazos de la suerte. La posteridad disculpa sus temores y admira su obra, verdadera filigrana en reluciente acero.

Su condición social, aunque pobre y flaca, vale más que la de Alejandro y el Cid, porque está destinada a servir mayores empresas que las que acometieron aquellos hombres eminentes. El pueblo es un asno, pues hace este oficio llevando pacientemente la carga que sus amos le imponen; las personas que por su talento sobrepasan al vulgo, merecen tener una representación más digna; Saavedra pone en este simbolismo al rocín como guía del asno, y le llama Rocinante, «nombre a su parecer alto, sonoro, y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo». Con el nuevo ejercicio álzase, como el alma que le guía, a mayor altura que cuantos rinden parias a reyes y sacerdotes.

El nombre que se pone el caballero, por la analogía que tiene con quijada11, induce a creer que este libro, más que de mero deleite, es de guerra; así   —47→   lo indica Cervantes. Llámase también de la Mancha porque cree honrar al mundo manchado tomando el sobrenombre de la tierra que va a purificar con su esfuerzo.

De este modo trazó Cervantes los primeros lineamientos de su epopeya, calificando a su siglo, lamentándose de la sombra que le encubría, mostrándose con ánimo para rasgar las tinieblas; así, por entre las multitudes desmayadas, alza su cabeza, tiende la vista a todos los horizontes, ármase, y queda erguido, esperando la hora del combate y la ayuda del cielo. No le excitan ímpetus de destrucción; muévele un ideal. El hombre que no lo tiene, «es árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma»; este es el verdadero vulgo, aunque viva con la pompa y majestad de tantos príncipes vanos como han pasado por la tierra sin edificar nada duradero y fecundo. El ideal de Cervantes es la patria humana, y su más vivísimo anhelo el de vencer al sacerdocio, señor de la maldad que se combate en el Quijote, y someterle y rendirle a voluntad de la patria redimida12.

Esta patria ideal toma cuerpo en una labradora nombrada Aldonza Lorenzo (España cargada de laureles), a quien Cervantes llamó Dulcinea, «buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora...». Aldonza es   —48→   Alfonsa, nombre típico español arabizado, como expresión de las dos razas que forman principalmente nuestro pueblo. Ya se irá probando en el curso del libro que esta labradora es nuestra España, a quien quiere Cervantes emancipar de la servidumbre y elevar al rango de princesa13. Cuando en otro tiempo luchó por la patria real y sirvió, por tanto, a los opresores que la sojuzgaban, estuvo enamorado de Aldonza, «aunque ella jamás lo supo ni se dio cuenta de ello»; verdad amarguísima, pues con todo su heroísmo no salió Cervantes de obscuro soldado, y tuvo que redimirle del cautiverio la limosna. Esta ingratitud de la patria, que a muchos hubiera endurecido, ensanchó el círculo de sus amores, e hízole desear la transformación de la humilde labradora en la alta princesa Dulcinea, compendio de todos los grandes ideales que enamoran al hombre y dan satisfacción cumplida a las almas. En Dulcinea están la libertad, la verdad, la justicia, la bondad y la hermosura: es como la tierra de promisión o la Edad de Oro vislumbradas por los poetas al través de los siglos; y así se comprende que Cervantes la pondere con insuperables alabanzas y se recree en pronunciar su dulcísimo nombre, la invoque en todos sus combates, y la ofrezca todos sus triunfos.

Llámala nueva dulzura, o Dulcinea; nombre, a su parecer, músico y peregrino Y SIGNIFICATIVO, COMO TODOS LOS QUE A ÉL Y A SUS COSAS HABÍA PUESTO.



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ArribaAbajoCapítulo II

Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote


Sentía Cervantes impaciencia por comenzar su obra de redención, considerando la falta que hacía en el mundo, «según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer». Prescíndase de la forma algo caballeresca de esta enumeración, y dígasenos si sus miembros no contienen cuanto hay que derrocar para que triunfe la justicia; si los reformadores y legisladores han ido más lejos en sus propósitos y tareas, que este pensamiento de Don Quijote, o Cervantes. Los tres siglos nacidos y muertos más acá de su sepulcro no han hecho otra cosa por el bien de la tierra, con tantas revoluciones y combates, con tantos ingenios ilustres, con tantas virtudes florecientes, con tantas ideas nuevas y fecundas como nos han dado.

Hasta el bien pide oportunidad y sazón. En tiempo de Cervantes, el que ahora se nos muestra era prematuro, y éralo, porque lo hubieran segado en flor sus enemigos: de aquí que el héroe saliera al campo de la   —50→   idea «una mañana, antes del día», «sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese», «por la puerta falsa de un corral...». Ocultando el pensamiento en una obra misteriosa, falseando los conceptos y anticipándose a su siglo. El día era uno de los calurosos del mes de Julio: salió, pues, con un sol de justicia, en la época más ardorosa del año, cuando el corazón y el cerebro se caldean vigorosamente». Esta circunstancia, que pone entre paréntesis el autor, se refiere a Don Quijote, pues a poco le llama flamante, que significa nuevo (en la Orden de caballería), pero también llameante o que despide llamas. En resumen, quiere manifestar que su entusiasmo y pasión llegaban al último extremo. Es pobre y humilde socialmente; carece de prestigio y fuerza; no dirige almas como los sacerdotes, ni manda y gobierna pueblos como los reyes; pero es tanta su locura, que no vacila en medir sus armas con los altos poderes de la tierra, porque sus ideas son puras como el armiño, y mostrará con sus hazañas que el obscuro soldado es digno de guiar ejércitos a la victoria.

Entre tanto, camina a la ventura, imaginándose cómo cantará esta arriesgada salida del genio heroico el que descubra la verdad de su libro incomparable: «¿quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz LA VERDADERA HISTORIA DE MIS FAMOSOS HECHOS, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?». Y con magnífico estilo pinta la aparición   —51→   de la aurora, el renacimiento de la idea por quien él deja las ociosas plumas de sus contemporáneos y recorre el camino de la amargura, o campo de Montiel. «Dichosa edad (añade), y siglo dichoso aquel, adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro.» Grandemente conmovedora es esta exclamación, cuyas profecías ha confirmado el tiempo en todas sus partes. Por ella colegimos cuánta debió ser la amargura de aquel ingenio amigo de la luz y enamorado de la libertad, que vivió preso en la sombra de un siglo asfixiante. Dichosa edad la nuestra, comparada con la del autor del QUIJOTE. Ya la idea puede manifestarse con más holgura descansando en la tolerancia y aun al amparo de las leyes: los sacerdotes y gobernantes, y cuantos hollaban el derecho con su fuerza y autoridad mal adquiridas, retroceden al impulso de las modernas invenciones incoercibles, como la imprenta y el telégrafo, seguros y rápidos portadores del verbo y la redención: ahora podemos descubrir a todas luces lo que Cervantes tuvo que ocultar con tanto artificio como cosa innoble y dañina, cuando es ciertamente digno de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro.

Aún conmueve más esta recomendación que hace al desconocido que ha de recoger su legado: «¡Oh tú, sabio encantador, quien quiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista de esta peregrina historia!   —52→   ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras.» Quiere que en la apoteosis de su espíritu, en el fulgor de su gloria, no olvidemos el cuerpo y la vida de aquel Miguel de Cervantes desvalido que padeció todos los rigores de la pobreza y miseria, toda la angustia de la soledad y toda la desesperación de la derrota; sentimientos que vemos acrecentados en este apóstrofe dirigido a la patria: «Oh princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plegaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece».

En esta dramática forma (aunque imitando en cuanto podía los libros caballerescos) expresaba Cervantes sus cuitas o daba cuerpo a sus esperanzas en el terreno de la imaginación. Así, todos los que en la adversidad intentan una obra de grandes alientos, se confortan soñando con el triunfo. Mas Cervantes no quiere vivir mucho tiempo de ilusiones, y dice que «con esto caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera». Con esta burla tan graciosa y propia del carácter español, se llama a sí mismo al orden y entra en la realidad de su desdicha. Entonces advierte que está muerto de hambre materialmente, y cansado, y solo; y dirige su mirada investigadora a todas partes, buscando alguna ayuda, grande o pequeña,   —53→   entre los hombres que se guarecen en las cabañas y los que se aposentan en los alcázares. Aquí surge el problema de la venta del libro, que era para Cervantes como la estrella que había de anunciarle su redención, y por esto le parecía «un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata».

En este problema hay varios factores dignos de considerarse; protección, autorización, naturaleza de los editores, estado de la literatura y actitud de la crítica. En el ventero se suman las entidades que protegen, autorizan y publican la obra: es, exactamente, el editor, en la acepción castiza de la palabra; por esto es padrino de Don Quijote y amo de la venta: los arrieros son los que profanan las letras, haciéndolas objeto de tráfico; y las distraídas mozas representan la literatura sagrada y la profana. Estos personajes tienen un carácter picaresco que sienta muy bien a representaciones literarias del tiempo de Cervantes. Pocos escritores servían con su talento a las causas que influyen poderosamente en la vida de la humanidad. La literatura de nuestro siglo (que tachan de egoísta y prosaico) vuela más alta y en espacios más anchurosos, buscando los vientos vivificantes de la libertad o el sustento de las muchedumbres. No derrocha los primores de su dicción y las galas de su artificio en futilezas enervadoras: tiene mejor concepto de sí misma, del verbo que la alienta. Conjura a los siglos pasados y les pide su secreto, removiendo tumbas con inscripciones medio borradas; consulta a las   —54→   pirámides, y juzga a los reyes muertos; penetra en el santuario de las obscuras religiones antiguas; rehabilita a los pueblos infamados injustamente, y les ciñe el laurel merecido. También se atreve con las fuerzas naturales, que otras generaciones de entendimiento perezoso calificaron de fantasmas; trata de conocer lo futuro por la relación de las cosas presentes, para mejor encaminar los acontecimientos, y osa profundizar con su mirada atrevida los abismos insondables donde se agitan misteriosamente los mundos. La forma es su hermosísima esclava, y se rinde ante la idea, excelsa musa del siglo XIX, heroico en el trabajo. La literatura del siglo de Cervantes dio creaciones sublimes, cuya fama será eterna; pero estas obras excepcionales, que aparecen de cuando en cuando en la historia como estrellas que Dios enciende para guiar a los hombres, no determinan el carácter de aquella literatura. Distinguíase ésta más por el arte que por la filosofía: era majestuosa y rica en su forma, y no menguada en los pensamientos; pero carecía de ideal: posábase en la tierra, no alzaba el vuelo adonde deben vivir las almas: pulía el vocablo y aumentaba el tesoro de nuestra lengua, con locuciones y giros nuevos y admirables, como el pájaro prisionero varía sus trinos para entretener las penas de su cautividad; mas no resolvía ningún problema de estos que hoy agitan a nuestra literatura: los pasatiempos amorosos eran su afición predilecta, y urdía, como las amañadoras cortesanas, la intriga y el enredo: descendía también a las   —55→   zahúrdas de los pícaros y truhanes; y no faltaban escritores indecentes que rebajasen el sacerdocio de las letras hasta igualarle con el oficio de las meretrices: ¡y esto cuando el pensamiento reclamaba libertad, y la virtud lloraba escarnecida! Un alma verdaderamente grande no podía menos de sentir y fustigar esta degradación corruptora, como la sentimos y flagelamos en nuestros días. Todos los sacerdotes indignos que hacen granjería de sus profesiones o institutos, de cualquier clase que sean, merecen la reprobación de los hombres honrados, y más si con su pernicioso ejemplo pueden inficionar a las multitudes. Para Cervantes, que anhelaba regenerarlas, y acometía los fundamentos de toda opresión con titánico esfuerzo; para aquel espíritu ilustre y sin mancha, debía ser más duro el contraste, y la impresión más penosa; sobre todo al poner la obra de su peregrino ingenio en contacto con la turbamulta de producciones faltas de talento y decoro, al someterla a la censura de ignorantes y deslenguados, y al entregarla al desprecio y monopolio de los traficantes en letras. De aquí que anocheciera al llegar a la venta Don Quijote, y que este caballero esperase ver algún enano anunciando su llegada. Por todas estas cosas parecía a Cervantes la venta de su obra un castillo, forma usual y gráfica con que expresamos la dificultad de acometer alguna empresa: y «castillo con su puente levadizo y honda cava; era, pues, una fortaleza, la que había de tomar el Quijote para salir al mundo literario.

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«En esto sucedió acaso que un porquero, que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que, sin perdón, así se llaman), tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a Don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida.» Aquí se habla anticipadamente de la aparición del Quijote en la república de las letras. Al presentarse este libro, recógense en sus campos de paja14 los escritores inmundos (que, sin perdón, así consideraba el autor a ciertos puercos). A la literatura sagrada y profana hubiérale espantado el aparato bélico del Quijote; mas, despojado este libro de su visera de papelón, cáusales risa su estrambótico aspecto y su no entendido lenguaje. Esta risa con que el mundo había de acoger al redentor contrahecho y martirizado, acrecentaba el enojo de Cervantes, quien dice al efecto que «es mucha sandez la risa que de leve causa procede»; y da esta lección a la crítica extraviada para servir a las letras: «pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros». Estas representaciones de la literatura están maleadas por su trato con los arrieros; mas, con todo, Cervantes las juzga doncellas y graciosas damas; no les niega tampoco la hermosura, y aun las califica de princesas: como que la literatura es un medio, una forma de gran virtud natural, que prostituyen los escritores indignos.   —57→   Resulta claro del coloquio que tiene Don Quijote con las doncellas sin doncellez, que Cervantes deseaba rehabilitar a la literatura sacándola de aquel comercio infame, donde se marchitaban sus atractivos, sin servir a la sana fecundidad de las ideas.

En el diálogo que el héroe tiene con el editor, vemos qué esperaba ganar Cervantes con la publicación de su obra: ni sustento ni descanso. «Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia», dice el ventero. Más adelante confirma y amplía la especie... «bien se puede apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.» Nada le importa esto al héroe, porque sus arreos son las armas, su descanso el pelear. Y lo sabe el editor, o ventero: «según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre velar...». Esto por lo que hace al descanso; ya veremos después lo que al sustento se refiere.

El ingenio y el editor, o más bien la suma de poderes que este personaje representa, forman notabilísimo contraste: el uno es gordo y pacífico, y marrullero, y huye temerosamente las aventuras que pueden comprometer su tranquilidad y su hacienda; el otro, más que delgado, es flaco, tiene un alma ingenua y vive para el combate; el primero es versado en toda clase de truhanerías y delitos, y al segundo le agitan   —58→   ideas redentoras; aquél es el positivista y éste el idealista; uno la autoridad y otro la protesta. El primero ofrece a los hombres, por mediación del segundo, las pasmosas creaciones de su ingenio y los incalculables tesoros de su espíritu, y el intermediario, incapaz de apreciar la honra que se le hace y la grandeza del ofrecimiento, acoge al redentor con burlas, y hasta le niega el descanso.

Cuantos escritores llaman a la puerta de un editor para ofrecerle los ensueños de su fantasía, los sanos frutos de su entendimiento, lo que no ha desflorado aún ningún hálito de la tierra, el hijo predilecto del alma, verán la fidelidad de esta pintura, y más si, como Cervantes, afean adrede su creación adorada y cifran en ella la regeneración de los hombres.

Hízolo, como varias veces se ha indicado, de suerte que la crítica no penetrase el sentido oculto; y prevía el feliz éxito de su negocio, cuando puso a las letras examinando el Quijote desde la primera hasta la última página, o quitándole peto y espaldar; este examen no dio ningún mal resultado, porque «jamás supieron ni pudieron» desencajarle la gola ni quitarle la contrahecha celada, interpretar la palabra y el pensamiento del libro, que había el autor asegurado con unas cintas verdes (como la esperanza), y él no consentía que se cortasen en manera alguna15. Quiere que le descubran las letras mismas, cuando hayan llegado a la alteza donde   —59→   las encamina el Quijote. «...Tiempo vendrá (dice a esto) en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.» Pero las letras «no estaban hechas a semejantes retóricas»; habíanlas acostumbrado los arrieros literarios a la concupiscencia y no podían suponer que el genio solicitara su ayuda para redimir a las almas. Por esto no responden a su misterioso lenguaje, y sólo le preguntan «si quiere comer alguna cosa»; que a peticiones de esta naturaleza sí estaban acostumbradas. También buscaba el sustento en la literatura el autor del Quijote, porque le hacía mucho al caso, y el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas; su necesidad era extrema, y bien lo dan a entender estas palabras: «...Se apeó como aquel que en todo aquel día no se había desayunado16». Notoria es además la pobreza que padeció Cervantes, formulada en estos populares versos:


Y Cervantes no cenó
cuando concluyó el Quijote.

Las letras no dieron a este gran ingenio más que una mísera comida de viernes, y con tanta dificultad como se deja ver en la siguiente escena: «Pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada, y era alta la babera, no podía   —60→   poner nada en la boca bien con sus manos, si otro no se lo daba y ponía; y así, una de aquellas señoras servía de este menester (la literatura profana, sin duda); mas al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino». En esta forma se expresa también cómo se verificaba la relación de ideas (simbolizadas en el vino) entre el autor y el público, por mediación de los poderes coercitivos; que no sólo se trata aquí del sustento material, ni el ventero es únicamente editor. Este personaje, según hemos indicado, hace además el oficio de padrino, y autoriza la obra: es el conjunto de fuerzas que ha de vencer quien quiere publicar un libro; claro que esta autoridad era más grande en el siglo XVII con la monarquía absoluta y la terrible Inquisición. La tendencia democrática y civilizadora de Cervantes estaba en pugna con aquella sociedad donde se imponían los clérigos, a los que tal vez satiriza con los diminutivos de curadillo y abadejo, y de otras viandas que ofrecieron a Don Quijote. El pan negro y mugriento corresponde a la malsana sustentación espiritual de aquel siglo, y es también la que a Cervantes procuraron las letras. Pero «todo lo recibía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada» sufría su escasez y miseria perseverantemente por no descubrirse, fiándolo todo a la esperanza de que con el tiempo el pan negro del obscurantismo y la esclavitud se trocaría en pan candeal; sustancioso y sano alimento de los pueblos   —61→   libres. Hace tan felicísimo augurio y alienta esta dulce esperanza, al sonar un castrador de puercos su silbato de cañas, semejante a la melodiosa flauta de Pan, donde modula sus blandos sones la harmonía de la naturaleza. Esta grata música anúnciale que triunfará de todos los que emponzoñan la vida, haciéndolos impotentes, lo cual implica extinción absoluta. En pensando esto, el escritor generoso olvida su pobreza, o la ve transfigurarse en abundancia, y se alegra, por los demás, de haber emprendido estos heroicos combates.



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ArribaAbajoCapítulo III

Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo Don Quijote en armarse caballero


Ya hemos visto cómo se alejó Cervantes de su tierra y de su tiempo, anticipándose a los sucesos mismos del Quijote; y ahora vamos a ver como creía que había de alcanzar su poema la autorización necesaria para «ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los menesterosos». Necesitaba, en primer lugar, como era uso y costumbre entonces, ponerse bajo la protección de algún potentado que, sirviéndole de escudo, le socorriera además en las necesidades anejas a la profesión literaria. En aquella época de privilegios donde la autoridad real lo era todo, y por derivación los aristócratas, veíase obligado el talento a implorar de los grandes una especie de salvoconducto para preservar sus obras de la maledicencia y aun del rigor de la censura. Esta mentira convencional hacía en ocasiones que el genio se arrodillase ante la estupidez, como sucedió con Cervantes y el Duque de Bejar; pero la monarquía absoluta trae aparejadas estas cosas y otras peores. Tal escena podemos ver en el ruego que Don   —64→   Quijote hace al ventero. Pídele un don que ha de redundar en alabanza de quien lo otorga y en pro del genero humano, y la señoría se lo concede por burla y pasatiempo, juzgando loco al héroe del libro. Nótese la hinchazón del lenguaje que usa Don Quijote: la vuestra cortesía, vuestra liberalidad, la magnificencia vuestra, dice; y tampoco debe pasar inadvertida la grandeza de Cervantes cuando declara que su obra está escrita en pro del género humano.

El ventero (que como condensación de la autoridad de su época, ha representado sucesivamente al editor y al padrino) toma el carácter propio de la censura desde que Cervantes le llama socarrón (lo cual huele a inquisidor que trasciende). Sus hazañas son opuestas absolutamente a las del heroísmo, y esto confirma la significación dada al personaje mencionado: es el gigante, mal encantador, que ejercita la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos «haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas, y engañando a algunos pupilos»; es la Inquisición con su rondilla y su potro, y el rey con su injusticia manifiesta en los tribunales; es, en suma, el despótico poder que, encastillado en su fortaleza, exprime a los súbditos para regalarse y acoge a los ingenios, sin reparar en la bondad o maldad de su naturaleza, para que le prestigien con el laurel de la victoria. El siglo donde se alzaba una monstruosidad semejante no tenía religión, o estaba en ruinas y había que rehacerla. Ya hemos apuntado   —65→   antes que de la religión cristiana sólo quedaban las formas; los principios existentes eran contrarios al sentimiento evangélico, por lo que da Cervantes como lugar propio del culto el corral (donde entonces se representaban las comedias). Con esto convienen las prevenciones que a Don Quijote hace el ventero. Primeramente, y en consonancia con las prácticas del sacerdocio, pregúntale si lleva dinero y camisas limpias; cúrase del provecho material, y exige al autor de la obra que guarde las apariencias, como los sepulcros blanqueados.

El héroe manifiesta no haber leído nunca que los caballeros andantes necesitaran dinero, aludiendo a los apóstoles, a quien Jesús prohibió hasta el uso del zurrón y el báculo; mas sus discípulos, cuyo deslumbrante lujo ofende a la miseria, llevan bien herradas las bolsas, como dice el farisaico ventero: y fían más de la medicina para curar sus dolencias que de la intervención celeste, aunque autorizan el milagro: y son hipócritas, pues encubren su falta de fe con las camisas limpias, y disimulan su abundancia con el mentido voto de pobreza. Sus alforjas son tan sutiles que casi no se ven, y parecen «cosa de más importancia», como que los sacerdotes transmutan los principios religiosos en regalados manjares, y viceversa: apelan a esta alquimia para casar sus ambiciones con el precepto del Cristo, que les manda dar graciosamente lo que graciosamente reciben: «porque esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes».   —66→   Aquel «sacudirás el polvo de tus zapatos», trocose ya en admitir damascos y holandas y mantos guarnecidos de pedrería; en levantar palacios suntuosos; en vestir de magnífico terciopelo y hartarse de faisanes y de trufas. Este horrendo contraste, este abismo donde caen la religión y la esperanza, inspiró al gran Savonarola sus apóstrofes apocalípticos, e hizo de la pluma de Cervantes una espada de fuego.

En conclusión, aquellos abnegados pescadores que en la tragedia del Gólgota daban su espíritu en pro de todos los humildes y desdichados; creciendo en numero y dándose a la holganza, son ahora un peso enorme para los pueblos; el pueblo trabaja para ellos, el pueblo los sustenta, el pueblo les lleva las alforjas. Y la gravedad de este mal era mayor en tiempo de Cervantes que en nuestro siglo, con el sinnúmero de comunidades religiosas que infestaban la república. En este modelo de apostolado había de inspirarse el Quijote para conseguir la autorización necesaria: esto quería la censura; quien «se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser». Pero Cervantes velaba sus ideas para que no las manchara el aliento de los brutos: velábalas en los dos sentidos de esta palabra, que aquí se funden en uno solo: cuidaba de ellas encubriéndolas o velándolas a la vista de tanto arriero como había de intentar la profanación. Allí, junto al limpio manantial de aguas puras, está el noble pensador guardando el preciado depósito hecho a su grandeza y lealtad por las ya fenecidas generaciones...   —67→   No aproxime la bestia sus impuros labios; sólo quien tenga el corazón sin mancha puede acercarse y saciar su sed en el pozo de la sabiduría. Los que a él llevaban sus recuas y apedreaban al ingenio; los que comerciaban con la idea sacrosanta; los que no comprendían la locura de Cervantes, salen descalabrados en el Quijote: porque el héroe, puesto el pensamiento en su ideal, «cobra tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás». Claro que al abrir Cervantes con su pluma o lanza el cerebro de estos hijos de la noche, los ilustra: siempre es el redentor, a quien los déspotas y la gente ignara califican de loco. Esto mismo hace el ventero, que por su carácter de padrino estaba obligado a defender al héroe. Don Quijote le llama follón y mal nacido caballero, a pesar de lo cual, y como alta representación que es también de la tiranía, júzgale digno de sus ataques; pero desprecia a la turba insolente de arrieros literarios, miserables prostitutos que venden su conciencia en el templo de la verdad: «pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía». Así apostrofa Cervantes a los que desde lejos le tiraban piedras: esto es, a los que, publicado el libro, habían de censurar y profanar su espíritu grandioso. Los arrieros quedan vencidos, y el Quijote triunfante.

Si al hacer la crítica general de estos vicios de su   —68→   tiempo emplea el autor una sátira enérgica, aun la acera más al referir las vanas ceremonias del culto, con ocasión de armar caballero a Don Quijote. Concurren a esta farsa, además de los poderes real e inquisitorial, representados en el ventero, las letras prostituidas y un muchacho que desempeña el oficio de acólito. Los pormenores de esta escena son a todas luces imitación de las prácticas religiosas, como ya vio el Sr. Clemencín, sin notar la sátira, porque no le llamaba Dios por ese camino. «Advertido y medroso... el castellano trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las ya dichas doncellas, se vino a donde D. Quijote estaba, al cual, mandó hincar de rodillas; y leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano, y diole sobre el cuello un gran golpe, y tras él con su misma espada un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes como que rezaba». Debemos advertir que manual significa, entre otras cosas, libro de oraciones. Donosísima es la ocurrencia de equiparar la paja y la cebada con el rezo soñoliento de la inconsciencia religiosa, y también con la sustentación que a sus fieles dan los sacerdotes. El mismo pasto espiritual que a estos arrieros (a quienes daba paja y cebada el amo de la venta) satisfacía el hambre de aquellas entidades que en el segundo capítulo andaban por los rastrojos. Esta era la religión de aquel siglo. Para borrar la mancha original; para elevarse   —69→   en la región de los conocimientos que ennoblecen el alma, encaminándola a su encumbrado destino, para armarse caballero, bastaban fórmulas como el bautismo y la confirmación, y otras semejantes a la pescozada y el espaldarazo, sazonadas con un rezo maquinal del mismo jaez que la función fisiológica de rumiar el alimento.

Y Saavedra tuvo que pasar por estas horcas caudinas; de la literatura religiosa tomó la arcangélica espada de fuego; la literatura profana púsole la espuela; estimulado por una imitó a la otra: una le hizo caminar, y la otra combatir.

La literatura religiosa, o más exactamente la historia sagrada, es en este símbolo hija de un remendón de Toledo, en el cual se indica al Primado de España, representante de una religión hecha de retazos mal zurcidos. Este personaje vive en las tendillas de Sancho Bienaya (o bien haya), compuesto expresivo de la holganza sacerdotal. Con el nombre de Tolosa dado a la historia sagrada, tal vez se quiere significar que pesa sobre la historia verdadera como un sepulcro, además de recordarnos el «Triunfo de la Santa Cruz» con que se conmemora la batalla de Las Navas. La otra entidad llámase la Molinera; porque la literatura, cuando no tiene ideales, muele a más moler por sacar harina, escribiendo a salga lo que saliere; lo cual ratifica el ser su padre de Antequera, a cuyo sol se encomiendan los imprevisores. Ambas literaturas ayudaron a Cervantes a dar a luz su obra, aunque estaban prostituidas,   —70→   y él las aceptó necesariamente tal como eran, con intención de levantarlas a mejor estado. Aun tomando de la una la espada y de la otra la espuela; aun viéndose obligado a vestir de locos a los héroes y de zafios a los pueblos, Cervantes realizó una maravillosa empresa, escribió una obra inmortal, y ennobleció a la literatura dándole parte de la honra que él había alcanzado, verdadero DON de la virtud y del ingenio.

De esta manera fue Don Quijote armado caballero; el libro estuvo en la forma necesaria para ser autorizado, y Cervantes en disposición de proseguir su dolorosísima tarea; y así en este capítulo tercero logró decir a los poderes de su siglo cosas tan extrañas que no era posible acertar a referirlas; pero que puede ya ver en la interpretación con toda claridad el amo de la venta. El que entonces oprimía al ingenio tomó al héroe por loco, y le dejó ir sin pagar la posta, que de otro modo para Cervantes habría sido cara.



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ArribaAbajoCapítulo IV

De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta


Ahora comienza propiamente la acción del libro. Cervantes sale de su tiempo con el alba, henchido de alegría, porque ha probado sus armas y ve la posibilidad del combate. No dice que el gozo le retozaba por el cuerpo, sino que le reventaba por las cinchas del caballo, en lo cual puede verse una vez más que el hombre y la cabalgadura forman aquí una especie de centauro simbólico.

Este poema adolecería de fantástico sin la realidad que aporta Sancho Panza; si no contrapesara el vulgo los idealismos de Don Quijote. Hasta aquí Cervantes ha planteado su obra y descrito su época: para esto bastaba poner en acción al héroe que simboliza la inteligencia; mas al comenzar la lucha, hace falta el pueblo. Entendemos por pueblo el conjunto humano, haciendo dos grandes excepciones: los sacerdocios y la realeza, con todo lo que les es consustancial; mejor dicho, con la excepción única de los tiranos y sus secuaces. Después de estos (antes en riguroso orden de justicia) está la infinita y varia muchedumbre que los   —72→   déspotas llamaron plebe: el pueblo, origen de todo poder, conjunto anterior a los sacerdocios, monarquías e imperios, que vivirá cuando esas instituciones caigan arruinadas para siempre en el sepulcro de la historia.

Desde que comienza a brillar la civilización en el mundo, el pueblo es principalmente trabajador: construye sus casas, teje sus vestidos y procúrase el necesario sustento; mas pronto la ambición con sus rapiñas introduce el desconcierto en la colmena y se apodera de sus dulces panales. Todo árbol útil tiene su dueño, y todo pueblo trabajador tiene su tirano: a la libertad del patriarcado sucede la esclavitud, y entonces enciende sus teas la discordia y alza sus lanzas la guerra: entonces la victoria es del más fuerte, quien reina por su empuje. Las artes se inclinan humildes; la ciencia se esconde atemorizada; el oro de la industria se funde en los crisoles regios; las vías sociales, que antes se abrían al tráfico, están interrumpidas por las guardas de la majestad; en todos los barcos ondean insignias del rey, se le aplaude y deifica; las doncellas se prostituyen por él, y hasta los dioses descienden del Olimpo para ceñirle el laurel sagrado y ungir su cabeza. Entonces, como el pueblo trabajador está absorbido por la prepotencia cesárea, y a punto de ser anonadado, surge el pueblo guerrero, que sube al solio, arroja de él a la majestad, rompe los antiguos moldes, y abrazándose con el pueblo trabajador, restablece el derecho y salva a la libertad. Así sucumbió la Roma de los Césares y nació el pueblo cristiano. Así también estalló   —73→   la Revolución Francesa, donde principia la mayor edad del mundo. Ahora bien: del pueblo, tal como lo hemos definido, Sancho es la base, y Don Quijote la cumbre. Don Quijote tiene la inteligencia y Sancho la fuerza; aporta uno al acervo común, el sustento material, y otro las ideas que sustentan al alma. Sancho representa la mayoría ruda, trabajadora, honrada, pero obscura, y Don Quijote la minoría heroica y resplandeciente. Adviértase que con tan diversas cualidades y aptitudes y con tan varios oficios, estos dos personajes encarnan una misma idea, forman un símbolo, como el alma y el cuerpo, tan distintos entre sí, componen un mismo ser. Hemos dicho que Sancho es la base y Don Quijote la cúspide; pues bien: los dos juntos constituyen el monumento.

Descendamos ahora de la síntesis a los pormenores. Conforme el pueblo tiene esas dos diferentes significaciones, que se harmonizan, Don Quijote y Sancho pueden subdividirse en otras formas del pueblo. ¿Qué es Don Quijote? El heroísmo. ¿Qué es su escudero? El trabajo. Pero el heroísmo presenta varios caracteres y el trabajo tiene múltiples manifestaciones. Unos han conquistado un lugar entre los héroes con la palabra o la pluma, otros con la espada, otros, osando alzar la cabeza sobre el nivel de los reyes, otros subiendo al cadalso que surge de la noche, otros, mirando por la lente que se abre a lo infinito... Don Quijote es el tronco de todas estas ramas. Lo mismo podemos decir de Sancho: la mayoría, a quien éste   —74→   representa, se subdivide en labradora, industrial, comerciante, artista y aun guerrera. Antes de presentar este complemento de Don Quijote, y habiéndonos mostrado ya las dificultades de su empresa y el modo de superarla, torna Cervantes al punto de partida, internándose en el ancho campo de la historia, para manifestarnos el estado anterior del pueblo y la prepotencia de sus tiranos. Sancho Panza es el pueblo coetáneo de Cervantes, influido por él en la epopeya; natural y oportuno parece que antes de ponerle en acción nos dé noticia de cómo le halla en la historia.

No tiene que alejarse mucho de su tiempo; bástale remontarse al siglo XV, que es el bosque donde llora el joven Andrés, atormentado por su verdugo. El pueblo tiene quince años en esta alegoría, porque se trata del siglo XV; llámase Andrés (de andros, hombre), y está atado a la encina real sufriendo las demasías de su amo y señor. Cervantes encarece lo duro del castigo diciendo que azotaba aquellas carnes delicadas con una pretina (digno instrumento de opresores), y le da carácter de martirio con el nombre de Andrés, que recuerda al aspado mártir; además pone al adolescente como a San Sebastián, desnudo de medio cuerpo arriba y atado a un tronco, y en trance de ser desollado vivo, como San Bartolomé. El tirano le manda ver y callar: «la lengua queda y los ojos listos», le dice; mandato condensado por el pueblo en esta otra forma: «Al rey y a la Inquisición, chitón».

Este amo cruelísimo que se ensaña con un delicado   —75→   infante, atándole, como si sola su fuerza no bastara para tenerle rendido a los golpes; que lleva su crueldad al refinamiento de herir las carnes desnudas, y se burla sarcásticamente de tan tierna víctima, parécele a Don Quijote unas veces villano y otras caballero, pues villano ruin es por sus infames hechos quien desde la alteza del solio atormenta a los hombres, aunque la ignorancia le dé tratamiento de majestad y le ciña una corona. Llámase Juan Haldudo el rico, y es vecino del Quintanar: donde él vive reinan las enfermedades y la muerte17. Representa a todos los fatídicos sacerdotes de la tiranía, por lo común cubiertos de ropas talares, como reyes, jueces, purpurados e inquisidores. «Haldudos puede haber caballeros, cuanto más que cada uno es hijo de sus obras»; pero en conjunto, esos fantasmas que llevan el vestido de la tradición sobre su cuerpo y la negra idea de lo pasado en la mente, son los mantenedores del error, los que detienen al hombre en su marcha, los que le aprisionan, sangran, martirizan y usurpan el fruto de su trabajo.

El Haldudo de la fábula es soberbio con quien está a su merced; mas tórnase humilde cuando se ve frente al héroe armado. Lo mismo hacen los reyes al sentir bajo sus pies el volcán de las revoluciones: prometen respetar los derechos del pueblo, sin perjuicio de redoblar los golpes cuando vuelve la calma. A esto se   —76→   llama reacción en nuestros días, pero es un hecho tan antiguo como la historia. Don Quijote, después de suspender el castigo imponiéndose por la fuerza, sale por los fueros de la justicia distributiva examinando el derecho de las partes. Alega el pueblo que su amo le debe la soldada, y Juan Haldudo opone el gasto de zapatos y sangrías. «Bien está eso, replicó Don Quijote; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagasteis, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que por esta parte no os debe nada.» Don Quijote condena a Juan Haldudo a pagar su deuda precisamente en reales, como que es el rey, e impórtale poco que los dé con alegría, esto es, sahumados; bástale ver satisfecha la justicia. El déspota quiere demorar la paga hasta el apaciguamiento de los ánimos; mas el pueblo no fía de las promesas de quien le azota y exprime; antes bien teme los rigores de su venganza. Y así sucede; el héroe se marcha confiado, y el déspota perjuro torna a esclavizar al pueblo, haciéndole mayores sangrías en su cuerpo y en su hacienda. «Llamad, señor Andrés, ahora, -decía el labrador- al desfacedor de agravios, veréis como no desface aqueste, aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.» Vean en este apólogo los revolucionarios inocentes que fían la patria y la libertad a un juramento   —77→   vano de sus opresores, el triste papel que representan en la historia. A este sarcasmo responde bien aquella célebre frase que incendió las almas en 1789: «Decid a vuestro amo que estamos aquí por la fuerza del derecho, y que no saldremos sino por la fuerza de las armas».

El pueblo queda en libertad cuando no puede valerse, ni sabe dónde está su defensor; pero aleccionado ya, espera la hora del desquite y emplaza al tirano diciendo que le ha de pagar con exceso sus demasías.

Con esta aventura, satisfactoriamente acabada en el libro, deshizo Saavedra el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón, dando así «felicísimo y alto principio» a sus hazañas, pues movió su pluma contra los tiranos del cuerpo. Y se felicita y felicita a la patria.

Seguidamente combate a los opresores de la conciencia, Blande su lanza contra estos enemigos con deliberado intento, aunque por imitar a los libros de caballería, presente la elección como aventura. Trece son los que encuentra en su camino, número del apostolado (incluyendo a Jesús y a Judas).18 No son estos los apóstoles y el maestro de la leyenda cristiana, sino sus indignos sucesores, fustigados anteriormente; los que viven del fausto y truecan la caridad en avaricia;   —78→   los mercaderes del templo; los príncipes de la Iglesia (pues de príncipes se califican ellos mismos al replicar a Don Quijote). De Toledo proceden, como el remendón ya citado, y van en busca de seda. Este símil es sumamente propio y tiene profundidad de pensamiento: la seda es materia de lujo; con ella se hacen las vestiduras que los próceres del catolicismo ostentan, y esta materia riquísima se debe a la primorosa labor de los gusanos; he aquí los fieles, que sacan de su propia substancia la seda con que los purpurados se recubren. Cuando el gusano, transformándose en mariposa, deja su capel a la vanidad de los hombres, queda libre; y así los fieles recobran su libertad detentada por la Iglesia cuando a ésta da su cuerpo muerto la mariposa del alma. La falsa religión comercia con el hombre hasta el sepulcro. A tal punto han venido los apóstoles de la redención. Sólo uno conserva íntegro su carácter, y es Judas, que apalea al caballero cuando yace inerme en tierra.

Ya se ve cómo en este capítulo comienza la acción. En los anteriores hácese la traza de Monarquía y Catolicismo; aquí se pelea contra ellos.

Para demostrar la sinrazón de la Iglesia Católica, Saavedra cambia al agente en paciente, a ver si opina lo mismo en ambas situaciones. Don Quijote mantiene el absurdo de los sacerdocios: «...todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso...».   —79→   Los que predican la fe ciega no quieren confesar la hermosura de Dulcinea del Toboso sin haberla visto. «Si os la mostrara -replicó Don Quijote- ¡qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria! La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente, descomunal y soberbia...». ¿Qué otra proposición, sino la del caballero, nos impone la Iglesia Romana cuando hace confesar a los hombres el dogma, que sin verlo lo hemos de creer, confesar, afirmar, jurar y defender? A quien pide la demostración, le responde que el mérito está en creer lo que no se ve; y al que no confiesa tamaño absurdo, le reta y fuerza con todos sus hombres y armas, como es costumbre y mala usanza del fanatismo intransigente. Don Quijote defiende la razón, pues va contra el absurdo; así es que su empeño ni aun como ardid literario falsea el carácter del héroe. Sus contradictores le suplican que muestre un retrato de Dulcinea, aunque sea tamaño como un grano de trigo19, que por el hilo se sacará el ovillo; por el grano de trigo vendrán en conocimiento de la tierra que lo produce; por la substancia conocerán la patria. Pero suponen que el ideal de Don Quijote es diabólico, pues le pintan manando bermellón y piedra azufre, que, según la mitología católica, son drogas de la química del diablo. «No le mana, canalla infame -respondió   —80→   Don Quijote, encendido en cólera -no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un uso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad, como es la de mi señora.» Aquí el ataque hubiera sido literariamente más claro; pero no se lo permitía al autor su triste condición de súbdito, que le hubiese hecho caer vencido al primer intento donde sus propias ideas, con el peso de las antiguas, le habrían tenido eternamente. El heroísmo cayó mil veces en la historia por culpa de su caballo. Triste es ser desmentido como Galileo, o, como Giordano Bruno, quemado en la hoguera por la gente cobarde y cautiva que apaleaba a Don Quijote; pero la razón en estos casos no está con los triunfadores, sino al lado de los vencidos, en la picota o entre las llamas. Por esto Cervantes, aun derrotado, se tenía por dichoso, pareciéndole que aquella era desgracia propia de caballeros. Ciertamente, el que no pelea como Padilla por la sublime libertad, no se expone a morir en un cadalso.



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ArribaAbajoCapítulo V

Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero


No pudiendo Cervantes atacar descubiertamente a los enemigos del hombre, acógese a su ordinario remedio, que consiste en disfrazar las ideas con el antifaz de los libros de caballerías. Y deja traslucir que le obligan a ello las supersticiones religiosas, tan extendidas entre moros y cristianos; diciendo que viene de molde al paso en que se halla una historia «sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma». Al verse imposibilitado para desterrar esta ignorancia (pues no podía menearse), se acongoja, dando muestras de grande sentimiento, y clama a la patria, al ideal que le alienta presidiendo sus combates:


«¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal»

Como respondiendo a estas quejas, aparece el pueblo vasallo, que se ocupa en llevar trigo al molino.   —82→   Si en Andrés se nos muestra la opresión del pueblo, en Pedro Alonso vemos su consecuencia natural, que es la ignorancia. Este Pedro Alonso, siervo de reyes y pontífices (pues tal intención hay en la progenie de Pedros y Alonsos), no comprende el Quijote, no ve más que una de las dos caras de este nuevo Jano, la externa o literaria; y aunque le hojea y examina, quitándole peto y espaldar, no ve sangre ni señal alguna de la vida interna. Entonces le acomoda en su asno, le iguala a sí mismo, llevándole a su pueblo y poniéndole en su casa. De esta manera el vulgo obliga a Cervantes a seguir la corriente de las ideas de su siglo.

Mucho debió de meditar este hombre insigne acerca de la Reconquista, de aquellos ochocientos años de guerra mantenida por las religiones, donde tantos laureles alcanzaron las armas en mengua de la fraternidad. En esta empresa, como en otras muchas, el fanatismo religioso truncó nuestro destino, impidió, la alianza y fusión de pueblos semejantes, encendió y perpetuó los odios devastadores en el campo donde hubieran florecido las artes, la industria y el comercio. De esto no tuvieron culpa los hombres, sino sus tiranos. Cervantes vio con la clarividencia del genio cuál era la causa de que ambas razas vivieran en lucha perenne, y advirtióselo al pueblo en la forma posible, en lo secreto de su epopeya. Por esto junta al comenzar el capítulo las supersticiones de moros y cristianos, y alude a la cautividad de unos y otros, identificando a Don Quijote con Abindarráez. Su redención comprende   —83→   a todos los hombres sin distinción de razas y creencias; va contra los ídolos, no contra los pueblos: Jarifa y Dulcinea son una misma entidad, el infortunio de africanos y españoles un mismo infortunio a la consideración del heroico Cervantes. En vano dice esto a Pedro Alonso para emanciparle de la tutela religiosa, para levantar su alma degenerada al lugar que le corresponde: el pueblo ignorante, olvidado de su propia nobleza, niega también la de su caudillo. «Yo sé quién soy (responde Don Quijote) y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.» Réplica grandiosa que, formando contraste con los mezquinos alientos de quien la motiva, denuncia el empuje incomparable de lo ideal y la fe del magnánimo Saavedra.

A la derrota material sucede en esta alegoría la condenación. El sacerdocio, la sociedad, y hasta la familia, fulminan sus anatemas contra el caudillo de las libertades humanas, y esto aun después de vencido, conducta muy propia de la intransigencia que niega tierra al cadáver del infortunado suicida. El sacerdocio está aquí representado por Pero Pérez, esto es, Pedro hijo de Pedro, Roma cristiana hija de Roma Pagana. Como se introduce el licenciado en casa de Don Quijote, se introduce el clérigo en la sociedad, disponiendo de la hacienda y la vida ajenas, gobernando las almas a su antojo y forzando al talento. Las obras donde se   —84→   inspiran los Quijotes; las más sublimes; las que despiertan a la humanidad y sacuden su cansancio; las que nos dan brío y alientos para conquistar la verdadera gloria, están condenadas por la Iglesia... «Malditos libros», «desalmados libros de desventuras», «encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros», «descomulgados libros, que bien merecen ser abrasados como si fuesen herejes...». Estas imprecaciones del ama y la sobrina muestran de que pie cojeaba Don Quijote: denotan claramente que sus ideas son contrarias al catolicismo, y que este poema merece formar en la lista donde están todos los rebeldes al dogma. Aún añade el cura: «Esto digo yo también, y a fe que no se pase el día de mañana sin que dellos se haga auto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho».

Así hubiera condenado su siglo a Cervantes, el más delicado entendimiento de toda la Mancha, a quien echaban a perder sus ideas heroicas, según el ama y la sobrina. Este último personaje, que, según hemos indicado, es una representación de la familia, se lamenta de no haber denunciado a su deudo anteriormente. Dice que algunas veces el héroe peleaba con cuatro gigantes como cuatro torres y se bebía después un jarro de agua fría, quedándose sano y sosegado. Ya se ve que este corresponde a las luchas morales. Literalmente, el jarro de agua fría después de la agitación hubiérale sido muy perjudicial; pero la   —85→   calma es buena después del entusiasmo. Además, el agua, según Don Quijote, era una preciosísima bebida que le llevaba el sabio Esquife: suave corriente de ideas tranquilas, que refresca el entendimiento enardecido por los combates. Al dar por terminada esta salida primera, torna a sus lares el autor para que la sabiduría (la sabia Urganda20) le comunique nuevos ardides y le restituya las fuerzas. Convencido de que el sacerdocio no ha de ver las heridas que hay en el cuerpo del Quijote, trata de procurarse el sustento, y se entrega al descanso, sin responder a las preguntas inquisitivas de los examinadores, porque sus enemigos eran «los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra».



  —87→  

ArribaAbajoCapítulo VI

Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo


En este capítulo aparece la censura inquisitorial. Mientras duerme el heroísmo, tiende la Iglesia despótica su guadaña y siega la rica mies del entendimiento humano, sembrada por todas las generaciones del mundo. Y aun esta figura es suave, porque la acción de segar no supone exterminio, y el sacerdocio arroja al fuego consumidor los frutos y avienta las cenizas. «Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden de ellas las cenizas», dice el cura. Este sentimiento devastador, semejante al de los bárbaros que destruyeron la Biblioteca Alejandrina, humea en el Index y en el Syllabus. La Inquisición quemó libros y personas, sin tomarse en ocasiones el trabajo de formar proceso. Así, el cura (en el capítulo precedente) condena al fuego los libros de Don Quijote, sin haberlos visto.

Esta representación del sacerdocio tiene en el capítulo que estudiamos dos aspectos: uno propio de su clase, y otro que corresponde a Saavedra, quien   —88→   por mediación del cura juzga las obras examinadas. El trazado interior de este capítulo, no sigue la línea recta: quiere decirse que los libros enumerados no tienen segunda significación. Imposible hubiera sido hallar una tan larga lista de obras que se prestaran al simbolismo, y más pronunciar dos contrapuestos fallos con unas mismas palabras. Ni había necesidad de tan grande artificio; bastaba con poner al sacerdocio en la situación que ha tenido históricamente, dándole el carácter de las instituciones que representa. Tras este personaje furibundo se ve al ilustrado y discreto autor del Viaje al Parnaso, sobre todo cuando examina las obras puramente literarias. Cosa admirable es pintar un carácter en quien se juntan la parcialidad y la imparcialidad, la exquisita delicadeza del literato y la dañada intención del Santo Oficio.

No sólo el sacerdocio va contra las ideas heroicas, sino el poder real (barbero del pueblo y compadre del cura) y la sociedad y la familia; todos juntan sus maldiciones y se alborotan tratando de destruir los gérmenes de libertad, unos por conveniencia, y otros por fanatismo. En el ama vemos a la supersticiosa sociedad del siglo XVII, que acude llena de espanto con el hisopo y el agua bendita para ahuyentar a los malos espíritus; de cuya simplicidad se ríe el sacerdocio engañador. Y este personaje condensa la ferocidad del Santo oficio en las siguientes palabras dignas del tétrico Felipe II: «...a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra y al pastor Darinel y a sus églogas, y a las   —89→   endiabladas y revueltas razones de su autor; quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante». Todos son de este parecer inhumano, lo cual expresa Cervantes con una monotonía igual a la que resulta de la emisión de votos en un juicio: «De ese parecer soy yo, dijo el barbero; y aun yo, añadió la sobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan y al corral con ellos». El cura, no obstante, es quien preside, quien manda, el señor absoluto y la figura de más relieve. Su injusticia, como ya se ha dicho, le lleva a condenar obras cuyos títulos aún desconoce. Es tan parcial que perdona a ciertos libros por ser amigos suyos quienes los escribieron; juzga autorizado otro porque lo compuso un rey de Portugal, y a otro dispensa del fuego por haber en él tejido su tela el poeta cristiano. Como pudiera hacerlo la Inquisición misma, condena a la hoguera y a destierro, al infierno y al purgatorio, y confisca o retiene: «Pues ese, replicó el cura, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les dé término ultramarino; y como se enmendaren, así se usara con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto tenedlos vos, compadre en vuestra casa; mas no los dejéis leer a ninguno». Antes había ya mandado que otros se depositaran en un pozo seco, que recuerda el in pace donde los clérigos dejaban podrir a sus víctimas. Análoga   —90→   suerte reservan a La Galatea de Miguel Cervantes, pues la recluyen en la posada del barbero hasta que cumpla lo que propone. Estas circunstancias, más se refieren al Quijote que a la Galatea, porque el primero de estos libros, según vamos demostrando, «tiene algo de buena invención, propone algo, y no concluye nada», y ha estado recluso en poder de los déspotas esperando la misericordia que se le negó en su tiempo.

Al hablar de algunos libros parece que el autor les da alma y vida como si fueran personas; así dice: «...el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba»; cuya acción retrata muy al vivo a los mártires de la intolerancia sacerdotal que iban impávidos a la hoguera.

Cervantes alude cuanto puede a los libros religiosos, principalmente a la Biblia. Ya, al comenzar el escrutinio, dice el cura: «parece cosa de misterio ésta»; «y a renglón seguido háblase de los cuatro libros de Amadís de Gaula, que bien pudieran ser los cuatro Evangelios. Esta presunción, fundada en el número, refuérzase con los siguientes datos:...»; «este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen deste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar al fuego». Sin duda se trata aquí de la Biblia traducida y la secta protestante, tan mal miradas por la Iglesia. Luego se vuelve a tocar este punto con más claridad,   —91→   hablando del libro de Ariosto (el cristiano poeta); «al cual, si aquí le hallo (dice el cura), y veo que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza». Tan celoso se muestra en conservar el misterio de este libro, que dice a su compadre: «Ni aun fuera bien que vos le entendiérades»21. No quiere que el rey toque el santuario. Siempre la Iglesia ha tratado de tener la autoridad moral exclusivamente, sin compartirla con reyes ni pueblos, y ha cerrado a todo el mundo la puerta de sus ideas, de sus libros, de sus tradiciones y sus dogmas; y hay que convenir en que el cura no temía infundadamente las investigaciones, porque la traducción de la Biblia robó a la Iglesia muchas almas. El libro a que el Cura se refiere (versión o traducción de la Sagrada Escritura, según nosotros), está inspirado en el Espejo de caballerías (nombre que da preeminencia), donde anda Reinaldos de Montalbán, o el Redentor, con sus amigos y compañeros los farisaicos corruptores de su doctrina. Nómbralos además Cervantes en otra forma, diciendo que allí están los Doce Pares con el arzobispo Turpín (el verdadero historiador le llama irónicamente): esto es, los doce apóstoles con el torpe sacerdocio; la verdad evangélica trastornada por los historiadores religiosos;   —92→   el cristianismo falseado por los sucesores de Pedro. Además, en el siguiente capítulo confunde Don Quijote al cura con el arzobispo Turpín.

También condena el licenciado otros libros donde están cifradas las sectas, como el antedicho de Esplandián, a quien no le vale la bondad del padre, y el Caballero de la Cruz, porque al decir del cura, tras la cruz está el Diablo; pero ensalza otro cuyos personajes hacen la vida sedentaria de los hombres sin ideal.

En fin, en este capítulo, mostrándose Cervantes discreto censor, aparece el sacerdocio como juez arbitrario y sañudo, cuyos mandatos ejecutan sumisos el ama, la sobrina y el barbero, cuando no gozosos; lo cual tiene cuidado el autor de puntualizar varias veces. Se ve aquí a la Inquisición enemiga del pensamiento, empeñada en comprimirlo y destrozarlo: a la soberbia Iglesia docente, que toma la dirección de las almas, y en vez de apoyarse en el libro y la verdad, se apoya en la mentira y el verdugo. No perdona a nadie, propio o extraño, que la desvíe del camino de sus ambiciones: y castiga con el mismo furor a los contradictores que no reconocen su autoridad y a sus propios hijos a quienes asalta la duda: a los fieles por falta de celo, a los conversos por sospechosos, a los contrarios por enemigos. No tolera a las sectas cristianas, aunque tienen nombre tan santo; y de esta suerte, evitándose el trabajo de precaver, se amputa a sí misma, aun cuando con tan bárbaro sistema puede llegar día en que ella quede también descabezada. Su historia es   —93→   la historia de la intransigencia, una continuada operación quirúrgica. Pero, a despecho de Roma, la libertad ha triunfado, pues no todos sus defensores han muerto a manos de la Iglesia, ni todas sus obras ha consumido el fuego. La inmortal de Cervantes ha salvado los siglos siendo leída y examinada por generaciones de clérigos, sin que éstos adivinaran que era caso de cirugía; y es que el ingenio y la libertad pueden más que todos los opresores y salen victoriosos aun al través de los cadalsos.



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ArribaAbajoCapítulo VII

De la Segunda Salida de nuestro buen caballero Don Quijote de la Mancha


Ya hemos visto cómo el heroísmo sale de su pasividad en la historia, lucha contra las dos formas supremas de la tiranía, y sale derrotado. Estos pasajes son un trasunto de la vida real, una condensación histórica que hace Cervantes para darnos a conocer el campo y los combatientes de esta epopeya, o lo que es igual, el carácter de su siglo, el estado del pueblo y la condición y fuerzas de los opresores.

La Inquisición triunfa momentáneamente de la idea abstracta, las jerarquías sociales se imponen a la nobleza del espíritu, el sacerdocio avienta la ilustración del mundo convertida en cenizas por las hogueras inquisitoriales... Y en esto despierta el héroe gritando: «¡Aquí, aquí, valerosos caballeros! ¡aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos: QUE LOS CORTESANOS LLEVAN LO MEJOR DEL TORNEO!». Lo ingenioso de esta fábula trae consigo muchos primores de pensamiento; uno es que, cuando el cura hace enmudecer a las ideas heroicas, quemando los libros, renacen vigorosísimas en la protesta de Don Quijote,   —96→   que es su personificación. El sacerdocio acude a este nuevo peligro, y en su apresuramiento daña a la realeza, dejando que vayan al fuego La Carolea y León de España con los hechos del emperador; libros que «si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia». Pero, como consigna Cervantes, el escudriñador era perezoso, y también torpe, pues le confunde con el arzobispo Turpín.

El héroe entre tanto esgrime su espada, «estando tan despierto como si nunca hubiera dormido»; mas el sacerdocio y sus iguales le vuelven a su actitud anterior abrazándole y por fuerza: conducta ambigua de los tiranos, tan pronto medrosos, como soberbios. Admírase Don Quijote de verse vencido, cuando creía haber ganado el prez en los tres días antecedentes; y el cura trata de aquietarle prometiéndole la bienandanza, acaso en su cielo ilusorio. Pero Don Quijote no está herido, sino molido y quebrantado por el alevoso «opuesto de sus valentías»: «y no necesita la conmiseración falaz del mismo que le maltrata: porque él es los doce pares o el apostolado, y será el Cristo resplandeciente en su Thabor. Esta inspiración de su fe reanima a Saavedra en el Calvario, y le impulsa a preparar su segunda salida. Por el momento sólo quiere sustentarse y descansar: esto pide a su siglo, y a los futuros la victoria. Mientras duerme, sus enemigos, perdiendo toda moderación desatan sus instintos devastadores destruyendo los libros sin examen, a carga cerrada; «y tales debieron de arder QUE MERECÍAN GUARDARSE EN PERPETUOS   —97→   ARCHIVOS». Allí, como en las matanzas que tan famosa han hecho a la Iglesia «pagan justos por pecadores». Y aún esto no les basta: es preciso que desaparezca también el santuario del talento: arrasarlo todo y sembrarlo de sal.

Al despertar Don Quijote no halla sus libros y aposento, ni rastro siquiera: todo ha desaparecido mágicamente, como hacía desaparecer la Inquisición cuanto le estorbaba. El fautor, en esta epopeya y en la realidad histórica, es el cura; el mismo diablo, como declara Saavedra por boca del ama, o un encantador que cabalga sobre una sierpe, según la sobrina: en suma, el genio del mal, Fritón, o el Santo Oficio. Ataca al heroico mantenedor de la verdad y la justicia porque sabe que éste ha de vencer al error vinculado en la Iglesia: «Así es, dijo Don Quijote; que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe, por sus artes y letras, que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda estorbar; y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado». Con esto queda dicho quiénes son los malos encantadores, y vaticinada categóricamente la ruina total de la Iglesia Católica, ese Fritón, mal viejo, enemigo de los grandes ideales, que hace el daño y escapa, dejándolo todo lleno de humo y tinieblas.

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También la familia trata de calmar los ímpetus del héroe, incitándole con los atractivos de la vida sedentaria, y representándole los peligros de su empresa. Pero, este lenguaje capcioso no seduce a Don Quijote, como tampoco el del cura le había seducido; y responde: «¡Oh sobrina mía!... ¡y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello».

El sacerdocio, perseverando en su táctica, «algunas veces le contradecía, y otras concedía, porque si no guardaba este artificio no había poder averiguarse con él». Este es el lazo que eternamente ha tenido la Iglesia a la humanidad, llevándola de los halagos al terror, de la paz a la guerra y de Dios a Satanás. Mas en vano: el heroísmo, apoyándose en el pueblo, torna con ánimo resuelto a la palestra.

El pueblo está representado aquí en un hombre de bien, «si es que este título se puede dar al que es pobre», como Cervantes dice con acerbidad revolucionaria; y tiene muy poca sal en la mollera, lo cual no significa poca gracia, pues harta derrama en sus discursos, sino poca sazón del entendimiento. La misma especie contienen estas palabras: «En lo del asno reparó un poco Don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero, caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria». Duda si será un obstáculo para la redención la ignorancia del pueblo; mas estas vacilaciones no son propias   —99→   del ánimo de Saavedra: precisamente une a Sancho y a Don Quijote para sacar al pueblo de su condición de asno, poniéndole a la altura de su caudillo: «... determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase». Tan es así, que el héroe promete a Sancho darle posesión del Gobierno público, a cuyo fin van encaminados todos los combates de esta epopeya. Puestos de acuerdo Sancho y Don Quijote, abandonan sus intereses, su familia y su hogar; y sin despedirse de nadie, sin que persona los viese, salen una noche del lugar de la Mancha, emancípanse de su tiempo sombrío, yendo en pos de la brillante idea. Marchan, no obstante, por el camino de la amargura, o Campo de Montiel; pero ya Don Quijote camina con menos pesadumbre que la vez pasada22, porque el heroísmo se apoya en el pueblo. De este modo se verifica el pacto de la fuerza y la inteligencia en la historia.

Hermosa es esta alegoría, despojada de las circunstancias con que el autor trastorna premeditadamente su discurso. En medio de una dilatada llanura, y bajo el sol esplendoroso de julio, a la hora del alba, donde las multitudes no turban la solemnidad de la naturaleza,   —100→   marchan respirando el aire puro de la libertad, las dos grandes figuras ontológicas, que representan al hombre; el espíritu y el cuerpo; la idea que se abre a lo infinito, aspirando sus efluvios para traerlos a nuestra vida y la materia robusta donde se moldea el pensamiento en formas imperecederas. Don Quijote flota en el océano de lo ideal, y Sancho en el mar de las pasiones; uno es la inspiración, y otro la acción; el héroe marcha en pos de la justicia, y el pueblo en pos del gobierno. A este propósito dice el autor, que Sancho iba «como un patriarca», lo cual nos recuerda los tiempos en que el pueblo se gobernaba a sí mismo.

Sancho se siente capaz de mantenerse en las alturas donde tantos monarcas han vacilado; pues, como él dice, sabrá gobernar la ínsula «por grande que sea», y Don Quijote, después de censurar la ingratitud de los reyes para con sus vasallos más heroicos (ejemplos Fernando el Católico y el Gran Capitán), le confirma sus promesas, y las agranda diciendo que tal vez pueda darle más que le promete: «si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos». Aquí se ensanchan las aspiraciones del héroe: no es un reino, son muchos reinos los que ambiciona; quiere conquistar toda la tierra y dar al pueblo español una corona iluminada por la luz del ideal. El pueblo, ya ilustrado por su caudillo, ve la inferioridad de los que antes eran sus iguales, y siente el mismo escrúpulo   —101→   que asaltó a Don Quijote respecto de la ignorancia del pueblo: Teresa Cascajo ¿puede llegar a ser reina y sus hijos infantes? La mujer, hundida como los topos en el hoyo de la servidumbre, ¿puede salir al aire y la luz de las ideas, y esta maravillosa transformación perpetuarse con las generaciones? «Pues ¿quién lo duda? respondió Don Quijote...». «Encomiéndalo tú a Dios, Sancho... que Él te dará lo que más te convenga; pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado Quiere decir, que puesto el pensamiento en Dios, y mirando a lo porvenir, el pueblo escalará la cumbre.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos, con otros sucesos dignos de felice recordación


Los molinos de viento son todos los errores personificados; son los hombres sin ideal que, moviendo las aspas por sacar harina a impulsos de quien favorece su negocio, sirven con la pasividad de su inteligencia a los tiranos; son los gigantes de Doña Molinera, la entidad censurada en el capítulo segundo. Por esto se escribe allí: «Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino, fue la del puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento». Literalmente ninguna fue la primera, y por esta, al parecer, distracción, han tildado los críticos al autor del Quijote. Pero en el fondo de la alegoría ya es otra cosa, porque en el presente capítulo se desarrolla lo que en el segundo quedó planteado, y ambas aventuras, la del Puerto Lápice y la de los molinos de viento se relacionan con la de Doña Tolosa y Doña Molinera.

La misma diferencia de apreciación que se nota entre Don Quijote y Sancho Panza, hay entre Cervantes   —104→   y los lectores: al uno le parecen gigantes los que mueven sus brazos de dos leguas, y al otro molinos de viento; «y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza». Aquí, pues, acomete Cervantes a los errores en conjunto, considerando que «es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra»: aquí combate a todos los vientos del mal, sin cuidarse de la flaqueza de su condición, de sus endebles armas, de las advertencias que le hace el sentido común pronosticándole la derrota. Y en efecto, la inconsciencia humana, influida por los déspotas, vence a quien siente en el alma los hervores de la inspiración transformadora del mundo; y véncele más en el libro que en la historia; porque no pudiendo nunca exponer claramente las ideas, siempre queda derrotado en sus anhelos redentores. De esto tenía la culpa el Santo Oficio, Frestón o Fritón, que cambiaba los gigantes en molinos de viento por quitarle la gloria del triunfo: es decir, le obligaba a disfrazar las figuras, y además transformaba en molinos a los hombres, que sin el despotismo religioso pudieran ser gigantes. Pero «las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza». Con esto parece consolarse el esperanzado autor, quien se afirma en su fe todavía diciendo: «mas al cabo, al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. Dios lo haga como puede, respondió Sancho...».

No todo lo fía el autor a la Providencia, como los religiosos contemplativos: habiendo perdido en la refriega   —105→   parte de su lanza, resuelve completarla con el ramo de una encina, a imitación del héroe español Vargas Machuca. Notorio es que la encina simboliza la fuerza, y claramente se ve también esta significación en el sobrenombre de Machuca: ambas circunstancias denotan la energía de Cervantes, en quien se juntaba la fe inextinguible con la eficacia del trabajo. Quería machucar a los enemigos del hombre; era un titán homérico; aunque Sancho le dijera en el momento de mostrar tan grandes propósitos: «Pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimento de la caída». Esta era la consecuencia de su heroísmo sin par. Y no podía quejarse aunque se le salieran las tripas por la herida: tenía que ahogar en el fondo del alma los suspiros y los sollozos y mostrarse exteriormente satisfecho, y hasta jovial, en presencia de los tiranos de su patria. La ironía de Sancho no tiende a poner en ridículo a Don Quijote, sino a recordarnos cuán animoso era, pues a tanto se atrevía en el instante mismo de no poderse tener en su despaldada cabalgadura. Pronto se verá si los grandes alientos del caudillo eran simple jactancia, o conocimiento de su valor.

¡Qué bien pintados están los dos caracteres! ¡Cuán claramente se ve al pueblo en ese campesino que camina sin pena ni gloria, montado en su rucio, comiendo y bebiendo, y jurando que cumplirá el mandamiento, que su amo le hace, de no pelear, tan bien como el día del domingo! ¡Cuán maravillosa es la realidad de   —106→   ese pensador alto, flaco, que va en un caballo ruin delante del pueblo, sin acordarse de comer aunque le hace mucha falta, abismándose en lo pasado y soñando con lo porvenir, dolorido y sin quejarse, derrotado y sin acobardarse, falto de toda ayuda enfrente de tantos enemigos, y aun así encargando al pueblo que no saque por él la espada y le deje hacer por sí mismo lo más difícil y arriesgado, acometer las empresas más altas y trascendentes! No descansa, no duerme, no le inquietan sus propias necesidades; susténtase de sabrosas memorias y gratísimas esperanzas, mientras el hombre vulgar rinde al goce material de lo presente sus sentidos y potencias. En oposición a esta delicada figura, aparecen los frailes, caballeros sobre mulas como dromedarios. «Traían sus antojos de camino y sus quitasoles.» Así caminaban los apóstoles de la redención en aquel tiempo. Tras ellos iba la mujer en pos de honores y riquezas. Nótese la exacta relación de términos que hace el autor: la mujer iba detrás de los frailes, «pero los frailes no iban con ella», «aunque seguían el mismo camino». La aventura es de mucha importancia: «O yo me engaño (dijo Don Quijote), o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores, que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío»: «Sancho dice al héroe que los bultos negros son dos religiosos de   —107→   San Benito; pero Sancho no sabe de achaque de aventuras...».

«Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras. » Este valiente reto dirigió Cervantes a los religiosos, con tanta osadía que descubrió parte de su intención, según es notorio. Por esto saca Don Quijote al fin de la aventura rota la celada. Los frailes le responden humildemente, con la compunción encubridora de sus malas acciones: «Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito, que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas». «Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla», replica Don Quijote; y arremete contra ellos, poniéndolos en dispersión; lo cual es en verdad, como antes dice, «meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras».

Cuando el pueblo ve en tierra a los frailes, intenta despojarlos de sus hábitos, por entender que aquello le pertenece a él legítimamente mas se lo impiden a coces, los fanáticos servidores de la tiranía. Los frailes huyen de Don Quijote, «haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.»

En resumen, lo que Cervantes persigue en este capítulo es despojar a los frailes de sus hábitos, la extinción de las órdenes religiosas: quiere que la mujer   —108→   deje el camino seguido por esta gente endiablada y descomunal y se presente a la patria reconociendo la virtud de los grandes ideales. Pero lo impide el fanatismo, representado en Sancho de Azpeitia. Este Sancho, que lleva el sambenito de la cuna de Loyola; este vizcaíno de Azpeitia (para que todo resulte aquí enrevesado), es el opuesto de Sancho Panza, seguidor del ideal, es el pueblo embrutecido por los errores teocráticos. Este es quien detiene la pluma de Cervantes, quien ase su lanza, y hiere los oídos del armonioso autor con el bárbaro lenguaje y sus disparatados conceptos: « Anda caballero, que mal andes; ¡por el Dios que criome, que si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno!». «¡Yo no, caballero! juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que al gato llevas. Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si otra dices cosa»: trastorno de ideas y palabras, que es una perfecta imagen del caos cerebral de los enemigos de Don Quijote; muy semejante a «La razón de la sinrazón» apuntada en el capítulo primero.

La condición del vizcaíno está representada, como la de los frailes, por una mula: quiere decirse que todos son estériles; pero la mula de este hombre es de alquiler, y falsa, porque los siervos no tienen condición social, o la tienen prestada, para su desdicha. Tan bien retratado está el fanatismo en este iracundo y terco personaje, como se ve aquí: «La demás gente quisieron   —109→   ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase».

En resolución, ambos mantenedores quedan con las espadas en alto y muy resueltos a matarse: el héroe pensando en su Dulcinea, y el fanático vizcaíno amparándose con los fueros señoriales, o bien aforrado con la almohada del coche... «y todos los circunstantes estaban temorosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grave peligro en que se hallaban». Esto es: la verdad y el error estaban uno frente a otro, en combate decisivo y tremendo; y la religión acudía a todos los extremos reclutando fuerzas para dar el triunfo al campeón de la mentira.

Bien hizo Cervantes en dejar suspensa esta gran aventura: aún sigue el enrevesado juicio en lucha con el claro razonamiento.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron


Represéntanos Cervantes por adelantado el fin que ha de tener la lucha del error y la verdad, dando a ésta la victoria. Pero antes justifica la suspensión de la aventura, indicándonos que no es autor del Quijote. Y en efecto, Cervantes, como otras veces ha dicho, recoge en su cerebro y condensa en su poema todos los grandes combates de la historia, iluminados por el ideal de justicia. Él fue quien resucitó en su tiempo la caballería andante, porque entonces la verdad heroica no tenía quien cantara sus grandezas, siendo en esto más desdichada que muchos santos holgazanes, de los cuales, no sólo se escribían los hechos, «si no sus más íntimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen». Y no obstante, el heroísmo que Saavedra ensalza, era también propio de su edad y estaba en la memoria de los pueblos: su historia era antigua y moderna; porque es toda la historia. Nadie puede negar heroísmo a la época de Cervantes; pero aquel heroísmo estaba mal encaminado por desconocimiento del ideal: conquistaba un mundo y lo ponía a los pies   —112→   del trono sombrío o bajo la tiara: veíanse entonces las hazañas gloriosas, y no la idea que las daba aliento; registrábanse los hechos históricos, sin adivinar la ley: la crónica estaba en los cerebros, como en los libros, sin filosofía. Don Quijote es el espíritu donde se unifican todos los héroes, «el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos (al decir de Saavedra), se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas y al de desfacer agravios, socorrer viudas y amparar doncellas...». Por ello es digno el Quijote «de continuas y memorables alabanzas»; y algunas corresponden también a Cervantes por haber desenterrado la justicia sepultada en el Alcaná de Toledo, o en la venalidad y corrupción de aquel siglo, aunque el cielo, el caso y la fortuna le ayudaran.

Atribuye a morisco autor este admirable poema siendo suyo, con lo cual se califica de moro, y nadie ignora lo que esto significaba en aquel tiempo: resulta, por tanto, que Saavedra tenía una doble personalidad, que era una especie de Jano, como su libro, con dos caras: la cristiana y la infiel o librepensadora: los dos antagónicos espíritus iban juntamente por el claustro tratando del Quijote. Además, la historia del caballero estaba escrita en arábigo, con lo que tal vez se la hace provenir de la cuna de todas las civilizaciones, o antiguo Oriente, y se la da carácter simbólico. El haber pagado con pasas y trigo al traductor refiérese a los muchos recuerdos históricos y al provecho espiritual sacado de su examen.

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En el manuscrito de referencia hay varias indicaciones ingeniosas acerca de los personajes más salientes del libro. Esta «Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha.» Tan graciosa alusión, hecha a los entes indignos que pone en sal el Quijote, no necesita aclaraciones ni comentarios; pero sí debemos notar otro punto de grandísima importancia, y es el que atañe a las cabalgaduras y su representación.

Repetidas veces hemos dicho y probado que Sancho y su rucio componen una sola entidad, y lo mismo Don Quijote y Rocinante: pues aquí se confirma la especie sin duda alguna: «A los pies de Rocinante estaba otro (rótulo) que decía: Don Quijote». «Junto a él estaba Sancho Panza que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual (del asno) estaba otro rótulo que decía: Sancho Zancas». Determina bien que los letreros estaban a los pies (no al pie) de las cabalgaduras. En cambio, cuando habla de D. Sancho de Azpeitia no dice que el rótulo estaba a los pies de la mula, aunque la nombra antes, sino a los pies del vizcaíno; porque D. Sancho de Azpeitia y su cabalgadura no forman una misma personalidad, puesto que (como ya se ha dicho) la condición social del siervo no es propia, sino ajena y prestada. «Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son de poca importancia, y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia; que ninguna es mala como sea verdadera. Quien esto dice   —114→   no había de caer adrede y por gusto en el feo vicio de la mentira; trastornó, sí, la verdad de su libro, obligado, no por los moros engañadores, sino por la sinceridad de los cristianos. Cuanto dice irónicamente de aquéllos, recae sobre el fanatismo católico. Por la intransigencia religiosa no pudo mostrarnos el ideal en toda su hermosura, la historia en toda su claridad. «Antes se puede entender haber quedado en ella falto que demasiado, y así me parece a mí; pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, PARECE QUE DE INDUSTRIA LAS PASA EN SILENCIO: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo de ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya imagen es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.» Aplíquense este severo y levantado juicio las instituciones que fueron causa de que enturbiara la clarísima linfa del Quijote quien tan magnánimamente sentía la verdad y comprendía la historia. ¡Y aun con modestia suma achaca a su pensamiento (al galgo de su autor) las faltas que puedan hallarse en esta grandiosa pintura del ideal!

Aquí se reanuda el combate entre lo pasado y lo futuro, reflejado por Saavedra en solos dos personajes; que «no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo» con sus cortadoras espadas,   —115→   como dice el autor, poniendo la lucha en el alto punto que le corresponde. El representante de la tradición, el sombrío hijo de Vizcaya, defensor de los privilegios señoriales y frailunos, no hace más que desarmar el lado izquierdo de Don Quijote, «llevándole gran parte de la celada con la mitad de la oreja.»

Esta herida significa que el buen gusto y claro talento de Cervantes no podía resistir el habla desquiciada y las disparatadas razones de los paladines del error. La filosofía, el arte, las ciencias, la religión, todas las manifestaciones del alma tienen sus malaventurados vizcaínos, que truecan las palabras, confunden los términos, embrollan el sentido, faltan a la verdad y tuercen la justicia. Contra estos va Cervantes; y así, recogiendo el héroe todas sus fuerzas, cae como una montaña sobre su contrario, abrumándole con el peso de su espada y desangrándole, sin que le valga al vizcaíno la defensa de sus señores, la condición social que representa; antes bien, ella misma completa su derrota. No se ensaña el héroe con él, «aunque se lo tenía bien merecido»; sólo exige que se presente a la patria y le rinda homenaje: quiere la emancipación de este pobre siervo, a quien el fanatismo arma de teas y puñales fratricidas; persigue en esta victoria, como en las demás, el reinado del ideal, el triunfo de Dulcinea, la instauración de una patria libre y sabia, donde puedan vivir fraternalmente todos los hombres.

Esta alegoría es también profética. Tres siglos después de escribirla Cervantes, la región vasca, excitada   —116→   por los clérigos, ha llenado de luto a la patria, luchando con terquedad por lo que luchaba el vizcaíno: por los fueros señoriales, por los intereses frailunos, por la sumisión de la mujer a la Iglesia y por el absolutismo feroz. La libertad ha triunfado, y sus hijos heroicos, los Quijotes modernos, han perdonado generosamente a sus contrarios, contentándose con exigirles el respeto debido a la nacionalidad española, una y libre, como exigía a su contrario el héroe manchego. Claro es que Cervantes al escribir este capítulo no trataba de profetizar; quería encarnar en el vizcaíno el menguado sentimiento de los que atentan contra la unión amorosa de las almas y los pueblos; y en Don Quijote, el espíritu de los que ven en la libertad una fuerza esencialmente creadora y conservadora de grandes conjuntos, y en éstos la promesa divina de llegar por el amor a la fraternidad humana.



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ArribaAbajoCapítulo X

De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho Panza, su escudero


En las guerras de naciones puede ganar la vencedora (admitido como principio de derecho el bárbaro principio de la violencia), aumento de territorio, de riqueza material, o bien preponderancia sobre la nación vencida; pero en las guerras civiles consíguese, a lo sumo, la brutal satisfacción del odio, en mengua de la unidad y prosperidad de la patria; la cual, venza uno u otro bando, siempre queda desangrada y dividida; y será un insensato el pueblo que a raíz del triunfo demande su correspondiente parte de botín, pues el caudillo podrá decirle, mostrándole los campos yermos, las casas arruinadas, las aldeas incendiadas y los muertos amontonados en los escombros: He ahí el botín. Estas aventuras «no son de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos», como decía Don Quijote a Sancho acabado el combate con el vizcaíno.

Más levantada ha de ser la lucha donde el pueblo alcance su gobierno; esto es lo que indica el héroe:   —118→   «Tened paciencia (dice a Sancho), que aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante.» Su acción tiende a más que a conseguir el poder público; encamínase a la perfección del pueblo, al triunfo de lo ideal. En estos vuelos del alma no puede seguirle el vulgo, pero el filósofo se detiene y le espera. Uno de los impedimentos que acortan el paso del pueblo en esta vía heroica es el temor religioso: «Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que según quedó maltrecho aquel con quien os combatisteis, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe, que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos ha de sudar el hopo. » Estos pensamientos debieron de acometer al autor cuando descubrió sus intenciones en la escena de los frailes benitos. Si por acaso llegaba a conocerse su propósito; si el clero, malicioso y vigilante, sentía la acerbidad de esta sátira, y el Santo Oficio tomaba cartas en el asunto, ¿qué remedio habría para el autor sino hacer protestas de acendrado catolicismo, o retraerse a la Iglesia? Mas Cervantes desechaba estos temores; hubiéralos sentido el vulgo en su caso; pero él, tan valeroso e intrépido, ni duda ni teme; antes bien, asegura al pueblo que le libertará de todos los despotismos religiosos, desde los antiguos caldeos hasta los de su época.

Al mismo tiempo condena la impunidad en que vivían los criminales de alto coturno. Recuérdese el feudalismo,   —119→   donde tantos señores campaban por su respeto en sus bien abastecidas y pertrechadas ladroneras. Los que hayan leído la historia, y, al revés de Sancho, sepan algo de hombrecillos, recuerden cuántos próceres, cuántos mitrados, reyes y pontífices, faltaron a todos los mandatos de la conciencia, a todas las leyes divinas y humanas, sin que la vara del juez se interpusiera en su camino. Aun hoy sucede lo propio, en menor grado. La igualdad ante la ley ocupa su puesto de honor en la esfera especulativa, mas no en el terreno positivo, donde yace sojuzgada por el interés y la pasión. Nunca han faltado hombres rectos que combatieran esta injusticia, y en nuestro siglo debemos mencionar al Sr. Zugasti, que a tan buena causa dedicó sus tareas. El libro de Cervantes abunda en estos sentimientos. Lejos de temer el autor, como Sancho, las consecuencias de su valentía, bien resguardado con el escudo de su ingenio, dice mostrándose satisfecho del artificio con que hería y se ocultaba: «Pero dime, por tu vida: ¿has tú visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?»

Sancho recuerda a Don Quijote socarronamente la herida causada por el vizcaíno, y él contesta que nada le hubiera importado, a tener una redoma del bálsamo de Fierabrás. Este es el bálsamo cristiano; pues   —120→   con él, según la tradición, embalsamaron a Cristo; es el sentimiento de fraternidad y la idea de justicia: para lograr el efecto deseado había que encajar igualmente y al justo las dos mitades del cuerpo, y con esto se alcanzaba la inmortalidad, como dice Saavedra. Natural es que acuda a la virtud de este misterioso bálsamo para sanar las heridas hechas por quien batalla contra la fraternidad y el amor.

Al decir Sancho que de buena gana cambiaría su ínsula por este licor prodigioso, expresa la semejanza de ambas especies: el gobierno democrático y el reinado de la fraternidad. Pero se ve en el vulgo cierto prurito de manchar la idea con el negocio, de reducirla a dinero. El pueblo es así en la vida sedentaria e ignorante, donde le tienen hundido los tiranos, hasta que por un movimiento revolucionario se torna cúspide este pedestal infeliz de todas las soberbias; entonces, lo que el pueblo tenía escondido en su corazón, estalla y resplandece entre el humo del combate; y si la tiranía ha sido muy extremada, Sancho el pacífico se transforma en Marat sanguinario. Entonces, junto a Mirabeau, que es la inspiración y el verbo; junto a Dantón, que es la audacia y el volcán; junto a Robespierre, que es el cálculo y la perseverancia; junto a Saint-Just, que es la hermosura del fanatismo, aparece el amigo del pueblo, que en épocas normales hubiera preferido a la reconquista de sus derechos la utilidad del tráfico, siendo la vulgaridad y la codicia; pero al sonar la hora de redención, Marat trueca sus específicos   —121→   en sangre, arroja su capa de vulgo, cíñese el manto rojo, y es la venganza.

El grandísimo enojo que siente Don Quijote al ver rota su celada, y el enfático juramento que hace, pintan la situación y actitud de Saavedra, quien por ocultar sus ideas con la celada no cuidaba de reposar y sustentarse. Aunque jura por los santos cuatro Evangelios como católico, también dice «donde más largamente están escritos»; frase que entraña reserva o segundo pensamiento; es como remitir al lector a esta fábula donde están los Evangelios, sentidos e interpretados rectamente. Luego describe su misérrima comida, compuesta de una cebolla, un pedazo de queso y unos mendrugos de pan. Esta es la indigna remuneración que da la sociedad a los héroes y los sabios (y harto lo experimentó Cervantes), bien que en algunas ocasiones se les encumbre a regia mesa para que la abrillanten con su ingenio. De todos modos se pasan los días en flores, se sustentan de su propio espíritu, como seres inmateriales y fantásticos, mientras el vulgo pide cosas de mucho peso y sustancia. Y no es «que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser de ellas...». La delicada sátira de este diálogo deja traslucir cierta melancolía en el discurso. No es que los hombres entregados a las tareas del espíritu repugnen dar a su cuerpo cuanto exige y merece, pues se deja entender (como Cervantes dice) que no pueden pasar sin comer   —122→   y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque son hombres como nosotros; pero su vida arriesgada, su generosidad y la ingratitud ajena les imponen esta dolorosa privación de lo necesario, cuanto más de lo superfluo. Tal vez no se lamenta Cervantes por su desgracia, sino por la del pueblo en general. Un régimen de desigualdad e injusticia tan escandaloso como sufría España, había de conducirnos forzosamente a la miseria. Este descenso se inició viviendo el autor del Quijote; a él alude en estas palabras de Sancho: «Virtud es... conocer esas yerbas; que, según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento». Triste y espantosa situación de un pueblo que se ve en el caso de comer raíces o morirse de hambre, como sucedió en tiempo de Carlos II y presagió Saavedra. El misticismo esterilizador; el sinnúmero de religiosos inactivos; la falta de brazos moros y tráfico mercantil de los hebreos; la incapacidad y despilfarro de nuestros monarcas, y el desaliento general, pusieron a España al borde de este abismo. Para salvarnos de tan grande ruina, entró Cervantes en la vía heroica y sufrió todos sus rigores y asperezas con buen ánimo, creyendo que así merecería el honroso título de caballero, reservado a los redentores de la humanidad.



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ArribaAbajoCapítulo XI

De lo que sucedió a Don Quijote con unos cabreros


La cabra en este simbolismo suele representar a la razón condenada por la Iglesia: bien sabido es que al diablo se le pinta en forma de cabra. Cinco son los que escuchan a Don Quijote; son las razas en presencia del ideal: la mongólica, la semítica, la negra, la cobriza y la malaya. Están «a la redonda de las pieles», o en la ancha faz de la tierra, oyendo a la raza aria que encarna Don Quijote. Aquí Cervantes se dirige a todo el mundo desde su tergiversado libro (sobre un dornajo vuelto del revés), para condenar las imperfecciones humanas y mostrarnos el bien futuro. Sus ideas pugnan contra todo error y tiranía: son diabólicas en concepto de los sacerdocios; por esto son cabreros los que escuchan, y se sustentan todos de tasajo de cabra. El mundo acoge bien al Quijote, aunque con groseras ceremonias, porque no comprende la sublimidad de este poema.

El capítulo anterior concluye hablando de la miseria general, a cuyo estado traen irremisiblemente los despotismos; y éste describe con insuperable elocuencia la prosperidad de los tiempos futuros, animados por   —124→   la libertad y la igualdad. La presente es una de las poquísimas ocasiones en que el héroe come a satisfacción, y además el pueblo está en su presencia con el cuerno de la abundancia.

Don Quijote proclama la igualdad y la fraternidad, porque «de la caballería andante se puede decir lo mismo que del amor se dice, que todas las cosas iguala». Conforme con este principio, dice a Sancho: «quiero que aquí, a mi lado, y en compañía de esta buena gente, te sientes y que seas una misma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere». El pueblo, a su vez, ensalza la libertad y combate el privilegio despreciando sus favores: «¡Gran merced! (dijo Sancho); pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me le comería en pie y a mis solas, como sentado a par de un emperador. Y aun si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas...». Sancho habla en esta ocasión el lenguaje de nuestros romances y del teatro antiguo:


«Por besar mano de rey,
no me tengo por honrado;
porque la besó mi padre,
me tengo por afrentado».

Con todo lo cual quedan en su punto los principios de libertad, igualdad, fraternidad, y en tierra las jerarquías   —125→   y privilegios. El héroe acompaña sus palabras con la acción: pone a Sancho a su altura, obligándole a sentarse y diciendo: «A quien se humilla, Dios le ensalza». De este modo encumbra a la esfera religiosa el principio de igualdad.

Todos los manjares de esta comida ontológica recuerdan otros tiempos: la carne es amojamada, el queso duro, las bellotas avellanadas; el discurso está, pues, inspirado en la remota antigüedad, aunque se refiere a lo porvenir; y abunda en espíritu, porque «el cuerno andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria...». Cervantes conocía muy bien los hechos históricos para dar por cosa pasada cuanto enumera en el discurso de la edad de oro; este es un ensueño de su alma, una condensación de los deseos universales que piden la felicidad perpetuamente entrevista y negada eternamente. «¡Dichosa edad -exclama- y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados; y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío!». Esto es proclamar la comunidad de bienes; y, en efecto, a continuación añade: «Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes...». Por tanto, Saavedra ve el máximum de felicidad social en un régimen igualitario. No fija términos, ni enseña el modo, porque el contenido de su discurso es sencillamente una aspiración,   —126→   y en manera alguna un estudio técnico de sociología. Anhela Cervantes para los hombres el estado virginal en concordancia con la naturaleza, a la manera que Juan Jacobo Rousseau, mas sin perderse en disquisiciones aventuradas ni sistematizar el pensamiento; muéstrase más religioso que político, como las multitudes que hoy amenazan al Estado con ese lema de igualdad. Y ciertamente, ¿quién habrá, no estando entumecido por la riqueza, que no se sienta atraído hacia una tan hermosa perspectiva? La familia universal, los hombres viviendo en paz inalterable, regidos por la ley del amor, sin que entre ellos haya tuyo ni mío, empeñados todos en domar a la naturaleza para beneficiar sus abundantes frutos... Aunque esto parezca un sueño al través de las brumas presentes, no deben desecharse sin hacer heroicas tentativas (que siempre acercan el ideal). Esta utopía es el espíritu de toda religión; late en el sentimiento cristiano, y, en fin, despreciarla, es ir hacia el polo opuesto, caminar en pos del odio y de la muerte.

El problema que motiva el discurso de la Edad de Oro, existía en los detestables siglos pasados, como los califica Cervantes; pero hoy presenta caracteres muy sangrientos. Excitados por el hambre los obreros de todo el mundo, se preparan al asalto y la destrucción con ansia devoradora, y amenazan consumir las instituciones seculares donde se alberga el privilegio. De esta próxima lucha es causa el tuyo y el mío. Varios elementos sociales quieren evitarla, en vano. El catolicismo   —127→   pide resignación a los que padecen hambre; pero esta virtud, como la elasticidad de los cuerpos, tiene su límite, pasado el cual, estalla violentamente; y la paciencia de los hambrientos lleva ya muchos siglos de torsión espantosa. Además, la resignación aplaza, mas no resuelve el conflicto. También procura la Iglesia evitar la lucha aconsejando la caridad; pero este consejo es irrisorio en boca de quienes viven fastuosamente del sudor ajeno. Por otra parte, la caridad de los ricos es muy parca y vanidosa: hace mucho ruido y da poco fruto. La caridad es, sin duda, una virtud ahora, parangonada con el egoísmo del individuo y del Estado; pero en términos absolutos, es una imperfección, porque testimonia contra la justicia; denota que alguien carece de lo necesario mientras alguno goza de lo superfluo. Los trabajadores consideran en sus cálculos innecesaria la caridad, porque con su sistema no habría que apelar a este recurso. Y es claro: si llegase a triunfar la idea, si no hubiese tuyo ni mío, y por acaso se acumulasen más bienes en un punto que en otro, la fuerza interior, el noble movimiento social, los repartiría equitativamente entre todos los hombres, como nivela el océano su inmensa superficie si alguien quita, por ejemplo, agua de un golfo y la lleva a una ensenada. Los trabajadores no piden, pues, una limosna; reclaman un derecho. Acudiendo a esto, otros sociólogos creen conjurar el peligro con la intervención del Estado, y los Estados de todos los países cavilan y dictan leyes en balde, porque son muy débiles   —128→   las manos de una entidad tan decrépita para contener la mole que se le viene encima.

La revolución vendrá para traer lo que no puede darnos la evolución; para que se declaren los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, y la fraude y el engaño no se mezclen con la verdad y llaneza; para que la justicia se esté en sus propios términos, sin que osen turbarla los del favor y el interés, que ahora tanto la menoscaban, turban y persiguen; para que la arbitrariedad no tenga asiento en el santuario de las leyes, y pueda vivir tranquilamente la virginal inocencia. Este destino tiene que cumplir la Orden de Caballería, a la cual pertenece el Quijote. Cervantes da gracias al mundo por el agasajo y buen acogimiento que hace a su libro, aun sin comprender el fondo sublime de tan grandiosa epopeya.

Como se ve, este discurso (que pudiera muy bien excusarse, porque era inútil hacer tales razonamientos a quien no los había de comprender) está inspirado en la contemplación de la naturaleza. Presupone Cervantes cuán fácil y dichosa sería la vida, sin el engaño artificioso de los hombres, si buscásemos el sustento en tan próvida madre como la tierra, suavemente impulsados por la ley de amor. Saavedra es aquí un nuevo Cristo: sus palabras y acciones son evangélicas, o por mejor decir, profundamente humanas. Entra de lleno en el mundo ideal (pues Don Quijote y Sancho dejan las cabalgaduras aparte), álzase a la esfera de la poesía, y da rienda suelta a la imaginación y al sentimiento.   —129→   Los hombres, influidos por él, respóndenle en el mismo poético lenguaje, manifestando el estado de cultura en que se hallan. Esto inicia el romance de Antonio, y se amplía en los capítulos siguientes. La ilustración de los hombres cura la herida causada por el error; he aquí la receta de sal y romero mascado que dieron a Don Quijote, «asegurándole que no había menester otra medicina, y así fue la verdad».



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ArribaAbajoCapítulo XII

De lo que contó un cabrero a los que estaban con Don Quijote


Pedro se llama el que describe por medio de una alegoría el estado de civilización que alcanzaban los tiempos de Cervantes, y con aquel nombre se da un color eclesiástico a la pintura. Esto se ve más claro cuando el narrador alaba a los clérigos, y dice Don Quijote: «Así es la verdad... y proseguid adelante; que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia». «La del Señor no me falte, que es la que hace al caso»; replica el cabrero.

Marcela es la Fama, entidad que no tiene esencia propia, porque es un concepto ideal, anejo a la sabiduría, como si dijéramos, la resonancia de su voz entre los humanos. Preséntanosla Cervantes bajo la autoridad del cristianismo católico, después de haber muerto la civilización greco-latina, sintetizada en Guillermo23. El rostro de esta Diosa es semejante al de su madre la Naturaleza, en el cual veía el sencillo cabrero el sol y la luna. Guárdala con mucho encerramiento   —132→   y recato la Iglesia durante su menor edad, hasta que la hermosa Marcela se lanza al mundo para regir su ganado, dejándose ver en el monte y en el valle, en la cumbre y el abismo, produciendo un encanto general en los hombres. Al suceder esto, enamórase de ella Grisóstomo, quien no pudiendo alcanzarla, muere desesperado.

Este es el genio del romanticismo, que busca en la sin igual pastora, fama y no sabiduría, ignorando que nadie puede alcanzar y poseer a Marcela sin estudios profundísimos, y aun así, nunca con exclusión de los otros hombres. Quien desee verla, búsquela en el conocimiento de la naturaleza, donde ella vive serenamente mostrando a todos en igual medida su incomparable hermosura.

La edad del romanticismo en el hombre y en los pueblos es la adolescencia, cuando la flor se abre prometiéndonos dulce fruto; es un despertamiento a otra vida, el romper de los anhelos santos, pero sin cauce que los lleve derechamente al término debido. En este período la fantasía se desborda y trastorna el orden lógico de la realidad con violentas sacudidas. No pudiendo alcanzar el alma cuanto desea, cae en el pesimismo. Para el romántico siempre está el mar sombrío y el cielo amenazante, la brisa llena de lúgubres quejas, el sol de rigores y la humanidad de perfidias. Es este un estado morboso, del cual resulta poesía falsa y quejumbrosa, ciencia acibarada y hueca, arte calenturiento, y política declamadora e insustancial; cuando   —133→   no origina mayores extravíos. El misticismo religioso es también un aspecto de la enfermedad romántica. Estas manifestaciones están bien representadas por los pastores que, a imitación de Grisóstomo, viven fuera del trato humano deshaciéndose en lamentos, y por los que llevan pellicos de luto y van coronados de fúnebre ciprés y amarga adelfa. El sentimiento romántico nace al pie de la fuente del alcornoque, y allí le entierra Cervantes, bajo el símbolo de la vanidad.

Dícese que cuando Marcela llegó a los catorce o quince años, comenzó a causar víctimas su hermosura; y en efecto, por los siglos correspondientes estaba el romanticismo en su apogeo: sobre todo, la mística hacía verdaderos estragos, que continuaron hasta el total hundimiento de la dinastía austriaca. Combatíase al demonio y a su caterva de trasgos y duendes, mientras las epidemias y otras calamidades segaban con su guadaña, sin ningún impedimento, al pueblo supersticioso; las monjas llevaban la exaltación de su espíritu, o la materialización de Dios y de sus santos, al extremo de gozar amores místico-sensuales y a sentir en el cuerpo sus huellas, como atestiguan los estudios antropológicos. Y todo seguía el mismo camino extraviado: los caballeros andantes (que también los había), los cruzados, los alquimistas y astrólogos, los que se apartaban del trato social o recluían en los conventos por desengaños, celos y amarguras; hasta el jesuitismo nació de la romántica, aunque luego se haya trasformado en institución positivista y calculadora, como   —134→   la alquimia en química, o como se convierte el agua en hielo.

En este capítulo y los otros donde se toca el mismo asunto pueden verse bien los caracteres del romanticismo. Grisóstomo es el tipo perfecto: ama un imposible, y por alcanzarlo deja sus estudios, su hacienda, sus laureles; y no hace más para merecerlo que llorar y desesperarse, hasta que al fin se mata. Es también imagen del hombre enamorado de la sabiduría; pues, siendo astrólogo y poeta, reúne en sí la ciencia y el arte, las dos más grandes manifestaciones humanas: la del corazón en toda su hermosura, y la de la inteligencia en todo su poderío. Pero aquella ciencia, la astrología, es falsa, y falso el arte de Grisóstomo y sus compañeros, porque ven la naturaleza por su aspecto más lúgubre, y se desatan en inútiles lamentos y en desesperadas canciones. Esto es conocer una parte de la realidad, mas no toda la realidad; es salir de un estado de ignorancia, ver el ideal y la dicha, antes completamente oscurecidos, y encontrarse sin fuerzas para alcanzarlos: de aquí la desesperación y la muerte. Pero la realidad es óptima, y el triunfo cierto. No debemos ver en el sol sus ardores irresistibles, sino sus efluvios fecundantes, pues con ingenio y trabajo podemos evitar los unos y aprovechar los otros. En la naturaleza, como en un cuadro, hay tonos sombríos, tintas claras y toques brillantes, de todo lo cual resulta la harmonía. Nuestro destino múdase en breves segundos; y a la par que unos pueblos se hunden en la sombra, otros se   —135→   levantan a las más altas cumbres de la vida. Gradualmente, va menguando el dolor, las razas ignorantes dejan su sitio a otras más ilustradas, desaparecen las sombras de los brutales guerreros y sus sanguinarias turbas, y hasta las epidemias con que hería el cielo a las antiguas generaciones pierden su intensidad, contrastadas por la ciencia. La humanidad asciende del abismo a la aurora, teniendo ante sí un cielo donde serán ciertas las esperanzas que Dios hace florecer en el corazón de los hombres.

Pero a este clarísimo puerto se llega con la brújula del trabajo, y el romanticismo es indolente. Su más grande manifestación histórica la tenemos en el absurdo Milenario, donde por el terror de la muerte se suspendieron todas las labores. A este Milenario opone Cervantes el de la libertad en su discurso de la Edad de Oro. Podemos ya imaginarnos el contraste que ofrecerán las dos grandes fechas cuando surja el año 2000 en el océano del tiempo. El Milenario de la superstición apagando todos los fuegos de la vida, y atizando los del infierno; las catedrales con sus torres sombrías alzadas, apuntando al abismo de donde caen la peste y los anatemas y el fuego terrible; Satanás en los aires; las multitudes, llenas de pánico, huyendo desatentadas sin saber de qué ni a dónde, como las bestias cuando presienten una catástrofe en sus montañas y se precipitan, destrozándose en los peñascos o aplastándose unas a otras; los frailes con sus cruces aumentando el terror de la gente; el clamoreo de unos,   —136→   la inmovilidad estúpida de otros; el desconsuelo; la pérdida de toda fe y esperanza, creer que a cada momento puede incendiarse la atmósfera, o estallar la tierra y hundirse en una profundidad sin término: tal es el cuadro... La razón tiene ahora un imperio más seguro: las catástrofes, en vez de engendrar el terror, avivan y maduran el entendimiento, y excitan la piedad; el diablo, como ha dicho un eminentísimo poeta, se achica, mientras la ciencia se agranda; acuden obedientes las fuerzas naturales a nuestra mano, y mueven los telares, animan las fábricas, acortan las distancias, suprimen el tiempo, ensanchan la vida. ¿Cuántos corazones no suspiran por la dulce paz en medio de nuestros campamentos? ¿Cuántas inteligencias no se consagran al triunfo de la verdad en medio de nuestros errores?.. La palabra estereotipada y lanzada a todos los confines instantáneamente; la voz prolongada por unos hilos mágicos, o dormida en su lecho de metal; el rayo vencido; la luz transformada; los mundos sujetos a nuestro examen; lo infinitamente pequeño abierto a la investigadora mirada del microscopio, la intervención de los antiguos esclavos en el gobierno público: esta resurrección de la humanidad en los tiempos modernos, ¿no nos pone a inmensa altura sobre la romántica Edad Media, a pesar de sus trovadores, sus torneos y de todo el oropel con que la adorna la fantasía en la novela y el teatro? Y el Milenario de la libertad ofrece perspectivas aún más risueñas que este siglo, donde la vida es tan fácil,   —137→   comparada con los pretéritos de tan negra desventura.

Cervantes, religioso y poeta, entrevió la Edad de Oro en aquellos detestables siglos, y mostró al mundo el ideal fulgurante junto a la realidad sombría. Dos factores colectivos hay en su estudio: los cabreros, que representan la parte menos cultivada de la humanidad, buena, honrada y trabajadora; y Grisóstomo y sus compañeros, en los que se sintetizan todas las manifestaciones espirituales; unos y otros son, como Sancho y Don Quijote, el cuerpo y el alma de la humanidad. Mas el héroe y su escudero son libres, laicos y luchan contra la esclavitud de su tiempo; pertenecen a la Orden de Caballería, y los otros personajes retratan a la humanidad tal como era entonces, con su trabajo material pasivo, y su espíritu extraviado por reyes y sacerdocios.

Continúa el desarrollo del tema en los capítulos siguientes.



  —139→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela con otros sucesos


Habiendo cantado las hermosuras naturales y censurado el orden social de su tiempo, aclara Saavedra la significación de la andante caballería. Tiene por norte el trabajo: «El ejercicio de mi profesión no consiente ni permite que yo ande de otra manera: el buen porte, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos». Su origen es mesiánico, según indica el simbolismo del rey Arturo, el cual está encantado y no muerto, y ha de volver a la tierra. En tiempo de este mesías, o sea al iniciarse la redención, dio principio la famosa Orden de la Tabla Redonda24, cuyos caballeros más insignes menciona Cervantes con nombres tomados de los libros de Caballería, que encubren otros más reales   —140→   y positivos. Luego esta Orden «fue dilatándose por muchas y diversas partes del mundo», hasta contar por miembros suyos todos los grandes héroes de la historia.

De suerte que Saavedra rasga el velo encubridor de lo porvenir, mostrando al mundo, representado por los cabreros, la felicidad futura, y además, señala el modo de alcanzarla: siendo caballero andante, entregándose al trabajo y la fatiga, ayudando a los flacos y menesterosos, redimiendo a los demás hombres. Estas cualidades ponen a la Orden de Caballería sobre todas las Ordenes religiosas: «Paréceme, señor caballero andante (dice Vivaldo) que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha». «Tan estrecha, bien podrá ser (responde Don Quijote); pero tan necesaria en el mundo, no estoy a dos dedos de ponello en duda: porque si va decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda, que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano, y de los erizados hielos del invierno. Así que, SOMOS MINISTROS DE DIOS EN LA TIERRA, Y BRAZOS POR QUIEN SE EJECUTA EN ELLA SU JUSTICIA.»

  —141→  

Luego el verdadero sacerdocio no consiste en la contemplación ociosa de la Divinidad, sino en el trabajo activo; no en la oración, sino en la acción. Los ministros de Dios son los caballeros andantes, que traen con su esfuerzo a esta vida la ventura que gozamos; no los religiosos que «con toda paz y sosiego piden al cielo el bien de la tierra». Esto es lo que dice categóricamente el autor del Quijote, avalorándolo con razones incontrovertibles. Y si el beneficio que los héroes reportan al mundo es mayor, en cambio, es menor la recompensa. Consigna esto Cervantes con una ironía tan delicada, que encubre el concepto a primera vista. «No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso...». Parece que da más mérito al último, conformándose con la opinión generalmente admitida de que es un estado de santidad; pero añade: «Sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que sin duda es -el estado de caballero andante- más trabajoso y aporreado y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso». Nótese que pone como término de comparación, no a otras Órdenes epicúreas y glotonas, sino a los cartujos de severísima regla; pero aún es más angosta la de los héroes laicos. «Y si algunos subieron a ser reyes y emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen por qué de su sangre y de su sudor

Queda hecho, pues, el proceso de las religiones positivas y del ideal, resultando condenadas aquéllas, y   —142→   éste triunfante. Ahora bien: la vida que Don Quijote ensalza, la profesión que sigue, aunque buena para el mundo, ¿es impía? ¿conduce a la irreligión? Dice el interlocutor del héroe: «...una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es, que cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes se encomiendan a sus damas con tanta gana y devoción, como si ellas fueran su Dios, cosa que me parece que huele algo a gentilidad». Este es el sambenito con que la ignorancia fanática pretende manchar a los sabios que no siguen el camino de la Iglesia: la nota de gentiles, herejes y ateos. Pero Don Quijote cree en Dios; y le invoca en muchas ocasiones, como observa el señor Clemencín. Cuanto más, que el ideal y Dios, son una misma cosa, porque el ideal, es el bien, es la justicia, es lo absoluto. Si se encomiendan los héroes a su dama: «no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacello en el discurso de la obra».

Los que no tienen dama a quien encomendarse, no son caballeros («porque tan propio y tan natural les es a los tales ser enamorados, como al cielo tener estrellas»): el que se entromete en la vida pública sin tener ideal, es un bastardo que entra en el templo de la   —143→   Fama «como salteador y ladrón». Aplíquense estos calificativos los jueces venales, los clérigos mercaderes, los literatos corrompidos y cuantos hacen granjería de su sacerdocio. Vivaldo cita a Francisco I (D. Galaor) como ejemplo de que hubo caballeros sin ideal; pero aun a este personaje absuelve Saavedra, porque amó a su patria; virtud que nadie puede negar al competidor de Carlos V. Dícese que estuvo enamorado de ella en secreto, porque no puede declararse en el Quijote cuál fue su adorada. La misma reserva tiene que usar Cervantes, al decir el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama: porque no sabe si esta su dulce enemiga gusta o no de que el mundo sepa que él la sirve. Alguna vez ha declarado que Dulcinea es el conjunto de todas las perfecciones, el sueño máximo de la vida, encarnado en la patria; y ahora lo repite diciendo «que en ella se vienen a hacer verdaderos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas». Valiéndose de imágenes muy usadas en su tiempo ciertamente para encomiar la hermosura femenina, pero que reunidas son un indicio poderosísimo, enumera los opulentos tesoros de la Naturaleza: «...sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve; y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad, son tales, según yo pienso y entiendo, que sola la discreta consideración puede   —144→   encarecerlas y no compararlas». En esta prosopografía están comprendidas todas las partes de la naturaleza: el cielo ideal, el cielo físico, el océano, la tierra con su fauna y su flora y con sus montañas cubiertas de nieve. Lo que encubre a la vista humana la honestidad es el vigor y valentía, el heroísmo de los españoles, no manifestado aún en toda su pujanza por habernos atrofiado los déspotas; esto es lo que pensaba y entendía Cervantes. Cuanto al linaje, prosapia y alcurnia de Dulcinea: «No es de los antiguos Curcios, Cayos y Cipiones romanos; ni de los modernos Colones y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña; ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal; pero es del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos».

España, según Cervantes la imagina y desea, no es un feudo de la antigua Roma o del Pontificado; ni es catalana, valenciana o aragonesa, porque ya no está dividida en reinos independientes, sino que forma un solo cuerpo; su historia es moderna, o éralo cuando escribió Cervantes su libro, pues hacía bien poco que nuestro pueblo se había constituido en nación por la Reconquista. No era su patria la España comprimida en los estrechos moldes del antiguo régimen,   —145→   sino una España ideal, libre, trabajadora, sabia, buena y magnífica, cuyo linaje, aunque moderno, pudiera regenerar al mundo en el porvenir con sus ilustres legiones. Al pensar Cervantes que no había de comprenderse esta manifestación de su fe patriótica, rompe diciendo inopinadamente: «Y no se me replique en esto si no fuese con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía: Nadie las mueva que estar no pueda con Roldán a prueba». Habían de estar a su altura los contradictores, y hallábanse bien hondos, aun los que se preciaban de más ilustrados sin serlo. Ni conocían a Dulcinea, ni nunca tal nombre había llegado a los oídos de estos Cachopines de Laredo25 defensores de la monarquía y el catolicismo. «Como eso no habrá llegado», replica con énfasis Don Quijote, y así termina la discusión, cual si Cervantes juzgara incapaces de comprenderle a todos los Cachopines de la historia.

Tenía Vivaldo por loco al héroe, y aun los mismos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de quien tales ideas sustentaba. Sólo el pueblo, acostumbrado a las empresas heroicas, conocía que no había engaño en las palabras de Don Quijote: pero no llegaba a comprender el ideal sublime simbolizado en Dulcinea. Para amarle, Saavedra estaba completamente solo.

Por esto era la cúspide intelectual de su siglo. Ocupaba   —146→   también tan alto puesto como romántico: al perseguir unos ideales que no tenían cabida en su tiempo, amó una quimera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, y, en fin, hizo lo mismo que Grisóstomo, cual prueba la canción desesperada. Solo que Cervantes fue romántico por determinación de la voluntad, para sacar al mundo del triste estado en que le veía, y su tiempo lo fue por ignorancia. El entierro de Grisóstomo es el del Romanticismo y el de las ideas de Saavedra. Allí, ante Vivaldo, representación de las instituciones oficiales; ante los cabreros, que personifican el trabajo material; ante la república científica y literaria, que encarnan los pastores vestidos de luto y fúnebremente coronados, está el cuerpo muerto de Grisóstomo, el Romanticismo general de la época, la ilustración de aquellos siglos; y el romanticismo sui géneris de Cervantes. Allí yace solamente el cuerpo, no las ideas, que pasan a la historia en los papeles de Grisóstomo, aunque en forma de canción desesperada. Pero después el Renacimiento levantará la losa del sepulcro, y surgirá Grisóstomo con la antorcha de la civilización grecolatina, y resucitarán las ideas de Cervantes en el alma deslumbradora del Don Quijote transfigurado.



  —147→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Donde se ponen los versos desesperados del difunto Pastor, con otros no esperados sucesos


En la canción con que comienza el capítulo, expresa Cervantes su desventura. No son desesperados estos versos, aunque los califica tan tristemente. Verdad es que reflejan la situación dolorosa del autor; pero al mismo tiempo demuestran la fe que inspiraba a Cervantes el porvenir de la humanidad. Dirígese a la Fama, y alguna vez confunde a esta diosa con la patria idealizada, porque la primera no es sino un efecto de la segunda.

He aquí interpretados los versos de Grisóstomo.

La cruel nación española dominada por reyes y sacerdotes, obligó a Saavedra a publicar

«De lengua en lengua y de una en otra gente»



el rigor de la tiranía. Por esto es triste el fondo del Quijote y palpitan en él todas las sublimes ideas condenadas:


«haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente...»

  —148→  

Para enunciarlas tenía que enrevesar el sentido:

«con que el uso común de mi voz tuerza.»



Esto causaba un dolor profundo al alma de Cervantes, y así salieron mezcladas con sus propias angustias las hazañas heroicas y las maldiciones contra los tiranos. Recomienda a la Fama que no se fije en la harmonía externa del Quijote, sino en el fondo épico y terrible:


«Escucha, pues, y presta atento oído
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale, y tu despecho.»

que no atienda a la obra literaria, sino a la tremenda labor que emprendió llevado de un forzoso desvarío. Salgan, añade, todas las sombras, todos los terrores, todos los males de la humanidad:


«Salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son de tal manera,
que se confundan los sentidos todos;
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.»

Cualquiera puede ver aquí una imagen de la Caja de Pandora. El autor da suelta a todos los males, dejando en el corazón del hombre la esperanza.

Ya sabe que no oirá España el eco de sus quejas; clamará en desierto, porque su obra es confusa:

  —149→  
«De tanta confusión, no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos
ni del famoso Betis las olivas;
que allá se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas. »

Con palabras vivas la creación literaria, con muerta lengua el poema interno. Mas ya que no pueda infundir en el corazón de la patria su heroísmo; aunque sus ideas caminen en la soledad, caigan entre las fieras pasiones, o crucen el desierto, a lo menos recorrerán «el ancho mundo» ocultas en el Quijote.

Desdeñado de la Fama, celoso de ella al ver que enaltece a los tiranos; ausente, en fin, del ideal, vive entre tormentos, asombrándose de su propia resistencia. No espera ver el término de su martirio: él mismo desecha la esperanza, al entregarse a esta obra de redención, y teme que se descubra antes de tiempo su heroica empresa:


«Y entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo desesperado la procuro;
antes, peor extremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.»

Creía conquistar así la dicha futura de los hombres, pero no la suya; por tanto temía y esperaba juntamente: de aquí nacen las paradojas, contradicciones y enigmas censurados por los críticos en la canción de Grisóstomo; verbigracia:

  —150→  
«¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas

Al mismo pensamiento responden estas palabras:


«contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.»

Siendo las causas del temor más ciertas, ¿qué hubiese adelantado Cervantes con cerrar los ojos para no ver el mal de España, si se lo hacía sentir la realidad

«por mil heridas en el alma abiertas?»



Por otra parte, ¿cómo no desconfiar de la regeneración española, cuando él mismo experimentaba los desdenes que sufrían el ingenio y la virtud; cuando no eran sospechas, sino verdades, las que le atormentaban; y, en fin, cuando veía en el mundo y en su libro «la limpia verdad vuelta en mentira?» Poníale en trance de muerte esta evidencia, y no obstante, perseveraba en decir que el amor es fuerte de toda libertad, y proclamaba impertérrito la hermosura material y espiritual de la patria:


«Pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía;
diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene

  —151→  

Si no obtiene fama en su empresa, culpa suya será por no haber sabido vencer las dificultades: nadie puede poseer a la Fama sin merecerla; si esta deidad otorgase graciosamente sus lauros, no mantendría el amor en justa paz su imperio. Con esta opinión, Cervantes ofrece a los vientos su cuerpo y su alma (el libro inmortal donde consume su vida), y renuncia a la gloria:

«Sin lauro o palma de futuros bienes.»



La Fama, ensalzando injustamente a los hombres e ideas que dañan a la humanidad, arroja a Cervantes en el fuego del sacrificio; él lo arrostra impávido y gozoso, y al dar su espíritu a Marcela, no quiere que llore esta deidad, sino que se regocije. Por esto la superficie de su poema trágico está impregnada de risueña melancolía.


«Antes con risa, en la ocasión funesta
descubre que el fin mío fue tu fiesta.»

Así dice, valiéndose de una anfibología muy oportuna, para expresar que su objeto fue dar el triunfo a la Fama.

El mismo equívoco se observa en los versos siguientes:


«Pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.»

  —152→  

Díceselo dos veces, intercalando un verso, donde se justifica tácitamente la repetición:

«Mas gran simpleza es avisarte desto»;



orque era muy difícil comprender el sentido oculto.

En fin, el Quijote condensa todos los tormentos de la humanidad, que los griegos simbolizaron en Tántalo, Sísifo, Ticio, Egión y las Danaydes... La sed nunca saciada, el trabajo incesante, el dolor en todas sus formas, trasladan al pecho de Saavedra en voz baja sus acentos: y en lo externo del libro llevan el contrapunto el Cerbero de los tres rostros26 y las quimeras de la andante caballería. Estas son las «palabras vivas» y la «muerta lengua» que el Sr. Clemencín calificó de jerigonza embrollada que nadie entiende; y así es la verdad, si se examinan los versos desde el punto de vista literario.

Termina Cervantes personificando en la canción desesperada al Quijote, a quien dice que, pues la causa de su desventura va en provecho de la Fama, aun en la sepultura no esté triste: y en efecto, el Quijote es un perpetuo manantial de alegría.

Véase cómo quedan a salvo ahora el recato y bondad de Marcela. No hay contradicción en las censuras y elogios, porque la Fama sirve en la historia a buenos y malos, según es el acierto o la estupidez de los hombres. Además, cuando escribió Cervantes esta   —153→   canción, «estaba ausente de Marcela, de quien se había ausentado por su voluntad...». A la Fama, como entidad abstracta, «fuera de ser cruel y un poco arrogante y un mucho desdeñosa..., la mesma envidia ni debe ni puede ponerla falta alguna».

El discurso de Marcela es impropio de una pastora. Dice a propósito de este personaje el Sr. Clemencín, varias veces nombrado: «El sermón de Marcela es impertinente, afectado, ridículo y todo lo que se quiera. La aparición de la pastora homicida en este trance, su disertación metafísico-polémico-crítico-apologética, su descoco y desembarazo y sus bachillerías y silogismos, quitan a este episodio el interés que pudiera darle el carácter y muerte del malogrado Grisóstomo, a quien no puede menos de mirarse como un majadero en morirse por una hembra tan ladina y habladora». En otra parte agrega: «Todo este período, y aun los siguientes, son de un artificio tan exagerado, que parecen parte de una composición retórica, sumamente estudiada y relamida. ¿Qué cosa puede haber más impropia en boca de una pastora criada con el recato y encogimiento que se ponderó en el capítulo XII? Lo mismo digo de la metáfora de que usó poco antes Marcela... No parece sino que habla un orador o un poeta. Y aún dice luego: «Esta clase de discreción escolástica sienta muy mal a una doncellita. Marcela más bien parece una mujer de mundo, docta en materias de amor y en la metafísica de las pasiones, que una joven tímida, candorosa y sensible...». Tenía razón el   —154→   Sr. Clemencín; porque Marcela es una imagen de la Sabiduría o la Fama. Varias veces agrupa Cervantes aquel nombre propio y este sustantivo, como cuando dice «...todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela», o «con esto queda en su punto la verdad que la Fama pregona de la bondad de Marcela». En otra ocasión esta figura dice que vuelve por sí misma: esto es, la Fama vuelve por su fama; pero estos indicios nada valdrían si todas las circunstancias no correspondieran a la significación ideal del personaje, y convienen tanto a la Fama como son impertinentes tratándose de una pastora. Al presentarse encumbrada en la peña parece a todos una maravillosa visión. Allí está, en lo hondo, caído y muerto a sus pies, el hombre que persiguió la vanagloria. El cuadro es hermosísimo: no hay más que reconstruir la escena tal como debió imaginársela Cervantes. Ambrosio supone que Marcela viene a ufanarse de sus hazañas como otro Nerón en el incendio de Roma, y esto hace pensar en aquel tirano que, habiéndolo sacrificado todo a la vanagloria, exclamó al morir: « ¡Qué gran artista pierde el mundo!».

Marcela es una entidad abstracta, libre de necesidades y pasiones, rígida en sus discursos e inmaterial como una idea. No tiene relación activa con lo humano; sólo se comunica con la Naturaleza. «Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos; los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con   —155→   los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura.» La verdadera sabiduría nace de la contemplación de las cosas naturales. No seguía este camino Grisóstomo: buscaba la Fama para engalanar exclusivamente su persona con los emblemas del triunfo, y cayó sin poseerla, porque la sabiduría quiere que toda la tierra goce el fruto de su recogimiento y los despojos de su hermosura. Sirva esto de lección a los demás hombres; o, como dice Marcela: «Este general desengaño sirva a cada uno DE LOS QUE ME SOLICITAN EN SU PARTICULAR PROVECHO; y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado...». Ella tiene riquezas propias y no codicia las ajenas: «tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste ni solicito aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro». Sus últimas palabras manifiestan que la Sabiduría, acompañada de todas las ciencias, se dedica a cuidar de los hombres emancipados, estudiando el mundo terreno, y alguna vez se remonta a las regiones ideales: «La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene: tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera». Al decir esto, la maravillosa visión se interna en lo más cerrado de un monte, imagen del Olimpo, dejando a todos suspensos y admirados. Algunos quieren seguirla, movidos, como Grisóstomo,   —156→   a impulsos de su particular provecho; mas se opone el héroe, porque es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo.

Lo cual quiere decir que, en vez de importunarla, hay que merecerla. También Cervantes pretendía ir en pos de la Fama, con más generosos alientos que Grisóstomo; pero no se ajustó la realidad a su deseo, según se verá en el capítulo siguiente.



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ArribaAbajoCapítulo XV

Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses


Para ir en seguimiento de su fama, hubiera tenido Cervantes que renunciar a escribir esta epopeya, igualándose a Grisóstomo en lo de querer el galardón en su provecho exclusivo. Don Quijote sigue a la Sabiduría por los laberintos donde ella tiene su morada, y no hallándola, descansa en una pradera en la cual todo convida a los placeres sensuales. Quien verdaderamente busque a la Fama, no debe entregarse al reposo, y menos a la molicie. Los antiguos se imaginaron la inmortalidad como un ser augusto, que vivía en la cumbre de un altísimo y empinado monte. En sus ásperas laderas no había prados para el descanso y sesteo, y la ascensión se verificaba con extraordinaria fatiga. Así se alcanza la inmortalidad, y no engolfándose en las delicias de Capua; abandonar Cervantes su obra de redención hubiera sido perseguir la vanagloria, entregarse a la sensualidad, traicionar al pueblo y hacer causa común con los tiranos. Todo esto se da por sucedido en el capítulo XV, para ejemplo   —158→   de los héroes que no saben sostenerse en la eminencia del ideal. La primera falta de Don Quijote está en seguir a Marcela, cuando él había prohibido esto mismo a los otros amadores; la segunda, de la sensualidad, bien se ve en el pasaje del sesteo, donde el héroe y Sancho, olvidándose de la Fama, comen y reposan al par de sus cabalgaduras; además, Rocinante quiere folgar con las hacas galicianas de los yangüeses, las cuales le dejan sin silla y en pelota: aquí la naturaleza carnal queda sin el asiento donde se afirma el espíritu heroico. Por otra parte, Don Quijote cae a los pies de su vencido caballo: todo simula una claudicación. En esta vía de la sensualidad nada liga al héroe con el pueblo (Rocinante no lleva las trabas de Sancho); y de aquí viene el querer ayuntarse con los enemigos del ideal. Los yangüeses tienen por costumbre hacer lo que hace Don Quijote por excepción; entregarse a la molicie: «...andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua». Estos enemigos, según Don Quijote, no son caballeros, sino «gente soez y de baja realea», y el diablo, «que pocas veces duerme», ordena la aventura.

Al olvidarse del pueblo su caudillo, en el pecado lleva la penitencia; pues los mismos a quienes sirve con su traición, le niegan el premio, impidiéndole satisfacer sus sensuales goces, como las hacas a Rocinante:

  —159→  
«que el traidor no es menester
siendo la traición pasada.»

En definitiva, la conducta de Don Quijote redunda en perjuicio de ambos, el pueblo y el héroe, sin que el segundo tenga el consuelo de haber caído peleando por una noble causa. Según se ha dicho, Don Quijote queda a los pies de su caballo, que representa la animalidad; y así no dispone del bálsamo sublime, reservado a las almas heroicas; pero él se tiene la culpa por acometer empresas dignas sólo de la bajeza del vulgo.

Después de combatir Saavedra el Romanticismo, satiriza al feudalismo para entrar en el siglo XVI (capítulo XVI) sin dejar ningún enemigo a sus espaldas. La actitud de Don Quijote es muy propia de los caballeros feudales. Nadie ha peleado tan sin ideal como los revoltosos magnates de aquella época turbulenta: iban contra el rey y estrujaban al pueblo; nada les importaba la patria, nada la libertad y la justicia, sólo buscaban la satisfacción de sus ambiciones. Don Quijote en esta aventura no invoca a Dios ni a su dama, y aun da a entender que no está enamorado27. Lejos de defender, como otras veces, al pueblo, quiere que éste le defienda, y recurre a mil argucias y sofismas para que Sancho se sacrifique por él dejándole su bestezuela. Por otra parte, bien claro está que Cervantes   —160→   se burla de las ridículas leyes del duelo, pues llega a pintarnos el caso graciosísimo de uno que, a raíz de la paliza, se entretiene en discutir la naturaleza de los palos recibidos. Aquí, como en la aventura de los mercaderes, está invertida la realidad: Don Quijote hace el oficio de sus contrarios, con lo cual la injusticia es más patente y la sátira más aguda.

Es indudable que el personaje principal no obra, como otras veces, en consonancia con los principios ideales, pues él mismo dice: «creo que en pena de haber pasado las leyes de la Caballería, ha permitido el Dios de las batallas que se me diese este castigo». Podrá, por tanto, objetarse que está mal sostenido el carácter del héroe; mas, aunque así fuese, tendría disculpa Cervantes: no es empresa baladí hacer dos libros en uno, con todas las circunstancias que en este concurren. Además, si el discurso y la acción de Don Quijote manifestasen a la continua la tendencia redentora de este libro, se vería claramente el pensamiento del autor, no habría simbolismo alguno. Y en caso, flaquearía el carácter de Don Quijote, mas no el de El Quijote: porque compenetrándose la acción y el diálogo, forman una lección conjunta, presentan un ejemplo de los extravíos históricos que deben evitarse en lo sucesivo. Pero aun el carácter del héroe no está falseado, porque Don Quijote es siempre una representación de la humanidad militante, y en este capítulo retrata una fase, una época, la del feudalismo, con las imperfecciones que afeaban al espíritu heroico en   —161→   aquel tiempo; y por esto precisamente es humano Don Quijote, y refleja y sostiene el carácter de la entidad colectiva que representa.

A los señores feudales, como hemos indicado, no les guiaba ningún ideal sublime; pero inconscientemente, y por ley de la naturaleza, encarnaban el sentimiento de libertad contra el despotismo de los reyes: alzábase en ellos la independencia individual, frente a la absorción del Estado; pero tenían el egoísmo por bandera. Con sólo mirar al pueblo, el feudalismo hubiera merecido bien de la humanidad y un alto y brillante puesto en la historia. Esto es lo que enseña Cervantes al pueblo, valiéndose de la actitud de Don Quijote y de los comentarios que siguen a la derrota. Así el héroe, aunque aparentemente claudique, siempre es el Mecenas de Sancho, el ejemplo que debe seguir el pueblo, el mantenedor del ideal.

La desgracia de Sancho es inmerecida: tomó parte en las revueltas del feudalismo por defender a sus señores, como siervo que era; pero él dice: «Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado y sé disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar: así que séale a vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondré mano a la espada, ni contra villano ni contra caballero, y que desde aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer, ora me los haya hecho o haga o haya de hacer persona alta, ora baja, rico o pobre, hidalgo o   —162→   pechero, sin eceptar estado o condición alguna...». Sancho no sufre detrimento en su condición social, o en su asno: siervo era y siervo se queda. Esto justifica la aversión que tiene a luchar, porque, en efecto, nada gana con exponer constantemente la vida en aras de sus señores; pero Saavedra la combate como hija de un excepticismo que tiende a retardar el triunfo del pueblo y a impedir su consolidación: «Ven acá, pecador: si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve, llenándonos las velas del deseo, para que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometidas, ¿qué sería de ti si ganándola yo te hiciese señor della? Pues lo vendrías a imposibilitar, por no ser caballero ni quererlo ser, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu señorío».

¿Quién no ve en estos paternales consejos tan meditados, en ese interés tan cariñoso, un discurso interior, más ajustado a las vicisitudes de los pueblos, que a los fantásticos deseos de un loco? Ya prevía Cervantes las alteraciones anejas a un cambio de régimen, al advenimiento del ideal: «Porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados, nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte de su nuevo señor, que no se tenga temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas y volver, como dicen, a probar ventura; y así es menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar, y valor para   —163→   ofender y defenderse en cualquier acontecimiento». Estos son los comentarios que dan caracteres de ejemplaridad a la prevaricación de Don Quijote.

Quisiera Sancho tener aquel conocimiento, no en los días de su fortuna, sino en los de su desgracia, para salir de ella; pero estaba el pueblo, en la época a que el autor nos remite, más para curarse que para aprender: «más para bizmas que para pláticas». Y de todo tenía la culpa la condición de los caballeros, la sensualidad, el afán de vanagloria, la falta de ideas puras y elevadas. Acerca de esto dice Sancho: «Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin: bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas». Asómbrase de que los héroes vivan sujetos a las necesidades y flaquezas de la carne, y de que esto influya en la vida de los pueblos. A la vez, con las frases copiadas, vuélvese a equiparar las cabalgaduras con las personas. Más entrado el capítulo insiste Sancho: «No hay que maravillarse deso (dice refiriéndose a la desgracia del rocín) siendo él también caballería andante».

Por el sentimiento que Don Quijote hace de su derrota, puede medirse el que hubiera causado a Cervantes su propia deserción. Dice aquél: «Y si no fuese porque imagino ¿qué digo imagino? sé muy cierto que todas estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo». También nace este dolor de las inconsecuencias y caídas   —164→   del heroísmo en la historia, porque luego hace una disertación sobre las alternativas que han sufrido los hombres eminentes, al través de la cual asoman la resignación y la esperanza. A las quejas y excepticismo de Sancho, responde poniendo la otra vida como término de nuestros dolores: «Con todo esto te hago saber... que no hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que la muerte no le consuma». Y aun en nuestro mundo «siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas».

Abismados en estas excursiones históricas, el pueblo y su caudillo entran en el camino real, y dan vista al siglo XVI, que según el luchador, era una fortaleza, y una venta en opinión del pueblo28.



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