Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Introducción a «Teatro selecto clásico de Lucas Fernández»

Alfredo Hermenegildo





La crítica avanza de forma desconcertante y sin seguir una línea continua de penetración en el fenómeno literario. Tal vez se deba a circunstancias incontrolables, a los caprichos de una cierta moda, a imperativos de orden ideológico o a las afinidades electivas de un cierto número de investigadores, pero el hecho incontestable es que ciertas zonas de la literatura española son, en un momento, el objeto de la curiosidad crítica y, algunos años más tarde, son relegadas al olvido. Asistimos últimamente a un renacimiento fecundo de los estudios sobre el teatro primitivo español. Desde los trabajos de Manuel Cañete hasta nuestros días, una serie, no muy numerosa, aunque de gran valor, de investigadores ha dedicado sus afanes a descubrir aspectos nuevos de la escena española anterior a Lope de Vega. Los Mérimée, Rouanet, Rennert, Crawford, Gillet, García Soriano, Juliá Martínez, etc., por no citar más que algunos de los más importantes, han rasgado la oscuridad en que vivía el teatro prelopista. Hemos pasado unos cuantos años en que el interés por las figuras de Encina, Fernández, Torres Naharro, Gil Vicente, Sánchez de Badajoz, etc., etc., había disminuido de manera considerable. Salvo alguna edición marginal de ciertas obras de Encina, Torres Naharro o Gil Vicente y los trabajos continuos hechos en Portugal sobre este último dramaturgo, el hecho es que era necesario seguir consultando el teatro de Encina, Fernández, Sánchez de Badajoz, en ediciones princeps o en las impresiones de Encina y Fernández hechas por Asenjo Barbieri y Manuel Cañete a fines del siglo XIX. El caso de Torres Naharro es distinto, ya que disponíamos del excelente instrumento de trabajo que es Propalladia and other works of Bartolomé de Torres Naharro, edición de Gillet1.

Y de pronto ha hecho aparición un gran interés por las obras de esta serie de autores. Los trabajos de John Lihani2, el libro de Humberto López Morales Tradición y creación en los orígenes del teatro castellano3 y sus ediciones de Encina y Torres Naharro en esta misma colección Teatro selecto clásico4, mis trabajos sobre Los trágicos españoles del siglo XVI5, Nueva interpretación de un primitivo: Lucas Fernández6, Sobre la dimensión social del teatro primitivo español7 y algunos más de inmediata aparición8, son otras tantas expresiones de un interés nuevo por un teatro que sigue siendo, a pesar de su tosquedad formal y de sus vacilaciones técnicas, la manifestación jugosa y fresca de un arte dramático incipiente, pero cargado de problemas, de reservas, de intenciones y de ironías.

Humberto López Morales, en su libro citado líneas arriba, defiende la tesis de que el teatro castellano nace a fines del siglo XV entre las manos de Encina y Fernández. Su punto de vista, que comparto en buena medida, pone a los dos dramaturgos mencionados en una situación nueva, ya que resultan ser, de tal modo, los auténticos creadores del teatro primitivo castellano. Pero hay que ir al fondo del problema. América Castro ha señalado9, con un prodigioso buen tino, el carácter converso de los autores del primitivo teatro español. Encina, Fernández, Naharro y Sánchez de Badajoz son ejemplos manifiestos del drama vivido por los españoles de estirpe judía en el alborear de la Edad Moderna, y sus obras son la manifestación de una filosofía de la vida que pretendía reaccionar contra los imperativos que gobernaban su sociedad, y cambiarlos por unos criterios de convivencia fraternal y de igualdad de todos los españoles fuera cual fuere su linaje. En mi artículo Sobre la dimensión social del teatro primitivo español, he mostrado la protesta que oculta la escena de la época y los sucesivos intentos hechos por nuestros escritores para desarticular unos principios que dejaban al margen de la sociedad a muchos de sus hijos más ilustres.

Hoy se me abre la posibilidad de publicar en Escelicer las obras de Lucas Fernández. Junto a los textos, ya aparecidos, de Juan del Encina y Torres Naharro, estas farsas y églogas servirán para completar, en parte, la laguna existente. Y digo en parte, porque hay aún muchos autores que merecerían ver una nueva luz, o la primera en ciertos casos. El texto de Lucas Fernández que ahora aparece es la cuarta edición completa de las obras. La primera conocida es la hecha en Salamanca en 1514. En 1867, Manuel Cañete10, por encargo de la Real Academia Española, dio a la imprenta un tomo con todas las piezas dramáticas de Lucas Fernández, precedidas de un jugoso prólogo en el que se presenta la figura de nuestro autor como una sombra del gran Juan del Encina. En el año 1929, la Real Academia Española publicó una reproducción facsímil de la edición de 1514 con prólogo de Emilio Cotarelo. Después no ha vuelto a imprimirse el teatro completo de Fernández. Aparte de ediciones parciales de Gallardo en su Ensayo de una biblioteca... y de la publicación esporádica del Auto de la Pasión en dos o tres ocasiones, la presencia de Lucas Fernández se reduce a dos auténticas ediciones (1514 y 1867). La que hoy ofrecemos es verdaderamente la tercera. Y aparece acompañada de un profundo deseo de revisar la trayectoria vital y poética del escritor con la esperanza de que así se podrá iluminar, con más verdad, los auténticos resortes que impulsaron la creación dramática en los finales del siglo XV.

Hagamos un rápido recorrido por las distintas actitudes que la crítica ha tomado ante la figura de nuestro autor. Tenemos algunas noticias y ligeras insinuaciones sobre la obra de Fernández en ciertos estudios anteriores al de Manuel Cañete. En el Registrum Bibliothecae, de Fernando Colón, se lee: «Lucae Ferdinandez, farsas y eglogas n. 7 en español. Sa. 1.514». Este primer indicio pasó inadvertido para todos hasta Gallardo11, quien fue seguido y mal interpretado por Schack12, Wolf13 y Ticknor14 -en la tercera edición americana-. Donde Gallardo dice que muchas obras del teatro primitivo se perdieron por haber estado en los Índices de la Inquisición, sus seguidores entendieron que el entredicho en que el citado tribunal había puesto a las obras de Lucas Fernández era la causa de su rareza. Cayetano Alberto de la Barrera dejó sentado que ninguna de las piezas dramáticas de nuestro autor figuraba en los Índices inquisitoriales. Cañete sacó la peregrina -y no falta de razón- consecuencia de que ni Schack, ni Wolf, ni Ticknor habían leído el ejemplar conservado de Fernández.

La edición de Manuel Cañete fue un honrado acercamiento al teatro de nuestro salmantino. Lo que no quiere decir que dicho trabajo haya sido suficientemente analizado por la crítica posterior. Cañete se enfrentó con el problema de Lucas Fernández, «autor coetáneo de Juan del Encina, menos conocido que él y muy digno de figurar a su lado»15. Esta frase es la manifestación concreta de la idea de Cañete, según la cual, Fernández fue la sombra del ya por todos admitido como autor indiscutible, del Juan del Encina. Y lo malo es que la crítica posterior (Menéndez Pelayo16, Cotarelo17, Crawford18, Valbuena Prat19, Alberg20, Ruiz Alarcón21, López Morales22, etcétera, por citar algunos de los más importantes) se ha limitado, en muchas ocasiones, a divagar en torno a esta comparación establecida por Cañete, repitiendo, una y otra vez, que Lucas Fernández fue discípula de Encina, que no vivió la corriente renacentista como su maestro, que, al no salir de Salamanca, permaneció apegado a las viejas formas ibéricas de hacer teatro (hay que hacer excepción, en este punto, del libro de López Morales y del de Ruiz Ramón, quien plantea el problema de la renovación que Lucas supuso en el teatro castellano) y, finalmente, que el Auto de la Pasión, a pesar de su primitivismo, es la obra religiosa más importante del teatro español anterior a Calderón de la Barca. En mi artículo Nueva interpretación de un primitivo: Lucas Fernández, señalé algunos rasgos característicos de la vida y de la obra de nuestro autor que no permiten seguir juzgándole, de la misma manera. Buena parte de los datos de este prólogo y muchas de sus ideas pertenecen a aquel mi primer enfrentamiento con el escritor salmantino.


Lucas Fernández. Su vida y su familia

La reflexión pausada sobre el teatro de Lucas Fernández y sus preocupaciones ideológicas lleva de forma irremediable a reconsiderar los datos sobre la vida de Fernández, que poseemos gracias a la diligencia de Ricardo Espinosa Maeso, su biógrafo más documentado23. Nuestro escritor descendía de una familia de la villa de Cantalapiedra, que pasaba por ser una de las más importantes de la región salmantina durante el siglo XV. Espinosa Maeso señala que Cantalapiedra abrazó el partido de la Beltraneja en la guerra civil castellana y que fue necesario el esfuerzo concertado de «las tropas reales, las milicias concejiles y las mesnadas del obispo de Salamanca, cúya era la villa, las gentes del Cabildo y las que se vio obligada a levantar la Universidad»24, para acabar con la resistencia del lugar. De esta villa episcopal salió el apellido Cantalapiedra que no escaseaba en Salamanca. Hay un Martín González de Cantalapiedra que ganó unas reñidas oposiciones a la cátedra de Música de la universidad de Salamanca, vacante por la muerte del titular. Un hermano suyo, Juan Martínez de Cantalapiedra, era beneficiado de la citada villa desde antes de 1470. Este Juan Martínez «por los años de 1464 seguía en la Universidad salmantina los estudios de la Facultad de Cánones, y parece que cursó también música con su hermano Martín. En 1471 figura entre los canónigos de la Catedral de Salamanca. Poseyó, a lo que parece, no vulgares dotes e inteligencia, a las que unía una actividad extraordinaria y acrisolada honradez, que le granjearon la general estimación de sus compañeros, confiándole éstos muchos, importantes y delicados cargos y misiones»25. La larga cita sobre los dos hermanos merece ser tenida en cuenta. Si el teatro de Fernández se preocupa profundamente por el tema de los linajes, lógico es que observemos su figura a través del prisma del suyo propio. Otro hermano fue Alonso González de Cantalapiedra, también sacerdote. Era capellán de coro de la iglesia salmantina en 1472 y racionero en 1489. Desde una fecha que Espinosa Maeso no pudo averiguar, disfrutó un beneficio en el lugar de Alaraz, cercano a Cantalapiedra. La presencia en una familia de la región salmantina de tres hermanos sacerdotes y beneficiados, directa o indirectamente, de la catedral de Salamanca, al mismo tiempo que su relación con la universidad como estudiantes o como profesores, hacen al clan familiar sospechoso de formar parte del grupo socio-religioso de los cristianos nuevos. Los tres hermanos debieron de ser influyentes en los medios intelectuales y eclesiásticos de Salamanca. Y su sombra protectora tuvo que favorecer a nuestro autor, como luego veremos.

Espinosa Maeso da como probable la existencia de una hermana de los Cantalapiedra, llamada «Úrsula Martín, casada con el notario Juan Díez de Santillana, pues en el testamento otorgado por su hijo Rodrigo de Santillana, el 26 de enero de 1513, ante el notario Fernando Correa, nombra por albacea a "lucas fernandez cantor mj primo benefiçiado de santo tomas"»26. Este Lucas Fernández parece ser nuestro autor dramático. El quinto miembro de la familia fue otra mujer, María Sánchez, de quien no tenemos más noticias que las relacionadas con su marido, Alfonso o Alonso González. Y no mucho más abundantes son las que poseemos de él, «las cuales -dice Espinosa Maeso27-, además, desgraciadamente, no nos informan poco ni mucho de la labor artística de este entallador, que, como tantos otros artistas de la época, no desdeñaba alternar con la más modesta y humilde, aunque a veces más productiva, del oficio de carpintero». Alfonso González y María Sánchez murieron hacia 1489, «siendo de creer fueran ambos víctimas de la pestilencia que por entonces empezó a desarrollarse en Salamanca»28.

Lucas Fernández fue hijo de este matrimonio y sobrino, en consecuencia, de los tres sacerdotes citados anteriormente y de la mujer del notario también mencionado. Nuestro escritor vino al mundo en Salamanca el año 1474, pues en 1534 declara tener sesenta años. Tuvo dos hermanos, por lo menos. Uno murió ahogado hacia 1507 o 1508. El otro, llamado Martín, «como su hermano Lucas y como tantos otros de esta familia, donde parece fue tradicional, siguió la carrera eclesiástica, en la que no pasó de la modesta categoría de capellán de coro»29. Tal abundancia de sacerdotes en una misma familia no se debía, probablemente, a una inexplicable tradición familiar, como supone cándidamente Espinosa Maeso, sino a una tendencia muy marcada entre los cristianos nuevos a integrarse en la sociedad cristiana entrando en ella por la puerta de la clerecía. La situación era frecuente y, si añadimos el detalle importantísimo de que casi todos los miembros de la familia vivieron muy ligados a la universidad y a los problemas intelectuales, la sospecha de América Castro se aclara positivamente de una manera palpable.

La muerte de los padres de Lucas, cuando éste tenía unos quince años, le abrió con más facilidad las puertas de la universidad al ser recogido y tutelado por su tío Alfonso. Se graduó en la universidad de bachiller en Artes y de lo necesario para ser ordenado sacerdote. Cotarelo afirma que se dedicó más que a la ciencia a la poesía y la música, con éxito feliz en las dos cosas30. Ni más ni menos que Juan del Encina.

Me interesa señalar un hecho significativo en la vida de Lucas Fernández. Se cambió de nombre al quedar huérfano y asomar su alma inquieta a los claustros salmantinos. En mi artículo Nueva interpretación de un primitivo lo expliqué como muestra de que Lucas «no fue un retrasado, sino alguien que vivía con su época, con el Humanismo»31. Me parece más verosímil otra interpretación. Si el nombre de Cantalapiedra estaba muy ligado con los conversos y su familia era conocida como perteneciente a ese grupo social, se explica mejor que Lucas cambiase de apellido, ya que esto «venía a constituir práctica habitual cuando el apellido llevaba consigo malos y peligrosos recuerdos»32. Un caso semejante aparece en las vidas de Juan del Encina, Antonio de Nebrija, Vasco Díaz Tanco de Fregenal y otros escritores sospechosos de ser ex illis.

Lucas Fernández empieza su carrera de mozo de coro en la catedral salmantina. Cuando en 1498, por muerte de Fernando Torrijos, quedó vacante la plaza de cantor, se movilizaron inmediatamente las personas que aspiraban al cargo. Y entre ellas había dos que la historia de la literatura española ha unido siempre: Juan del Encina y Lucas Fernández. No parece que el primero fuera bien acogido por los miembros del cabildo catedralicio, según indica Espinosa Maeso, aunque tuvo apoyos importantes para conseguir la plaza, tales como el del arcediano de Camases, López de Logroño. «En cambio, las de Lucas Fernández se vieron admirablemente defendidas por su tío Alonso González de Cantalapiedra y, sobre todo, por su próximo pariente Francisco de Salamanca, racionero, persona de mucho prestigio e influencia grande en el Cabildo y fundador del Colegio de San Millán»33. Los señores capitulares nombraron una comisión compuesta por Diego de Anaya y Francisco de Salamanca (protector y, posiblemente, pariente de Lucas), los cuales, junto con el obispo fray Diego de Deza, decidieron repartir el cargo entre tres cantores. Nuestro autor se destacó pronto entre los mozos de coro y, en 1501, el cabildo acordó concederle un sueldo de 4.500 maravedís anuales. Tomó parte muy activa en la vida catedralicia y en la organización de las fiestas del Corpus Christi.

Gracias, pues, a la influencia de Alonso, su tío, y de su pariente Salamanca, pudo Lucas vencer la candidatura de Juan del Encina, que iría, con mucha probabilidad, apoyada por la casa de Alba. Si fundamos nuestro juicio en su violenta reacción abandonándolo todo y marchándose a Italia, parece verosímil suponer que Encina intrigó en gran medida. Y allí no terminó su actuación en torno a este asunto, pues consiguió que el papa Alejandro VI le otorgara varios beneficios y rentas, que dieron no pocos quebraderos de cabeza al cabildo salmantino y a Lucas Fernández. Años más tarde, en 1507, Juan del Encina consiguió el puesto de Fernández en mejores condiciones de las que él había disfrutado.

El incidente Fernández-Encina ha tenido repercusión literaria y sirve, en todo caso, para explicar algo de las motivaciones vitales de uno y otro escritor. En la Égloga de las grandes lluvias, Encina dramatizó el episodio y los temores que él había tenido de que Lucas Fernández se quedara con la plaza de cantor. El texto ha sido citado ya varias veces, pero no por eso ha perdido su interés. Hablan varios pastores y uno de ellos, el que en ese momento es el portavoz del autor, se llama Juan. Para que no queden dudas. El pasaje es el siguiente:

«MIGUELLEJO
Dinos, dinos, dinos, Juan,
en tiempo de tal manzilla,
¿para qué huste a la villa?
JUAN
¡Año pese a [san] Jullán!
por del pan
que en la aldea no lo avía;
ya cuntió que en aquel día
era muerto un sacristán.
RODRIGACHO
¿Qué sacristán era? di.
JUAN
Un huerte canticador.
ANTÓN
¿El de la greja mayor?
JUAN
Esse mesmo.
RODRIGACHO
¿Aquésse?
JUAN
Sí.
RODRIGACHO
¡Juro a mí
que canticava muy bien!
MIGUELLEJO
¡O, Dios lo perdone! Amén.
ANTÓN
Hágante cantor a ti.
El diabro te lo dará
que buenos amos te tienes,
que cada que vas y vienes
con ellos muy bien te va.
MIGUELLEJO
No están ya
sino en la color del paño;
más querrán cualquier estraño
que no a ti que sos dallá.
RODRIGACHO
Dártelo [han] si son sesudos.
JUAN
Sesudos y muy devotos;
mas hanlo de dar por botos.
RODRIGACHO
Por botos no, por agudos.
¡Aun los mudos
habrarán que te lo den!
JUAN
Miafé, no lo sabes bien;
muchos hay de mí sañudos.
Los unos, no sé por qué,
y los otros no sé cómo;
ningún percundio les tomo,
que nunca lle lo pequé.
MIGUELLEJO
¡A la fe!
Unos dirán que eres lloco,
los otros que vales poco.
JUAN
Lo que dizen bien lo sé.
RODRIGACHO
Ora cállate y callemos,
no te cures compañero,
que siempre el mejor gaytero
menos medrado lo vemos»34.


Ya hemos visto cómo los temores del inquieto Encina resultaron acertados, puesto que perdió la plaza. Hay algo que impresiona en todo el texto. Y es el ambiente de inseguridad que envuelve todas las intervenciones de Juan. Y, sobre todo, su última participación en el diálogo es la más significativa. «Lo que dizen [de mí, de Encina] bien lo sé». Encina temía la presión que pudiera ejercer contra su persona la opinión que la gente tenía de él, de su linaje, con toda probabilidad. El hecho de que triunfara Fernández, otro sospechoso, no hace más que ejemplificar una vez más la lucha que los mismos conversos tenían entablada entre ellos para salvarse del naufragio común de los de su casta. El texto de Juan del Encina es la expresión de una postura defensiva típica de los cristianos nuevos.

Pocos datos más conocemos sobre la persona de Lucas Fernández. Parece que sucedió a su tío en el beneficio de Alaraz, según deduce Espinosa Maeso a partir de la documentación que estudió. Tomó parte muy activa, como cantor de la catedral, en las fiestas del Corpus Christi salmantino. En los libros de cuentas del cabildo catedralicio hay varias huellas de su participación en dichas celebraciones. No es éste lugar adecuado para enumerarlas. El lector puede consultar el artículo de Espinosa Maeso citado anteriormente.

Más tarde, Lucas Fernández tuvo un pleito con los habitantes de Alaraz, que protestaban contra su ausencia del lugar, y se vio obligado a nombrar dos capellanes a su costa para que sirvieran el beneficio de que él disfrutaba. Su designación como beneficiado de Santo Tomás Cantuariense no se puede fechar con precisión, pero debió de tener lugar antes del año 1514. En 1520 fue elegido Abad de la clerecía para ese año.

La etapa más profundamente universitaria de la vida de Lucas Fernández es difícil de rastrear, porque se desarrolló «casi siempre en una discreta penumbra»35. El 31 de octubre de 1522 ocupó la cátedra de Música en la universidad salmantina, sucediendo -¡ironías del destino!- a Diego de Fermoselle, hermano de Juan del Encina. Parece que cumplió honradamente con las obligaciones inherentes a su cargo, pues no se le multó más que trece veces por ausencia en los veinte años que duró su profesorado. El 17 de abril de 1528 fue elegido diputado del Estudio y en 1530 participó en el tormentoso nombramiento de Fernán Pérez de Oliva como rector. Entre su primera elección en 1528 y la de 1541-42, que fue la última, participó grandemente en las numerosas controversias universitarias. En los cursos académicos 1540-41 y 1541-42 su asistencia al Claustro fue bastante irregular. El 17 de septiembre de 1542 murió el Maestro Lucas Fernández, «siendo enterrado en modesta sepultura en la Catedral salmantina, sin que quede el menor vestigio de ella»36.




Lucas Fernández, hombre del Renacimiento

En mi artículo Nueva interpretación de un primitivo..., anteriormente citado37, intenté situar la figura de Lucas Fernández en la perspectiva del renacentismo. Ha habido una tendencia muy marcada a considerar a nuestro autor como personaje enraizado en la Edad Media, sin apenas conocimiento de las nuevas ideologías y casi totalmente absorbido por los aires religiosos y medievales de la Salamanca que, probablemente, le vio nacer38.

En la Historia de la literatura española, de Díez Echarri y Roca Franquesa39, se afirma con demasiada ligereza que a Lucas Fernández le faltan las dimensiones renacentistas de Juan del Encina y que fue fiel en todo a las tradiciones medievales. Valbuena Prat ya había señalado con anterioridad40 que a Fernández no le oreó el aire humanístico de Encina; el reputado estudioso de nuestro teatro hacía hincapié sobre todo en el fervor religioso del salmantino. Eduardo Juliá Martínez, en su artículo sobre La literatura dramática peninsular en el siglo XV41, mantiene que Lucas Fernández fue hombre sin crisis pasionales y que no sintió el amor. Para Juan Luis Alborg, la obra de Lucas Fernández «se mantiene profundamente arraigada en el espíritu tradicional español, popular, castizamente castellano y hondamente religioso»42. López Morales, al comentar mi artículo arriba citado, cree exagerada mi explicación sobre el origen de los momentos amorosos de la obra de Fernández, aunque parece aceptar el renacentismo de nuestro dramaturgo43. La última toma de posición es la expresión de un cambio en la manera de considerar la presencia de Fernández en el teatro castellano y el primer resultado concreto de mi trabajo. A pesar de todo, y teniendo en cuenta la opinión más generalizada, es preciso insistir en los extremos siguientes:

1) Lucas Fernández fue un universitario que vivió toda su vida dentro del ambiente académico salmantino, del que fue animador constante a través de su participación en la organización de toda clase de actividades, entre ellas las teatrales. Hemos visto en las páginas precedentes que su familia materna estuvo muy ligada a los medios de la clerecía universitaria y catedralicia salmantina. ¿Es imaginable una universidad de Salamanca, en pleno paso del siglo XV al XVI, radicalmente vuelta de espaldas al Humanismo renacentista?

2) Si tenemos en cuenta los datos que conocemos de su vida, aunque no son muy numerosos, sí son lo suficientemente significativos como para dejar entrever la figura de un hombre muy poco dado a la paciente inactividad con que le ha tratado de decorar más de un crítico. Yo diría que fue un presbítero más preocupado por los problemas de su existencia temporal que por los relativos a su menester sacerdotal. La reclamación de los vecinos de Alaraz no indica precisamente un extremado celo apostólico por parte de Fernández. ¿Cabría, además, preguntarse si en la protesta de los aldeanos no iría mezclado alguno de los conflictos típicos del enfrentamiento entre individuos de la vieja estirpe -los campesinos, cristianos viejos, tan ridiculizados por Fernández en sus obras- y de la cristiandad nueva o conversa -el propio autor-? No tenemos dato ninguno para responder adecuadamente a esta pregunta. Solamente el teatro de Lucas puede dejarnos entrever algo de lo que él pensaba.

3) En cinco de las siete obras conservadas (vamos a prescindir, por el momento, del Diálogo para cantar y del Auto de la Pasión), Lucas Fernández se sitúa dentro de la línea dramática de Juan del Encina (imitándole en algunos casos), cuyo teatro está bien lleno de preocupaciones humanas más que divinas, humanistas más que medievales. Difícilmente puede pensarse que Lucas vivió de espaldas al Humanismo. Su teatro recoge buena parte de los temas que inquietaban a los espíritus más sensibles a las nuevas corrientes. Lucas Fernández, en sus contradicciones, vivió el momento histórico en toda su intensidad, aunque no conozcamos sus extremos de la misma manera que los de Encina, Gil Vicente o Torres Naharro.

4) Respecto a la falta de crisis pasionales y de sentimiento del amor en Lucas Fernández, según dice Juliá Martínez, insisto aún en lo que afirmaba en mi primer artículo, a pesar de que López Morales no haya visto en ello más que influencia provenzal, o poco menos. Cuando se estudia la figura de Fernández tomando como patrón la de Encina, resulta evidente que en aquél no encontramos la vida azarosa de éste. Pero sólo el hecho de no tener datos y detalles no nos permite suponer que en Lucas no hubo crisis amorosas. Sus obras, cargadas de problemática socio-religiosa, didáctica y ascética, son también un canal curioso por donde discurren ciertas afirmaciones sobre el amor que pueden, con todo derecho, interpretarse como manifestaciones de una experiencia del autor y no como una imitación libresca y nebulosa de la lírica provenzal.

Veamos algunos de los textos más significativos. En el Diálogo para cantar, todo él dedicado al amor, se hace una perfecta distinción entre los distintos males que ocasiona el amor. Males morales, espirituales, por una parte, y males físicos por otra. No se trata en la obra de atacar el amor (que hubiese sido la actitud más propia de un espíritu plenamente imbuido de medievalismo trasnochado), sino de exponer sus males. Habla el pastor Juan, atormentado por la enfermedad amorosa:

«Los huessos y las canillas
se me hazen mill pedaços,
y cáenseme los braços
y duélenme las costillas;
ni'n mis pies ni espinillas
no me puedo ya tener
sin al suelo me caer»44.


En la Farsa o cuasicomedia de dos pastores, un soldado y una pastora, donde el tema central es el amor, Manuel Cañete entrevió algo de lo que acabo de comentar. Según decía el citado crítico, para que un autor dé matices distintos a la misma pasión cuando aparece en diversas personas, «es necesario haber observado y estudiado mucho al hombre»45. Sigo teniendo la impresión de que Cañete no quiso entrar en más detalles por salvar la integridad de Fernández. Creo que para dar una definición tan matizada del amor como la que recojo a continuación, es menester algo más que la pura observación de los hombres o la imitación de la poesía provenzal. Si Fernández tomó de esta última literatura parte de sus efusiones líricas amorosas, eso no niega en modo alguno, sino que la completa, la existencia de una experiencia amorosa emocionada y azarosa que parece fácil de comprobar. Así habla el Soldado -personaje marginado por los pastores- en la farsa citada líneas arriba:

«Es amor transformación
del que ama en lo amado,
do lo amado es transformado
al amante en afición.
Es el peso puesto en fiel.
Es niuel
que haze ser dos cosas vna.
Es dulce panal que en él
cera y miel
se contiene sin repuna.
Y este amor 'n el coraçón
nace y crece y reuerdece,
y en el desseo florece
y el su fruto es afición.
Cógese en toda sazón
con passión,
y es sabroso y amargoso
y es de mala digestión.
Da alteración.
Dexa el cuerpo emponçoñoso»46.


5) Mucho más importante que el punto anterior, a la hora de definir el renacentismo -o, si se quiere proceder por vía negativa, el no-medievalismo- de Lucas Fernández, es su actitud ante los problemas que la nueva situación histórica española planteaba a la convivencia humana. La Edad Media había sido un momento, largo momento, de equilibrio entre las tres castas hispánicas. Pero desde la época en que se esculpió la inscripción de la tumba de Fernando III, cuajada de esperanzas de edificación de un país con tres religiones, hasta la muerte de los Reyes Católicos, en que tal esperanza ha desaparecido, hay toda una evolución. Lucas Fernández, converso probable, vive en un momento histórico en que los judíos han salido de España y en el que los conversos intentan integrarse completamente en la sociedad del país. Como encuentran resistencia en ciertas capas sociales -sobre todo las más bajas e incultas-, los cristianos nuevos se lanzan a la predicación de una futura convivencia basada en el ideal religioso cristiano y a la caricaturización de los afanes segregacionistas de los cristianos viejos. El Renacimiento español es, entre otras muchas cosas, la afirmación del converso y su aniquilamiento progresivo. Lucas Fernández, como buena parte de los dramaturgos españoles primitivos, fue hombre de su época y manifestó un interés profundo por la reivindicación de ese lugar que los cristianos nuevos exigían en la sociedad. La Edad Media, sobre todo si se encierra dentro de esas dos palabras un período demasiado indeterminado, no exigía una presencia del cristiano nuevo como la exigió el Renacimiento en España.




La obra dramática de Lucas Fernández

Es difícil precisar qué extensión tuvo la producción teatral de nuestro autor. Actualmente sólo conservamos un volumen de Farsas y églogas, en el que hay siete piezas dramáticas. Es un número bastante reducido, aunque suficiente para darnos a conocer las líneas maestras del teatro del salmantino. Sin embargo, y teniendo en cuenta el estado ruinoso en que el tiempo, los Índices inquisitoriales o la presión social han dejado el teatro primitivo castellano, así como la activa participación de Lucas Fernández en la organización de fiestas dramáticas en Salamanca, no resulta demasiado inverosímil suponer que las siete comedias, farsas, autos y églogas conservadas no son las muestras únicas de su talento de escritor. Su caso no es excepcional. Si hacemos cuenta aparte con Torres Naharro y Gil Vicente, la totalidad de los dramaturgos debe estudiarse a través de un corpus teatral trágicamente mutilado.

En la única edición antigua que conservamos del teatro de Fernández, de la que hablaré más tarde en estas páginas, aparecen las siete obras siguientes:

  • Comedia de Bras Gil y Beringuella,
  • Diálogo para cantar,
  • Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero,
  • Farsa o cuasicomedia de dos pastores, un soldado y una pastora,
  • Égloga o farsa del nascimiento de Nuestro Redemptor Jesucristo,
  • Auto o farsa del nascimiento de Nuestro Señor Jesucristo,
  • Auto de la Pasión.

En este conjunto, hay tres obras de ambiente profano (la comedia de Bras Gil y las dos farsas o cuasicomedias), dos piezas semiprofanas o semirreligiosas (las relativas al nacimiento de Cristo) y una plenamente religiosa (el Auto de la Pasión), que ocupa el último lugar del volumen, además del Diálogo para cantar, marginalmente dramático y que podría considerarse, según Cotarelo47, como la primera ópera en lengua romance.

Considerando el grupo de obras como un todo y la evolución interna que en él cabe distinguir, es posible -ya lo hice en mi artículo varias veces citado- formar una imagen de Lucas Fernández muy distinta de la que hasta hace muy poco nos ha estado ofreciendo la crítica.

Conviene hacer una primera constatación sobre la barrera temática que separa el Auto de la Pasión y las obras restantes. El Auto de la Pasión es obra plena y exclusivamente religiosa. No hay en ella ninguna alteración apreciable del relato evangélico en que se basa, si se exceptúa el efecto que la narración de la Pasión produce en uno de los personajes -San Dionisio, que no aparece en el Evangelio-. El Auto de la Pasión es un producto típico de la religiosidad atormentada de un individuo que pretendía encontrar «su lugar» en una sociedad que se encaminaba a grandes pasos hacia una configuración jerárquica de tipo teocrático. Es obra mucho más personal y original que las no puramente religiosas.

El resto de la producción dramática de Fernández, incluso las obras semiprofanas, muestra una notable influencia del teatro de Encina, aun cuando tiene ciertos elementos y características mucho más acusados y significativos que los que pueden encontrarse en el autor de la Égloga de Plácida y Victoriano.

Cañete, en el prólogo a su edición de 1867, establece, apoyándose en los textos de Fernández, una cierta cronología de sus obras. La Farsa o cuasicomedia de dos pastores, un soldado y una pastora es posterior a la de Bras Gil y a las églogas de Encina Mingo, Gil y Pascuala, Fileno, Zambardo y Cardonio e, incluso, a la de Cristino y Febea (esta última no identificada por Cañete). El citado crítico fija la obra como posterior a 1509.

Las cinco piezas no religiosas -dejemos de lado, por su carácter paradramático, el Diálogo para cantar- tienen un aire común. Tratan hechos de la vida corriente, más o menos ocultos o caricaturizados bajo los toscos trazos de los pastores. En todas ellas hay un tema exterior, que contiene ciertos pasajes o esconde determinados problemas con los que estaba enfrentado el autor en su condición de intelectual de origen converso. La primera, la de Bras Gil, es, para Crawford48, una obra de bodas o esponsales. La segunda, Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero, es comedia de amores y de apretados contrastes y oposiciones entre el cortesano y el campesino. La tercera, Farsa o cuasicomedia de dos pastores, un soldado y una pastora, presenta también el tema de los amores y de los contrastes entre el soldado y el pastor, con una sátira de la milicia y una pintoresca reencarnación del miles gloriosus clásico. Detrás de estos temas que aparecen a simple vista, laten muchos de los relativos al enfrentamiento entre el campesino cristiano viejo y el ciudadano cuya limpieza de sangre no resultaba tan fácil de demostrar, entre el rústico orgulloso de su linaje y de su ignorancia y el caballero refinado y culto, entre el campo y la ciudad, etc., etc...

Al tratar de la cuarta pieza dramática entramos en el grupo de las obras semiprofanas o semirreligiosas. Son dos: una Égloga o farsa y un Auto o farsa del nacimiento de Cristo. Ambas plantean el tema religioso de la adoración del Niño Jesús después de unas escenas donde se habla de asuntos más o menos diarios y se satirizan determinadas instituciones. No olvidemos, en cierto sentido, la Égloga de las grandes lluvias de Juan del Encina. Puede considerarse como un prototipo de este género de piezas semiprofanas. En la Égloga o farsa, dos pastores, Bonifacio y Gil, hablan de juegos, de amores, de sus linajes, de las artes mágicas de una ermitaña bastante afín a la Celestina. Después de uno de los pasajes más positivamente renacentistas por su actitud revisionista de la religiosidad (el erasmismo no hará nada diferente) y su sátira anticlerical, el ermitaño Macario, blanco de la burla pastoril, inicia la didáctica sobre el misterio de la Encarnación y del Nacimiento, para acabar yendo todos a adorar al Niño. Detrás de todo eso y dejando traslucir la intención del autor, hay una visión grotesca del campesino exhibidor de linajes limpios y una burla de su cerrazón mental a la hora de comprender la verdadera dimensión de los misterios religiosos. El nacimiento del Redentor es la única posibilidad de entendimiento y de convivencia fraterna entre unos y otros, «lobos y corderos», cristianos viejos y cristianos nuevos. Tal es el sentido profundo de la adoración final hecha por todos los personajes.

El Auto o farsa del nascimiento de Nuestro Señor Jesucristo, construido con arreglo al mismo esquema dramático que la obra anterior, ofrece algunas escenas de amodorrados sueños y burdas bromas de rústicos como preámbulo a la catequización del pastor dormido y cerrado de mollera y a la adoración final del Niño Jesús.

Este puede ser el contenido y el sentido de las tres obras profanas y de las dos semiprofanas. Tienen rasgos semejantes que nada, o muy poco, tienen que ver con el Auto de la Pasión. Esta última obra, la más importante del grupo desde el punto de vista estrictamente literario, parece posterior a todas las demás. Como decía yo en otra ocasión49, se pueden encontrar dos apoyos para defender esta cierta fijación cronológica. En primer lugar, porque el Auto ocupa el último lugar en la edición de 1514. Además, y esta razón me parece decisiva, el Auto de la Pasión es una obra infinitamente más madura y de superior calidad técnica que las demás. Veamos ciertos rasgos a través de los que se llega a establecer la inferior habilidad de dramaturgo del Lucas Fernández autor de las cinco o seis primeras obras.

En primer lugar, el uso casi abusivo de un tipo de escenas prefiguradas de antemano. Se trata de una especie de moldes estéticos, de clichés, que el autor coloca en determinados momentos, bien sea para llenar lagunas, bien sea para seguir una corriente generalizada en el teatro de la época, bien sea a causa de la presencia subterránea de Encina o de ciertas intenciones suyas que coincidían con las del autor de Cristino y Febea. Estos clichés suelen consistir en escenas de peleas, pullas -estudiadas por Crawford50-, exhibición de genealogías, relación de regalos de boda, quejas de amor, insultos, enumeración de animales y de objetos relativos al pastoreo, sueños profundos de pastores que no quieren despertarse, etc. Todo ello se repite con una cierta monotonía. Y, aunque siempre responde a la intencionalidad del escritor que he apuntado en los párrafos anteriores, sin embargo, da la sensación de que Lucas Fernández carecía de la inventiva necesaria para crear situaciones dramáticas suficientemente flexibles y vivas.

Otro rasgo característico de la inferioridad técnica de las obras dramáticas profanas o semiprofanas radica en la manera de presentar la sucesión de las distintas escenas. La falta de agilidad al introducir los personajes en la acción es un detalle evidente de primitivismo. Lucas Fernández libra una verdadera lucha contra la brusquedad en la entrada de las personas. Generalmente recurre a llamar al personaje en cuestión. Otras veces, el carácter entra en escena sin que preceda aviso alguno y cortando en seco el diálogo mantenido antes de su llegada. Hay una mayor flexibilidad y modernidad en el arte de introducir a los personajes en escena a medida que nos alejamos de las obras profanas o semiprofanas y nos acercamos al Auto de la Pasión.

El tercer punto digno de tenerse en cuenta a la hora de establecer un cierto orden cronológico en las dos tendencias dramáticas de Lucas Fernández, es la falta de caracteres definidos y diferenciados con rasgos de individualidad que encontramos en el grupo de obras profanas y semiprofanas. En el Auto o farsa del Nascimiento lo mismo nos da Juan que Lloreinte. Uno y otro no son sino la encarnación escénica del rústico orgulloso de su linaje y de su ignorancia. En la Égloga o farsa del Nascimiento no hay caracterización distinta entre Bonifacio y Gil. El ermitaño Macario no es una persona, con resonancias y matices individualizados, sino un simple portavoz de la didáctica religiosa y un blanco inerme de las burlas de los pastores. En la Farsa de una doncella, un pastor y un caballero (detalle importante que debe tenerse en cuenta: ninguno de los tres tiene nombre), ni el caballero, ni el pastor, ni la doncella actúan a título de individuos diferenciados. En la Farsa de dos pastores, un soldado y una pastora, los dos rústicos se confunden en sus boberías y el soldado es un arquetipo con ciertos rasgos tomados de la Antigüedad a través del Renacimiento. Lucas Fernández llega, en esta serie de obras, a imitar, más o menos, algún tipo clásico o a diseñar personajes casi abstractos, arquetípicos aunque no ejemplares. Pero nunca a trazar las líneas fundamentales de personajes de carne y hueso. En el Auto de la Pasión es donde dio el gran paso adelante, creando, con una mayor experiencia como autor dramático, algún personaje como San Dionisio, que late en la contemplación de la acción pasional, se conmueve ante la muerte de Cristo y hace girar en torno a sí mismo todas las principales implicaciones dramáticas del Auto. San Dionisio es la verdadera criatura humana puesta por Lucas Fernández entre los muros de su teatro.




Fuentes bibliográficas y criterios de la presente edición

Conservamos un ejemplar de la edición princeps de las obras dramáticas de Fernández, publicado en Salamanca en 1514. Este volumen, impreso en folio y letra gótica, consta de 30 hojas sin foliar y con las siguientes signaturas: AIII, B, BII, C, CII, CIII, D, DII, f, f, aII, aIII. Lo cual permite establecer la foliación así: A6, B4, C6, D4, F4 y a6. Falta la letra E en las signaturas, lo que hace pensar que había en las páginas correspondientes una obra hoy desaparecida. Es verosímil la suposición, ya que cada obra (excepción hecha de la número II) está impresa en los folios correspondientes a una sola signatura. Faltan, pues, cuatro o seis folios y, en consecuencia, una obra. Gallardo y Cañete creyeron que la pieza dramática perdida podría ser las Coplas de una doncella, un pastor y un salvaje, por cierta semejanza que hay entre el planteamiento de dichas Coplas y la obra número III de Lucas Fernández. Emilio Cotarelo, en el estudio introductorio a la edición facsímil de las obras de Lucas Fernández publicada en 1929, señala una diferencia entre las Coplas y el resto de la producción de nuestro autor. En mi edición he prescindido de las Coplas por contener un léxico que me parece radicalmente alejado del de las farsas de Fernández. Solamente edito las siete obras publicadas y conservadas en el ejemplar de 151451. Estas siete piezas son las siguientes:

  1. Comedia de Bras Gil y Beringuella.
  2. Diálogo para cantar.
  3. Farsa o cuasi comedia de una Doncella, un Pastor y un Caballero.
  4. Farsa o cuasi comedia de dos pastores, un soldado y una pastora.
  5. Égloga o farsa del Nascimiento de nuestro Redemptor Jesucristo.
  6. Auto o farsa del Nascimiento de nuestro Señor Iesucristo.
  7. Auto de la Pasión.

Los números romanos que preceden a cada obra me servirán, en las notas de la edición, para referirme a la farsa, comedia, auto, égloga o diálogo correspondiente.

No obstante mi manera de entender el problema de las Coplas, he creído útil, siguiendo la pauta marcada por Emilio Cotarelo, reproducir en un Apéndice su propia edición de dichas Coplas de una doncella, un pastor y un salvaje. Siempre puede resultar curioso consultarlas. Como he descartado la autoría de Lucas Fernández, he preferido no tocar el texto publicado por Cotarelo y darlo tal como aparece en su edición de 1929, incluso con sus breves notas a pie de página.

Para fijar el texto de la producción dramática de Lucas Fernández he seguido los criterios siguientes:

Conservación, dentro de lo posible, de las grafías utilizadas en el ejemplar de 1514 ('aya' por 'haya', 'chiuitero' por 'chivitero', 'embaçado' por 'embazado'). Si la grafía antigua puede inducir a error ('a' por 'ah', ' por 'oh', 'e' por 'he'), la he respetado y he puesto a pie de página la transcripción moderna. He mantenido la grafía antigua incluso en las palabras latinas ('celis' por 'coelis', etc.). Sólo he corregido ciertos errores que creo de imprenta, pero no aquellos que juzgo imputables al autor (versos demasiado largos, etc.). He seguido las normas de la acentuación actual y he acentuado la 'y' si la lectura lo requería ('aý' por 'ahí'). La edición de 1514 da formas como 'quescalentemos' y Cañete las transcribió dejando una s- inicial ('que scalentemos') anómala en castellano. En mi edición he recurrido al uso del apóstrofo ('qu'escalentemos') por creerlo más exacto. Empleo igualmente el apóstrofo para deshacer formas de la edición de 1514 a veces incomprensibles, tales como 'darle'. En casos así he separado la palabra ('darl'e') respetando la grafía antigua y a pie de página he dado la transcripción moderna ('darle he').

Me separo notablemente de la edición de Cañete en la puntuación de las frases, a veces con el consiguiente cambio de sentido. He modificado también el nombre de alguno de los interlocutores por creerlo errata de imprenta. Siempre lo indico en las notas a pie de página.

En las notas he querido aclarar el sentido de los términos empleados por Lucas Fernández utilizando las definiciones de los diccionarios o vocabularios y siempre he preferido las explicaciones encontradas en los repertorios más antiguos (y, en consecuencia, más cercanos a nuestro dramaturgo). La lista de palabras presentada por Cañete y el Glosario de Lihani los he utilizado con frecuencia, pero solamente cuando los diccionarios no daban ninguna referencia a la palabra en cuestión. La razón que me ha llevado a seguir este criterio es que ni Cañete ni Lihani apoyan su interpretación de los vocablos en textos coetáneos de Fernández o en diccionarios y repertorios lexicográficos de reconocida valía.

Las abreviaturas empleadas en las notas hacen alusión a la siguiente lista de obras:

  • AUT: DICCIONARIO de Autoridades. Real Academia Española. Edición facsímil. Madrid. Gredos. 1963. 3 vols.
  • Cañete: LUCAS FERNÁNDEZ. Farsas y églogas al modo y estilo pastoril y castellano, fechas por..., salmantino. Edición y prólogo de Manuel Cañete. Madrid. Real Academia Española. 1867. CVII + 1 lám. + 306 págs.
  • Casares: JULIO CASARES. Diccionario ideológico de la lengua castellana. Barcelona. Gustavo Gili. 1942. LXXII + 1124 págs.
  • COR: JOAN COROMINAS. Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana. Madrid. Gredos. 1954. 4 vols.
  • Correas: GONZALO CORREAS. Vocabulario de refranes y frases proverbiales y otras fórmulas comunes de la lengua castellana. Escrito en 1627. Manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid.
  • COV: SEBASTIÁN DE COVARRUBIAS. Tesoro de la lengua castellana o española, según la impresión de 1611, con las adiciones de Benito Remigio Noydens publicadas en la de 1674. Edición preparada por Martín de Riquer. Barcelona. Horta. 1943. XVI + 1093 págs.
  • DH: DICCIONARIO histórico de la lengua española. Seminario de Lexicografía. Director: Julio Casares. Madrid. Real Academia Española. 1960-en publ.
  • DLE: DICCIONARIO de la lengua española. Madrid. Real Academia Española. 1956. 18.ª edición. XXIV + 1 h. + 1370 págs.
  • Edic. 1514: LUCAS FERNÁNDEZ. Farsas y églogas al modo y estilo pastoril: y castellano, Fechas por... Salmantino Nueuamente impressas. Salamanca. Lorenço de Liom. 1514.
  • Franciosini: LORENZO FRANCIOSINI. Vocabolario español e italiano. Roma. 1620.
  • Lihani: JOHN LIHANI. Glossary of the Farsas y églogas of Lucas Fernández. XXXVI + 413 págs. Tesis de doctorado presentada en la Universidad de Texas (Austin) en 1954. Inédita. (La he podido consultar gracias al servicio de préstamo entre bibliotecas.)
  • MAlonso: MARTÍN ALONSO. Enciclopedia del idioma. Madrid. Aguilar. 1958. 3 vols.
  • Nebrija: ELIO ANTONIO DE NEBRIJA. Vocabulario de Romance en Latín. Salamanca. 1492.
  • Percivale: R. PERCIVALE. A Dictionary in Spanish and English. Londres. 1599.
  • Rosal: FRANCISCO DEL ROSAL. Origen y etymologia de todos los vocablos originales de la lengua castellana. Manuscrito núm. 6929 de la Biblioteca Nacional de Madrid (copia del siglo XVIII).
  • THD: MANUEL ALVAR. Textos hispánicos dialectales. Antología histórica. Madrid. C. S. I. C. 1960. 2 vols.

Por primera vez se imprimen las églogas y farsas de Lucas Fernández con la numeración total de sus versos. Para facilitar la localización de las citas, he incluido, en la parte baja de cada página, un conjunto de número romano (que hace referencia a la obra de que se trata) y cifras árabes (que indican los versos contenidos en la página).







 
Indice