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Introito. Introducción a las farsas profanas de Lucas Fernández

Juan Miguel Valero Moreno



Para mi maestra, Ana Tomás Herrero





«La realidad histórica está constituida por fenómenos de marginación que pueden llevar, ya a la exclusión, ya a la recuperación o reintegración (lo que ciertos etnólogos y sociólogos llaman paginación: volver desde el margen al centro de la página). La marginalidad es una condición inestable, frágil y, en general, efímera». Jacques Le Goff, en La civilización del Occidente medieval, ed. or. 1965.



El Cristo, el Ungido, que se proclama hijo de Dios, rey del cielo y de la tierra, fue considerado, según todas las fuentes, las que divulgan su mensaje y las que lo condenan, como un excluido, un marginado. La huida a Egipto significa, en cierto sentido, el escamoteo del census, una operación técnica clasificatoria, control administrativo y fiscal de las personas que pertenecen a una comunidad controlada por un poder que jerarquiza a sus ciudadanos. Jesús, llamado el Nazareno, el hijo del carpintero, evade el censo. ¿Cómo censar al hijo de Dios? En Lc 2 2, se nos narra el desplazamiento de José, para inscribirse junto a María, desde Galilea a Belén. Pero no sabemos luego que se inscribieran realmente: por un lado no encuentran lugar público donde alojarse y tienen que refugiarse en un pesebre; por otro lado, tal y como cuenta Mt 2 13, enseguida tienen que huir a Egipto para escapar del decreto de Herodes, permaneciendo allí hasta la muerte de éste. José, que se hace cargo de la vuelta, ya no regresa a Judea, sino a Nazaret, en Galilea (Mt 2 14). Como dijo en una ocasión el maestro y sociólogo, Pierre Bordieu, «los mal clasificados pueden rechazar el principio de clasificación que les otorga el peor lugar». El Cristo va, en realidad, más allá, se ubica en la sociedad que va a sentenciar (y cumplir) su destino a través de un mecanismo jurídico, como inclasificado; también como inclasificable, pues es cabeza de todo linaje. El acta de nacimiento, de ingreso en la historia, la otorga la escritura propia, revelada, los Evangelios, y luego la historiografía cristiana, como en Paulo Orosio. El historiador hispano, traslada el nacimiento de Cristo del margen al centro, señalando éste como correlativo de la Pax Romana: «Anno ab urbe condita DCCXXV ipso imperatore Cesare Augusto quinquies et L. Apuleio consulibus Caesar victor ab oriente rediens, VIII idus ianuarius (25 de diciembre) urbem triplici triumpho ingressus et ac tunc primum ipse lani portas sopitis finitisque omnibus bellis civilibus clausit» (6 20). Es en este preciso instante del triple triunfo de Augusto, el más grande de los emperadores de Roma, cuando a cientos de millas romanas, en los contornos de una ciudad de Judea llamada Belén (la casa del Pan) nace, en un portal, Jesús. En Belén había nacido David (1 Sam. 17 12) y el profeta Miqueas (5 2) había vaticinado que en aquel lugar nacería el futuro Mesías. Allí mismo, en la hipotética espelunca donde había venido al mundo el Elegido, levantaría Constantino el Grande (ca. 330) la Iglesia de la Natividad. Se iban cimentando, literalmente, las piedras sobre las que el cristianismo pasaría del margen al centro, legalizando una historia anteriormente proscrita: «Porro autem -continuaba Orosio- hunc esse eundem diem, hoc est VIII idus Ianuarius (6 de enero), quo nos Epiphania, hoc est apparitionem sive manifestationem Dominici sacramenti, observamos, nemo credentium sive etiam fidei contradicentium nescit» (6 20).

A partir de la huida, de la matanza de los inocentes por Herodes, la infancia de Jesús transcurre entre tinieblas para los evangelios canónicos y sólo se retoma, ya en plena madurez, en el inicio de la carrera milagrosa y de predicación hasta el momento crítico en que Jesús es acusado (si exceptuamos los episodios rituales de la presentación de Jesús para la purificación mosaica, Lc 2 22, en Jerusalén, por ejemplo). La acusación de los sumos sacerdotes ante la administración romana es muy significativa con respecto a los hechos que estoy comentando. Lucas 23 2, recoge lo siguiente: «Hemos encontrado que éste seduce a nuestro pueblo y le impide pagar impuestos al emperador, y afirma de sí mismo ser un rey ungido». Recordemos: Jesús no resultó inscrito en el censo, o al menos así queda sugerido. La acusación es muy concreta y resulta reflejo del ambiente antirromano de esos años e incluso anteriores. Tácito recoge a menudo el clima de oposición al control romano. Flavio Josefo, en sus Antigüedades judías, lo hace explícito como sigue, 17 285: «Judea estaba llena de bandidos que se agrupaban a la aventura en torno a cualquiera que surgiera como rey y apuntara a la destrucción de la comunidad...» En torno al denario per capita que constituía el impuesto anual se gestó la condena del Cristo, cuya fórmula fiscal sumamente ambigua de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22 21), le llevó al Gólgota como reo de delito de lesa majestad y contumacia, incluso pese a la manga ancha demostrada por Pilatos en Lc 23 13-25. Allí, en el Calvario, en los márgenes de Jerusalén, del Templo de Salomón, centro de la religiosidad judía y depósito del Arca de la Alianza, Jesús agoniza, siguiendo el procedimiento romano de la crucifixión, junto a dos fures o latrones, bandidos o ladrones. Esta condición la reconoce el propio Nazareno cuando por boca de los evangelistas se expresa así: «Como contra un bandido y un revoltoso habéis salido con cuchillos y palos para prenderme. Todos los días me sentaba a enseñar entre vosotros en el templo, y no me detuvisteis» (Mc 14 48-49; Mt 26 55; Lc 22 52-53).

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La muerte del Cristo en la cruz, de un marginado y un excluido por la comunidad de teólogos y jerarcas que pertenecían a su misma tradición religiosa tuvo, como sabemos, consecuencias del todo inesperadas. La pequeña comunidad que sobrevivió a su muerte y fue testigo de su resurrección fue el origen de una textualización sin precedentes que en pocos años se expandió por todo el orbe conocido y que acabó institucionalizándose después de duras pruebas como religión oficial, pasando de la periferia del Imperio a ocupar su centro y modificando, a la postre, todas las estructuras de la historia Antigua. Como código de referencia y como testimonio de la vida de Jesús quedaron los escritos que recoge el Nuevo Testamento, muy en particular los Evangelios.

Como texto central del cristianismo los Evangelios se convierten en memoria escrita y en autoridad de la vida de Cristo. Éstos son el centro espiritual de la vida cristiana y de las instituciones que conservan y transmiten su testimonio. Pero todavía en el siglo XI, por fijar un término de partida, la Pasión se representa, tanto en las lecturas de los intelectuales como en el arte figurativo, pobremente. El Cristo románico es una figura trascendente, receptáculo de un poder invisible e inasible. La comunidad cristiana inicia, en especial la que se expresa en romance, un lento caminar hacia la corporeización de la idea del arte románico, desde la Passio de Clermont-Ferrant, uno de los primeros monumentos de la lengua romance, a los pesebres confeccionados por las propias manos de Francisco de Asís. Frente a la idea, es cierto, la historia de Jesús sigue siendo, propiamente, un relato, una narración, la primera, eso sí, entre sus pares de la hagiografía. El giro espiritual del siglo XIII, la potenciación de la doctrina de la Encarnación por parte de Inocencio III para hacer frente a los cátaros, la Cruzada en Tierra Santa, la espiritualidad demostrativa de San Luis y el talante visual y antropológico del arte gótico, son algunos de los fundamentos de la aparición de la literatura pasional en Occidente.

La nueva necesidad mimética, representativa, del hombre medieval comienza su andadura literaria en torno al siglo X y sólo se plasmará con auténtica florescencia y fecundidad entre mediados del siglo XIII y principios del XIV para habilitarse como norma en el otoño de la Edad Media. El resultado es la condensación de influencias recíprocas entre el monasterio y el convento urbano, el eremita de tebaida y el predicador cortesano, la alta cultura latina y la liturgia más estricta, las concesiones conciliares y la sensibilidad popular hacia la doctrina religiosa.

En este marco nace el teatro medieval, un teatro que se inicia en los márgenes o, al menos, en una posición marginal con respecto a otros modos de expresión textual. El teatro medieval en general y el castellano en particular, en tanto que género literario, cuenta hasta hoy con una pobre tradición teórica y se mantiene, sin duda, como el género más difícil de definir en el sistema literario de la Edad Media. Vale reiterar ahora las palabras de Jacques Le Goff: «La marginalidad es una condición inestable, frágil y, en general, efímera.» Desde el margen, desde la humildad del margen, se producirá un abismamiento en la eternidad, tal como entienden, por ejemplo, los comentaristas del siglo XI acerca del episodio humilde, de la Samaritana. El descubrimiento de lo eterno, del agua viva, se produce en el instante en que ésta se haya inclinata super marginem fontis (y notemos aquí que no se utiliza la palabra puteis, pozo, sino fuente, que tiene un significado místico más hondo). ¿Cómo aparece el drama litúrgico? Lo sabemos bien, como un texto marginal del oficio litúrgico, una glosa o desarrollo de un texto canónico, como los llamados tropos y las sequentiae. Para ser más exactos: primero el tropo, luego la secuencia, relacionados por lo general con interludios musicales en el canto gregoriano. Este texto añadido visualiza a través de la modulación de las voces y el desplazamiento o movimiento de los personajes representados en el tropo un momento que requiere de una celebración especial. Al contrario que esa otra visualización textual, que es la del sermón y la homilía, que se pueden entender como glosas extensas (relativamente dramatizadas, pero en realidad dentro de la oratoria sacra) a un fragmento de las Escrituras, el tropo es una glosa por lo general muy breve en la que predomina lo dramático y la concentración e intensificación de aquello que es relatado en un conjunto textual más amplio. Por no salir del ámbito castellano, recabaré tres definiciones de los términos glosa y glossema que se encuentran en el códice emilianense de la Real Academia de la Historia, 46, que se terminó de copiar en el año 964 (fol. 70v): «congregatio sermonum vel interpretatio», «detraere fructus», «interpretatio sermonum». Es decir, la glosa comprime, interpreta y extrae el fruto del discurso y, aunque no todas las glosas se ajustan a esta tipología, como por ejemplo la glosa de San Millán que se considera el primer texto castellano y que resulta ser una oración temblorosa, ésta también sirve de adorno, tal y como lo entendía Hugo de San Víctor en su libro De grammatica (en la primera mitad del siglo XII). Pues bien, las primeras modalidades de esas glosas en movimiento que son los tropos litúrgicos se refieren, precisamente, a la resurrección de Cristo y al anuncio del ángel a los pastores. La primera modalidad por orden cronológico es la de resurrección y es conocida con las palabras introductorias latinas Quem queritis..., esto es ¿qué buscáis?, palabras que pronuncia un ángel ante las tres Marías y que pueden leerse, como por primera vez las hemos conservado, en el manuscrito latino de la Bibliothèque Nationale de Paris 1240, proveniente de la abadía de Saint-Martial de Limoges, y datables entre 920-930 o 933. En el siglo XI aparece el Officium pastorum, a través del cual un grupo de pastores recibe la noticia del Nacimiento y se encamina al portal donde ha nacido Jesús. Estos primeros motivos, que van del momento posterior a la muerte al anterior al nacimiento, serían enseguida ampliados tanto en el tema como en su desarrollo temporal, hasta ocupar aproximadamente media hora, desplazando el texto propiamente litúrgico hacia el texto dramático, en un notable proceso de implementación. Nace así el drama sacro, ampliamente representado en Francia, aunque muy parco en Castilla. Con todo, ya Alfonso X puede señalar como algo habitual (pese a que se pueda considerar traducción de una decretal de Inocencio III, quizás precisamente por eso) que «representación hay que pueden los clérigos hazer: así como la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, en que muestra cómo el ángel vino a los pastores e cómo les dijo cómo era Jesucristo nacido. E otrosí de su aparición como los tres Reyes lo vinieron adorar. E de su resurrección, que demuestra que fue crucificado y resucitó al tercer día». En efecto, el conocido como Auto de los Reyes Magos, es de finales del XII, anterior a las Partidas; aunque, por desgracia, no conservamos otras manifestaciones romances de estas representaciones hasta bien entrado el siglo XV, época en que la palabra representación no siempre tiene el mismo valor referida a espectáculos dramáticos. Un ejemplo de representación típicamente ceremonial pero alejada de lo que aquí consideramos como teatro religioso medieval sería la performance que tuvo lugar con motivo de la entrada de Isabel la Católica el 28 de julio de 1481 en Barcelona, en la puerta conocida como de Sant Antoni: «En lo qual portal fou preparada una representació de santa Eulàlia, devallant de la torra sobre lo dit portal, en compañía de III àngels, ab enginy molt artificios». El espectáculo angélico es un pequeño musical con tramoyas de efecto y recitado de unas coplas de recibimiento que acaba con la vuelta al artefacto que hace volar a los ángeles. Se trata de apenas 29 versos, tal y como pueden leerse en el manuscrito 150 de la Bibliothèque Municipale de Valenciennes (fol. 141).

Nada que ver, pues, para aquel que conoce los textos, con el Auto de los Reyes Magos, la Representación al Nacimiento de Nuestro Señor y las Lamentaciones fechas para la Semana Santa (en un rango genérico mucho menos evidente), de hacia 1476, el Auto de la Pasión conocido como de Alonso del Campo, ca. 1485-1486, el Auto de la huida a Egipto, fechable entre 1446 y 1512 (en el ámbito, como la Representación de Gómez Manrique, de las clarisas), las piezas de Juan del Enzina, que situaremos convencionalmente en 1496, o las de Lucas Fernández, de 1514.

Lo primero que llama la atención entre todas ellas es la diversidad de su soporte material: un roal de pergamino contiene el Auto de los Reyes Magos (Toledo), y el Auto toledano de la Pasión figura en el espacio ganado a un libro de cuentas. Sin embargo, la Representación de Gómez Manrique, creación de un noble laico, para un convento femenino (el de Calabazanos, en Palencia), se encuentra en el cuidado manuscrito de un cancionero particular, al contrario que el del Auto de la huida a Egipto (del convento de Santa María de la Bretonera, en Burgos), escrito en una desmañada y difícil cursiva y encuadernado junto a dos impresos que se compraron en 1512, según figura en una nota (pero que son los dos de 1510), y algunas poesías religiosas. Uno de los impresos es de tema afín: Juan de Padilla, Retablo de la Vida de Cristo, Sevilla: Cromberger, 22-I-1510. Las obras de Juan del Enzina y Lucas Fernández, aunque eventualmente pudieron tener una tenue difusión manuscrita, se encuentran ya impresas; como sección propia del Cancionero de Juan del Enzina (Salamanca) y como conjunto dramático al costado de otras piezas teatrales profanas en el caso de Lucas Fernández (Salamanca). De la mouvance, lo inestable, lo efímero, fungible y marginal (pero, ¿cómo es posible que un hecho de dimensiones escatológicas tan fuertes tuviera, al menos en su forma dramática, una existencia tan precaria en lo material?) al carácter privilegiado y central de un manuscrito nobiliario o algunos de los productos más cuidados y relevantes de la imprenta castellana.

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Probablemente una de las claves de esta transmisión se encuentre, además de en una idea muy levemente textual del teatro medieval, o en la ocasionalidad de estas representaciones, si las comparamos con los oficios litúrgicos cotidianos, en su poética humilde. Un romanista tan fino como Auerbach fue de los primeros en señalar la descendencia de este teatro, al estudiar el Jeu d'Adam, de la tradición del sermo humilis, discurso humilde, genus (género), humilde. En la rueda virgiliana de la literatura romance estos textos, que cumplían una función social además de religiosa, se encargan de transmitir el mensaje sublime de la Redención impregnando a la comunidad en su conjunto. La fórmula tuvo éxito y permitió una difusión tanto horizontal como vertical, siendo acogida en la plaza y en el aula como refinamiento cortesano. La humilitas discursiva no es contradictoria con el lugar social y/o material que llegarían a ocupar algunos de estos textos ya que, precisamente desde el Jeu d'Adam, donde Dios es designado como figura, esta figuralidad dotará al discurso de carácter escatológico y trascendente, situándolos con fuerte soldura como eslabón de la cadena de hierro de la historia sagrada. Pero con respecto a la historia sagrada del gran código, el drama sacro representa un movimiento de apertura que plantea un interesante juego de espejos y que no se deja encerrar en descripciones aseguradoras. Es, casi siempre, un desborde de sentido, un desplazamiento de lo inmutable que sacrifica el decoro del pórtico o ara del Nacimiento entre un buey y una burra apócrifos que calientan a un niño muy real, «in pannis involutus», envuelto en sus pañales. Estos dramas que hacen ingresar también a la Verónica, resultan de una reinterpretación cuya clave es tanto estética como religiosa y que responde contundentemente a las preferencias y la avidez narrativa (y no teológica) de sus receptores. La autoridad puede ser el centro, pero el lector es, casi siempre, el margen, ese margen que al contrario que el Texto, carece de contextura (como tejido). Porque, como trato de indicar, el teatro litúrgico medieval, en buena medida, nace de la expansión del texto hacia el contexto (como margen). El placer estético de este teatro con respecto a su límite de recepción no es, desde luego, desdeñable, ni constituye, en modo alguno, un simple descenso a una popularidad burda. Al contrario, a través de la representación viva de los elementos de la Pasión y de la disposición visual y exterior de su relato, genera en el espectador, un movimiento interior. Probablemente igualando a ese erotismo místico o copulación santa que describía Lyotard a propósito de San Agustín: «Cuando es visitada (...) el alma-carne pasa al estado fantasmal. Apela al cuento de hadas o a la fábula más que a cualquier otro discurso». Al fin y al cabo la religión cristiana se erige en receptáculo de todos y no en exlusiva del sabio, la experiencia de la fe y la verdad deben ser puestas al alcance de toda la comunidad porque, independientemente de la forma que adopte su exposición el fondo auténtico es el mismo, de ahí la importante ilación entre pastores y doctores de Pablo en Ef 4 11, base de una bien aprovechada sobreinterpretación.

La devoción como forma de situarse en el centro de la religión se persigue a través de asociaciones físicas con situaciones mentales. Un camino hacia la mansión interior, casi coetáneo a Lucas Fernández, se evoca en la Catedral de Salamanca.

Pórtico Oeste. Sobre el dintel se contempla el Nacimiento. Un cuerpo más arriba se sitúa la Crucifixión. Dos escenas en una fachada proyectada hacia el exterior, reclamando la atención y la lectura visual de los fieles. La ausencia casi disparatada de transición recuerda el procedimiento de la transparencia cinematográfica, del fundido y la anulación de la cronología, al superponer ambos motivos. Esta yuxtaposición paralelística, en cualquier caso, era la usual en el primer teatro litúrgico: quem quaeritis in praesepre?; quem quaeritis in sepulchrum? Antes que Quevedo, Lotario de Signa, cuando era cardenal diácono en Roma, fija con fuerza una imagen que ya era tradicional a finales del siglo XII, en la transición del románico al gótico: la cuna y la sepultura. En el Desprecio del mundo, como en el teatro sacro medieval, existe esa lectura meditativa de la vida de Cristo, resumida en el alfa y omega del nacimiento y la muerte. La contemplación meditativa de los signos externos empuja a la penetración; se entra en el templo como en un útero, dejando atrás el muro a través de un movimiento interior que nos lleva hasta el ara o urna, lugar de la celebración y signo del nacimiento y la muerte. El cuerpo del cristiano queda, en este trayecto, impreso, comprende desde las palabras, los gestos y los símbolos, pero anulándolos en la contemplación. La descripción del paso del edificio exterior al templo interior del hombre en Dios trató de definirla Suger al fijar las letras dedicatorias del pórtico de Saint-Denis: «Lo que irradia aquí en el interior la puerta dorada os lo presagia». Impresionante introducción.

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Este movimiento interior, he de insistir, es, en mi opinión, una de las claves, si no la clave, de las composiciones sacras de Lucas Fernández. Podría decirse que éste es el objetivo, mientras que el procedimiento es el propio del genus humile, estilísticamente pobre y en ocasiones excéntrico o directamente ridículo, pero correa de transmisión de ideas que han de comprenderse trascendentemente. Todos los niveles de la composición quedan afectados en esta búsqueda.

Lo primero que llama la atención en la Égloga o farsa del nascimiento es su posición extravagante en relación con el hecho que trata de exponer. Bonifacio, el de la buena faz, pastor al que las zagalas otean en la iglesia (vv. 26-27), una iglesia, por cierto, presente ya en la vida del Valle de Villoría de la Almuña en que se reubica el nacimiento de Cristo, antes de que éste nazca, expresa ante todos los que lo puedan oír su autosatisfacción. Bonifacio se manifiesta a través del contraste entre lo que dicen sus palabras y la forma lingüística que éstas toman. Todas las cualidades que Bonifacio parece poseer indician el mundo del cortesano. Bonifacio es sabio, entendido, lozano, aguerrido, buen deportista, canta y danza, tañe instrumentos, posee juventud. Bonifacio se expresa, sin embargo, en ese lenguaje rústico artificial conocido como sayagués, viste como un pastor, visita las ferias y mercados y no falta a ninguna de las fiestas propias del pueblo: bodas, cofradías y romerías. La comicidad y la risa se justifican por la contradicción interna, pero a este modo de la contradicción o desmentido se suma la contraposición de Gil, el pastor bruto o salvaje. En Gil, al contrario que en la expresión artificiosa de Bonifacio, se cumple la desestructuración del lenguaje y la comunicación se rompe en pedazos. Se suceden los turnos sin sentido de preguntas, respuestas e imprecaciones, los absurdos intencionados, disparates y desatinos (v. 490) (en su brutalidad Gil es capaz de comparar a Bonifacio con Anteo, Absalón o Narciso, al tiempo que Bonifacio será hábil para citar sólo a personajes bíblicos: Sansón, Esaú, Judit, Olofernes, Isobet, Tobías), los linajes carnavalescos que acaban en un altercado verbal explícitamente celestinesco y en un pacto pastoril que defiende la igualación social en relación con la doctrina cristiana (vv. 216-219): «Todos somos de un terruño, | bajos, altos y mayores, | pobres, ricos y señores, | de Aldrán [Adán] viene todo alcuño.»; y luego vv. 505 en adelante. Los pastores se sorprenden ante sus discursos retóricos, su canto, que no es aquí musical sino el del discurso autoentendido como eufónico y bien formado. Bien, todos hemos reido, ¿qué hay del puer natus est? Hasta el v. 272 no aparece Macario. Macario es un hermitaño de San Ginés, un cenobita que se encuentra con los pastores, trata de dirimir sus disputas y anunciarles la buena nueva. Ello no sucede hasta mediada la farsa (vv. 327-328): «No es tiempo ya más de estar en burletas» marca el principio de la noticia, doctrina y catecismo por boca de Macario, que cumple todas estas funciones además de la profética y la de señalar la figuralidad de su discurso. Macario sustituye, además, al ángel en la función enunciadora. Antes de ser escuchado con atención y de ser revelado el motivo del uso de su palabra (principio de suspensión) Macario es motejado por los pastores socarrones, que ejercen una hilarante crítica social en la que desfilan, por comparación con el hermitaño, bulderos, frailes zorros, o Urdemalas. Aclarados los malos entendidos y detenidas las chanzas Macario principia su discurso, que le llevará de Adán a Cristo, en el trazado de una historia de la Salvación, señalando las figuras (o representaciones) de Cristo en el Antiguo Testamento, así como los testimonios de los profetas. Sea cual sea el ámbito de representación de esta égloga, la figura de Macario en el medio rural y ciertos rasgos propios de la predicación invitan a pensar en la importancia que la difusión del mensaje de Cristo tiene entre los misioneros peninsulares que circulan por las aldeas del XVI hispánico. Por contraste, Macario utiliza un lenguaje reglado que se advierte como poco usual en el ficticio medio agreste. En el v. 373 hace su irrupción otro actante: Marcelo. Este ha visto al ángel canónico de la Anunciación y les transmite el Nacimiento desde otro punto de vista, el del pastor. Marcelo es, sin embargo, como mediador, un pastor menos rústico en su lenguaje que Bonifacio y Gil, y es capaz de argumentar la virginidad de María, dando pie a Macario para la introducción de varios discursos calificados por Bonifacio como claramente oratorios y en los que se desarrollan conceptos medianamente complejos como los tiempos de las leyes y la sucesión histórica: Natura, Escritura y Gracia, el tiempo que está por venir. Bien pregona Macario invitando a los pastores a contemplar en sus palabras la importancia de aquello que van a conocer, preparándolos cognitivamente, digamos, para recibir a Cristo niño. Entre los versos 474-475, efectivamente, se produce una ruptura o parada del discurso para el desarrollo de un canto polifónico en lengua latina (señalado por una rúbrica) que resume, en cierto modo, la noticia sobre la que se extiende la égloga. Sigue un interludio jocoso sobre las malas habilidades latinas de los pastores y un nuevo pasaje doctrinal que se desarrolla a través de una exposición mayéutica en la que Macario responde a las preguntas de los pastores. Entre los temas precisados por Macario figuran las ideas de la Encarnación, la Redención y la Salvación, la Trinidad, el linaje o parentela del género humano y la posición histórica de la raza judía (de suma importancia en esta égloga) y una alabanza a la Virgen, perla preciosa, que acaba rematando Marcelo muy líricamente. Continúa, para acabar, la descripción del portal y la marcha de los pastores hacia el nacimiento. Finaliza la égloga con un villancico cantado que se inicia con un el verbum caro factum est y recopila parte de la información doctrinal diseminada a lo largo de los anteriores debates. Por lo que podemos leer prácticamente toda la dramaticidad reside en el lenguaje, vertebrado por los polos opuestos del absurdo y la trascendencia, muy tenso en la explotación hasta el límite de la risa provocada por los pastores y la seriedad expositiva de Macario. Otro rasgo de la pieza es su relativa falta de trabazón. Quizás Lucas Fernández ideó este orden o este principio para enlazar con las composiciones profanas que antecedían a esta obra y al resto de las sacras en su impreso. En este caso tendríamos que pensar en una composición que tuvo en cuenta de forma muy específica la escritura, antes que la puesta en escena. Se reparten en la farsa un buen puñado de contradicciones, en especial entre el tiempo real e histórico del Nacimiento y el tiempo ficticio de la representación. El anacronismo propio de las artes visuales aplicado a la estructura dramática permite la invasión enriquecedora del tiempo de lo profano en el tiempo de lo eterno, fundiendo los distintos planos de una composición evidentemente polifónica.

El Auto o farsa del Nascimiento, de extensión prácticamente igual a la primera égloga, resulta, estructuralmente, mucho más simple. Todos los personajes son pastores y, en efecto, Lucas Fernández se recrea en la descripción de la vida pastoril y rústica: el frío, el hambre pantagruélica de los pastores, el gusto en la descripción de alimentos poco delicados pero muy sabrosos a esos paladares burdos, los lugares comunes y las frases hechas, el sueño (siempre la armadura material del mundo bajo que representan los pastores), las disputas, los accidentes climatológicos y las cosechas, el juego y la competición. Juan del Collado, el anunciador, aparece ya en el verso 202 y, cumpliendo con el proceso de dilación que implica a los actantes en la ficción y al público en la realidad, sólo ofrece la noticia que todos esperan ya con ansiedad a partir del verso 292, hacia la mitad de la pieza. Después de la duda y la incredulidad inicial de sus compañeros pastores, en el que aparece, como elemento dramático fijo o estable la Concepción, Juan es admitido como transmisor a través de un mecanismo que tiene función evidenciadora en el teatro de Lucas Fernández: el que habla de Dios es buen retórico (v. 333). Juan ejerce, como su propio nombre parece indicar, de evangelista, quizás con el recuerdo de la escritura elegante de Juan el Divino. De nuevo se repiten los motivos de esa investigación doctrinal compartida a través de las preguntas y las respuestas, insistiendo en los temas de la Trinidad, la humildad del Nacimiento, la alegría universal, los atributos y potencias de la Virgen pero, sobre todo, en el carácter figural y en el anuncio profético de la instauración de un nuevo reino sobre la tierra. La entrada de Pedro Picado supone la irrupción de un nuevo movimiento que empuja a los pastores al portal mientras discuten los dones que entregarán a Cristo y que culmina en el canto y la danza con dos villancicos que insisten de nuevo en lo expuesto en el resto de la pieza. Esta reiteración del contenido a través de una ruptura formal sirve para fijar en la memoria, a través de la variedad, el mensaje sobre el que se vuelca Lucas Fernández. Los dos villancicos son sumamente interesantes: el primero por su alternancia entre lo religioso y lo pastoril en cada una de las estrofas, una especie de metadescripción del auto; el segundo por el hiato temporal que supone, ya que sitúa a los pastores en el momento futuro en el que después de haber visitado al niño éstos cuentan lo que vieron y oyeron, relato físico que remite a una realidad teológica.

La última pieza del impreso de 1514, el Auto de la Pasión, es, en mi opinión, el drama más acabado de entre los que nos quedan de Lucas Fernández. En él se verifican los ensayos de años y años de tradición dramática en torno a la Pasión. El amplio despliegue de figuras, motivos y recursos teatrales justifica la importancia de esta pieza que sólo puede entenderse, además de como la culminación del movimiento interior que he intentado dibujar, y de la catarsis dramática de texto y público, como la muestra más desarrollada de las posibilidades polifónicas del texto representado. Sería imposible reducir la feracidad técnica de este Auto en unas pocas líneas, pero aquí se cumplen todos las opciones probadas en piezas anteriores: polifonía lingüística (aunque ahora, dado que el tema es la muerte de Cristo, limitada a un lenguaje decoroso; reproducción de discursos de personajes ajenos a la escena), polifonía musical, estrechísimamente ligada a las voces del texto hablado, simultaneidad cronológica, por cuya virtud lo particular se aplica a lo universal y se entraman todos los planos de la narración en una recepción políptica, conjugación del realismo con el expresionismo formal y fascinación por la visualidad del texto y de los elementos icónicos, carácter recapitulatorio de la progresión dramática, gusto por las intervenciones doctrinales e insistencia en el carácter profético y figural del relato escénico. El Auto de la Pasión, casi un pequeño musical sacro, está en el ápice de la modernidad literaria de su época y al mismo tiempo es un epítome de los recursos intelectuales y técnicos del teatro medieval. Ahí se sitúa, como eslabón perdido, hacia Calderón.





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