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«Irse de casa», o el haz y el envés de una aventurada emigración americana

Ignacio Soldevila Durante





Gonzalo Sobejano, a modo de colofón para un indispensable artículo titulado «Enlaces y desenlaces en las novelas de Carmen Martín Gaite», y después de haber descrito una trayectoria narrativa que iba de lo más verosímil (El balneario) a lo maravilloso (El castillo de las tres murallas), vaticinaba: «No parece improbable que pronto, desde tan alta zona, descienda [...] a iluminar la realidad menesterosa. Sería un epílogo purgado de despecho romántico: un epílogo de conmensurada reconciliación»1. Aún iba a tardar en cumplirse el vaticinio, porque todavía El pastel del diablo (1985) y Caperucita en Manhattan (1990) rendirían culto al mundo maravilloso de la imaginación infantil. Pero desde Nubosidad variable (1992), ese regreso a la realidad menesterosa va a tener lugar, aunque para suerte de sus lectores adictos, no en la forma estrictamente epilogal prevista por Sobejano. Pero sí precisamente volviendo a la preocupación que nos parecía fundamental en su obra literaria, hasta el punto de haberla calificado de monotemática: la constante dialéctica existencial entre la búsqueda de libertad y la acostumbrada presencia de ataduras de toda suerte sobre cuyos relejes el círculo vicioso de cada vida va rodando en una rutina sin sobresaltos. Y la imperiosa necesidad de comunicación que, a la vez que estimula la adecuada expresión de las vivencias acumuladas, resulta ser un aliviador sucedáneo de la difícil y costosa libertad.

Esa adecuada expresión de las vivencias propias e imaginadas es lo que les da el carácter de verdad para quien las expresa, en primer lugar, pero también para su receptor. Ciertamente, la esencial diferencia entre la recepción de un relato ficcional y de otro dado como verdadero es la renuncia, en el primer caso, a cualquier comprobación de la veracidad de lo narrado. Pero tanto en el uno como en el otro, la sensación de autenticidad experimentada por el receptor del relato depende ante todo de la calidad del relato. En una primera reacción, «lo que está bien contado es verdad, y lo que está mal contado es mentira», como afirma Martín Gaite en El cuento de nunca acabar (1983, p. 275). Y esto es cierto no sólo en el mundo de lo literario, como afirma la escritora, sino también en el de la vida real. Muy probablemente, la necesidad de verificación que pueda experimentar el receptor en este último caso depende precisamente de la calidad del relato. Las mentiras bien contadas suelen pasar por verdades, como saben de sobra los profesionales de la política, por ejemplo.

La novela Irse de casa lleva muy bien su título, según es habitual en la obra literaria de Martín Gaite. La mayoría de los personajes que circulan por sus páginas han realizado ese gesto, a la vez real y simbólico, de liberación de las ataduras, que lleva a uno de ellos -precisamente a una solitaria que parece haber asumido resignadamente las que le unen al caserón en donde nació- a exclamar: «¡Chica, qué manía tenéis todos con iros de casa!» (p. 316). Irse de casa es liberarse de la sumisión a los padres, de la costumbre de convivir con alguien a quien se ha dejado de amar o cuya actitud posesiva y dominadora la hace insufrible. Irse de casa es acceder a la autonomía, asumir el riesgo del cambio incluso al precio de la soledad, que, como señalaba la escritora, es más absurdamente temida hoy por las más jóvenes generaciones. Pero ese gesto liberador y aventurero no sólo se limita a la casa: puede abarcar el ámbito entero de la comunidad, y el mundo literario de Martín Gaite, desde sus inicios, está lleno de esos personajes que han dado el salto de la aldea a la ciudad, de la ciudad provinciana a la gran urbe. Lo novedoso, en el caso de esta novela, reside precisamente en el carácter de la primera fuga de Amparo Miranda, su protagonista, que no se realiza en solitario, sino que implica a su propia madre, como elemento coadyuvante de la misma. La imperiosa necesidad de cambio que siente esta joven, hija de una madre soltera que, a su vez, ha llegado a la ciudad huyendo de su pasado, no se puede satisfacer dentro del ámbito cultural en el que su estado es considerado una anormalidad al margen de la ley, y en el que, por ello, sus horizontes de futuro están de antemano marcados y parecen insuperables. La emigración a un país mítico de libertades es la salida soñada y la manera más radical de romper las ligaduras sociales y culturales en las que ambas se sienten condenadas a subsistir.

Pero resulta evidente que esa ruptura de las ataduras culturales es mucho más difícil que la que lleva del campo a la ciudad, o de la ciudad a la urbe. El cambio de país y de continente, simbolizado por el cambio de idioma, no se realiza nunca para quien da el salto ya en avanzada edad, y el personaje de la madre de la protagonista, que morirá tras largos años de estancia en Nueva York sin haberse integrado en ese mundo tan ancho y ajeno al suyo, está lleno de verdad a la vez literaria y real. El acomodo de la hija al nuevo mundo se ha realizado, en cambio, en las mejores condiciones: dominio del idioma, competencia reconocida como intérprete entre su lengua nativa y la adquirida, matrimonio ventajoso con un americano de la alta burguesía, y éxito en su creación de una empresa de alta costura en la que los saberes artesanos transmitidos por la madre se potencian felizmente con su gusto y su ambición de autonomía. Un matrimonio sin historias, dos hijos... Todos los elementos reunidos para una novela rosa con final feliz. Pero lo que el comentarista ha hecho hasta ahora es reorganizar por orden rigurosamente cronológico la historia de una vida que, en una comedia sentimental americana llegaría aquí a su happy end. La novelista, en cambio, se ha enfrentado a esta historia de manera radicalmente distinta. Dándole la voz a un narrador omnisciente en tercera persona, la construye precisamente partiendo del momento en que, ya viuda, cuarenta años después de la emigración a América, y sin comunicarlo a sus hijos, a la vez emancipados y fuertemente ligados a ella, Amparo Miranda decide volver a visitar la ciudad de su infancia y primera juventud y a la que nunca había sentido la necesidad de volver, a pesar de haber hecho con Gregory Drake, su marido, viajes turísticos por España. La estructura narrativa, en emparedado, se inicia con un «pórtico con rascacielos» en el que los hijos descubren, al coincidir en una visita al lujoso apartamento de su madre en Lexington Avenue, que ésta ha desaparecido dejando un ambiguo mensaje para su hija, en el que manifiesta su necesidad de «una bocanada de olvido», y descartando que algo le haya impulsado a «una fuga a la desesperada» (p. 22). Por este mismo pórtico sabemos que su hijo Jeremy le ha hablado repetidas veces de un proyecto de filme y le ha dado el guión con la esperanza de que acepte ser su productora y financiadora. Porque el tema del filme es precisamente la historia de los recuerdos de Amparo, su madre, que vuelve a aquel pasado y a aquella ciudad de sus orígenes. Tras el pórtico, veintiocho capítulos que en su gran mayoría narran las vivencias de Amparo en su visita a la innominada ciudad provinciana (sólo excepcionalmente se abren paréntesis para echar una mirada sobre los hijos expectantes en Manhattan) y campan una galería de personajes de ese pasado ligados a Amparo. La cita de Clarice Lispector que aparece en el paratexto justifica la opción de la narradora: «Un tapiz consta de tantos hilos que no puedo resignarme a seguir uno solo: mi enredo proviene de que una historia está hecha de muchas historias. Y no todas puedo contarlas». Pero ciertamente la novelista no se ha privado de ofrecer al lector las suficientes para que el tapiz se ofrezca en toda su extensión. Un tapiz, por cierto, que parece estar proyectado más bien como un típico american kilt de retales artesanalmente combinados. Hay al menos dos momentos en la novela en que se pone en evidencia este desafío narrativo. El primero, cuando Jeremy Drake, el hijo de Amparo, reflexiona sobre su trabajo de cineasta:

«Todo tenía que ver con lo mismo, con aquella nostalgia enconada por plasmar en imágenes lo fugaz y lo eterno, por buscar la costura oculta que unifica lo diferente con lo similar».


(p. 27)                


El segundo, en el encuentro entre Amparo y Abel Bores, su amor juvenil:

«Amparo dice que ha venido para localizar exteriores para una película que va a rodar su hijo, pues yo había oído decir a alguien que te dedicabas al diseño de modas, y ella dice que sí, que también, pero que toda creación consiste en lo mismo, en saber coser los elementos dispersos, y entender cómo se relacionan entre sí, da igual que sean historias o pedazos de tela, en el fondo es cuestión de quitar y poner, de prescindir a veces de lo que desentona, pero no siempre, tampoco vienen mal las estridencias en alguna ocasión».


(p. 320)                


A partir de esa poética se entiende que la novelista se permita incluso introducir, como entrada a los veintiocho capítulos, un jugoso paso de comedia costumbrista en el que despliega su proverbial habilidad para hacer literatura con la lengua oral. En este entremés, que tiene su escenario en el mismo hotel en que Amparo está alojada, una tertulia de señoras de la burguesía local cotillea insustancialmente, y uno de sus temas de conversación es precisamente Amparo, porque alguien conocido, en un viaje a Nueva York, se ha encontrado con ella. Y sin embargo, cuando se cruzan con ella en el vestíbulo del hotel, y a pesar de que les llama la atención su elegante figura y su atuendo, no la identifican con la que ha sido uno de los temas dominantes de su cotilleo.

Este paso de comedia, incisivo por el despliegue de la superficialidad de la burguesía provinciana, recuerda el recurso habitual de las comedias benaventinas, en las que en la primera escena aparecen personajes secundarios (criadas, visitas) cuya conversación o monólogo pone al espectador en antecedentes de los personajes que van a ser el centro de la acción dramática. Resulta, en cierto modo, demasiada casualidad que el tema de Amparo Miranda surja precisamente en la tertulia el día en que ésta se encuentra en la ciudad, y precisamente en el mismo hotel donde se aloja. A partir de aquí, y en sucesivos capítulos, se siguen los pasos de una galería de personajes de esa ciudad que, de un modo u otro, han tenido algo que ver con la protagonista, bien en persona, bien indirectamente, y que todos ellos están viviendo experiencias relacionadas con el tema central de la novela, del que son habilísimas variaciones. Y a la vez, la protagonista va recordando fragmentos de su vida en América, a través de los cuales el lector puede reconstruir en su continuidad la pequeña odisea de su lograda emigración.

No ha caído la novelista en la trampa de hacer que todos estos personajes de la innominada ciudad española se encuentren con ella o la reconozcan, forzando la dramatización contrastiva. Con dos excepciones, una de ellas más verosímil (la del joven barman del hotel en que se hospeda), y la otra algo forzada (la de quien fue su primer amor, que no en balde recuerda el concepto de azar), nadie la reconoce o la identifica. Y de esta visita al lugar de sus orígenes acaba la protagonista concluyendo que las intuiciones del guión del hijo sobre su hipotético viaje a la semilla merecen ser transfiguradas a partir de su propia experiencia y su viaje real que, entre otras cosas, le ha quitado un peso de encima: «[...] le ha servido para darse cuenta de muchas cosas, por ejemplo de que el pasado no tiene que ser un tumor maligno» (p. 320). Y para decidir que con ese script de su hijo, revisado, impulsará la realización de un filme que, en cierto modo, es el que el narrador omnisciente de la novela nos ha estado relatando desde el comienzo. Y que en lugar de titularse La calle del Olvido (como se llamaba aquélla en que transcurrió su infancia y primera juventud) probablemente se llame a fin de cuentas, la del recuerdo:

«Ahora, recién concluida la relectura [...] Amparo supo con certeza no sólo que ese texto había sido el desencadenante del viaje emprendido, sino que se había movido a su dictado desde que llegó».


(p. 207)                


El aire cosmopolita, y más concretamente neoyorkino, que Martín Gaite ha querido dar a la historia, cuando ésta centra su focalización en Amparo y su familia americana, se refuerza con dos recursos miméticos: el de la reproducción del habla de los hispanos en New York, que se despliega exclusivamente en el pórtico (pp. 11-35), y el del espolvoreo de medio centenar de términos o frases del inglés americano a lo largo de toda la novela, alguno de ellos realmente fuera de lugar (vid. los de las pp. 106 y 179), y, en un par de ocasiones, equivocados, como el de llamar repetidas veces Cape Code a Cape Cod, o utilizar el término lady en lugar de mistress para introducir el apellido de una mujer que no pertenece a la aristocracia inglesa. Es cierto que Carmen Martín Gaite pasó largas temporadas en los Estados Unidos, si bien relativamente aislada por su trabajo de escritora visitante en campus universitarios y por sus relaciones con los hispanistas cuando residió temporalmente en New York (en 1980 tenía un apartamento amueblado en la calle 119 West, junto a la Columbia University), y tendría que haber desconfiado de sus conocimientos del idioma. Otra consecuencia de este conocimiento insuficiente de la vida norteamericana es que resulten las historias, los personajes y los ambientes del ámbito de la innominada ciudad provinciana mucho más auténticos y verosímiles que los del neoyorkino. Tal vez sea esa la razón por la que, frente al complacido detallismo con que se da cuenta de tantos interesantes personajes y tantas sabrosas historias laterales, la narración pase como sobre ascuas por la de la larga vida matrimonial de Amparo con el padre de sus hijos o por la de sus relaciones con Ralph, su último y difunto amante americano.

Puede resultar curioso que la novelista haya rehuido nombrar la ciudad a la que vuelve su heroína, que lógicamente tendría que ser Salamanca, si, como Martín Gaite ha afirmado repetidas veces, es en sus novelas donde ha ido soltando, envuelta en literatura, la memoria de su pasado. (Una de las últimas, en la recomendable y jugosa entrevista con Blanca Berasátegui en El Cultural de 21 de marzo del 99, ya aparecida esta novela). Pero esta intencionada elusión del nombre de Salamanca no es nueva en su obra: ya la había esquivado en su primera novela, Entre visillos, ciertamente mucho más autobiográfica. Y que la elusión fuera intencionada lo confirmaría la propia autora en un artículo-entrevista de Xavier Moret aparecido en El País (23-5-98):

«Quizá para huir de suspicacias -dice Moret- no ha querido dar pistas sobre cuál es la ciudad de provincias retratada. "Puede ser cualquiera", dice, "De hecho he evitado escribir sobre si tiene río o mar para no dar pistas. He preferido enmarcar mis personajes en medio de unas descripciones casi surrealistas"».


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El dominio de Carmen Martín Gaite sobre los recursos literarios no se reduce ciertamente a su capacidad de dar un carácter de indiscutible autenticidad al habla de sus personajes, bien sea en su función de dialogantes, bien en la de narradores orales secundarios. Esta maestría, ya manifiesta desde sus primeros y tempranos relatos recogidos en El balneario, resiste, incluso ventajosamente, la comparación con las páginas más felices de El Jarama de Sánchez Ferlosio, a quien se atribuía equivocadamente la utilización de un magnetófono para captar las conversaciones que ocupan tan notable espacio en esta ineludible novela, ignorando que en toda reconstrucción literaria del habla, por fiel que sea a la realidad, subyace un cuidadoso trabajo de filtración de las incoherencias, balbuceos y repeticiones que suelen acompañar a la expresión oral espontánea.

Pero a la vez, es muy interesante observar otro aspecto importante en la peculiaridad estilística de la narradora salmantina, que comparte con otros compañeros de generación, y particularmente con Ignacio Aldecoa, que con Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos o Alfonso Sastre, colaboraron en su juventud, como ella y Josefina Rodríguez, en la aventura de Revista Española. Me estoy refiriendo a la densa tonalidad poética que supieron imprimir a su obra narrativa desde sus comienzos, como no podía ser menos en un grupo de vocación originariamente lírica. Esa capacidad expresiva, heredera de los poetas prosistas de la generación del 27, ya aparece manifiesta y generosamente en los relatos recogidos en El balneario, para verse sometida a una evidente contención de recursos (imágenes y metáforas encadenadas, otras, basadas en la materialización de lo inmaterial, el animismo y el antropomorfismo, la reificación, etc.) en las novelas de su primera fase (Entre visillos, Ritmo lento, Retahílas, Fragmentos de interior) para rebrotar con fuerza a partir de El cuarto de atrás, si bien nunca más con la abundancia juvenil de sus primeros textos, aunque con no menor eficacia hasta ésta, Irse de casa, en la que el recuento de imágenes basadas en la materialización de lo inmaterial, por ejemplo, supera ampliamente el medio centenar: véase toda una retahíla en las pp. 71-72, en torno a «las cucarachas del chisme». Más arriba queda reproducida la observación de la novelista a propósito de sus descripciones «casi surrealistas». Baste esta muestra: «[...] el proyecto de su película se convirtió en una pompa de jabón estrellada contra los adornos picudos del vestíbulo frío y ostentoso» (p. 26).

Cuando se revisa la fuerte vena sociocrítica que se manifiesta en sus primeros relatos, se pone en evidencia, una vez más, la falacia que ha tenido curso a partir de mediados de la década del 60, según la cual esta generación, una de cuyas características fue precisamente el enfrentamiento posibilista con la triste realidad social de la dictadura, habría producido una literatura pedestre y sin cualidades estilísticas, una mala literatura empedrada de buenas intenciones. Resulta, pues, excepcional que este prejuicio no haya impedido la recuperación de estos valores literarios en la necesaria transmisión que se produce entre generaciones. Quizá el ejemplo más notable de esta transmisión excepcional sea el que constituye la obra narrativa de Belén Gopegui, probablemente favorecida por la relación personal que hubo entre estas escritoras, manifiesta, por ejemplo, en el prefacio de Gopegui a la incompleta novela póstuma Los parentescos. Tanto su creciente preocupación por la realidad social de estos tiempos como por el riquísimo realce lírico de su prosa, se puede asegurar que esta joven novelista es heredera de la mejor tradición literaria de la generación del medio siglo. A veces incluso, como en Irse de casa, parece que un retalillo dejado al desgaire en su entramado, haya volado seminalmente a enraizar y dar fruto en la obra de Gopegui. Me refiero concretamente a una alusión de uno de los personajes secundarios, Ricardo, que comparaba con un coro griego a la tertulia de cotillas que protagonizan el primer capítulo de la novela (pp. 201 y 337). Esta breve comparación podría haber sido el estímulo del que brota el coro de asalariados y asalariadas que interviene sistemáticamente abriendo comentarios parentéticos sobre los avatares de los héroes de Lo real, la última gran novela de Gopegui.

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La recepción que desde su aparición ha tenido Irse de casa entre el público lector es relativamente modesta si nos atenemos a cifras. En este noviembre de 2002 anda por su quinta edición, mientras que otra novela suya, anterior en dos años Lo raro es vivir, andaba ya por su octava edición siete meses después de su aparición. Este hecho podría hacer reflexionar sobre el influjo que la crítica literaria ejerce sobre el público. En efecto, mientras la acogida que en los suplementos literarios de los grandes diarios se dio a Irse de casa fue entusiasta y unánimemente positiva, y venía preparada por los anuncios de su editor, que la consideraba «su novela más ambiciosa y lograda», la de Lo raro es vivir había sido acogida con división de opiniones. Por otra parte, tal vez la diferencia de acogida popular en favor de esta novela se deba a que en torno a su aparición se dio a entender con cierta insistencia que en esta novela había mucho de autobiográfico, dato que posteriormente un documentado artículo de José Jurado Morales en la revista España contemporánea (XIII, 1, 2000) ha venido a subrayar. Queda aquí insinuada la especie como una discutible explicación de un hecho que concierne a la sociología de la literatura referido a lo que estimula al gran público a acercarse a ella. En cualquier caso, basta revisar las reseñas hechas a Irse de casa por los críticos más respetados de los grandes rotativos madrileños de difusión nacional -Santos Sanz Villanueva en El Mundo (13-6-98), Rafael Conte en ABC (22-5-98) o Ernesto Ayala-Dip en El País (23-5-98)- y las posteriores reseñas en revistas literarias españolas y del hispanismo -baste mencionar las de Luis García Jambrina en Quimera (176, enero 1999), Salustiano Martín en Reseña (298, octubre 1998) y Gonzalo Sobejano en España contemporánea (XII, 2, otoño 2000)- para comprobar tan entusiasta como rara y merecida unanimidad.





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