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Consentimiento y extracción de órganos


Rodolfo Vázquez269


El problema del trasplante de órganos constituye, sin lugar a dudas, uno de los llamados tema-frontera en el que se dan cita tanto los análisis éticos como los jurídicos, y también los económicos, como se puede apreciar en el minucioso y lúcido artículo de Ernesto Garzón Valdés: «Algunas consideraciones éticas sobre el trasplante de órganos». Con el ánimo de continuar la discusión iniciada hace algún tiempo en aquella «fortaleza» de la razón, el trabajo y el arte que fue, durante muchos años, la casa de la Hohenzollerntrasse, quiero agregar ahora algunos comentarios al texto de Garzón poniendo énfasis en la importancia del régimen de consentimientos necesarios para la extracción de órganos en el marco de la legislación mexicana vigente sobre la materia. Con este fin, dividiré el escrito en dos partes que no requieren de mayor justificación:

  1. Consentimiento para la extracción de órganos in vita
  2. Consentimiento para la extracción de órganos post mortem

Reservaré para el final un breve comentario sobre el problema de la no gratuidad en el suministro de los órganos.

I

Con respecto al consentimiento para la extracción de órganos en vida del donante estoy de acuerdo con Garzón Valdés en que es moralmente

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justificable el caso l (el abastecedor en vida voluntario) y es injustificable el caso 3 (el abastecedor en vida obligado).

En concreto, para el caso 1, el consentimiento debe reunir cuatro características:

  1. Debe ser personalísimo, es decir, no puede ser otorgado por nadie en nombre de otro
  2. Requiere de la más plena deliberación, de la más completa información y de la libertad más absoluta
  3. Debe ser rigurosamente formal
  4. Es un consentimiento no necesariamente eficaz270

Las tres primeras características excluyen lo que en términos de Garzón llamaríamos un «incompetente básico»271. A este respecto, la Ley vigente en México que reglamenta el derecho a la protección de la salud en los términos del art. 4º constitucional, invalida el consentimiento otorgado por: menores de edad, incapaces, y personas que por cualquier circunstancia no puedan expresar el consentimiento libremente272. La Ley es aún más explícita cuando señala que el disponente originario deberá: tener más de dieciocho años de edad y menos de sesenta; contar con dictamen médico actualizado y favorable sobre su estado de salud, incluyendo el aspecto psiquiátrico; tener compatibilidad con el receptor, de conformidad con las pruebas médicas practicadas; haber recibido información completa sobre los riesgos de la operación y las consecuencias de la extirpación del órgano, en su caso, así como las probabilidades de éxito para el receptor; y, haber expresado su voluntad por escrito, libre de coacción física o moral, otorgadas ante dos testigos idóneos o ante un notario273.



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Como se puede apreciar, la ley pone el acento en el consentimiento -libre de toda causa que lo pudiera convertir en involuntario- con el fin de legitimar una acción lesiva a la misma integridad física del donante274.

Un caso que ilustra la importancia del consentimiento en el contexto de un conflicto de normas es el que dio lugar en 1981, en Argentina, al fallo de la Corte Suprema de Justicia en el caso «Saguir y Dib»275. Se trataba de la necesidad de una menor deficiente renal de obtener un trasplante de riñón, luego del fracaso del que se había hecho con un órgano de su madre; su vida corría serio peligro, de acuerdo con el dictamen médico. La única persona que podía ceder uno de sus riñones era su hermana y la extracción no representaba un riesgo grave para su salud. El problema residía en que a la potencial dadora le faltaban dos meses para cumplir dieciocho años y, al igual que en México, la ley argentina limita la posibilidad de consentimiento a las personas capaces mayores de dieciocho años. La menor consentía y los padres perseguían la autorización judicial para proceder al trasplante. Se falló en contra en primera y en segunda instancia con la clara intención de proteger a la menor de dieciocho años y porque exceptuar la edad atentaría contra la observancia estricta de los jueces a una disposición legal, esencial a un Estado de derecho. La Corte, sin embargo, dio una opinión diferente y autorizó el trasplante.

Uno de los argumentos relevantes que la Corte alegó fue que, dado que estaba en juego el derecho a la vida de un individuo, que debía prevalecer en un balance de bienes frente al de la integridad corporal, la ley debía ser interpretada de acuerdo con su ratio y los principios generales del derecho, haciendo prevalecer en su interpretación imperativos constitucionales como el de afianzar la justicia. Si aquí hubiera concluido la argumentación, de tintes claramente utilitaristas como advierte Nino, se hubiera puesto en serio peligro el derecho a la integridad física del donante, necesaria para su identidad personal, en aras de la maximización

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del bienestar del receptor actual. Pero es aquí, precisamente, continúa Nino, donde el consentimiento del donante es relevante para compensar la lesión a su integridad física a través de un acto de voluntad que permite restablecer el equilibrio entre la continuidad psíquica y física siempre que tal lesión no pusiera en serio peligro su vida. Si así fuera, el consentimiento no bastaría para que alguien sea suprimido como persona moral y excluido de la comunidad de deliberación colectiva en una sociedad democrática276.

El problema, entonces, fue determinar hasta qué punto hubo un consentimiento válido aun cuando no se alcanzara el límite de los dieciocho años. La Corte dio preferencia a la ratio legis por encima de la aplicación literal del texto legislativo, es decir, dio preferencia a las razones que han llevado a un legislador democrático a exigir cierta condición por encima de la observancia irrestricta de tal condición cuando ella frustra las razones en cuestión. La exigencia de dieciocho años para dar el consentimiento válido se basa en la hipótesis de madurez y discernimiento que puede darse, si así lo demuestran las pericias, en individuos más jóvenes. El peritaje comprobó que tal era el caso de la joven y la Corte autorizó el trasplante.

Pues bien, dadas las circunstancias señaladas más arriba, que permiten excluir a los incompetentes básicos para la donación de órganos, tiene razón Garzón en invalidar el argumento paternalista ya que si estamos en presencia de un competente básico, con madurez y discernimiento, éste puede preferir correr el riesgo de un daño seguro o altamente probable en aras de su propio bienestar o de un tercero. En efecto, para Garzón, una medida paternalista está éticamente justificada si se reúnen dos condiciones: 1. el destinatario de la medida paternalista es un incompetente básico (empírica) y 2. la medida paternalista tiene por objeto evitar un daño a su destinatario y no se realiza con intención de manipularlo (normativa). Ambas, condiciones necesarias, y en su conjunción, suficientes277.



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Si bien me parece inobjetable esta concepción garzoniana de paternalismo, creo que el problema que sigue en pie es el de determinar el grado de riesgo que se debe permitir. Sobre este punto, y a la luz del caso mencionado anteriormente, me inclino a pensar que el paternalismo jurídico es injustificable cuando el riesgo es aceptable pero sí se justifica cuando la vida del donante corre peligro o su salud puede deteriorarse gravemente. A este respecto, me parece acertada la ley cuando permite el trasplante de órganos siempre que represente un riesgo aceptable para la salud y la vida del disponente originario (L.G.S. art. 321). Quizás, podría ser más específica en cuanto al significado de «riesgo aceptable». La ley argentina, por ejemplo, dispone que la ablación de órganos se autorice siempre que no implique riesgo razonable previsible de muerte o incapacidad total y permanente del dador278.

Algo muy distinto sucede cuando el daño no recae sobre el mismo sujeto sino sobre un tercero. Así, por ejemplo, la ley dispone que el consentimiento de la mujer embarazada sólo será admisible para la toma de tejidos con fines terapéuticos (prohíbe, implícitamente, la extracción de órganos) si el receptor correspondiente estuviere en peligro de muerte, y siempre que no implique riesgos para la salud de la mujer o del producto de la concepción (L.G.S. art. 327). Esta intervención coactiva está plenamente justificada porque lo que se intenta no es evitar únicamente un daño directo a la madre sino sobre todo a un tercero, el producto de la concepción que, por cierto, resulta ser un incompetente básico.

Cuando el daño a terceros no está claramente determinado o no se muestra con evidencia el nexo causal entre la acción y el resultado pueden darse situaciones injustificadas como la que la misma ley contempla cuando dispone que las personas privadas de libertad puedan otorgar el consentimiento para la utilización de sus órganos y tejidos con fines terapéuticos, solamente cuando el receptor sea cónyuge, concubinario, concubina o familiar del disponente originario de que se trate (L.G.S. art. 328). ¿Qué daño quiso prevenir el legislador con esta limitación de los destinatarios cuando los órganos y tejidos provienen, digamos, de un presidiario? No alcanzo a percibir una razón fuerte que impida al presidiario donar sus órganos a un receptor anónimo con fines

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terapéuticos o, incluso, con fines científicos. Al parecer, en Filipinas, un reo donó uno de sus riñones a cambio de su libertad. Independiente de lo sofisticada que resulta esta forma de negociación, si la intención del legislador es evitar transacciones ilícitas de órganos, bastaría con una disposición general que las prohibiera sin necesidad de privar a un receptor potencial anónimo del beneficio de los órganos de un presidiario generoso.

El argumento del abastecedor arrepentido nos lleva a la cuarta de las características del consentimiento mencionadas al principio. Es un consentimiento no necesariamente eficaz, es decir, la decisión del donante es siempre revocable y sin responsabilidad de su parte (L.G.S. art. 324). Esto significa, entre otras cosas, que aun cumplidos todos los requisitos formales que exige la ley, la forma no constituye una razón fuerte para la eficacia del acto. La legislación mexicana no establece un plazo específico entre la firma del documento de cesión y la extracción del órgano a diferencia de la española, por ejemplo, que establece un plazo de veinticuatro horas. En cualquier caso, sea con plazo abierto o cerrado, el propósito es introducir un periodo de reflexión que garantice la absoluta libertad del donante.

El caso 3, que contempla la posibilidad de un trasplante compulsivo de órganos no renovables, aun cumpliendo con las cinco condiciones de Rakowski, que cita Garzón Valdés, y con la cláusula cautelar, no es justificable éticamente. Dos de las razones aducidas por Garzón me parecen convincentes. En primer lugar, extraer los órganos de una persona sin su consentimiento para beneficiar a otra atentaría contra el principio de autonomía; y en segundo lugar, partir del supuesto de que los órganos no renovables son recursos equiparables a los bienes que no forman parte del cuerpo humano y que pertenecen a la categoría de los recursos sociales, atentaría contra la integridad física del individuo. Sin embargo, Garzón descarta el argumento de la alteración de la identidad en contra de la extracción forzada porque «puede ser que la persona siga siendo la misma en el sentido de que su identidad no es alterada por la extracción de un riñón». Tengo serias dudas de que no se afecte la identidad de una persona, lesionando su integridad física, ante la expectativa, por ejemplo, de vivir en el futuro con un solo riñón o con un solo pulmón. Creo que en este punto, Garzón se ha inclinado excesivamente por la caracterización de la identidad del sujeto a partir de sus componentes

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mentales prescindiendo, parcialmente, de su continuidad corporal. El argumento es inválido no porque no se altere la identidad de la persona sino porque, de nueva cuenta, la extracción del órgano no supone un riesgo previsible de muerte o incapacidad total y permanente del dador.

II

Muerto el disponente desaparece el obstáculo de la integridad física. Se abren dos posibilidades: la exigencia de un consentimiento positivo, o bien, la presunción de consentimiento que, por otra parte, no excluye la declaración positiva de la voluntad de donar. En una o en otra situación nos movemos en el caso 5 (el abastecedor difunto voluntario) porque es claro que la presunción de consentimiento debe distinguirse del no consentimiento que especifica al caso 7 (el abastecedor difunto obligado).

La tendencia actual, como señala Garzón, dada la importancia de los órganos y tejidos humanos y su notable escasez, apunta hacia la presunción de consentimiento más que al consentimiento positivo. Esta tendencia no sólo se justifica por su carácter más solidario y realista dado el dato cierto de la infrecuencia de la positiva voluntad de donar y de contar con la documentación auténtica de la misma sino también, como resulta paradójico a simple vista, por un mayor respeto a la autonomía del donante. En efecto, lejos de colocar la autonomía del donante como única instancia con capacidad decisoria, las legislaciones que privilegian el consentimiento positivo, como sucede con la mexicana, suplen injustificadamente su decisión, para algunos casos, por la de los disponentes secundarios (L.G.S. art. 325). La ley entiende por éstos: I. El cónyuge, el concubinario, la concubina, los ascendientes, descendientes y los parientes colaterales hasta el segundo grado; II. A falta de los anteriores, la autoridad sanitaria y III. Los demás a quienes esta ley y otras disposiciones generales aplicables les confieran tal carácter (L.G.S. art. 316). Como se puede apreciar, de no mediar un consentimiento positivo y, por supuesto, sin existir un no consentimiento, la voluntad del fallecido queda totalmente relegada. Desde mi punto de vista, esta situación se subsana con la presunción de consentimiento.



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Ahora bien, pienso que la adopción de la presunción de consentimiento resulta relevante cuando se introduce una tercera variable a las dos ya consideradas por Garzón para su tipología y que arroja un poco de luz para resolver otras posibles situaciones conflictivas. Me refiero a la consideración de los fines para la extracción de órganos. Estos fines pueden ser de dos tipos: terapéutico y científico. El primero, a su vez, puede ser inmediato (salvar la vida del receptor) o mediato (crear un banco de órganos para salvar la vida de futuros receptores); el segundo, por su parte, puede ser con propósitos de docencia o de investigación aunque esta última distinción no es ahora relevante279.

Pienso que la presunción de consentimiento se justifica plenamente cuando el fin es terapéutico inmediato. La razón me parece obvia: el valor de la vida del receptor debe prevalecer sobre el consentimiento o la autorización de los disponentes secundarios. Aquí la ley resulta incoherente cuando dispone que para los casos en que se necesita practicar necropsia no se requiere de autorización o de consentimiento (L.G.S. art. 325). Si el valor de la justicia penal prevalece en este caso sobre el consentimiento, a fortiori, no se debería requerir de éste cuando se trata de la vida del receptor.

En el caso de que el motivo sea terapéutico mediato tengo dudas pero me inclino a pensar que dada la gran escasez de órganos tampoco se requeriría del consentimiento o de la autorización de los disponentes secundarios. En ambos casos, las autoridades deben limitarse a informar de los hechos y tomar las medidas necesarias para que el cadáver se entregue a los familiares sin desfiguración.

Únicamente si el motivo es científico pienso que se justifica el consentimiento de los familiares. La llamada pietas familiar que fundamenta el derecho de los familiares al cuidado y a la custodia del cadáver debe prevalecer, en estos casos, sobre los motivos científicos. En esta situación no está demás recordar que tratándose de cadáveres de desconocidos y no reclamados, la ley permite que se puedan destinar para propósitos científicos (L.G.S. art. 346 y 347).

El caso 7 (el abastecedor difunto obligado) se plantea con la variable del no consentimiento del disponente o, incluso, contra su voluntad. Pienso que de nueva cuenta deben distinguirse aquí los fines.



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Si se trata de fines terapéuticos inmediatos nos hallamos en presencia de lo que se conoce como un estado de necesidad. La doctrina en este punto se divide ya que para algunos autores el estado de necesidad sólo suple el no consentimiento del disponente pero de ninguna manera puede ir en contra de su voluntad cuando ésta se manifiesta en sentido negativo. Para otros, en cambio, el estado de necesidad puede hacerse valer aun en contra de la voluntad del disponerte. Me inclino a pensar que en el conflicto que se suscita entre las exigencias de la vida y la salud, por una parte, y la incolumidad del cadáver, por la otra, se justifica plenamente el auxilio necesario si se trata de un trasplante por motivos terapéuticos inmediatos. En otros términos, no parece justificable, para estos casos, supeditar la virtualidad del estado de necesidad a la voluntad del donante fallecido; mucho menos a la voluntad de los herederos del cadáver. En cambio, si los motivos son terapéuticos mediatos o científicos desaparece el estado de necesidad y debe prevalecer la autonomía del donante fallecido.

Por último, un breve comentario con respecto a los casos 2, 4, 6 y 8, señalados por Garzón, que introducen la variable de la no gratuidad.

Sin duda, existen buenas razones para no justificarlos y la ley es muy categórica en este punto: La disposición de órganos y tejidos para fines terapéuticos será a título gratuito (R.L.G.S. art. 21) y se prohíbe el comercio de órganos o tejidos desprendidos o seccionados por intervención quirúrgica, accidente o hecho ilícito (R.L.G.S. art. 22).

Sin embargo, pienso que rechazar la comercialización y la compensación pecuniaria que conlleva, no excluye otras formas de compensación. Y no me refiero al hecho de que el donante o los familiares no deban incurrir en los gastos del trasplante, ni al hecho de que por razones de liberalidad del destinatario se compense al donante o a los familiares. La ley no puede prohibir actos de liberalidad. Me refiero, más bien, al hecho de que entre la acción supererogatoria y la acción egoísta cabe un altruismo limitado que se justifica precisamente por el principio al que aludió Garzón: el de reciprocidad.

El esquema del club que sugieren Kliemt y Garzón es una forma de compensación, diría incluso que es un sistema de seguro si pensamos,

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además, en los beneficios que puede reportar a los herederos. La misma posición privilegiada de los miembros ya es una forma de compensación. La Ley no contempla esta situación y me temo que en la voluntad del legislador, al disponer el carácter gratuito para la disposición de órganos y tejidos, se manifiesta un rechazo a toda forma posible de compensación. Pienso que la propuesta resulta sumamente sugestiva y sería partidario de comenzar a profundizar en sus implicaciones y buscar los mecanismos jurídicos adecuados para su implementación sin olvidar la sensata recomendación de Garzón de una "cuidadosa casuística" en la adjudicación de órganos.





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