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Joaquín Casalduero: «Sentido y forma del Quijote». Ediciones Ínsula, Madrid, 1949. 400 págs. en 4.º

Ricardo Gullón





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El profesor Casalduero lleva varios años dedicado al estudio y exégesis de la obra cervantina. Empezó comentando las Novelas ejemplares (1943), siguió con el Persiles (1947) y ahora publica un extenso y cuidadísimo análisis del Quijote. Es autor, además, de dos excelentes libros: Jorge Guillén: Cántico y Vida y obra de Galdós, aparte de una Contribución al estudio de Don Juan en el teatro español, que no he conseguido ver. Tal ha sido el resultado de diez arios de inteligente y fecundo esfuerzo en el ámbito de la crítica literaria.

En sus trabajos cervantinos se ha propuesto desentrañar el «sentido y forma» de las diversas obras estudiadas. Para descubrir el sentido acude al análisis metódico, apretadísimo y riguroso del texto y de la forma que las obras revisten, y para entender plenamente esta forma acude a la que llama, en el prólogo del libro dedicado al Persiles, «intuición de las esencias»1. El Quijote de 1605 le parece de tipo renacentista, a diferencia de las Novelas ejemplares, del Persiles y del Quijote de 1615, que son, a su juicio, composiciones barrocas. En Sentido y forma de las Novelas ejemplares advertía: «Al Quijote de 1605 llegó Cervantes hundiendo la humanidad de su época en su propio corazón, mientras que para las tres obras restantes Cervantes sale de sí mismo y se hunde en su época». Casalduero procede en su libro al estudio separado de las dos partes del Quijote, o de los dos Quijotes, como él gusta decir.

Empieza examinando cuidadosamente el reparto de la materia en las partes y capítulos en que apareció dividido el Quijote de 1605, y lo primero en atraer su atención es la «composición circular» de la novela (salida, venta, aventuras, vuelta) empleada por Cervantes con el deseo de «expresar la idea del Destino... de un destino histórico, el destino de una cultura que quiere mantener vivo el pasado». Para realizar poéticamente esta idea, por medio del vehículo novelesco, acudió a un tema donde se   —99→   reflejaba su propio conflicto: el conflicto entre el pasado caballeresco y el presente realista y burgués. Como temas laterales apunta Casalduero los del actor y la literatura, ambos ligados y tejidos indisolublemente en el tema principal. El tema literario, en cuanto sin la lectura de libros de caballerías (y precisamente por la actitud de Don Quijote, de aceptar la ficción como historia verdadera) no hubiera surgido en el Hidalgo la voluntad de rehacer el mundo a imagen de ellos, y tampoco, por consiguiente, la novela derivada de tal propósito. El tema amoroso aparece no sólo en la invención de Dulcinea, sin la que apenas cabe imaginar al Caballero, sino en la idealización de Marcela y aun en las realidades puramente biológicas de Maritornes y el arriero, que sirven de contrapunto a los deliquios de Don Quijote, situando los múltiples aspectos de la cuestión en una variedad de planos estrechamente fundidos.

La creación de Dulcinea responde a «la necesidad de crear uno mismo su ideal para poder verdaderamente poseerlo» y también a «la exigencia de los sueños, del íntimo impulso, de proyectarse hacia el exterior». La proyección del ideal en el mundo, le sirve a Cervantes para medir la distancia entre el ayer, de que es reflejo, y el presente, donde no hay lugar para ese anhelo. El heroísmo, derívese del caduco impulso caballeresco o de las contingencias actuales -personificado en la figura del Cautivo- aparece como un admirable anacronismo. En cambio, «la historia del Cautivo es la autobiografía espiritual de Cervantes»; por eso no podemos leerla sin un impulso de viva simpatía hacia el gran escritor nunca desesperanzado.

Casalduero sigue paso a paso los capítulos del Quijote, destacando los elementos esenciales, los propiamente determinantes de la acción y de sus múltiples incidencias. El propósito de Cervantes de «trasladar el mundo de la imaginación idealizada al de la imaginación de la realidad» no es, como supusieron críticos muy posteriores, «sustituir el mundo imaginado por el mundo real». No quería proponernos un mundo real, ni tendía su novela a mostrar la necesidad de admitir tal supuesto, porque «vivía la oposición entre lo pasado y lo presente». Si hubiera apuntado a una visión realista del mundo, la hubiera conseguido, pero su intención era otra; por eso no insiste en la observación, sino que «de lo que se muestra orgulloso es de su capacidad de inventor». Esta idea, que explica y reduce las antinomias entre el Quijote y las demás obras cervantinas, singularmente el Persiles, está en la línea de las utilizadas, desde hace años, para revisar el problema del realismo español, y no dejará de ser útil para ensanchar la brecha ya abierta en las teorías tradicionalmente aceptadas.

Otro punto de vista interesante es la consideración de que la demencia de Don Quijote no se debe sólo a las hazañas caballerescas: «es el estilo del Gótico el que se ha apoderado de su corazón: lenguaje y manera de vida». Esta penetración transforma al Hidalgo en hombre de otra época, dotado de una voluntad rígida, suficiente para metamorfosear la realidad a medida de sus intenciones. Si esta realidad es aniquilada por   —101→   Cervantes de modo bastante cruel, la causa estriba, en opinión de Casalduero, en que el gran escritor «ungido por su nueva fe, por su nueva religiosidad de la Contrarreforma» tiende a destruir «despiadadamente el mundo feudal». Tal es el sentido de la intervención del arriero cuando, en la vela de armas de Don Quijote, arroja al suelo las armas de éste, poniendo de relieve, por la indiferencia con que se conduce, la insignificancia de las acciones del Hidalgo, su falta de contenido. La fe del caballero andante carece de sentido en el mundo de la Contrarreforma, y sus actos -según se ve en la aventura con Juan Haldudo-, al pertenecer a un sistema ya caducado, serán inoperantes, cuando no contraproducentes, para lograr el restablecimiento de la justicia. La seguridad del Caballero en su derecho y en la fuerza de su brazo, resulta cómica, al frustrarse en el choque con una realidad organizada sobre otras bases.

La actitud de Cervantes respecto al mundo caballeresco, la considera Casalduero muy representativa de la mentalidad del Barroco: admiración -y un punto de nostalgia- junto a la seguridad de que «el Renacimiento marca un gran progreso por lo que respecta al estilo y al decoro». El Quijote parece desordenado, pero solamente lo está en la superficie; bajo la diversidad de sus lances y aventuras existe una clara relación entre los temas, determinada por la fundamental actitud de hombre nuevo con que el autor utiliza sus materiales. Don Quijote está desplazado en el mundo de la Contrarreforma, pero su heroísmo y su impulso ideal no resaltan discordantes: una ligera alteración en los procedimientos -ligera, pero imposible, claro- y el Hidalgo hubiérase integrado en las empresas de grande aliento colectivo, características de la época.

Al recurso utilizado por Cervantes de incluirse en la narración, relatando el hallazgo del manuscrito de Cide Hamete Benengeli y las incidencias consiguientes, no le asigna Casalduero una función realista, sino puramente estética. Creo acertado este parecer, como el de considerar que uno de los elementos de la forma del Quijote es el llamado por su actual glosador «la preparación temática». Con esto se robustece la tesis que valora la gran novela como un producto de consciente y refinado arte; tesis aún corroborada por la Historia de Marcela y Grisóstomo, donde el suceso se presenta con sumo cuidado, primero resumiendo en términos de noticia lo ocurrido, y luego desarrollándolo, dejando «exento, como verdadero desenlace, el discurso de Marcela», desplazando la curiosidad del lector de lo anecdótico a lo psicológico. Anticipa así la perspectiva del novelista del siglo XIX, y con la misma técnica narra la aventura de los carneros, eliminando la sorpresa para que el interés gravite «en la manera cómo se dirige al desenlace».

Muy exacta me parece la justificación de Sancho como arquetipo de un valor, siquiera sea de un valor inferior. El escudero sigue al Hidalgo movido por la voluntad de conseguir «poder-riqueza», mientras el caballero se mueve por el ansia de «justicia-belleza». «Son dos elementos de un mismo origen, con una diferencia de grado, de cuya unión surge una   —102→   unidad». Por eso, en el trance de Maritornes, al amor ideal de Don Quijote no se opone la indiferencia de Sancho («Sancho duerme»), sino el lascivo deseo del arriero. Sancho está atento a otras cosas. Se trata de una diferencia, no de una oposición. En el pasaje de los batanes participan de una angustia común, pero el caballero acierta a superarse por el deseo de vivir la aventura en tanto Sancho no puede dominar las manifestaciones biológicas de su pavura. Por eso, cuando, ya de día, esclarecido el misterio, se atreve el rústico a reír de su señor, éste le amonesta, haciéndole ver que lo importante era tener el ánimo para realizar la empresa, sin medir los riesgos.

El juego de contrastes a que da lugar el reflejo de cada episodio en almas tan distintas, proporciona a Cervantes continuadas ocasiones de señalar cómo evolucionan al contacto de la realidad. En la historia del yelmo de Mambrino, apunta Casalduero, el meollo «consiste en la relación entre los sentidos y la distancia»: para Don Quijote, el supuesto yelmo se va pareciendo cada vez más a una batía; para Sancho, lo que era pacía va poco a poco tomando carácter de yelmo. Hay una suave ironía diluida a lo largo de esas páginas admirables. Como en la narración del encuentro con los galeotes, donde Don Quijote «se siente forzado a dar a los forzados la libertad», por exigencias de su condición y profesión, en tanto Sancho no pasa de un sentimiento de piedad hacia el delincuente, que le inquieta, pero sin ser bastante, por sí, para incitarle a liberarlos.

En el libro de Casalduero encuentro dispersa una teoría del Barroco, cuya disección y análisis sería de interés. En la imposibilidad de intentarlo ahora, quiero, por lo menos, destacar algunas de sus ideas, pues, para la comprensión de las obras cervantinas resulta necesario el cabal entendimiento de la mentalidad de su época. Quedó señalada la actitud del Barroco hacia su precedente, el Gótico, y cómo, precisamente, sobre la antítesis entre ellos fue construido el Quijote. El Barroco se diferencia del Romanticismo en puntos esenciales. La crítica romántica y postromántica, incapaz de trasladarse a los supuestos desde donde podía ser entendida la obra de Cervantes, incidió en varios errores graves, aún no del todo superados. «El romántico -dice Casalduero- reduce el mundo normativo de las formas a su yo; por eso, en la misma medida que las formas se empequeñecen hasta desaparecer, el yo se magnifica hasta erigirse en norma; el Barroco vierte su vida en las formas dadas, en lo arquetípico, en las normas; de aquí que éstas continúen teniendo vigencia y que para el impulso vital desbordante haya todavía un cauce, el cual, para contener tanta vida, se ha de reforzar rígidamente».

No menos certero es caracterizar de «hombre cósmico» al hombre del Barroco -por contraposición al «hombre geográfico» del Renacimiento-, con lo cual armoniza la consideración del héroe de aquel tiempo como ser votado a la libertad, a una libertad dramática que puede conducir al extravío. (El ejemplo recordado por Casalduero, de La vida es sueño, es significativo). Este mismo hombre admite el trastrueque de valores -la   —103→   belleza sin la virtud se convierte en fealdad, y, por el contrario, la virtud hermosea su envoltura-, y cuando se trate de representar, buscará una fórmula también cósmica, como en la aventura de los carneros, donde la polvareda en marcha hacia Don Quijote y Sancho representa lo oscuro, rápido e inexorable del Destino avanzando sobre «lo temporal y finito», sobre los hombres que esperan y «ven venir», unidos por el espacio, al acontecimiento inminente.

En la aventura de los batanes ve una confirmación de sus tesis: «lo que en el Romanticismo hubiera sido expresión de un estado de alma, en el Barroco es el mundo externo: tres ruidos que son signos». («En el bosque se concentra todo el mundo mágico del miedo» -dice- y añade: «La aventura es algo psíquico».) En este paso de la novela se registra «una muestra espléndida de arte barroco» al matizar Cervantes la finura de las calidades en juego y al mantener «el equilibrio entre elegancia y vida», entre lo interno y lo externo de la novela, que, a partir de esa época van a quedar escindidos, independizando «la intención y la acción».

El Renacimiento crea al hombre por eliminación, idealiza. El Barroco, por el contrario, lo inventa por acumulación. De ahí su complejidad, que no cesará de crecer. No cabe ignorar el lado turbio de la naturaleza humana; es preciso admitirlo y partir de él al hacerla vivir. Si la palabra le deslumbra, tanto es por cuanto aclara como por cuanto confunde. En la soledad el hombre del Barroco no siente la desesperación romántica; acepta la soledad como «una plenitud, una espiritual concentración» y también como un medio de vincularse a la eternidad. Así Don Quijote en Sierra Morena. En Dorotea vemos un ejemplo de la complejidad de los sentimientos admitida por su época; para entender esa complejidad Cervantes iba pertrechado con la concepción católica de la vida, opuesta al maniqueísmo, concepción que conoce y reconoce la mezcla de bueno y malo constitutiva de cada persona.

«El primer Quijote -sintetiza Casalduero- está construido a base del contraste y comparación entre el ser y el parecer». De un contraste que incluye todas las luces de la Naturaleza, armonizándolas entre sí y con las del Espíritu. Su composición se funda en un orden desordenado, «se imita a la Naturaleza, venciéndola». Incluye una porción de historias, independientes de la acción novelesca, que en cierto modo perturban su normal desarrollo y, sobre todo, desvían la atención del lector. En la segunda parte, en cambio, en el segundo Quijote, prescinde Cervantes de aquellas ingerencias y busca la identificación entre el protagonista y el suceso.

En el Quijote de 1615, Cervantes emplea una forma distinta de la utilizada en el de 1605; siente la necesidad de una acción única, íntegramente colmada por las peripecias del Caballero. Casalduero señala la diferencia esencial en cuanto a los engaños dispersos por la novela: en su primera mitad «forman parte de la acción, no la dirigen», mientras que en la segunda los personajes van prendidos y como conducidos en el   —104→   engaño, viviendo engañados. La observación del crítico es muy afortunada, pues estos engaños, precisamente, aclaran importante porción del pensamiento de Cervantes: «La vida social es un engaño, una representación», una comedia en que a todos llega el turno de ser engañados. En 1605 el novelista quería dar «expresión universal» al «conflicto personal e íntimo» de su nostalgia de lo pasado; en 1615 pretende expresar la actualidad, según la contempla, sin proyectar en ella sus personales sentimientos. Cervantes no piensa ya en el ayer, sino en el hoy.

Casalduero puntualiza los motivos del segundo Quijote: la representación, pues «la vida ya no la dirige Dios, sino el hombre» (por eso el engaño está en la base de todo); la casa donde «nos da la sociedad en lo que es como su reflejo» (la vida urbana establece agudo contraste con el campo de la primera parte); el dinero, que pasa a ser un elemento funcional y distintivo, con el cual se paga y se cobra normalmente lo que pagar y cobrar procede; los animales, que nos introducen «en la sociedad y en el mundo turbio de las pasiones», y los consejos -en sustitución de los combates: aquí sólo hay dos- revelaciones del cambio de actitud del hidalgo, de su creciente propensión al adoctrinamiento. En la obra de 1615 Don Quijote encuentra a Dulcinea y Sancho consigue la ínsula; por eso la lección es el desengaño. «Se pasa del mundo creador del ideal (en 1605) al mundo de la lección moral».

Meditando sobre estos motivos encontraremos que Su significación coincide en todo con la tesis de Casalduero: el segundo Quijote es independiente del primero; el hidalgo ya no lucha contra lo presente, desde su refugio de melancólicas añoranzas, por el retorno de la edad de oro, sino que se debate y padece «ante la osadía irritante del sentido común, ante la bajeza social tan razonable»; su inquietud tiene una raíz social -y ya no caballeresca-. El hombre en la sociedad se titula uno de los capítulos de la obra de Casalduero, y en él vemos a Don Quijote pendiente, no de la fama, sino de la opinión ajena, y, por tanto, de la sociedad. (Ya están en la fama, ya viven en ella y de ella.) El segundo Quijote no es continuación del primero, sino que se sirve de él como punto de arranque; en 1615 habla Cervantes de su obra anterior como de algo concluso y dotado de vida independiente.

En el Quijote de 1615 encuentra Casalduero repetidos testimonios de la conciencia con que Cervantes lo escribió, y puntualiza las diferencias introducidas en la técnica y en la psicología de los personajes. Éstos han variado esencialmente al tener una experiencia; por eso van a sentir «esta punta de cansancio que se convierte enseguida en serenidad». Por de pronto Sancho aparece lleno de ambición y afanoso de mejorar de fortuna. Cervantes -dice Casalduero- «no se propone estudiar el desarrollo posible de un carácter; lo que hace es darle a Sancho otra función de la que tenía en 1605»; esta perspicaz observación puede hacerla el crítico gracias a estar situado en el punto de mira desde donde se escribió la novela. El siglo XIX no entendía el propósito cervantesco, porque la   —105→   novela de entonces consistía en analizar esa evolución del carácter, acertadamente descartada por el actual comentarista. Y la motivación de la obra cambió en 1615: el hombre es engañado por otros hombres y no por la imaginación.

Al estudiar el reflejo de las esencias puras en la sociedad advierte Casalduero la conveniencia de no ver en el segundo Quijote «una obra filosófica en la cual se presente el desarrollo y transformación del pensamiento en el siglo XVII»; las ideas filosóficas de entonces son el supuesto de la acción inventada: el descubrimiento de la razón como medio de penetrar la naturaleza y el mundo. En 1605 Don Quijote daba nueva forma a la realidad; en 1615 «se trata de hacer pasar una cosa por otra».

A la ingerencia de la razón atribuye Casalduero la distribución paralelística de la materia novelesca (en la obra cervantina todo está admirablemente calculado), por la necesidad de aclarar la novela situando la acción en un mecanismo ordenado y establecido rígidamente desde fuera. Este paralelismo o alternación de los episodios sirve magníficamente al propósito cervantino de significar el tránsito entre cordura y locura y la diversidad de ánimo de los personajes. En contraposición a la aventura del león enjaulado -por ejemplo-, cuéntase la estancia del Caballero en la casa de don Diego de Miranda, donde aquél se conduce tan discretamente. Y dentro de la casa encontramos, opuesta a la forma de vida del Renacimiento, la figura del Burgués, del hombre en paz, satisfecho con su medianía. Frente al heroísmo del Caballero, otra forma de combatir, porque ya no se lucha -observa Casalduero- con gigantes o dragones, sino con las propias pasiones. Don Quijote desprecia al prudente Burgués, al hombre en cuyo espíritu germina lo porvenir.

La influencia del pensamiento de la Contrarreforma la descubre el crítico al estudiar los puntos de vista de la Naturaleza y de la Ley en el paso de las bodas de Camacho. Sancho, sin que se vislumbren motivaciones de tipo social, está al lado del pobre; Don Quijote, al del rico Camacho. Cervantes, como el Caballero, piensa que «la naturaleza debe quedar sometida a la ley». Don Quijote explica cómo el combatir por una causa noble es loable, y digna de vituperio la lucha por cosas de poco momento. No menos razonable es Sancho al demandar su salario y las indemnizaciones adecuadas. Insertos en la sociedad ambos personajes parecen otros y se escinde la superior unidad que formaban, llegando a oponerse y hasta a pelear entre sí. La sociedad deforma su espíritu; en el palacio ducal se les convierte en bufones (pero a esto puede oponerse la interpretación de Luis Rosales, según la cual, gracias a los Duques llegaron Don Quijote y Sancho a ser según se soñaban), deformando su ideal. «Es la ironía burlesca con que frecuentemente el poeta barroco contempla la propia belleza por él creada, esa ironía que nace de confrontar las formas de la imaginación con las de la realidad; ironía, por tanto, que nada tiene en común con la romántica, la cual es expresión amarga de la imposibilidad de dar realidad a un ideal».

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En el trance de la de los Leones mostró el Hidalgo -como en la de los batanes- que la esencia de la aventura reside en la voluntad de acometerla. Al resistir a Altisidora acredita su fe en el ideal. De que puede vivirse sin un ideal testimonia doña Rodríguez. Sancho, por su parte, aporta la lección del desengaño errando, advertido de los males de la ambición, abandona la Ínsula y torna a la vida anterior, sin llevar otro bagaje que la experiencia moral adquirida. «De la farsa política a la realidad político-social», pasamos a través de la narración de Ricote el morisco, utilizada por Cervantes, en opinión de su glosador, para presentar «la belleza de la Autoridad». Tal vez pudiera pensarse que lo presentado, aun para ojos del siglo XVII, es más bien la dramática ceguera de la Ley.

Con el desengaño se adquiere conocimiento. Sancho llega a conocerse al conocer sus limitaciones. En su cabeza -opina Casalduero- queda castigada la ambición, con independencia de la conducta. La vida social desorienta al Hidalgo y al Escudero, pero de esa desorientación saldrá una guía definitiva. Al vencimiento de Don Quijote por el Bachiller se le atribuye el significado de derrumbamiento de un mundo: «Va a empezar a reinar la cordura. Todo lo que no sea límite y medida -en el sentido de mensurable- va a tener que desaparecer. El desvarío, el sueño de ideal va a ser sustituido por la razón». Nace otro mundo. La victoria de Sansón Carrasco es en provecho del mundo del Burgués. La muerte de Don Quijote es arquetípica, pues en su retorno a la razón hallamos la actitud general del hombre que, yendo a morir, reconoce la locura -la mentira- que es la vida. Casalduero, al señalar esta circunstancia, concreta la diferente consideración de la muerte en la Edad Media y en el Barroco: escena abstracta y hecho tratado de modo muy concreto, en la primera, y fenómeno espiritual, pero también «fisiológico y moral», en la segunda. La muerte de Don Quijote es otra lección, otra incitación al desengaño.

No puedo alargar esta reseña, ya de considerable extensión, pero tampoco sería lícito concluirla sin hacer constar que Sentido y forma del Quijote es uno de los tres o cuatro libros más importantes que se han escrito nunca sobre la obra de Cervantes. Libro denso, caudaloso de ideas, personal en los juicios y construido con rigor en torno al propósito central de explicar a Cervantes por el Barroco, estudiándolo desde su tiempo, pero también desde el nuestro. Su lectura es iluminadora y fecunda. Cada página contiene observaciones valiosas y resultaría exagerado empeño pretender hacerse eco de todas. Conforme o no con las opiniones de Casalduero, nadie podrá negar que su libro lanza oleadas de luz sobre la magna creación cervantina; sobre una de aquellas obras que más limpiamente nos hacen sentir el orgullo y la grandeza de pertenecer a la especie humana.





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