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ArribaAbajoCapítulo IX

De qué modo dejamos de rezar una tarde el santo rosario, y de la única vez que estuvo amable doña Teresa


Mi situación mejoró mucho con la visita de mi maestro a la noble señora. Pude moverme libremente por toda la casa y hasta asomarme por un momento a la puerta de la calle, cuando ocurría alguna novedad. Carmencita obtuvo permiso para recibir mis lecciones a medio día, en el comedor, en presencia de Feliciana. Un sastre harapiento vino a tomarme medidas, en un hilo, en el que iba haciendo nudos, y se rió de mis vestidos que se habían quedado demasiado cortos. Me dieron zapatos nuevos, para reemplazar los que de rotos se me caían de los pies. Clemente anduvo muy listo, atentísimo conmigo, en las diferentes comisiones que para esto había recibido.

El primer jueves siguiente, cuando me llamaron a almorzar,   —111→   encontré a doña Teresa, que iba a retirarse del comedor con sus hijos. Se detuvo en la puerta que daba a la antesala, y me dijo:

-Cuidado que te olvides de que hoy es jueves y que tienes que visitar a Fray Justo. Sería capaz de creer -¡Dios le perdone el mal juicio!-, que yo lo he estorbado. Este bruto de Clemente me ha traído ya mil incomodidades.

El aludido, que estaba poniendo a la sazón mi almuerzo en la esquina de la mesa donde yo acostumbraba tomarlo, se inclinó hasta el suelo como anonadado; pero yo vi que se sonreía maliciosamente.

En todo el trayecto hasta la plaza me figuré que me encontraba trasportado por encanto a otra ciudad que la de Oropesa del valle de Cochabamba, muy parecida, pero más bella y animada. Y esta ilusión no provenía únicamente de mi largo cautiverio. Las calles mejor empedradas y barridas diariamente, parecían más espaciosas; las casas recientemente compuestas o pintadas por lo menos, tenían mejor aspecto arquitectónico. En la plaza mi ilusión fue más completa. El suelo que antes era accidentado, con grandes hoyos en los que se reunían las aguas pluviales, y montones de escombros y basuras, se hallaba perfectamente   —112→   nivelado. Creí que veía por primera vez, en el centro, la vieja fuente pública, llamada de Carlos III, por haberla mandado construir expresamente dicho monarca, «en premio de los servicios de sus leales y valerosos cochabambinos, durante la rebelión de los indios.» No vi, por último, en toda ella, ni uno solo de los feísimos puestos de recova; pues los habían removido a otro sitio, en un gran canchón, a espaldas de la casa de educandas de San Alberto.

Todo esto se había debido a un bando del gobernador, publicado el 4 de diciembre del año anterior, a los afanes del cabildo y al entusiasmo de los vecinos, para recibir dignamente la visita prometida y no llevada a efecto por el Delegado de la Excelentísima Junta de Buenos Aires.

En las calles y la plaza encontré muchos corrillos de mujeres del pueblo, que comentaban a su manera una proclama de la Junta Provincial, organizada en ausencia de gobernador Rivero. La Junta había desmentido las especies alarmantes que hacían correr los pocos desafectos a la causa de la patria, y prometía hacer saber todas las noticias que recibiese del ejército, cuya situación no había cambiado a orillas del Desaguadero. Llamó particularmente mi atención un corro numeroso a las puertas del cabildo, en el que hablaban con calor don Pedro Miguel de Quiroga y don Mariano Antezana, miembros de la Junta, teniendo a su lado al valiente Guzmán Quitón (que formaba por entonces un nuevo regimiento de caballería) y -¡oh sorpresa!- al docto licenciado don Sulpicio Burgulla!

No pude oír más que estas últimas palabras de don Pedro Miguel:

  —113→  

-Hemos dicho siempre la verdad a nuestro pueblo... ¡que callen ahora los malvados! Vencimos ya en Aroma... ¡venceremos en todas partes!

El licenciado se puso en seguida en su lugar, estirado sobre las puntas de sus zapatos enhebillados; levantó su bastón con borlas en el aire; tosió para darse mayor importancia, y gritó con su voz de falsete:

-Excelsior! Audite, cives!

La multitud asombrada de su genio, lo contempló con tamañas bocas abiertas, y concluyó por gritar a su vez:

-¡Viva don Sulpicio! ¡Viva la patria!

Mucho me sorprendió esta su conducta por entonces. Más tarde comprendí que tuve en aquel momento ante mis ojos un tipo profético de la especie más dañina para las nuevas nacionalidades que se formaban: esos hombres llamados de ciencia y experiencia, adoradores del dios éxito; esos pedantes con canas que han embaucado a las inocentes multitudes, disculpándose de todas sus infidencias con un latinajo o una frase mal chapurreada en francés, y exigido respeto a sus blancos cabellos, cuando inclinaban ellos mismos la cabeza hasta el suelo, para besar los pies de los más despreciables y vulgares tiranuelos!

Mi maestro me esperaba ya a la puerta de su celda. Me condujo de la mano hasta el escaño, y él ocupó su cómodo sitial.

-Cuéntame ante todo tu vida -me dijo cariñosamente, y me hizo en seguida muchas preguntas, a las que yo respondí del modo que antes a las de Alejo.

Le referí estudiosamente con sus mínimos detalles mi descubrimiento de los libros en el cuarto del duende. Sabía   —114→   que esto lo alegraría; porque el estudio era para él su único consuelo; y vi, en efecto, que se iluminaba su semblante. Cuando concluí de hablar, me felicité interiormente. Acababa ahora de comprender que la naturaleza y los consejos de mi santa madre me habían hecho incapaz de encerrar en mi corazón un sentimiento de venganza. Encontraba, por otra parte, un indecible placer en ocultar mis propios dolores, para no aumentar una gota de amargura al cáliz de aquel hombre tan justo y bondadoso, a quien amaba y veneraba como a nadie ya sobre la tierra.

No pude, sin embargo, dejar de dirigirle, al último de esta conversación sobre mi vida actual, una pregunta que él mismo parecía esperar y temer.

-¿Quién soy? ¿puedo saber algo de mi padre?

Él reflexionó por un momento, y me contestó:

-Tu buena madre quería que tú lo ignorases siempre. Respetemos su voluntad.

Después de un largo silencio, para distraerme sin duda de mis tristes meditaciones, pasó a hablarme de los sucesos públicos que a todos preocupaban. Me dijo que realmente había fundadas esperanzas de una gran victoria, tal vez final, de las armas de la patria.

-Creo que la Providencia protege visiblemente la causa de la justicia -añadió entusiasmado-. Yo no pensaba, hijo mío, que tan gran revolución llegase tan rápida y felizmente a su desenlace.

Me habló, por último, de mis lecturas.

-Debes haber visto los horrores de la conquista en las obras de don Fray Bartolomé de las Casas, Obispo de   —115→   Chiapa -me dijo-; pero no vayas a creer que los españoles fueron peores que la generalidad de los hombres en aquel tiempo. No hay ya para qué recordar esos crímenes espantosos como un justificativo de nuestro anhelo de independencia, que proviene de otras causas más inmediatas. Ten cuidado, por otra parte, de no dejarte alucinar con los libros de Herrera y Garcilaso, cuando hablan de la solicitud de los reyes de España por sus vasallos de estos dominios. Las medidas con que desde la gran Isabel hasta el pobre don Carlos IV creyeron favorecerlos, han sido siempre muy perjudiciales. De las encomiendas, que tuvieron por objeto la conversión de los indios al cristianismo, resultó su completa esclavitud y embrutecimiento en supersticiones más groseras que el antiguo culto del sol; de los repartimientos con que pensaban poner a su alcance los efectos de ultramar que necesitasen, vinieron los más odiosos abusos y monopolios, la desnudez y miseria de esos infelices, esquilmados por los corregidores y exterminados a millares cuando se rebelaron con Tupac Amaru; del tributo, que parecía iba a aliviarles de mayores pechos y servidumbres personales, nace su tal vez incurable abyección; de las comunidades conservadas por la conquista, sin las antiguas costumbres que proveían a la subsistencia de todos, provino la mayor degradación de los indios llamados forasteros, la holganza de los comunarios y el empobrecimiento general del país. Todo lo bueno es imposible; lo que se juzga mejor se hace pésimo, cuando emana de un poder lejano, que nada ve más que por ojos ajenos, ni preside directamente a la ejecución de sus mandatos.

  —116→  

-Los españoles dicen que nos han dado todo lo que ellos mismos tienen; que si nos hacen mal, es por error, no porque ellos lo deseen -observé yo tímidamente.

-Nunca nos convencerán de que todas sus leyes sobre industrias y comercio no tienen en mira el provecho de la metrópoli antes que todo -me contestó-. Ya lo verás mejor que yo mismo con el tiempo.

-Han querido ilustrarnos; sus libros llegan hasta mí.

-Nos dan la luz al través de una pantalla; la luz que ellos temen hasta así opaca, hijo mío. Su política sería imposible si hubiera una escuela solamente en cada lugar. Te he dicho que en nuestro país, con motivo del alzamiento de Calatayud, se prohibió por algún tiempo, enseñar a leer y escribir a los niños mestizos y aun criollos. Una sola imprenta en manos de un americano en cada virreinato mataría al punto su poder. Los libros que has encontrado por fortuna son demasiado raros en todo el Alto Perú. En esta ciudad yo sólo sé de tres bibliotecas particulares, de unos cuatrocientos volúmenes cuando más: la que destruye hoy la mano de una cocinera; la de los Boados y Quirogas, y la de los Escuderos. ¡Y cuántos sacrificios de dinero, fatigas y peligros personales han costado!

-La revolución nos conduce a la herejía, según dice el sabio señor licenciado don Sulpicio.

-¡Ah! las imprudencias de don Juan José Castelli!

-Ha dicho en francés...

-Lo que debiera haber repetido mejor en castellano, en quichua, si la sabe. Eso es el credo de la humanidad,   —117→   como el evangelio, de donde lo ha tomado la filosofía que a éste combate sin embargo.

-Quiso cantar uno de sus oficiales la marsellesa, compuesta, según mi amigo Luis, por el diablo en Estrasburgo.

-El Luisito Cros es un bellaco. Su padre, que es alsaciano, debe haberle contado la verdad, y él trató de divertirse probablemente con tu ignorancia. No, hijo mío -aquí se paró y prosiguió con acento que parecía inspirado-, esta causa es tan grande y justa que los mismos españoles respetarán un día a los que la han invocado. Has visto ya que Figueroa murió por ella; pronto oirás hablar del esforzado Arenales.

En los jueves siguientes volvimos sobre el mismo tema. No quiero ya recordar más sobre él en estas memorias. Me expondría, tal vez, a fatigar la atención de mis lectores, y esta consideración me hace guardar en silencio los discursos de mi querido maestro, que parecerían hoy triviales y eran admirables en aquel tiempo de tinieblas.

Me apresuraré, más bien, a referir dos cosas que llenarán de admiración a mis curiosos lectores, como sucedió conmigo.

Una tarde en que todos los habitantes de la casa estábamos reunidos en el oratorio para rezar el santo rosario, notó doña Teresa y extrañamos los demás la ausencia de Clemente, que solía ser el más puntual, para llevar la voz, como ya dije en otra parte.

-¿A dónde se ha metido el condenado? -preguntó la señora; y se persignó, como acostumbraba siempre; cuando aludía al enemigo o cosas del infierno.

  —118→  

Iba en seguida a mandarnos a buscarlo; pero entró el perdido con muestras de agitación, y dijo misteriosamente a doña Teresa:

-El capitán...¡don Anselmo Zagardua!

La señora hizo un movimiento de sorpresa.

-¿Qué quiere? ¡Dios mío! ¿qué será? -exclamó muy contrariada.

-Está en mi cuarto. Dice que el señor...

-Sí, ya sé... no hay para qué nombrarlo, estúpido! ¿Qué le sucede?

-Que está malo... que la hinchazón ha subido hasta las rodillas.

-Hazle entrar... pronto... ¡aquí mismo!

Y apenas hubo salido Clemente, continuó doña Teresa:

-Feliciana, llévate a los niños... que cenen y se acuesten. ¡Váyanse todos! ¿Qué quieres tú ahí? Vete a tu cuarto... ¡cuidado con abrirme la puerta para nada!

Al cruzar el patio vi a Clemente que volvía con un hombre extraño, como de sesenta años de edad, alto y seco, vestido de uniforme militar muy usado y raído. Caminaba con dificultad, apoyado en un grueso bastón; porque le faltaba una de sus piernas, y la tenía de palo, y tan tosca como entonces era posible procurársela en el país.

Otra tarde -no recuerdo si del 27 o 28 de junio-, fui llamado al comedor, media hora antes que de costumbre. Doña Teresa se sonreía dulcemente a la cabecera de la mesa, rodeada de sus hijos. Me hizo sentar en mi esquina, para que los acompañase, y me dijo que no me hiciera esperar desde aquel día. Besaba con frecuencia a Carmencita. Dio una palmada en la redonda mejilla de Agustín.

  —119→  

-Ven, hijo mío -continuó diciendo a Pedro; y cuando éste se hubo acercado, quiso abrocharle el cuello de la camisa y no pudo, y exclamó, dirigiéndose a la criada-: Feliciana, querida Feliciana, aquí falta un botón. ¿Por qué han descuidado hasta este punto al niño de mi alma?

Era otra, completamente distinta de la doña Teresa de siempre; era una señora amable, una cariñosísima madre, una ama que reconvenía sin cólera a sus criadas. Su amabilidad conmigo llegó hasta el punto de darme espontáneo permiso de pasear por donde yo quisiese.

Salí contentísimo a ver a mi maestro; fui por el camino preparando el elogio de mi protectora, que pensaba pronunciar ante aquél, adornado si era posible de algún texto latino tomado al vuelo de los doctos labios del licenciado Burgulla. Pero, no bien hube abierto la puerta de la celda me sentí sobrecogido de la más profunda aflicción, al ver el abatimiento, el indecible dolor que se retrataban en el semblante y toda la persona de Fray Justo. Estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, inclinada la cabeza al suelo, como si mirase a sus pies una tumba recién cubierta. Recordé haberle visto así mismo, al través de mis lágrimas, cuando vestían a mi madre la fúnebre mortaja.

Ni el estrépito con que abrí la puerta, ni un vivo rayo de sol que penetró por ella, bañándole hasta medio cuerpo, le arrancaron por lo pronto de su meditación. Sólo por un movimiento maquinal se llevó una mano a los ojos deslumbrados, y adelantó la otra enteramente abierta, como para protegerse de algún súbito golpe que le amenazara. Recobrando después la conciencia de lo que pasaba a su alrededor,   —120→   me miró tristemente, y me dijo como si yo le llevase la confirmación de la desoladora nueva que había recibido:

-Ya lo sé; el desastre ha sido completo... ¡Dios lo ha querido!

Notando por último el asombro, la estupefacción con que yo le oía, me refirió la derrota que habían sufrido las armas de la patria en Huaqui, el 21 de junio de 1811.

El tiempo no pudo borrar la profunda impresión que dejaron sus palabras en mi ánimo. Creo hoy que él veía y me hizo ver claramente desde entonces las consecuencias espantosas de aquel suceso para la causa de nuestra independencia.

El armisticio, que tenía suspensas las hostilidades, no podía conducir a ningún resultado favorable. La conciliación de los intereses de la España y de la América es ya de todo punto imposible. Goyeneche ha dado traidoramente un golpe irreparable a la revolución, so pretexto de que Castelli habló de libertad y recordó a los indios elTahuantinsuyu de los Incas, de lo alto de las misteriosas ruinas de Tiahuanaco.

«La cruzada argentina que en Suipacha contaba a lo más con 1.500 hombres, llegó a las márgenes del Desaguadero convertida en grande y poderoso ejército de 12 mil hombres, que los mismos segundos de Goyeneche, altivos y soberbios españoles, creyeron muy difícil contener hasta en la posición elegida con tanto acierto por su jefe. Esa oleada, que cruzó de sud a norte nuestro territorio, arrastró consigo casi todos los recursos del país, que tenían dispuestos la revolución de Cochabamba y la feliz victoria de Aroma. Perdidos ahora, no sé cómo puedan repararse. Estas provincias   —121→   nuestras tan separadas del mundo por grandes cordilleras y desiertos, no renovarán ni un mal fusil, ni un viejo mosquete que el enemigo recoja en el botín. Desde hoy la guerra será un sacrificio heroico, desesperado del Alto Perú, con el que se conseguirá a lo menos asegurar la independencia de las provincias del río de la Plata.»

¡Cómo quisiera yo que nuestros historiadores nacionales repitan mejor cada día estas palabras! Así contestarían victoriosamente a los apasionados cargos de un escritor argentino que, desconociendo mil generosos esfuerzos de las provincias de Potosí, Chuquisaca y La Paz, sólo ha querido hacer justicia a Cochabamba.

Cuando me volvía a casa muy pensativo y cariacontecido, oí la voz de Alejo, que me llamaba a la otra acera de la calle, en donde él se había detenido con un objeto largo y pesado, más grueso que su barra, envuelto en una tira de cotense.

-Apuesto -me dijo-, que su Paternidad te ha afligido con su tema de que ya no hay remedio. No lo creas, muchacho. Estamos bien, mejor que nunca. Nuestros paisanos no entraron en el combate, porque los habían mandado no sé a dónde, y cuando regresaron al oír los cañonazos, hicieron retroceder a los chapetones. Todos sin que falte uno... -digo mal, menos los pobres infantes, que habían muerto hasta el último, con su jefe y sus oficiales-, se han de venir a nuestros valles. Entonces nos veremos las caras. ¡Si soñaran los chapetones lo que les espera!

Al pronunciar estas últimas palabras levantaba en el aire aquel objeto extraño que tenía en la mano.

-El Padre Justo -prosiguió-, cree también que   —122→   esto no es bueno. Pero has de saber, Juanito, que aquí tengo yo con qué exterminar el ejército del rey Jerjes. Si tú quieres, puedes venir mañana a mi taller, y... ¡ya veras! ¡ya verás si el Gringo, el Mellizo, el Jorro y yo sabemos o no más que el Padre Padilla, que había inventado la pólvora!

Y dicho esto se alejó precipitadamente con dirección al cabildo. Yo continué mi camino, encontrando ya en las esquinas corrillos de mestizos, en los que se hablaba de la noticia con la misma indiferencia o desprecio que el cerrajero.

Al pasar por el zaguán vi a Clemente, que hablaba de la puerta de su cuarto a Feliciana, que estaba dentro.

-Así son, así son los ingratos -dijo elevando la voz para que yo lo oyese-. ¿Por qué lo extrañas, mujer? Ellos ríen cuando llora el ama, y ponen cara de perro cuando ella se ríe.

Y volviéndose súbitamente a mí, me gritó:

-¿No es verdad, hijo del aire?

No pude contenerme. Aquellas injurias, después de sus últimas humillaciones y del pasado martirio que le debía, me hicieron perder toda paciencia. Le azoté fuertemente la   —123→   cara de mono con la mano, y seguí a pasos lentos el camino de mi cuarto.

-¡Atrevido! ¡insolente! ¡botado! -me gritó Feliciana. El miserable debió haber quedado frotándose la cara, con más susto que indignación.

Aquella noche no me llamaron ni a rezar el rosario, ni a cenar. Tenía por fortuna un resto de vela y fui a encenderlo en la cocina. Quise leer y no pude. Reflexionando en lo que había hecho, me felicitaba por ello, como me sucedió en otra ocasión, en que creí tener a la mano la venganza y no quise tomarla. Sabía ahora que así como no aplastaría nunca al enemigo vencido, no sufriría, tampoco, en lo sucesivo, la humillante ofensa, sin rechazarla al punto con dignidad.

Repentinamente mi puerta se abrió con estrépito y cayó un bizcocho sobre la mesa, delante de la que yo estaba sentado. Volví la cabeza y me pareció ver una punta del vestido de Carmencita. La hermosa niña, escapándose no sé cómo, me traía la parte que podía de su propia cena, y se volvía volando, para que no advirtiesen su ausencia del comedor. Una lágrima dulcísima cayó de mis ojos sobre la página del libro en que leía la comedia de El valiente justiciero, de Moreto; tenía hambre, pero no mordí una sola vez el regalo de mi única amiga en aquella casa, que guardé cuidadosamente en el arca como un objeto sagrado.

Al día siguiente a la hora en que doña Teresa solía levantarse de la cama, me llamó al oratorio una de las mestizas. Encontré a la noble señora sentada en su tarima, con su faldero en las rodillas y entre dos de sus amigas vestidas de hábito de la orden tercera de San Francisco.   —124→   Debían estar hablando sin duda caritativamente de mí; porque éstas se persignaron al verme, y exclamaron casi a un tiempo:

-¡Jesús! ¡tan niño todavía!

-¡Pobrecito!

-He pensado -me dijo la señora-, que te vayas hoy mismo a Las Higueras.

-Será lo que mande y quiera vuestra merced -le contesté, sin saber de qué punto se trataba.

-Pancho -continuó ella-, ha venido con su sobrino que debe quedarse en la ciudad; tú irás en el caballo de éste como puedas. Dime ahora lo que necesitas.

-Nada, señora.

-Está bien. Como el pobre Clemente se ha enfermado y Feliciana tiene que asistirle, Paula cuidará de ver lo que te falte.

Dichas estas palabras me señaló la puerta. Pero yo no salí tan pronto, como hubiera querido, para no oír estas otras palabras caritativas que dijo en quichua una de sus amigas, llamada doña Martina:

-¡Pobre Teresa! ¿qué víbora recogiste en tu casa?

Paula vino poco después a mi cuarto; puso en una silla un poncho y un tapabocas de género de algodón tejido en el Beni, y me dijo:

-Don Pancho espera en el patio con el caballo.

Salí tras ella, recogiendo el poncho y el tapabocas. Todos los criados y los niños Pedro y Agustín rodeaban al enfermo Clemente y reían con él a la entrada del callejón. Ninguno respondió a mi saludo de despedida, ni menos se acercó a estrecharme la mano. Se iba el botado; lo mandaba   —125→   la señora condon Pancho, por haber pegado a don Clemente... Aquello era muy divertido. Pero ¡no!: una cabecita rubia, más bella en su desgreño matinal, arrimada a los barrotes de la ventana del dormitorio, pensaba de otro modo. Al irme anonadado de aquella casa, no sabía si por algunos días o por siempre, tuve el consuelo de ver a mi generosa amiguita, que me mandó un beso con sus deditos sonrosados.




ArribaAbajoCapítulo X

Mi destierro


«Es la villa de Oropesa de Cochabamba el granero y el depósito de la abundancia de los pueblos confinantes en las provincias de la Plata, con que su población la ha hecho más grande que a otras ciudades de mayor carácter por el populacho que la habita... En ninguna parte es más nociva que allí esta mala mezcla, aborrecedor de su primer origen.»


Marqués de CASTEL-FUERTE.                


Francisco Nina, arrendatario de Las Higueras, una pequeña propiedad de doña Teresa, con seis colonos, a las inmediaciones del pueblo de Sipesipe, era un hombre de cuarenta años, mestizo, muy alto y grueso, carirredondo, lampiño, de aspecto bonachón, que ciertamente no engañaba. Tenía un gran sombrero de lana de carnero, tapabocas amarillo como el mío, poncho y polainas de alpaca tejidos primorosamente en su misma casa, zapatos de suela   —126→   raspada, con formidables espuelas de hierro, bien amarradas con largas correas un poco más arriba del talón. Cabalgaba -en montura de dos picos, con pellón de piel de cabra y estribos de madera muy pequeños para sus pies- una yegua blanca, barrigona como una vinchuca, según él mismo decía.

Yo monté como pude un jaco lanudo entre blanco y negro, muy asustadizo, ensillado lo mismo que la yegua, bajo cuya cola metía la cabeza para caminar, o no quería caminar de otro modo.

Tres horas cabalgamos, Pancho delante y yo detrás, a buen paso, pero parando más de trescientas veces, no por culpa mía -que aunque chambón me sujetaba del pico delantero de la silla y dejaba al jaco seguir a la yegua a su manera-, sino por las incomprensibles señas y palabras que iba cambiando mi guía por el camino muy poblado de casas, con los rústicos parados en las puertas o detrás de las tapias de los corrales. Unas veces silbaba, mostrando abiertos el índice y el dedo siguiente de la mano derecha, para cabalgarlos sobre el índice extendido de la izquierda; otras les dirigía después del silbido una pregunta en una sola palabra, como: «¿Y? -¿Tienes? -¿Ya?», recibiendo en respuesta alguna otra seña afirmativa, o palabras muy breves, como: «Sí -Se entiende -Ya -Está por haber -Por supuesto»; de todo lo que yo pude colegir únicamente que se trataba de caballos, de alguna fiesta o expedición a la que todos parecían querer concurrir muy contentos. Por lo demás, los hermosos campos que cruzábamos, aunque agostados, bajo frondosos árboles siempre verdes, como los sauces, molles, naranjos y limoneros que   —127→   bordaban el camino,9 distraían mi vista con los cuadros risueños y animados que le ofrecían por todos lados. Tropas de mujeres y niños pelaban el maíz o recogían el trigo en gavillas; reían alegremente; de vez en cuando resonaban ruidosas carcajadas, y más de una llegó distintamente a mis oídos el grito de ¡viva la patria! En los rastrojos pastaban numerosos rebaños. Recuas de asnos, con grandes costales, de cuyas bocas, no bien cerradas por la redecilla de lana, se escapaban las mazorcas más pequeñas, cruzaban en todas direcciones. Sus conductores, enormes y esbeltos hijos del valle, iban por detrás, con el grueso rebenque llamado verdugoen la mano; silbaban, daban gritos, para animar a las fatigadas acémilas; algunos tenían adornados los sombreros o monteras de flores amarillas del sunchu; no pocos llevaban colgado del cuello a las espaldas, el charango con que distraían sus momentos de descanso, a la llora de la sama o de la comida.

Por fin a eso de la una de la tarde llegamos a Las Higueras. El sitio debió haber recibido su nombre de los hermosos y copudos árboles que lo poblaban. La casa estaba situada en un gran claro pedregoso en medio de ellos. Era simplemente una sala con dos cuartos más pequeños a uno y otro lado. Un largo corredor los precedía, dando frente al camino de entrada. La cocina era un sotechado   —128→   de paja, que se arrimaba al lado de la derecha. Los corrales de bueyes, asnos y gallinas se extendían al otro lado. Los caballos tenían su lugar en el campo, a la entrada de la casa. En el momento en que llegamos había allí dos grandes y relucientes potros amarrados en estacas, los que levantaron las finas cabezas y las largas y pobladas colas, relinchando alegremente.

Una mujer de la misma edad que Pancho, más blanca, robusta como él, vestida de pollera de bayeta de Castilla (que así se llamaba a todo lo que venía de fuera, se hiciese o no en la Península) y camisa de tocuyo, descalza de pie y pierna, como todas las mujeres del pueblo en sus casas, esperaba parada en la puerta. Un joven de 18 años, blanco como la mujer, casi tan alto y grueso ya como Pancho, con calzón de barragán, igualmente en mangas de camisa, pero calzado de medias de lana y zapatos de suela, salió precipitadamente de la sala, a tomar la brida del caballo de mi guía y sujetarle el estribo.

-Bueno, Venturita -dijo el arrendatario apenas puso el pie en el suelo, y dio un buen tirón de orejas al joven, que se rió con indefinible satisfacción. Se acercó luego aquél a la mujer, y la saludó con una recia palmada en el hombro, caricia a la que ella le contestó con no menos fineza, con un fuerte papirotazo en las narices.

-¡Mariquita! -gritó Pancho muy contento-; ¡Mariquita! ¿a dónde estás? Te traigo una cosa... ¡oh, qué cosaza!

-Chunco, tatitoi, ya voy con la merienda -contestó una voz fresca de niña, desde la cocina.

Entre tanto Ventura se acercó a mí sin ceremonias; me   —129→   tomó de la cintura con las dos manos, y me levantó de la silla para ponerme en el suelo.

Entramos en la sala, y tomamos asiento en una banca sin espaldar, arrimada a la pared, tras una larga y ancha mesa de madera toscamente labrada. Dos de los ángulos de la sala estaban ocupados por poyos de adobes, en que se hacían las camas de Pancho y de Petrona, su mujer. En uno de los del otro lado había una mesa muy alta, que sostenía una gran urna de vidrio, en la que se veía una imagen de la Virgen de las Mercedes, contrahecha, con ojos más grandes que la boca, y mejillas más rojas que una cereza, teniendo en equilibrio en la palma de la mano un niño Jesús tan pequeñito, que parecía un juguete con que ella se divertía. El otro ángulo, al frente de éste, servía para depositar las monturas. Los tirantes del techo, que se podían alcanzar con la mano desde los poyos o la banca, tenían colgada en ellos la ropa dominguera.

No bien nos hubimos sentado entró una rolliza joven, con la gran fuente de merienda en las manos; puso ésta sobre la mesa, y colocó a su lado un rimero de platos   —130→   de barro enlozados, con cuatro cucharas de madera de naranjo y dos cuchillos, que fue a sacar detrás de la urna de la Virgen.

Pocas veces he visto un tipo tan bello de la chola. Sus rizados cabellos castaños, sus grandes ojos pardos, sombreados por largas pestañas, levantadas hacia arriba; sus redondas y sonrosadas mejillas; su boca de labios rojos un tanto gruesos, con dientes brillantísimos; su cuello blanco, como el de una señora de la sangre más pura y azul, todo en ella tenía algo de mejor, de más lino y delicado que en la generalidad de las mujeres de esa robusta raza cochabamhina, mucho más española que india, que mereció tan mal concepto al excelentísimo señor Marqués de Castel-Fuerte, y de la que hablan con elogio los viajeros europeos, que la han conocido en sus mismos valles, recibido su sencillo y cordial hospedaje y conservado de ella gratos recuerdos. Vestía lo mismo que su madre; las anchas mangas de la camisa dejaban ver sus redondos brazos, con hoyos graciosos en los codos; sus diminutos pies descalzos merecían pisar los más ricos tapices, pero se acomodaban los domingos, cuando más, en los zapatitos de badana blanca, adornados de lentejuelas, que yo veía colgados de una espina de algarrobo, clavada en la pared, a un lado del tirante guardarropa.

La merienda traída por ella, el plato principal de los hijos de esos abundosos valles, ante el que es nada la famosa olla de la Península, ostentaba, en divisiones artísticas, formando figuras caprichosas, una pirámide de papas rellenas, en cuyo centro debía estar el ají de gallina y de conejo; un círculo de habas con charqui; cuadros de diferentes   —131→   salsas, de riñones, de queso, de huevos, en todo lo que entraban principalmente el locoto y la tremenda ulupica.

Al ver a su hermosa hija, y también la apetitosa merienda, se levantó Pancho entusiasmado, y gritó:

-¡Ajá, Mariquita! ¡viva la...

Pero su mujer le dio un pellizco, y me miró y dijo, cambiando de tono:

-Comamos, niño, harto y a gusto, como Dios manda, cuando no es viernes de cuaresma.

Y así lo hicimos todos, con las cucharas al principio y después con las manos. Hablamos de mil cosas, reímos como locos, con o sin motivo alguno. ¡Cuánto comencé entonces a bendecir mi destierro! En aquella casa, entre aquellas buenas gantes, sentía el dulce calor del hogar en mi corazón, ese encanto indefinible de la vida en el seno de la familia.

Terminada la merienda, Petrona se subió sobre la banca; tomó de una repisa un cantarito de roja y brillante arcilla y dos vasos barrigones, enlozados de verde, a los que llamaban loritos, y los colocó con aire de solemnidad sobre la mesa. Los ojos de su marido brillaron de alegría.

-¿Quieres? -me preguntó.

Yo comprendí que era la chicha, la bebida del pueblo, de la que tenía muy mal concepto, desde que muy niño oí a don Francisco de Viedma llamarle «el brebaje», y atribuirle cuanto creía malo en el país.

-No; soy muy niño todavía -le contesté.

-¡Vaya! -repuso-, ¿y entonces con qué te destetaron?

  —132→  

Y rió a carcajadas, acompañándole al punto su mujer y sus hijos.

Él y Petrona solos tomaron sus dos o tres loritos cada uno. Los hijos no podían hacerlo en su presencia; tomarían más tarde cuanto quisiesen; pero «no debían faltarles al respeto».

Entregado después a mis propias inspiraciones, sin que nunca se me dijese lo que debía hacer, como en la ciudad, pero libre de andar, de correr por donde me diese la gana, con la seguridad de encontrar una sonrisa de mis huéspedes al volver a la casita, fui feliz, gocé por muchos días, bendiciendo a la Providencia, que me había arrojado no sabía de qué manera a este mundo, en esos hermosos campos del jardín y granero altoperuano.

En aquella época trillaban las mieses en las eras. Vi que no faltaban caballos; pero los ocupaban poco y preferían servirse de los bueyes.

-Los caballos tienen que hacer -decían.

Nunca pasé por las inmediaciones de una era sin oír, en medio de las alegres excitaciones de esa ocupación campestre, los gritos mil veces repetidos de:

-¡Viva la patria!

Sólo en la casita en que yo vivía no se tocaba nunca este punto, y cuando algún extraño quería decir algo sobre él en conversación, el propietario de aquella le hacía señas de callar, o pasaba bruscamente a otra cosa.

Una tarde hallé a Pancho y su mujer, que tenía un papel en la mano, hablando misteriosamente en el corredor.

-¿Qué hacemos? -decía él-; yo no quiero que el   —133→   niño sepa estas cosas. ¿Qué diría la señora Marquesa?

-Que se vaya con Ventura -contestó ella, señalando con la mano la cordillera del norte.

-Sí, a los altos... ¡eso es! -repuso Pancho.

Pero me vieron y callaron, para darme después la bienvenida, y decirme que la merienda nos esperaba con dos conejos muy gordos, de chuparse los dedos.

Por la noche, Ventura que hacía mi cama en su cuarto, al lado de la suya, me dijo:

-En este mismo lugar dicen que dormía don Enrique. Mi padre no se cansa de hablar de él. ¡Qué bueno! ¡qué generoso debió ser! ¡Y qué guapo para andar a pie! ¡qué buen cazador! Las tarucas de los altos deben alegrarse mucho de que las haya dejado en paz.

-No le he conocido -le respondí-; ni recuerdo haber oído hablar nada de él.

-Ya no pertenece al mundo -repuso Ventura; y hurgando en un agujero debajo de la cama, sacó una carabina antigua con muchos enchapados de oro y de plata y continuó-: Mira su fusil; se lo regaló a mi padre, cuando volvieron de cazar la última vez en las lagunas.

En este momento entró Pancho, y le dijo con mucha naturalidad, aunque ellos tenían bien estudiada la escena que ante mí representaban:

-He ahí lo que tú sabes hacer, grandísimo bellaco. Toda vez que se te manda ir a los altos buscas lo primero el fusil de don Enrique. ¿O tal vez el niño quiere ir también contigo?

-Sí, ciertamente -me apresuré a contestarle; lo que le dio tal gusto que no pudo disimularlo.

  —134→  

Rayaba apenas el alba del siguiente día cuando Ventura y yo, montado él en la yegua y yo en el jaco, llevando la carabina, salimos al camino que conocía, parar ir buen trecho por él, y tomar en seguida otro, que nos permitiese cruzar todo el ancho valle, en dirección a la cordillera del norte. Pero no bien llegamos a la parte en que debíamos torcer con este objeto a la izquierda, hizo él retroceder velozmente su cabalgadura, riendo como un loco; se bajó, se quitó el poncho y las espuelas, me alcanzó la brida, y me dijo:

-La pícara ha salido sólo por verme. Vas ahora tú a ver lo que le hago.

Dicho esto volvió, caminando a pie con precaución. Yo adelanté un poco para observarlo. A algunos pasos de allí, a un lado del camino había una casa como la nuestra poco más o menos. Una joven, parecida en la figura y el vestido a Mariquita, estaba parada en un poyo que había delante de uno de los pilares del corredor, y dándonos la espalda hablaba en aquel momento con alguna otra persona que debía hallarse dentro del cuarto. Ventura se acercó a ella, la abrazó de las piernas, se la puso sobre un hombro y   —135→   corrió en círculo, dando gritos con su carga. La joven por su parte dio primero un alarido al sentirse arrebatada, y siguió después riendo a carcajadas; mientras que dos ancianos de cabezas enteramente blancas, hombre y mujer, salían a la puerta y reían también de igual manera.

Aquella curiosa escena duró todo lo que Ventura pudo correr sin cansarse. Depositó entonces suavemente la joven sobre sus pies en el suelo. Pero ésta, que estaba más roja que un tomate, le dio un fuerte pellizco en el brazo, y se escapó a brincos a la casa, sin que los dos viejos dejasen de reír y cada vez con más ganas.

Ventura parecía trasportado de placer con aquel pellizco.

-Ven -me gritó-; y cuando me hube acercado con la yegua en que él montó, les dijo desde allí mismo a los de la casa-: Voy a los altos... ¡hasta mañana!

Como una cuadra más adelante, se volvió a mí, con el rostro radiante de alegría.

-¿Qué te parece? -exclamó-; es Clarita, mi prima... ¡mi novia!

-Muy linda, casi tanto como tu hermana -le contesté.

-¡Oh, mucho más! Ella y su hermano, el que fue la otra vez a la ciudad -viven con nuestros abuelos que has visto salir a la puerta. Cuando nos casemos por San Andrés, dicen que no ha de quedar uno en todo esto sin venir a bailar en la ramada que hemos de hacer en la puerta.

No sé qué más iba a decir, pero se detuvo y se demudó visiblemente.

Yo miré por todos lados, y no vi nada que hubiera podido causarle una penosa impresión. Sólo me fijé entonces en   —136→   unos acordes de violín que parecían salir de una casa ruinosa, situada más adelante, a un lado del camino de travesía que seguíamos.

Esta casa era de altos y cubierta de tejas, a diferencia de las de un solo piso y cubiertas de paja o de una simple torta de barro, que generalmente habíamos encontrado por allí. El balcón desvencijado tenía restos de barandado, sujetos con correas; el techo me pareció que se hundía por un lado; la escalera de adobe -tal como pude verla por sobre las tapias que rodeaban un patio cubierto de yerba-, había perdido algunos de sus escalones por la acción de las lluvias. En la puerta que daba entrada al patio, vi, por último, al capitán don Anselmo. No vestía ahora su viejo uniforme militar, sino la chaqueta y el calzón de los campesinos acomodados. Tomaba el sol tranquilamente y fumaba en una grande pipa de barro.

El armonioso instrumento, cuyos acordes siguieron llegando más distintamente a mis oídos, debía obedecer a la mano maestra de un inspirado artista. Jamás olvidaré el aire de aquella música que hoy mismo suelo repetirle a Merceditas, y que ella dice que haría llorar a una roca. Es como una queja humilde, airada, tranquila, violenta, tierna, amenazadora alternativamente, pero siempre la misma, de un corazón en el que ha muerto la esperanza.

-La casa vieja... el loco... ¡que bestia soy! -murmuró Ventura.

Y tomó en el acto un largo rodeo, por entre un rastrojo de maíz. En vano le pregunté la causa de su agitación y trastorno; en vano porfié por que me dijera algo de las personas que habitaban aquella casa. Siguió adelante mudo,   —137→   taloneando a la Vinchuca y no se acordó más de mí en todo el resto poblado del camino. Harto tenía que hacer, por otra harte, como su padre, con los campesinos que iba encontrando o salían a sus silbidos.

Cuando hubimos llegado al terreno pedregoso que se extendía a los pies de la cordillera, con rastrojos de trigo y grupos de molles enanos, me recomendó que observase atentamente el suelo a mi alrededor. Quería librarse, tal vez, por ese medio, de las nuevas preguntas con que temía que yo le importunase.

-Hay muchas perdices -me dijo-; pero se esconden entre las piedras, de modo que es muy difícil verlas.

En efecto, no descubrimos ninguna a tiro, aunque dos volaron repentinamente de los pies mismos de mi espantadizo jaco, que estuvo a punto de arrojarme al suelo y romperme el bautismo.

Tomamos después una quebrada seca, por cuyo cauce seguimos hasta un punto en que ya no era posible remontarlo. Detúvose allí mi guía, se apeó y me hizo apear a su manera. Me pidió en seguida la carabina; se adelantó con mucha precaución algunos pasos, hasta un recodo; apuntó de allí largo rato hacia la izquierda, y partió el tiro como un cañonazo, repetido más de seis veces por el eco.

Un momento desapareció Ventura tras el recodo, y volvió a saltos, con una hermosa viscacha en la mano.

-Ahora hay que cortarle la cola, que puede dañar la carne, y poner el animal en las alforjas -dijo muy contento-; se lo mandaremos a Mariquita, y ella sabrá lo que ha de hacer, separando la mitad para los otros.

Debíamos trepar la áspera pendiente de la izquierda por   —138→   una senda en zig zag, y así lo hicimos por más de una hora a pie, con mucha fatiga, llevando cada cual de la brida nuestros caballos. Nos vimos entonces sobre el primer escalón de la cordillera, en que comienza a crecer el ichu y se cultivan las papas. Ventura extendió los pellones cerca de un ojo de agua, que mandaba un hilo a perderse en las arenas de la quebrada; y sacó de las alforjas nuestro fiambre: un pollo relleno de ají, chuño con queso y un tamal de maíz. Yo me senté dando frente al valle, ante el dilatadísimo y espléndido panorama que se ofrecía ahora a mis ojos, y exclamé:

-¡Oh! qué hermoso!

Voy a intentar describirlo. Tal vez pueda ofrecer siquiera una imperfecta idea de él a mis lectores.

El sol brillaba en medio de un cielo tan límpido como sólo se puede contemplarlo desde allí, en la estación seca del invierno; ni la más ligera exhalación se elevaba de la tierra por el aire sereno y trasparente; mis ansiosas miradas podían esparcirse libremente en un semicírculo de un diámetro de más de quince leguas.

La cordillera interior, llamada real de los Andes, venía a mi derecha con una altura uniforme; se levantaba y deprimía a trechos cerca del Tunari; tomaba su mayor altura en los picos de éste, que encierran la nevera que se distingue a grandes distancias como una perla engastada en azulado esmalte. Deprimíase más hondamente en seguida, en las quebradas de Chocaya; volvía a levantarse, para continuar al N. O. y arrojar al E., en línea recta, el ramal tan alto como ella misma en que yo estaba, y que se perdía a lo lejos, no sin elevarse bruscamente en picos más altos   —139→   y cubiertos de nieve que el Tunari, donde toma el nombre de Yurackasa, o sea de las Abras Blancas.

Los contrafuertes de estos dos grandes ramales, prolongándose a veces en cadenas de cerros, acababan de formar con ellos los cuatro valles de Caraza, Cochabamba, Sacaba y Cliza. Entre el primero de éstos y el segundo brillaba, en una depresión de los cerros, la gran laguna de Huañacota. Sobre el de Cliza, al confín del horizonte, veíanse reverberar, también, los lagos de Vacas.

El fondo de los valles, las llanuras que encierran, las faldas más bajas de los montes debían ofrecer a la vista, en la estación lluviosa del verano, todos los matices del verde desde el más sombrío hasta el amarillento, con los huertos, los bosques de sauces, los sembrados de toda especie que entonces contienen. En la de invierno, en que yo los admiraba, presentaban grandes manchas de verde oscuro en las partes pobladas de árboles vivaces, entre los que se distinguían los rojos tejados y campanarios de las aldeas. El resto cubierto de rastrojales, o ya enteramente despojado de toda vegetación, presentaba los matices más variados de musgo y amarillo, desde el más opaco hasta el blanco de las eras. Desde el punto en que yo estaba se descubría la parte sud del valle de Caraza; la mitad más hermosa del de Cliza, desde la villa de Orihuela; casi todo el de Sacaba, menos uno de sus más bellos rinconcitos: el del Abra; todo, absolutamente todo el de Cochabamba, con sus menores detalles. Podía yo dibujar en el papel su configuración, el curso de los torrentes y de los ríos, el plano más perfecto de los pueblos del Pazo, Sipesipe, Quillacollo, Tiquipaya y Colcapirhua.

  —140→  

La reina de aquellos valles, la ciudad de Oropesa de Cochabamba, se extendía al confín del valle de su nombre, a los pies de la cadena de cerros que separan a éste del de Sacaba. Uno de sus barrios, el del sud, se perdía entre las graciosas colinas de Alalai y San Sebastián; el del oeste llegaba hasta las barrancas del Rocha; los del norte y del oriente desaparecían en medio de huertos y jardines. Entre las altas columnas de los sauces llamados de Castilla, sobre las copas de los más bellos sauces indígenas y de los frutales, se levantaban sus blancas torres, los rojos tejados de sus numerosas casas. Al frente de la ciudad, separado de ella por el lecho del Rocha, exhausto con las sangrías que reparten sus fecundas aguas, se extendía, en fin, hasta cerca del pie de la cordillera, adelantándose hasta él mismo por la quebrada de Taquiña, el frondoso vergel de Calacala, sobre cuyos bosques de eterna verdura, se levantaban dos o tres grandísimas copas de diez veces centenarios ceibas.

-¡Oh! ¡qué hermoso! -repetía yo, notando los detalles después del conjunto.

Y hoy mismo, después de haber recorrido en mi aventurera vida muchos lugares renombrados de la América, admirando ya únicamente en mi imaginación aquel cuadro, cuyas bellezas sobrepasan a las que ésta puede concebir, repito esas palabras, sin temor de que los que me oyen las supongan hijas de una exageración de mi amor por la tierra en que nací, que ya no he de ver y en la que quisiera que descansasen mis huesos bajo de uno de sus frondosos sauces. Recuerdo que el gobernador Viedma llamaba a mi país «la Valencia del Perú», y añadía que era tan bello como el que más de su querida España.   —141→   Tengo, por otra parte, a la vista el libro de D'Orbigny, que acaba de enviarme mi compañero de armas don José Ballivián. El sabio viajero francés dice que «esas llanuras sembradas de edificios, esos campos ricos y abundosos despertaron en él la memoria de su patria!» ¿Cómo, pues, un hijo de tan amenos valles no ha de poder pregonar que son «el país más fecundo, bello y delicioso del mundo»?

Estas últimas palabras de Oquendo vinieron naturalmente a mi memoria en aquella ocasión.

-«Valerosos ciudadanos de Cochabamba» -comencé a decir.

Pero Ventura me interrupió, y quiso él mismo repetir el discurso de que he hablado en otra parte.

-¡Cómo! ¿lo sabes tú? -le pregunté con sorpresa.

-¿Y cómo no? ¿quién no lo sabe? Yo creía más bien que a ti no te gustasen esas cosas.

-¡Si sólo sueño con ellas, Ventura! ¡si yo quisiera ser tan grande como tú para pelear por nuestra patria!

-Ja, ja, ja, ja, ja!...

-¿Por qué te ríes?

-Porque mi padre te ha mandado aquí, creyendo que podías hacerle quitar sus tierras con doña Teresa. Pero lee esto, y después te diré lo demás.

Con estas palabras puso en mis manos el papel que sin duda tenía en las suyas Petrona, cuando la sorprendí hablando misteriosamente con su marido. Era una proclama del gobernador Rivero, dirigida a la provincia de su mando después de su regreso de la derrota de Huaquia. Voy sólo a copiar algunos fragmentos.

  —142→  

-«Hijos de la valerosa provincia de Cochabamba, compatriotas y hermanos! Sabéis que el ejército auxiliar combinado con nuestras tropas, que se situó a las márgenes del Desaguadero, con el designio de sujetar los movimientos del que a la banda opuesta estala colocado, ha sufrido el 21 de junio próximo pasado una derrota...» «Con este conocimiento, he determinado que en la provincia de Cochabamba no quede hombre desde la edad de 16 hasta 60 años, que no empuñe la espada...» «Si entre vosotros hay algunos que por enfermedad o por otras causas justas no puedan participar la felicidad de trabajar en tan sublimes objetos, estoy persuadido de que reemplazarán su deber con franquear a los otros sus armas y todos los demás auxilios con que les sea posible contribuir a esta grande obra. Desde mañana debe principiar nuestra total reunión en los pueblos por barrios, y en los campos por haciendas, para dirigirnos a las quebradas de Arque y Tapacarí, donde se prefijarán nuestras operaciones. Hasta aquellos puntos, cada uno debéis proveeros de lo necesario para vuestra subsistencia...» «Apresuraos, hermanos, convenciéndoos de que vuestra vigilancia asegurará la victoria: elegid vuestros capitanes para militar bajo la voz de los que ocupen vuestra confianza: redoblad los votos de la que tenéis en el Dios de los ejércitos...» «Obrad, en fin, hermanos míos, por el estímulo de nuestro interés común, sin dar lugar a que en ejercicio de la autoridad de que por vuestro consentimiento estoy encargado, haga sentir a los que seáis indolentes todo el rigor de las leyes...»

Niño como era yo entonces, este lenguaje patriarcal   —143→   tan franco, cariñoso e insinuante al principio, como severo y de amenaza en conclusión, me conmovió profundamente. Hoy, viejo como soy, comparando los tiempos en que aún vivo con aquéllos de tan nobles sacrificios, pedidos y prestados con tanta naturalidad y sencillez, no puedo trasladarlo a esta hoja sin sentirme emocionado mucho más todavía, y... ¡diantres! yo creo que he llorado; porque una gota ardiente ha caído sobre mis dedos temblorosos!

Cuando hube concluido de leer, Ventura habló de este modo:

-El ejército ha salido ya a ocupar las quebradas. Pero mi padre debe reunir hoy y mañana a los que aún quedan en estado de pelear y tienen caballos. A fin de que tú no le avises a doña Teresa que él es cabecilla de alzados, y queriendo evitar al mismo tiempo que yo le siga a la guerra, nos ha mandado aquí, con el pretexto de que se pasa el tiempo de preparar un barbecho.

-¡Volvámonos, Ventura! -exclamé.

-No te agites -repuso él-; haré lo que me ha ordenado hoy mismo. Esta noche dormiremos en casa de uno de los indios, aquí, muy cerca. Mañana nos bajamos como galgas; me hago dar un pellizco más con Clarita; llegamos a almorzar, y tú le dices a mi padre que te has fastidiado, o, más claro, que eres un buen patriota.

Al decir esto se levantó; montamos a caballo, y seguimos subiendo la pendiente ya muy suave. Cien pasos más arriba, dio Ventura un silbido y apareció como por encanto un perro negro, de orejas tiesas y puntiagudas, un tanto lanudo, el inteligente alcoamericano, en una palabra.

  —144→  

-Es el Ovejero; él solo, cuida más de cien ovejas -me dijo su amo con satisfacción.

Y siguiendo al Ovejero por una delgada senda que serpenteaba entre el pajonal, llegamos al rancho de que me había hablado Ventura, y que estaba situado al pie del segundo escalón de la cordillera, mucho más bajo que el primero.

Aquella noche -extendido en el lecho más blando que pudo prepararme Ventura-, soñé que me había vuelto un gigante diez veces más grande que Pancho y cien veces más fuerte que Alejo; y que, armado de uno de los cedros de Tiquipaya, a guisa de macana, abatía centenares de granaderos con altas y belludas gorras de cuero. Mis víctimas exhalaban tristísimos lamentos; el aire vibraba a mi alrededor con los acordes del violín que había oído yo por la mañana. Me encontré después repentinamente, sin saber cómo, caballero en mi jaco, que me arrebataba del campo de batalla, corriendo tras de la Vinchuca, en dirección a la casa vieja, en cuya puerta me esperaba doña Teresa con su faldero en los brazos, y se reía de un modo que daba miedo.

Recuerdo también -¿y cómo pudiera olvidarlo?-,   —145→   que, al despertarme asustado de la risa de doña Teresa, oí cantar a Ventura en la puerta de la choza, a la luz de la luna, un harahui imitado del de Ollanta.


Urpi huihuaita chincachicuni...

Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Pueden acaso comprender mis jóvenes lectores esa lengua, tan extraña ya para ellos como el siriaco o el caldeo?

Mejor será que ponga aquí otra imitación pésima en castellano, que les dará a lo menos una remota idea de aquellos tiernísimos cantos populares, olvidados ya, cuando apenas comienza a nacer -harto enfermiza y afectada, por desgracia-, la nueva musa lírica de nuestra literatura nacional.



«Una paloma se me ha perdido
    En la enramada.
Tal vez la encuentres, ¡oh golondrina,
    Que inquieta pasas!

»Oye sus señas, como en mi duelo
    Posible es darlas;
Porque no hay nadie que decir pueda
    Belleza tanta.

»Hermosa Estrella de la Alegría10
    -Así se llama-,
Sus ojos mismos son dos luceros
    De la mañana.
—146→

»Ninguna has visto sobre la tierra
   Como ella blanca;
Porque lo es menos la pura nieve
    De las montañas.

»Al ver su rostro la flor soberbia
    De la achancara11
Se dobló mustia sobre su tallo,
    Quedó humillada.

»Su tierno arrullo los corazones
    De piedra, ablanda;
Y un dulce aroma que da la vida,
    Su aliento exhala.

»Dile que al verla, siempre a su lado
    Su pobre Ollanta,
No envidia al Inca sus andas de oro
    Y de esmeraldas.

»Y dile, dile, que si no vuelve,
    Que si es ingrata,
Morirá solo, junto a su fuego,
    Que ya se apaga!»





  —147→  

ArribaAbajoCapítulo XI

El ejército de Cochabamba. -Amiraya


Todo se hizo al día siguiente como quiso Ventura, menos la parte del pellizco; porque al llegar nosotros a la casa de los abuelos, por una senda distinta de la del día anterior, que él me hizo tomar, para que no pasásemos junto a la casa vieja, su novia lo vio oportunamente, y fue a refugiarse tras de la abuela, que estaba sentada a la puerta.

-¡Malvado! ¡facineroso! ¡atrevido! -le gritó, sacando y ocultando alternativamente la cabeza, por sobre el hombro de la anciana.

Y él contestó a estas finezas tirándole con mucha gravedad la viscacha, sin acordarse ya de la parte que, según dijo al cortarle la cola y ponerla en las alforjas, debía tomar primero para nosotros Mariquita.

Debo advertir, también, que sólo la abuela pudo festejar esta nueva gracia con risa un tanto forzada. Su marido Venancio Fuentes, se había marchado muy temprano a Sipesipe, diciendo que estaba comprendido en la proclama del gobernador y que él era «más hombre que todos», sin que nadie pudiese persuadirle de que ya tenía noventa años, y que, caballero en mula por otra parte, no podría cargar lanza en mano al enemigo.

Cuando llegamos a nuestra casita -digo nuestra, porque yo, pobre huérfano, la iba considerando como hogar de mi propia familia-, encontramos todo el claro delante de ella ocupado por caballos, en su mayor parte rocines como arañas y jacos tan lanudos como el mío. En todas   —148→   partes se veían lanzas toscas, clavadas en el suelo o arrimadas a las tapias y los árboles. Los jinetes llenaban completamente el corredor, la sala y la cocina. «El comandante don Francisco Nina», con una lanza más grande y brillante que las otras, provista además de su llama roja y amarilla -colores de la España todavía-, estaba parado a la puerta, en un poyo de piedras, que servía para que las mujeres pudiesen subir por sí mismas a caballo; y con toda la gravedad del más consumado brigadier hacía apuntar en un papel los nombres de sus soldados, sirviéndole de secretario y jefe de estado mayor el sacristán de Sipesipe don Bartolito.

Al vernos a Ventura y a mí, su rostro de ordinario apacible y bonachón se contrajo y demudó de un modo espantoso, como el de Alejo, al cual vi entonces que se asemejaba. Yo le pronuncié un largo discurso por el estilo convenido; pero su cólera crecía a cada una de mis palabras, y exclamó por último, golpeando fuertemente las piedras del poyo con el regatón de su lanza:

-¡Soy capaz de ensartarlos a los dos de un lanzazo! ¡Esto no hay quien lo aguante, caramba! El abuelo ya se torció un pie con el porrazo que le ha dado la mula; está ahí gritando en la cama... y ahora se me viene el otro condenado para seguirme a la guerra!

Ventura se arrodilló a sus pies, y le dijo:

-Me llevas, tata, o me voy a presentar a los porteños.

Estas sencillas palabras hicieron en él mayor impresión que toda mi retórica.

-¡Hágase lo que Dios quiera! -contestó con acento solemne, e inclinó la cabeza sobre el pecho.

  —149→  

A eso de las doce del día -era el 13 de agosto de 1811-, se vio una gran nube de polvo por el lado de la quebrada de Putina. El ejército de la provincia volvía por allí al valle de Cochabamba, abandonando las posiciones que había salido a ocupar antes inútilmente en las quebradas de Arque y Tapacarí.

-¡A caballo! ¡hijos míos, a caballo! -gritó Pancho.

Todo fue ruido y confusión, hasta que al fin, un cuarto de hora después, estuvo aquel escuadrón formado, casi con orden, en el claro. Pancho y su hijo montaron los hermosos caballos de que antes he hablado y que sin duda tenían dispuestos y muy bien cuidados para aquella ocasión. Yo obtuve, con mil ruegos y hasta lágrimas, que el primero me permitiera seguirles en el jaco, acompañado de un indio viejo, el tata Tuli, caballero éste en la Vinchuca, en pelo y con bozal, porque hizo falta la montura para el hijo del arrendatario. Debía alejarme en caso de peligro con mi nuevo guía a alguna altura, donde no pudiesen llegar las balas.

Al salir el último de todos al camino, vi a Mariquita parada en la puerta de la sala. Para hacer los honores de su casa a los patriotas se había puesto su ropa dominguera,   —150→   sus zapatos de badana y unos aros y un gran topo de plata, que eran la cosaza traída por su padre para ella de la ciudad. Tenía las manos juntas sobre el pecho; oraba en silencio, y de sus bellos ojos, levantados al cielo, corrían dos gruesas lágrimas por sus mejillas. Su madre debió haber tenido que permanecer adentro, cuidando del abuelo, que no podía sentar el pie y porfiaba sin embargo por que le diesen su lanza y lo hiciesen subir de cualquier modo en su mula.

Recuerdo que le oí gritar más de una vez:

-¡Yo soy más hombre que todos ellos! ¡viva la patria! ¿No saben que soy el yerno de Nicolás Flores?

Sería la una de la tarde cuando todo el ejército de Cochabamba se encontró reunido en el llano de Sipesipe, cerca del río Amiraya, que es el mismo Rocha engrosado por el Sulti, el Anocaraire, el Viloma y todos los torrentes del valle, antes de abrirse paso por la quebrada de Putina. Sabíase ya que Goyeneche, con su ejército de ocho mil hombres, enorgullecido por su triunfo de Huaqui, se había remontado de las inmediaciones de Tapacarí a las alturas de Tres Cruces, para bajar en seguida por el estribo de la Cordillera Real que viene a morir en el valle de Cochabamba al frente del llano indicado. Esto mismo hizo después el general Pezuela, como veremos más tarde, y será siempre lo que haga cualquier otro general en su caso, para no aventurarse en la profunda garganta de Putina, entre ásperas y pedregosas pendientes muy fáciles de guardar como inexpugnables Termópilas.

El energúmeno historiador español don Mariano Torrente, cuya obra sobre la revolución hispano-americana me   —151→   escanta y divierte, por algunos preciosos detalles que contiene y por las lindezas que regala a los patriotas, dice: «un ejército de doce mil cual era el de los insurgentes, los más de caballería, apoyado su frente en el río de Amiraya y su retaguardia en elevadas montañas (habla de la serranía que corta en parte el valle y separa a Sipesipe de Quillacollo) con partidas muy gruesas destacadas en el pueblo de Sipesipe, habría arredrado a cualquiera otra clase de tropas que no se hubieran ya acostumbrado a medir sus esfuerzos por la vara de los tropiezos.» Nuestros escritores nacionales aseguran, por su parte, que no llegaría a la mitad el número de nuestros soldados; exageran la debilidad de sus armas, y hasta han permitido que un historiador chileno tenga la peregrina ocurrencia de decir que no hubo tal batalla y que Goyeneche entró sin resistencia a Cochabamba.

Entre estas opiniones (es decir la española y la boliviana solamente, porque la chilena es un desatino) puedo yo ahora, como testigo ocular de todas aquellas cosas, pronunciar gravemente, con toda seriedad, el fallo del Sganarellede Moliere, declarando a mis jóvenes lectores que entrambas partes tienen razón.

Los hombres aglomerados allí para defender la naciente patria pasarían, en efecto, de diez mil; pero las tropas que podían considerarse pasablemente regularizadas no llegaban a seis mil, contando entre éstas unos seiscientos hombres que el brigadier don Eustaquio Díaz Vélez había traído de Chuquisaca, como único resto del ejército auxiliar después de la derrota de Huaqui.

La infantería no era ni la cuarta parte del número total,   —152→   ni estaba toda armada de «bocas de fuego», como se decía entonces. Había un largo batallón con hondas de correas trenzadas y las consabidasmacanas. Los mejor armados tenían pésimos fusiles, de piedras de chispa por supuesto. No eran raros los mosquetes y trabucos naranjeros que interrumpían la uniformidad en las filas. Una columna, como de doscientos hombres, entre los que reconocí a Alejo, estaba muy ufana de sus curiosísimas armas recientemente imaginadas y hechas con candor infantil y resolución heroica en el país, y que merecen una descripción particular y la respectiva explicación de su manejo.

Llamábanles cañones, y eran más bien arcabuces, muy blancos y relucientes como de plata, pero de humilde estaño; largos de una vara y nueve pulgadas; de paredes gruesas, para que pudiesen tener alguna consistencia, y, por esto mismo, de escaso calibre, como de dos onzas. Tenían hacia la mitad unos muñones semejantes a los cañones ordinarios; el oído era de bronce, y terminaban en una groserísima culata de madera. Un hombre levantaba con mucho esfuerzo el arma a la altura del hombro, donde debía afianzarse en una almohadilla de cuero de carnero con su lana; otro ponía por delante una horqueta, en cuyos extremos acanalados descansaban los muñones; un tercero daba fuego con la mecha, y estaba encargado además de llevar la baqueta y un jarro de agua para refrescar el arma exteriormente después de cada tiro. Más tarde se inventaron otros cañones sobre ruedas, y proyectiles no menos curiosos; pero aún no es tiempo de que me ocupe de ellos.

Una mitad de la caballería era de buenas tropas disciplinadas y amaestradas en la campaña anterior, con verdaderas   —153→   lanzas y muchos sables. Un escuadrón tenía cascos y corazas; había otros dos con corazas solamente. La otra mitad iba asemejándose por grados a la primera tropa de caballería que vi yo, cuando el alzamiento del 14 de setiembre, hasta el flamante escuadrón que acababa de traer el comandante don Francisco Nina y a cuya cola formábamos yo y el tata Tuli.

Había, en fin, algunos artilleros con un obús y las dos célebres carronadas de Unzueta, que merecieron recuerdo particular del historiador Torrente, por sus problemáticos y, en concepto de éste, desastrosos servicios en Aroma.

Después de todos estos detalles, que son los más importantes sobre las tropas, no me creo con fuerzas para describir el equipo y los variadísimos trajes de aquellos guerreros. Básteme decir que los más veteranos venían de una larga campaña y de una espantosa derrota, con sus groseros uniformes en andrajos, y que los más bisoños acudían ahora a cumplir su sagrada obligación, vestidos cuando más con su ropa dominguera, sin pedir ni esperar nada para sí, provistas las alforjas del fiambre preparado por la esposa o la hija, que se habían quedado llorando bajo el techo de paja de su rancho. Agregaré, sí, que tales como estaban, como ahora mismo los contemplo en mi imaginación, sintiendo no ser un Goya para retratarlos en un cuadro inmortal, me parecen mil veces más hermosos y respetables que los soldadotes del día vestidos de paño fino a la francesa, con guantes blancos y barbas postizas,12 que dispersan a balazos un congreso, fusilan sin piedad a   —154→   los pueblos indefensos, entregan la medalla ensangrentada de Bolívar a un estúpido ambicioso, se ríen de las leyes, hacen taco de las constituciones, traicionan y se venden... ¡oh, no puedo!... ¡Mercedes! ¡me estoy ahogando!

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He tenido que interrumpir mi historia y llamar a gritos a Merceditas, como habéis visto; porque la cólera me sofocaba. Pero ya estoy tranquilo, y voy a continuar.

Aquel ejército tan abigarrado y mal traído tenía un estandarte singular, resplandeciente de oro, de plata, de perlas y de fina pedrería, que acaba de recordarme el nombre mismo de la dulce compañera de mi vida. Era la imagen de la Virgen patrona de la ciudad, venerada desde la fundación de ésta en el templo de la matriz. Las señoras principales solían obsequiarle todos los años lujosísimos vestidos de lama y las joyas más valiosas. Llamábanle ahora la patriota, por haber sido su fiesta la ceremonia religiosa más solemne que se celebró después del primer grito de independencia; y he aquí porqué la habían traído sobre el campo de batalla.

Estaba en sus andas, sobre los hombros de cuatro colosales vallunos, en medio de la columna de los arcabuceros que antes he descrito. Cuando me acerqué a contemplarla con el sombrero en la mano, llegaba ante ella un grupo de mujeres de las rancherías inmediatas de Suticollo, Amiraya y Caramarca. La inundaron de flores campestres recogidas en sus faldas, y le decían en quichua:

-Madre piadosa, estrella de los afligidos, extiende tu hermoso manto sobre los patriotas!

De los jefes que comandaban el ejército no puedo dar,   —155→   tampoco, más que algunos informes de los principales, porque yo no sabía distinguirlos a todos por sus nombres.

El gobernador Rivero me pareció hombre de más de cuarenta años, muy respetable y hasta imponente. Criollo puro, era blanco y rubio, con ojos claros, nariz aguileña, poblado bigote, que caía sobre sus patillas a la española. Llevaba tricornio galoneado; su poncho rojo de seda, levantado sobre los hombros, permitía ver la casaca azul bordada y el tahalí que harto conocía yo, por ser obra de las manos de mi madre; tenía altas botas de montar con espolines de plata; el caballo, que él conducía con mucha destreza, era uno de esos hermosos tordillos de raza andaluza extinguida después por Goyeneche y renovada apenas muy trabajosamente en estos últimos tiempos.

Don Eustaquio Díaz Vélez pasó velozmente por la primera vez ante mis ojos, y supe su nombre y condición, porque me los dijo Ventura, cuando vitoreaban a aquél las tropas. Me pareció más pequeño y grueso que el gobernador. Tenía ojos muy vivos y brillantes, rostro tostado por las intemperies y barba espesa y crecida. Su uniforme militar estaba muy usado y descolorido; regía, como sólo puede regirlo un argentino, un bellísimo potro alazán con crines rizadas, dignas de un león.

Distinguí a lo lejos a don Estevan Arce, delegado del partido de Cliza, a la cabeza de sus gigantescos vallunos, y a Guzmán Quitón al frente del nuevo regimiento que, ya dije en otra parte, había formado en el país, en ausencia del gobernador.

Apenas formadas las tropas en columnas, Rivero y Díaz Vélez fueron hablándoles al revistarlas. Sólo llegaron hasta   —156→   mí los vivas que proponían y aquellos con que eran contestados. Me pareció que una vez sola invocaron el nombre de Fernando VII y que éste mereció una aclamación menos ruidosa que las que contestaron a los de la Junta de Buenos Aires, de la provincia y, sobre todo, al nombre mágico de esa patria, que aún no bien comprendida, era ya el anhelo principal de mis rudos y sencillos paisanos.

En el momento en que resonaban los más entusiastas vivas en el campo, apareció un grupo de jinetes sobre la cuesta de Sipesipe. El que venía adelante agitaba en el aire una bandera blanca y roja, probablemente improvisada; y un momento después se vio una columna de humo en la misma cumbre, de alguna fogata encendida por otro de ellos.

Debió ser una partida de exploradores destacada del ejército; porque inmediatamente los generales dictaron órdenes urgentes, y todo fue un ir y venir interminable de oficiales montados, que recorrían el campo en todas direcciones. La infantería, con excepción de la columna de arcabuceros, se adelantó al pueblo de Sipesipe, para tomar posiciones en las alturas inmediatas y tras las cercas de las huertas y canchones, según observé más tarde. Los   —157→   arcabuceros ocuparon la playa del río, guareciéndose en las barrancas. El grueso del ejército, o sea la caballería, pasó a la margen izquierda del río, y se formó por escuadrones en el mismo llano de Amiraya. La imagen que le servía de estandarte, fue conducida, en fin, a la retaguardia, ocupando una posición dominante en la falda de la serranía que, como ya he dicho, divide en parte el valle por aquel lado, entre Sipesipe y Quillacollo.

Los exploradores bajaban entre tanto precipitadamente por el camino de la cuesta, a pie, arreando cada cual a su cabalgadura; y en toda la cresta iba relumbrando a sus espaldas una interminable fila de bayonetas, de las primeras tropas de vanguardia del ejército enemigo.

Mi compañero el tata Tuli, tanto por su seguridad personal, cuanto por cumplir la orden de su patrón don Pancho, reiterada ahora con una señal, me condujo entonces donde él quiso y donde yo no podía dejar de seguirle aunque no quisiese; porque mi jaco era sólo, como ya es muy sabido, un apéndice de la cola de su yegua.

Mucho me alejó, hasta el punto de Caramarca, donde tomamos posición en un morro de la serranía. El tiempo estaba despejado; ligeras nubes blancas, como copos de algodón, flotaban en el cielo; un viento recio pero limpio, soplaba, como de ordinario en aquella estación, de la quebrada de Viloma, y barría prontamente el polvo que se levantaba en el campo ocupado por las tropas; de modo que podíamos ver desde allí la gran batalla que ya era inminente.

La vanguardia del ejército enemigo bajó al llano en muchas filas paralelas por el camino y los costados de éste,   —158→   al trote y con buen orden, como era de esperar de tropas bien disciplinadas y veteranas. Componíase de los batallones Real de Lima y Paruro, una columna ligera de cazadores y seis piezas de artillería de montaña, que habían sido ya montadas en la cumbre y que debían ocasionar increíbles trabajos a sus conductores en aquella agria y rápida pendiente. Su jefe, el brigadier don Juan Ramírez, a quien creo haber distinguido más de una vez ese día, siempre a caballo, al frente de los suyos, debía alcanzar gran fama en la guerra, por su valor, su actividad y su grosería y estupidez, pudiendo decirse de él que era al mismo tiempo león, águila y rinoceronte.

Serían más de las tres de la tarde, cuando esta vanguardia abrió sus fuegos de cañón sobre las posiciones de nuestra infantería. Las famosas carronadas de Aroma contestaron al punto y con tiros certeros, según confiesan los españoles. En aquel momento la cuesta se inundó con el grueso del ejército de Goyeneche.

Dícese que éste ordenó a Tristán apretar el paso con la retaguardia y se anticipó a bajar al llano con la división del centro, a la cabeza de sus granaderos del Cuzco, para dirigir personalmente el vigoroso ataque con que, media hora después, fue desalojada la infantería patriota, que en desordenada fuga consiguió rehacerse sólo un momento en las colinas de Suticollo, antes de verse definitivamente arrojada hasta la playa del río, en la que se encontraba la columna de arcabuceros.

Hubo entonces un momento de reposo. Goyeneche quería reunir todas sus tropas y disponerlas convenientemente, para lanzarlas al llano de Amiraya.

  —159→  

-Huyamos, niño... vámonos a la rinconada de Vilomilla -me dijo el tata Tuli despavorido.

Y sin esperar respuesta taloneó a la Vinchuca, bajó del morro, atravesó el río y hubiérase ido hasta el punto que indicaba, haciéndome seguirle por fuerza, si no obtuviera yo con mil ruegos y amenazas que nos detuviésemos en Payacollo y tomásemos otra posición dominante, en la colina que como un cono regular se levanta allí en la llanura.

El sol estaba ya próximo a tocar la cumbre de la cordillera y el viento soplaba con más fuerza, arrastrando nubes de polvo y de humo hacia la embocadura de la quebrada de Putina. Podíamos ver aún las principales peripecias de la batalla.

El ejército enemigo invadía la playa con su vanguardia desplegada en guerrillas, y su caballería se adelantaba por uno de sus flancos, en medio de un vivo fuego de sus cañones perfectamente situados en las barrancas abandonadas por los patriotas. No creo que las balas de nuestros arcabuces hubieran contenido el ataque un solo instante. Su alcance era muy poco; no se podía forzar el proyectil sin destruir más pronto el ánima de la pieza; ésta se ponía inservible, en fin, después de seis o siete tiros a lo sumo.

La numerosa caballería patriota recibió con una carga general a las primeras columnas enemigas en la margen izquierda del río; pero fue rechazada y se desordenó, de tal modo que parecía consumada la derrota. Una pequeña parte comenzó a huir por la escabrosísima serranía de su retaguardia. Recuerdo muy bien haber distinguido un objeto reluciente que conducía uno de los jinetes y que   —160→   debió ser la imagen de la Virgen, salvada, con los dedos de la mano derecha rotos de un balazo, por Jacinto Gómez, que llegó antes que nadie con ella y la tremenda noticia a la ciudad.

Los brigadieres Rivero y Díaz Vélez, el indómito don Estevan Arze y el bizarro Guzmán, consiguieron todavía reorganizar algunos escuadrones, e intentaron flanquear por ambos lados al ejército enemigo, para cargarlo en seguida por retaguardia. Este supremo esfuerzo que pareció prometer un buen resultado al principio, escolló sin embargo ante la táctica y disciplina del contrario, que le opusieron al punto compactos y formidables cuadros erizados de bayonetas en el ala izquierda, mientras que en la derecha la caballería española, rechazaba victoriosamente el ataque.

Al cerrar la noche, aquello no fue ya más que una persecución y matanza sin piedad de los patriotas. La mayor parte de éstos huía por su derecha, subiendo el lecho del río, en dirección al punto en que yo me encontraba. Era ése, en efecto, el camino más seguro de la retirada, para tropas de a caballo que no podían subir sin mucha dificultad y peligro la serranía de que tantas veces he hablado.

El tata Tuli volvió a arrastrarme consigo; pero yo oía tiros de fusil por el lado de nuestra casita; sentía estremecimientos nerviosos en todo mi cuerpo; deseaba ir allí a toda costa, y con inaudito esfuerzo conseguí apoderarme del cabestro con que estaba embozalada la yegua.

-¡Huyamos! ¡huyamos, por Dios! -gritaba el indio desesperado.

Una bala perdida, no sé si de los dispersos o de los perseguidores,   —161→   silbó sobre nuestras cabezas. Él tomó entonces el partido de saltar al suelo, y se metió en una honda acequia, por la que siguió corriendo como un loco, mientras que la Vinchuca espantada se me hacía soltar de un tirón y corría por el campo, seguida siempre de mi jaco.

Las sombras de la noche se espesaban; no sabía yo a dónde iría a parar de ese modo, esto es si conseguía llegar a alguna parte antes de quedar despedazado sobre aquel suelo pedregoso, pues me era ya muy difícil sostenerme sobre la silla, asido con ambas manos del pico delantero, abandonadas las riendas al incontenible jaco, que saltaba acequias, barrancos y cercas, para alcanzar a su inseparable compañera. Al fin vi delante de mí una columna de negro y denso humo, seguida de llamas crecientes que se elevaban más y más por el aire, y creí distinguir al siniestro resplandor del incendio nuestra casita, el bosque de higueras, el claro de la entrada, extraños bultos que sobresalían en éste entre las piedras.

Un momento después mi cabalgadura se detuvo tan súbitamente y dio tal respingo, que me arrojó por sobre su cabeza; pero en lugar de estrellarse la mía contra las piedras, como lo creí y esperé, tocó en un cuerpo blando y peludo, que no se movió ni dio señales de vida.

Me puse de pie, y vi primero que el incendio abrasaba el sotechado de la cocina; en seguida, a la luz de las llamas, reconocí en el cuerpo de que he hablado, el hermoso caballo de Ventura, que él y Mariquita llamaban Consuelo, y que muchas veces vi a ésta acariciar y ofrecerle pequeñas mazorcas de maíz o granitos de sal con sus lindas manos. Tenía   —162→   roto el cráneo por una bala y había un charco de sangre delante de su hocico.

Algunos pasos más allá encontré cuerpos humanos; un granadero con su gorra de cuero sujeta a la barba, yacía de espaldas con el pecho atravesado por una lanza rota por la mitad; cerca de él los cadáveres del arrendatario y su hijo, estrechamente unidos entre sí, indicaban que si no los habían muerto abrazados, se buscaron arrastrándose para morir con las manos enlazadas.

Corrí dando gritos a la casa; pero tropecé en la puerta con otro cadáver, que creí sería el de Petrona. Me acerqué a la cocina para proveerme de un hachón y... -¡Dios mío! no sé, no comprendo cómo puedo escribir estas cosas-, me pareció ver en el suelo, o vi más bien realmente, porque había sido una verdad horrible, el cuerpo de Mariquita tendido de espaldas, con los brazos en cruz, casi desnudo, cayendo sobre él las brasas del techo incendiado. Este mismo se desplomó al punto, y se elevó a los aires un volcán de negro humo y chispas encendidas.

¡Así se mostró de golpe a mis ojos de niño uno de los más espantosos cuadros de la guerra! ¡Oh! la guerra no debe hacerse ya en el mundo más que por los pueblos desesperados que tengan un motivo tan grande y justificado como aquel que invocó la América en 1810; porque sus consecuencias son siempre muy crueles para los seres más inocentes y desvalidos, como aquella pobre niña, a quien vi yo por última vez en muda oración, a la puerta de la humilde casita que ya no tendría quien la habitase de sus antiguos dueños!

¿Cómo queréis -si así lo esperáis-, que os cuente lo   —163→   que sufrí, mi horror, mi espanto?... Yo creo que huí, que di vueltas por el claro, cayéndome y levantándome muchas veces. Un silencio profundo me rodeaba; la luna tranquila   —164→   salía a derramar sus rayos argentados sobre aquellos cuadros, que no sé si alumbrados por el resplandor de la hoguera o por esta luz apacible eran más dolorosos y terribles.

Unos silbidos débiles se oyeron de entre las higueras; una voz, que yo reconocí con gozo al punto, llamó con precaución, por sus nombres, a todos los que ya no podían responderle; un momento después Alejo estaba a mi lado, y yo me abrecé fuertemente de él, sollozando.

-¿Qué es esto? -me preguntó-, ¿dónde están?

-¡Han muerto! -le contesté

-¡Jesús! -repuso él, y dejó en el suelo otro cuerpo inanimado de un niño de mi edad, que había traído en sus hombros-. Éste -continuó diciendo-, tiene la culpa de que yo no haya muerto en la batalla, antes de oír lo que me dices. Se empeñó en venir conmigo para traer la baqueta y la mecha; lo hirieron muy pronto; se me abrazó de los pies; lloraba... recordaba el nombre de la abuela, y yo tuve que huir con él para salvarlo. ¡Pobre Dionisio!

En seguida corrió a reconocer los cadáveres; entró en la casa, removió, quemándose las manos, los escombros de la cocina, y tardó mucho en volver allí donde yo estaba mudo, tembloroso, con el cuerpo de Dionisio a los pies. Vino llorando; sollozaba más que yo que era un niño... ¡qué estoy diciendo!, lloraba y sollozaba, debo decir, como lo hacen siempre esos hombres fuertes y sencillos, esas rudas naturalezas que son puro corazón para amar a los que saben hacerse amar!

-Nada tenemos que hacer aquí -me dijo después de mucho tiempo, cuando pudo articular palabras entre sus   —165→   sollozos-; no podemos ya dar auxilio, ni recibirlo de nadie. Quiero ponerte en seguro; yo volveré a enterrarlos, aunque me maten... ¡mejor! ¡no seguiré viviendo sin ellos! A éste -hablaba del cuerpo de Dionisio-, lo dejaremos al lado del pobre abuelo, que está muerto también sobre el estrado.

Yo le seguí donde él quería llevarme. Pero a los pocos pasos se detuvo, y me preguntó:

-¿Por qué no huyeron?

-Creo -le respondí-, que las mujeres se quedarían por cuidar al abuelo, que no podía caminar...

-¡Y los otros -concluyó él-, vinieron a hacerse matar en su casa por defenderlos!

Lo que hicimos después me ha dejado únicamente recuerdos muy confusos. Tengo idea de que, al pasar un torrente, que debió ser el de Viloma, me tendí de bruces y bebí con avidez el agua tibia y salobre, que corre sobre rojas arenas, como sangre. Recuerdo que llegamos -no sé si yo con mis propios pies o en los brazos de mi guía-, a una choza, a cuya puerta ladraban furiosamente unos perros. Recuerdo, también, que varias personas me hacían acostar   —166→   por fuerza sobre unos cueros de carnero; que éstos ardían, como las brasas que vi caer sobre el cuerpo de Mariquita y que también caían sobre el mío; que quise huir y me sujetaron, o me oprimió un peso como el del caballo que yacía muerto en el claro de Las Higueras.




ArribaAbajoCapítulo XII

Cierto, admirable y bien sabido suceso


Cuando me desperté estaba extendido en el suelo sobre los cueros de carnero, envuelto en una grosera manta de lana, teniendo un techo muy bajo y enteramente ahumado ante mis ojos. Me volví con esfuerzo a un lado, y vi en cuclillas y arrimado a la pared de piedras toscas sin cimiento, a un indio viejo con montera abollada y poncho negro que le cubría todo su cuerpo hasta los pies.

-¿Dónde está Alejo? -le pregunté en quichua, o más bien en ese feísimo dialecto de que se sirven los embrutecidos descendientes de los hijos del sol.

-Se fue hace tres días -me contestó.

-¡Pero si yo vine con él anoche!

-Eso fue la noche de la guerra.

-¿Y cuántos días han pasado?

-Ahora es domingo; la guerra fue en martes. Uno, dos, tres, cuatro... ¡cinco días!

-Pero ¿qué me ha sucedido?

-Cuando te trajo don Alejo en sus brazos, como a una   —167→   guagua, no querías acostarte y nos reñías muy enojado. Al día siguiente vino el Callaguaya; te dio una agua olorosa de yerbas hervidas; te ha hecho poner sinapismos de centella13 y creo que ya te ha curado. Esta mañana hizo unas rayas con carbón sobre una piedra; sopló un puñado de coca; vio de qué modo caían las hojas, y me dijo que al despertarte hoy mismo estarías sano y me pedirías de comer.

El Callaguaya debía ser uno de esos indios médicos y adivinos de la provincia de Larecaja de la Paz, que actualmente recorren todavía gran parte de la América del sud ejerciendo su extraño oficio, cargados de yerbas y drogas que sólo ellos conocen.14 Comprendí que me había dado alguna fiebre cerebral; me sentía muy débil: me dolía todo el cuerpo, especialmente el cogote, los brazos y las piernas, donde la terrible centella había hecho sus efectos revulsivos; pero me senté y comencé a vestirme con mis ropas que encontré a mi lado.

-Don Alejo -decía entre tanto el indio-, me dejó un peso del rey para el Callaguaya, otro para que le hiciese la merienda y le comprase la mistela, y un tostón para mí. Él se fue muy afligido a enterrarlos. Ha querido que el mismo cura vaya con capa de coro y cruz alta a Las Higueras, para llevarlos al panteón.

-¡Dios mío! ¡no he sonado! -exclamé.

  —168→  

-A los otros -prosiguió impasible mi interlocutor-, los han enterrado sin responsos, en unas zanjas muy largas y hondas que hicieron todos los indios de las comunidades de Olmos-Rancho y Payacollo. Eran muchos... no sé cuántos; pero hubieran llenado una plaza en una fiesta, si estuvieran vivos.15

Calló aquí un momento, para llenarse la boca del aculli, o sea un puñado de coca con su respectivo pedacito de llucta o ceniza amasada con papas, y volvió a decirme mientras mascaba:

-Don Alejo me encargó que te llevase en mi borrico al convento de San Agustín.

-¿Y él dónde se ha ido? -le pregunté.

-¿A hacer el duelo con la abuela doña Chepa y con Clarita -me contestó; y añadió siempre impasible-: el pobre Dionisio no había muerto todavía; lo están cuidando mucho; pero dicen que siempre se morirá.

-¿Sabes tú quién es Dionisio?

-El hermano de Clarita, que se fue a la ciudad, para hacer lanzas con don Alejo.

-¡Esto más! -me dije a mí mismo, y me puse a llorar, mientras que el indio seguía mascando suaculli, con esa indiferencia que el hábito del sufrimiento ha dado a su raza oprimida, para todos los dolores y miserias de la vida.

  —169→  

Dos días después -porque fue preciso esperar que trascurriesen, para acabar de restablecerme-, el indio Hismicho, mi huésped, me condujo hasta la barranca del Rocha en su borrico; y desde allí continué con mis pies, muy lentamente, mi camino hasta el convento de San Agustín. Las calles estaban llenas de soldados ebrios, que proferían amenazas contra los incorregibles alzados cochabambinos; oíanse gritos, huaiños y sacaqueñas en las chicherías, al compás de las quenas y charangos.

Los vencedores de Amiraya habían perseguido a los dispersos patriotas por legua y media, hasta Vinto. Mandolos reunirse allí su general, y no quiso avanzar de noche hacia la temida ciudad, en la que pudo haber entrado horas después sin obstáculo alguno. Tomó, más bien, otro camino a la izquierda, subiendo el cauce del río Anocaraire por media legua, y acampó en la ranchería de este nombre, en uno de los puntos más amenos y poblados de árboles del extenso valle.

Al día siguiente por la mañana recibió en Quillacollo una diputación del cabildo, que le pedía y obtuvo garantías para la ciudad vencida; y un poco más tarde vio comparecer a su presencia, con el mismo objeto, al gobernador Rivero y uno de los miembros de la junta de guerra, don Pedro Miguel Quiroga. Pocos días antes Rivero le había escrito una carta muy notable, en la que le conjuraba, como a americano, a desistir del temerario propósito de continuar una guerra tan desastrosa, cuyo término fatal sería el triunfo de las nuevas ideas. «Cuando todo lo expuesto suceda -le decía-, vuestra señoría no habrá adelantado otra cosa que hacer execrable su nombre, malogrando   —170→   la oportunidad que tiene de borrar las horrorosas impresiones que causó el suceso de La Paz en el año pasado de 1809»... ¡Júzguese cuál sería ahora la satisfacción de Goyeneche, al ver a Rivero vencido y suplicante!...

Aquel día se adelantó en triunfo a la ciudad; pero se detuvo y fijó sus reales en las afueras, en la Chimba de Vergara, sobre cuyo alto mirador hizo poner orgullosamente su bandera.

En un oficio a la Junta provincial, o más bien al único miembro de ella que se había doblegado, decía: «Mañana, entre diez y once, verificaré mi entrada en esa ciudad, dirigiéndome inmediatamente al convento de nuestra señora de las Mercedes, donde en reunión de todo el clero se celebrará el sacrificio de la misa con un sencillo Te Deum.»... Y concluía con estas curiosísimas palabras: «siendo de mi privativo resorte elegir un alojamiento en el que ratificaré a todo ese vecindario lo pacífico de mis intenciones.»16

¡El vencedor de Chacaltaya, Huaqui y Amiraya no las tenía todas consigo! ¡Se figuraba que los edificios públicos estaban minados y que los insurgentes podían hacerlo volar con todos sus laureles!

Mi buen maestro me recibió con los brazos abiertos y me tuvo largo rato estrechado contra su pecho, mientras que yo lloraba hondamente conmovido. Me hizo sentar después, y habló él primero, como si temiese oír lo que yo podía decirle.

  —171→  

-Una persona que me envió ayer Alejo, de Vinto, donde está actualmente con la pobre abuela, me ha informado de todo, y te esperaba ya con impaciencia y cuidado por tu salud, hijo mío. La suerte desgraciada de nuestras armas estaba prevista por mí. ¿Qué podían hacer nuestros sencillos y candorosos campesinos, tan ufanos de sus cañones de estaño, contra un ejército inmensamente superior a ellos por sus recursos, armas y disciplina? Pero lo que ha pasado con Francisco Nina y su familia... ¡oh! eso es horrible! No sé cómo tengo valor para recordarlo, cuando me estremecía la idea de oírlo otra vez de tu boca.

Después de un momento de triste silencio, me dijo súbitamente:

-¿Has visto nunca más ingenuidad y nobles sentimientos que en esa humilde familia?

-No, señor -le respondí-; yo creía encontrarme ya entre los míos, como si fuesen de mi propia sangre.

-Y no te engañabas completamente -repuso él-; la abuela es hija de Flores, relacionado de Calatayud, cuya muerte quiso vengar con un nuevo alzamiento, sin conseguir otra cosa que un horroroso suplicio. Ella y todos los suyos se consideraban parientes de tu madre; no venían a verla, porque con la susceptibilidad propia de los campesinos creían que «la niña» no los halagase o se avergonzara de ellos. Pero la amaban desde lejos; la servían sin que ella misma lo supiese... ¿Recuerdas tú la vaca negra que Alejo llevaba triunfalmente todas las mañanas? La abuela... -¡pobre anciana! ¡cómo estará llorando!-, la abuela, te digo, la mandó con Dionisio a la ciudad!, cuando Alejo le hizo decir la receta que yo había dado.

  —172→  

Luego, como para huir de cualquier modo de sus tristes pensamientos, abrió con estrépito la puerta y salió precipitadamente, diciéndome:

-¡Vamos pronto! ¡vamos andando!

Lo seguí en silencio; pero mi sorpresa, mi disgusto y contrariedad no pudieron ocultársele cuando tomamos la calle que conducía a casa de doña Teresa.

-Es de todo punto indispensable -me dijo entonces-; la señora me ha ofrecido y hasta jurado enviarte a Chuquisaca antes de diez días. Tú necesitas estudiar más que nunca, Juanito. Preciso es que otro día sirvas a tu patria desgraciada con entera conciencia de tus deberes de hombre y ciudadano: porque tu patria no ha muerto, ni pueden enterrarla en las zanjas de Amiraya, y ha de renacer mil veces de la sangre misma de sus inmolados defensores.

Abierto por mi maestro, sin anunciarse, el portón del alabardero -pues la puerta del oratorio estaba cerrada-, vimos, al entrar en la sala, al Padre Arredondo cómodamente sentado en el más ancho sitial, junto a una de las mesas de berenguela, teniendo en ésta al alcance de su mano una bandejita de bizcochos y un gran vaso de vino añejo español, llamado el católico, pero más moro que Boabdil, sin gota de bautismo. Doña Teresa muy contenta, rejuvenecida, de medio luto, adornada de enormes zarcillos de diamantes y un collar de perlas como huevos de paloma, ocupaba el otro lado, sentada en el extremo de la banca. Mi maestro saludó con la cabeza, y comenzó a decir:

-Perdonen vuestras mercedes; la necesidad de traer a...

  —173→  

Pero doña Teresa, que ya me había visto, le interrumpió, exclamando:

-¡Qué felicidad! ¡ahí está el pobre muchacho! Mi remordimiento hubiera sido eterno si le pasara algo de malo; porque yo -nuestro Señor me está oyendo, y él me castigue si no es verdad-, lo mandé con Pancho sin saber lo que era esa familia de..., ¡Dios los haya perdonado!

Mi maestro hizo un movimiento de impaciencia. Pero se contuvo, y fue a sentarse al otro extremo de la banca. Yo lo seguí, para continuar de pie a su lado.

La noble señora prosiguió hablando.

-Como dije a vuestra Paternidad, y también al Reverendísimo Padre Comendador de la Merced...

Señal de asentimiento del aludido. Quiso hablar; pero tenía la boca llena de bizcocho, y prefirió beberse medio vaso de vino.

-Ahora podemos ocuparnos con calma, sin cuidados -¡bendito el apóstol Santiago!-, de la educación de este infeliz huerfanito. Tú irás a Chuquisaca, a la Universidad de San Javier, muchacho... ¡ve qué fortuna!, en compañía de mi propio hijo don Pedro de Alcántara Marqués de Altamira, y... -¡esto sí que ni lo soñaste!- ¡en el séquito de su señoría el ilustre general don José Manuel de Goyeneche y Barreda!

-¡Oh! la bondad de su señoría es sin límites! -añadió el Padre Arredondo-. ¡Qué sentimientos tan cristianos! ¡cuánta sagacidad! ¡qué tino en todas sus palabras y acciones! Yo quedé edificado cuando vi su humildad y compunción en el solemne Te Deum que le cantamos en   —174→   nuestro templo. Luego, nos enloqueció de alegría con su afabilidad, sus salados discursos y cordiales agradecimientos en la humilde colación con que le agasajamos en nuestro refectorio. Sobre todo ¡qué generosidad y largueza con este pueblo rebelde, al que lejos de castigar, arroja dinero a manos llenas desde sus balcones!

En este punto tan interesante oímos pasos precipitados en el patio; el portón se abrió golpeándose fuertemente en un sitial del costado; y entraron despavoridos los criados, en el orden y del modo que sigue: Feliciana, con un azafate de plata en el que había un granadero de pasta de almendras, presentando su fusil dorado y plateado; Clemente, con una fuente de cristal, cubierta por un paño de riquísimos encajes; la mulata, sosteniendo apenas en sus dos manos un enorme vaso de cristal, que contenía no sé qué preciosa bebida refrigerante; las mestizas, llevando en la cabeza canastillos de filigrana, llenos de exquisitas frutas conservadas; el pongo muy lavado, de camisa nueva de tocuyo, cargado de una bandeja, con helados hechos en molde, representando águilas y leones. Todas estas cosas fueron puestas sobre las mesas en medio de un tétrico silencio. Doña Teresa admirada primero, afligida después, iracunda, enloquecida de dolor y rabia al último, habló entonces del modo que ha de verse con Feliciana sin resuello, trémula, confusa...

-¿Qué es esto? ¡qué ha ocurrido, por Dios!

-¡Ay, mi ama! ¡no puedo hablar!

-Pero ¡habla, mujer!

-No sé cómo he de dar comienzo a estas cosas.

-Comienza por donde puedas.

  —175→  

-Allá voy... pero... ¡no puedo!

-¡Me vas a matar, condenada!

-Cuando llegamos a la puerta de la antesala, el señor edecán nos dijo que entregásemos esas cosas al mayordomo, en el comedor; pero yo le respondí que tenía que dar personalmente el recado de vuestra merced.

-Así debía de ser.

-Entramos a la sala. El señor general, que estaba con mucha gente, se dignó venir sin embargo hacia nosotros, más hermoso que un sol.

-No lo dudo. ¿Y después?

-Le di el recado de vuestra merced.

-¿Le dijiste exactamente todo lo que te encargué, o quitaste algo, o añadiste de tu caletre, por estúpida?

-No, señora, mi ama; le dije solamente lo que vuestra merced me hizo estudiar desde ayer: «que es al vencedor de los alzados; a mi chunco; que ahí va ese granadero a saludar al invencible general...

-Bueno... ¡adelante!

-Su señoría tomó el papel que llevaba el granadero de almendras en su fusil, y levantó un poco el paño de la fuente de manjar real; pero... no sé...

-¿Qué? ¡acaba!

-Se sonrió de un modo que me dio miedo. Leyó después el papel; lo estrujó en sus manos y lo tiró a sus pies.

-¡Virgen santísima! ¡yo me voy a morir!

-«Dile a tu ama -gritó-; que mi generosidad y clemencia con este país de incorregibles mestizos, no la autorizan a ella a hacerme estas burlas tan tontas y...

  —176→  

-¡Yo me muero! Pero ¿qué quiere decir su señoría con eso de mestizos? ¿No sabe que yo soy Zagardua y Altamira, sin gota de india y purita española desde el mismo Adán? ¡Qué ocurrencia! ¡Estamos frescos, si yo le llamo a él también «el cholo mocontullode Arequipa»!

En ese momento entró el sabio señor licenciado don Sulpicio, y dijo no sé qué cosa al edecán. «¿Qué quiere ese muñeco?» -preguntó su señoría. «Se informa de si se han leído ya los versos que traía el granadero», contestó el edecán. «Sí ¡voto a Sanes!» -repuso su señoría-; «son perversos, malísimos. ¡Que lleven a ese mico al cuartel de los granaderos del Cuzco, donde le enseñarán a hacerlos más armoniosos!»

-Pero ¿qué castigo de nuestras culpas es éste, santo Dios, fuerte, inmortal? ¿Y qué va a ser ahora de mi comadre y de mi pobre ahijado Serafincito?

El señor licenciado gritó entonces con mucho susto: «¡si el Reverendísimo Padre Arredondo me ha dicho que mis versos gustarían mucho a vuestra señoría!» «El Padre» -gritó más fuerte su señoría-, «es un asno... digo mal: un cerdo bien cebado!»

-¡Cómo! ¿dijo eso de mí su señoría? -prorrumpió aquí el interesado, levantándose como impelido por un resorte a pesar de su inmensa mole.

-Sí, señor, así lo dijo -afirmó Feliciana, y prosiguió su relación-. Un oficial arrastraba de las solapas al señor licenciado; otro le empujaba del cogote; él decía no sé qué cosas en latín. Yo pensé entonces que debíamos corrernos; pero levanté antes el papel y me lo he traído.

  —177→  

-¡Dámelo! -bufó el Padre, y se lo arrebató en el acto de la mano.

Doña Teresa fue corriendo, por su parte, a ver la fuente de manjar real. Las siguientes exclamaciones salieron a un tiempo de sus labios y de los del Padre Arredondo:

-¡Dios mío! ¡aquí dice:viva la patria! ¡y yo puse con los mismos clavos de olor:viva la España!

-¡Y esto es la más abominable de las herejías! ¡es una copia de lo que los impíos llaman los droites del home!17

Asombro, estupefacción general de aquellas gentes. Doña Teresa no pudo contenerse; estalló; se precipitó como una furia sobre la infeliz criada; quiso arañarla; la empujó por el pecho, de modo que por poco no la hizo caer de espaldas.

-¡Sal de aquí, negra espantosa! ¡llévate a esas bestias!   —178→   ¡no quiero ver a nadie! ¡absolución, Reverendo Padre! ¡me muero... me muero sin remedio!

Se volvió en seguida a mi maestro. Estaba horrible, lívida; parecía una Gorgona.

-¡Cómo te gozarás tú! -le dijo-; ¡triunfa! ¡ríete azuzador de los alzados!

Mi maestro tomó el partido de calarse la capucha y retirarse de allí en silencio. Yo tomé más que de prisa el camino de mi cuarto. A la entrada del pasadizo encontré a las pobres criadas, que rodeaban a Clemente; y oí a éste decirles con profunda convicción:

-Su merced, nuestra ama, no quiere creer en el duende. ¡Es el duende, el mesmenísimo duende de la otra vez, hijas mías! Nadie pudo entrar al corredor del jardín donde pusimos al fresco los dulces. La señora en persona cerró la puerta con dos candados... yo vi que se guardó las llaves en el bolsillo... ¡lo vi con estos ojos que se ha de comer la tierra!

Por la noche, a pesar de las ocurrencias del día, no se olvidaron de llamarme al comedor. Los niños estaban todavía allí. Carmencita vino a sentarse en mis rodillas; me rodeó el cuello con sus bracitos, y yo besé sus hermosos cabellos. Pedro de Alcántara me miró como un idiota, sin decir una palabra, ni contestar con un signo a mi respetuoso saludo. Agustín se me acercó; tomó una silla a mi lado; quiso que yo le contase cómo era una batalla. Yo le ofrecí darle gusto en eso y cuanto quisiese al día siguiente; porque las fuertes impresiones que había sufrido y mi reciente enfermedad me habían dejado como atontado.

Al irme a mi cuarto después de cenar, vi que las criadas   —179→   se habían vuelto a reunir en torno de Clemente, en un ángulo del comedor; y oí decir otra vez a éste, con la misma convicción y seriedad:

-Es el duende, hijas mías.

Para distraer mi imaginación abrí la comedia de Moreto en el punto en que la había dejado, y que tenía por señal una lágrima mía, como queda dicho en el capítulo IX de estas memorias. Era la escena XIII del acto III entre el rey don Pedro el Cruel y un Muerto. Esta palabra me hizo estremecer; pero continué leyendo:

Muerto.
Aguarda.
Rey.
¿Quién me llama?
Muerto.
Yo.
Rey.
¡Qué veo!
Sombra o fantasma ¿qué quieres?
Muerto.
Decirte que en este punto
Has de ser piedra...


Aquí dos manos muy frías me taparon los ojos; se me erizaron los cabellos; no pude ni gritar. Una risa contenida que oía a mis espaldas, me tranquilizó un poco; las manos se apartaron; me volví... Pero mis curiosos lectores que deben creer en duendes menos de lo que yo creía entonces, lo habrán sin duda adivinado. Era mi amigo el Overo en carne y hueso, el hijo del Gringo, el bellaco Luisito Cros, según le llamaba mi maestro.

-¡Qué susto te he dado! -me dijo riendo.

-No era para menos -le contesté muy enfadado.

-Perdóname, Juanito... ¡yo soy así!

-Te conozco mucho, y no quisiera verte nunca.

  —180→  

-Y yo me muero sólo por verte.

-Pero ¿qué quieres? ¿por dónde has entrado?

-Voy a contestar a esas preguntas y a cuantas adivino que tratarás de hacerme en seguida; pero tú responderás a su tiempo a las que yo te dirija. Has de saber que antes, hace más de un año, solía yo venir a divertirme como ahora en esta casa. No te diré las cosas que hacía para asustar al zambo y la negra, que son más perversos que los duendes verdaderos. Pero vino mi padre de Santa Cruz, donde se fue a hacer trapiches de bronce para moler la caña, o a traer no sé qué cajones de yerbas secas, pájaros empajados y víboras embotelladas, para el gringo de los gringos don Teodoro Hahenke; y me dio unas felpas... ¡qué felpas, Juanito! ¡de cantar el credo! Me hice un santo, más que tú... sí, te lo aseguro. Sólo una circunstancia ha vuelto a sacarme de mis loables propósitos de enmienda. Ayer oí mucho ruido en el jardín (porque has de saber que yo vivo aquí, debajo de ese techo que tú ves por el óvalo que da luz de día y viento fresco del Tunari de noche) y atisbé, y vi, y vine por la noche con una linterna de mi padre, y... etcétera, etcétera; porque ya se comprende lo demás.

-Pero ¿cómo hiciste eso de los derechos del hombre?

-Mi padre se entretiene con esas cosas, y yo le robé uno de sus papeles, con la seguridad de que me ha de sacudir el polvo de la ropa. Los versos del señor licenciado están aquí; son muy lindos; yo no los entiendo; están en latín. ¡Oye!: «Invictus Cesar»... Pero tú, que sabes ayudar a misa, los leerás mejor que yo.

-Dime, más bien, ¿cómo has entrado?

-Por el óvalo, hijo mío. ¿Hay cosa más fácil? Me   —181→   escondí después bajo de la cama, no para asustarte, sino porque temí que vinieras con alguna otra persona. Y ahora ¿responderás tú a mis preguntas?

-Lo haré por librarme de ti.

-¡Eso no! Vamos por partes. ¿Me perdonas?

-Bueno... ¡te perdono!

-¿Querrás conversar algunas veces conmigo?

-Francamente: acabará por agradarme tu compañía.

-¡Viva la... ¡demonios! casi grito para que vengan y nos desuellen a azotes.

-Sí; es mejor tener prudencia.

-Voy a ser un... ¿qué dice el licenciado? ¡Ah!: un Ulises. ¿Y qué han dicho por aquí de la travesura?

Yo le conté algo de la escena que había presenciado; pero no estaba, ni podía estar de humor para reír como él, y quise poner punto a la conversación. Él me abrazó entonces con cariño; creo que me besó, y se fue como un gato por donde había entrado.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Arze y Rivero


«Cumpliendo con la superior orden de V. S., en su oficio de 22 de enero, se han recogido, a poder del señor Prefecto don Mariano Antezana, los despachos de coronel y brigadier con que la Junta de Buenos Aires se sirvió condecorar al señor Rivero»... «Su actual situación me consterna.»


Oficio de Arze a Pueyrredon.                


El general don José Manuel de Goyeneche, natural de   —182→   Arequipa, destinado a ser Conde de Huaqui y Grande de España, aunque más valiera para su nombre ser únicamente buen americano y patriota, no decantaba sin motivo, por aquel tiempo, su generosidad con esta tierra de incorregibles mestizos, o de «la mala mezcla, peor que en parte alguna», de que hablaba el Marqués de Castel-Fuerte, refiriéndose al alzamiento de Calatayud.

Cuando después de su sangrienta victoria de Amiraya y de la matanza que se le siguió de los patriotas derrotados, compareció ante él una comisión de vecinos pacíficos de la ciudad y poco después el mismo don Francisco del Rivero, pidiéndole garantías para su pueblo vencido, se propuso tener «la clemencia de César después de Farsalia». Quizás esto era lo que decía mejor que yo el señor licenciado Burgulla, en sus hermosos versos latinos. Quería el general probar una política contraria a la atrocísima del terror con que al principio se empeñaron él mismo y todos los españoles por ahogar en sangre la revolución. Pero, aunque realmente era mejor, no debía darle resultados más satisfactorios. La hoguera de Murillo no podía apagarse de ningún modo, hasta convertir en cenizas todo el pasado régimen colonial. Aquella revolución era uno de esos grandes acontecimientos históricos, fatales según algunos, providenciales según todos los que creemos en una alta intervención divina, como era de moda, y quizás la única buena, en el tiempo de que estoy hablando.

Ciego a esta verdad -que ojalá hubiera iluminado su mente-, con la ilusión de que el país estaba pacificado, siguió su camino a Chuquisaca, dejando de gobernador a don Antonio Allende, notable y pacífico vecino, muy bien   —183→   quisto por todos, y una guarnición de cien hombres al mando del comandante Santiestevan. Quiso llevarse y se llevó, también, entre sus tropas, un escuadrón de Cochabamba, para que este nombre célebre ya en los dos virreinatos del Perú y de Buenos Aires, hiciese ver que podía contar con la adhesión de «la provincia más rebelde».18

Su séquito personal contó, sin embargo, dos personas menos de las que debían formarlo: el mayorazgo don Pedro de AlcántaraMarqués de Altamira y don Juan de... «Nada ni de Nadie.» Nunca se acordaría él, ni menos pudo sentir tan gran desgracia, debida al duende. No sé lo que pensaría, si era posible que pensase, mi compañero de viaje a la renombrada universidad de San Javier. Pero yo confieso que no me pesó, por la repugnancia que sentía a viajar de aquel modo; y que, tampoco, me ha pesado nunca en el resto de mi vida la fatalidad de no haber alumbrado mi mente en aquel foco de las luces, ni bebido por entonces las aguas del Inisterio, que decían ser tan maravillosas como las de Castaglia. ¿Qué me hubieran enseñado allí? ¿no tenía yo algo más a mi alcance en los libros, así rotos y truncos como estaban, del cuarto famosísimo del duende? ¿cómo hubiera aprendido allí, sobre todo, lo que me ha enseñado del mundo la admirable escuela providencial del infortunio?

Hasta el latín -que era lo que se enseñaba más y mejor en la universidad-, sí, señor, hasta mis ribetes de latín   —184→   me hizo estudiar por Nebrija mi querido maestro, para distraerse él mismo y distraerme de nuestros sufrimientos, en las visitas de los jueves.

-El estudio de esta lengua muerta -me decía-, no es necesario más que para los sacerdotes, y ya no es tiempo de que tú lo seas. Pero puede proporcionar a todo hombre inteligente -y te proporcionará a ti, porque no eres tonto-, la grata satisfacción de leer obras admirables de los clásicos, que pierden muchas de sus bellezas, cuando las traducen a otra lengua de la de Virgilio y Cicerón.

Llegué, por otra parte, a encontrarme mucho mejor, casi bien, en casa de doña Teresa. Fuera del cariño de mi encantadora discípula Carmencita, creí que podía contar y al fin conté con la amistad del inquieto y voluntarioso Agustín. En cumplimiento de mi promesa, le referí lo que había visto de la batalla. Otro día conseguí que me oyese leer una escena de la comedia de Moreto. Al siguiente vino él mismo a pedirme que la leyese toda, y no quedó satisfecho, haciéndome repetir dos veces algunas escenas. Juró que aprendería de memoria la XI del acto segundo entre el rey y el rico hombre de Alcalá; lo que le fue muy sencillo, porque tenía inteligencia y buena memoria. Con esto se acostumbró a buscar mi trato, y no procuró más exigirme humillantes servicios para sus travesuras. Yo fui complaciente con él, en cambio, de un modo que no perjudicase a mi propia estimación. Le hacía, por ejemplo, sombreros de tres picos de papel, espadas de madera y charreteras de trapos amarillos. Representando al rey don Pedro el Cruel con estas cosas, daba gusto verle declamar   —185→   su papel en la escena predilecta, y especialmente la tirada de versos, que comienza así:


En fin ¿vos sois en la villa
Quien al mismo rey no da
Dentro de su casa silla?
¿El rico hombre de Alcalá
Es más que el rey en Castilla?



Pero ni en tal ocasión pretendía ya darme las famosas cabezadas con que concluye la escena.

Los criados me trataban, por último, con más respeto, y no por recomendación expresa de la noble señora. Mis largos ejercicios corporales en mi delicioso destierro, el terrible drama que había presenciado y mi enfermedad habían apresurado un poco mi desarrollo físico e impreso un aire de seriedad en mi semblante, que les hacía ver en mí otra persona distinta del pobre botado que entró llorando en la casa.

Lo único que no conseguí jamás, es hacerme simpático o siquiera tolerable para doña Teresa, quien me miró siempre con malos ojos y evitó en cuanto pudo dirigirme la palabra. En vano me ofrecí heroicamente a su servicio para hacer la leyenda del día en el año cristiano; dos o tres veces propuse también, tímidamente, ocuparme de algo en sus haciendas o tomar un oficio cualquiera. Ella no sólo quería cumplir la promesa que hiciera a mi maestro, sino que parecía desesperada por librarse de mi presencia. Pero los sucesos políticos, que no tardaron en desarrollarse, volvieron a impedir mi viaje a Chuquisaca, contratado ya con un arriero.

  —186→  

Don Estevan Arze, el más infatigable caudillo de la naciente patria, se había refugiado después de Amiraya en las hondas quebradas que separan el valle de Cliza del Río Grande, límite sud de la provincia, en su hacienda particular de Caine. No bien se alejó Goyeneche -cuando él mismo vio desde una altura inaccesible perderse en el último recodo del profundo lecho de aquel río, el último morrión de pelo de los soldados de Ramírez-, volvió a proseguir la obra de libertad a que había consagrado toda su vida. Se presentó primero en el Paredón, pueblo el más inmediato a su hacienda, y lo levantó en masa, armado de hondas y macanas, al mágico grito de: ¡viva la patria! Se vio en seguida dueño de igual modo del extenso valle de Cliza. No tardó, en fin, en presentarse a las inmediaciones de la ciudad, el 29 de octubre de 1811, como lo había hecho antes con Rivero, para el alzamiento del 14 de setiembre de 1810.

El gobernador Allende, a pesar de haber mandado construir trincheras en las esquinas, a una cuadra en torno de la plaza, no se obstinó en resistir, tanto por su carácter conciliador, cuanto porque debía ser simpático en el fondo de su pecho a la revolución, como cochabambino. Así que, cruzados apenas dos parlamentarios -creo que el de Arze fue Fray Justo-, capituló, entregando las armas, sin otra condición que la de que se permitiese a Santiestevan y sus soldados que quisiesen acompañarlo, retirarse libremente al ejército de Goyeneche; lo que se hizo con tal nobleza de parte del pueblo, que nadie ofendió ni con una palabra siquiera a dicho oficial, ni estorbó de ningún modo   —187→   su marcha y la de los soldados que quisieron seguirle a Chuquisaca.

Un nuevo cabildo abierto nombró entonces Prefecto al respetable ciudadano don Mariano Antezana, y constituyó una Junta de Guerra que el mismo Prefecto debía presidir. No recuerdo haber oído ya en esta ocasión más que gritos aislados de ¡viva Fernando VII! El nombre de la patria salía por el contrario de todos los labios espontáneamente. La revolución se presentaba del modo más franco y decidido. Hasta el título exótico ya de la nueva autoridad, hasta esa palabra ciudadano con que designaba al hombre, lo decía muy claramente.

Volvieron el júbilo, el ruido, el afán, la incesante preparación para la guerra, como en los días llenos de esperanza que se siguieron al primer alzamiento. Don Estevan Arze emprendió una nueva expedición a Oruro, pero no contaba con armas de fuego para combatir al enemigo atrincherado en la plaza, y fue rechazado, y se arrojó sobre la provincia de Chayanta, donde consiguió derrotar dos compañías de buenas tropas, enviadas allí bajo el mando del comandante Astete. El nombre del activo y denodado caudillo resonaba por todas partes con el de la patria. No así el de su antiguo compañero, el del ídolo anterior del pueblo, el gobernador Rivero, a quien se acusaba de infidelidad.

Un día -a fines de febrero de 1812-, en que mi maestro estaba muy contento de verme pasar «el puente del asno», o sea el quis vel quid de la gramática latina, entró repentinamente en la celda un caballero vestido de lujoso uniforme militar.

  —188→  

-¡Estevan! -exclamó mi maestro, corriendo en seguida a recibirle-; ¿tú en la celda de un pobre fraile? No esperaba nunca tanto honor.

-Sí, Enrique -contestó el otro afectuosamente-; conozco tu alma, y he elegido este sitio, y reclamo tu asistencia, para cumplir un tristísimo deber.

Se estrecharon las manos; el Padre cedió a su extraño visitante su cómodo sitial y ocupó él, en el escaño, el sitio que yo había ya abandonado, para refugiarme en un rincón, desde donde miraba como un bobo, con tamaña boca abierta, a aquellos dos hombres extraordinarios.

Cuando mi predilecto historiador Torrente se admira de la ingratitud de los americanos para con su generosa y amantísima metrópoli, y fulmina los rayos de su indignación contra «Guerrero, Arze, Bolívar, La Mar» y los más principales insurgentes de América, alégrome de ver al infatigable caudillo de mi país en tan buena compañía. Tuvo «la misma fe que remueve las montañas»; no perdió el aliento, ni se descorazonó un solo instante en la desgracia; «había aprendido a vencer en las derrotas», como el gloriosísimo   —189→   Libertador... ¡no sé a qué grande altura hubiera subido, si no le atajara una triste y oscura muerte sus empresas!

Don Estevan Arze era criollo puro como Rivero, alto, nervioso, dotado al mismo tiempo de fuerzas físicas admirables. Montado a caballo con la lanza del soldado en la mano, hubiera podido competir con uno de los centauros de las pampas argentinas, que tanta fama alcanzaron bajo Güemes. Era de genio vivo, propenso a dejarse arrebatar por la cólera; había recibido escasa instrucción; pero estaba en una escuela admirable en la que con su talento natural habría adelantado tanto o más que Páez, por ejemplo.

El otro hombre que tenía ante mis ojos, el pobre fraile que me había enseñado a leer y que siempre me había parecido un misterio impenetrable, se transformaba ahora en mi imaginación en el brillante y generoso caballero don Enrique de quien me hablaba Ventura; en el cazador que, con la lujosa carabina en la mano, había recorrido las crestas de la cordillera y los amenos valles, dejando indelebles recuerdos de su bondad en los sencillos corazones de los campesinos, cuyas desgracias lloraba todavía él mismo como un amigo.

-Don Martín de Pueyrredón, que actualmente reorganiza el ejército auxiliar, me ordena -dijo el vencedor de Aroma-, recoger sin demora los despachos de gobernador y brigadier que la Junta de Buenos Aires expidió en favor de mi antiguo compañero de armas don Francisco del Rivero. Yo conozco los sentimientos de éste; lo creo débil pero no criminal; quisiera que se justificase; y tanto para cumplir del modo menos penoso mi comisión, cuanto   —190→   para explicarle la conveniencia de exigir él mismo su juzgamiento, lo he llamado aquí, donde no tardará en llegar.

Apenas hubo dicho estas palabras, entró en efecto Rivero, embozado en su capa; cerró tras él cuidadosamente la puerta; se descubrió y se adelantó hacia los otros, dejando ver su rostro enflaquecido y pálido, con señales de pesar, de profundo abatimiento, de esa enfermedad mortal de la tristeza, que debía conducirlo hasta el sepulcro.

Recibido con las mayores pruebas de simpatía y hasta de respeto por su antiguo compañero de armas y por el Padre, que había sido su condiscípulo y amigo de infancia, rehusó el asiento de preferencia que le ofrecían: permaneció en pie apoyado en la mesa, y miró distraídamente al lugar en que yo estaba. Mi maestro me hizo entonces una señal de alejarme; él se apresuró a decirle:

-Déjale... yo puedo recatarme de mis enemigos; pero ¿por qué de ese pobre niño? ¡Ojalá vinieran a oírme aquí todas las almas sencillas, que el odio injusto no ha cegado!

Arze, profundamente conmovido, expuso su delicada comisión; el Padre agregó, por su lado, algunas palabras de aliento.

-¡Sea! -contestó don Francisco resignado, inclinando la cabeza-. La verdad es que después de Amiraya, en esos momentos de angustia y de pavor, se tendían hacia mí, implorando que salvase mi país de la venganza española, mil brazos que hoy me destrozarían sin piedad por haber oído entonces esos clamores. ¿Y qué más hice yo, por ventura? Dicen que acepté un despacho de brigadier de Goyeneche... Pero ¿quién ha medido la perfidia y   —191→   astucia del hombre de las tres caras? ¿se me creerá ahora si yo digo que recibí el despacho, sin ánimo de usar de él, prometiéndome no desnudar la espada contra mi patria? ¡No! Dejemos que el tiempo me justifique; vendrá un día en que se vea que Rivero era incapaz de traicionar a la causa del suelo en que había nacido; que no era otro Goyeneche... ¡Cuán feliz ha sido ya Quiroga, ese Quiroga a quien maldicen como a mí, y que perseguido después con saña por la misma serpiente que a entre ambos nos engañó, ha buscado un asilo en las montabas impenetrables del Chaparé, entre las fieras que pueden abreviar sus sufrimientos, con más compasión que los hombres, que me harán morir a mí en el lento martirio de la calumnia!

¡Qué bien hizo el vencido de Amiraya en permitir que le oyese hablar así un pobre niño! Merced a esta circunstancia creo que nuestros historiadores nacionales corregirán el juicio tan severo de su conducta.19 El pecado de Rivero fue muy parecido al del glorioso Miranda en Venezuela, cuando éste creyó perdida su causa y capituló con Monteverde. Si Rivero hubiese tenido la fuerza de ánimo que Arze, Antezana y los otros miembros de la Junta Provincial tuvieron, para resignarse a todas las consecuencias   —192→   de la derrota, Cochabamba habría sufrido, tal vez desde entonces, los males que sobrevinieron en 1812; pero la gloria de su gobernador habría crecido más a los ojos de sus conciudadanos, como la de Arze después de la suya, y, en mayor escala, la de Bolívar después de la de Miranda. Y esto no por injusta ceguedad de los hombres, sino porque los pueblos quieren en el fondo del alma -a pesar de todos sus clamores en el infortunio-, que sus héroes consumen no solamente su propio sacrificio, sino también el de ellos mismos, si así es preciso, para salvar las grandes causas de la humanidad!

En aquel mismo año de 1811, tras de los primeros pasos del vencedor Goyeneche en el Alto Perú, las masas populares preferían su exterminio, a su antigua condición de servidumbre. Los aillos, las aldeas, las villas de la provincia de La Paz se levantaban a la voz de caudillos animosos, cuyos nombres ignora la generación presente, y corrían millares de indios y de mestizos a asediar en la sagrada Chuquiaguru20 a las tropas de guarnición que había dejado en ella el vencedor de Huaqui. En vano venían del Cuzco las hordas de Choqueguanca y Pumacagua; en vano Huisi volvía con sus sicarios; en vano el fuego devoraba las cabañas y las mieses; en vano eran degollados millares   —193→   de prisioneros, mujeres y niños, con una ferocidad que horroriza a todos, y -¡cuánta sería, Dios mío!-, repugna hasta al fanático Torrente! ¡El grito de ¡patria! resonaba entre el humo del incendio; salía, diré, de las mismas heridas abiertas por el hierro, más grande, más imponente, mientras más sangre se derramaba!

Lo que siguió de aquella entrevista honraba mucho a los sentimientos personales de los iniciadores de la revolución americana en mi país; pero tal vez no interesaría ya en igual grado que lo dicho, a mis lectores.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Las armas y el tesoro de la patria


Mi amigo Luis no volvió a meterse en mi cuarto por la ventana, ni yo pude verlo en ninguna parte, hasta que, unos cuarenta días después de la salida de Goyeneche, me tropecé con él de manos a boca en la calle. Estaba muy pálido y triste, y caminaba con dificultad. Una dulce sonrisa iluminó su semblante al levantar sus ojos, cuando por poco estuve yo a punto de hacerle caer al suelo.

-¿Cómo estás? ¿qué ha sido de tu vida? -le pregunté.

Él me miró como queriendo llorar, y me contestó:

-¡Ay, hijo! ¡si no he podido ni moverme!

-¿Te has enfermado?...

-¡Ojalá me hubiera dado el más atroz tabardillo,   —194→   aunque el Padre Aragonés me hiciera sangrar tres veces al día y ponerme sinapismos permanentes desde la nuca a los talones!

-Pues, hombre! ¿qué ha sucedido?

-Ya te dije que estaba seguro de que mi padre me sacudiría la ropa sobre el mismo cuerpo. Pero esta felpa... ¡oh! ¡esta zurribanda ha sido la peor de todas, Juanito!

Cambiando aquí de tono con su acostumbrada volubilidad, riendo unas veces, entusiasmado otras, continuó:

-¡La cosa no era para menos, chico! El «Invictus César» se había enojado más que de la batalla de Amiraya, del atrevimiento con que le metieron «los derechos del hombre» por las narices. Informado de la sustitución de los hermosos versos del señor licenciado, por obra del diablo, averiguó quiénes sabían francés en la ciudad, y le dijeron que unos cuantos, pero que mejor que todos elGringo. Sin más, ni menos, lo hizo conducir a su presencia con cuatro granaderos del Cuzco, indios más brutos que nuestros tatas de Arque y Tapacarí; lo trató peor que a un negro, y dio orden de que lo fusilasen por la espalda, sin confesión, como a hereje que debía ser precisamente.

  —195→  

En estas últimas palabras su acento volvió a ser melancólico, y aun creo que se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero no tardó en reírse, para proseguir, diciendo:

-Felizmente el Padre Arredondo que estaba allí, tuvo la ocurrencia de querer levantarse alarmado, con lo que se le rompieron los brazos de la silla en que estaba y cayó de costado... ¿comprendes, Juanito? ¡cayó el Padre Arredondo, y se sacudió todo el piso de la sala como en un temblor de tierra! Esto desarmó en parte la cólera de César; siguieron los ruegos del licenciado, con no sé cuantos latinajos, y mi padre pudo regresar con vida a nuestra casa. Estalla rojo como un pimiento; registró sus papeles, y tomó un rebenque...

-¡Mi pobre Luis! -exclamé yo en este momento solemne. Él hizo un gesto de conformidad, y siguió más entusiasmado, como si hablase de otro que de él mismo.

-¿Has visto castigar un rosal, hasta quitarle la última hoja, para que se llene después de frescas, hermosísimas y fragantes rosas? ¿no sabes de qué modo soban la lana para hacer el más mullido de los colchones? Bueno, hijo mío; todo eso es nada ante lo que mi padre hizo conmigo! ¡Cuarenta días, ni uno menos he estado en la cama, en el lecho del dolor, Juanito!

-¡Cómo hubiera yo querido consolarte con mi compañía! -le dije enternecido.

-Mucho lo hubiera celebrado -repuso-. Pero no me ha faltado distracción. He aprendido de memoria los versos del licenciado, y he hecho un admirable descubrimiento. No te rías, ¡hombre!; me voy a enojar... Mi padre   —196→   mismo dice que es bueno; y vas a verlo ahora, en seguida, en este instante.

Creo inútil decir que, al pronunciar estas palabras, me había tomado del brazo y me arrastraba ya donde él quería, a su manera, y sin dejar de ir ensartando mil cosas por el camino.

-Mientras andamos, y como yo no puedo tener ociosa la lengua, cuando encuentro quien me oiga hablar, voy a contarte de cómo hice el descubrimiento. Al otro lado del espacioso patio, en que mi padre y yo ocupamos dos cuartos arrendados, vive la beata doña Martina, muy amiga de doña Teresa. Nunca ha podido vernos sin hacerse cruces, como si fuésemos dos diablos; mi padre, por ser Gringo; y yo, porque un día le amarré un cohete a la cola de su pelado, y se lo solté a su mismo cuarto, en momentos en que ella estaba en contemplación. Sabedora de mi infortunio, se vino a la puerta, fingiendo compadecerse; pero dijo mil cosas del autor de mis días, entre otras que tenía cola, y concluyó con la moraleja de que el cielo mandaba tarde o temprano el castigo a los impíos, que perturbaban a los justos en sus oraciones. Le rogué, le supliqué por cuanto hay de más sagrado que me dejara sufrir en paz lo que ciertamente tenía merecido. No se dio por entendida, y siguió la prédica por más de una hora, hasta que por fin volvió mi padre de la calle, y la espantó con su presencia, que ya te he dicho que es, para ella, la del mismísimo Enemigo. Entonces juré hacerle una mala pasada, y me salí con la mía. Entre las curiosidades de que siempre están llenos mis bolsillos, tenía un medio cartucho de pólvora y un cascabel de cobre, sustraído éste de la cola de   —197→   pavo de un indio danzante en la fiesta del Corpus. Deshice el cartucho y llené de su contenido el cascabel, poniéndole una mecha proporcionada a la distancia. Para arrojar más fácilmente el petardo de mi invención, le amarré, por último, un cordel como de media vara. Armado así, esperé que llegase la noche, y cuando mi padre puso cerca de mi cama una vela, para curar con manos cariñosas lo mismo que ellas hicieron airadas, le dije que me dejase la luz para estudiar mis versos, a lo que él accedió riendo de buena gana. Salió después no sé con qué motivo. Yo me incorporé al punto, no sin lanzar más de un quejido: encendí la mecha; hice dar dos vueltas en el aire a mi cascabel, y lo arrojé con tal acierto, que fue a tronar como una bomba en el mismo cuarto de la beata. ¡Qué gritos, Juanito, los que dieron ella y su pelado! Llena de susto, diciendo que el diablo había tronado en su cuarto, cuando ella se persignaba, vino a refugiarse a mi lado. Yo me persigné entonces a su manera, y le dije, con mucha gravedad, que sin duda castigaba Dios de ese modo a las personas que no se compadecían realmente de las desgracias de su prójimo.

-¡Vamos! ¡tú eres incorregible! -exclamé; pero no pude menos que reírme.

-Vas a ver todavía la conclusión -repuso él con aire de triunfo-; ¡aquí está, chico, la gloria de toda mi vida! Cuando mi padre supo lo ocurrido, es decir el estallido del diablo en el cuarto de doña Martina, no le fue difícil adivinar a quién se le debía este prodigio. Se me acercó muy serio, con las manos cruzadas sobre el pecho, y se limitó a hacerme una señal con la cabeza para que yo hablase. Le conté todo minuciosamente, más muerto que   —198→   vivo de miedo; él me oyó sin interrumpirme con ninguna pregunta; reflexionó un instante, y dijo: «¡ah, mon Dieu! se aprovechará!» Y como, no contento de haber hecho antes los oídos de cobre o de bronce para los cañones de estaño, buscaba con más ganas algo con qué vengar ahora los insultos a «su personalidad», como él dice, cree que las granadas «del sistema del garzón» han de acabar con el ejército de Goyeneche.

-Bueno, ¡magnífico! -exclamé yo en este punto, sin poder aguantar sus mentiras-. ¿Sabes, sin embargo, que no te creo ya ni una palabra? ¿que estoy por pensar que realmente estuviste enfermo de tabardillo o de lo que tú quieras y que tu padre no te dio tal paliza?

-Pero ¿por qué?

-Porque ya oí hace tiempo hablar de las granadas que alguno inventó mejor que tú en Tarata; porque eres un incorregible bellaco, un farsante, un...

-Lo que tú quieras... No me riñas y ve por tus propios ojos; porque ya hemos llegado.

Distraído con la relación de Luis, sin fijarme a dónde me llevaba, furioso por creerme juguete de su bellaquería, llegué a la puerta del taller de Alejo, y me detuve asombrado. El ruido de un volcán, la animación de una colmena ahumada reinaban en él, de un modo tan inusitado, que todos los transeúntes se detenían, como yo, para mirar adentro con la boca abierta. El fuelle soplaba sin descanso, chisporroteaban los carbones encendidos en la fragua y en un horno extraño, construido a su lado; el martillo golpeaba incesantemente el hierro anaranjado sobre el yunque; la lima chirriaba, mordiendo el hierro y el bronce;   —199→   muchachos en mangas de camisa, completamente tiznados, iban y venían al través de una puerta abierta recientemente en el muro fronterizo de la de entrada, llevando y trayendo diversos objetos, de hierro, estaño, cobre, bronce y madera: Dionisio muy pálido, moviendo los fuelles; Alejo, golpeando con el martillo; el Gringo, sin dar descanso a la lima junto a la mesa; el Mellizo, a quien conocía por primera vez, sin hacer nada, moviéndose por todas partes; daban órdenes a gritos y eran contestados lo mismo por los muchachos: todo esto entre el humo azulado o gas del carbón, a los resplandores de la fragua y del horno, en medio de un calor que, según Luis, era como el de la antesala del infierno.

-¡Hola, muchachos! ¡viva la patria! -gritó Alejo cuando pudo vernos-; ¡adelante, hijos míos! ¡manos a la obra como todos!

-¡Y no hacerme travesuras! -añadió el Gringo, sacándose un momento de la boca el grueso cigarro de Santa Cruz que tenía en ella.

Cruzamos velozmente el taller, dándonos más de un encontrón con los muchachos, y llegamos a un espacioso corral, donde reinaban el mismo ruido y animación. La sierra, el escoplo, el mazo de los carpinteros, dejaban oír allí sus desapacibles sonidos, entre otros gritos de mandato y de contestación como en el taller. De un caño fijo en la pared y que correspondía al horno, chorreaba el bronce fundido sobre pequeños moldes esféricos; de otro caño que venía de la fragua, brotaba el estaño, y corría por una canaleta, repartiéndose a otros moldes grandes y cilíndricos. Algunos hombres retiraban los moldes completamente   —200→   llenos, con el auxilio de grandes tenazas, palas y chuzos, y ponían los que estaban vacíos en seguida. Otros sacaban de los moldes las bolas huecas de bronce, o los cañones de estaño. Los carpinteros construían culatas y cureñas; ajustaban las piezas de hierro que salían del taller, con clavos calientes todavía, que venían de allí mismo. El Mellizo discurría, también, allí por todas partes, sin hacer nada, agitándose y gritando más que todos.

Mi amigo me explicó minuciosamente todas aquellas cosas. No me sería posible repetir aquí ni la centésima parte de lo que me dijo. Pero no he olvidado las solemnes palabras con que terminó, con el aire, el gesto y la voz del docto señor licenciado.

-Per istam, Goyeneche!

Y yo se lo creí a pies juntillas.

-Mi maestro se engañaba -me dije-; este pueblo no tiene más que un solo pensamiento; habrá más de cuarenta mil soldados; las armas... ¡aquí las estoy viendo!

¡Qué entusiasmo por la patria! ¡qué sencilla resolución para los más heroicos sacrificios! ¡cuánto candor! ¡cuán firme confianza en la macana, el cañón de estaño y la granada del sistema del garzón! Cuando hoy recuerdo lo que vi entonces, lo que yo niño creía entre todos aquellos hombres niños, me parece que así, en nuestra ignorancia y sencillez, éramos muy grandes por la fe, por el sagrado fuego en que se abrasaban nuestras almas! Mientras que hoy... ¡Dios mío! ¿qué pensamos? ¿qué hacemos por la patria?...

Un silencio profundo que había sucedido a ese ruido espantoso y continuado, al que se acostumbraban mis oídos,   —201→   me sacó, por el efecto del contraste, de la estática admiración en que me hallaba delante de un gran cañón de estaño, montado recientemente sobre cureñas, con ruedas de una sola pieza, de madera de algarrobo, como las de esas carretillas de trasportar piedras muy pesadas, con el auxilio de una yunta de bueyes. Había llegado la hora del descanso, y todos aquellos obreros cubiertos de sudor se ponían las chaquetas o los ponchos, para recibir un escasísimo salario, el absolutamente preciso para su alimentación, que un comisario del gobierno provincial les fue dando en seguida.

Volví con Luis al taller donde sólo habían quedado el padre de éste, el Mellizo y Alejo. El primero, como ya dije en otra parte, era un hombre alto y grueso, muy rubio y de color encendido. Tendría más de cincuenta años; vestía con sencillez el traje de los criollos; no hablaba muy mal el castellano, y gustaba servirse riendo de algunas palabras quichuas, para hacerse más familiar con los mestizos. ¿Cómo había venido al país? ¿era un humilde aventurero del trabajo, que había emigrado a buscar fortuna en un apartado rincón del Nuevo Mundo? ¿o sería un   —202→   jacobino arrojado a Cayena y fugado desde allí no sé cómo hasta los valles sobre los que se levanta el Tunari? No puedo responder nada de positivo sobre estas preguntas. Luis mismo lo ignoraba. Me dijo muchos años después, que su padre había venido con Haenke, no sabía en qué condición; que se casó con una buena muchacha mestiza, la que había muerto al dar a luz a mi pobre amigo. Creo que hasta su apellido de Cros no era el que propiamente debía él usar, sino alguna corrupción de éste, que ha servido después a toda su descendencia en el país.

El Mellizo tenía -según creo haberlo averiguado con mucha dificultad-, el nombre de Sebastián Cotrina; pero era inútil servirse de dicho nombre para designarlo ni aun ante sus íntimos amigos, o para hacerse oír de él mismo. Como sucede frecuentemente hasta el día, entre la gente del pueblo, el apodo había llegado a ser el nombre real de la persona. Hablar de Sebastián Cotrina, era exponerse a que todos se mirasen las caras como si se hablara de un ente desconocido; nombrando a Chapaco [diminutivo de Sebastián] se conseguía a veces que el aludido se figurase que se trataba de él; pero diciendo: Mellizo, lisa y llanamente, no había uno solo de su clase que no respondiese: ¡lo conozco!, y si él estaba presente, saltaba a responder en persona.

No sé si contaría entre sus ascendientes al Cotrina compañero de Calatayud. Era más cobrizo que blanco; frisaría en los treinta años; lo veo en mi memoria pequeño, gordinflón, de ojitos hundidos y brillantes, carirredondo, de nariz achatada, enteramente lampiño, inquieto, alborotador, bullicioso, gritón como él solo. Tenía la cabeza cubierta   —203→   por un pañuelo azul, anudado sobre la nuca; llevaba gran mandil de cuero; no soltaba de la mano la primera herramienta que se le ponía delante al entrar en el taller; se movía, chillaba más que todos, y nunca hacía nada de provecho. En el momento en que volvimos con Luis, ponderaba sus fatigas y el enorme trabajo realizado por sus manos o las de otros, pero bajo su indispensable dirección; y diciendo que iba a aprovecharse de aquel momento de descanso, para desempeñar mil otras comisiones patrióticas, que él solo podía desempeñar, salió corriendo, con herramienta en mano y mandil puesto, como estaba, y se fue derechamente a una chichería.

El Gringo sin decir nada, aunque nadie tenía más derecho de alabarse del trabajo, chupaba su cigarro cruceño; alineaba en un rincón las bolas de bronce a que había dado la última mano; ponía sobre cada una de ellas la respectiva cuerdecita de esparto que requería su manejo; ordenaba cuidadosamente sus herramientas sobre la mesa, e iba, por último, a lavarse las manos en una batea de madera.

Mi tío, el fuerte, el bueno y sencillo Alejo, con la cabeza amarrada y con mandil como el Mellizo, después de haber trabajado con ahínco, estaba completamente bañado de sudor, y apiñaba sobre el yunque, con sus manos callosas y ennegrecidas, unas moneditas de plata, que eran su salario, y sobre las cuales caían no pocas gotas relucientes de su rostro.

-¿Qué te parece esto, muchacho? -me preguntó.

-¡Oh! muy lindo, admirable! -le respondí, transportado realmente de placer por lo que había visto.

-Ahora aprenderán revolución -dijo el Gringo,   —204→   dejando caer el cigarro de la boca; y fue a ponerse tranquilamente una especie de redingote, que había dejado en la trastienda o dormitorio.

-¡Sí, muchacho -repuso Alejo-; esto es revolución!

-Hay mucho salpetre en el valle; el señor Haenke ha enseñado a hacer muy buena pólvora; los cerros son de plomo; no falta estaño; se consigue un poco de cobre; tenemos mucho mundo de gente -añadió el Gringo desde adentro.

Mi tío le oía con embeleso, con aquella su risa silenciosa de infinita satisfacción en la que mostraba sus treinta y dos dientes.

-¡No hay más, muchachos! -exclamó-; ¡viva la patria!

-¡Viva! ¡vivaaaa! -contestamos Luis y yo.

-Ahora a otra cosa. ¿Tienes un papel en el bolsillo?

-Sí; casualmente he sacado una copia del bando de la junta de guerra.

-Muy bien. Vas a hacerme un rollo limpio, muy limpio con esos reales. Pero veamos antes el bando de la junta.

Desdoblé el papel, hice que me ponía los anteojos; tosí, me enderecé como el escribano don Ángel Francisco Astete, y me preparé a leer, imitando, también, la voz un poco gangosa de éste mismo.

-¡Espera! -gritó Luis, y se armó de una lanza, para ponerse a mis espaldas, representando la fuerza pública.

-Veamos -dijo Alejo.

-Adelante, pequeñito diablo -añadió el Gringo por su parte.

  —205→  

Y yo leí, del modo que he dicho, aquel célebre bando, del que sólo copiaré aquí las partes principales:

«Don Mariano Antezana, Presidente de la Junta Provincial de esta ciudad, con los señores vocales de ella, en nombre de su Magestad el señor don Fernando Séptimo, que Dios guarde, etc.

»Por cuanto en las presentes ocurrencias se hace necesario acudir a todos los medios oportunos»... «y siendo uno de ellos el que todo el vecindario contribuya a los santos y loables objetos de la defensa de la patria y armamento y conservación de sus tropas...

»Por tanto, ordeno y mando que todas las personas de esta ciudad y de toda la provincia, sin distinción de sexo, ni de edad, concurran con el donativo que fuere del agrado de cada uno, para el sostenimiento de las tropas; pero, para que no sea sensible el desembolso, se les señala como contribución, la suma de ocho reales»...

-¡Viva la patria! -gritó «la fuerza pública» a mis espaldas.

El Gringo se encogió de hombros, y se salió a la calle. Alejo meditaba, rascándose el cráneo tras la oreja, como le ocurría, cuando no atinaba con lo que debía hacer.

-Bueno -dijo al cabo de un rato-; ahí están mis ocho reales; ponlos a un lado, y hazme el rollo con el resto.

Lo hice así, del mejor modo y con la limpieza recomendada; le puse luego el rollo al bolsillo, porque él no quiso tocarlo por no ensuciar el papel con sus manos; y me miró entonces con aire malicioso, diciéndome:

-¡Qué no adivinas! ¡Vaya, tonto! ¡esto es para la abuela!

  —206→  

En seguida bajó la cabeza, y añadió muy conmovido, creo que llorando:

-Está aquí con Clarita. Vinieron a hacer curar a Dionisio. ¡Está ciega!... Viven en mi casita del Barrio de los Ricos... donde tú vivías con «la niña».