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ArribaAbajo La flor de la nieve

Episodio


En el año de 1863, un naturalista ruso llamado Anthoskoff se encontraba en la Siberia septentrional, después de haber recorrido el Cáucaso, siguiendo el hilo de ciertos secretos de la ciencia, que él tenía en el ánimo sacar a la luz del mundo. Esas comarcas desdichadas no conocen la vegetación, ni los ojos del viajero hallan nunca sombra de árbol donde se ponga en cobro del resplandor hostil que los persigue. El haya, hija de fierro de la roca fría, se detiene en las pendientes de los Montes Urales, sin atreverse a dar un paso hacia las planicies áridas donde reina el hielo, describiendo con su cetro un círculo aterrante alrededor del polo. La yerba es desconocida para esa tierra: ni el verdor de las plantas gramíneas, ni la amarillez de las flores silvestres comunican a el alma esa como alegría o esperanza que aun los desgraciados suelen concebir misteriosamente en el regazo de una bella, amable naturaleza. La paja silbadora, el frailejón solitario y triste de los altos páramos   —282→   sirven de placer y consuelo, si contemplamos en la aridez mortal de esas regiones. El sol las mira desde lejos, y se vuelve desconfiando de ella; el calórico, sangre invisible de la naturaleza, no tiene cabida en ese limbo descubierto, donde impera el frío, dios enemigo de la vida. Ni plantas ni animales: alguna vez una sombra rápida cruza a lo lejos ese mar empedernido, y se desvanece a mayor distancia: es el rengífero que pasa de un abismo a otro en busca de un amor imaginario, o el alce que va huyendo de un fantástico cazador que le persigue en sueños. El hombre mismo, animal de todos los climas, no habita la Siberia septentrional. El groenlandés salvaje, el kampchadal helado, el lapón cubierto de pieles se agencian sus moradas debajo de la nieve; en sus obscuras yurtas viven y se juzgan felices: la Siberia septentrional es todavía más ingraciable que la Groenlandia, Kampchaka y la Laponia. Allí no hay bosques en cuyas profundidades faunos y silvanos persiguen a las ninfas; ríos que humedecen la tierra y la excitan a dar fruto; fieras que dan testimonio de la vida, bramando de cólera o mugiendo suavemente de placer; aves que llenan de música los árboles y vuelven nuestro planeta un globo de armonía.

¿Qué pasos lentos van retumbando por allá? Es el elefante que rompe la selva con su movimiento de rey majestuoso, y se dirige a beber a orillas de Lualaba. Ruge el león y comparece infundiendo terror a todo ser viviente con esos ojos encendidos; el tigre, agazapado al pie de un tronco, está acechando a la boa que se viene con su meneo formidable; manadas sin cuento de monos llenan de ruido los vetustos robles: un orangután gigantesco, recto como persona, camina paso a paso con semblante meditabundo; bandadas de loras y guacamayos atraviesan la atmósfera con grito colectivo que asorda todo un continente; culebras de mil colores van haciendo eses por el suelo, o prendidas de las ramas por el extremo de la cola se están columpiando por el aire. El sol resplandece y abrasa; el cielo se halla limpio, su azul purísimo se derrama desde el cenit, y desaloja las nubes   —283→   hasta más abajo del horizonte. Esta es el África, cuna del fuego, asiento preeminente de la zona tórrida. No es así la Siberia septentrional: de población, tristeza, silencio vasto y profundo son caracteres de esa tierra desventurada. Allí no hay sol sino cuatro meses al año; la noche es de dos mil quinientas horas; noche larga, horrible, durante la cual Muerte anda devorándolo todo, invisible en medio de la palidez obscura que envuelve ese hemisferio. La rosa no se abre ni sonríe a la luz que comparece alegre por atrás de la montaña; la azucena no tiene sol a quien provocar, con su voluptuosa elegancia; el clavel no arde en su pura rubicundez, porque no hay fuego que lo encienda. La sangre de la tierra, cuajada en esas partes, las priva del movimiento; el alma del mundo, retirada de ellas, las dejó cadáveres. Fuego, santo fuego, símbolo de la vida, tú eres principio y sostén del universo: sin ti no hubiera luz, sin ti Dios mismo no ardería en su inmortalidad eternamente. Dios está tras las llamas devorantes del África: fuego es poder, y Dios todo es fuerza. Dios está sobre la luz del Ecuador: la luz figura la inteligencia, y Dios todo es inteligencia. En la mansión helada de la muerte no está Dios, porque Dios es vida, vida alta y profunda, vida eterna. En la Siberia septentrional no está Dios.

¿Qué estás diciendo ahí, blasfemo? Su imagen se presenta en la bóveda celeste, y fulgura con divinos resplandores: inocencia, amor, felicidad animadas por el aliento del Todopoderoso, teñidas por esos sus ojos que las miran, están acreditando su presencia. La aurora boreal, en las regiones septentrionales, es la sombra de Dios: fenómeno desconocido para nosotros, es la incarnación más bella de las leyes naturales. La Soberana Esencia, vista en delirio por poeta que hubiese perdido la razón a puro amor divino se le presentaría en forma de aurora boreal. La aurora boreal es música de otro mundo cuajada en los colores del arco iris: es oleada de poesía cristalizada en el horizonte, que está brillando suavemente por los cien lados de un prisma fabuloso. Aurora boreal, malicia de la inocencia, beatitud de la naturaleza adormecida por dolor profundo, tú eres espejo en el cual   —284→   los míseros habitantes del círculo polar están viendo esa promesa de perdón con que el Altísimo los consuela. Aurora boreal, asomo vago de felicidad, puerta lejana de la gloria, tú eres humilde, pero feliz suplente de la luz del día. Aurora boreal, alma tranquila del sol, alma desnuda de sus rayos, tú eres la patrona del Norte, tú le proteges, le salvas cuando él se retira y le abandona. Feliz recobro de las desventuras de ese clima, este hermoso fenómeno es muy común para los hijos del septentrión: la aurora boreal les proporciona uno como día, o si decimos, espíritu sin fuerza, ensueño feliz de sol dormido que llena de alborozo y esperanza a los míseros que, hartos de obscuridad, levantan la cabeza en su larga noche, y aspiran esa brillante memoria de la luz como alimento de la vida.

Anthoskoff, sabio moscovita, después de largos y penosos viajes por las Montañas Rifeas, llegó a la Siberia septentrional. Desembocando en un mar de nieve, se detuvo de improviso, poseído de admiración, experimentando en el alma placer de esos que suele proporcionar la sabiduría únicamente. Hay en un autor alemán una historia de lo más extraño: Dos naturalistas han cultivado desde la infancia amistad que no le va en zaga a la de Pílades y Orestes: siempre juntos desde niños, estudiaron, vivieron, se engrandecieron con la fama, sin que discrepasen jamás en la menor cosa. Un día, infatigables en el estudio práctico de la naturaleza, viajando por un monte, hallan un insecto desconocido, hacen un descubrimiento: la ciencia va a recibir alborozada este recién venido. ¿Cuál de los dos le vio desde luego? ¿Cuál le tomó? ¿Cuál hizo notar que esa mosquita resplandeciente no estaba en ninguna de las clasificaciones científicas? Ni Linneo, ni Cuvier, ni Buffon la han conocido; es cosa nueva, admirable: ¿a cuál la palma? ¿a cuál la gloria? Las disputas, porfías, injurias, amenazas, ferocidades, venganzas, desesperaciones; los odios, arrebatos, celos, acometimientos, propósitos criminales que se pusieron entre los dos amigos, sólo Dios en su infinita sabiduría lo puede concebir y graduar. Largo fue el litigio. «¡Pérfido!, le escribía el uno, ¿te atreves a decir que Aimatocare   —285→   es tuya? ¿y lo sustentas, hombre sin fe ni justicia? ¿Con qué la viste, la tomaste primero que yo? ¿Y has de pasar a la inmortalidad por medio de un hurto escandaloso al que te hizo la honra de llamarte amigo y la fineza de quererte como a hermano? Hábil fuiste en el engaño, miserable; te tuve por sincero, y resultas aleve; te juzgué afectuoso para conmigo, y no era el tuyo sino aborrecimiento disfrazado de cariño; te reputé hombre bueno, y vienes a parar en malvado. ¿Qué es sino malvado el que se burla de la conciencia, habla contra verdad y obra contra hombría de bien? Abusas de la sencillez del amigo; en esto eres pérfido. Ocultas o cambias la verdad; en esto eres mentiroso. Te apoderas de lo ajeno; en esto eres ladrón. Pues a uno de éstos, yo le desprecio. Le desprecio por lo ruin y canalla; por lo salteador, me le voy encima, le echo en tierra, le piso, le mato, y junto con la vida le arranco el inestimable objeto de que se llama legítimo y perpetuo poseedor, sin más escritura que la que firma con su puñal el facineroso a media noche... Carlos, amigo, hermano mío, vuélveme mi Aimatocare».

«¡Infame!, contestaba el otro, el enternecimiento con que das fin a tu carta es ficción que sirve para fomentar el odio inspirado en mí con tu maldad. Amigo me llamas y tus obras, más que tus palabras, están acreditando la enemistad más negra; hermano, y andas en busca de la quijada del asno con que piensas asesinarme. No soy hermano ni amigo tuyo, porque soy hombre de bien y cultivo la moral: tu amigo es el ladrón de caminos, tu hermano el rufián de ciudad; el verdugo es tu amigo y hermano, y el patíbulo el lecho donde él y tú dormís juntos. Aimatocare... ¿no sabes que Aimatocare es mía? Arráncame los ojos, exprímeme el alma, quítame la vida; Aimatocare no será tuya jamás. Aimatocare... Este divino insecto era, sin duda, el objeto de esas aspiraciones vehementes que me agitaban, causándome los dolores misteriosos de los cuales en vano procurabas aliviarme. El vacío profundo de mi corazón, ese anhelo inmotivado de mi espíritu, los arranques vertiginosos de   —286→   mi pensamiento, la angustia, la desesperación de mi vida tenían, ya lo he visto, causa y fin. Poseo, poseo el objeto de mis ansias; mis ambiciones están cumplidas, mi alma satisfecha. Aimatocare es mía: ni todos los reyes coaligados contra mí podrán arrebatármela. Y tú, mezquina y baja criatura; tú, salteador de encrucijada; tú, desleal y perjuro, ¿tú piensas privarme de ella? Te he ofendido, pobre amigo, te he cubierto de vilipendio en esta carta. Teodoro, las lágrimas me están corriendo por las mejillas: los insultos que acabo de hacerte me matan de vergüenza: compadéceme, perdóname; pero no me vuelvas a hablar de Aimatocare; con esto me privas de la razón. Casa, fincas, títulos, todo cuanto poseo es tuyo: nos repartiremos mis bienes de fortuna como dos buenos hermanos. De Aimatocare, no me hables, te lo repito. ¿Puede nadie exigir a su amigo que le entregue su esposa? ¿Pondrías tú la tuya en manos del que la estuviese codiciando? Aimatocare es para mí más que mi mujer, más que mi honra. Deliras, infortunado, si piensas disputármela: te arrancaré el corazón con un puñal buido, te ahorcaré con mis manos... Teodoro, Teodoro, loco estoy».

Esta pasión científica, este amor frenético por los secretos de la naturaleza nos parecerán inverosímiles a los hombres desprovistos de la sensibilidad de la sabiduría; y en realidad es una de las pasiones más violentas que pueden caber en pecho humano. Sabido es que Arquímedes se dejó matar, por no distraer su espíritu del problema que estaba a punto de resolver: muchos sabios se olvidan del alimento cuando están embebecidos en sus lucubraciones. Los cuentos fantásticos de Hoffmann no se fundan en la imaginación puramente: casi todos ellos se levantan sobre teorías respetables, o sobre hechos reales y positivos. Los dos sabios que se vuelven enemigos mortales, disputándose un insecto, no se pleitan el insecto mismo, mas aun la gloria de su descubrimiento: cosa muy puesta en razón, que vemos cada día en el mundo de las ciencias y las buenas letras. El Tasso anduvo fuera de sí, desesperado, medio loco, porque imaginó que   —287→   su poema iba a salir a luz con nombre distinto del suyo. Robarle al Tasso su Jerusalén libertada, allá se hubiera ido con robarle el alma; la poesía es el alma de los poetas. ¿Y digo si Phidias hubiera quedado contento de que su Minerva pasase a la posteridad como obra de un rival aborrecido? En las ya citadas de Hoffmann hay una historia de un lapidario que comete más de cincuenta asesinatos misteriosos, por volver a apoderarse de las preseas que él mismo había vendido, o que le habían mandado hacer. El móvil de esa sed de sangre no era codicia, sino amor a la obra primorosa que había salido de sus manos. Y, quien lo creyera, el maestro Cardillac es personaje histórico: las muertes de que habla el autor alemán ocurrieron positivamente. Recreábase tanto el lapidario en sus hechuras, embelesábale su perfección con tal extremo, que no podía vivir sin poseerlas. Tan luego como entregaba una joya, se valía de cuanto ardid cabe en la astucia del hombre para volver a apropiarse de ella. En último caso, un homicidio ponía en su poder las prendas maravillosas. Ahí está mademoiselle Scuderi que no nos dejará mentir ni a Hoffmann ni a mí. Los que, viajando a París, capital de Francia, se hallen en el Palacio Real, hagan por saber cuál de esas ricas tiendas habrá sido la del maestro Cardillac. En cuanto al que está haciendo estos recuerdos, no le falta sino advertir que las cartas de los dos naturalistas son de su propio caudal, y no transcritas del libro tudesco, donde no consta sino el germen de esta amplificación. Y con esto volvemos a Anthoskoff, el sabio moscovita, pero no antes de dar a saber a los lectores que Aimatocare era el nombre de pila, nombre de amor con que los consabidos filósofos habían bautizado a la mosca que tanto pudo. Desde la bella egipcia que trastorna a Salomón, hasta doña Isabel de Segura, no se ha visto hembra más querida que esa pizpireta de Aimatocare. Su nombre científico, puesto en latín por los discípulos de Linneo, lo puede ir a buscar el curioso lector en cualquier entomología moderna: si lo buscare en el tratado de los pájaros del americano Auduvon, no lo hallará; pues ya he dicho que Aimatocare no es pájaro sino mosca. Mosquita resplandeciente   —288→   de cuatro alas: las que le tocan al cuerpo son uno como tul claro, fino: son la ropa blanca, las confidenciales enaguas que forman los bajos de la pulcra retrechera. Bajos, en buen idioma castellano, son los centros del vestido, ¡oh vosotros que anheláis por hablar la lengua de Cervantes! Si queréis pruebas, aquí sale por mí don Francisco de Quevedo:


La otra loca perenal
piensa, cubierta de andrajos,
que tiene mejores bajos
que la Capilla Real.



Los bajos de la Capilla Real son todo ese rico almacén que, bien aplanchado, la vuelve hermosa y elegante los días solemnes, cuando los devotos monarcas van a echar corazón humilde al pie de los altares: son los manteles con blondas de encaje de Flandes que cubren las aras; la blanca pelliz; el alba deslumbrante; el diminuto lavabo. Todos éstos son los bajos de la Capilla Real, así como los tres o cuatro fustanes son los de las judías que nos quitan el mojigato que sabe y no confiesa, o algún santurrón que a fuerza de fealdad y bobería no da noticia de estas cosas. No los he contado; mas sabemos todos por tradición que Clitemnestra se ponía desde luego enaguas de lienzo medianamente suave, hasta sobre la corva; en seguida unas de liencillo asargado con cordones azules gruesos como el dedo mayor, hasta la pantorrilla; después unas de anascote con vuelos de lo mismo, hasta la garganta del pie; y en fin, unas de grano de oro, circuidas de encaje hecho a mano de vieja de anteojos, la cual, por más señas, chupa tabaco y ayuna los cuarenta días. Estas últimas enaguas tienen el privilegio de mostrar las orejas al mundo, y estar oyendo los disparates con que los enamorados de profesión regalan a su dueña. Dicen los malsines que hasta ahora poco nuestras Cleopatras se echaban en lo más recóndito una cosa como pollera de un género como bayeta, la cual suele ser blanca, y algunas veces, para mayor condenación, amarilla. Quédanos el consuelo de que nosotros no   —289→   hemos alcanzado esos feos tiempos, y de que nuestra inocencia no se hundiría, puesto caso que triunfase la serpiente, sino en abismos de inmaculado virgen lino.

Y nuestro ruso ¿dónde se halla? Tenemos especie de haberle visto en la Siberia septentrional, contemplando maravillado un objeto que está llenando sus ojos y su espíritu. Mas no pasaremos a tratar de él, antes de que hubiésemos concluido de vestir a la linda Aimatocare, camareros y gentiles hombres de esa princesa del monte; Aimatocare, serafín del reino animal, suspiro de poetisa consolidado por el céfiro que desciende por los nevados, bajando del arco iris. Las dos alas primeras, como queda dicho, eran de tul fino y transparente, blancas, puras como el alma de un niño hijo de dos santos; las de encima, las principales, al contrario, eran el resumen de los colores y los resplandores juntos, revueltos en inextricable laberinto. Desde la simple línea recta hasta el círculo, obra maestra de la ciencia de Euclides, todas las figuras geométricas estaban allí. Paleta que manejara un ángel para pintar el cielo, las alas de Aimatocare contenían matices y tintes desconocidos para nosotros. La luz, en sus mil secretos con las materias colorantes, había formado un mundo reducido en la figura del insecto prodigioso. Del blanco al negro, pasando por todas las combinaciones, todos los colores hacían figura en esa frágil tela; azul obscuro, azul celeste; rojo subido, sangre de toro: verde vejiga, verde madroño: amarillo tostado, semejante al de las águilas americanas; amarillo claro, como el de las onzas godas; negro superfino; violado; púrpura de Melibea, de todo había, por menor, en esa arca de Noé de los colores, juguete admirable donde el sol estaba haciendo un nuevo milagro a cada rato. Si las alas blancas le servían de enaguas a la bella Aimatocare, las segundas eran como la casulla bordada de oro con que pontifica el arzobispo; o como el laticlave primoroso con que se ennoblecían los romanos en los grandes días de la libertad y los dioses. Aimatocare, tesoro de la ciencia, hubiera sido la corona del gran museo zoológico de Londres, el alma del Jardín de Plantas de París. Los dos   —290→   naturalistas no hicieron mucho con haberse anonadado a puros ultrajes; debieron haberse rompido la cabeza. Antonio perdió el cetro del mundo y la vida juntamente por la reina de Egipto, esa bellaca digna del amor de Júpiter y de Julio César. El hijo de Sofronisco y Fenareta fue el más virtuoso de los griegos, Platón el más sabio, Diógenes el más pobre; Xenócrates, en mi humilde opinión, fue el más tonto de todos: el que no se ha suicidado siquiera dos veces por dos o tres mujeres y no alcanza ni mención honrosa en los Arrestos de Amor. Leandro y Diego Marsilla valen más que el hombre de mármol de la hermosa Lais.

Ahora venga de nuevo nuestro ruso Anthoskoff, el cual, si se ha llamado Ivon, será don Juan, pues habéis de saber que Ivon en lengua moscovita es Juan en castellano. Sucedió por casualidad que fuese 2 de enero el día en que el sabio llegó a la Siberia septentrional. Un océano de nieve se dilata a sus ojos: todo es albo y cristalino; mas si el viajero no estaba debajo del poder del sueño, no era otra cosa que un jardín real y positivo el que tenía por delante. Tallos erguidos, a un metro de altura, sustentan cada uno tres ricas flores en figura de estrella. Esta flor prodigiosa se compone de tres hojas: cinco son sus estambres: mil diamantes diminutos están brillando en sus extremos, diamantes como cabezas de alfiler, donde se mete el iris achicado adrede en culebritas como espíritus casi invisibles, y se mueve a modo de colibrí que no aquieta las alas ni un segundo. Estos diamantes pequeñuelos son la semilla de la planta, semilla que, regada en el Paraíso, hubiera dado una generación de ángeles animados del amor del mundo. Los estambres se entrelazan de mil maneras, y forman un inextricable tejido, que no es sino la red donde se queda presa la sabiduría. Bien así los pétalos como el tallo están propendiendo al Norte, reino de la nieve. Anthoskoff, medio despierto, medio en sueños, temblando de placer, se llega a una de esas plantas, la toca. Un montoncito de polvo luminoso cae debajo de su mano. La flor había sido de nieve, frágil y delicada como quimera de felicidad que se desvanece al menor ruido. El sabio   —291→   recogió con mucho trabajo una narigada de ese polvo, y lo guardó como si fuera la vida ceniza de la ciencia, reliquia que liberta a los maleficios de la ignorancia. Cuando volvió otro día a ese campo de azucenas fantásticas, todo había desaparecido: concurso de almas bien aventuradas tornaron a la gloria, después de haber cumplido algún piadoso objeto. La flor de nieve no se produce espontáneamente sino en la Siberia septentrional: rompe el hielo el primer día del año, vive dos más, y muere para doce meses. Anthoskoff, alborozado, feliz con su simiente divina, vuela a San Petersburgo y la siembra en una capa de hielo. La inquietud, el ansia con que esperó un año, no son para descritas. El 1.º de enero el emperador, su corte, la Academia de Ciencias, convidados por el naturalista para ese casto y puro alumbramiento, vieron con sus ojos que el alma de la nieve la había roto y se estaba presentando al mundo. El emperador le echó los brazos al cuello al sabio, y le agració en seguida con el título de conde. Mirad si una rústica flor de la Siberia no ennoble tanto como la Rosa de oro del Vaticano, o como el Toisón que condecora a los nobles de primera clase. El naturalista Anthoskoff, hombre de humilde origen, es hoy conde Anthoskoff: sus hijos serán nobles desde la cuna y ornato del imperio.

A ley de cristianos prescindiríamos de hablar de la nobleza criolla, no yéndonos nada en traer a menos una buena parte de esta noble asociación mestiza a la cual pertenecemos; ni fuera de provecho alguno irnos agua arriba por el abolengo de nuestra sediciente aristocracia hasta dar en el Potro de Córdoba, el Azoguejo de Segovia o la Playa de Sanlúcar. Y no es manera de decir, ni se tome ésta por la expresión de la malevolencia; que las declaraciones de la verdad son todavía de menos favor para ciertos reyes de abejas que se juzgan naturales al mando y los haberes juntos en la tierra de los indios. Antes oigamos a uno que nunca juró falso, ni mostró mal querer a nadie, sino fueron los moros. «Viéndose tan falto de dineros (don Felipe de Carrizales), y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio que otros muchos perdidos se acogen, que es el pasarse a las Indias,   —292→   refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, añagaza general de mujeres libres»28... Ahora bien, ¿cuántos de nuestros nobles no descenderán de don Felipe de Carrizales? Ya oigo el severo expresarse, no sólo de los aristócratas indianos, mas aun de los demócratas de buena ley, los cuales ni por las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo quisieran provenir de los cicateruelos de Zocodover, los esportilleros de Sevilla, y todos esos mandilejos de la hampa, que dejando desiertos los Percheles de Málaga, las Islas de Riarán y la Olivera de Valencia, se acogían a estas nuestras buenas Indias Occidentales, donde sembraban su descendencia ilustre, bien como el atrevido capitán que metiéndose en el mar Pacífico hasta la cintura clavó el pabellón de los reyes Católicos. El que nos señalase a la animadversión de nuestros compatriotas, daría golpe en vago, pues de estos tristes recuerdos pensamos sacar nuestros mayores títulos a la gloria, puesto que nos sea lícito gallardearnos al modo de los siete sabios. Interrogado Bion por el rey de Macedonia acerca de sus padres: Señor, respondió el filósofo, soy hijo de un liberto deudor fallido y de una ramera; y citó este verso del ciego de Esmirna:


Desciendo de esa sangre y me glorio29.



Antígono comprendió a qué centro tiraba sus líneas el sabio, y redobló para con él las muestras de respeto y consideración. Ser hijo de un liberto y una ramera, y levantarse por la nobleza del corazón y el vigor de la inteligencia al primado de la sabiduría, es ser grande verdaderamente. Mileto, cuando ponía el trípode de Elena en manos de Tales, no pensaba sin duda que su gran ciudadano se conceptuaba inferior al hijo del deudor fallido.   —293→   Consultado el oráculo por bien de paz, ordenó que esa prenda que contenía los secretos del destino fuese ofrecida al más sabio de los griegos. Tales se la pasó a Bias, Bias a Bion el hijo de la ramera. Mas como sabio, éste debía ser modesto; se la pasó a Solón, y de mano en mano volvió a la de Tales: círculo sublime en cuya órbita giran armoniosas cordura, modestia y sabiduría, cual tres esferas animadas en cuyas entrañas viene sonando la música del cielo.

Considerar la verdad por su aspecto filosófico no es ofender a nadie: hay plumas que son como el áspid sagrado, no pican sino a los malos. Cervantes tendrá razón, por otra parte, mas no sin amplias restricciones: los fundadores de mil ciudades, los preceptores de la religión y la moral, los maestros de las ciencias y las artes, hombres de bien han de haber sido, y no todos gente hampesca o de la vida airada. Y esos aventureros fabulosos que acometían empresas tales, que al andar del tiempo serían tan puestas en controversia como las de los héroes de la Ilíada, si la historia no estuviera ahí apalancando contra la duda o la incredulidad de las futuras generaciones; esos soberbios castellanos, caballeros sin miedo, aunque no del todo sin reproche, que así miraban por su Dios como por su rey y su honra, se habrán echado al mar desde la Heria de Sevilla, pidiendo licencia a Monipodio? ¡Calle! los conquistadores del nuevo mundo no se llamaban Chiquiznaque y Maniferro, Rinconete y Cortadillo; se llamaban Francisco y Gonzalo Pizarro; se llamaban Pedro Alvarado y Sebastián Benalcázar; se llamaban Hernán Cortés y Pánfilo de Narváez; y los que iban viniendo no eran menos que Blasco Núñez de la Vela, Pedro de la Gasca, y luego el apóstol del verdadero cristianismo, el ángel de la guarda de los indios, Casas, el divino Casas. Y aun cuando éste y los de su condición no habrán contribuido a poblar el nuevo mundo, no es menos cierto que moralizaban a los pobladores, en cuanto les era posible, con sus exhortaciones y su ejemplo. Los virreyes, capitanes generales, oidores, recaudadores y más empleados de alta jerarquía que venían de la metrópoli, eran hidalgos, sin duda, y acaso grandes de España;   —294→   puesto que es verdad que las mujeres honestas no tomaron parte en la conquista ni en los establecimientos posteriores, y, menos Amazonas que las del Termodonte, se dejaban estar sentaditas en sus estrados, influidas del refrán que dice: «la mujer honrada la pierna quebrada y en casa». Si algunos de los empleados principales trajeron a las suyas, con ellas se volvieron a su patria, sin dejarle al nuevo mundo sino los bastardos. Que esto no os desconsuele, nobles: Don Enrique de Trastámara fue también bastardo, y rey por la gracia de Dios y su cuchillo. Si pues esos buenos castellanos, extremeños, aragoneses y andaluces andaban a cuestas la una cruz y la otra no, de presumir es que la numerosa descendencia con la cual poblaron la América hubiese provenido de alguna parte; máxime cuando los españoles no eran hombres que se dormían en las pajas, ni de San Antonio nos traían sino el puerco. Las indias pusieron la mitad en esta gran familia americana, y de ellas y los Almagros, Sotos, Valdivas, Quesadas, Encisos, Ojedas se ha formado esta hibridación admirable, tan superior por la sensibilidad como por la inteligencia. Las castas más finas y precisas entre los animales nobles provienen del cruzamiento de las razas; y si se da que un agente superior fecunde a la hembra, el efecto de esta unión misteriosa es bueno sobre toda ponderación. Las yeguas de la Bética, movidas de amor inexplicable, se ponían de frente hacia la aurora, tan luego como se levantaba el céfiro; y, abriendo las fauces voluptuosamente, aspiraban con ahínco las ráfagas de ese invisible galán: de este placer fantástico nacían los caballos de los héroes. Si el egoísta semental sospechara esa poética infidelidad, todavía no se diera por ofendido: ya os dije que el viejo Aristón tuvo a gloria prohijar al hijo de Saturno.

Las frutas más suaves y gustosas son las provenientes del injerto: durazno y manzana, membrillo y pera. Así el español y la india, el español y la negra, el español y... Por dicha nuestros bosques nunca han servido de templo a las salvajes divinidades que habitan los del África, sátiros, silvanos, faunos, títeres, o sean orangutanes, jocos, pongos, mandriles y otros miembros de esa real   —295→   prosapia. Dicen que los españoles tenían predilección por sus esclavas, lo cual es muy probable: la robusta clase que dirige las riendas del gobierno, empuña la espada, mueve la pluma y ase el cayado en la América del Sud, atrás del cutis europeo deja ver cómo corre veloz la sangre ardiente agitada por una gota de ébano disuelto en un licor encantado. Las hadas blancas poseen el secreto de esa prestigiación sublime: Melisa e Hipermea cuidan de sus caballeros. Los que se cierran en ser cachupines puros, están a riesgo de ir a encontrar su buen en Peralvillo. No creeremos en su sangre sin aligación, aun cuando, nuevos Barcochebases, vengan echando llamas por la boca. ¡Ah, sí, ellos son los hechiceros, ellos los magos, ellos los profetas! ¿No llaman hasta ahora chapetones a los tontos? Cuando a uno le digan chapetón, tenga él por bien averiguado que lo que le dicen es jumento. Y no que con esto tire a nadie a zaherir a nuestros mayores; ¡cuánto! Los compatriotas de Quevedo, Moratín y Larra no son chapetones: chapetones son estos mestizos que fincan su nobleza en la ignorancia, y se prevalen del dinero para apellidar aristocracia, olvidando la cuarta que tienen en las venas. El de y el de la, eslabones con que algunos ilusos han esclavizado su nombre a su apelativo, no indica sino la vanidad de esos inhábiles Vulcanos: la red con que el dios cojo pilló a Marte era más fina. Los grandes de primera clase se llamaban en España Juan Enríquez, Silva Mendoza y Sarmiento, duques de Medina y marqueses de Rivadeo; se llamaban y se llaman Pedro Girón, Ángel Saavedra, Juan Prim, sin de ni de la que los aplebeye por el vanistorio. Los Moncadas y Requesenes, los Rebellas y Villanovares, los Palafojes y Rocabertis, los Cerdas, Manriques, Guzmanes y Mendozas; los Alencastres, Palles, Nuzas y Meneces tenían en la cuna lo necesario para no pedir al de la pureza de sangre que acaso les falta a los que por ahí lo tienen garrafiñado. En Francia el de es inseparable de la nobleza, lo mismo que en Alemania: von Moltke, von Arnims. En España no es necesario, y lo usan los que quieren, ad libitum, dice Fernán Caballero. En Inglaterra tampoco se usa el de: nunca se ha dicho Johnof   —296→   Buckingham, William of Pembroke, sino Juan Buckingham, Guillermo Pembroke. Lord Byron se llamaba Jorge Gordón. El que tuviese en las venas sangre de Duchicelas sería tan noble como el que la tiene de Orleanes; y descender de la reina Paccha vale tanto como ser nieto de Catalina de Rusia. Si va a los negros, ¿por qué no suponer que nuestras abuelas fueron princesas de esas que, caballeras sobre livianas avestruces se desflechan cual sombras encantadas por los arenales ardientes de su patria? Sabido es que el vencedor cautiva al pueblo vencido en esos países bárbaros, y lo vende príncipes y princesas inclusive: aun puede ser que vuesas mercedes, grandes señores de las Indias, hubieseis cabalgado en avestruces, menos ha de cuatro siglos, cuando Huaina Capac traía a sus pies al viejo Pichincha, hiriéndole en la frente con el cetro de los Incas.

Que hay en la América meridional clase noble por la sangre y por las obras, nadie lo pone en duda, según es preciso que la haya en todos los pueblos de la tierra; pues en Toledo, Madrid o Zaragoza hallásemos que no todos nuestros aristócratas descendían en línea recta de los Zúñigas de Villamanrique o de la gran casa de Béjar, todavía es verdad que la sangre se ennoblece, como se puede ennoblecer una casta de animales, como se mejora una planta, mediante aquellos procedimientos que eliminando el mal principio hacen prevalecer el bueno. El cruzamiento de las familias con tendencia a mejorar de continuo, acaba por azular las venas, y a la vuelta de algunas generaciones prepondera lo mejor, dejando en el pecho huellas casi imperceptibles de los agentes sojuzgados. Los Médicis de Florencia fueron en su origen simples mercaderes, hijos del pueblo por el mismo caso; y andando el tiempo, de entronque en entronque, llegaron a ser de la primera nobleza europea, y aun a sentarse en más de un trono. Tanto como esto pueden las riquezas bien usadas, siendo como es la liberalidad sabiduría de la ambición. Liberalidad cuerda y grandiosa; no el labrar gratitudes individuales, que tampoco es malo; liberalidad practicada en favor de la asociación general, las luces, las buenas costumbres y otras cosas altas y profundas;   —297→   liberalidad, en fin, que vuelve nobles y señores de pueblos a los que la ponen por obra. A nuestros nobles los pintaría Miguel Ángel la una mano extendida hacia la banda presidencial, la otra apretando la faltriquera. Miel en la boca y cierra la bolsa: mala política. Y aun muy felices si no les pusiera lo que le puso a cierto miembro del Sacro Colegio en su gran cuadro de los Números. Tan instruidos son la mayor parte de nuestros aristócratas, que hay que decirlo claro: ¿Saben lo que le puso Miguel Ángel al consabido cardenal? Orejas de burro, como lo puede ver en la capilla Sixtina cualquiera que viaje a Roma. Y no otra cosa les pusiera, si está ya bien averiguado que la aristocracia sudamericana reconoce por sus progenitores legítimos a cuanto gallego y asturiano concurrió a la conquista de las Indias. Borbones, Borbones de las Indias... Barbones, cuanto quieran: Hudibrás fue barbón; a Melgarejo, canalla de origen desconocido, le he visto retratado con barbas de Zoilo; Lucifer peina unas rucias formidables:


Gl'involve il mento, e su l'irsuto petto
Ispida e solta la gran barba scende;
E in guisa di voragine profonda
S'apre la bocca d'otro sangue immonda.



Barbones de las Indias, ¡ah, Barbones!... Como fueron sus ascendientes así son ellos, si enemigos del saber, si extraños a las virtudes. Sin luz ni amor, sino con el orgullo quieren regirlo todo. Andar, son hombres y llenos de flaqueza.

El mal no estaría en que hubiese entre nosotros clase aristocrática, sino en que ella no fundase su nobleza en la superioridad del carácter y la ilustración del espíritu, dirigidos sus esfuerzos al cultivo de las virtudes públicas y privadas. En las diferentes repúblicas hispanoamericanas muchos debe de haber, y los hay sin duda, que siendo parte de familias principales, se entregan muy de propósito al cultivo del corazón y el entendimiento, por medio del estudio y las consideraciones filosóficas; con cuya   —298→   salvedad podemos ya decir que, por la mayor parte, nuestros principios republicanos son caballeros de capa y espada, que echan por el camino del menosprecio de las letras humanas, siendo a su vez el ludibrio, y con razón, de los que se adornan con ellas. Señorones condecorados cuya venera es la ignorancia, andan garbosos con las insignias del espíritu malo: soberbia, codicia, lujuria, cruces de Satanás. Este emperador es muy amigo de la nobleza; y de la falsa, que la verdadera no consiste sino en el señorío del alma. Si los trajésemos al cepillo a esos grandes señores, las que nos cayesen bajo de él no serían sus mayores asperezas. Desalados por los bienes de fortuna, tienen en poco la honra, y se van con el turbión de la codicia, que da con ellos no pocas veces en la infamia. Tanto como esto son difíciles los hechos generosos para los que han recibido poco de la naturaleza, siendo al propio tiempo los engañados de la suerte. En la vida social no se hacen con los pobres; y cárguelos Judas si pudieran vivir sin ellos: necesidad de unos es abundancia de otros. Y como en este mundo feliz donde la república ha nivelado las clases, no hay sino las riquezas que prevalezcan después del talento, resulta que por allegarlas sueltan la rienda a las peores pasiones, y se van tras ellas adonde quieran llevarlos esas divinidades tenebrosas.

Las riquezas son, pues, el fundamento de la aristocracia hispanoamericana, atento que ni la ley reconoce títulos, ni las costumbres les hacen a los aristócratas preferencias debidas a sus memorias solariegas. Los últimos marqueses, marqueses de hecho, no de derecho, han desaparecido de la América democrática, y no muestran semblante de volver en ningún tiempo vínculos ni mayorazgos, sino es en un obscuro rincón donde se echa de la universidad a los plebeyos, se vuela de los beneficios a los curas aindiados, y se da el escándalo de discutir en el Congreso si el más corpulento de los eunucos acepta o no las insignias nobiliarias que han comprado en Europa con las lágrimas del pueblo. Hay con todo familias que se aferran sobre sus tradiciones, y otras que han fundado dinastías domésticas por su cuenta y riesgo, tan en su   —299→   punto la soberbia, que se dejan consumir en sus casas, antes que prestarse a enlaces deslayados que las traerían a menos en el concepto de sus cofrades de Rusia y Alemania. Como de esas ha habido en una ciudad de la nación más democrática y liberal de Sud América en la cual la democracia hizo estragos tales, que el recinto sagrado de la nobleza quedó para guarida de ratas y murciélagos. Jerusalem deserta facta est. Cansadas de la cruz que San Jerónimo ofrece, pero no ayuda a llevar, las infantas vinieron en buscar remedio a su cuita; y como frisase con los treinta años, la primogénita mira por sí con el mayordomo de la hacienda. La segundona, envalentonada por el ejemplo de su hermana mayor, anocheció y no amaneció, como suelen decir; y como lo propio había sucedido con el sastre del portal, los malsines quisieron suponer que había sido de concierto con la hermosa Briolanja. La última no quiso ser para menos, y del pie del confesonario, tomó las hebillas de don Diego, como dice un gracioso hablador, con el zapatero de la esquina. Añade la maledicencia que el sastre era remendón, y el zapatero lo era de viejo. ¡Pongo a la consideración de legos y letrados si los cachorrillos de esos hábiles artistas no traían ya en las venas más de libra y media de sangre de Puñonrostro y Sabioneta! Las reinas, madres, de puro enojo, se rindieron a la sepultura; dispersáronse los criados, y la mansión de las Musas quedó como si por ella hubiera pasado Atila. La carta de San Jerónimo a las vírgenes de Hermón llegaría tarde a esa ciudad. «Sembrarás con lágrimas, a fin de cosechar con alegría; cubrirás tu cuerpo con un horroroso cilicio, que es el vestido que más agrada a Jesucristo». Manco male: a los ermitaños de la Tebaida el seguir estos consejos. Un cierto grande y venerable cura a quien tengo el honor de conocer, los sigue letra por letra: cuando ha de montar a caballo, hace llamar con campana a sus feligreses para que le ayuden a alzar la pierna: ¡No me toquen, no me toquen, no me toquen por los cilicios! exclama, y monta con mucho trabajo. Esto no quita que sea el padre de su pueblo, como Inocencio VIII, y que siga aumentando la población, porque aun no es   —300→   viejo. ¡Pobre San Jerónimo, cómo le engañan sus devotos!

Montesquieu, en su gran estilo, ha dicho que los conventos son abismos siempre abiertos donde se hunden las generaciones venideras: así las casas que cierran la puerta al Himeneo son dragones que devoran a los que deben nacer, y destruyen en el seno de la nada los mejores frutos de la naturaleza. Esa amable divinidad se venga con furor cuando la desprecian y la irritan: a falta de Adonis y Narcisos, buenos son para ella sastres y zapateros. El que está esperando señorones para casar a Sus hijas, corre peligro de entregarlas a un príncipe de Cavalcanti. No ha mucho llegó a Quito un primo hermano del emperador Francisco José con el título de conde de Churimburgo, (les perdono la vida a los lectores suprimiendo las diez o doce consonantes que traía el nombre verdadero del príncipe alemán). No gozaba de renta sino la bicoca de mil pesos diarios el pobrecito; mas traía carta blanca de Su Majestad imperial sobre todos los banqueros del nuevo mundo. Unos a ofrecerle sus casas, otros a ponerle a su disposición sumas competentes de dinero; éstos a sacarle en coche, esos a lustrarle las botas; tales a darle mesas de once, cuales a pedirle su retrato, se afanaron de suerte esos buenos dervises y santones de la bienaventurada Quito, que si el conde se les muestra más propicio, se lleva diez vestales por lo menos, siquiera para azafatas y meninas de la emperatriz su cuñada, o para amas de honor de su augusta esposa, si él viniera en tomar estado por su parte. ¡Y son pocos los pisaverdes y pisanegros que querían irse de guardamanjieres y maestresalas de Su Alteza! Tal se enmadriga el pueblo en la plaza de San Pedro cuando Su Santidad le echa la bendición desde una ventana del Vaticano, tal se arremolinaban nobles y plebeyos en la casa del conde, por si éste quisiera enseñarles el hocico entreabriendo la puerta de su sala. El conde por aquí, el conde por allí: primero que ir a misa, las viejas habían de pasar por la calle del conde; y las muchachas se vestían de mendigos para ir a verle, aun cuando no fuera a la luz del sol. Sabían éstas, sin duda, el refrán que   —301→   dice, a la mujer y a la tela no las cates a la vela; pero como el conde parecía no ser hembra, bien se le podía, ver de noche. El shah de Persia no llamó la atención por tal extremo en París la curiosa y novelera. Para desesperación de la aristocracia, se fue el príncipe: ¡no haber podido conseguir un mechón de pelo del conde! Con un tris de uña se hubieran contentado para ponerlo en relicario. A la vuelta de seis meses, el primo hermano del emperador de Austria estaba en el presidio en la Habana. Era un famoso caballero del milagro, lo que se llama un refinado pícaro. Esperen los aristócratas príncipes y condes para casar a sus hijas. Si por bárbaros nos tienen esos pillos de franceses, razón les sobra: de un infeliz procurador judicial que pasa al nuevo mundo, y se corona rey de Araucania, a un jornalero de Estrasburgo que viene y funda casa de nobleza en una de las capitales de la América civilizada, no va mucho. ¿Su Majestad Aurelio I sabe cuántos azota-calles de Lyón, cuántos metemuertos de Marsella, cuántos destripaterrones de Ruán, cuántos echacuervos de París, casándose por las nubes vienen a ser de la aristocracia de Quito, Caracas, Bogotá y otras partes? Aun muy dichosa la princesa si su novio no es siete veces casado, de esos que se casan cada vez que pueden, y se hacen bautizar por especulación, como ya hizo en todas las ciudades del Ecuador cierto alemán de no rancia memoria. ¡Y esos pecadores de obispos abriéndose la boca un palmo en los Te Deum que se cantaban a cada bautizada de aquel honrado tudesco! No iban a dejar dentro de poco un protestante en Alemania, teníanlo creído: Augusto Nicolás y Donoso Cortés se llevaban de calles a Lutero. ¿Usted no se bautizó en Quito?, le preguntaron en Guayaquil a aquel maduro neófito, como se acercaba a la pila bautismal. «Yu mi bauteze dunde llega», respondió con loable franqueza el teutón en buen castellano címbrico. García Moreno le trajo al banco del Imperio, y mandó levantarle auto cabeza de proceso por hereje. Mas sucedió que a la sazón desembocase en el Pacífico un acorazado prusiano de los de a doce por banda, y el siete veces católico se fue sano y salvo y muy fresco a continuar su bautismerio en el   —302→   Perú, acreditando así los progresos del catolicismo. García Moreno aun no deja de hacerse cruces, praepostera: el diablo se santigua por atrás.

En no viniéndoles a la mano infantes, delfines, czarevitches, o príncipes de Gales para yernos, los nobles de las Indias suelen circunscribir por tal extremo el círculo de sus relaciones conyugales, que muchas veces los matrimonios no salen de la familia, privándose voluntariamente de girar en la órbita inmensa del género humano. Bien así el gran Soff de Persia juraba en el acto de su coronación no beber agua sino del río Chauspez, secando, en cierto modo, el universo para el rey de los reyes, cuando por el contrario este gran monarca debía hallar en donde quiera levantada la copa de los dioses. En algunos pueblos las leyes han extendido la prohibición del matrimonio hasta el tercer grado de consanguinidad, después que la fisiología ha puesto de manifiesto cuán en mengua de la especie obra la propagación entre próximos parientes. Tiene secretos la naturaleza que nunca le serán revelados ni a la ciencia más profunda, acerca de los cuales lo más sabio es respetarla, sin requerir ahincadamente sus entrañas. Sabemos que los hijos de dos primos hermanos, verbigracia, nacen a riesgo de no sacar lo que sus padres, si éstos tienen lo de Salomón: pues atengámonos a esta ley de nuestra buena madre, sin importunarla respecto a las causas de semejante capricho, el cual bien puede ser un gran principio en el orden de las cosas. Si los padres no son de lo mejor en lo tocante a la cabeza y el corazón, peor todavía; los hijos no serán idiotas por pura gracia del cielo. Mas a poco que insistamos en el menosprecio de ciertas disposiciones tácitas del Hacedor, las cuales son explícitas por sus efectos, ya nuestra descendencia frisa con el cretinismo, sin que nazca asegurada contra las escrófulas, los lamparones, la sordera, la mudez y más achaques de que adolece el mísero del hombre. Se ha echado de ver que las familias que no se emparentan con otras, cruzándose entre personas ajenas a los lazos de la sangre, raras veces gozan de ventajas intelectuales y morales, hallándose más bien expuestas   —303→   a ciertas enfermedades, incurables por lo que tienen de naturales. Hay árboles bravíos cuyo fruto salvaje no se presta al paladar, ni lo suavizan jamás, si no le obligan a producir en junta de una rama de otro árbol: así los individuos de la especie humana suelen dar frutos silvestres inadecuados para la cultura, si no buscan en otra rama el jugo con el cual deben mezclar el de su corazón. No es raro ver casas donde todo es ineptitud, sin un rayo de luz que caiga sobre la funesta lobreguez de la razón y el alma, las cuales envueltas en la soberbia van rodando sin conocimiento al olvido, pasando por el menosprecio de sus semejantes. Estas casas por la mayor parte suelen ser aristocráticas, de esas para cuyos hijos no hay pareja en toda una ciudad, que obligan a los varones a casarse por ahí a furto, y vuelven histéricas o locas a las mujeres, antes que darlas por esposas a hombres que no cuentan entre sus abuelos Arjonas y Benavides de León.

Si en el Banquete de Jenofonte propusiera uno este punto a la consideración de los convidados: ¿obra conforme a la razón, la equidad, la piedad el padre que deja consumirse a su hija en las ansias de una soledad contra naturaleza, antes que entregarla por compañera de la vida a un hombre de bien cuya sangre no es tan pura como la de ella? Ya oigo la respuesta del divino Sócrates: No puede obrar conforme a la razón, puesto que se opone a los fines de la naturaleza; no a la equidad, puesto que le frustra los derechos inherentes a la especie humana a uno de sus miembros; no a la piedad, puesto que condena a una hija a los tormentos infernales en que gimen el corazón y los sentidos encadenados. ¿Será justo, cuerdo, piadoso el hombre que gusta de ver a una hija convelerse en las contorsiones de la epilepsia, echar espuma por la boca, rechinarle los dientes, la cabellera revuelta, el vestido en impúdico desorden, primero que verla tranquila y virtuosa en un hogar modesto, adorada y servida por un hombre sin tacha, feliz con las caricias que hace a sus hijos pequeñuelos y las que de ellos recibe? La sabiduría de Dios no sufre contrarresto: ella puso la soberbia como el primero de los pecados capitales. ¿Y qué   —304→   proporción guardan la humildad cristiana, la caridad, la piedad de ciertas mujeres realmente buenas, con la ira en que se inflaman cuando un hombre a quien juzgan inferior solicita la mano de una de sus hijas? Mantenerlas y obligarlas a morir en ese doloroso aislamiento en el cual no saborean las tiernas afecciones y los legítimos placeres con que la Providencia ha querido descontar los quebrantos y dolores de la vida, es transgredir las más santas leyes y hacer pie contra el Todopoderoso. Manifieste esa familia infatuada y orgullosa las ventajas de abrigar en su seno una o más jóvenes entregadas a esa horrible brujería del histerismo, padeciendo por su parte y haciendo padecer a todos, y le podrá ser remitido el crimen de la mutilación humana. ¿Qué es sino una mutilación el secuestro de un miembro de la especie, matándole en las entrañas del porvenir el fruto que debía ser gloria del Creador y propia alegría? Hace además un maleficio sobre las facultades del corazón y el alma, las cuales permanecen bajo una obscura capa de insensibilidad, si no se las despeja halagando a la naturaleza con aquella variedad honesta de que gusta en sus misteriosas aspiraciones. La unión conyugal entre primos hermanos, entre tío y sobrina o viceversa, es error que redunda contra el perfeccionamiento del linaje humano, fin al cual todos sus miembros han de tender por conveniencia y obligación. Pero los nobles, en ciertas ciudades no muy populosas, entroncan entre sí, y de ellos salen esos como sátiros cuyos disparos son pura obra de la carne, estando dentro de ellos el alma sepultada en pesado sueño, del cual no se despierta ni un instante. En las grandes ciudades en cuyo circuito las clases son harto numerosas para que las familias todas no sean una misma, pueden cruzarse entre personas de condición análoga: de esto proviene quizá el que la aristocracia en las naciones europeas compita con la democracia en las producciones del entendimiento, los elevados y fuertes impulsos del corazón, el cultivo, en una palabra, de la sabiduría y las virtudes, las cuales son en realidad la única gloria del género humano.

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En las ciudades de la América meridional, de escaso número de pobladores, la clase aristocrática suele ser de suyo reducida, enlazadas las familias por estrechos vínculos de sangre. No contentas con esto, hacen lo posible porque uno de sus miembros no salga del hogar, y allí se casan con su prima hermana o con su sobrina; aun muy dichoso el mancebo si su novia no es su tía, no embargante la peluca ni la pechuguera inveterada. ¿Pues cómo, cuándo han de mejorar su condición moral, si lejos de propender al pulimento y la lisura del alma, la embastecen y achaparran? No es raro ver a algunos grandes señores de los de capa y gorra empeñados de continuo en ser los primeros en la gradación política, y quedarse con la mano extendida hacia el bastón del mando, a causa de su incapacidad, sin que afloje empero su ambición al desengaño repetido. Hay incapacidad intelectual e incapacidad moral: el talento no suele ser bastante para los fines de la ambición, si no se le impulsa con la fuerza del valor, untada la rueda con ese filtro mágico que se llama liberalidad. A falta de estas prendas, conviene la impetuosidad del huracán y la fuerza del león en el carácter; si nada de esto concurre en el ambicioso, habrá de ser el hijo de la fortuna, de esos a quienes protege Satanás para mayor gloria de su reino. Los tesoros nada pueden, si no toman su esplendor de la largueza; y aun ésta, si no la lleva de la mano la cordura, no granjea sino, ridiculez. Inteligencia necesitamos hasta para los vicios, esos vicios mayores de marca que acreditan la elevación del ánimo en esos corrompidos que no temen ni mutilar las estatuas de los dioses, sintiéndose, como se sienten, grandes hasta para el crimen. El que es ambicioso como Alcibíades, ha de tener su inteligencia, ha de ser valiente como él, hábil y predominante por las dotes físicas y morales. Lépido, rico y tonto, fue la burla de los romanos. El mundo es del genio, como en manos de César; de la habilidad consumada, como en las de Augusto; de la fortuna y el crimen, como en las de Domicio Oenobardo. La Fortuna suele ponerse muchas veces en lugar del mérito, y esta es la negra perversidad del mundo; pero cuando obra la gran virtud de las cosas en vano lucharía Esaú con Jacob en el vientre de su madre.

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No queremos decir que a un pobre esquizaro se otorgue al punto la mano de una niña hermosa, cuando tras la belleza y la principalidad el dios Oro, de recio corazón, niega airado su aquiescencia; ni sería justicia rigurosa que socolor de fraternidad fuésemos a deslayarlo todo, trabucando la armonía que debe reinar entre las cosas: la asociación civil tiene su ritmo al cual no se puede faltar aquí, sin que la disonancia se haga sentir allá: la sociedad humana no es obra de una pieza; son innumerables las que la componen: si las descolocan y revuelven en confuso desorden, todo se viene abajo. Señoronas que van con manto de seda de los de a cinco en púa, no son para la gente de toda broza, y es bien que esperen la de traza; del mismo modo los caballeros principales huirán tanto cuanto de casarse por el barrio de San Antonio, como Pedro Bonaparte. Mas cuando el mérito personal sobresaliente, sabiduría, ingenio, honradez, valor, generosidad realzan a un hombre; honestidad, cordura, diligencia, cultivo, en fin, de las virtudes femeninas a una mujer, ¿estará puesto en razón se les descomponga la sangre en prolijo análisis, para sacarle los buenos quilates, y echarles la escoria al rostro? ¡Dios de la vida! ¿cuáles son entre nosotros esos Portocarreros de Varón, condes de Medellín; esos Enríquez y Borja, marqueses de Alcañifas y Almansa; esos Ramírez de Arellano, marqueses de Hinojosa, señores de los Camareros; esos Mendozas y Sandoval, duques del Infantado; esos Silva y Manríquez de Lara, marqueses de la Liseda; esos Pachecos y Girón, condes de Puebla; esos Toledos, y Fonseca marqueses de Tarazona; esos Men Rodríguez de Sanabria; esos Espínolas y Aragones; esos Ladrones de Guevara, Saldañas y Moscosos; esos condes de Gelves; esos duques de Sidonia y de Veragua? ¿Dónde están en América los renuevos de esos ilustres señores, gloria en otro tiempo de la madre patria? Los huaches de Bogotá, los cholos de Quito, los rotos de Santiago, los léperos de México: los chagras, huasos, gauchos: los ños, ñores y dones; los encamisados y los descamisados, en fin, de toda la América meridional, inclusive la formidable cohorte de zambos, mulatos, cuarterones y quinterones; todos estos y   —307→   cada cual de ellos, si entendiesen de genealogía pudieran probarle al más pintado caballero que sus abuelas fueron hermanas y moraban contiguas, la una en la abacería de tal calle, la otra en el figón del frente. Cholos y rotos vemos en el día que serán, sin duda, troncos de familias de la primera aristocracia, según que se hacen traer ropa de Dusautoy y van con guante de Jouvin: el pesant lourd et trebuchant chair de Rabelais entraña hoy más nobleza que la sangre de los Merovingios y los Carlovingios. El judío Rothschild es el barón de Rothschild, de la nobleza de Francia; y llévele pateta si halla sus progenitores entre los Montmorency ni los Valois: la cuna de sus padres rodó tal vez entre los harapos del barrio de los hebreos de Francfordia; la tumba del hijo, se levantará de mármol de Carrara en el Padre Lachaise junto a las de los duques y mariscales de Francia. El pesant lourd et trebuchant chair es gran elevador de la condición humana.

La nobleza es prenda sujeta al vaivén de todas las cosas, prenda que puede ser adquirida, y se la puede perder por el mismo caso. Se la adquiere por los grandes hechos, por el valor ajuiciado, ese valor que constituye el heroísmo: casi todos los tenientes de Napoleón vinieron a ser la principal nobleza del imperio, y reyes varios de ellos. Se la adquiere por los servicios a la patria, esos servicios que la ilustran y engrandecen: Bismarck es hoy, no sólo canciller del Imperio alemán fundado por él, mas aún príncipe y deudo del emperador, por una curiosa ficción de la corona. Se la adquiere por la inteligencia descollante, por las obras extraordinarias de la sabiduría: los Reyes Católicos dieron carta ejecutoria a Cristóbal Colón; Herschell la obtuvo por su parte de Inglaterra. Se la adquiere por las riquezas bien habidas y bien usadas, esas que granjean a sus poseedores la estima y el cariño de sus semejantes, interviniendo caridad, liberalidad, grandeza de alma: el nombre del banquero Laffitte es uno de los que pronuncian con más respeto y amor sus compatriotas. Si Peabody hubiera nacido en una monarquía, habría sido noble de primera clase: sus millones invertidos en remediar el hambre de los pobres y en ilustrar   —308→   al pueblo, le habrían hecho duque. No importa que no lo haya sido; es el príncipe de la caridad y la filantropía en una gran nación republicana. Se adquiere, finalmente, la nobleza por el favor del soberano. Esta suele ser la menos envidiable. La nobleza de Napoleón chiquito es nueva casi toda: los que le dieron la mano en su fuga de Ham; los que le acompañaron en sus calaveradas de Estrasburgo y de Bolonia; los que le aconsejaron y le apoyaron el 2 de diciembre, todos estos vinieron a componer la nobleza del segundo imperio, sean quienes: se fuesen. Una inglesita de Londres, de esas a quienes no hubiera escrito San Jerónimo, fue luego condesa de Beauregard, y moraba en un castillo junto al parque de Saint-Cloud. A lo menos estas ejecutorias tenían noble principio: Luis Bonaparte no era ingrato; esa mujer le había amado, servido y mantenido durante el período más amargo de su destierro; él la hizo condesa cuando se vio emperador. Hizo bien. La gratitud, encarnada en formas puras, es una de las más bellas figuraciones del espíritu.

La nobleza se pierde moral y positivamente: así como los soberanos conceden títulos nobiliarios, y envisten de calidad señoril a una persona, asimismo dan carta desaforada. Una vez anulados los honores y prerrogativas, el noble queda plebeyo. Todo el que incurre en caso de menos valer aplebeya su sangre: el infame no puede ser noble; hay también incompatibilidad entre el señorío y la indignidad. Los que dan principio a su enriquecimiento con lucros despreciables, granjerías ruines, no son, no pueden ser nobles; el agio, verbigracia, es una de las formas del robo: el ladrón no es noble. Los que tiran a la ruina de sus semejantes por medio de la murmuración, la difamación, la calumnia, no son, no pueden ser nobles; la nobleza se contonea en el orgullo de buena casta, y éste es gran señor que mira para abajo a las pasiones viles. Los que se venden a la avaricia, y por satisfacerla vuelven la espalda a la moral, no son, no pueden ser nobles; la nobleza anda con gran prosopopeya por el ancho campo de la liberalidad; el desprendimiento es su corona.   —309→   Los que juran falso, profesan la mala fe, practican el dolo malo, no son, no pueden ser nobles; la nobleza jura por Dios y la honra, y no engaña a uno ni a otro; habla siempre la verdad, ca ninguna cosa es más del caballero que el ponerla por delante en las palabras y los hechos, y mira con horror toda superchería. Los que se arrastran a los pies de un tirano y le rompen a besos la mano podrida en sangre, no son, no pueden ser nobles; la verdadera nobleza es austera, no contemporiza con los crímenes y la corrupción; no sufre mordaza en la boca ni cadena en el tobillo. Tan gran cosa es una ilustre sangre, que no apreciarla, es negadez; enturbiarla con una acción ignominiosa, irreparable desgracia. En estas consideraciones se fundó, sin duda, la más sabia de las sectas de filosofía, cual era la de los estoicos, para sentar este principio: No hay más nobleza que la de las virtudes.


Comentarios

En el año de 1873, tiempo en que fueron escritos casi todos los Siete Tratados, estaba haciendo mucho ruido en América el descubrimiento de una piedra cargada de la inscripción fénico-púnica que prometía dar indicios acerca del origen verdadero de los indios del Nuevo Mundo. Cosa formal habrá parecido el hallazgo, cuando el Instituto Histórico de Río Janeiro pensó que debía examinar aquel testigo insensible de un secreto de los tiempos y las razas humanas, y encargó a un sabio averiguase las revelaciones silenciosas que se querían oír en la Parahiba. Ningún resultado han tenido las diligencias del señor Uladislao Netto, ni nosotros conocimiento de su interrogatorio a la piedra que, dejando de ser sibila benéfica, se habrá hecho, probablemente, impostora maliciosa. Hombre ha habido con la imaginación necesaria para crear una lengua él solo, inventar una escritura, una ortografía, una sintaxis; componer una gramática,   —310→   un diccionario, y echarlos al mundo junto con el descubrimiento de pueblo que no existía bajo el sol. Jorge Psalmanazar y la isla Formosa están acreditando de cuanto son capaces el ingenio y la audacia del hombre. El barón de Humboldt ha visto entre los aborígenes de América y los tártaros semejanzas tales, que se halla en poco de darnos esos bárbaros por abuelos. Las antiguas emigraciones de los pueblos del Asia del norte no se han perdido por completo en las obscuridades de la historia casi borrada de esos tiempos; y el sabio viajero alude a no sé qué movimientos en globo que se verificaron en épocas remotas, dirigiendo sus oleadas hacia la gran mesa de México, de donde pasarían los asiáticos a la parte de la tierra que hoy llamamos América del Sur. Los indios tuvieron su cosmogonía especial: según ellos la cuna del género humano es el lago de Titicaca, de donde salieron Manco Cápac y Mama Ocllo, padres de los hombres.

La historia verdadera de la segunda revolución francesa no se ha hecho todavía: por tras el humo de las Tullerías la vista no alcanza lo que ha sucedido en Belleville ni en los funestos patios de la Roquette. Una viajera, más poética que historiadora, visitó esa terrible prisión, y es ella a quien debo la anécdota de Lolive que se adelanta hacia el arzobispo caído de rodillas, y le apaga el revólver en el pecho, al tiempo que el prelado bendice a los sicarios. Procurando descubrir la verdad de las cosas en el teatro mismo de los acontecimientos, he venido a saber que ese cuadro de la viajera americana es tan bien pergeñado como fantástico. Lolive no comparece en la Roquette el espantoso 24 de mayo, ni es Raoul Rigault quien da la orden de fusilar a los rehenes: la dio Ferré, miembro de la Comuna y prefecto de policía: Sicard mandó la ejecución con el sable de Fortin.

Cuando me he estado paseando en las galerías del Palacio de Justicia, he visto cruzarse a un lado y a otro esos como clérigos que tienen en sus manos los asuntos de la justicia y los negocios de la iniquidad. Esos hombres de ropa talar, bonete cuadrado y patillas bonachonas ¿son o no para revolución cuando llega el caso? Sicard,   —311→   personaje sombrío que levanta el sable en señal de hacer fuego sobre el grupo de clérigos, era un pacífico abogado que estaba de juez de instrucción de ese año. Comía pescado el viernes y no carne; se santiguaba tres veces al acostarse; dormía siempre en su casa; iba a misa jueves y domingo: su mujer sabe si era buen católico, y si ayunaba en témporas y vigilias. Llegó la Comuna; Sicard fue de los primeros. Guárdeme Dios de los que se hacen cruces en la boca si bostezan, ofrecen velas a los santos, llaman «hija» a su mujer, y se descubren cuando pasan por delante de una iglesia. ¿Qué culpa tenían de las obras de los versalleses el señor Darboy y los jesuitas que murieron en el patio de la Roquette? Verdad es que los dichos versalleses acababan de entrar en París a sangre y fuego; que habían fusilado por de pronto seis comunistas en la calle Caumartin; que estaban dando caza a los que se retiraban al Château d'eau; que el «siniestro anciano» se bebía a torrentes la sangre de los incendiarios; pero el arzobispo y sus pobres clérigos ¿qué pito tocaban en ese órgano de Móstoles del demonio? Monstruo ciego es la revolución, revolución así con el entendimiento perturbado y el corazón enloquecido. Hagamos revoluciones; pero hagámoslas dignas de libertad y la moral: ¿acaso la civilización ni el progreso tienen sed de sangre, y menos de sangre inocente?

El tío Luis, soldado del pelotón que ejecutó a los rehenes, acaba de morir: en su lecho de agonía contó la verdad, y nada más que la verdad, a un célebre periodista de París. Lolive queda fuera de combate; Sicard, el abogado sencillo, el cristiano devoto, se pone en lugar de ese fantasma ensangrentado. El tío Luis citó a Fortin de testigo: Fortin es el único que aun vive de los del famoso pelotón; Fortin, secretario de Sicard en el Palacio de Justicia, vive honradamente: es escultor; hace labores de madera para muebles, no con el sable que prestó a su patrono, sino con la cristiana herramienta del operario humilde. Fortin no ha desmentido las revelaciones del tío Luis. Todos los demás han muerto mala muerte: Genton, fusilado el 30 de abril de 1872; Francisco, el guardián de la Roquette fusilado el 25 de julio:   —312→   fusilado el tercero, fusilado el cuarto, fusilado el quinto, fusilado el sexto, fusilado el séptimo, todos fusilados: ¡y miren si el tío Adolfo había sabido donde le apretaba el zapato! El siniestro anciano se hartó de sangre criminal, porque los buenos tienen sed de justicia. Fortin, deportado a la Nueva Caledonia, volvió con la amnistía.

¿Y Sicard? Sicard murió en su cama: juicios de Dios.





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ArribaAbajo Réplica a un sofista seudocatólico

Si en lo esencial estuvieseis en un corazón conmigo, en lo secundario tendríamos poco que decir: suprimid esa contraposición que habéis hecho entre las virtudes paganas y las cristianas, entre María, madre de Dios, y Arria, mujer de Cecina Peto, y quedan cegados esos abismos tenebrosos con que nos queréis hacer temblar. Nuestro ahínco por que la mujer adquiera nociones de la historia antigua, no denota menosprecio por la moderna; antes por el contrario suponemos necesaria y perfeccionada ya la educación religiosa, para que vengamos a proponerla como cosa nueva de la cual convendría tener conocimiento. María es el primer nombre que la niña pronuncia, con él principian los ejercicios de su habla, con él suelta la lengua. ¿No la veis cómo hace altarcitos y oye la misa que un rapaz de la familia ahí luego se la dice? Bien se me alcanza que la pura y limpia virtud, virtud del cielo, está en la ley cristiana, ley de Dios;   —314→   mas si los antiguos griegos y romanos practicaron gran parte de ella, ¿diremos que no fue virtud, por que el Redentor no había aun venido al mundo? Virtud fue la de Sócrates, sabiduría la de Platón. ¡Cómo! Sócrates practicando y enseñando el sufrimiento; Sócrates sufriendo y aconsejando la pobreza, Sócrates poniendo por obra y prescribiendo la modestia; Sócrates hablando en todo caso la verdad; Sócrates humilde, morigerado, cuerdo; Sócrates benigno, pulcro, suave, ¿no fue virtuoso verdaderamente? Todo lo que Jesucristo predicó después, Sócrates lo practicó antes; casi todo lo que Sócrates practicó antes, Jesucristo lo enseñó después. Si Sócrates viviera en tiempo de Jesús, hubiera sido el primero de sus discípulos, él le hubiera bautizado en el Jordán. Sócrates es uno como profeta, precursor del Mesías, en cierto modo, a quien han venerado los siglos como honra casi divina del género humano. Filósofo sin par, hombre inferior tan solamente a Jesús, alma sublime Sócrates, ¿no eres tú el mundo, y con mirada firme rasga el espeso manto que envolvía el mundo, y con mirada clara distingue allá un solo Dios eterno? ¿no eres tú el que pone escuela de grandeza de alma y bondad de corazón? ¿no eres tú el que muere por la sabiduría? El Salvador se hallaba aun lejos de acometer su grande obra, y ya en la tierra había un hombre que le anunciaba con las suyas: éste era Sócrates. Y porque no tuvo el nombre de cristiano, ni lo pudo tener, ¿hemos de llevar a mal se le proponga como ejemplo de moral y sabiduría? Nosotros no hemos dicho que debemos sacrificar un gallo a Mercurio el rato de la muerte: fuera de esta vana condescendencia, Sócrates fue verdadero y buen cristiano, y el padre del universo le ha bautizado en la ciudad de Dios. Sancte Socrate, ora pro nobis! exclama Erasmo, arrebatado de admiración por la virtud de este hombre excepcional: ¡San Sócrates, ruega por nosotros! Y Erasmo no fue gentil, sino cristiano, y muy cristiano, más caritativo, sin duda, que los santos que mandan arbitraria y sanguinariamente a los infiernos a los varones más claros y virtuosos que ha dado de sí la especie humana. ¡Ay de ti, Aristóteles! dice San Jerónimo, que eres alabado donde no estás, que   —315→   es en el mundo, y eres atormentado donde estás, que es el infierno? ¿Y de dónde sabe San Jerónimo que Aristóteles está en el infierno? Para Santo Tomás, este filósofo estaba en el cielo, cuando le presentaba al mundo como el modelo que debía tener a la vista respecto de ideas metafísicas, estudios y sentimientos del ánimo; y Bacón, dándole el primer golpe al aristotelismo, debe ser heresiarca a los ojos de la Iglesia que por tantos años tuvo por suya la doctrina de Aristóteles. Ciertamente, la Iglesia hacía poco caso de San Jerónimo, cuando quemaba a Esteban Dolet, por haber éste traducido a Platón, y no a Aristóteles; y desterraba a Ramus, convenciéndole de haber pensado de otro modo que el Filósofo. Si la sentencia de San Jerónimo causa ejecutoria, la Iglesia ha caído en culpa mortal, proclamando por su Doctor y su antorcha a un réprobo: si la Iglesia está en lo cierto, el veredicto de San Jerónimo no entraña justicia ni verdad. El conde José de Maistre, portabandera de los ultramontanos modernos, prueba con los principios de Platón la eternidad de las máximas del cristianismo; y transcribiendo las ideas de la Academia respecto del pecado original, dice: «Esta es precisamente la doctrina cristiana»30. No alcanzamos, pues, cómo los que a fuerza de inspiración divina han anticipado al mundo los fundamentos de la doctrina cristiana, sean condenados al fuego eterno por la Iglesia. Reinando Justiniano, Platón lo fue por un sínodo muy concurrido, dice Gibbon. ¡Qué maravilla, cuando por la propia causa que el fundador de la Academia, lo fue también Orígenes, Doctor y Padre de la Iglesia! Ahora, pues, si la sentencia del sínodo fue cumplida, es necedad y contradicción valerse de la autoridad de los precitos para dar fuerza y alto origen a la doctrina cristiana; si Platón, espíritu inmortal, voló y se incorporó con la llama eterna, la resolución del sínodo es vana, y aun impía.

Echad de ver la similitud que reina entre Sócrates y Jesús; uno y otro nacen para humilde cuna; uno y otro   —316→   viven vida pobre, laboriosa, bienhechora; uno y otro tienen discípulos; uno y otro son denunciados, acusados, perseguidos; uno y otro apuran el amargo cáliz; uno y otro mueren a manos de los a quienes querían salvar: Jesús murió por la redención del género humano; Sócrates no murió por la vanidad. No hay sino una diferencia entre los dos maestros, pero grande, infinita, la que va del cielo a la tierra. Si deseamos imitar a Sócrates, no echamos en olvido a Jesucristo: el punto fincará en la naturaleza de las obras que meditemos y demos a luz: si tienen por fundamento la educación filosófica, y los autores ponen la mira en el aprendizaje de las humanas sociedades y el paso común de la vida; dando por bien averiguado y admitido ya lo perteneciente a la religión, nadie les quita que se valgan de los filósofos y grandes hombres de lo antiguo. ¿Está uno hablando de Atenas y de Roma, y ha de salir con Santo Tomé y Santo Toribio? Tened conciencia, fariseos; y tener también cuidado: si empezáis ahora a echar piedras a Sócrates, podéis correr la suerte de Anito y Melito, quienes pagaron con el odio universal, con el horror de los buenos y los malos, el haber acusado al maestro. Los siglos y las generaciones han ungido a Sócrates; es uno como gran pontífice: el que le toca, queda maldito. Ahora nos traéis a la memoria la soberbia de este gentil ante los treinta tiranos, para afearle y desautorizarle; no tardaréis en presentarle como dechado de humildad, para darnos en rostro con nuestro propio orgullo: mas ni en esta parte flaquea el parangón entre los dos maestros. La modestia de Jesús no tuvo límites en cuanto a humillaciones personales y padecimientos físicos: en yendo de su autoridad divina, siempre manifestó en su continente y sus palabras, y aun en sus obras, exaltación y fuerza que hicieron temblar a esbirros y señores. Herido por el criado del pontífice, con rostro sereno se vuelve y le pregunta: Si he errado en lo que he dicho, demuéstrame el error; si he dicho la verdad, ¿por qué me maltratas? No de otro modo Sócrates recibe un bofetón en la calle, y sigue su camino sin dar señales de haber caído en la   —317→   cuenta del insulto. Mas ponedle a Jesús delante de Anás que le echa en cara la arrogancia y el desvanecimiento de llamarse hijo de Dios, y veréis cómo ese hombre divino sostiene lo que ha dicho, resplandeciendo en su mirada el fuego eterno del Empíreo. ¿Y es humilde por ventura cuando entra al templo y echa de él a latigazos a los traficantes que están profanando la morada de su Padre? Viendo afluir tras él de nuevo la muchedumbre que le había dejado casi solo, se vuelve hacia ella, y con acrimonia la apostrofa: «Me buscáis, no por el milagro, sino por el pan de que estáis ahítos». Paz y serenidad fueron los caracteres morales de Jesucristo: llorar, muchas veces lloró; reír, no rió jamás, porque la alegría del mundo no fue suya. Cólera, santa cólera, afecto súbito, y necesario muchas veces, sí le animó de cuando en cuando. La Escritura Sagrada hace mención a cada paso de la ira de Dios: ésta no es soberbia; no lo fue en Jesucristo, porque no cabe semejante pasión en la Divinidad; no lo fue en Sócrates, porque no entra ese vicio en la filosofía verdadera, la cual no es sino amor de Dios por el conocimiento de las cosas y la práctica de las virtudes. Sócrates en presencia de los treinta tiranos, recordándoles atrevidamente la sentencia de Apolo, es personaje sublime. «El oráculo de Delfos interrogado por Cerefón acerca de mi respondió: No hay hombre más justo, libre ni sabio que Sócrates». Jactancia no, vanidad no: los dioses hablando al mundo son quienes dicen cosa tan grande; así como Jesús, oráculo más respetable, declara que él es hijo de Dios, el Mesías anunciado al mundo por los profetas de la ley antigua. Yo sé muy bien que Jesucristo es el modelo de la vida: su Imitación, uno de los mejores libros que han salido del corazón del hombre. Pero cuando no estamos tratando de él, ¿quién nos prohíbe acudir a los antiguos sabios? Harto dais a entender, y en poco está no lo sentéis como principio, que fuera de la Iglesia no puede haber virtud. Para no apartarnos del mismo filósofo, una vez que tanto os disuenan, los nombres gentiles, decidnos: la caridad en sí misma es virtud cristiana: en Santo Bruno lo es, en Santa Teresa   —318→   lo es, ¿y no lo sería en Sócrates? Si en éste no fue virtud, ¿qué fue? ¿vicio o cosa indiferente? «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado», he aquí el principio de los falsos cristianos, esos que pagan el diezmo del mijo y el centeno y omiten la esencia de los preceptos del Señor. ¿Pero no saben que él ha maldecido, tanto a los que pagan el diezmo y no cumplen los preceptos, como a los que ayunan de manjares, y no de aborrecimiento, egoísmo y difamación? ¡Malditos seáis! está gritando en la cumbre del Hebal: luego pasa a la del Gazirin, y grita de nuevo; Venid a mí, ¡oh vosotros que profesáis mi ley y la cumplís! mi ley es verdad, mi ley es fe: benditos seáis a nombre de mi padre.

Si con el corazón puro alargas los brazos al cielo, y te rehúsas a lo inicuo, y no vives en el pecado; entonces levantarás la frente sin mancilla, olvidarás tu miseria, y, no te acordarás de tus males sino como de aguas que han pasado. Y tu gloria resplandecerá como el sol del mediodía, y cuanto te juzgues consumido, renacerás como la estrella matutina.

Señor, ¿quién habitará vuestro tabernáculo, y quién reposará sobre vuestra santa montaña? El que va por el camino de la inocencia y practica la virtud; el que dice la verdad en su corazón y no oculta el artificio en sus palabras: el que no hace mal a su hermano, ni le provoca con injurias: ese cuya presencia confunde a los perversos, y honra al hombre temeroso de Dios; que hace contra el mal un juramento irrevocable, que no da dinero a usura, ni recibe presentes para juzgar con injusticia: ese, ese no irá vacilante por la eternidad.



Así hablan los profetas encargados de desmentiros cuatro mil años antes de que brotase en el seno de la nada la burbujita miserable de la cual habéis salido, hipócritas, hijos menores de Satanás. Tenéis fe, no en la doctrina de Jesús, que es amor, compasión y fraternidad, sino en la vuestra, que es odio, fiereza y persecución. ¿No sabéis que Dios no quiere la muerte del pecador, sino su vida, y allá le está esperando con la salud eterna? Justicia, misericordia y fe, esta es la ley, dice el   —319→   Señor. Doctores de la ley, vosotros la ignoráis; digo más, la ocultáis: mas aún la violáis a sabiendas, vuestro sacrilegio va puesto a la cuenta de la sabiduría divina, y así os vais llegando y alargando la mano a la recompensa que a los buenos ha sido prometida; pero allí está uno que os sale al paso diciendo: «Retiraos, impuros; ¡idos lejos! vuestro camino es la hoya ahogada en sombras que estáis viendo allá negra y profunda».

«Tribulación y angustia para el alma de todo hombre que practica el mal; del judío desde luego, después del gentil; pero honra, gloria y paz eterna a todo el que practica el bien, al judío y al gentil, pues Dios no hace distinción de personas»31.

¿Lo habéis oído? Si Dios no excluye a los buenos, que sean judíos, que sean gentiles, nosotros no podemos huir de ellos bien como de gente maldecida. Virtud es la virtud en todo tiempo y lugar; de ella hay ricas fuentes en esas tierras que vosotros cubrís de tinieblas y condenación. El Señor es magnánimo, el Señor es misericordioso: Hay muchas moradas en la casa de mi Padre, dice él mismo; y vosotros trabajáis por volver esa casa estrecha y mezquina, donde no haya espacio sino para vuestros elegidos, y no para los elegidos del Señor: casa inhospitalaria, palacio del egoísmo, semejante al de los impíos donde no hallan entrada sino riquezas soberbias, vanidades, impudicias, guías, ataviadas de púrpura y pedrería fina de la cabeza a los pies: casa de profanos, de tiranos, en cuyo frontispicio está grabada esta inscripción en caracteres de sangre: «Aquí no entran esos mendigos que se llaman virtudes». Los dueños de esa casa mandan echar por tierra el templo de Epidauro, teniendo como tienen por insulto la advertencia de su fachada: «Aquí no entran sino las almas puras». Verdad es que ciertos sectarios hacen humildes votos, pero con trastienda por donde salen al orgullo y la condenación. Hacen voto de pobreza, para volverse ricos: voto de obediencia,   —320→   para mandar a papas y monarcas: voto de castidad, para dilatarse por el mundo del pecado, sin ruido y con holgura. El monje benedictino que hizo esta leal declaración, no supo que un gran historiador la había de transmitir a las generaciones venideras32. Nosotros, que si no hallamos de par en par el templo de Epidauro, no somos tampoco para huéspedes del otro palacio, no hacemos los votos del jesuita y el benedictino, y no le pedimos al Señor sino dos cosas, como el Sabio; le pedimos nos aleje de la vanidad y la mentira, y no nos abrume ni con la pobreza extremada ni con la riqueza excesiva: Dadnos, Señor, decimos, lo necesario, no sea que caigamos en la desesperación o la soberbia. San Pablo afirma que el amor a las riquezas ha hecho perder la fe a muchos cristianos; el benedictino cuyo voto de pobreza le había producido dos millones y medio de reales por año, había perdido la fe en Jesucristo. Tesoros no hacen gloria: la pobreza aceptada, saboreada, aprovechada, esa es riqueza; y aprovechar la pobreza es hallar uno los bienes de fortuna en el estudio de la moral y el ejercicio de las virtudes. Riquezas adquiridas con el sudor de la frente, sin ayuda de la avaricia, ¿por qué no? Poseídas con indiferencia, empleadas con discernimiento, lejos de ser peligro para su dueño, pueden ser camino de salvación. Nadie más que el rico se halla en aptitud de ser útil a sus semejantes, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, vistiendo al desnudo y enseñando al que no sabe. Si el cielo no está lleno de ricos y potentados, es porque el demonio abre la boca sobre ellos, y les echa su aliento pútrido, y los enajena con su magia, y los atrae como la serpiente a ciertos pájaros, y se los traga, y corre a vomitarlos en las tinieblas del infierno.

Leo con asombro en vuestro escrito: «¿Iremos a la antigua Grecia o a la antigua Roma en busca de la moral ni la virtud? Ellas son hijas de nuestra religión». Y leo asimismo, y me consuela este pasaje de Bossuet: «Poco más o menos por el mismo tiempo Tales mileciano   —321→   fundó la secta jónica, de la cual salieron esos grandes filósofos Heráclito, Demócrito, Empédocles, Parménides: Anaxágoras, quien hizo ver que el mundo era obra de un espíritu eterno: Sócrates, que algo después indujo al género humano a la observancia de las buenas costumbres, y fue el padre de la filosofía moral». Carneades, Plutarco, y otros discípulos de Platón, discípulo de Sócrates, trajeron a Roma esta filosofía moral, y la enseñaron. Apuleyo Rústico, privado y ministro del emperador, está oyendo entre millares de circunstantes una disquisición filosófica de Plutarco; entra un oficial y le presenta un pliego del monarca advirtiéndole que era asunto de suma urgencia. Calla el maestro; todos guardan silencio, mientras salía el cortesano. Mas éste suplica al orador seguir adelante, y no abre la misiva imperial sino cuando el discurso ha sido concluido. Mirad si filósofos y moralistas alcanzaban respeto en la antigua Roma, y ved allí la filosofía moral, la moral y la virtud, con las buenas costumbres a las cuales Sócrates inclinó al género humano. ¡Mi Dios! ahora no me cuelgo de la autoridad de un gentil: Bossuet, Bossuet es mi apoyo: Bossuet, Bossuet es mi guía: Bossuet, Bossuet es mi antorcha. Él me hace ver que esos paganos a quienes vosotros menospreciáis, son grandes filósofos; él me pone de manifiesto que esos hombres incapaces de moral ni virtud, son padres de la moral; él me persuade que esos idólatras, réprobos desde el principio de las cosas, ven el mundo construido por un espíritu eterno, y proclaman un solo Dios.

Si antes del nacimiento de la religión cristiana no pudo haber virtud, como lo afirmáis, venís por vuestros pasos, vendados los ojos, a poneros al borde de un abismo más tenebroso que ese que yo os he querido cavar: Moisés, Aarón, Josué, y tú, gran Melquisedec, no conocisteis la moral; David, Jonatás, y tú, Ratzías venerable, no tuvisteis idea de la virtud; Ezequías, Jeremías, y tú, sublime Isaías, no cultivasteis la sabiduría. Y con todo, no solamente estabais viendo a Jesucristo, sino también erais su imagen y representabais sus misterios. Eliseo,   —322→   preso y maniatado; Ezequiel, ahogado en un mar de zozobras y pesadumbres; Elías, la soga al cuello; Zacarías, muerto a pedradas; Isaías, burla y escarnio del pueblo; Daniel, echado a los leones; todos fueron la prefiguración de Jesucristo, enviados por el Padre que anunciasen al Hijo para dos mil años adelante. Conocedores de la verdad, la descubren a los hombres; dueños de la doctrina, la predican; devotos de la justicia, padecen por ella; profetas inspirados, sabiduría es su naturaleza; santos de nacimiento, su vida es conjunto de virtudes. Y no obstante, como antes de la religión cristiana no pudo haber moral ni virtud, esos precursores del Salvador ni la practicaron, ni la conocieron. He aquí los inventos de la ignorancia aguzada por el egoísmo y aconsejada por la malicia. Al oírles uno a estos sacerdotes de Teutates se figura ver a Nestorio cómo le tiende las manos al emperador para que extermine a los herejes, que para él lo eran los católicos, y cómo le ofrece el reino de los cielos en cambio del mar de sangre que le está pidiendo. Cuando Jesús le pregunte por su nombre al sabio que predica impiedad y exterminio, él ha de responder: Me llamo Legión pues somos muchos. Muchos, sí, muchos... Muchos son los llamados y pocos los escogidos. No soy jacobita; pero de buena gana echara una piedra al sepulcro de esos mutiladores de la Divinidad, que la recortan y amenguan de suerte que bien cupiera en una pagoda de la India. El prurito de ellos es hacer pasar por herejes a los que no lo son, como si eso no fuera faltar a la caridad, romper la ley, ser impíos ellos mismos. ¡Mas cuán diversos son los juicios de Dios de los de los hombres! Mientras vosotros nos condenáis, él nos absuelve33. Y el Santo Padre que es absuelto por el juez supremo a pesar de sus enemigos, no quiere que de esa absolución participen sus semejantes: al contrario, de una mangonada echa a los infiernos la mitad del género humano, y se está riendo de oír chirriar sus carnes en las trébedes satánicas y resonar sus huesos quebrantados en los dientes de los canes de Lucifer.

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«¡Qué carcajadas han de ser las mías, qué arrebatos de placer, cuando vea a tantos reyes, tantos grandes que para el vulgo están en el cielo; cuando los vea, digo, gimiendo en las tinieblas profundas del infierno!». El lector, aterrado, imagina hallarse en presencia de Galerio que bate las palmas y se muere de risa al ver cómo los leones devoran a los hombres vivos que él les echa por puro gusto. Lo más dificultoso de la sabiduría es poseerla con medida, dijo un gran autor pagano, siguiendo al Apóstol, quien había dicho:

Sed sabios sobriamente; no lo seáis más de lo preciso.

Sois generoso con el generoso, seréis terrible con el perverso.

Vos sois, Señor, quien alimenta la antorcha que me alumbra: iluminad mis tinieblas.

Con vuestra ayuda, ¡oh mi Dios! cruzaré el campo de mis enemigos, con vos tendré fuerza y agilidad para saltar sus murallas.

Dios es más elevado que el cielo, tú, miserable criatura, no podríais alcanzarle: más profundo que el infierno, impenetrable a tus miradas. Dios es más extenso que la tierra, más vasto que la mar.

Dios conoce la vanidad de los mortales, ve el crimen en medio de las sombras34.



Sí, Dios es y hace todo eso: Dios ve el crimen en medio de las sombras: vosotros, miserables criaturas, ¿qué veis? ¿Queréis por ventura igualaros a Dios, viendo lo que no podemos ver en medio de la obscuridad que nos rodea? ¡Cuán prontos se hallan a condenar a sus semejantes esos buenos, esos píos que no quieren ver en la religión sino una estrecha cárcel, donde el hombre no puede moverse ni echar una mirada en torno suyo! Dios es más elevado que el cielo, más profundo que el infierno, más extenso que la tierra, más vasto que la mar; y   —324→   lo que es Dios es su religión, elevada, profunda, extensa, vasta en todas direcciones. ¿Y tú la reduces a términos mezquinos? ¿y tú rebajas su infinita altura? ¿y tú le quitas su profundidad y la vuelves somera y sin asiento ? «Hombrecillo de tierra, ¿de qué te ensoberbeces? polvo y ceniza, ¿por qué te magnificas y engrandeces?». Tú no puedes tomar a Dios y medirle, y formarle según tus pasiones y tu ruin naturaleza: déjale elevado, profundo, extenso, vasto, es decir, desconocido para nosotros. ¿No sabes que Platón, con ser quien era, veía una como impiedad en el empeño por descubrir la naturaleza de los dioses? Lo más santo, lo más sabio es someternos a ignorarla: lección de un gran Doctor de la Iglesia, de la cual pudieras aprovecharte, si la mala fe y la ignorancia no te mantuvieran lejos de la virtud y la sabiduría. Tú, no solamente anhelas por conocer la naturaleza de Dios, sino que la has conocido; y conociéndola, ¡cuán triste desengaño has debido llevar, pues le viste menguado, egoísta, rencoroso, exactamente como tú, a cuya imagen le forma tu locura. Mi Dios es un misterio, misterio grande; y los misterios son las esperanzas de la muerte. Ahora, pues, como las esperanzas de la muerte son la fuerza de la vida, yo estimo que vivimos a fuerza de un misterio, el cual nos será revelado cuando esas esperanzas sean cumplidas.

No queréis ir a Grecia ni a Roma, no sea que no halléis virtudes: busquémoslas; si las hallamos, ¿qué perdéis? No soy la sibila de Cuma que va guiando por el Averno al pío Eneas; no la sombra de Virgilio que conduce a Dante Alighieri por los Campos Elíseos; pero no soy ciego: yo veo con la sinceridad; vosotros no veis: seguidme por medio de las ruinas de Grecia y Roma. ¿Cuál es la primera de las virtudes? La primera es una ley natural grabada profundamente en el corazón del hombre, el afecto religioso, amor y temor de la Divinidad, ora la llamemos dioses, ora Dios. Veamos si los griegos la amaban y la temían. Alcibíades, ídolo del pueblo por su valor y su hermosura, sale una noche de una orgía, y entre la razón y el delirio, tambaleando por las calles de Atenas, va y mutila los Hermes sacrosantos   —325→   o estatuas de los dioses tutelares. Huye al otro día el réprobo: los atenienses, exaltados, enfurecidos, le han condenado por unanimidad. Con los hombres, dijeron, sea insolente cuanto quiera el bello libertino; sus desacatos con la Divinidad, los ha de pagar con la vida. Esto en Grecia: veamos lo que pasa en Roma.

Los galos han entrado la ciudad por fuerza de armas: Camilo Furia, en el destierro: el Senado, degollado en el recinto de las leyes. Los restos de la patria se han acogida al Capitolio, donde los está salvando la aspereza del sitio y la providencia de los penates. El enemigo tiene cercada la ciudadela: nadie sale que no pague con muerte irremisible su atrevimiento. Cayo Fabio Dorso se levanta un día, reviste los hábitos sacerdotales, toma las insignias de Roma, y con paso firme echa a andar hacia el monte Quirinal, donde su familia tenía fundado un sacrificio. Los galos, en mudo asombro, se abren y le dejan paso libre. Consumado el sacrificio, el joven sacerdote, sereno, grave, siempre con sus insignias, vuelve, cruza el campo enemigo y entra ileso al Capitolio. He aquí el amor de la vida pospuesto a la pasión religiosa: los mártires del cristianismo no hubieran dejado ver mayor firmeza. En cuanto al atrevimiento, esa es la virtud heroica.

Para el amor a la patria, ved al joven Curcio cómo viene por allí caballero en un bridón fogoso, ataviado -con sus más ricos vestidos, haciendo escarceos y regates de triunfador. Toma distancia, vuelve al caballo, le aprieta el acicate, y, brillando al sol sus armas, se tira de cabeza en el abismo abierto al pie del templo de la Paz. El oráculo había dicho que si no se echaba en esa sima lo más precioso que contenía Roma, grandes serían las desgracias de la patria. Curcio tuvo para sí que un gran corazón como el suyo era lo más precioso, fue, y se echó por ella en el abismo.

Grecia no le va en zaga a Roma en punto de amor patrio. Por consejo de Temístocles, los atenienses han resuelto abandonar la ciudad a los persas vencedores, y refugiarse con su libertad y sus dioses en la sagrada   —326→   Salamina. Un hombre llamado Circilo, buen orador, se levanta y dice en alta voz: «Atenienses, ¿queréis saber lo que os conviene y cumple? Echad fuera a ese parlanchín que os arrastra a la ruina, y quedaos en Atenas: con un pueblo sumiso, el vencedor será magnánimo». Los atenienses, furiosos, le lapidan, y se van con su caudillo huyendo de la servidumbre. Atenas está, dijeron, donde están los libres atenienses.

Los trescientos Fabios degollados orillas del Cremera, los tres Decios sacrificados a la patria, todo es patriotismo; patriotismo hervido en el crisol, tan refinado y puro, que pasa por sobre nosotros como una llama invisible, sin cortarnos el alma ni inflamarnos el cerebro. Vamos a ver, patriotas que habéis sindicado a Roma de falta de amor patrio, echaos en el lago fatídico, cual otros Curcios; o embestid con los sammites, santa familia de trescientas personas, y morid sin sobrar uno; o dad a pecho descubierto sobre el ejército enemigo, semejantes a los Decios. ¿Sabéis lo que habéis dicho, menguados? El patriotismo es la virtud de Roma: el amor a la patria la vuelve dueña del mundo. Las grandes acciones de nuestros tiempos no hacen sino remover para la memoria los tesoros de hazañas que están guardados en la antigüedad. La respuesta de Palafox a los franceses: ¡Guerra hasta la navaja! el acto de tragarse uno de éstos los papeles que pudieran dar luz al enemigo; el fuego metido al polvorín por Antonio Ricaurte, son hechos hazañosos verdaderamente; mas por ahí nos vamos agua arriba a dar en Mucio, en Horacio Cocles y otros brillantes personajes de la historia romana. Si ella y la de Grecia fueran estudio obligatorio para los jóvenes del día; si por ley debieran saberlas de memoria, ¡cuántos héroes, cuántos héroes, cuántos mártires no engrandecieran nuestros siglos! Los Paralelos de los varones ilustres de Plutarco han sido escuela de grandes hombres.

Los atenienses, en medio de un carácter frívolo, no anteponían lo útil a lo honesto: sabido es el informe que dio Arístides acerca del proyecto de Temístocles, que era meter fuego a la escuadra lacedemonia fondeada en el Pireo: «Atenienses, dijo el hombre justo, no puede darse   —327→   concepción más provechosa para nosotros que la de Temístocles; pero tampoco hay cosa más inicua. Os aconsejo la desechéis». Los atenienses, sin preguntar cuál fuese el plan del arconte, lo desecharon. La destrucción de Copenhague por los ingleses, el incendio de los alcázares de Pekín por los franceses, el bombardeo de Valparaíso por los españoles, no han sido aconsejados por Arístides. En cuanto a los romanos, buena fe era divinidad que comprendía todos los dioses. Numa fundó un sacrificio solemne en honor de ella: el sacerdote que debía celebrarlo iba en un carro cubierto, la mano derecha oculta en un crespón. La buena fe es ciega: no ve sino lo justo; para lo conveniente, si hay algo que convenga fuera de la justicia, no tiene ojos. Posible es que en el día un soldado de honor y pundonor rechazara la proposición que le hicieran de envenenar al general enemigo; mas es también probable que no le enviara al delincuente con cadenas hacia el dicho general, denunciando la infame propuesta. Cayo Fabricio, pálido de cólera, hace maniatar al médico de Pirro, y se le envía al príncipe conquistador. Si alguna vez quebrantaron su palabra los romanos, fue conjurando la ira de los dioses con una víctima expiatoria: el convenio hecho con el cónsul que pasó por las horcas caudinas no fue admitido por el Senado; y quien más habló contra él para que se lo rechazase, fue el propio cónsul que lo había celebrado, tomando sobre sí la pena de ese concierto infamante. Lo mismo sucedió con el que hizo un tratado indecoroso con Numancia: improbolo el Senado, y el cónsul, a petición suya, fue puesto desnudo, atado de pies manos, bajo la muralla de la ciudad ofendida. Cuando había prometido una cosa, Roma hubiera muerto primero que faltar a su palabra; y cuando a pesar de ella se había cometido una injusticia, en la primera oportunidad la enderezaba con un acto solemne de reparación; y la majestad de la República quedaba en su punto. Ardea y Aricia tienen pleito sobre límites, y por bien de paz se quedan a la decisión del pueblo romano. Este pueblo, por consejo de un viejo inicuo, determina quitarlos de ruidos a los contendientes, adjudicándose a sí propio la parte disputada; y de hecho se la   —328→   adjudica. El Senado, hirviendo de ira, esperó su vez en silencio: tan pronto como le fue posible dar la ley a la turba del Foro, devolvió a sus dueños el territorio contencioso, sin ahorrar satisfacciones. Este es un gran pueblo.

Acciones de lealtad, aun hoy las vemos: Turena tenía entrevistas en su campo con su enemigo el gran Condé: sabiéndolo después la reina doña Ana de Austria, reconvino a su capitán diciendo: «¿Por qué no le tomabais al príncipe cuando venía a vuestro campo? Porque temía que él me tomara a mí, señora», respondió el valiente. Mas dudo que si un general diese hoy la libertad a cierto número de prisioneros, con la condición de que si el enemigo no aceptaba tales y cuales proposiciones, se habían de volver a su prisión, se volviesen sin faltar uno. Los doscientos prisioneros que Pirro mandó libres a Roma condicionalmente, se volvieron y se entregaron presos: el Senado no había aceptado la paz. Los diez prisioneros enviados por Aníbal faltaron a su palabra: el Senado los declaró infames e inhábiles para los cargos públicos. He aquí la buena fe y la lealtad de un pueblo Sabio. Entre nosotros es muy común poner en peligro a un oficial generoso que se fía en la palabra de un preso y le da permiso de salir secretamente a tomar aire y cobrar vida con una ráfaga de libertad; el preso infame no vuelve: esto no, hubiera sucedido en Roma. Esas grandes virtudes no resplandecían en público, sino porque en el hogar tenían actores: un pueblo bajo y corrompido en las relaciones privadas de la vida, no será austero y sublime en la razón de estado; los dioses pequeñuelos de la casa, al salir a la calle crecen y se convierten en Apolo y Minerva, divinidades superiores. Los romanos fueron grandes en la política, porque fueron sabios en las acciones comunes de la vida: un hombre de buena fe para con los pueblos, de buena fe ha de ser ara con las personas; así Quinto Escévola, estimando inferior al justo el precio de una heredad que trataba de adquirir, de golpe añadió cien mil sestercios. «La finca que me han vendido», eso vale, dijo. Si se contentara el noble romano con dar lo que por ella le   —329→   habían pedido, no hubiera faltado a la ley, pero sí a la conciencia. Teniendo por cierto que había lesión enorme, esos cien mil sestercios eran para él un robo oculto; y aun cuando del modo que el contrato había sido celebrado no cabía reclamo en ningún tiempo no quiso ser para menos a sus propios ojos, y tuvo por mejor subir escandalosamente el precio, que poseer una cosa buena y barata contra los avisos de la equidad. Estas sí que no son acciones de nuestro tiempo: si no el fraude, la mezquindad y el abuso dan la ley en nuestras compras y ventas. A buen seguro que le tuviéramos por mentecato al que fuera a dar por una cosa diez mil pesos más de lo que le había pedido el vendedor; y no por lo menos sería tonto de capirote el que anduviese con escrúpulos de coger por veinte un caballo de a doscientos, en habiendo quien se le entregase. Quinto Escévola no es, sin duda, autoridad en la mohatra; pero si hasta ahora no hemos tenido ocasión de honrar la memoria de ese hombre de bien con imitarle, nosotros, pobrecitos segundones del siglo decimonono, podemos vanagloriarnos de haber dado veinte florines al mayordomo que nos pedía cuatro para un hospicio de ciegos en una ciudad del Rin35, y un duro por una flor a una muchacha sin vista que las vendía, cantando endechas a la Virgen. Un viejo de esos que tienen por indigno del hombre pedir limosna mientras les puede sudar la frente, vendía peines hechos de su mano en una esquina de la calle. «-¿Qué es eso? La vuelta, señor. -¿No tenéis hijos, buen hombre? -Tengo una, y tres nietezuelos a quienes mantengo con mi trabajo. -Quedaos con la vuelta, y agregad esta miseria más para el pan de esos niños». Mironos el viejo con semblante sorprendido, y dijo cuando nos alejábamos: «A Dios vayáis, noble extranjero».

Asimismo se nos acuerda haber contestado con un sofión a una beata de malísimo pelaje que en Sevilla se nos llegó una vez a pedirnos un duro para el Señor de   —330→   los Desamparados; y nunca le dimos ni un cuadrante a un pordiosero asqueroso que en la ciudad de Niza andaba pidiendo «para tabaco», cerrados los ojos, la pipa en la boca, escupiendo amarillo al tiempo que rogaba. Pídanos la susodicha «para los desamparados», y le hubiéramos dado cien mil sestercios; mas ella pedía para el Señor, que ni come ni bebe, y fue caso de conciencia estrellarla con una grosería contra la pared. «El Señor de los Desamparados» era probablemente un cleriganso podrido en plata, de los que ahuyentan con los perros a los pobres que se asoman por sus umbrales, o un cura de esos que amenazan con negar la sepultura a un cadáver, si no le dan cien pesos para los dijes de su barragana. Dios nos guardar a toda la vida de contribuir para los vicios ni fomentar la avaricia de ciertos enemigos de Dios y de los hombres; pero el hambre será sensación divina para nosotros, si llegáremos al caso de quitarnos el pan de la boca para dárselo al desheredado que llega y cae exánime a nuestra puerta. Para el Señor de los Desamparados, para la cera del Santísimo, para las ánimas benditas del purgatorio, todo es para el cura, ese hombre sin corazón que come de gallina, y le niega al mendigo hasta los huesos; que bebe de lo caro, y no tiene en el corredor una tinaja adonde el sediento llegue a humedecer los labios. Nosotros hemos tenido la desgracia de conocer un fariseo que salió una vez con el látigo hasta la calle tras unas desgraciadas mujeres que habían ido a rogarle con lágrimas en los ojos las rebajase alguna parte de los derechos de un entierro. ¿No saben que el cura come de gallina? gritaba el impío; ¿no saben que el cura toma vino? En el umbral de estos malos cristianos está impresa en gordos caracteres la inscripción de la casa misteriosa de Pompeya: Cave cane; ¡cuidado con el perro!

El vicario de Wakefield, el padre Cristóbal de Los desposados; los buenos y santos sacerdotes van fuera de esta cuenta. ¿Quién sería osado a motejar las obras de los verdaderos apóstoles de la doctrina cristiana y la caridad? Religión que ha formado hombres como San Bruno, San Carlos Borromeo, espíritus celestiales en figura   —331→   humana, es, sin duda, la madre de las virtudes. Nosotros no nos estrellamos sino contra los prevaricadores, esos fantasmas que en silencio y en secreto son azotes que le abren las carnes a la parte más infeliz del género humano. Estos, si compran, no compran como Quinto Escévola; ellos dicen que se parten con la Iglesia en Dios y en conciencia el fruto de sus manipulaciones: así, a lo largo de las Lagunas Meótidas, si el pescador no deja lealmente para los lobos la mitad de la pesca, van estos y destruyen las redes. El hombre evangélico, dádnosle: ese que ayuna, y no aborrece al que come; ese que cree, y no maldice al que piensa; ese que predica, y no condena al sabio ni al ignorante. Piedad, caridad, benevolencia, toques son del sacerdote perfecto; y éste un santo personaje a quien aserafina el amor de Dios y el que le profesan sus semejantes, admirando virtudes tantas y tan grandes como resplandecen en su persona augusta.

Si alguna de las virtudes romanas se ha perdido casi por completo, es el desinterés: ejemplos hay, y grandes, pero tan raros en nuestra edad, que bien son una maravilla para los que los contemplan. El desinterés rayaba en lo sublime entre los romanos: el sueldo mismo, el ruin sueldo que hoy prostituye e infama a tanta gente, era desconocido en la grande época de Roma: jamás sus prohombres sirvieron a la patria por estipendio, ni tuvieron la mira puesta en las riquezas. Tiberio Graco, a quien el Senado confió una embajada solemne, no tenía sino cinco dineros por día para lo estricto necesario; y lo necesario en esos hombres era tan poco, que podían vivir a costa de nada. Hoy los embajadores de las grandes potencias tienen cincuenta mil duros de renta anual; ítem, gastos de escritorio; ítem más, palacio donde se aposentan como príncipes. ¡Y digo si esos claros varones harían gracia a su patria del quinto de su renta, si se viera por ello en riesgo de perderse! Pues nosotros, pobretes republicanos del Nuevo Mundo, ¿no tenemos entendido que darle menos de doce mil fuertes a un ministro plenipotenciario en Europa, sería traer a menos la Nación, y exponerle al hambre y la vergüenza a ese oficial público? A otros tiempos otras costumbres: hoy la   —332→   necesidad y el decoro exigen esas erogaciones, y no hemos de ir a usurparle sus glorias a la antigüedad, tomándole virtudes que no son para nosotros. Queda sentado, no obstante, que los romanos antiguos las practicaron a lo grande, como la buena fe de Fabricio y el desinterés de Curio. Los senadores, cuando se veían en el artículo de imponer una contribución, ellos eran los primeros que se la imponían, y siempre por mayor suma que los demás: el pueblo muchas veces fue excluido de esas derramas generales, donde los ricos daban mucho, los pobres poco. El pueblo, dijo un orador, harto contribuye con alimentar a sus hijos. Y no ahora, que los parlamentarios se han eximido en algunas partes, o han intentado eximirse, hasta de pagar sus deudas, merced a la inmunidad, como los loros de la Gran Bretaña. Y estamos viendo cada día en nuestras repúblicas democráticas defraudar al fisco, hasta los tenientes parroquiales y los gendarmes, con arrogarse el privilegio de oficio sobre las rentas del correo. Cabalmente los que tienen sueldo ¿no han de contribuir con maldita de Dios la cosa para los gastos comunes? Un tiranuelo a quien la ignorancia puede servir de disculpa, no contento con redoblar sus anualidades, ha hecho poner con sus eunucos salario aparte a su cocinero, sus criados, sus caballos: y no es encarecimiento ni puro modo de decir, sino la verdad neta. Colocadnos a este varón ínclito en frente de esos de la antigüedad, y decidnos si más ejemplos de pundonor y grandeza nos ofrecen nuestros tiempos que los que llamáis abismos? «No ha habido pueblo en la tierra en donde la frugalidad, la economía, la pobreza hayan sido más ni por más tiempo honradas que en Roma». ¿Habéis, sin duda, vosotros los enemigos de Roma, hallado la manera de darle la desmentida al gran Bossuet, cuando decís que el amor por la historia antigua es perdición de los cristianos. Séaos remitida la culpa en gracia de vuestras cortas luces; pero si la malicia tiene su parte en sandeces tan mayores de marca, venid aquí, correveidiles del demonio; y sabed que la obediencia cadavérica no halla cabida en pechos donde amor de Dios y del género humano están hirviendo encendidos por la inteligencia que desciende sobre ellos y los crece, y los vuelve gigantes. Fabricio, Curio,   —333→   Emilio Papo, vencedores de los pueblos más ricos de Italia, desdeñaron sus presentes, y no tuvieron en sus casas sino vajilla de barro. Rufino, varón consular, fue expelido ignominiosamente del Senado por el Censor, porque la tenía de plata y oro. Suplamos, pues, la admiración con la difamación, y a falta de conocimiento de ese gran pueblo, maravillémonos de los nuestros, porque somos católicos, decís, aun cuando nuestra moral sea ruin, y nuestra corrupción nos pervierta el juicio, en términos que no alcanzamos a distinguir lo bueno de lo malo, lo grande de lo pequeño. Pueblo donde los hechos magnos y las virtudes humildes tenían coronas; y la corona de menos valor intrínseco era la más estimada, es, ciertamente, ejemplo muy ocasionado para los jóvenes cuyos estudios son cadenas que atan su alma a la voluntad destructora de esos maestros tenebrosos que enseñan el anonadamiento del espíritu, y tiran sus líneas al centro de la gobernación del mundo por medio de la servidumbre y la ignorancia. Ya el concilio de Cartago prohibió a los obispos la lectura de los autores anteriores al cristianismo: esos ministros condecorados de la Iglesia no debían tener conocimiento del Fedón, de Platón; ni del Edipo rey, de Sófocles; ni del libro de los Deberes, de Cicerón. Quería vengarse el concilio, sin duda, de que San Agustín debiese su conversión a este autor sublime, según él mismo lo declara en sus Confesiones. Platón, en el Fedón, enseña primero que todos la doctrina de la inmortalidad del alma. En la tragedia citada, Edipo, empurecido y limpio con las lágrimas del dolor, sube al cielo sin morir, cual otro Elías. Cicerón hace santos cristianos con sus obras; y nosotros, a nombre de Cristo y de la Iglesia, prohibimos esas obras. Nosotros, no; vosotros, católicos de pocas obligaciones, las habéis prohibido; y habéis hecho bien. Gregaria primero, andando el hacha al hombro por la ciudad de Roma, sin que nada quedase en pie ante ese furioso demoledor, os ha dejado un gran ejemplo: estatuas, pórticos, bibliotecas, todo cae hecho polvo ante ese santo fundador de la civilización cristiana. Si Tito Livio se presenta, queda en cenizas; y el mundo, en fervoroso agradecimiento, santificara la memoria de   —334→   ese gran pontífice. La tiara de este es de oro, sembrada de diamantes: la corona más honrosa de los romanos era la gramínea o hecha de grama: ésta no la alcanzaba sino el que había consumado las mayores proezas36. Dudo que el servum servorum de los cristianos tuviese en más la corona gramínea que la de oro. Entre los gentiles, ésta era la última.

Justicia, amor patrio, abnegación, buena fe, desinterés, ya los hemos visto; ahora veamos otra cosa entre las ruinas de la antigua Roma. «¿Ni qué iríamos a buscar en la Roma antigua? ¿sería la libertad?», habéis dicho. Sí, en la Roma antigua iremos a buscar la libertad, que por desgracia no conocemos en la mayor parte de las naciones modernas. Hablamos de la libertad política, esa libertad que siembran y cosechan en el monte Aventino los orillanos del Tíber. No echéis en olvido que nunca me refiero sino a la Roma antigua: llegan los emperadores, cesa mi admiración por Roma. Bien se me acuerda que los Marios y los Silas, los Pompeyos y los Césares no fueron emperadores; mas éstos no pertenecen ya a la Roma antigua. La Roma de los Curcios, la Roma de los Decios, la Roma de los Escipiones, la Roma de las Lucrecias, la Roma de las Cornelias, la Roma de las Veturias y Bolúmnias, esa es la antigua Roma. En ella iremos a buscar la abnegación, echándonos con los Decios en medio de los enemigos por salvar la patria; en ella iremos a buscar la honradez impecable, negándonos con Escipión a dar cuentas a los hombres primeros que gracias a los dioses; en ella a buscar la pobreza evangélica, despreciando las riquezas con Fabricio; en ella a buscar la buena fe, volviéndonos con Régulo a Cartago.

La ley Porcia era fianza de la inviolabilidad del ciudadano: la ley Valeria prohibía el castigo de ninguno que apelase al pueblo que en las naciones civilizadas y cultas de Europa, donde lo que llaman garantías individuales es realmente salvaguardia de los ciudadanos, motejasen de sierva a la Roma antigua, podría uno llevar   —335→   en paciencia; pero que en nuestras pretensas repúblicas, donde las leyes están allí, y los dictadores encima; donde las garantías individuales no se hallan suspensas legalmente, y los mejores patriotas agonizan en los calabozos, cargados de cadenas que la Constitución prohíbe; donde el derecho es uno, y la voluntad ciega del que tiene las armas en la mano, otra; donde la propiedad no existe con carácter de segura ni perpetua, pues no hay revolucionario triunfante que no la hiera con mil confiscaciones nefandas o con penas que dicen la ruina de las familias; donde el soldado es dueño del caballo, el burro que encuentra en el camino, y el indio o el chagra pagan, con la vida quizá su imprudente reclamo; donde el sagrado del hogar doméstico sufre profanaciones brutales cada día; donde colegios y escuelas son cuarteles de los enemigos públicos que se andan de aquí para allí con nombre de tropas; donde los patriotas eminentes caen bajo el puñal que el «jefe supremo» pone en manos del asesino; en pueblos y Gobiernos como éstos, digo, ¿cuál es el ignorante o el malvado que viene a celebrarlos, procurando infundir desconfianza o aborrecimiento por instituciones y naciones libres y grandes verdaderamente? Nunca en Roma el Gobierno ni sus oficiales usaron de fuerza contra los ciudadanos; cuando cónsules o tribunos querían excluir de los comicios a algunos turbulentos, tenían esta fórmula comedida: si vobis videtur, discedite, Quirites: Romanos, retiraos, si gustáis. Esto no es salir los cholos de gorra con sus fusiles, y moler a culatazos a los electores en las mesas electorales; ni los negros de lanza por las calles aterrando y dispersando al pueblo, cuando se trata del ejercicio de sus derechos. Yo le preguntaría a un elector de cabeza rompida, si cuando le asentaron el garrotazo en la calva, oyó que decían: si vobis videtur, discedite, Quirites? Lo que oyó fue otra cosa; y lo que sintió, la sangre que a chorros le estaba corriendo por tras la oreja.

Pueblo en donde la libertad es efecto de las leyes, y las leyes son sagradas, por fuerza es pueblo libre. «El pueblo más celoso de su libertad que nunca ha visto el universo, fue al mismo tiempo el más respetuoso del poder   —336→   legítimo, y el más sumiso a los magistrados». Cuando el obispo de Meaux hacía esta declaración en el Discurso acerca de la historia universal, no pensaba que un católico semibárbaro le había de dar un grosero mentís. Triste cosa sería el catolicismo, si para que prevaleciese fuese necesario dar en tierra con todo lo bueno y lo santo que ha tenido el mundo, declarando impío el uso de la inteligencia, y pecado la investigación de la verdad en los dominios de la historia y la filosofía de las épocas más brillantes del género humano. La libertad de Roma era efecto de sus leyes: libertad es gran justicia natural; y las leyes romanas fueron obra de inspiración divina. Así como Dios ha hablado sobrenaturalmente por medio de los profetas, así ha hablado naturalmente por medio de los legisladores romanos, dice un gran Doctor de la Iglesia. Adrede echo mano por esta clase de autoridades, a fin de confundiros con ellas y haceros ver que si hay algún impío y desviado, no soy yo, sino vosotros que vais contra la corriente de verdades inconcusas para teólogos y santos. Con vosotros sucede lo que con esa señora cuyo epitafio cita el obispo de Salisbury en sus viajes: «Propasándose en lo piadoso, dio en impía». Así vosotros, por darlas de sabios excesivamente, dejáis ver vuestra ignorancia; por cobrar fama de «católicos puros», manifestáis amor nefando a la servidumbre: por daros de piadosos, caéis en impiedad, como la otra, y sois impíos. Hutchinson se enfurecía contra Newton, y le llamaba impostor mal intencionado, por haber querido dar al través con el sistema del universo del Pentateuco, y proclamaba el Pentateuco el único necesario para la felicidad del género humano. La ley de la gravitación universal; el ordenamiento de los astros y sus cadenciosas rotaciones por sus órbitas; el giro perpetuo de la tierra alrededor del sol, eran imposturas e iniquidades para ese visionario judaico; no de otro modo nuestros rabinos católicos viven empeñados en circunscribir la humana sabiduría al círculo del Índice y los encíclicos, teniendo por inútil y aun dañoso, el conocimiento de las cosas que, bien averiguadas, son la ciencia verdadera.

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Queréis «la libertad de pensar, hablar, trabajar, aprender y enseñar», vosotros los enemigos de la libertad del pensamiento, la palabra, el trabajo, el aprendizaje y la enseñanza. ¿Cómo sucede que venía a querer lo que no queréis de ninguna manera? Si estamos en perpetua contradicción, y en nuestro estilo agonístico dejamos ver que seguimos rumbos encontrados, es cabalmente a causa de la guerra impía que lleváis adelante contra todas las libertades que son el fuero del género humano. Libertad de pensar es libertad de formar conceptos, opiniones; y este santo derecho es mortal para la fe; vuestro gran principio es la fe, el anonadamiento de la razón; luego no trabajáis por el imperio de esa libertad, sino por su ruina y olvido. La libertad de raciocinio va derechamente a la libertad de conciencia: esta es prohibida por vuestro soberano, y así no podéis quererla sin caer en rebelión y apostasía, o sois juguetes miserables de la ignorancia que no da con el toque de las dificultades. Nada os conviene menos para vuestros fines que la libertad de pensar: si esa libertad fuera de vuestras máximas, no habríais echado al fuego infame de la inquisición a los que han cometido el crimen de pensar libremente; no mandaríais a empellones al infierno a los que se toman la libertad de pensar; no fulminaríais excomuniones ni echaríais maldiciones sobre los que piensan como filósofos y obran como sensatos. Secta mezquina y tiránica para la cual están prohibidas la historia, la filosofía, y aun las artes explayadas en los mejores libros de nuestros tiempos, ¿se atreve a decir que lo que ella quiere es la libertad de pensar? Libertad de pensar es libertad de leer; el que no lee no piensa; ahora, pues, ¿hemos de dar por concebido que piensa como sabio y discurre como libre ese para quien la lectura es delincuencia que trae consigo las penas infernales? La esclavitud del cuerpo no es nada: grillos, cadenas, bastan para imposibilitarlo; la esclavitud del espíritu, esa donde la razón se halla presa, el discurso natural con grillete y el alma con carlanca, esa es la triste, la infame. Servidumbre física, hanla padecido los más ínclitos varones: Platón fue esclavo del tirano Dionisio; Diógenes fue esclavo; pero, ¡cuán locos   —338→   son los que me compadecen! decía este filósofo; ¿no ven que los esclavos son los que me tienen cautivo? Los católicos de luces y conciencia miran con horror el cadáver que simboliza el alma muerta: alma muerta llamo aquí esa donde todas las libertades han dejado, extinguiéndose, una huella de ceniza. Montalembert, autoridad suprema de esos sectarios cuando no usa de la libertad del pensamiento, acaba de darles un revolcón: en vísperas de su muerte, se dirige al célebre anti-infalibilista Doellinger hirviendo en santa ira contra los proyectos que iban a convertirse en dogmas en el concilio ecuménico. La Iglesia galicana se ha vuelto gallinero de Roma, dice en su noble exaltación, y grita porque se alcen los grandes ingenios de Francia contra los aniquiladores del pensamiento y la conciencia. ¡Ay! Dupanloup, en quien esperaba el sincero y sabio cristiano, el gran Montalembert; Dupanloup sostuvo sus principios con valor; una vez declarados erróneos por la mayoría de enemigos de la razón, se sometió a esa terrible autoridad en cuyas entrañas está brillando por las tinieblas la sala del Vehema... Dupanloup, nuevo Agustín, dijo para sí: «No creería en esto, si la autoridad de la Iglesia no me obligara a creer». Belarmino y Baronio, siniestros oficiales de la Corte Vémica, acaban por persuadir a los escépticos: «desde la retractación de Galileo en la puerta del tormento no hay cosa que no alcance la autoridad de la Iglesia».

Libertad de hablar sin libertad de pensar, no existe; a menos que tengamos la de publicar necedades, entorpecer los derechos del hombre y proferir vituperios contra los que toman por suya su defensa. Esta es la única libertad que gozan los católicos diferentes de Montalembert y Dupanloup, junto con la de tener encadenado el trabajo con el diezmo, el cuerpo humano con los derechos mortuorios, el espíritu con las llaves del infierno. Libertad de hablar... la tiene el sacerdote indigno, cuando profana la cátedra augusta de la elocuencia sagrada poniéndonos ahítos de injurias y torpezas; la tiene el escritor de mala fe, cuando apellida religión y levanta unos pueblos contra otros; la tiene el devoto sanguinario cuando, como Nestorio, pide al tirano el exterminio de los   —339→   hombres de saber y entender a quienes llama «herejes», porque no saludan a su avaricia, ni mandan parabienes a su lujuria. Esta es la libertad de hablar que propagan y disfrutan los dueños de las llaves del infierno, a cuya señal se abren sus puertas, para que entre la Legión que piensa y habla con libertad refrenada por el comedimiento, prendida en lumbre de inteligencia. En pueblos donde el papista fatídico anda con piedras en la mano para dar con ellas al que habla, ¿hay papista harto necio y bribón que venga a sacarnos en cara nuestro amor por la Roma antigua, so pretexto que ellos quieren la libertad de hablar? Quieren también, dice, «la libertad de trabajar». Falso: lo que quieren es la libertad de vivir del trabajo ajeno, de engordarse con el sudor de la frente del pueblo; de comer, beber y dormir en brazos de la ociosidad, a pierna suelta, soñando en las bodas de Camacho, y roncando de manera de echar abajo la casa. Esta es la libertad que defienden como la vida. Acaba un mal sacerdote y hombre perverso de negarle la sepultura a un hermano mío, el hijo más inocente y mejor que pudo dar de sí la especie humana: como no tuvo estudios, no les dio en qué merecer a estos fantasmas siniestros, monopolizadores de la gloria eterna y de los bienes del mundo. Heredero de la fe de sus padres, la obediencia cadavérica fue su ley: habitador de un monte, el cultivo de la madre tierra toda su sabiduría; y nada le acreditaba de hombre de buena familia, sino su color y sus modales. En cuanto a discusiones y controversias, nunca fueron suyas. Oír misa, ayunar, rezar: hasta prioste había sido, dándole cincuenta pesos al cura para la Virgen de Aguasanta. Si esta alma creyente, este cristiano fervoroso, persona sencilla y buena, ha sido víctima de la ferocidad del cura, ¿qué no sucedería, Dios eterno, con monstruo como yo, si no me oyeses mi continua deprecación de llevarme a un pueblo cristiano y piadoso para decirme: Cumplido es el número de tus días; ven y descansa de la vida, que para ti ha sido tan pesada. Carlos... pobrecito, viéndolo estoy: esos ojos no vieron para la indiscreción; esos oídos no oyeron para la delación; esos labios no se abrieron para la difamación; esos pasos no se dieron para el mal del prójimo. Su silencio, su   —340→   apartamiento, su humildad, los de un santo: cae un día con congestión cerebral y parálisis en la lengua al propio tiempo; ni habla, ni tiene conocimiento. Dios le mira, le ilumina por un instante: pide confesión; éste es su primero, su único cuidado. Viene el cura, y se niega a oírle, so pretexto que el testar es primero que el confesarse. Tiempo preciso, tiempo precioso: murió el desventurado. ¿Y ha habido hombre inicuo, sacerdote nefando, que le niegue la sepultura, con decir que no se había confesado? A los heresiarcas, los suicidas, los impíos, se la niega la Iglesia; a los que rechazan la confesión, pudiendo hacerla: al que no puede confesarse, por falta de razón y habla, no la niega, pues no es ni sacrílego ni hereje. ¿No lo habrá sido mi hermano en el concepto de ese Caifás de aldea, cuando siempre dio sepultura? En hallándome yo allí, no le habría aumentado «los derechos», pero sí le habría disminuido la impiedad y capado la soberbia. ¿Con que todo el secreto del catolicismo está en el dinero? No, yo no digo eso: Bossuet, Fenelón fueron católicos; el conde de Montalembert, Dupanloup, el gran obispo, católicos; estos lobos rapaces que con nombre de curas devoran las poblaciones indefensas, éstos no son católicos, mas antes judíos que venden a Cristo, y le abofetean, y le amarran, y le crucifican en sus semejantes, sus hermanos.

Queréis asimismo «la libertad de aprender y enseñar», judíos: viéndolo estamos; libertad de aprender las cosas de este cura, y enseñarlas a vuestros hijos: lo que es aprender las lecciones de la sana razón, las máximas de la filosofía cristiana, las prescripciones de la religión verdadera, no es para vosotros. El vulgo del catolicismo, o más bien su parte corrompida e ignorante, es atroz; ese ahínco con que se echan a cumplir de mala fe los preceptos de la Iglesia, y ese olvido de la ley de Dios, están acreditando en ellos más malicia que ignorancia. Amar a Dios, no jurar su santo nombre en vano, honrar padre y madre, no matar, no fornicar, no hurtar, no levantar falso testimonio ni mentir: esta es la ley de Dios. Un católico frenético, de esos que le siguen a uno los pasos, para ver si entra a misa, y le tiran de la capa apostrofándole   —341→   con un insulto, si no se pone de rodillas ante un leño de figura humana que está pasando en brazos ajenos; ese intolerante sectario, propagandista grosero, digo, no lleva a mal que uno infrinja los preceptos del Decálogo, que son los que constituyen la religión propiamente dicha; un buen católico jura y perjura, deshonra padre y madre con sus vicios; mata, si se ofrece; roba, si a mano viene; mentir, por costumbre; levantar falso testimonio, cuando lo pide el caso. Nadie le dice nada, sino es algún hereje importuno que adora a Dios dentro de su pecho, y cultiva sigilosamente las virtudes. Pero demos que un hombre poco cuidadoso de sí mismo se aparte un punto de los mandamientos de la Iglesia; su menor tajada será una oreja. Pagar diezmos y primicias, esta es la verdadera grandeza de la religión. Confesar por pascua florida, y aun mejor todos los días; ponerles a sus ministros al corriente de cuanto ocurre en el hogar, descubrirles los secretos de la familia, para que ellos los pongan a ganancia; oír misa entera, y pagarla un peso entero; hacer fiestas a los ídolos, fiestas de las cuales la menor vale cuarenta pesos; esta es la esencia de la religión; y esta la ciencia que mis catolicones quieren aprender y enseñar; y para esto nos hartan de groserías e improperios, si ya no se vienen a las manos.

Un día pasaba yo por debajo de un arco donde hay dos mechinales: frente por frente dos santitos de palo, antiguos viejos, sucios se están saludando de día y de noche con sendas velas a los pies. Cuando digo sendas, no quiero decir velas grandes; pues son, por el contrario, cabos pizmientos; lo que digo es que cada santo tiene su vela. Un viejo de capa, tan pringoso y churriento como esos diosecillos de la pared, puesto de hinojos en la calle, se está volviendo, ora al un lado, ora al otro, a fin de no perjudicar a ninguna de las imágenes en el repartimiento de oraciones. Iba yo a pasar, como queda dicho, cuando el ladrón me ase por la levita, y dice con furia: «¡Hínquese, ca... nalla!». Yo no sé si murió del puntapié que le di entre pecho y espalda; pero si sé que me habrían hecho pedazos los católicos, si por dicha no pierde el habla el viejo beduino, y no se ve en la imposibilidad   —342→   de hacer gente. Los que pasen por debajo del Arco de Santo Domingo en la ciudad de Quito, pueden gloriarse de que están pasando por todas las calles de las ciudades de España que aún no han cobrado un resquemo de francesas. Así es como en Málaga vi una ocasión un hombre que venía por ahí echando venablos. ¡Oh, Dios! ¡y cuán graves eran los términos de ira y venganza con que asordaba los alrededores! Llegó a un humilladero de esos de la pared, y quitándose la boina, y besando los pies del santo, dijo: «Este sí que me puede: ayúdame, Paco, a coger al zurdo, y te pongo una vela mañana de mañaítas». ¡Quería que San Francisco le ayudase a beberse la sangre de su rival, y a vueltas de tan cristiana cooperación le ofrecía un pedazo de sebo! Esto es más que los sacrificios de puercos en pintura que ciertos antiguos hacían a sus dioses.