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ArribaAbajo Montalvo en Ambato

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Por cuanto dan a conocer testimonios casi ignorados dentro y fuera del país, pero esenciales a la comprensión de una etapa decisiva en la formación del espíritu de Montalvo, y que agrandan al Polemista, reproduzco aquí estos Dos Discursos4 que fueron honrados por el Ilustre Ayuntamiento de Ambato y la Casa de Montalvo en edición oficial que consagró la veracidad de mi culto por el Príncipe de nuestras Letras, premiando así, en ocasión solemne, mi desinteresada labor en la difusión de su mayor gloria en el extranjero.

Condensado mi juicio sobre Montalvo en el estudio que precede como Introducción a este volumen de Selecciones, estos dos discursos completan la figura del luchador solitario que padeció hambre y sed de justicia en medio a las vicisitudes de la vida pública y que tuvo retornos justicieros a la intimidad de su fuero interno, liberado de pasiones en la serenidad del ocaso.

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Las bellas cartas que en aquel folleto se publicaron y comentaron por primera vez, tienen el acento conmovedor del hombre que fue sensible aun en los arrebatos de su genio proceloso; y la noble melancolía que ellas revelan, dora y transparenta su sinceridad.

G. Z.

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Señores:

No vengo a pronunciar un discurso:

Vengo como viniera el más ignorado y anónimo de entre los admiradores innumerables de Montalvo, a participar en el cordial homenaje y el regocijo común de todo un pueblo celebrando una fecha fausta. Vengo a unirme a mi gente y tierra tocadas por el resplandor de júbilo con que les dora la gloria de un nombre inmortal. Ni quiero que el menor asomo de vanidad literaria venga a empañar la espontaneidad del placer que siento de hallarme entre los que comulgan en este culto que va ganando cada día más hondamente el corazón de la multitud. Esta feliz conmemoración no es alarde de letrados, es fiesta de ecuatorianos: todos somos uno en este orgullo y esta gratitud por el nombre inmenso que hinche de fe y de esperanza el pecho de la patria.

Si os dirijo la palabra no es invocando un título especial. La he pedido para agradecer a Ambato la manera cómo ha galardonado, en exceso, con su magnífico álbum, y con espléndida placa de oro que conservo como un lauro el más preciado, la pequeñísima parte que, servidor de una gloria común, pudiera atribuírseme del progreso en el conocimiento y lectura del Maestro.

Por eso he venido sin anunciarme de antemano, cuando estabais, por decirlo así, sentados ya al banquete de recordación, no a reclamar puesto de honor, que no   —78→   me toca, sino el último, cual corresponde al que llega tarde a la fiesta de familia. He venido, no como el Hijo Pródigo que tiene algo que hacerse perdonar, algo de qué arrepentirse o algo que pedir, sino como el que viene de lejos y llega aunque sea a última hora, por no faltar al homenaje cuya significación importa más que su realidad.

Ni cómo volver al cabo de años a la Patria, -al cabo de tan largos años como ha durado la casi involuntaria ausencia del diplomático, que no puede, es claro, ser diplomático sino afuera, pero que ha vivido siempre vuelto en espíritu a los suyos- cómo volver y no visitar a esta ciudad y comarca privilegiadas, para mí no sólo de las más ilustres, sino, además, vinculadas a mi sentimiento de la grandeza nacional desde los albores de mi conciencia. Pues habéis de saber que los lazos espirituales que me unen con este pedazo de la patria, remontan a mi niñez. Si para todos esta es la región de los huertos paradisíacos donde el sol cuaja en mieles sutiles la savia ubérrima y las brinda en lucientes pomos opimos; si para todos es la región de abundancia y frescor primaverales, tierra pascual que se ofrece cordial y salubre a los hombres, y risueña los circunda de alegrías y flores y frutas, para mí estuvo desde la infancia representada más por sus glorias que por sus jardines.

Muertos o vivos, evocados o presentes, llenaban el ambiente de mi niñez contemplativa los nombres, las obras, las personas mismas, en fantasma familiar o realidad corpórea, de Montalvo, Cevallos, Mera, Martínez. Y puesto que mi placer es sentirme aquí como entre los míos, y puesto que no he venido solemnemente a pronunciar un discurso, sino a pasar un rato de solaz conversando con amigos nuevos, permitidme que evoque ahora recuerdos de la casa de mis padres.

Así veréis cómo, para mí, estos sitios están de antiguo impregnados de alma, bañados de leyenda y poesía,   —79→   tienen para mí el encanto de recuerdos, no vividos, pero vívidos.

Mi padre, en sus mocedades, fue uno de los pocos amigos predilectos de Montalvo.

Siempre que iba a Quito el Cosmopolita y aún antes de serlo por antonomasia, al hacer sus primeras armas, solía concurrir, aunque parco de palabras y de entusiasmos repentinos, a la tertulia de la casa de los Zaldumbide, la antiquísima casa de San Agustín que aún se conserva en la familia. Eran reuniones vespertinas: se comía entonces temprano y a las cinco acudían los amigos a tomar el café que entona el ánimo, aguza la inteligencia y excita agradablemente a conversar.

Parece que Montalvo prefería escuchar a dialogar, y antes que seguir de tema en tema la volubilidad de los contertulios, se ensimismaba y esperaba más bien el momento de salir con su amigo Julio a pasear por las colinas y alrededores, a embriagarse, sin duda en silencio comunicativo y unánime, de la ilimitada poesía crepuscular. Ambos eran románticos en el alma, si bien clásicos en el respeto a la cultura y a la lengua. Ambos habían de combatir luego a García Moreno; -y mi padre un poco antes que él, pero no con su constancia, continuidad y eficacia.

Recuerda Montalvo en El Cosmopolita, el valiente escrito de su amigo. Años más tarde, ya no se vieron como antes: el irritable genio del proscrito había concebido ciertas soberbiosas desconfianzas, cobrado cierta hurañería recelosa, que volvía su trato intermitente y quebradizo, como su humor mal conforme. Pero a la muerte de mi padre una conmovedora, admirable carta de pésame circulaba de mano en mano entre amigos como pieza literaria de alta valía al par que como prueba de leal recuerdo.

Otra sombra venerable, y que acaso inspira más obvia y más suave simpatía, se condensa en la penumbra de mis más lejanos recuerdos.

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Clavado en su sillón de vaqueta, casi ciego, asomándole, bajo la manta echada sobre las piernas ya inhábiles, el pantalón colonial, de bayeta, adoptado en defensa del frío y del reuma, vi de niño, al anciano don Pedro Fermín Cevallos. Había sido muy asiduo en la casa de mis padres, y fui mandado por mi madre, a saludarlo cierto día. Después, la imagen del inválido preclaro, enternecido con la visión de la amistad antigua que despertaba en su memoria lúcida mi pueril visita, me hizo más grata, más personal la lectura del Resumen. Aún hoy me deleita el sabor de su lenguaje de purista, la castiza elegancia de sus relatos, la sencilla amenidad de espíritu que hace de su Historia obra tan interesante, que ninguna otra, más sabia ni más advertida, puede quitarle su característica importancia.

Historiador peculiar, guarda -en punto curioso de observar y en expresión de singular diafanidad- algo de la sabrosa ingenuidad de nuestro buen Padre Velasco, junto con cierta perspicacia y cautela de político inteligente que en las partes, donde habla ya como testigo adquieren valor genuino, insustituible. Gloria es ésta, de Ambato, que me complazco en proclamar grande entre los mayores de la patria, como si en este acto de justicia me cupiera una satisfacción personal.

Y luego viene don Juan León Mera, cuya barba entrecana y encorvada talla se me han quedado grabadas en la memoria al par que su aspecto de bondad modesta y simple. Muchas tardes lo vi cruzar, a grandes pasos, sin arrogancia, los corredores de mi casa materna -la que es hoy Conservatorio Nacional de Música- y venir como a calentarse al tranquilo bienestar de sobremesa, que a mí me retenía prendado del grato ambiente y como en suspenso de la conversación, a menudo llana y sosegada, y para mí interesantísima si versaba sobre las cosas del campo; pero a veces también encrespada de discusiones, no me acuerdo si políticas. Debieron de ser políticas porque era lo único que me ahuyentaba y me devolvía a mis juegos.

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Aún guardo el libro de lecturas que me dio en regalo. Y todavía quedan en mi memoria frases de un discurso que él compuso para mí, cuando fui designado para pronunciar una alocución de distribución de premios, en la escuela primaria donde, al cantar el himno nacional, la emoción sagrada se me humanizaba, sin perder su majestuosidad, porque ya sabía de quién era la letra imponente del himno. Y vine a Atocha adolescente, cuando aún existía el hombre bueno que la dejó sellada para siempre con su memoria y embebida acaso de su espíritu, más de patriarca de las letras que de poeta.

Bien rodean a la gloria de Montalvo estas glorias menores aunque grandes, que acrecientan el prestigio de esta ciudad en la Patria, en el Continente. Justo era evocarlas, aquí, en este día, para realzar el fondo de cultura tradicional, la perspectiva intelectual en que destaca la figura dominante de Montalvo.

Y érame lícito, y oportuno, rememorar las razones de intimidad que me acercan a vosotros y hacen más espontáneo y como preestablecido mi contento de sentirme en suelo amigo y conocido. Este es así uno de los puntos del país natal en que se vuelve como más sensible y como parlante el instintivo arraigo del hombre en su tierra y donde toma sus más vivaces formas conscientes la frondosidad del sentimiento innato que recubre toda la extensión del territorio patrio.

Para ver de cerca a Montalvo y medirle en toda su magnitud, no hace falta venir hasta aquí. Su figura prevalece en su obra, visible de los cuatro puntos del horizonte latino.

De Francia lo he visto tan bien como de Italia: toda tierra de cultura es suya. Pero es quizás en España donde   —82→   su valor cobra proporciones de eternidad más segura. Allí se hombrea con los mayores, y alterna con los Pontífices del más alto culto de la estirpe: el del idioma.

Mientras en el mundo se hable la lengua y perdure el espíritu del Quijote, don Juan Montalvo campeará por el honor del Continente modelado a imagen y semejanza de España, uno de los más nobles troqueles de raza en que la civilización ha vertido los más insignes metales.

El gallardo discóbolo joven que lanzaba al porvenir, con ritmo acelerado y certero, los números sucesivos de El Cosmopolita; el airoso filosofador de los Siete Tratados; el arquero potente de las enherboladas Catilinarias; el Montalvo en fin uno y vario de su obra múltiple y única, nos pertenece; pero al mismo tiempo nos sobrepasa, nos incorpora en el concierto de las grandes fuerzas que rigen la gravitación de los espíritus en torno de un ideal de cultura y belleza cada vez más alto y más perfecto. Es una de aquellas glorias que justifican nuestra existencia como nación en el acervo de valores que van acumulando y por el cual viven emulando todas las Naciones. No es ésta la ocasión de definir su obra, su espíritu ni su carácter. He venido tan sólo a recorrer sus huellas terrenas de hombre en este suelo que lo vio con naturalidad vagar como uno de sus tantos hijos, sin darse cabal cuenta del milagro sino, como sucede siempre y en todas partes, cuando la consabida revelación póstuma lo fue acreciendo y agigantando para la eternidad.

Si por doquiera que anduvo, dejó Montalvo su rastro a la posteridad, por aquí su sombra divaga con encanto más atrayente, nos cautiva con seducción más humana. Por estos rincones umbríos ruedan los ecos de los acentos nostálgicos con que en París, en Florencia, en Roma, así el joven soñador como el proscrito desengañado, echaba de menos la paz negada a su alma tormentosa.

Por eso quiero escuchar el murmullo de las claras linfas que le enseñaban, con su deslizarse, la irrestañable melancolía de las bellas cosas que pasan para no volver. Quiero ver agitarse estas frondas cuyo rumor es el mismo que Montalvo oyera, al paso del viento que siempre   —83→   viene de lejos y va muy lejos y nadie sabe de dónde viene ni a dónde va, y no es nunca el mismo siendo siempre igual, pareciéndose en esto al destino humano, cuyo misterio sondeó Montalvo en páginas inmortales. A la música salvaje de esta naturaleza, aquel poeta prestaba oído muy atento, y su lamento reproducía la amonestación que le dejó pensativa el alma.

Para su misma lucha bravía, fue en esta calma donde tomó aliento.

Llevadme pues a verle y a comprenderle, acercándome a sus fuentes de vida, de las que se llevó el secreto para consuelo de su vida errante.

Llevadme a conocer su quinta, a conocer su casa, cuya sencillez campestre, poéticamente contrasta con la alta alcurnia y boato de aquel príncipe de las letras.

En la modestia cabe la grandeza y el escenario vive por el drama y vale por sus personajes. Por eso, estas piedras hablan del alma. Dejadlas tales cuales fueron. El misterio de la oruga es tan inconmensurable como el misterio del universo. Y Montalvo es más grande que todos los símbolos que lo encarnan5.

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Señores:

Vengo aquí, -como vine hace ya muchos años- cual si fuera uno de vosotros, que acudís una vez más a reiterar el homenaje ya ritual, a vuestra gloria más preclara, gloria nuestra.

Estamos aquí tan sólo como oficiantes de un culto que, trasmitido a nosotros por ya numerosas generaciones, no se extinguirá.

Tan consagrada y viva está la gloria de Montalvo, que no ha menester se la reanime.

Con o sin el concurso de nuestros débiles remos, la barca en que Montalvo, pagado el óbolo a Caronte, atravesó sin zozobrar el estigio del olvido, bogará sola hacia la eternidad, insumergible, sobre las ondas del idioma.

Su gloria durará lo que dure el idioma que le dio vida y al cual él devolvió vida radiante.

Al congregarnos en torno a su memoria, lo que hacemos no es por él, que ya de nadie necesita. Es por nosotros mismos que necesitamos, a cada vuelta del camino, encender en su antorcha la esperanza que se nos apaga,   —86→   la fe que vacila en su anhelo de porvenir para esta patria, hoy más que nunca en desconcierto y confusión.

Nos reúne aquí una gloria que, desde este apartado rincón de los Andes, trascendió, hace tiempo, al ámbito, nacional, y del ámbito nacional, al universal. Aquí, junto a su fuente primigenia, vemos su linfa clara seguir brotando a borbollones irisados y expandirse por el mundo: asistimos a su perennidad de inexhausta vertiente andina, como a uno de esos milagros de Natura, que de la roca insensible hace manar la recóndita vida del agua, siempre igual y nunca la misma, refrigerio de campos y ciudades. De aquí brotó esa vena inextinguible.

Brotó de la roca de la ignorancia y de la indiferencia, del confuso seno de la patria todavía en formación, formación que aún no se consolida ni termina.

Lo que fueron los tiempos montalvinos no nos parece ahora más oscuro ni más temerario que el nuestro. Mas no estamos aquí para hablar de ello, ni soy yo quien, para esclarecerlo.

No aspiramos, en este homenaje intemporal, a otra satisfacción que la del sentimiento, impersonal y unánime, de patria, por encima de las vicisitudes del momento.

Enemigos tuvo Montalvo; acaso los tiene aún. Enemigo de muchos fue Montalvo, y acaso lo sería ahora de otros tantos. Pero sus mismos enemigos, no otra figura asumen en la historia, que la de cariátides del monumento ideal de la patria, que espiritualizamos en indemne majestad. De su altura ya serenada en la inmortalidad, la efigie de Montalvo parece contemplar el espacio donde amigos y enemigos se confunden en la vastedad del horizonte, ya despejado de brumas por el olvido, por la muerte, por la vida renaciente, eliminando errores de unos y otros, excesos de odio y excesos de amor, no menos injustos éstos que aquellos; perdón de injurias recíprocas que han perdido ya su veneno, combates anulados por sus victorias, savia vital que se nutre de despojos, transformados por la alquimia subterránea que todo lo filtra y acrisola.

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Yo mismo, -comprendédmelo bien, al comprender por qué lo digo- he tenido, para depurar en mi mente mi imagen de Montalvo, he tenido que borrar en mi memoria injurias y resentimientos que afectaron a progenitores de mi sangre y de mi espíritu.

Montalvo, acerbo polemista y hombre injusto, volviose a menudo airado contra inofensivos benefactores suyos, que ningún daño le hicieron al hacerle algún bien del mejor modo, ni infirieron herida alguna a su proceloso amor propio.

Felizmente, el ambiente familiar en que crecí levantaba el respeto de las buenas letras por encima de las diferencias y contingencias de la vida. Y así en mi casa oí, de niño, nombrar al escritor, como tal, y al antiguo amigo de mi padre, sin mencionarse los motivos del distanciamiento que los separó.

Varias veces me he complacido en narrar los tiempos juveniles de esa amistad.

Esa época tenía su color, de seductora transparencia romántica. Mi padre acogió a Montalvo, forastero, en el seno de amistades escogidas; le iniciaba en el encanto de la lírica inglesa que era entonces la de su afición; leían juntos a Ossián y salían de paseo a oír los ecos de la tarde en las colinas. Iban sin duda, en silencio comunicativo y unánime, a embriagarse de la ilimitada poesía crepuscular.

Pero tan blando y tan melancólico pasatiempo no les impedía concentrar su viril disgusto de la servidumbre en actitudes que luego hubieron de traducirse en protesta escrita y en acción.

El primero en hablar fue el poeta filósofo. «Llamáronle cobarde», escribió Montalvo, «por haber dado a luz ese escrito cuando García Moreno dejó el mando». «Pero sabe el mundo entero, añadía, que reinando don Gabriel la prensa ha estado con bozal, enmudecida. García Moreno ha dejado el mando, es cierto; pero con el mando no se le acaba su carácter, ni los ímpetus de su genio son menos de temer: siempre es audaz, siempre arrojado,   —88→   siempre poderoso de su persona. ¿Será de cobardes irritarle con la verdad y arrostrar su ira?».

Montalvo prosiguió solo, o casi solo la lucha. Y es de recordar ahora esos tiempos, cuando hablar era exponerse al destierro, a la cárcel, a la persecución. Mientras que ahora...

Pero volvamos al encanto de aquella amistad, que aunque desvanecida pronto, no pasó sin dejar dulces memorias.

En bella y sentida carta expresó Montalvo su nostalgia de esa amistad, y acaso su arrepentimiento. Dice así la hermosa carta de pésame, que poseo en su original autógrafo:

«París, setiembre 20 de 1887

Señor don Manuel Zaldumbide.

Mi querido Manuel:

No vayas a pensar que la muerte de Julio es la que ha venido a reconciliarme con él: por mi parte nunca hubo enemistad ni aborrecimiento; no hubo sino rompimiento; así es que durante estos años de ausencia me he acordado de él como de mi amigo más querido, y la noticia de su muerte me hiere en lo vivo del corazón. Estos rayos interiores producen a las veces efectos saludables: ¡cómo se me han despertado en el pecho la amistad, el cariño que tuve por tu hermano! ¡Cómo se ha levantado dentro de mí el mundo de recuerdos que dejan las relaciones de la juventud cuando son íntimas y sinceras! Conque, ha muerto Julio: yo pensaba que él sería quien dijese: pobre Montalvo, al saber mi caída en la eternidad; y soy yo quien debe dar el pésame a sus hermanos. Mas ¿no piensas que tú debes también dármelo? No mires en mí el hombre de la política, la insana política, que tanto cuesta al corazón; no mires sino al amigo de la juventud, al compañero que no podía ni andar ni leer sino con el que acaba de irse dejando tras sí tantos dolores   —89→   y lágrimas. Dicen que la fortuna es ciega; la muerte lo es también. Todo parecía prometer larga vida a nuestro pobre Julio: su temperamento personal, su amable suerte, la profesión sosegada de la inteligencia: mujer querida, bellos niños, amor, riqueza, paz consigo mismo y con el mundo, eran prendas de larga vida; y él es el que se va, y él es el que nos deja. A poco andar le alcanzaremos; pero mientras esto sucede, llórale tú como bueno y tierno hermano, que yo lo lloraré como bueno y tierno amigo.

Juan Montalvo.

Rue Cardinet 26».



Rue Cardinet: ahí está todavía una casa en que, a su turno, murió Montalvo año y medio después.

En la fachada de esa casa, a los 35 años de su muerte, tuve el honor de colocar e inaugurar solemnemente la placa conmemorativa que, a mi ruego, Unamuno consagró.

La placa, la inscripción epigráfica, la ceremonia, que tuvo eco en París, -todo ello a iniciativa y expensa exclusivamente mías- eran lo de menos.

Otro pequeño homenaje, más parlante, más viviente -aunque poco importante por ser obra de mi mano- erigí luego a la memoria de Montalvo. Lo inicié en Washington, celebrando en la Unión Panamericana el sesquicentenario del nacimiento del gran escritor. Fue en forma de folleto, ilustrado, y nítido cual sabían serlo las publicaciones especiales de esa acogedora casa u hogar de las Américas. Publiqué ahí, ligándolos en un primer cuerpo, discursos, conferencias, prólogos que había ido componiendo en torno a la obra de Montalvo, editada por mí en la Casa Garnier. La edición, en libro, de ese mi breve «Montalvo» la publicó también Garnier, años más tarde, para servir de memento a la edición en grande que, de las obras, casi todas agotadas e inhallables de Montalvo, emprendí en esa casa francesa de antigua tradición editorial hispánica. Si no llegó a ser tan completa   —90→   como lo intenté, culpa mía no fue. Aun así, faltó poco para que lo fuese; y es la más copiosa hasta ahora. Hice en ella de asiduo corrector de pruebas; de esta lidia con tipógrafos franceses que silabean, letra por letra, el castellano, y las trastruecan, algo supo el mismo Montalvo y lo dijo renegando graciosamente. En esa labor, asistíame, pues, la sombra de Montalvo.

Para la celebración del contrato con el editor, acompañome un deudo de Montalvo, que por uno de esos azares de la sangre, imprevisibles para el espíritu, apareció en París de único derecho-habiente, por parentesco inmerecido, de los derechos de autor del muerto inmortal. Cobró en caja derechos habidos y por haber; y no volví a saber de él, ni de la caja, con la cual nada tuve que ver nunca.

Conseguí de Unamuno, en su destierro, que pusiese el prólogo a las Catilinarias de aquel otro desterrado. Haciendo suyos los dicterios de Montalvo contra Veintemilla, y señalando, con su índice corvo como garra, hacia su España, donde mandaba Primo de Rivera, exclamaba: «como el otro, como el otro».

Fue impresionante la escena en que el viejo vasco, -erguido como un roble, y sollozante a un viento de tragedia que lo sacudía imaginariamente- me entregó personalmente y me leyó en mi biblioteca de París, las cuartillas que parecían escritas por él dentro de su misma España adolorida. De este Unamuno, por lo menos conocéis la instantánea que de él fue tomada en la calle Cardinet mientras hablaba al pie de la placa conmemorativa de la muerte de Montalvo; fotografía inolvidable por su expresión.

En aquel librito mío sobre Montalvo, síntesis montalvina, no quise hacer ante todo obra de crítico literario, sino principalmente obra de compatriota, de representante del País en el extranjero. Es un elogio por lo alto, por lo más alto de su figura, donde sólo esplende, a la luz de la verdad, lo más insigne de su genio, tan complejo.

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Sin claroscuros ni sombras, repujé un medallón y lo incrusté en breve columna apologética.

Abstúveme de hacer en él obra de crítica que, sin dejar de ser todo lo elogiosa que naturalmente tenía que ser, me habría obligado a burilar los altibajos de su carácter y vida, bravíos y asaz contradictorios. Al seguirla por los meandros de su existencia, por ejemplo, habríame sido imposible no hablar de sus ataques a gentes de mi sangre y apellidos materno y paterno, ataques, burlas, insultos, que sólo me habría sido dable rectificar replicando.

Bien es cierto que el mismo Montalvo dice, en la carta que acabamos de leer:

«No mires en mí el hombre de la política; la insana política, que tanto cuesta al corazón».



Lo repite en otra carta a mi madre. Dice así:

«París, 20 de setiembre de 1887.

Señora doña Rosario Gómez de la Torre, Señora mía de mi consideración:

Tiempo ha que en lo íntimo de mi pecho estaba yo reconciliado con Julio; la noticia de su muerte ha venido a ser prueba de mi sinceridad, pues he visto correr por mis mejillas las lágrimas del más profundo sentimiento. La ausencia, la distancia han echado tierra sobre las insensatas discusiones que nos separaron, y no quedan en mí sino los afectos que no se borran ni al influjo de las cóleras transitorias, esto es, la amistad, el cariño de la juventud; yo nunca tuve amigo más querido que mi pobre Julio. Si a usted se le debe el pésame por tan terrible desgracia, a mí me lo deben también dar porque soy uno de los dolientes. Tenga usted por cierto, mi señora Rosario, que esta diligencia mía no es obra de pura política o urbanidad; es más bien una efusión necesaria, porque   —92→   mi corazón está rebosando de dolor. Hace tres días supe lo ocurrido en casa de usted, y hoy le escribo. No sé cómo recibirá usted esta manifestación de un antiguo amigo de usted; mas cualquiera que sea la suerte que corra mi carta, yo tengo la triste satisfacción de escribirla, siguiendo los impulsos de mi naturaleza.

Juan Montalvo,

Rue Cardinet, 26».



¿Refiérese acaso a sus invectivas contra el caballeroso don Manuel Gómez de la Torre?

En lo tocante a mi padre, no creo que hubiese sido la política, o tan sólo la política, lo que le distanció a Montalvo de mi padre, o a mi padre de él. A lo que entiendo, y según lo poco que he oído en mi casa hablar de ello, el motivo fue de otro orden, baladí, insignificante, pasajero. Ni arremetió Montalvo, que yo sepa, por escrito ni verbalmente, contra mi padre. Entiendo que nunca dejó de estimarle y respetarle. Y lo declara él mismo donde escribió: «No vayas a pensar que la muerte de Julio es la que ha venido a reconciliarme con él: por mi parte nunca hubo enemistad ni aborrecimiento; no hubo sino rompimiento».

No es desmedido suponer que la mesura, la corrección, acaso el desdén, vinieron del hombre mesurado y desprendido que fue mi padre.

No así Montalvo en sus intempestivos, y reiterados, insultos a tíos míos, en varios de los frecuentes, habituales saltos de humor que dieron a Montalvo fama contemporánea de altanero, desagradecido e inconsecuente.

Polemista acerbo, bien estaba que combatiese a quienes lo combatían, o le dañaban aunque no lo combatiesen; pero a quienes le favorecieron con su aprecio o su benevolencia, ¿a qué revolverse y ensañarse, cuando lo digno, aun en caso de algún enojo, tal vez justificable, era callar como callaban los aludidos?

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Hombre huraño en sociedad, y soberbio a sus solas, su nativa tendencia al aislamiento hacía que le supiesen a rejalgar como él diría, aun ciertos favores que la adversidad le constreñía a recibir, por discreto y fino que fuese el buen modo de quien se los hizo urbanamente y como cosa corriente entre paisanos. Su excusa, su alta y congénita excusa, era que Montalvo sentíase gran señor, que hubiera querido hacer favores siempre, nunca recibirlos.

Pero ¿a qué viene esta alusión, al parecer inoportuna, a la sombra de esta estatua transfiguradora y ya inmémore de miserias de la suerte? Pues viene en socorro de este vuestro servidor, quien, no teniendo para participar en este homenaje otro mérito que su antigua devoción por Montalvo, valiendo ella tan poca cosa, quiere y necesita haceros ver que ella venció a tiempo motivos que, humanamente, habrían desviado de su culto a, cualquier otro menos ecuánime, o algo vindicativo.

Nada tenía de extraño que yo hubiese oído, de labios de ancianas tías muy queridas, dolerse, fieles a su sangre, de las antiguas injurias irrogadas al nombre que llevaban.

Y ya que formamos aquí un género de familia espiritual, tan amplia que en ella caben todas las opiniones, pero un solo respeto a las diferencias, lícito me era, y érame necesario, para realzar la escasez de mi poco mérito de servidor de la gloria de Montalvo, haceros ver que otros habrían tal vez esquivado el tributar pleitesía a quien no, siempre respetó a personas que le eran caras.

«La insana política» le condujo a sembrar de zarzas el camino de sus recuerdos o de sus olvidos. Yo he despojado el mío de aquella maleza que, por punzante, sigue gustando en Montalvo a muchos, a condición que ella pique a otros...

El mismo Montalvo tenía de esos retornos tardíos sobre sí mismo. Reconocía sus errores. No hay sino recordar lo que dijo, aun de García Moreno, al ver lo que   —94→   había venido después: que de buena gana le devolviera la vida al gran tirano que «mató su pluma».

Cuando uno ha sido invitado a recibir su pequeña parte en un homenaje tan espontáneo como éste, la modestia le obliga a declarar que no merece, tanta generosidad.

Pero, no hay que extremar esa expresión de inmerecimiento, porque si fuese, en verdad, total la carencia de título alguno, ello implicaría que se están equivocando sus oferentes.

Mentirse a sí mismo, simular un inexistente reconocimiento, son simulacros que sólo pueden tener lugar en política, -en política, arte subalterno en la práctica, subordinado a fines de propaganda que tergiversen la verdad en manifestaciones que a menudo, aparentando ser en favor de alguien, son más bien contra alguien, contra algo.

Esto no acontece, no puede acontecer en un ambiente desinteresado y superior como el de la Casa de Montalvo. Habéis, pues, vosotros sabido, o llegado a saber, que algo, así sea poco, había hecho éste vuestro servidor por servir la gloria común de Montalvo.

Aquel poco, contrasta con lo mucho que vosotros habéis hecho, pero ello prueba tan sólo que vuestra bondad y generosidad son mayores aún que este contraste.

De aquí que, para merecer siquiera la mínima parte del significado que me dedicáis en el homenaje a Montalvo que a todos nos cubre, me ha sido preciso poneros a la vista, si bien casi confidencialmente, en la intimidad que me habéis brindado, esos aspectos que ignorabais o hubieran pasado inadvertidos por vosotros, y que me ayudan precisamente a no parecer del todo indigno de participar en la parte secundaria y accidental de este homenaje, cuya parte grandiosa y unánime se eleva tan sólo hacia Montalvo.

En mi larga vida, algo se me ha alcanzado de cuanto concierne a Montalvo; y, de lo que ha estado a mi alcance, he creído hacer el mejor uso al no hacer uso de   —95→   mermas o reparo alguno. Si hubiese querido ejercer de crítico zahorí, bien puedo aquí confesaron que hasta en su prosa, algunas porciones me parecían caedizas. No las toqué.

Eso habría sido, diréis vosotros, pretender rasguñar un mármol. Otros dirían: eso sería profanación. Pero el hecho es que, en crítica literaria propiamente dicha, no existen profanaciones, si se estudia de buena fe. Y el hecho es que, a trechos, aparecen resquebrajaduras en la obra más duradera, resquebrajaduras por donde penetra el desgaste del tiempo.

Que las vean otros, me dije, si es que las ven; que, para mí, el placer sólo está en aprehender las más altas razones de admirar, y no en hacer alarde de perspicacia inconducente a mi propósito, que únicamente es el muy justo de glorificar, a la luz de la verdad, y apartando sombras, aun esas que de suyo dan realce humano a la misma verdad, en detalles que se funden en la armonía y congruencia del conjunto.

La biografía de Montalvo, por Óscar Efrén Reyes; la biografía novelada por Vásconez Hurtado, son obras más completas que mi «Elogio» de Montalvo, y genuinas y muy valiosas. La de Reyes ha tenido el éxito que merecía; la de Vásconez lo merece más extenso.

Por lo demás, nadie ha hablado de Montalvo con el brío elegantísimo, la prosa perfecta y tono inimitable que son propios de Raúl Andrade en quien palpita la pasión de Montalvo, -tradicional en su familia-. Vacas Gómez también, en sus Siluetas, lo ensalza comprendiéndolo y sintiéndolo. Y así Alfredo Pareja y algunos otros más. Pero de un tiempo a esta parte, montalvistas de ocasión son ya legión, se improvisan y proliferan como hongos. La mayoría de ellos exaltan al «Libertario», como dicen con más énfasis que propiedad, quizás para atribuirse a sí mismos, con ingenuo júbilo y jactancia, ese epíteto que confunden con el de hombres libres, los cuales no necesitan ser «libertarios» para no más de ser libres, ni se proclaman «libertarios» porque les basta con   —96→   ser libres, es decir, no esclavos de los inocuos furores de aquellos.

Mi breve «Montalvo» no aspiraba a ejercer influencia alguna; mal podía alcanzarla, ni la hubiera merecido en el mejor de los casos. Y parece ser como que nadie, o pocos, lo hubiesen leído. Circuló empero bastante, pues fueron enviados de París, de obsequio, varios paquetes, desde el año 1937.

Lo único curioso es que han ido apareciendo desde entonces, en escritos que nunca citaron ni mencionaron mi labor, apreciaciones y cosas sobre Montalvo que en mi modesto ensayo constaban por vez primera. Hablan ellos, de las primeras impresiones de viaje y juventud de Montalvo, -que tanto trabajo me costó rastrearlas y recomponerlas-, como si les hubiesen sido familiares. Todos daban como cosa consabida, sabida desde siempre, conceptos que emití, juicios que formulé, datos que hallé tras larga búsqueda, atisbos y detalles que di a la luz sin vanagloria.

No los habían, ellos, enunciado antes. Y, al plagiarlos o al parafrasearlos, ni siquiera los mejoraban o completaban.

Salvo la generosa Epístola que publicó en Desvelo y Vaivén del Navegante, el joven escritor que ya venía destacándose, Galo René Pérez, no coseché semilla alguna bien fructificada, de entre las que eché al voleo, en ese mi Elogio de Montalvo. Declaraba esa Epístola abierta, cordial y fresca en su entusiasmo de mocedad y descubrimiento, cómo, su ingénita admiración por Montalvo, habíase aclarado a la lectura de mis páginas, introducción al conocimiento de las bases inconmovibles de la gloria montalvina, que el joven ensayista decía haber hallado en ellas, no ya en alabanzas vagas y genéricas, sino enclavadas con precisión en los cimientos.

Poco valen, de poco sirven, frente a la literatura montalvina, mis antiguas contribuciones a su difusión.

La resonancia como de cúpula, que le dais hoy en el templo que es esta Casa de Montalvo, enaltecen mi aporte,   —97→   no al nivel de la minúscula estatura de mis escritos, sino a la altura de vuestra generosidad.

¡Qué mayor resonancia! Tanto mayor cuanto más inesperada y menos buscada, por inmerecida. Con ella me colmáis.

A ella se añade tan sólo otra satisfacción, que será también satisfacción vuestra. Mi propósito de divulgación se dirigía, no tanto a lectores de nuestro país, donde todos conocen y veneran al «Cosmopolita», cuanto al extranjero, donde muchos ignoraban la obra y renombre de Montalvo. Pues bien: cuatro ediciones se han hecho afuera, de mi ensayo. Ninguna aquí, por innecesaria. De entre ellas, la más reveladora de interés, fue aquella con que me honró la Academia de Letras Argentina, al seleccionar ese mi Montalvo entre otros ensayos míos, y publicarlos en bella edición, bajo el título de Cuatro Grandes Clásicos Americanos.

De esta edición, poco conocida y fuera de comercio, os traigo el último ejemplar de los que me enviaron, hace nueve años. Os lo dejo en recuerdo de esta visita.

¿Qué más podía desear? Ahora vosotros añadís este coronamiento a mi desinteresada labor patriótica. Muchos suelen decir aquí que nunca me he ocupado de lo nuestro. No es exacto, y es simplemente tendencioso.

Casi no hay nombre y obra valiosa de nuestra literatura que no haya atraído mi atención, mi búsqueda, mi elogio. No es del caso enumerarlos.

No siempre se duele uno de lo injusto, ni es lo que más duele.

Volviéndome a vosotros, os agradezco en particular y muy humildemente. Muy cordialmente, sobre todo. Agradezco al señor Alcalde haberse dignado invitarme en persona a este homenaje.

Y bien adivino, en la fineza del tacto, la mano femenina que, discretamente, como poniéndose detrás del imponente   —98→   aparato de esta manifestación montalvina, la he visto tenderse de lejos movida por la tradición que en su casa perdura, de la amistad de los suyos con los míos.

Escritora sensible a la evocación del pasado familiar, doña Blanca Martínez de Tinajero, no ha olvidado que su abuelo, su padre, sus tíos, estuvieron ligados de amistad con los de mi casa. En mi antigua casa materna gusté del trato de su padre, Luis Martínez; y más lejos, en mi infancia, vi cruzar sus corredores la alta y encorvada silueta barbada de Don Juan León, que solía venir a la hora del café y sentarse a la mesa familiar no todavía huérfana del todo.

En otra ocasión, dije, hace años, en la plaza de esta misma ciudad, mis recuerdos de entonces.

Como debe existir también enterrada en el modesto mausoleo que era la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria, no una nota mortuoria sino una extensa salutación de bienvenida a la novela de Luis Martínez, A la Costa; nota que publiqué hacia 1904, y fue la primera en salir a la luz, a raíz de la aparición de la novela.

Este contacto con vuestra tierra, renueva memorias aún más viejas, no por eso menos caras a esta región privilegiada, pues se refieren a don Juan León; y no a mí, sino a mi padre, amigo muy querido de don Juan León.

Refiérome a unas cartas sobre literatura autóctona, que tenían de singular el haber sido escritas en el seno de la selva, entonces virgen, de Paramba y Malbucho, por el poeta delicado y hombre fino que fue mi padre. Fue él, además, como muchos de nuestros hombres antiguos, domador de tierras bravas, sembrador en talas de monte inmemorial; -no como los actuales demócratas que sólo quieren sentarse a mesa puesta. Entre esos dos poetas amantes de la naturaleza y de la soledad del campo discurrió un diálogo a distancia. Bellas en particular por aquella circunstancia, las cartas de mi padre a don Juan León yacen sepultadas en las Memorias de la Academia   —99→   de la Lengua, de hace muchos años; y hoy parecen cobrar vida en esas selvas, adonde ya no van poetas, a caballo y a pie por despeñaderos, sino funcionarios y mercaderes en autocarril, sobre rieles que hace años esperan ver rodar trenes, promesa de gobiernos a cual más falaz o a cual más inhábil, o más hábil en este escamoteo secular.

Saludemos también la aparición, en esta fiesta, de ese «Trajano Mera», buscado, hallado, por las luces, la bondad e inteligencia del joven escritor y excelente Alcalde doctor Pachano. Me he congratulado de volver así a encontrar aquí, en esta biografía, al compatriota a quien fui a conocer en Amberes. Como si desde antes lo hubiera conocido, lo encontré solitario y nostálgico de natural, cual siguió siéndolo a pesar de sus retozos de ironía agridulce, y cual bien lo muestra su entusiasta comentarista ambateño de la misma buena cepa.

Meras, Montalvos, nombres que la vida divorció un día, para juntarlos en la historia. ¡Sea esta pretérita y bienhechora conjunción bajo el común denominador de la patria, ejemplo y estímulo a reconciliación entre vivos; y regocíjese Ambato de haber sido y seguir siendo cuna de ilustres servidores6.