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Juana Inés: bajo «la perfección del arte»


Linda Egan


Universidad de California, Santa Bárbara



  -309-  

Un día en el otoño de 1673, la madre sor Juana Inés de la Cruz se sentó en su celda en el convento de San Jerónimo para escribirle una carta a don fray Payo Enríquez de Ribera, arzobispo de México1. Quería pedirle al prelado que viniera para darle el sacramento de la confirmación, y en ese momento se sentía bien, de buen humor y animada por el cariño que le tenía a fray Payo. Naturalmente, la carta salió rimada y medida como poema. Decimos «naturalmente» porque lo mismo dijo sor Juana, quien en la famosa carta que escribió casi dos décadas después al obispo de Puebla, cuando ya no se sentía nada bien, declaró que «la tan perseguida habilidad de hacer versos» es en ella «tan natural, que aun me violento para que esta carta no lo sean» (4: 469).

La carta al arzobispo Payo (Obras núm. 11) es una joya de gracia y coquetería femenina, llena de la travesura de una niña que puede decir a un gran señor, con toda confianza, que si lo viera llegar a ser Padre Santo, «diera saltos de contento» (v. 217).

Comienza con las mejores intenciones de portarse bien; le saluda muy respetuosamente como «Ilustrísimo Don Payo» (v. 1). Pero la tentación de bromear se apodera de ella enseguida: con un   -310-   cariño casero agrega «amado Prelado mío» (v. 2). Y para recalcar que, para ella, el afecto que le tiene vale más que el respeto que le debe a su posición oficial, coquetea con ese «mío» del segundo verso:



y advertid, Señor, que es de
posesión el genitivo:

   que aunque ser tan propietaria
no os parezca muy bien visto,
si no lo tenéis a bien,
de mí está muy bien tenido.


(vv. 3-88)                


La monja da por sentado que el arzobispo estará contento de ser tratado con familiaridad por esa monja que debía de ser una de sus hijas religiosas favoritas; tan segura está, que convierte su juego con el «mío» en un chiste, que deleitaría a fray Payo:


Mío os llamo, tan sin riesgo,
que al eco de repetirlo,
tengo ya de los ratones
el Convento todo limpio.


(vv. 9-12)                


Yo sé que no puedes verme personalmente, encerrada como estoy en este convento, parece decir la monja, pero imagínate, si quieres, que aquí ando por los pasillos tan inspirada por este «tan ciego [...] afecto mío» (22) por ti, que el eco de mis «míos» insistentes vale por otros tantos «miaus».

La Juana Inés de este romance es una mujer que todavía hoy podemos tocar en su humanidad y alegre confianza en sus encantos, una Juana risueña, que a pesar de las tristezas que le tocó vivir retiene la capacidad para divertirse escribiendo. En esta Juana raras veces se detienen los críticos. Por lo general, enfocan, o bien los aspectos filosóficos y teológicos de su obra, o bien su feminismo muchas veces estridente. Y no sin razón. Pero acierta Anita Arroyo al decir que hace falta un estudio más detenido de ese elemento cálido y juguetón (Arroyo 75).

Para Octavio Paz, la mayor parte de la poesía de sor Juana Inés   -311-   de la Cruz es «mero ejercicio, alarde y exhibición de maestría» (370). La monja casi nunca «pretende expresarse a sí misma», dice Paz, y en esto ella es, «como todos los poetas de su tiempo», una artista que convierte sus experiencias vitales en una máscara estética. Dice Paz:

No digo que la poesía de sor Juana no contiene nada personal sino que sus experiencias más íntimas tienden a conformarse y a transfigurarse en las formas de la tradición, de los metros a las metáforas y los conceptos [...]. Los poetas y sus lectores buscaban no la realidad vivida sino la perfección del arte que transfigura lo vivido y le da una realidad ideal.


(370)                


Por nuestra parte, no negamos que sor Juana practicó -y aun rejuveneció y mejoró al imitarlas- las convenciones artísticas de su momento. En ese terreno es, como la califica Antonio Alatorre, el artífice barroco por antonomasia («Avatares» 406-430). Pero antes, mientras, y ya cuando dejó de ser creadora de ese arte esmerado, la madre sor Juana Inés de la Cruz -Fénix y Décima Musa de América, famosísima fabricante de literatura- fue simplemente una mujer llamada Juana. Y eso, a pesar de una «falsa modestia» convencional que brotó, recargada de matices contradictorios, de su «torpe pluma» (4: 440). Juana Inés se valió de un humor frecuente y ricamente intencionado, un humor que se manifestó en una variedad de complicadas sonrisas, a veces tan contradictorias y vistosas como los demás tropos barrocos que manejaba. Raras veces se trata de simples expresiones de felicidad o travesura: las más usa el humor como escudo o muralla defensiva, escondiendo tras su risa las lágrimas o el temor e incluso pensamientos teológicos y filosóficos que era mejor ocultar2.

  -312-  

A veces fabrica un chiste con un lenguaje que parece deliciosamente prosaico en medio de un ramo de metáforas floreadas, para sorprender y confundir, y en última instancia para camuflar sentimientos personales y tristes. A veces se vale de una autorreferencialidad reveladora y de una imaginería casera y femenina que la retrata como un ser que nunca renunció a su humanidad ni a su individualidad, ni cuando aceptó la regla conventual que pretendió apartarla del mundo, ni cuando adoptó la identidad de escritora, la cual seguía una larga tradición despersonalizadora. Casi siempre el llanto está al dorso de la risa sorjuanina. Es el llanto de una mujer que se despidió del mundo por razones más prácticas que espirituales, y de una mujer, además, que transgredió las reglas de la sociedad, dentro y fuera del convento. En ese mundo, según nos lo describe Asunción Lavrín, la mujer debía evitar «la locuacidad» y «la obstinación» (36), debía casarse para propagar la especie, no obstante que «el estado de virginidad era el más perfecto» (37), obedecer «en todo las decisiones de los hombres» (37) y no mostrar en público sus conocimientos (38).

A cualquier estudioso de sor Juana le consta que la monja parloteaba con todo el mundo, tanto con las visitas que acudían a su locutorio en el convento de San Jerónimo como a través de una amplia correspondencia, de la cual sólo se nos conservan dos muestras célebres. No hay que olvidar tampoco el extenso corpus de poesía epistolar, del cual, en parte, nos ocuparemos aquí.

Con nuestra lectura esperamos correr las cortinas del barroquismo estético, para hacer salir del personaje a la persona viva. Esta Juana dentro de la poetisa es, no sólo una mujer de intensa inquietud religiosa y filosófica, de inteligencia aguda y de impresionantes conocimientos, sino además un ser sonriente y a veces francamente jocoso, cuyo complicado sentido del humor puede teñirse incluso de vulgaridad y hasta la crueldad (para desconcierto   -313-   de Méndez Plancarte, a quien le costó admitir, a propósito de unos epigramas maliciosos, que «no todo era, en sor Juana, miel y seda» (1 nota al núm. 97)).

Veamos otra muestra del matizado humor de sor Juana: el romance a la condesa de Paredes cuando esperaba el nacimiento de su hijo José (núm. 23): «Acuérdome, Filis mía, / [...] que la otra vez que tú estabas, / como dicen en mi tierra, / ocupada en la mayor / obra de naturaleza; / digo, cuando con dos almas / estabas, aunque no sea / menester estar encinta / para que mil almas tengas; / [...] entonces, pues, digo que, / antojo o capricho fuera, / por unas nueces hiciste / más ruido que valen ellas» (vv. 1-32).

Notemos que estos versos se leen tan naturales como las líneas de cualquier carta entre amigas que comparten la alegría de que una de ellas, «ocupada en la mayor / obra de naturaleza», pronto vaya a dar a luz. En este espacio cerrado, íntimo, femenino, no nos extraña ver a la dama cortesana, conquistadora de «mil almas», rebajada al nivel de una simple mujer embarazada, cuyas energías se dirigen a la tarea de crear «dos almas» donde antes había una. Tampoco nos sorprende que el tema gire sobre uno de esos raros antojos que les entran a las mujeres encintas. Pero con qué grata comicidad advierte sor Juana que la condesa vocifera su deseo con más ruido del que las propias nueces van a hacer al salir de sus cáscaras y ser sacrificadas entre los dientes de la condesa.

Nuestra sonrisa es aún mayor cuando recordamos que esta condesa redondita, golosa y ruidosa es la misma Lísida etérea de cuyo cuerpo angélico, idealizado, pide sor Juana en otro romance (núm. 61) que «lámina sirva el Cielo al retrato, / [...] cálamos forme el Sol de sus luces; / sílabas las Estrellas compongan» (vv. 1-4). El retrato que la poetisa le hace a la condesa en este romance es de insólita belleza, conforme a la convención petrarquista, pero para nuestro gusto vale más la imagen que Juana Inés nos pinta de su amiga embarazada y codiciosa de nueces. Y es el humor el que hace resaltar esta imagen deleitosa de una mujer que, antes que ser primera dama de la Nueva España, es un ser humano con apetitos   -314-   tanto sexuales como gastronómicos. En este romance de las nueces sor Juana pone otro toque en el autorretrato que va pintando entre sus versos para nuestra contemplación. Trae nada menos que a Apolo, desde su Olimpo, para que busque con ella la manera de regalarle a María Luisa sus apetecidas nueces. Hace ya un año que Apolo le prometió las nueces que buscaba3:



   me dijo: -«Guárdalas, Juana»;
porque a mí con la llaneza
me suele tratar Apolo
que si algún mi hermano fuera;

   que él es un Dios muy humano,
que por más que lo encarezcan,
no cuida más de su carro,
sus caballos y sus riendas.


(vv. 53-60)                


Tan típico es este dios macho, con sus caballos y su carro, que incluso cultiva su alianza con Juana para que ella convenza a la divina Lisi de que le preste algunos rayos para lucir más bello (vv. 65-68). Y como Apolo es el primero en reconocer que todo favor cortesano tiene su precio, afirma que le ha prestado muchos servicios a la condesa: le ha hecho llegar minas y perlas y ha reducido a su obediencia «las Provincias de los Astros, / los Reinos de las Estrellas» (vv. 79-80).

Pero prosigamos:



digo que él, allá en su lengua,
razonando medios días
y pronunciando centellas,

   me dijo: Esas nueces guarda,
de quien yo fui Cocinera;
que, al rescoldo de mis rayos,
les sazoné las cortezas.
-315-

   Y mira que yo no soy
tan bobo como se piensan
los que dicen que por Dafne
dejé mis luces a ciegas:

   que yo soy un Dios Doctor,
que vivo con la experiencia,
y estoy en edad que sé
dónde el zapato me aprieta:

   y habiendo visto el nogal
y el dulce fruto que lleva,
no había de andarme tras
laureles, a boca seca.


(vv. 86-104)                


Cuidadosa de su oficio, la poetisa hace una alusión sinestética a rayos sonoros como palabras (Apolo estaba «pronunciando centellas»), al mismo tiempo que cuenta un chiste. Pero más que la artesanía poética, es la perfección de la broma la que nos cautiva. Sería ya suficiente que el Dios del Sol, el que mide el transcurso de los «medios días» con su carro y caballos, tuviera que bajar del cielo para elevar a una condesita a la que se le antojan unas nueces. Pero este Apolo es además una «Cocinera» (notemos el femenino: como si hubiera una mujer diosa dentro del varón divino) y un señorito presumido, como muchos que la joven Juana debió conocer durante sus años en la corte, que se preocupa por su reputación («yo no soy tan bobo como se piensan») y por el favor de la primera dama del virreinato. Él sabe muy bien arreglárselas en el mundo político-social de la Nueva España y sabe «dónde el zapato le aprieta»: más le importa satisfacer el antojo de María Luisa que perseguir neciamente a cualquier Dafne de la corte.

Aquí píntame feminista, también, dice sor Juana. Pero con los colores suaves del buen humor, de una mujer que se siente en este momento segura de sus poderes artísticos y del favor de la corte y que puede mostrarse indulgente para con ciertos hombres necios del Olimpo varonil.

Pero veamos cómo emplea sor Juana el humor a fuer de mecanismo defensivo en el romance con que respondió al asesor general del virrey, quien le había enviado unos versos de alabanza   -316-   (núm. 38). Desde el principio compara los elogios del caballero con un ataque injusto, porque ¿acaso no «es vituperio, y no elogio, / la alabanza en el indigno» (vv. 7-8)? La serie de variaciones sobre el tema es ingeniosa, pero al mismo tiempo bastante sombría. También es grave el tono de los muchos versos (77-208) que alaban hiperbólicamente el talento de su admirador. Tan hiperbólico es este pasaje central del romance, que empezamos a sospechar una burla hecha con sorna y muy poco cortesana. El contraataque termina con un chiste:



Quien viere vuestro Romance,
podrá decir lo que a Egipto,
que una pirámide tal
erigió para un mosquito,

y... Mas hételo a Guevara,
que ya llega muy preciso
por el Romance, y me quita
lo que iba a decir, del pico.


Yo soy tan indigna de la fama que me atribuyes como lo sería un mosquito de una pirámide construida en su recuerdo, dice Juana. La comparación es a tal grado exagerada, que su admirador no pudo por menos de ver en ella la broma que es, pero, ¿debía reírse o buscar refugio? Esas líneas ¿no eran más hirientes que risueñas? Y ese fin ligero, tan abrupto como una despedida violenta, ¿iba dirigido a ella o a él? Notamos un toque de incomodidad en ese remate chistoso, como si sor Juana se sintiera de repente cansada del juego cortesano que la obligó a ser objeto de una adulación que la abrumaba.

En otros escritos se nota el mismo aire socarrón y defensivo que adopta ante la evidencia de su fama y ante las murmuraciones envidiosas que la acompañan. Se supondría que quería disfrutar de su renombre; sabemos que hizo lo posible para ver publicadas sus obras. Pero al mismo tiempo que buscaba ser conocida allá en el mundo, huía de la fama que ocasionaban sus esfuerzos. Vemos a sor Juana enfrentarse a este tema, una dolorosa constante de su   -317-   vida, en la carta que escribió a su confesor el padre Núñez y en la Respuesta a sus detractores que escribió nueve años más tarde. En ambos documentos el sufrimiento que le ha causado su fama vibra en frases cargadas de una ironía que mal encubre el enojo y el temor. Aquí se demuestra «la angustiada y conflictiva actitud de sor Juana hacia el escribir, la carga que ello le ha acarreado, su sentimiento de ser indigna de la fama» (Merrim 29). En la carta a Núñez, que escribió después de soportar las críticas, constantes y públicas, que él le hizo porque era mujer, mujer religiosa y mujer que escribía, la monja le volcó encima una carga de emoción como para llenar «muchos volúmenes mui copiosos» (en Alatorre «Núñez» 621). Tras una defensa de su derecho a estudiar y escribir lo que le diera la gana, termina por despedir a su confesor, cuyos servicios no le son necesarios, dice con sorna, porque

Dios que me crió y redimió, y que usa conmigo tantas misericordias, proveherá con remedio para mi alma, que esper[o] en su vondad no se perderá, aunque le falte la dirección de V. R. [...]. ¿Qué precisión ay en que esta salvación mía sea por medio de V. R.?


(625-626)                


Así que, adiós, «padre mío y mi señor» (620).

En la Respuesta se enfrenta a sus críticos, que incluyen a Núñez, con más cautela: su circunstancia de protegida de la corte ha cambiado ya, y ahora es más evidente su conciencia de haber transgredido la regla del silencio. Esta conciencia la lleva a enredar su discurso en contradicciones e ironías compuestas de juegos con el decir y no decir, el saber y no saber, que Josefina Ludmer ha explorado con agudo acierto4.

Hay textos poéticos de sor Juana que revelan la misma inquietud ante las reacciones de su público, y casi siempre esa inquietud   -318-   se presenta oculta tras el escudo del humor, de un humor a menudo sombrío y ambiguo. Sor Juana se esforzó por reunir todos sus escritos para que su amiga la condesa de Paredes los hiciera publicar en España (en 1689), y luego se mostró huidiza, casi molesta, en el romance (núm. 1) que escribió para presentar a sus lectores «estos versos... / [que] sólo tienen de buenos / conocer yo que son malos» (vv. 1-4). Con un tono despectivo, como quien no quiere tomar la cosa en serio, declara:



   Di cuanto quisieres de ellos,
que, cuando más inhumano
me los mordieres, entonces
me quedas más obligado,

   pues le debes a mi Musa
el más sazonado plato
(que es el murmurar), según
un adagio cortesano.


(vv. 21-28)                


Ya yo sé, parece decir, que habrá entre vosotros quienes tomen a mal que una mujer -y más, una religiosa- escriba tales cosas. Pues bien, echadle la culpa a mi Musa, que no fui yo. Es más, ni me importa lo que penséis.



   Esto es, si gustas creerlo,
que sobre eso no me mato,
pues al cabo harás lo que
se te pusiere en los cascos.

   Y a Dios, que esto no es más de
darte la muestra del paño:
si no te agrada la pieza,
no desenvuelvas el fardo.


  -319-  

Es curioso que esta escritora ya bastante famosa remitiera sus exquisitas poesías a la editorial como si fueran un fardo de paño. Curioso que esta mujer insigne casi quisiera renegar de una producción que seguramente aumentaría sobremanera el brillo de la luz pública concentrada en su persona. No nos cuesta trabajo comprender un motivo por el cual Dorothy Schons y Anita Arroyo, entre otros, han comentado la ambigüedad en sor Juana, quien vivió como «a house divided against herself» (Schons 52), una mujer consciente de ser (y aquí Arroyo (75) cita a la propia sor Juana) «festiva y llorosa a un tiempo» (núm. 39 vv. 41-48). Estamos ante una escritora que ha averiguado en carne propia que


No siempre suben seguros
vuelos del ingenio osados,
que buscan trono en el fuego
y hallan sepulcro en el llanto.


(núm. 2 vv. 85-88)                


Podemos ver esta yuxtaposición de la alegría y la melancolía en la respuesta de sor Juana al señor Navarrete del Perú, que le había obsequiado unos búcaros de barro junto con un poema en que sugirió que la madre Juana se volviera hombre, porque escribía tan bien (como un varón). Como buena mujer obediente, se esforzará por seguir su recomendación, replica (núm. 48), «aunque juzgo / que no hay fuerzas que entarquinen» (vv. 87-88), aludiendo con ironía al Tarquino que intentó forzar a Lucrecia. Volverse hombre sería como una violación de su naturaleza y en todo caso imposible, porque -aquí una de sus muchas alusiones a la androginia de su alma y talento- «no es bien mirado / que como a mujer me miren, / pues no soy mujer que a alguno / de mujer pueda servirle» (vv. 101-104),


y sólo sé que mi cuerpo,
sin que a uno u otro se incline,
es neutro, o abstracto, cuanto
sólo el Alma deposite.


(vv. 105-108)                


Esta respuesta resulta un tanto seria. Pero luego la autora suelta   -320-   una carcajada en el romance con que le responde al mismo admirador con motivo de un segundo romance. Decía Navarrete que cuando salió en busca del Fénix mítico, para su sorpresa la encontró en América, con el descubrimiento de que «más vale / sola una hoja de Juana, / que quince hojas de Juanes» (núm. 48 bis vv. 106-108). Esto provoca en sor Juana un sarcástico «¡Válgate Apolo por hombre!» y una larga serie de conceptos juguetones que -con la excepción de alguno que otro matiz sombrío al dorso del chiste- apenas si manchan de amargura el rebajamiento humorístico de su fama y afición por las letras. Aquí el desdecir a su admirador es (casi) pura coquetería y risa, aun cuando se burla de sí misma. Santiguándose de la «tan paradoja idea» de que una mujer sea el Fénix ilusorio del mito, suelta de su colmena métrica un enjambre de chistes emplumados sobre gallinas y mandrias (femeninas) convertidas en halcones y gerifaltes (masculinos) y hasta sobre la «rara avis» que es sor Juana misma.

Pero luego -ahora el reverso del chiste- desencadena una serie de alusiones a su vida real, que no son menos reveladoras por graciosas. ¿Por qué hablar de mi renacimiento, pregunta, si



   Lo que me ha dado más gusto
es ver que, de aquí adelante,
tengo solamente yo
de ser todo mi linaje.

   ¿Hay cosa como saber
que ya dependo de nadie,
que he de morirme y vivirme
cuando a mí se me antojare?

   ¿Que no soy término ya
de relaciones vulgares,
ni ha de cansarme el pariente
ni molestarme el compadre?


(vv. 129-140)                


Aunque se jacta, casi, de vivir en completa libertad, con su única compañera, la pluma, y excusada de todo ese asunto del matrimonio, que a otras mujeres les toca vivir, nosotros recordamos, sin embargo, el afán de sus superiores de poner grillos a las patas del   -321-   ave Juana, así como sus propios suspiros de soledad. Y escuchamos en esos versos a quien silba para darse ánimos al caminar de noche por el cementerio.

Pese a este soplo sombrío, son preciosas las imágenes que nos pinta de una Juana que, de tener una vida tan improbable como la del Fénix, ya no tendría que moler chocolate ni ser molida por las visitas de sus monjas hermanas. Pero lo mejor está por venir, en los últimos versos, donde, para rematar esta visión de sí misma como la Fénix de América, sor Juana se pinta como una curiosidad de carnaval, atrapada por los saltimbanquis y llevada,



... como Monstruo,
por esos andurriales
de Italia y Francia, que son
amigas de novedades
y que pagaran por ver
la Cabeza del Gigante,
diciendo: Quien ver el Fénix
quisiere, dos cuartos pague...


(vv. 179-86)                


¡Válgame Dios! la oímos exclamar: «¡Aquesto no!» (189) Ya no me compares con un monstruo de la naturaleza, con un bicho raro, con un ser mitológico: soy yo, Juana, una escritora famosa, sí, y demasiadas veces para mi pena, pero en fin, soy una mujer de carne y hueso y de una mortalidad que, si se adelanta, será porque «mi tintero es la hoguera / donde tengo que quemarme» (vv. 149-150); por eso le digo, Caballero, que no es usted ni nadie el responsable del hallazgo de ninguna fénix. La responsable soy yo.

Pasando a otra fuente rica de alegría sorjuanina, los villancicos, tampoco podemos decir que todo sea risa y chiste. El tema religioso lo impide, en primer lugar (y el hecho de que esas canciones se compusieran para cantarse durante la misa, dentro de la iglesia)5.

  -322-  

Y en segundo lugar porque sor Juana se aprovechó de este género bastante despreciado en su momento -y no lo bastante estudiado- para insertar algunos de sus pensamientos teológicos, filosóficos y feministas más atrevidos, fenómeno que Electa Arenal y Octavio Paz han comentado con el mayor detalle6. Aún así, es evidente que sor Juana se divirtió sobremanera con los muchos villancicos que escribió. A este género muy español la monja lo «reanimó con su fantasía y [le] dio alas con su gracia» (Paz 415); en estas canciones sacras, nota José Joaquín Blanco, «pocas veces ha sido tan sonriente y civilizado el catolicismo» (2: 46).

El género de los villancicos le proporciona a sor Juana un espacio en que lucirse muy mujer, muy madre y muy niña. A sus oyentes los invita a que «escuchen a mi Musa / que está de gorja» (núm. 238 vv. 1-2). Luego, jocosa y tierna, saca a colación un juego de adivinanzas para que los niños le digan «¿Cuál oficio San José / tiene?» (núm. 299 vv. 90-91); exclama, admirada como una muchachita de provincia, «¡Válgame Dios, los primores / que nuestro Dios sabe hacer!» (núm. 303 vv. 24-25); descarta el argumento del que dice que María fue al Cielo el veinticinco de marzo, con un exasperado «¡Qué bobería!» (núm. 311 v. 65); nos lleva a la cocina para observar al mago Simón cuando «estrellose como un huevo» (núm. xlvii v. 39); nos sienta en el cuarto de los niños   -323-   para escuchar un precioso cuento de hadas sobre su heroína Santa Catarina.

«Érase una niña...» (núm. 322 v. 7), cuenta, que «aun una Santita / dizque era también» (vv. 31-32), y nos muestra una sonrisa maliciosa con esa parodia de la actitud de los hombres que se empeñan en achicar a las mujeres (hasta tal punto, que a veces las condenan a muerte, como ocurrió con la mártir Catarina de Alejandría, torturada y asesinada por ser sabia y predicadora). En este villancico, que forma parte de una serie de virulento feminismo, sor Juana relaja el tono estridente de las otras canciones y se vuelve sutil y graciosa, demostrando así que una de las fuentes tradicionales del poder femenino ha residido en su capacidad de narrar, de convertir hasta los cuentos de hadas en sermones de gran fuerza redentora: a pesar de que «dizque / dice no sé quien, / ellas sólo saben / hilar y coser...» (vv. 19-22), Catarina «a hombres grandes / pudo convencer» (vv. 25-26).

Si bien sor Juana eleva a Santa Catarina y a la Virgen María; hasta una altura teológicamente peligrosa, a la mujer de carne y hueso la rebaja para elevarla. En una serie de retratos poéticos, sor Juana sigue los preceptos del amor cortesano petrarquista precisamente para destronar, entre un estrépito de risa, a la tradición. En los retratos que ella hace, lo mismo de personajes divinos como la Virgen que de mujeres que conoce, sor Juana demuestra lo absurda y lo injusta que resulta esa imagen de la mujer como una colección inánime de cabellos-rayos del sol, dientes-perlas y bocas-rosas. Con ese fin, sor Juana echa por tierra la estatua de la belleza ideal colocada en el pedestal y pone en su lugar, por ejemplo, a Elvira, la condesa de Galve, retratada, no como la Laura de Petrarca, ni la Elena de Homero, ni la Elisa de Virgilio, y así ad infinitum, sino como alma querida, como una mujer real a quien sor Juana acepta «sin tratar de pintarte, / sino sólo de quererte» (núm. 43 vv. 117-118). O bien, para deleitar con comiquísima seriedad, en el mejor de estos retratos subversivos, a Lisarda.

El sensacional ovillejo (núm. 214) que nos presenta a esta «belleza» es para morirse de la risa; pero a la vez aporta un mensaje   -324-   serio. Aquí Juana Inés maneja un pincel cortante con el que desgarra todos los viejos lienzos de imágenes femeninas congeladas en insípida monotonía, clavadas como mariposas exhibidas en un museo de historia natural.

Paz interpreta esta sátira poética como un simple juego literario que, aunque «es rico en imágenes vívidas y chuscas» (Paz 403), «también es cansado». Encontramos más acertadas las críticas de Frederick Luciani y Julie Greer Johnson. El estudio de Luciani demuestra hábil y precisamente cómo sor Juana, a base de una autorreferencialidad constante, desconstruye las herramientas del petrarquismo. Sin embargo, no coincidimos con la conclusión que saca de sus observaciones, a saber, que sor Juana quiso prescindir de cualquier retrato de Lisarda, para distanciarse completamente del esquema petrarquista. Más que nada, Luciani afirma, sor Juana produjo un retrato de sí misma como creadora de arte, porque el otro retrato, el de Lisarda, no es a final de cuentas más que «un montón de metáforas desconectadas que fracasan en su intento descriptivo» («El amor desfigurado» 41). Pero no es así. Vuélvase a leer el poema: es un retrato perfectamente descriptivo, que va, con esmerada lógica petrarquista, desde los cabellos hasta los pies. Lo que pasa es que sor Juana hizo dos retratos en un lienzo: uno, de la pobre Lisarda y otro, de una sor Juana realísima, una artista en total control de su obra -y de su derecho a crearla originalmente, como, ella quería, «aunque saque un retrato / tal, que después le ponga: Aquéste es gato» (vv. 21-22). Y lo que no quiere hacer es servirse de las sobras de «los mayores» (v. 44), que ya han hecho una confitura empalagosa de todos los soles, albores, flores y reflejos de estrellas de que uno pudiera valerse para representar a una belleza. Estas metáforas «ya no las puede usar la Musa mía / sin que diga, severo, algún letrado / que Garcilaso está muy maltratado / y en lugar indecente» (vv. 58-61).

Con un humor de filo de cuchillo, sor Juana pone a salvo a toda mujer cosificada por la tradición:

  -325-  

[Ella] desmistifica la imagen estática del ser de la mujer en la cima de la perfección y desvanece asimismo el aura que rodea a la creatividad literaria, como resultado de un solo pincelazo genial [...]. [Sor Juana] demuestra a través de sus actos que es una mujer de carne y hueso que cavila, duda, se equivoca y se corrige.


(Johnson 444)                


El retrato de Lisarda explica, a la vez, otra aparente aberración en sor Juana: esos cinco sonetos burlescos que Méndez Plancarte, entre otros críticos chapados a la antigua, ha intentado esconder bajo la alfombra, como gatos desdeñosos de una comida maloliente. Un momento, dice sor Juana en otro soneto burlesco: Yo escribo este tipo de poesía sólo «porque todo poeta aquí se roza» (núm. 158 v. 14). Efectivamente, escribir sonetos escatológicos a lo Quevedo sí le dio a la monja una oportunidad más para probar su igualdad con los varones, punto que Antonio Alatorre explora en un gracioso artículo dedicado a «Sor Juana y los hombres». Pero más concretamente, como Luciani demuestra en un retorno al tema del retrato petrarquista, estos sonetos son una extensión de la sátira que sor Juana hace en el ovillejo a Lisarda. Dice Luciani:

Los críticos se han equivocado en divorciar los sonetos del contexto literario que los vuelve inteligibles: la tradición del amor cortés, en sus formas serias y burlescas [...]. El humor y la sorpresa de las formas burlescas del amor dependen de sus contrapartes refinadas; sólo como deformaciones temáticas y lingüísticas de un ideal resultan ingeniosas, y por tanto, divertidas.


Burlesque Sonnets» 86).                


En este contexto, podemos apreciar cómo sor Juana sazona nuestra comprensión de una pícara como la Teresilla del segundo poema en la serie. Teresilla es tan prolífica en la elección de sus amantes, que su pobre Camacho «anda [...] cargado como un macho, / y tiene tan crecido ya el penacho, / que ya no puede entrar si no se agacha» (núm. 160 vv. 6-8). Con el humor que nos permite distanciar nuestras propias vidas de ésas tan vulgares, sor Juana nos invita a ver las semejanzas entre las coquetas damas de la corte y las Teresillas andariegas del pueblucho.

  -326-  

El puñado de epigramas que produjo sor Juana revela en la monja una vertiente de humorismo cruel, de cuya existencia apenas si hay rastros en el resto de su obra. Ni en los sonetos burlescos vamos a encontrar la mofa violenta que sor Juana le echa encima a la Leonor del poema 93:


Que te dan en la hermosura
la palma, dices, Leonor;
la de virgen es mejor,
que tu cara la asegura.


(vv. 1-4)                


Eso es reírse de una mujer fea y decirle que va a morir virgen porque su aspecto físico les da asco a los hombres. No menos gratuitamente cruel nos parece su parodia de un sargento pobre y tonto (núm. 97). Este hombre sin dinero (argento) debía andar cargado como un burro comido por la sarna, declara sor Juana entre sus juegos de palabras. Aquí murmura Méndez Plancarte: bueno, hay que tener en cuenta los tiempos «recios» en que vivía sor Juana, «cuando almas exquisitas muestran, en muchas cosas, insensibilidad ahora incomprensible» (1: nota al núm. 97). Sí, y también hay que permitir a las «almas exquisitas» el lujo de ser capaces de cualquier emoción o pensamiento humano, sin límite ni condena. Entre las perspectivas varias del ser femenino que la monja pinta está ella misma, una mujer capaz de crueldad y de ternura, de risa y de apetitos básicos, de cosificación y mitificación por el hombre. Esta última perspectiva, la de la mujer colocada en un pedestal, fue más fácil de presentar que de vivir, desde su torre de intachable virtud conventual. Fuerte motivo, entonces, para mantenerse en contacto con las personas que mejor la conocían, como piedra de toque de una realidad que se forzaba en mantener.

La pluma de sor Juana fue su «clon», su otro yo a quien mandó en su lugar fuera de su prisión. Entre ella y ese mundo había una distancia física que sólo su imaginación y sus contactos con otros pudieron vencer7. Como no podía salir del convento, sus visitas,   -327-   por demasiadas que les parecieran a los eclesiásticos, resultaban demasiado escasas para Juana Inés. Debemos una enorme parte de su poesía lírica a su intenso deseo de acercarse al calor humano y compartir risas con sus seres queridos allá en el mundo.

La sonrisa sorjuanina más típica se revela en esas cartas en verso. Es una expresión cariñosa, tierna y juguetona, pero teñida de una melancolía omnipresente. Claro, sus poesías cortesanas tuvieron un valor político; llegaron como perfumadas flores echadas a los pies de sus protectores en la corte. También está claro que estos textos le brindaron mil oportunidades para lucir su talento poético. Pero siempre está como trasfondo -y muchas veces en primer plano- la sensibilidad cálida y vulnerable de una Juana consciente de haber efectuado un duro canje espiritual: sí, escogió encerrarse en un convento para poder seguir sus inclinaciones intelectuales, pero al mismo tiempo reconoce que su entrada en el convento le está costando mucho. Ha tenido que pagar la libertad intelectual con el encarcelamiento personal. La actitud irónica, nostálgica, humanísima que de ahí resulta convierte a la autora de esos versos en la poetisa, no sólo «de la época», sino «de todos los tiempos» (Arroyo 68).

Así es que, por un lado, vemos a la risueña Juana Inés con una «bella seguridad interior» (Bénassy-Berling 263) cuando le dice al virrey, el marqués de la Laguna, que le daría un millón de años más si pudiera, si bien «ni sé que haya quien los venda; / [...] aunque sé de más de dos / que quisieran no tenerlos» (núm. 14 vv.   -328-   9-11), y, en la misma vena, cuando al felicitar a la condesa en su cumpleaños, prescinde de desearle muchos años más, pues le parece que «quitarlos a las Damas / fuera mayor beneficio» (núm. 20 vv. 3-4). Pero por otro lado, cuando le toca felicitar al benefactor que le pagó la dote para su entrada en el convento (núm. 46), percibimos la melancolía que acompañaba a esas «tarjetas de cumpleaños». Admite que no sabe qué podría regalarle a su benefactor: «Bien mi obligación quisiera / daros, en dorados hilos, / las pálidas ricas venas / de los minerales finos» (vv. 121-124). Pero como «de pobre / he confesado el delito» (149-150), tengo que darle lo que puedo desde el convento, que es una oración: «pido / a Nuestro Señor que os guarde / por los siglos de los siglos» (vv. 155-156).

Esta ligera referencia a su clausura figura entre muchas otras -más melancólicas- alusiones a su condición de encerrada. A menudo se deja ver angustiada por tener que vivir alejada de Laura, María Luisa y el pequeño José, Elvira, y tantos más. «Yo, que a vuestros pies / ponerme no puedo, / porque la fortuna / se opone al deseo» (núm. 73 vv. 41-44), se queja, en la ocasión de un cumpleaños de la marquesa de Mancera. Y otra vez, al felicitar a la condesa de Galve:


Si el día en que tú naciste,
bellísima, excelsa Elvira,
es ventura para todos,
¿por qué no lo será mía?


(núm. 42 vv. 1-4)                


¿Por qué, en fin, «no he de ir a verte / cuando todos te visitan?» (vv. 17-18). ¿Acaso «no soy yo gente?» (v. 9) Luego, consciente de aparecer como una figura lastimosa, se pone una máscara jocosa:


   Si porque estoy encerrada
me tienes por impedida,
para estos impedimentos
tiene el afecto sus limas.


(vv. 21-24)                


  -329-  

Y la verdad es que no necesito herramientas para romper las barras de mi prisión, agrega, porque


   Para el alma no hay encierro
ni prisiones que la impidan,
porque sólo la aprisionan
las que se forma ella misma.


(vv. 25-28)                


Pese a esa postura filosófica, en muchas de las cartas de cumpleaños se le nota la tristeza de quien desea intensamente otra realidad, tristeza apenas oculta bajo juegos verbales ligeros e ingeniosos. Observemos el uso constante del Zodíaco y de otros recursos metafóricos que se prestan para medir el paso del tiempo, como si marcara ella en estos aniversarios, cual prisionera que marca los días en las paredes lisas de su cárcel, los años y años que llevó apartada de un mundo al que en muchos sentidos debía y todavía quería pertenecer. Ahí quedaba esa realidad psíquica, a pesar de saber que sólo el convento fue su «salvación» (núm. 405 línea 274), dada su condición de mujer y su precaria posición social.

De ahí que viviera dividida: «En dos partes dividida / tengo el alma en confusión: / una, esclava a la pasión, / y otra, a la razón medida» (núm. 99 vv. 21-24). Lo que nos consta es que la posibilidad de sondear su corazón en esas poesías epistolares fue una necesidad vital para ella. Aunque por un lado la publicación de sus obras le ocasionaba serios problemas, por el otro aumentó el número de personas cultas, entre ellas no pocos «admiradores novocastellanos» (Chang-Rodríguez), que le escribieron, enriqueciendo una correspondencia que dejaba entreabierta la puerta de su prisión. La mitad de la poesía lírica de sor Juana, descontando los villancicos, son romances, casi todos ellos epistolares; éstos figuran entre sus escritos más tempranos.

Las cartas privadas -aun cuando llegan a ser públicas después- sirven en principio como vínculo afectivo e intelectual con seres ausentes. Sor Juana insistía en esos contactos, a pesar de que su miedo al Santo Oficio y su propio sentido del honor como religiosa   -330-   la presionaban a abandonar todo para seguir la vía de perfección espiritual y reclusión monástica. Estudiosos de los conventos novohispanos confirman que la vida religiosa sí le convenía, más que la mundana, a una mujer como sor Juana Inés. Pero eso no obvia la simultánea realidad psíquica que regía en el alma de una mujer cuyos dones intelectuales y espirituales eran tan excepcionales, que vivía virtualmente aislada. Como observa Lavrín (35),

No tuvo imitadoras o sucesoras ni en su orden religiosa ni entre las mujeres que no pertenecían a ninguna. El aislamiento que era la base de su vida en los claustros, a pesar de que tenía muchos visitantes sociales, hizo de esta mujer un mito que se perpetuaba por sí solo.


Gran parte del mito se basaba en el encanto femenino de sor Juana, en su aptitud para la conversación vivaz, su talento para forjar amistades, su capacidad para presentarse al mundo sonriente y contenta: «vivaz, ingeniosa y juguetona» (Paz 358). No obstante esa cara pública, sor Juana vivía al mismo tiempo «atravesada por ráfagas de sombra», en

una continua oscilación psíquica, de la locuacidad al silencio, del gracejo a la hipocondría [...]. La realidad no es la representación teatral -la erudición, el ingenio, la fama, el mundo- sino la soledad y sus torcedores.


(Paz 358-359)                


Por eso, por vencer esa soledad avasalladora, sor Juana escribía, procurando alegrarse y divertir a otros con su repertorio de sonrisas. Cuando la iglesia ya no le permitió ejercer su agridulce pluma, no tardó mucho en despedirse de la vida. Pero mientras pudo, mandó su ser a través del ancho mundo en «alas de papel» (Paz 384), ora aligerado con el humor, ora «como quien / escribe sin albedrío» (núm. 50 vv. 43-44).



   Y así, pese a quien pesare,
escribo, que es cosa recia,
no importando que haya a quien
le pese lo que no pesa.
-331-

[...]

   Si es malo, yo no lo sé;
sé que nací tan poeta,
que azotada, como Ovidio,
suenan en metro mis quejas.


(núm. 33 vv. 5-8, 21-24)                


Como si le avergonzara de repente que su amiga la condesa escuchara «los gemidos de su pluma» y tal vez le tuviera piedad, sor Juana se esfuerza por animarse:


Pero dejemos aquesto:
que yo no sé cuál idea
me llevó, insensiblemente,
hacia donde no debiera.


(vv. 25-28)                


No quiero hablar de mi soledad ahora, que es Navidad y yo sin poder verte, parece decir. Así que volvamos al terreno seguro de la máscara cortesana al tono ligero de «Adorado Dueño mío» (v. 29); y permitidme desear que «tengáis muy felices Pascuas» (v. 37) y, por cierto, «dádselas de mi parte, / gran Señora, a Su Excelencia» (vv. 45-46), y también, sabed que «al bellísimo José, / con amor y reverencia, / beso las dos, en que estriba, / inferiores azucenas» (vv. 49-52). En cuanto a ti, mi amiga, déjame besar tu zapato, «que con este punto en boca / sólo, callaré contenta» (vv. 55-56).

En el romance epistolar al arzobispo Payo con el que empezamos esta lectura la monja escribe como hija religiosa que pide un trámite formal. Como heredera de un parentesco artificial debido a una decisión fríamente tomada, le es posible cerrar un momento la puerta a la melancolía que la invade donde «encerrada me miro» (núm. 11 vv. 222), y divertir con la cómica imagen de sí misma como espantarratones del convento. Pero cuando se trata de un romance escrito para una ocasión sentimental y a su amiga entrañable, núcleo de la familia que más representaba para la monja la vida normal de una mujer y una madre, se disuelven las defensas del ingenio. Nos quedamos contemplando la más genuina de todas   -332-   las sonrisas de la poetisa: la expresión descuidada y sin artificio de Juana Inés.






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