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Juego, represión y represión del juego en «El centerfielder» de Sergio Ramírez

Jorge Febles





Estudiar la estética del juego dentro de una obra como la de Sergio Ramírez, tan severa y tan ligada a referentes veraces o representativos, entraña la expansión de criterios convencionales en tomo a la misma. Horacio Verbitsky, en el prólogo altamente ditirámbico que encabeza una colección de cuentos publicada por Ramírez en 1986, sintetiza los atributos literarios del escritor, revolucionario y político nicaragüense, a la luz de sus peripecias cívicas. Verbitsky arguye que las ficciones sociohistóricas de dicho autor son «fundamentales para entender el pasado y el presente de Nicaragua» (p. 11). El prosista argentino valora con tanto entusiasmo la producción narrativa de Ramírez que se arriesga a conferirle el rango de «gran escritor americano» (p. 11). Fundamentado como se halla en la actitud comprometida patente en textos plenos no obstante de virtudes estéticas, este juicio de Verbitsky apuntala la propia apreciación que -aún en 1984- tenía Ramírez de su tarea creadora. En junio de 1960, junto con los narradores en ciernes Manolo Morales y Femando Gordillo, había fundado la revista Ventana, dando así tribuna a precisos parámetros intelectuales con miras a la expansión de una actitud creadora ya por entonces latente entre muchos jóvenes narradores y poetas del país. Esta tendencia definidora de lo que devendría promoción artística implicaba un cierto didactismo comprometido diametralmente opuesto al credo esteticista que pregonaban Pablo Antonio Cuadra y sus discípulos desde las páginas de La Prensa Literaria (Randall, «There is...», pp. 28-29). Activista primero y escritor después, o si se prefiere, activista que escribía a ratos1, Sergio Ramírez se dedicó a urdir tramas que reflejaban la lucha de clases y que conferían papel protagónico al obrero y al campesino. De manera quizá no tan peregrina, este empeño sociológico lo llevó en ocasiones a enfrentarse con uno de los entretenimientos populares que él mismo había practicado en su niñez y temprana juventud. En textos como «Juego perfecto» y «El centerfielder», Ramírez halló en el beisbol un microcosmos sugerente que ha explorado siempre con voluntad crítica no exenta, empero, de pasión evocadora. Según se desprende del relato en que se basa mi análisis, dicho escueto componente de su obra ha reflejado el espacio beisbolístico como trasfondo de una situación poética que rebasa los confines del estadio, de la zona consagrada al juego, para culminar en un poderoso drama humano.

Procede reiterar que «El centerfielder» viene de una época y censura un momento histórico en que Ramírez asumía la postura de «escritor contestano». O sea, es producto de una etapa previa a la del asalto sandinista al poder y la subsecuente limitación de las tareas inventivas para forjar eso que Ángel Rama ha designado «una novela de la sociedad» (p. 491). Se trata de una ficción comprometida en la cual el autor real esgrime un vigoroso realismo crítico para revelar la represión experimentada por las clases bajas nicaragüenses durante la dictadura somocista. En el cuento, un antiguo jugador de pelota amateur resulta aprisionado ilegalmente y luego sentenciado de manera arbitraria a una muerte injusta por haber colaborado con su hijo revolucionario. Escrito en 1969, el texto representa esa tendencia a confrontar «la realidad de verdad» que, de acuerdo con el propio escritor, define la literatura latinoamericana contemporánea. Refleja ese enfoque testimonial exento de propagandismo vinculado con ciertos «novísimos» que se rebelan contra la experimentalidad excesiva y el subjetivismo individualista para responder a los ostentadores del poder político, social y económico con un discurso agresivamente contrapuntista. Claudia Schaeffer ha descrito así la concepción poética de Ramírez:

«Su realismo crítico abarca tanto las "miserias" (de la pobreza, de la enfermedad, de la soledad), las "derrotas" (de las fuerzas de oposición en general), las "noches medievales" (de la tortura), los "reinos de las bayonetas" (la persecución por los militares, la opresión del dictador) y la "destrucción" (de la familia, del individuo en el exilio) como los "heroísmos" [...] "la esperanza" y "la construcción" de la sociedad de Nicaragua».


(p. 148)                


Esta síntesis deviene aplicable a «El centerfielder», relato con el cual -por medio de una compleja técnica yuxtapositiva- un protagonista señaladamente humano e incapaz de esos gestos épicos tan característicos de los héroes oprimidos que pululan en las novelas criollistas hispanoamericanas procura eludir una circunstancia represiva a través del recuerdo, resucitando casi a conciencia memorias de empeños atléticos que no están desprovistos de connotaciones trágicas. A lo largo de la narración, el lector advierte la significación expresa, el mensaje sociopolítico evidente. El transmisor omnisciente provee a su destinatario externo un recado harto obvio que, en forma dramática brechtiana, intenta promover el despertar analítico de éste. La concreta referencialidad textual suscita invariablemente el enjuiciamiento negativo del sistema perverso que oprime y destruye a las clases proletarias emblematizadas por el humilde zapatero que protagoniza la historia en cuestión.

Sin embargo, esta tragedia didáctica cobra cierta ambigüedad en virtud del papel que en ella tiene el beisbol, deporte que quiero ver de algún modo como afín al carnaval. Bajtin describe el cariz juguetón del espacio carnavalesco, espacio en el cual la anormalidad cobra hegemonía. Se trata de un mundo vuelto al revés, poblado por entidades grotescas y presidido por bufones que fungen de reyes pasajeros, quienes resultan desentronizados irrespetuosamente al concluir el desaforado período ritual. Hasta cierto grado, el deporte en general y el beisbol en particular pueden vincularse a tales momentos carnavalescos, aunque sólo cuando dichas actividades devienen incluyentes, colectivas, al promover la participación general que erradica la pasividad. Arguye el crítico ruso:

«Carnival does not know footlights, in the sense that it does not acknowledge any distinction between actors and spectators... Carnival is not a spectacle seen by the people; they live in it, and everyone participates because its very idea embraces all the people. While carnival lasts, there is no other life outside it. During carnival time life is subject only to its laws, that is, the laws of its own freedom».


(p. 7)                


No obstante, a pesar de su naturaleza espectacular o figurativa, cabe relacionar la pelota con el carnaval gracias a numerosos motivos. En su esencia, tanto a nivel profesional como al amateur, el deporte se asocia con una época concreta, marcada por el advenimiento de la primavera en los climas nórdicos o con la llegada del invierno en los países tropicales. Como representación o festín, entraña un tiempo religioso fijo que se mide absurdamente en forma espacial, puesto que el encuentro todo en sí o hasta las entradas individuales admiten la posibilidad de prolongarse hasta el infinito, de imponer la suspensión absoluta del tiempo cronológico a base de un aguacero de pelotas atrapadas y de un tedioso resonar de bates infructíferos. «It ain't over till it's over», proclamó una vez el bufonesco receptor y manager Yogi Berra, subrayando de manera grotesca, y, consecuentemente, carnavalesca, la descabellada intemporalidad que sugiere el juego. A pesar de la edad o del rango, tanto los peloteros como los entrenadores visten a lo arlequín, pues llevan excéntricos uniformes multicolores, señalados por rayas, números y decoraciones que incluyen grutescos de aves, peces, bestias o figuras exóticas como piratas, alacranes, cangrejos o indígenas rampantes. Disfrazados o maquillados de tal suerte, los atletas asumen sus papeles, es decir, se transforman en otros seres, excepcionales y ridículos a la par. Hasta los árbitros, o falsos gendarmes que patrullan el terreno deportivo para mantener un orden artificial, se ven forzados a portar vestiduras que definen su bizarra función. El juego exige del espectador un comportamiento participatorio mucho más dinámico, mucho más comprometido, que el que dictan otros espectáculos como el teatro, el circo, el concierto. Se espera que el público aplauda, anime, vocifere, proteste, baile de contento, o hasta esgrima y menee con risible alevosía hachas artificiales, según suelen hacerlo los más fervorosos aficionados de los Bravos del Atlanta. Más significativamente aún, se espera que los presentes participen de las entronizaciones y desentronizaciones recurrentes que constituyen la esencia del juego. En parte debido a sus acciones, en parte debido a las de los espectadores integrados en el espacio carnavalesco, el rey o los reyes bufos resultan las más de las veces rebajados al rol de grotescos mortales, a quienes se somete a humillaciones verbales de la índole de «¡Basura!», «¡Postalita!», «¡Torero!», «¡Vendido!». Basta recordar algún texto icónico relacionado con tal deporte, como el consabido poema norteamericano «Casey at the Bat»2, que rememora el fracaso deshonroso de una ficticia deidad beisbolística. Por último, tanto para el atleta como para el público comprometido la realidad del encuentro substituye la realidad real: mientras el juego dura, el mundo se detiene, permanece oculto tras la barrera del recinto deportivo, tras la atmósfera carnavalesca que define la plaza pública en que se convierte el estadio. En un lúcido análisis proppiano del beisbol como forma artística no verbal, como drama popular, Dennis Porter escribe que el pasatiempo «is a festive event that occurs as a suspension of ordinary life» (pp. 154-55). A pesar de que la escueta lectura del deporte efectuada hasta ahora difiere bastante del profundo estudio de Porter sobre la estructura mítica y seudoheroica de la pelota, coincido con el crítico en la idea de que la erradicación de la cronología normal y de los hechos externos dimana de la esencia misma del juego. Hay que percibirlo como una actividad devoradora que se proyecta centrífugamente hacia los espectadores a la vez que promueve una reacción centrípeta y totalmente absorta en los deportistas que se encuentran involucrados en la ridícula guerra apócrifa que tal entretenimiento ejemplifica.

Sin embargo, Johan Huizinga (en cuyo Homo Ludens: A Study of the Play Element in Culture se desarrollan nociones afines a las expuestas por Bajtin en sus múltiples estudios sobre el carnaval) propone limitaciones específicas que toca repasar para distinguir la naturaleza del beisbol. No cabe duda de que dicho deporte se viene a la definición de juego formulada por el filósofo holandés: «A voluntary activity or occupation executed within certain fixed limits of time and place, according to rules freely accepted but absolutely binding, having its aim in itself and accompanied by a feeling of tension, joy and the consciousness that it is different from ordinary life» (p. 28). Con la finalidad de circunscribir todavía más el concepto, hay que hacer hincapié en que la pelota supone un enfrentamiento competitivo y, según advierte Huizinga, «the agon in Greek life, or the contest anywhere else in the world, bears all the formal characteristics of play, and as to its function belongs almost wholly to the sphere of the festival, which is the play-sphere. It is quite impossible to separate the contest as a cultural function from the complex 'play-festival-rite'» (p. 31). Ambas ideas coinciden con la relación trazada entre el beisbol y el carnaval. Pero, además, Huizinga previene: «Play is not foolish. It lies outside the antithesis of wisdom and folly» (p. 6). El juego se contrapone a la seriedad, pero eso no significa que deje de ser serio. En el caso del deporte, la risa en el terreno sagrado es solamente accesoria, o sea, encarna un acontecimiento secundario que no interfiere con la gravedad de la competición. Huizinga también denota la sistematización del deporte en general a partir del siglo pasado, hecho que para él ha reducido la cualidad de puro juego ínsita al agon. De la misma manera en que Bajtin halla el apogeo y la crisis del carnaval en la Europa del Renacimiento, Huizinga percibe en el deporte organizado una traición burocrática del verdadero espíritu del juego en el que reside la esencia de la cultura humana.

No obstante estas aclaraciones y salvedades, insisto en que el trazado del carnaval y del juego creativo le es intrínseca al beisbol aun en su subvertido estado moderno. Tales factores son aquellos con los que dialoga Ramírez para urdir «El centerfielder», texto en el cual lo lúdico e ideal, lo menos serio, se yuxtapone a la circunstancia externa real, opresiva, asesina. En última instancia, el espíritu del juego se ve acosado por la concretez ineludible que se le encarama transformándolo, corrompiéndolo, tornándolo también en cosa nefasta, en memoria envilecida.

A pesar de su título tipológico que implica cierta frivolidad infantil, en el cuento de Ramírez no se menciona el beisbol hasta segunda página, cuando, poco antes de las doce de la noche, el protagonista inicia su breve jornada -involuntaria, trágica, vulgarmente épica- a entrevistarse con el interrogador que ordenará su muerte. Para llegar al despacho del capitán, el personaje y el soldado que lo escolta tienen que atravesar el patio de la prisión, el cual está junto a un matadero donde, a la medianoche, los jiferos ejecutan sus macabros deberes. Como para evitar el evidente paralelismo entre el destino de los animales y el suyo propio, el protagonista inicia su diálogo interior con el deporte que lo entretuvo de niño y de joven: «Qué patio más hermoso para jugar beisbol. Aquí deben armarse partidas entre los presos, o los presos con los guardias francos. La barda será la tapia, unos trescientos cincuenta pies desde el home hasta el centerfield» (p. 34). Su ordenado soliloquio evoluciona entonces para originar un plan de fuga tanto simbólico como irrazonable:

«Un batazo a esas profundidades habría que fildearlo corriendo hacia los almendros... y vería al corredor doblando por segunda cuando de un salto me cogería de una rama y con una flexión me montaría sobre ella y de pie llegaría hasta la otra al mismo nivel del muro erizado de culos de botella y poniendo con cuidado las manos primero, pasaría el cuerpo asentando los pies y aunque me hiriera al descolgarme al otro lado caería en el montarascal... y después correría...».


(p. 34)                


Procurando obliterar o transformar la realidad externa por medio de lo que Huizinga designa «play spirit», el protagonista convierte el juego en nuevo juego, el deporte en estrategia infantil. La imagen beisbolística posibilita la evasión momentánea del terror, del opresivo ambiente circundante, del previsto enfrentamiento con la muerte. Al mismo tiempo, la ilusión se expande para generar el hollywoodesco método de escape mediante el cual la astucia derrota a la violencia, a la brutalidad y, de acuerdo con el espíritu del potlatch, del «serious play, fateful and fatal play, bloody play» (Huizinga, p. 61) genera el ansia de ganar contra toda esperanza, de vencer ingeniosamente a los malévolos transgresores que destruyen las normas de la sociedad civilizada (Huizinga, p. 101)

A partir del momento en que la pelota se inmiscuye en el cuento, el narrador afirma las virtudes inversivas o carnavalescas del deporte. Al transformar mentalmente el espacio represivo, volviéndolo estadio beisbolístico, zona incluyente, sagrada y ritual donde hasta ciertos antagonistas más justos («los guardias francos») podrían experimentar lo que Huizinga llama «the fun of playing» (p. 2), el protagonista logra adunar la competencia y la fe. El parque atlético provee una coraza protectora semejante de algún modo a la que la madre representa para el niño. Esta correlación sólo en apariencia peregrina se hace aparente cuando el monólogo del personaje adquiere matices retrospectivos.

Tal correspondencia se desenvuelve en tres meditaciones diferentes, motivadas todas por comentarios alusivos a la situación desesperada del hombre. Primero, la burda denostación: «Te estás meando de miedo, cabrón» (p. 34), que le hace el guardia que lo escolta, evoca de manera incoherente, por lo evasiva, el recuerdo de agradables días juveniles cuando se desempeñaba como centerfielder y perseguía elevados hasta la noche metido en la silenciosa paz inherente a esa porción del campo de juego que, en español, ha adquirido el nombre metafórico de «jardines». Recordándose solitario y seguro en el terreno callado, piensa en que «no se me iba ningún batazo, y sólo por su rumor presentía la bola que venía como una paloma a caer en mi mano» (p. 35).

La segunda instancia ocurre cuando, ya durante el interrogatorio al que es sometido por el capitán, éste le pregunta a qué hora había sido arrestado por la policía. El personaje responde que ello había ocurrido poco después de comer, lo cual resulta en otra imagen mental más claramente vinculada al detonador externo:

«Vení cená me gritaba mi mamá desde la acera. Falta un inning, mamá, le contestaba, ya voy. Pero hijo, no ves que ya está obscuro, qué vas a seguir jugando. Si ya voy, sólo falta una tanda, y en la iglesia comenzaban los violines y el armonio a tocar el rosario, cuando venía la bola a mis manos para sacar el último out y habíamos ganado otra vez el juego».


(pp. 35-36)                


Este fragmento analéptico deviene significativo porque se refiere a la protección materna. Además, reitera la naturaleza obsesiva del espíritu de juego, del juego incluyente y desorganizado de la infancia, mientras que, por otra parte, introduce un concepto adicional: la noción de triunfo. De acuerdo con Hizinga, «winning means showing oneself superior in the outcome of a game» (p. 50). Al salir vencedor, cualquier individuo consigue admiración, logra honor, y esa admiración y ese honor benefician explícitamente al grupo que representa el campeón (Huizinga, p. 50). Dentro del contexto de «El centerfielder», la memoria de ganar un partido supone la esperanza de salir igualmente victorioso de la agónica competencia verbal con su cuestionador en la cual se encuentra involucrado el protagonista.

Finalmente, la tercera instancia retrospectiva surge a raíz de la primera interpolación del beisbol dentro del diálogo narrativo en sí, dentro del presente historiado y, por lo tanto, dentro del primer plano estructural. El capitán pregunta al personaje si había sido jugador de pelota. Cuando éste le contesta de manera afirmativa, su antagonista lo identifica con soma: «¿Te decían Matraca Parrales, verdad?» (p. 36). El reconocimiento en este caso implica familiaridad, acaso hasta simpatía, tal vez compasión. El éxito en el juego place y seduce al grupo nacional al que pertenecen ambos entes ficticios. Por ello, se puede desear que los representantes de la colectividad perdonen errores cometidos fuera de la arena deportiva. El protagonista intenta obviar la índole contenciosa del diálogo, procurando encaminarlo por el derrotero del beisbol, del parque de juegos donde en alguna oportunidad se comportó heroicamente. Parrales había sido miembro de un equipo nacional que, veinte años atrás, había viajado a Cuba para participar en un torneo. Sin embargo, el capitán le recuerda que lo habían expulsado del conjunto al regresar a Nicaragua. A pesar del dejo censorio patente en el comentario, Parrales sonríe cuando su interrogador alude al poderoso brazo del exjugador, a la manera grotesca de tirar al plato que le había ganado el apodo enaltecedor, pero su gesto cordial se estrella contra una mirada severa. Esto origina el tercer retroceso:

«La mejor jugada fue una vez que cogí un fly en las gradas del atrio, de espaldas al cuadro metí la manopla y caí de bruces en las gradas con la bola atrapada y me sangró la lengua pero ganamos la partida y me llevaron en peso a mi casa y mi mamá echando las tortillas, dejó la masa y se fue a curarme llena de orgullo y de lástima, vas a quedarte burro pero atleta, hijo».


(p. 36)                


El motivo de la victoria, hiperbolizado aquí por la imagen clásica del retomo en los hombros del pueblo agradecido por el mutuo éxito, se ve en cierta medida matizado por la leve herida que cura la madre protectora. Ello se debe a que la sangre que emana de la lengua del protagonista augura esa otra a punto de brotar de su cuerpo íntegro. Estructuralmente, puntualiza la alteración de los recuerdos beisbolísticos. En el proceder psíquico del personaje, el juego evoluciona hacia la esfera organizada donde el fracaso se castiga de un modo similar a aquel con que se sancionan las actividades antigubernamentales dentro de un sistema represivo.

Las acusaciones políticas del capitán se desprenden en un principio de la censura del comportamiento deportivo de Matraca Parrales. El interrogador lo lleva primero a admitir culpabilidad atlética:

«-¿Y por qué te botaron del equipo?

-Porque se me cayó un fly y perdimos.

-¿En Cuba?

-Jugando contra la selección de Aruba; era una palomita que se me zafó de las manos y entraron dos carreras, perdimos.

-Fueron varios los que botaron.

-La verdad, tomábamos mucho, y en el juego, no se puede.

-Ah».


(pp. 36-37)                


La violación de las estrictas reglas del deporte organizado (»tomábamos mucho, y en el juego no se puede») constituye una transgresión condenable en forma pública por el grupo mucho más reducido para el que se trabaja como jugador. Por otro lado, la derrota experimentada, la sensación de fracaso proveniente de la expulsión, se convierte en memoria representativa de su actual decadencia y precaria situación. El gallardo beisbolista es ahora un humilde zapatero que va empequeñeciéndose paso a paso mientras el interrogador lo fustiga con detalles incriminadores. Tras forzar a Parrales a admitir ingenuamente que había albergado a su hijo sedicioso y a un correligionario, escondiendo en su casa además ciertos materiales bélicos que éstos habían traído consigo, el capitán le recita las pruebas definitivas de su criminalidad. Lee en voz alta lo que figura en unos papeles oficiales: «Aquí dice que durante tres meses estuviste pasando parque, armas cortas, fulminantes, panfletos, y que en tu casa dormían los enemigos del gobierno» (p. 38). La acusación pone de manifiesto la decadencia absoluta del héroe deportivo. Algo anteriormente, al iniciar en forma reacia sus admisiones, la voz narradora señala que el protagonista «se ajustó la dentadura postiza, porque sintió que se le estaba zafando» (p. 38). Este detalle pasajero elucida el desajuste entre los pensamientos del personaje, que rememora con cautivante intensidad una juventud atlética perdida, y su presente estado físico, su naturaleza grotesca. Luego, después de que el capitán le enumera los datos condenatorios que sellan su suerte, el narrador apunta lo siguiente: «[Parrales] No dijo nada. Sólo sacó un pañuelo para secarse las narices. Debajo de la lámpara se veía flaco y consumido, como reducido a su esqueleto» (p. 38). El antiguo deportista, otrora espléndido ejemplar masculino, ha padecido un proceso física y psicológicamente humillante que lo ha transformado en sombra de sí mismo, en su propia parodia. Como si tomara conciencia repentina de esa degeneración, el protagonista pone de algún modo fin a su interrogatorio cuando da por sentada la muerte de su hijo y acepta implícitamente la suya venidera. La desesperación promueve un último acto rememorativo en que su circunstancia actual se aviene a su pasado beisbolístico. En el instante recuperado -al igual que en su espantosa situación de reo- el personaje se percibe de súbito solo e impotente. La figura amparadora de la madre se convierte en presencia remota incapaz de cobijar al jugador, incapaz de rescatar al hombre:

«La bola blanca venía como flotando a mis manos, fui a su encuentro, la esperé, extendí los brazos e íbamos a encontramos para siempre cuando pegó en el dorso de mi mano, quise asirla en la caída pero rebotó y de lejos vi al hombre barriéndose en home y todo estaba perdido, mamá, necesitaba agua tibia en mis heridas porque siempre vos lo supiste, siempre tuve coraje para fildear aunque dejara la vida».


(p. 39)                


La desentronización patética del héroe -cómica para muchos participantes en el pseudocarnaval que el beisbol significa- resulta paralela al trágico desenlace de su situación real. Después de que se fija este último recuerdo, el capitán ordena su muerte. Irónica y algo forzadamente, el militar propone una excusa innecesaria para el asesinato que va a cometerse. Se trata de una humorada perversa, de una fábula grotesca que reitera maravillosamente el ingenuo plan de escape concebido en un comienzo por el héroe. Le dice al subordinado que habrá de llevar a cabo la ejecución: «Era beisbolista, así que inventate cualquier babosada: que estaba jugando con los otros presos, que estaba de centerfielder, que le llegó un batazo contra el muro, que aprovechó para subirse al almendro, que se saltó la tapia, que corriendo en el solar del rastro lo tiramos» (pp. 39-40). Este final artificioso cuya circularidad resulta transparente enmarca una historia en la cual las memorias del juego se contraponen a la realidad hasta que el juego mismo cesa de serlo para convertirse en actividad organizada mantenida, en este caso, por el idéntico organismo represivo que encarcela y ejecuta alevosamente al protagonista.

Para resumir, al examinar «El centerfielder» se advierte una armazón yuxtapositiva asentada en el proceder psicológico del personaje principal, en sus recuerdos beisbolísticos. La agónica circunstancia externa que constituye el eje verídico de la historia refleja todos esos factores nefastos sugeridos por Schaeffer al caracterizar el realismo crítico de Ramírez: miseria, derrota, noche medieval, reino de las bayonetas, destrucción. Dentro del texto, dichos elementos se manifiestan en una suerte de potlatch injusto donde el uniforme designa necesariamente al vencedor. Por otra parte, las introspecciones de Matraca Parrales suponen una especie de evasión hacia un pasado esperanzador, heroico, constructivo (para repetir las nociones positivas que figuran en la definición de Schaeffer), hacia un momento en que el juego incluyente y voluntario constituía el centro de su vida. Era un ritual liberador que invertía el orden normal para autorizar al débil, para darle poder transitorio. Pese a sus destellos inversivos, una vez que el deporte se institucionaliza, se toma en actividad burocrática, deviene experiencia represiva y limitadora que excluye el puro espíritu de juego. La expulsión del equipo nacional proviene, al fin y al cabo, del acto de practicar una actividad carnavalesca (el beber), la cual resulta inaceptable dentro de los parámetros impuestos al deporte sistematizado. Pasatiempo y realidad política se remedan, entonces, en esta cerrada construcción literaria que se fundamenta en los conceptos de juego, de represión, de represión del juego.






Obras citadas

  • BAKHTIN, Mikhail, Rabelais and His World, Hélène Iswolsky, trad., Bloomington: Indiana University Press, 1984.
  • HUIZINGA, Johan, Homo Ludens: A Study of the Play Element in Culture, Boston: Beacon Press, 1965.
  • PORTER, Dennis, «The Perilous Quest: Baseball as Folk Drama», Critical Inquiry, 4: 1 (1977); pp. 1453-57.
  • RAMA, Ángel, La novela en América Latina, Veracruz: Universidad Veracruzana, 1986.
  • RAMÍREZ, Sergio, «Charles Atlas también muere». De tropeles y tropelías y otros cuentos, Buenos Aires: Editorial Nueva América, 1986.
  • ——. «Prólogo», Antología del cuento centroamericano, San José: Editorial Universitaria Centroamericana, 1982.
  • RITTER, Lawrence S., «Introduction», Baseball Tales: Major League Writers and the National Pastime, New York: Viking Studio Books, 1993, pp. ix-xi.
  • SCHAEFFER, Claudia, «La recuperación del realismo: ¿Te dio miedo la sangre? de Sergio Ramírez», Texto Crítico, 13: 36-37 (1987), pp. 146-52.
  • THAYER, Ernest Lawrence, «Casey at the Bat», en George, David L., ed., The Family Book of Best Loved Poems, Garden City: Hanover House, 1952, pp. 411-12.
  • VERBITSKY, Horacio, «Prólogo», «Charles Atlas también muere». De tropeles y tropelías y otros cuentos, Buenos Aires: Editorial Nueva América, 1986.


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