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Juicio crítico de Don Juan Bautista Arriaza

Antonio Alcalá Galiano

Mientras de las universidades de España saltan nuestros poetas de fines del siglo XVIII; letrados o eclesiásticos que hermanaban otros estudios con el de la poesía; sectarios los más de la filosofía de aquel siglo, si bien algunos juntaban lo sumiso con lo irreligioso, al paso que otros anhelaban ver crecido el poder del pueblo y menguado con el de la Iglesia el del trono; empezó a darse a conocer un poeta mozo, de escasos estudios; hasta entonces sin opiniones sobre cosa alguna, y solo con deseo de vivir bien y ser festejado; militar de profesión, pero para vestir el uniforme y no para manejar la espada, sin que por eso se diga que desdijese de su profesión su aliento, pues solo se indica que vivía principalmente en el ocio de la corte; de ingenio agudo; de sal cáustica; no falto de imaginación; diestro y fácil en versificar; acertado en buscar consonantes, punto descuidado por los versificadores de aquellos días; compositor de décimas a la sazón caídas en desconcepto; repentista; en suma, de la clase de poetas que frisa con la de copleros. Sus versos gustaban sobremanera a la gente de corto saber y gusto poético no acendrado, y a las mujeres que a la sazón en España estaban poco educadas; y además eran más adaptables a la música que los de otros sus contemporáneos, y por eso gozaban del privilegio de ser cantados. Andando el tiempo creció el tal poeta en fama y en mérito también, y al cabo ocupó un buen lugar en lo que se llamaba nuestro Parnaso entonces don Juan Bautista Arriaza, que es el sujeto de quien ahora se va aquí hablando.

General es creer que para ejercitarse con acierto en la poesía, o a lo menos para descollar como poeta, se ha menester instrucción vasta y profunda. El

   Ego nec studium sine divite vena

Nec rude quid prosit video ingenium



está en boca de todos, porque la autoridad de Horacio, que es razón venerar hasta lo sumo, para algunos tanto vale cuanto un dogma religioso. Y todavía no contentos varios críticos con el texto que se acaba de citar apelan al

Scribendi recte sapere est et principium et fons:



entendiendo el sapere por saber y no como otros por buen seso. Pero en nuestra edad de herejías, si todavía Horacio en crítica vale lo que en religión los santos padres, no tiene ya autoridad que pide fe y obediencia como la de la Sagrada Escritura. Ello es que ha habido grandes poetas con escasa instrucción. No tenía mucha Guillermo Shakespeare, y en calidad de poeta puede ponerse en parangón con los primeros. Casi en nuestros días, manejando la reja de un arado, se formó en Escocia Roberto Burns, poeta sin duda de primer orden. El francés Béranger no sabe latín, y por consiguiente fue en su niñez de pocos estudios, como nacido y criado en condición humilde y pobreza. Al cabo la instrucción es relativa, y en ella lo poco o lo mucho varía con las circunstancias, sin contar con que al tasarla hay quien lo hace sin facultades ni calidades competentes. Pero es conocido que hay una voz que sale del alma, y unos conceptos a que llega en sus vuelos más osados la fantasía, que no han menester el estudio, si bien con él aprenden a expresarse del modo conveniente.

Sin embargo, los poetas sin estudios son por lo general gente de condición humilde, que, alejados de la sociedad, viviendo en una esfera inferior a lo levantado de sus pensamientos, están en frecuente y estrecho trato consigo mismos; con lo cual nutren el fuego divino que en su interior arde y los está abrasando. Distínguense por lo vivo de sus afectos, por lo arrebatado de su fantasía, por cierto deleite en observar la naturaleza, y por hallar relaciones entre el mundo exterior y el interior; obra todo ello de aquel a quien no distrae el trato con la gente mediana y los goces siquiera moderados.

Los hombres de estudios profundos pueden asimismo ser poetas de primer orden, si en ellos ayuda lo natural a lo adquirido. Un prodigio de ciencia era Dante tal cual se hallaba el saber humano en aquella su edad, sin que dañe su erudición a lo vehemente y hondo de sus afectos, a lo vivo de su imaginación, o a la sencillez y valentía con que declara lo que concibe. Tampoco lo sabio quitó a nuestro Fr. Luis de León lo apasionado, lo tierno, lo fogoso. Basten los ejemplos dados por vía de ilustración con ejemplos de las doctrinas antes sentadas.

Don Juan Bautista Arriaza no estaba en el caso ni de los no educados ni de los bien instruidos. Había nacido criádose en condición mediana; hijo de padres nobles, tratando con personas cultas; y en el colegio de artillería donde fue cadete, y en el cuerpo de la Real Armada, hubo de adquirir alguna instrucción, la cual fue sin duda dilatando con varia lectura. Sabía el francés y el italiano, y llegó a aprender un poco el inglés, y si no hay razón para tenerle por buen latino también es de suponer, hablando al uso común, que no ignoraba el Musa musae, y aún más allá de la «puente» del Quis vel qui había pasado. Faltábanle pues las condiciones que a los poetas que lo son por mero ímpetu y don natural dan una índole peculiar, y mérito subido. Tampoco tenía las que se ganan entre los libros, en apartamiento del mundo, en las aulas, entre hombres dados a los mismos estudios, censores a un tiempo y estimuladores de los trabajos que entienden y de que participan. En suma, la atmósfera en que vivía Arriaza era la de las tertulias; la de lo llamado el mundo donde no se ven las escenas de la naturaleza, y de los hombres se conocen más que las pasiones los modales; atmósfera en que la planta poética nunca crece mucho, ni vive lozana, ni da frutos en sazón completa.

Y sin embargo, Arriaza tenía algunas dotes de las que son consiguientes a la falta de estudios, porque era más espontáneo, más fácil, más abundante que suelen serlo los hombres de mucha ciencia, y como menos temeroso de pecar contra las leyes del severo buen gusto, al paso que incurría en las faltas mostraba en sus obras ciertos méritos que el melindre de los sabios de cierta laya y doctrinas condena. No era romántico, ni supo que los hubiese hasta su vejez, cuando había pasado para él el tiempo de abrazar sectas nuevas; pero se separaba en la práctica y hasta en la teórica del rigorismo pseudoclásico de sus días, arrimándose a los copleros (que son parte, y no del todo despreciable, del gremio poético) en tiempo en que los poetas españoles apenas versificaban.

Cada autor, cada poeta tiene sus calidades naturales, sus méritos y desméritos, sus puntos altos y bajos, sin contar lo que debe a sus circunstancias y lectura. En Arriaza predominaba el ingenio, había un tanto de imaginación, y de sensibilidad poco o nada. Sus descripciones, sus afectos todos son del hombre de mundo, del siglo, pues en cuanto a pintar la naturaleza externa, si lo emprende alguna vez, lo hace en términos vagos e indistintos, y en cuanto al efecto de las escenas de la creación en el alma del hombre, apenas le siente o expresa. Sus amores son de los que pasan dentro de las ciudades y se siguen en los paseos; si es lícito valerse de una frase vulgar, «cortejando». Entrado ya en años, vino la guerra de España contra Napoleón a hacerle poeta patriótico, y desempeño bien esta tarea, aunque en sus versos más se encontraba mal humor contra los enemigos, y participación en los afectos comunes a la sazón a sus compatricios, que un fuego de amor patrio vivo por demás e intenso. Aun en sus composiciones patrióticas más ingenioso que apasionado, equivocaba o mezclaba el juguete con la imagen grande y sublime, y así en la profecía del Pirineo, una de sus obras mejores, se dice que a los defensores heroicos de Zaragoza estaban

sobre sus sienes fieles

lloviendo a un tiempo bombas y laureles;



lo cual pintado haría un cuadro ridículo; y discurrido prueba poco calor y no más gusto en quien pensó y se expresó de tal modo.

Como agudo, Arriaza se dedicó a la sátira, propia composición de poetas no muy tiernos, y criados y viviendo siempre en el trato del mundo. En los campos y a la vista de la naturaleza se arrebata en el hombre la imaginación o se excitan los afectos; y solitario y comunicándose consigo mismo le viene a suceder otro tanto, porque en lo interno y externo son demasiado magníficos el mundo y el alma para dejar a quien medita en ellos tiempo de pensar en las ridiculeces que afean la sociedad y de ella misma nacen.

Arriaza era, pues, de la familia de Boileau y de Pope, aunque este último a veces dio muestras de apasionado, como por ejemplo en su carta de Heloísa; pero en las familias hay semejanzas y diferencias, conservándose algo de las primeras en medio de las segundas; y así no hay motivo de negar el parentesco entre el francés, el inglés y el español, porque no tuviesen entre sí la identidad de mellizos.

No era Arriaza un Horacio, en quien a pesar de su filosofía epicúrea, de su vida cortesana, de sus no sanas costumbres, de su amor al trato del mundo, asoma sensibilidad profunda como la de aquel a quien se le soltase una lágrima en el punto en que lleva a lo sumo el entregarse al deleite. Al revés, aspiraba a ser sensible, y la ceguedad de su alma no le consentía ser más que ingenioso, siendo como aquellos a quienes en las mayores penas se descubre cierta serenidad y prontitud de ingenio, saliendo con una agudeza cuando de ellos sería solo de esperar una expresión de afecto apasionado.

En sus últimos días leyó más Arriaza, pero no llegó a tener principios fijos de gusto, pues fluctuaba entre doctrinas varias, y, siendo de condición irascible, propendía a condenarlas todas unas tras de otras, por condenar a sus mantenedores. Así alababa El desdén con el desdén y a Rita Luna, incomodado con el favor que se dispensaba al duque de Penthièvre, representado por una niña de retén, y veía el punto primero de la tragedia en

las lágrimas de Tito y Berenice



o en el

alma de Fedra e infierno de Hermione



alabando al mismo tiempo a Lope y Moreto, y quejándose de que por la moda hubiesen sido desechadas

sus piezas por «antiguas y ramplonas»

   para tener en vez de ellas

      «francesas cucamonas».



Todo esto por indignación a los aplausos dados a la tragedia de Los Venecianos y a Máiquez.

Arriaza metió la hoz en el campo de la política, y no poco en los últimos años de su vida. Había sido cortesano del príncipe de la Paz, privado a quien pagaba el pueblo en odio fuera de toda medida y razón lo excesivo de su valimiento; y le había celebrado más que otros. Pero en la guerra contra los franceses fue como queda dicho patriota puro, y nadie hizo más versos que él sobre aquella guerra.

Posteriormente se declaró contra los innovadores apellidados liberales, y fue su enemigo franco en la buena y mala fortuna, pues si los denostó cuando estaban caídos, no los lisonjeó cuando los veía triunfantes. Una excepción solo hizo a esta regla. En un convite dado por unos amigos al señor don Luis de Onís, que, recién publicada en España en 1820 la Constitución de 1812, iba de ministro plenipotenciario de nuestro rey a la corte de Nápoles, compuso Arriaza unos versos de repente, según decía, pero llenos de aparente entusiasmo y abundantes en estro, y en hermosas imágenes, sobre tener sus dotes naturales de fáciles y sonoros. Pintaba allí al enviado como que iba nuestra revolución

a Parténope a anunciar



y añadía:

A Parténope que aun gime

entre floridas cadenas

y aun la adulan las sirenas

con cantos de esclavitud.

Tú . . . . . . . . . . . . . .

serás, y español Tirteo

que las alce al alto empleo

de cantar patria y virtud.



Y más allá había una hermosa imagen y no menos bello símil, pues al pintarse que se veía en Nápoles

Lanzar tronando el Vesubio

de ardientes . . . . . diluvio

hacia la etérea región



ocurría el pensamiento de que

Tal dirás la patria mía

vio de Riego el heroísmo,

precipitando al abismo

los moles de su opresión.



Y hasta el final, aunque más tenía de obsequioso a la beldad y de galante que de patriótico, todavía pecaba por conceder divinidad a lo que Arriaza reputaba infernal ciertamente, y a lo que después con más sinceridad llamó harpía. Porque hablando de la linda hija del señor Onís, doña Clementina, aseguraba que

no puede ser más divina

la imagen de libertad.



Singular fortuna fue la de esta composición que en el autor fue un desgarro. El gobierno de Nápoles tuvo de ella noticia y se llenó de susto y congoja, y publicó que el ministro de España le venía a revolver el estado, y dio por prueba de su aserto y justificación de su temor la de los versos aquí citados; calificando al excortesano, y entonces todavía anticonstitucional poeta, de Jacobino; y de resultas de todo ello no consintió al señor de Onís pasar a su destino, poniendo dificultades a admitirle y obligándole a detenerse en Roma. De allí a poco, para mayor singularidad, rompió una revolución en Nápoles sin ser ni promovida por el gobierno español ni deseada siquiera, pues le causaba embarazos graves sin serle de ayuda, y el señor de Onís pasó allá triunfante puntualmente del modo y a lo que los versos dichos en el convite decían. Digno de verse era el apuro de Arriaza, al contemplarse tenido por lo que no era, y juzgada obra de su intención la que lo había sido de su flexible ingenio, y como él no adulaba a la revolución entonces triunfante, procuraba con empeño justificarse de la nota de liberalismo, hablando al uso de aquellos días. De la composición como poeta debía estar ufano, porque es de lo bueno entre sus poesías, lo cual asimismo le acredita de más diestro que concienzudo en concebir y expresar sus afectos.

Después de esta digresión, que ha sido una entrada en el campo de la política, en que ahora sin poderlo remediar se mete quien piensa, habla, escribe u obra, poco hay que añadir, vueltos a la región literaria, a lo que de Arriaza se ha dicho.

Entre los poetas españoles de su tiempo le toca de justicia un asiento distinguido no de los más altos ni de los bajos tampoco, sino algo aparte de donde están y deben estar sus contemporáneos. Entre los versificadores y rimadores descuella, aunque hoy ya esta parte mecánica de la poesía, descuidada cuando él escribía, es cultivada con acierto y lucimiento sumos. El ingenio, o aquella parte de él a que los franceses llaman esprit y los ingleses wit, también es prenda poética y lo fue sobresaliente en Arriaza. La imaginación que remonta mucho el vuelo no era la suya, pero tampoco de imaginación estaba falto. Ternura no hay que buscarla en él, ni aun cuando llora, y es de creer con sinceridad a su hermano muerto en la guerra, y menos en sus amores puros galanteos. Es, pues, lo que llaman los franceses poète de societé, pero muy perfeccionado, muy superior a los de su clase, la cual no es de gran valía. Por eso (valiéndonos del lenguaje clásico) tiene lugar en el Parnaso al modo que a quien sobresale por demás en ocupaciones inferiores suelen con razón concederse los honores de un cuerpo, al cual no pertenece del todo; y del que, sin embargo, por la naturaleza de sus merecimientos, es acreedor a ser mirado como parte.