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La aportación de Delmira Agustini al modernismo. Su teoría del amor

Manuel Alvar





Se ha señalado cómo el modernismo trae, junto a un mundo sensual, «una cuerda de lirismo doliente y subjetivo... postrera metamorfosis de lo elegiaco romántico»1. La cuestión así planteada es de completa validez para acercarnos a la poesía de Delmira Agustini. Hay dos versos suyos que definen exactamente su lírica:


-A veces ¡toda! soy alma;
y a veces ¡toda! soy cuerpo.2

No es una literatura de paradojas intelectuales la que estamos estudiando. Es, sencillamente, la expresión elemental de un mundo de pasiones. Una poesía en la que se nos habla constantemente del deseo casi animal o de la melancolía teñida de suaves colores. Ser «alma» en Delmira son todas las tristezas y todos los ensueños, ser «cuerpo» es la insatisfacción de cada momento. El alma, transida de incertidumbres y zozobras, no encuentra su camino de Damasco; el cuerpo, vulnerado por todas las congojas, queda muerto a los veintiocho años. En esos dos versos la clave de toda la lírica de Delmira: hacia el alma, el romanticismo; hacia el cuerpo, el halago modernista. Pero conviene no padecer espejismos absolutos. Muy del romanticismo fue el gusto por la escenografía de carácter tétrico: con tumbas, con ruinas, con tempestades... Es decir, algo totalmente superficial y Delmira Agustini no ha sabido sustraerse a este romanticismo fácil y externo3, aunque lo adapte a sus personales sentimientos:



¡El búho de las ruinas ilustres y las almas
altas y desoladas!
Náufraga de la luz yo me ahogaba en la sombra...

En la húmeda torre, inclinada a mí misma,
A veces yo temblaba
Del horror de mi sima.4

Sin embargo, no es retórica de los románticos lo que Delmira nos ofrece5, sino la subjetividad incontenida y la falta de cohesión entre el mundo interior y la realidad circunstancial. De aquí que el romanticismo sea la expresión unificadora de todos sus momentos de júbilo o desolación, porque siempre, en un primer plano absoluto, la poetisa coloca la desnudez de su espíritu; y porque esta tremenda sinceridad personal acaba por quebrantarse frente a las aristas hostiles. El fracaso personal ante la realidad vivida y la realidad intuida lleva, siempre, a buscar la evasión en el ensueño, de ahí, que este elemento irracional del que he hablado antes sea una especie de Saturno o de Penélope en la lírica de Delmira: va a fomentar y a engendrar su mundo de anhelos y cuando fracasa por incapacidad real, lo devora, y trata de crearse otro camino por el que pueda huir de la realidad o volverse a acercar a ella. Todos estos motivos son aspectos del único problema que se encuentra en la lírica de Agustini, el del amor.

La teoría erótica que nos suministran estos versos hace pensar reiteradamente en las estructuras ideológicas de los místicos, salvando, claro está, el tributo divino. Porque mientras estos tratan de acercarse a Dios por evasión de las cosas terrenas, Delmira -amor mundano- convierte en su dios a la criatura. Mientras unos intentan alcanzar la «séptima morada» renunciando a las añagazas del camino, la otra se desinteresa de su fin último. Pero en uno y otro caso las mismas «ansias en amores inflamada» y la misma senda para lograr el anhelo6 .

Como en los místicos, el amado se manifiesta por la emanación de su luz:


      ... Tus ojos me parecen
Dos semillas de luz entre la sombra,
Y hay en mi alma un gran florecimiento
Si en mí los fijas; si los bajas, siento
¡Como si fuera a florecer la alfombra!7

Ya Santa Teresa había descrito un mundo alegórico en el que estaban -conceptos luminosos- el alma y Dios: «Antes que pase adelante, os quiero decir, que consideréis, qué será ver este castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este Arbol de vida, que está plantado en las mesmas aguas vivas de la vida, que es Dios, quando cae en un pecado mortal... No queráis más saber, de que con estarse el mismo sol que le daba tanto resplandor y hermosura, todavía en el centro de su alma, es como si allí no estuviese, para participar de Él, con ser tan capaz para gozar de su Majestad, como el cristal para resplandecer en el Sol»8.

A través de la luz que el amado irradia, es posible un vislumbre de su forma -nunca la total identificación- y el conocimiento del camino que lleva hacia él:


Amor, la noche estaba trágica y sollozante
Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;
Luego, la puerta abierta sobre la sombre helante,
Tu forma fué una mancha de luz y de blancura.9

Amado Nervo publicó en 1900 El prisma roto. Poema en églogas, versión «modernista», en sonetos, del Cantar de los Cantares sobre la que pesan influencias muy precisas de San Juan de la Cruz. No sé si Delmira conoció esta obra del poeta mejicano, aunque me inclino por la afirmación, dadas coincidencias entre ambos, incluso en algunas rimas. De ser cierta esta hipótesis, se reforzaría en mucho cuanto digo en el texto. De Nervo son estas palabras tan próximas a algunos de los versos de Agustini que vengo citando:

«La sombra de la estancia en que el Amado pena, muestra de pronto un leve florecimiento de luz.

De la tiniebla surge, visible e inmaterial al propio tiempo, como un periespíritu, la Musa».


(p. 1346)                


Según la exposición de San Juan, «las criaturas son como un paso de Dios»10 , pero en la emoción lírica de los versos, nos ha dicho que el amado «con sola su figura» hermosea a las criaturas (Cántico, estrofa V) y, nos ha dicho, que para buscarle no era necesaria


      otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía11

Un reflejo de esta experiencia amorosa aparece -bien próxima en su realización- trasladada al lenguaje de Delmira:


Mi corazón moría triste y lento...
Hoy abre en luz como una flor febea;
¡La vida brota como un mar violento
Donde la mano del amor golpea!12

Por tanto, si el amor es vida, participará de las oposiciones y antinomias que la vida es, lo he señalado ya13, para los poetas del modernismo. Así una vez exclama: «Amor es todo el Bien y todo el Mal»14. Es, por tanto, la misma incertidumbre de la vida, aquel arrastre de intimidad elegiaca que procede de los románticos, un dolor incapaz de restañarse. Porque cerrados todos los postigos que pudieran arrojar luz, solo queda la nostalgia de cuanto se perdió y el hastío de las consecuciones:


Hoy han vuelto.
Por lodos los senderos de la noche han venido
A llorar en mi lecho.
¡Fueron tantos, son tantos!
Yo no sé cuáles viven, yo no sé cuál ha muerto.
Me lloraré yo misma para llorarlos todos.
La noche bebe el llanto como un pañuelo negro.15

Hay aquí una clara diferencia entre la intuición -y la finalidad- erótica de Delmira Agustini y el alcance amoroso de los místicos. Un movimiento casi animal16 lleva a la poetisa uruguaya a la sumisión y a la entrega amatoria, pero en las cuales el cuerpo se afinca cada vez más a la tierra sustentadora. Es el mismo camino que en la mística, pero con anhelos totalmente distintos: en un caso intentar la entrega total en un rapto de desasimiento; en otro, la renuncia -y la búsqueda- de la arcilla enamorada17. Hay un pasaje -entre muchos- de Santa Teresa que ilumina claramente toda esta experiencia; cuenta la Santa: «Muchas vezes me dexava el cuerpo tan ligero, que toda la pesadumbre dél me quitava, y algunas era tanto, que casi no entendía poner los pies en el suelo... Pues quedo está en el arrobamiento, el cuerpo queda muerto, sin poner nada de si muchas veces... Porque, aunque pocas veces se pierde el sentido, algunas me ha acaecido a mi perderle, del todo pocas, y poco rato: mas lo ordinario es que se turba, y aunque no puede hacer nada de sí, quanto a lo exterior, no deja de entender, y oir como cosa de lexos...»18 Frente a este desasirse, la entrega en Delmira Agustini no libera de la carne:


Yo no quiero más vida que tu vida,
Son en ti los supremos elementos;
¡Déjame bajo el cielo de tu alma,
En la cálida tierra de tu cuerpo!19

Y desde aquí ya


Para sus buitres en mi carne entrego
todo un enjambre de palomas rosas.20

Como en los místicos, las dos velas arrimadas: llegan a arder con una sola llama. Esta poesía llamada alguna vez fisiológica, se mueve con los mismos anhelos: llegar a través del amor hacia una fusión total y acercarse, por ella, a la divinidad; bien es verdad que la manifestación formal no es precisamente ortodoxa:


Luego será mi carne en la vuestra perdida...
Luego será mi alma en la vuestra diluida...
Luego será la gloria... y, ¡seremos un dios!21

Desde aquí, en la fusión amorosa, ya no quedan más que dos posibilidades: la perpetuación del instante o su total aniquilamiento. En un caso, la plenitud de amor, la exultante alegría, el júbilo incontenible:


Si la vida es amor, ¡bendita sea!
¡Quiero más vida para amar!22

En otro, destruido el hedonismo anterior, fracasado el ensueño, rota la eternidad esperada23, la huida hacia la muerte como única posibilidad de posesión:



La intensa realidad de un sueño lúgubre
Puso en mis manos tu cabeza muerta;
Yo la apresaba como hambriento buitre...
Y con más alma que en la Vida, trémula,
¡Lo sonreía como nadie nunca!...
¡Era tan mía cuando estaba muerta!

Hoy la he visto en la Vida, bella, impávida
Como un triunfo estatuario, tu cabeza.
Más frío me dió así que en el idilio
Fúnebre aquél, al estrecharla muerta...
¡Y así la lloro hasta agotar mi vida...
Así tan viva cuanto me es ajena!24

Hasta aquí se puede seguir una clara transposición de las tres vías que conocieron los místicos. Sin embargo, toda esa teoría amatoria estaba montada sobre un mundo dúplice: el del amado y el de la amante. Pero mientras para los místicos la vacilación es la marcha del alma y Dios, el sumo amor, la segura espera, el total consuelo, en la poesía erótica de Delmira hay una inversión de estos elementos: el amor sigue un camino firme hacia el objeto amado, que -una y otra vez- escapa a la aprehensión. Aquí tenemos -ya- un elemento básico para caracterizar esta poesía: poesía real en cuanto a unos datos -el alma apasionada-, poesía irreal en cuanto a su fin -la incierta correspondencia-. A mi ver, esto importa mucho: porque mientras los místicos emprenden su camino con la seguridad de unos bienes perdurables, el amor en la poesía humana lo comienza con la problemática del logro y, entonces, para salvar el fin, se va asiendo a cada una de las realidades que encuentra, se pierde en cada uno de los pasos de su progresión. Hay, pues, en esta poesía, dos elementos claramente cognoscibles: uno, la ensoñación buscada; otro, la verdad real. Por eso se explica con nitidez la aparente oposición.

En efecto, la incertidumbre de una correspondencia amorosa e incluso la creación metafísica del amado, hace que la poetisa se encariñe con su propia criatura; esto es, le de vida en un plano extrarreal o irracional como antes he señalado. Para que sus sentimientos amorosos tengan realidad, es preciso buscarles una posibilidad de hacerse y, entonces, todo este mundo intuido se convierte en una verdad ensoñada: la vida es ensueño. «Yo ya muero de vivir y soñar»25. Ideal, suavemente acariciado, que se manifiesta en cada uno de sus momentos poéticos, ya sea en la intuición cósmica26 ya sea en la proximidad del amado27 .

En el mismo ensueño están los gérmenes de su destrucción. Si se logra, la fugacidad del momento lleva a la tristeza; si no alcanza granazón, un amargo poso hace brotar la melancolía. Son otros dos de esos elementos románticos de que hablaba. Son dos frutos de esa inconexión entre la realidad intuida y la realidad vivida. La tristeza presupone, pues, un logro en el pasado y su proyección en el presente: la forma actual del pasado en el recuerdo:


¡Pobre mi alma tuya acurrucada
En el pórtico en ruinas del Recuerdo,
Esperando de espaldas a la vida
Que acaso un día retroceda el Tiempo?...28

Pero como lo que este recuerdo trae es la vida de unas insatisfacciones, tiene que estar cargado, fatalmente, de tristeza. Tristeza de la que no es posible la evasión ni en el mundo real29, ni en el mundo del ensueño:


La cargaré de toda mi tristeza, y, sin rumbo,
Iré como la rota corola de un nelumbo,
Por sobre el horizonte líquido de la mar...30

En toda esta poesía de decepción, de amargura, de deseos insatisfechos, la melancolía actual y la tristeza actualizada acaban, al fin, por coincidir. Melancolía, acaso, producida por las criaturas; tristeza, nacida en el tiempo mismo del placer: ambas fruto de la imposibilidad del ensueño:



Y mientras la serpiente del arroyo blandía
El veneno divino de la melancolía
Toda de crepúsculo me abrumó tu cabeza,

La coroné de un beso fatal; en la corriente
Vi pasar un cadáver de fuego... y locamente
me derrumbó en tu abrazo profundo 1a tristeza.31

A lo largo de estas líneas he recordado la duplicidad de los elementos poéticos de Delmira. Partía, al comenzar el capítulo, de unos versos suyos («-A veces ¡toda! soy alma; / Y a veces ¡toda! soy cuerpo-») en los que se cifraba toda su razón lírica. Del alma, hemos visto que le queda el ensueño, la tristeza y la melancolía, como cifras fracasadas de un empeño ideal. Pero he tratado de demostrar que este fracaso procedía de una inadaptación real: porque el cuerpo no alcanzaba la plenitud del logro, o esta era demasiado efímera, o porque el objeto del amor no respondía a las llamadas de la amante y se creaba un vacío entre la ensoñación intuida y la vivida. El fracaso de los dos anhelos (el cuerpo y el alma; el ensueño y la realidad) busca resolver el problema con la solución, única, que entonces cabe, con la muerte. Ahora bien, llamo la atención hacia esta nueva forma de la irracionalidad, porque si el aniquilamiento es solución para el cuerpo destruido, no lo es para la lógica del planteamiento. Y se nos vuelve a suscitar -otra vez- el carácter elemental de esta poesía: si el ensueño ha sido una y otra vez la panacea de los fracasos intelectivos, la muerte es la solución de los fracasos emotivos. Ensueño y muerte son los dos polos que sustentan el eje de esta poesía; de una u otra forma, manifestaciones semejantes de una romántica inadaptación. En efecto, algún poema nos permite entrever lo que podría haber sido -de lograrse- la felicidad:



¡Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas;
Y si duermes, duermo como un perro a tus plantas!
Hoy llevo hasta en mi sombra tu olor de primavera;

Y tiemblo si tu mano toca la cerradura,
¡Y bendigo le noche sollozante y oscura
Que floreció en mi vida tu boca tempranera!32

Sin embargo, hay una descorazonada Visión33 en la que una huida sigue al reconocimiento


... Y cuando
Te abrí los ojos como un alma, vi
¡Que te hacías atrás y te envolvías
En yo no sé qué pliegue inmenso de la sombra!

Y en un motivo repetido incesantemente en esta poesía, el de la ofrenda34 , está ya el germen de la muerte, porque al final, en la misma imagen de Eros, en vez de suave descanso, de consuelo para el que ha seguido su senda.


      ... emerge en tu mano bella y fuerte
Como en broches de místicos diamantes
El más embriagador lis de la Muerte.35

No siempre es lis lo que la muerte ofrenda, aunque en cárdenos lirios se resuelva siempre. Una y otra vez, Delmira Agustini se nos presenta con la flor tronchada de su amor. Pienso en la Salomé de Luini y la cabeza segada del Bautista: pálida flor de muerte y roja generosidad derramada, Desde Rubén, viene el tema que ya habían tentado Heine, Flaubert, Wilde y Huysmans36 y en Rubén, como en una lívida imagen de sadismo37 el problema es, simplemente, o complejamente, un asunto sexual:


En el país de las Alegorías
Salomé siempre danza,
ante el tiarado Herodes,
eternamente; y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve.
Pues la rosa sexual
al entreabrirse
conmueve todo lo que existe,
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.38

Amor de muerte rezuman los versos de Delmira obsesivamente, en sueños, la posesión de la cabeza no alcanzaba; el recuerdo descristianizado, casi siempre, pero con explícitas evocaciones («... Ah, más grande no fuera / Tener entre las manos la cabeza de Dios!»39) se mezcla con un turbio poso de carne y de pasión:


Hay cabezas doradas a sol, como maduras...
Hay cabezas tocadas de sombra y de misterio,
Cabezas coronadas de una espina invisible,
Cabezas que sonrosa la rosa del ensueño,
Cabezas se doblan a cojines de abismo,
Cabezas que quisieran descansar en el cielo,
Algunas que no alcanzan a oler a primavera,
Y muchas que trascienden a las flores de invierno.40





 
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