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Ilustración, página 551




ArribaAbajoCanto XXXIV


Habla Caupolicán a Reinoso, y sabiendo que ha de morir, se vuelve cristiano; muere de miserable muerte, aunque con ánimo esforzado. Los araucanos se juntan a la elección del nuevo general


   ¡Oh! ¡vida miserable y trabajosa
A tantas desventuras sometida!
¡Prosperidad humana sospechosa,
Pues nunca hubo ninguna sin caída!
¿Qué cosa habrá tan dulce y tan sabrosa
Que no sea amarga al cabo y desabrida?
No hay gusto, no hay placer sin su descuento,
Que el dejo del deleite es el tormento.
—552→

   Hombres famosos en el siglo ha habido,
A quien la vida larga ha deslustrado,
Que el mundo los hubiera preferido
Si la muerte se hubiera anticipado:
Aníbal desto buen ejemplo ha sido,
Y el cónsul que en Farsalia derrocado
Perdió, por vivir mucho, no el segundo,
Mas el lugar primero deste mundo.

   Esto confirma bien Caupolicano,
Famoso capitán y gran guerrero,
Que en el término américo-indiano
Tuvo en las armas el lugar primero:
Mas cargole fortuna así la mano,
(Dilatándole el término postrero)
Que fue mucho mayor que la subida
La miserable y súbita caída.

   El cual, reconociendo que su gente
Vacilando en la fe titubeaba,
Viendo que ya la próspera creciente
De su fortuna apriesa declinaba,
Hablar quiso a Reinoso claramente,
Que, venido a saber lo que pasaba,
Presente el congregado pueblo todo,
Habló el bárbaro grave deste modo:

   «Si a vergonzoso estado reducido
Me hubiera el duro y áspero destino,
Y si ésta mi caída hubiera sido
Debajo de hombre y capitán indino,
No tuve el brazo así desfallecido
Que no abriera a la muerte yo camino
Por este propio pecho con mi espada,
Cumpliendo el curso y mísera jornada;

   »Mas, juzgándote digno y de quien puedo
Recebir sin vergüenza yo la vida,
Lo que de mí pretendes te concedo
Luego que a mí me fuere concedida;
No pienses que a la muerte tengo miedo,
Que aquesa es de los prósperos temida;
Y en mí por experiencias he probado
Cuan mal le está el vivir al desdichado.
—553→

   »Yo soy Caupolicán, que el hado mío
Por tierra derrocó mi fundamento,
Y quien del araucano señorío
Tiene el mando absoluto y regimiento;
La paz está en mi mano y albedrío
Y el hacer y afirmar cualquier asiento,
Pues tengo por mi cargo y providencia
Toda la tierra en freno y obediencia.

   »Soy quien mató a Valdivia en Tucapelo,
Y quien dejó a Purén desmantelado;
Soy el que puso a Penco por el suelo
Y el que tantas batallas ha ganado;
Pero el revuelto ya contrario cielo,
De Vitorias y triunfos rodeado,
Me ponen a tus pies a que te pida
Por un muy breve término la vida.

   »Cuando mi causa no sea justa, mira
Que el que perdona más es más clemente,
Y si a venganza la pasión te tira,
Pedirte yo la vida es suficiente;
Aplaca el pecho airado, que la ira
Es en el poderoso impertinente;
Y si en darme la muerte estás ya puesto
Especie de piedad es darla presto.

   »No pienses que, aunque muera aquí a tus manos
Ha de faltar cabeza en el Estado,
Que luego habrá otros mil Caupolicanos,
Mas como yo ninguno desdichado;
Y pues conoces ya a los araucanos,
Que dellos soy el mínimo soldado,
Tentar nueva fortuna error sería,
Yendo tan cuesta abajo ya la mía.

   »Mira que a muchos vences en vencerte,
Frena el ímpetu y cólera dañosa,
Que la ira examina al varón fuerte,
Y el perdonar, venganza es generosa;
La paz común destruyes con mi muerte,
Suspende ahora la espada rigurosa,
Debajo de la cual están a una
Mi desnuda garganta y tu fortuna.
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   »Aspira a más, y a mayor gloria atiende,
No quieras en poca agua así anegarte,
Que lo que la fortuna aquí pretende
Sólo es que quieras della aprovecharte;
Conoce el tiempo y tu ventura entiende,
Que estoy en tu poder, ya de tu parte,
Y muerto no tendrás de cuanto has hecho
Sino un cuerpo de un hombre sin provecho.

   »Que si esta mi cabeza desdichada
Pudiera ¡oh capitán! satisfacerte,
Tendiera el cuello a que con esa espada
Remataras aquí mi triste suerte;
Pero deja la vida condenada
El que procura apresurar su muerte,
Y más en este tiempo que la mía
La paz universal perturbaría.

   »Y pues por la experiencia claro has visto
Que libre y preso, en público y secreto,
De mis soldados soy temido y quisto,
Y está a mi voluntad todo sujeto;
Haré yo establecer la ley de Cristo,
Y que, sueltas las armas, te prometo
Vendrá toda la tierra en mi presencia
A dar al rey Felipe la obediencia.

   »Tenme en prisión segura retirado
Hasta que cumpla aquí lo que pusiere;
Que yo sé que el ejército y senado
En todo aprobarán lo que hiciere;
Y el plazo puesto y término pasado,
Podré también morir si no cumpliere:
Escoge lo que más te agrada desto,
Que para ambas fortunas estoy presto».

   No dijo el indio más, y la respuesta
Sin turbación mirándole atendía,
Y la importante vida o muerte presta
Callando con igual rostro pedía;
Que por más que fortuna contrapuesta
Procuraba abatirle, no podía,
Guardando, aunque vencido y preso, en todo
Cierto término libre y grave modo.
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   Hecha la confesión como lo escribo,
Con más rigor y priesa que advertencia,
Luego a empalar y asaetearle vivo
Fue condenado en pública sentencia,
No la muerte y el término excesivo
Causó en su gran semblante diferencia,
Que nunca por mudanzas vez alguna
Pudo mudarle el rostro la fortuna.

   Pero mudole Dios en un momento,
Obrando en él su poderosa mano,
Pues con lumbre de fe y conocimiento
Se quiso baptizar y ser cristiano:
Causó lástima y junto gran contento
Al circunstante pueblo castellano,
Con grande admiración de todas gentes
Y espanto de los bárbaros presentes.

   Luego aquel triste, aunque felice día,
Que con solemnidad le baptizaron,
Y, en lo que el tiempo escaso permitía,
En la fe verdadera le informaron,
Cercado de una gruesa compañía
De bien armada gente, le sacaron
A padecer la muerte consentida,
Con esperanza ya de mejor vida.

   Descalzo, destocado, a pie, desnudo,
Dos pesadas cadenas arrastrando,
Con una soga al cuello y grueso ñudo,
De la cual el verdugo iba tirando,
Cercado en torno de armas, y el menudo
Pueblo detrás, mirando y remirando
Si era posible aquello que pasaba,
Que, visto por los ojos, aún dudada.

   Desta manera, pues, llegó al tablado,
Que estaba un tiro de arco del asiento,
Media pica del suelo levantado,
De todas partes a la vista exento;
Donde con el esfuerzo acostumbrado,
Sin mudanza y señal de sentimiento,
Por la escala subió tan desenvuelto
Como si de prisiones fuera suelto.
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   Puesto ya en lo más alto, revolviendo
A un lado y otro la serena frente,
Estuvo allí parado un rato, viendo
El gran concurso y multitud de gente,
Que el increíble caso y estupendo
Atónita miraba atentamente,
Teniendo a maravilla y gran espanto
Haber podido la fortuna tanto.

   Llegose él mismo al palo, donde había
De ser la atroz sentencia ejecutada,
Con un semblante tal, que parecía
Tener aquel terrible trance en nada,
Diciendo: «Pues el hado y suerte mía
Me tienen esta muerte aparejada,
Venga, que yo la pido, yo la quiero,
Que ningún mal hay grande, si es postrero».

   Luego llegó el verdugo diligente,
Que era un negro gelofo, mal vestido,
El cual viéndole el bárbaro presente
Para darle la muerte prevenido,
Bien que con rostro y ánimo paciente
Las afrentas demás había sufrido,
Sufrir no pudo aquella, aunque postrera,
Diciendo en alta voz desta manera:

   «¿Cómo qué? ¿en cristiandad y pecho honrado
Cabe cosa tan fuera de medida
Que aun hombre cómo yo tan señalado
Le dé muerte una mano así abatida?
Basta, basta morir al más culpado;
Que al fin todo se paga con la vida;
Y es usar deste término conmigo
Inhumana venganza y no castigo.

   »¿No hubiera alguna espada aquí de cuantas
Contra mí se arrancaron a porfía,
Que, usada a nuestras míseras gargantas,
Cercenara de un golpe aquesta mía?
Que aunque ensaye su fuerza en mí de tantas
Maneras la fortuna en este día,
Acabar no podrá que bruta mano
Toque al gran general Caupolicano».
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   Esto dicho, y alzando el pie derecho
(Aunque de las cadenas impedido)
Dio tal coz al verdugo, que gran trecho
Le echó rodando abajo mal herido;
Reprehendido el impaciente hecho,
Y él del súbito enojo reducido,
Le sentaron después con poca ayuda
Sobre la punta de la estaca aguda.

   No el aguzado palo penetrante,
Por más que las entrañas le rompiese
Barrenándole el cuerpo, fue bastante
A que al dolor intenso se rindiese;
Que con sereno término y semblante,
Sin que labio ni ceja retorciese,
Sosegado quedó de la manera
Que si asentado en tálamo estuviera.

   En esto, seis flecheros señalados,
Que prevenidos para aquello estaban
Treinta pasos de trecho desviados,
Por orden y de espacio le tiraban;
Y, aunque en toda maldad ejercitados,
Al despedir la flecha vacilaban
Temiendo poner mano en un tal hombre,
De tanta autoridad y tan gran nombre.

   Mas, fortuna cruel, que ya tenía
Tan poco por hacer y tanto hecho,
Si tiro alguno avieso allí salía,
Forzando el curso le traía derecho;
Y en breve, sin dejar parte vacía,
De cien flechas quedó pasado el pecho,
Por do aquel grande espíritu echó fuera,
Que por menos heridas no cupiera.

   Paréceme que siento enternecido
Al más cruel y endurecido oyente
Deste bárbaro caso referido,
Al cual, señor, no estuve yo presente,
Que a la nueva conquista había partido
De la remota y nunca vista gente;
Que, si yo a la sazón allí estuviera,
La cruda ejecución se suspendiera.
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   Quedó abiertos los ojos, y de suerte
Que por vivo llegaban a mirarle,
Que la amarilla y afeada muerte
No pudo aún puesto allí desfigurarle:
Era el miedo en los bárbaros tan fuerte
Que no osaban dejar de respetarle;
Ni allí se vio en alguno tal denuedo
Que puesto cerca del no hubiese miedo.

   La voladora fama presurosa
Derramó por la tierra en un momento
La no pensada muerte ignominosa,
Causando alteración y movimiento:
Luego la turba, incrédula y dudosa,
Con nueva turbación y desatiento,
Corre con priesa y corazón incierto
A ver si era verdad que fuese muerto.

   Era el número tanto que bajaba
Del contorno y distrito comarcano,
Que en ancha y apiñada rueda estaba
Siempre cubierto el espacioso llano:
Crédito allí a la vista no se daba,
Si ya no le tocaban con la mano,
Y, aún tocado, después les parecía
Que era cosa de sueño o fantasía.

   No la afrentosa muerte impertinente
Para temor del pueblo ejecutada,
Ni la falta de un hombre así eminente
(En que nuestra esperanza iba fundada)
Amedrentó ni acobardó la gente;
Antes de aquella injuria provocada
A la cruel satisfacción aspira,
Llena de nueva rabia y mayor ira.

   Unos con sed rabiosa de venganza
Por la afrenta y oprobio recebido;
Otros con la codicia y esperanza
Del oficio y bastón ya pretendido,
Antes que sosegase (la tardanza)
El ánimo del pueblo removido
Daban calor y fuerzas a la guerra,
Incitando a furor toda la tierra.
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   Si hubiese de escribir la bravería
De Tucapel, de Rengo y Lepomande,
Orompello, Lincoya y Lebopía,
Purén, Cayocupil y Mareande,
En un espacio largo no podría
Y fuera menester libro más grande,
Que cada cual con hervoroso afecto
Pretende allí y aspira a ser electo.

   Pero el cacique Colocolo, viendo
El daño de los muchos pretendientes,
Como prudente y sabio, conociendo
Pocos para el gran cargo suficientes,
Su anciana autoridad interponiendo,
Les hizo mensajeros diligentes
Para que se juntasen a consulta
En lugar apartado y parte oculta.

   Los que abreviar el tiempo deseaban,
Luego para la junta se aprestaron,
Y muchos, recelando que tardaban,
La diligencia y paso apresuraron:
Otros que a otro camino enderezaban,
Por no se declarar no rehusaron,
Siguiendo sin faltar un hombre solo
El sabio parecer de Colocolo.

   Fue entre ellos acordado que viniesen
Solos, a la ligera, sin bullicio,
Porque los enemigos no tuviesen
De aquella nueva junta algún indicio,
Haciendo que de todas partes fuesen
Indios que, con industria y artificio,
Instasen en la paz siempre ofrecida
Con muestra humilde y contrición fingida.

   El plazo puesto y sitio señalado,
En un cómodo valle y escondido,
La convocada gente del senado
Al término llegó constituido;
Y entre ellos Tucapel determinado
De por bien o por mal ser elegido,
Y otros que con menores fundamentos
Mostraban sus preñados pensamientos.
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   Siento fraguarse nuevas disensiones,
Moverse gran discordia y diferencia,
Hervir con ambición los corazones,
Brotar el odio antiguo y competencia;
Varïar los designios y opiniones,
Sin manera o señal de convenencia,
Fundando cada cual su desvarío
En la fuerza del brazo y albedrío.

   Entrados, como digo, en el consejo
Los caciques y nobles congregados,
Todos con sus insignias y aparejo,
Según su antigua preeminencia armados,
Colocolo, sagaz y cauto viejo,
Viéndolos en los rostros demudados,
Aunque aguardaba a la sazón postrera,
Adelantó la voz desta manera...

   Pero si no os cansáis, señor, primero
Que os diga lo que dijo Colocolo,
Tomar otro camino largo quiero
Y volver el designio a nuestro polo:
Que, aunque a deciros mucho me profiero,
El sujeto que tomo basta sólo
A levantar mi baja voz cansada,
De materia hasta aquí necesitada.

   Mas, si me dais licencia, yo querría,
(Para que más a tiempo esto refiera)
Alcanzar, si pudiese, a don García,
Aunque es diversa y larga la carrera:
El cual en el turbado reino había
Reformado los pueblos, de manera
Que puso con solícito cuidado
La justicia y gobierno en buen estado.

   Pasó de Villarrica el fértil llano,
Que tiene al sur el gran volcán vecino,
Fragua (según afirman) de Vulcano,
Que regoldando fuego está contino;
De allí, volviendo por la diestra mano
Visitando la tierra, al cabo vino
Al ancho lago y gran desaguadero
Término de Valdivia y fin postrero:
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   Donde también llegué, que sus pisadas
Sin descansar un punto voy siguiendo,
Y de las más ciudades convocadas
Iban gentes en número acudiendo
Pláticas en conquistas y jornadas;
Y así, el tumulto bélico creciendo,
En sordo son confuso ribombaba
Y el vecino contorno amedrentaba:

   Que arrebatado del ligero viento,
Y por la fama lejos esparcido,
Hirió el desapacible y duro acento
De los remotos indios el oído;
Los cuales, con turbado sentimiento
Huyen del nuevo y fiero son temido,
Cual medrosas ovejas derramadas
Del aullido del lobo amedrentadas.

   Nunca el escuro y tenebroso velo
De nubes congregadas de repente,
Ni presto rayo que, rasgando el cielo,
Baja tronando envuelto en llama ardiente;
Ni terremoto, cuando tiembla el suelo,
Turba y atemoriza así la gente,
Como el horrible estruendo de la guerra
Turbó y amedrentó toda la tierra.

   Quién sin duda publica que ya entraban
Destruyendo ganados y comidas;
Quién que la tierra y pueblos saqueaban
Privando a los caciques de las vidas;
Quién que a las nobles dueñas deshonraban
Y forzaban las hijas recogidas,
Haciendo otros insultos y maldades,
Sin reservar lugar, sexo ni edades.

   Crece el desorden, crece el desconcierto
Con cada cosa, que la fama aumenta,
Teniendo y afirmando por muy cierto
Cuanto el triste temor les representa,
Sólo el salvarse les parece incierto,
Y esto los atribula y atormenta;
Allá corren gritando, acá revuelven,
Todo lo creen y en nada se resuelven.
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   Mas luego que el temor desatinado,
Que la gente llevaba derramada,
Dejó en ella lugar desocupado
Por donde la razón hallase entrada,
El atónito pueblo reportado,
Su total perdición considerada,
Se junta a consultar en este medio
Las cosas importantes al remedio.

   Hallose en este vario ayuntamiento
Tunconabala, plático soldado,
Persona de valor y entendimiento
En la araucana escuela dotrinado,
Que por cierta quistión y acaecimiento
De su tierra y parientes desterrado,
Se redujo a doméstico ejercicio,
Huyendo el trato bélico y bullicio;

   El cual, viendo en el pueblo diferente
El miedo grande y confusión que había,
Pues sin oír trompeta ni ver gente
Le espantaba su misma vocería,
En un lugar capaz y conveniente,
Junta toda la noble compañía,
Sosegado el rumor y alteraciones,
Les comenzó a decir estas razones:

   «Excusado es, amigos, que yo os diga
El peligroso punto en que nos vemos
Por esta gente pérfida enemiga,
Que ya cierto a las puertas la tenemos;
Pues el temor que a todos nos fatiga
Nos apremia y constriñe a que entreguemos
La libertad y casas al tirano,
Dándole entrada libre y paso llano.

   »¿A qué fosado muro o antepecho,
A qué fuerza o ciudad, a qué castillo
Os podéis retirar en este estrecho,
Que baste sola un hora a resistillo?
Si queréis hacer rostro y mostrar pecho,
Desnudos le ofrecemos al cuchillo,
Pues nos coge esta furia repentina
Sin armas, capitán, ni diciplina.
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   »Que estos barbudos crueles y terribles,
Del bien universal usurpadores,
Son fuertes, poderosos, invencibles,
Y en todas sus empresas vencedores:
Arrojan rayos con estruendo horribles,
Pelean sobre animales corredores,
Grandes, bravos, feroces y alentados,
De sólo el pensamiento gobernados.

   »Y pues contra sus armas y fiereza
Defensa no tenéis de fuerza o muro,
La industria hade suplir nuestra flaqueza
Y prevenir con fuerza al mal futuro;
Que, mostrando doméstica llaneza,
Les podéis prometer paso seguro,
Como a nación vecina y gente amiga,
Que la promesa en daño a nadie obliga;

   »Haciendo en este tiempo limitado
Retirar con silencio y buena maña
La ropa, provisiones y ganado
Al último rincón de la montaña;
Dejando el alimento tan tasado,
Que vengan a entender que esta campaña
Es estéril, es seca y mal templada,
De gente pobre y mísera habitada.

   »Porque estos insaciables avarientos,
Viendo la tierra pobre y poca presa,
Sin duda mudarán los pensamientos,
Dejando por inútil esta empresa;
Y la falta de gente y bastimentos
Los echará deste distrito apriesa,
Guiados por la breña y gran recuesto,
De do quizá no volverán tan presto.

   »Tenéis de Ancud el paso y estrecheza
Cerrado de peñascos y jarales,
Por do quiso impedir naturaleza
El trato a los vecinos naturales;
Cuya espesura grande y aspereza
Aún no pueden romper los animales,
Y las aves alígeras del cielo
Sienten trabajo en el pasarle a vuelo.
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   »Llevados por aquí, sin duda creo
Que, viendo el alto monte peligroso,
Corregirán el ímpetu y deseo,
Volviendo atrás el paso presuroso;
Y si quieren buscar algún rodeo,
Desviarse de aquí será forzoso,
Dejando esta región por miserable
Libre de su insolencia intolerable.

    »Y aunque la libertad y vida mía
Sé que corre peligro en el viaje,
Con rústica y desnuda compañía
Salir quiero a encontrarlos al pasaje,
Y fingiendo ignorancia y alegría,
Vestido de grosero y pobre traje,
Ofrecerles en don una miseria
Que arguya y dé a entender nuestra laceria.

   »Quizá, viendo el trabajo y poco fruto
Que se puede esperar de la pobreza,
La estéril tierra y mísero tributo,
El linaje de gente y rustiqueza,
Mudarán el intento resoluto,
Que es de buscar haciendas y riqueza,
Haciéndoles volver con maña y arte
Las armas y designios a otra parte».

   No acabó su razón el indio, cuando
Se levantó un rumor entre la gente
El parecer a voces aprobando,
Sin mostrarse ninguno diferente;
Y así, la ejecución apresurando
(En lo ya consultado) conveniente,
Corrieron al efeto, retirados
Los muebles, vituallas y ganados.

   Ya el español con la presteza usada
Al último confín había venido,
Dando remate a la postrer jornada
Del límite hasta allí constituido;
Y puesto el pie en la raya señalada,
El presuroso paso suspendido,
Dijo (si ya escucharlo no os enoja)
Lo que el canto dirá vuelta la hoja.

Caupolicán

Yo soy Caupolicán... Canto XXXIV

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