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La Araucana de Alonso de Ercilla y la fundación legendaria de Chile

Del Araucano ideal al Mapuche terreno

Waldo Rojas






1

Alonso de Ercilla y su obra La Araucana son un «tema de la cultura chilena», fórmula que empleo deliberadamente en exergo de estas páginas, parafraseando el título de una obra singular de Luis Oyarzún, hombre de letras y poeta, figura también singular de la espiritualidad del Chile de este siglo. Con cierta frecuencia dichos «temas» se han inscrito en polémicas locales más tácitas que abiertas en sus reales alcances, y dejado traslucir el contraste entre una imagen complaciente del país y de sus gentes, su pasado y su presente, por un lado, y por otro la sanción a veces cruda de una realidad de apariencias tozudas. «Una tierra con muchas sangres derramadas y sin mitos realmente propios -dice allí el autor-, es decir, en este sentido antropológico, sin alma. Habría que decir, quién sabe -¡quién sabe!-, que el único mito nacional que haya dado una base común al vuelo de las imaginaciones a través de la historia chilena, haya sido un poema del Renacimiento español, La Araucana de Ercilla, de alcances sociales en todo caso restringidos a las clases letradas»1.

Mito nacional, sin duda, en la medida en que a diferencia de un simple relato, el poema de Ercilla ha venido a ocupar un lugar especial en la vida de los chilenos, suscitando acciones y discursos, y sirviendo unas y otros ya sea en el plano de la vida colectiva y cívica, o en aquel de la fantasmática personal. Ha poseído, en efecto, la obra de Ercilla suficiente poder de implicación afectiva, riqueza de representaciones imaginarias y coherencia en las estructuras de éstas. Como tal dispositivo de la mentalidad colectiva, La Araucana ha ejercido toda su potencia en suscitar lecturas que, sin tener en cuenta lo que pudo ser el proyecto íntimo del autor, han reflejado oblicuamente ciertas realidades en su momento para luego deformarlas en su proyección en el tiempo. Un tópico claro, en este sentido, ha sido el enmascaramiento de las contradicciones que se tensan, por ejemplo, entre la representación del Araucano heroicizado e ideal y el indio de carne y huesos en el proceso de gestación de una «identidad chilena» arraigada en la historia, como ella se quisiera desde hace ya dos siglos.

Los personajes y situaciones del poema, desgajados de su corpus literario y tempranamente devenidos formas arquetípicas de uso tan corriente como para dispensar de la lectura de sus páginas, han servido diversamente la causa de la buena conciencia republicana, ocultando la condición concreta reservada al indígena real por la institución chilena. Sus materiales epopéyicos trastrocados en celebración cívica de un pasado fundador, han favorecido la ceguera presente ante los abusos y exacciones de los poseedores criollos de la tierra, disimulando el abandono de la «nación materna», su segregación pasiva y aplastamiento ya sea por el silencio, ya por el desprecio cristalizado en los usos de lenguaje ultrajantes de que el indio real será objeto. Raza, sin embargo, «a quien (el chileno) alabará siempre en los discursos embusteros de las fiestas, pero a la que evitará dejar subsistente y entera», según palabras irritadas de Gabriela Mistral.

A falta de «templos imponentes, palacios antiguos, ruinas señoriales de ninguno de sus ocupantes sucesivos», vestigios, en fin, que testimonien de un pasado prestigioso, se ha dicho, Chile sólo posee un monumento en versos, consagrado a la apología desmesurada de su población indígena más ruda. Desproveimiento -y provisión bienaventurada- que darían su explicación a más de alguna particularidad del país; como por ejemplo, en el marco de nuestra cultura literaria, la preferencia masiva por el cultivo del género poético, que, junto al interés obsesivo por la historia, ha dado en apariencia más relumbre a nuestras letras que la prosa narrativa.

La población chilena actual revela en la apariencia física de su gran mayoría las huellas de un innegable mestizaje2. Esos mismos chilenos, sin embargo, con mayor o menor buena conciencia, prefieren no reconocer de aquella filiación ancestral sino las trazas impalpables de unas cualidades simbólicamente positivas, mediatizadas por arquetipos, y finalmente, compartibles por la humanidad toda3. Durante más de medio siglo el club de fútbol más popular del país es aquel que lleva el nombre del cacique Colo-Colo, y el perfil estilizado de un indio en el diseño de su insignia, que, por lo demás, miles de chilenos lucen orgullosamente en el ojal. Los hábitos onomásticos nacionales, por otra parte, ponen de moda, de tiempo en tiempo, sin gran distinción de clases, el bautizo de los hijos con nombres de pila tomados de Ercilla, como Galvarino, Lautaro, Nahuel, Caupolicán, Fresia, Guacolda o Millaray. Largo sería consignar aquí la lista de estos y aún otros nombres evocadores atribuidos a empresas industriales o entidades comerciales diversas: compañías mineras, casas de seguros, empresas editoriales, transportes, hoteles, mercancías, etc. Pese a todo ello el mote de «indio» es en Chile un agravio difícilmente tolerable.

Nuestro mayor novelista decimonónico es, al respecto, más que explícito:

«La Constitución [de 1828] -dice el narrador de La aritmética en el amor- abolió los títulos, mas no pudo abolir la nobleza por dicha nuestra [...] Bien que muchos pretenden que no es la ilustración ni el brillo intelectual lo que estas familias nobles se han encargado de perpetuar, puede a los tales respondérseles que en cambio han conservado la pureza de la raza, lo que es una base de progreso en todo país sensato, y van transmitiendo a sus herederos la blancura del cutis, sin lo cual cualquiera podría tomarnos por verdaderos indios, sin que nos quedase el derecho de ofendernos por tan insultante equivocación»4.



Los debates literarios eruditos de varios siglos en torno a La Araucana, como es sabido, pusieron frente a frente posiciones irreconciliables, a propósito -en un primer momento- del modo y calidad de la conformidad del poema con la preceptiva ortopédica de sus supuestos modelos coetáneos o clásicos, polémica traída más tarde al terreno del grado de historicidad de su inspiración. Muy al margen de esos ilustres combates académicos, la valorización popular del poema, o mejor dicho, de sus estereotipos residuales, no es menos conflictiva, y se ha visto hasta ahora tironeada entre los beneficios de su función identitaria ideal y el engorro -o el bochorno- de su efecto revelador del descrédito nacional infligido al indígena terreno.

El concepto de una realidad geográfica excepcional de la que emanaría un pueblo chileno no menos excepcional, puesto que épico en su esencia histórica desde sus raíces pre-hispánicas a sus luchas sociales del siglo XX, es el rasgo que impregna -con fortuna poética- toda una etapa de la obra del poeta Pablo Neruda, y tiene sin duda su fuente más clara en Ercilla. «A él le debemos nuestras constelaciones -escribe el poeta de Canto general-. Nuestras otras patrias americanas tuvieron descubridor y conquistador. Nosotros tuvimos en Ercilla, además, inventor y libertador. [...] Ercilla no sólo vio las estrellas, los montes y las aguas, sino que descubrió, separó, y nombró a los hombres. Al nombrarlos les dio existencia. El silencio de las razas había terminado».

Otra valoración de La Araucana es la que expresa Gabriela Mistral, no más tierna con el «bueno de Ercilla» que con su obra, ese «pedazote de pasta de papel pesada y sordísima». «Su epopeya tuvo ese pueblo -escribe en 1932-, una merced con que el conquistador no regaló a los otros, el apelmazado bouquin de Alonso de Ercilla, que pesa unos quintales de octavas tan generosas como imposibles de leer en este tiempo». Todavía menos indulgente fue la gran poetisa para con el conjunto de sus compatriotas, ese «mestizaje criollo» cuya «felonía redonda» mostrada en el despojo y envilecimiento del indígena, dice, «toma la forma del perfecto matricidio». Valga recoger aquí, en lo que posee de severo y deliberadamente sacrílego ánimo desmistificador, el resto de esta caricia a contrapelo sobre el lomo del gentilhombre-poeta y de los chilenos mismos, deslizada con el lado más acerado de la pluma de nuestro primer premio Nobel de literatura:

«Cualquiera hubiera pensado que un pueblo dicho en poema épico, referido elogiosamente por el enemigo, exaltado hasta la colección de clásicos españoles, sería un pueblo de mejor fortuna en su divulgación, bien querido por las generaciones que venían y asunto de cariño permanente dentro de la lengua. No hay tal; la intención generosa sirvió en su tiempo de reivindicación -si es que de eso sirvió-, pero la obra se murió en cincuenta años de la mala muerte literaria que es la del mortal aburrimiento, la de disgustar por el tono falso, que estos tiempos sinceros no perdonan, y de enfadar por el calco homérico ingenuo, de toda ingenuidad.»



Y prosigue en párrafo aparte:

«Lástima grande por el cantor, que fue soldado noble, pieza de carne dentro de la maquinaria infernal de la conquista, y más lástima aún por la raza que pudo vivir, hasta sin carne alguna, metida en el cuerpo de una buena epopeya, que no le quedaba ancha sino a su medida.»



Para rematar más lejos:

«No importa el mal poema: la raza vivió el valor magnífico; la raza hostigó y agotó a los conquistadores; el pequeño grupo salvaje, sin proponérselo, vengó a las indiadas laxas del continente y les dejó, en buenas cuentas, lavada su honra»5.



Otros ejemplos de apreciaciones contradictorias como las anteriores son legión6. De no retener aquí más que aquellas privadas de animosidad flagrante cuando no de competencia crítica dudosa, los motivos de elogio y de vituperio más vehementes en ambos casos, responden, en general, a la pérdida de vista del poema en sí mismo, en tanto que ente de palabra, situado entre los límites de sus propias condiciones de posibilidad culturales y estéticas, dotado de una estructura propia en torno a la cual se anudan los elementos de su proceso de significación como tal obra literaria. Curiosa suerte de una composición que muchos han estimado histórica en sus logros y tropiezos, y a la que pocos han remitido lo suficiente, en sus juicios de valor y en sus interpretaciones, a la perspectiva crítica de la mirada histórica7.

Los unos quisieran ver en ella un testimonio en crudo, una crónica documental algo peculiar en su manera versificada, y la interrogan con el rigor exigible a la mentalidad disciplinaria de un historiador contemporáneo. Cuando no reclaman del hijo de un siglo que estaba aún lejos de poseer el aparataje mental que permitirá más tarde mirar al Otro en su cabal alteridad, las competencias científicas de un etnólogo avant la lettre.

No hacen mejor aquellos que, soslayando al presunto cronista extraviado en la maraña de las letras, restituyen la obra a su corporeidad literaria, salvando los muebles del poeta pero no sin achacarle el no haber sabido entrar en las calzas de un contemporáneo simultáneo de Homero, Virgilio, Séneca, Ariosto o Tasso; o no haber poseído la intuición futurista necesaria para plasmar en sus versos las conquistas de la modernidad lírica y sus holguras formales. «Parece que la crítica española -ironiza el novelista chileno Fernando Alegría- ha buscado por siglos un poeta épico que supere a Ercilla con el objeto de evitarse el bochorno de presentar como la mejor epopeya española un poema al que los preceptistas niegan el carácter de epopeya y del que los españoles mismos sienten que no les pertenece totalmente».

En el origen de esta pieza mayor de la épica castellana de la Conquista se hallan circunstancias especiales y hasta excepcionales relativas a la personalidad de su autor, a las condiciones de gestación de su poema, no menos que a las fuentes de su inspiración y al destino y proyecciones mismos de su libro. Como Homero, Ercilla es el hombre de un poema, y nada permite suponer que no sea éste un fruto entrañado de toda su persona. Su figura y existencia reales están, por el contrario, sólidamente ligadas a su escrito, no menos que lo está la imagen de todo un pueblo aborigen de los confines remotos «del ancho y nuevo mundo».

La «raza araucana», como designarán a esa nación nuestros primeros manuales escolares, siguiendo la usanza de nuestros historiadores de los albores del Chile independiente, recogió en efecto las preseas de su dignidad de la pluma de Ercilla. Su historia, la que se escribe y la que reescriben las curiosidades, inquietudes e incertidumbres de los hombres del presente, podría tal vez compendiarse en una suerte de diálogo virtual o tácito entre las severas operaciones eruditas y las concreciones del imaginario depositadas en la memoria colectiva por el genio de este gentilhombre del Renacimiento español.

Don Alonso de Ercilla y Zúñiga fue el sexto y último hijo de don Fortún García de Ercilla, natural de Bermeo, en Vizcaya, uno de los jurisconsultos más famosos de la época, cuyos escritos eran leídos y comentados en todas las escuelas de derecho de Europa, además de regente de Navarra y consejero de Carlos V. El futuro poeta nació en Madrid el 7 de agosto de 1533, bajo el reinado de Carlos V, en el seno de una familia entre las más nobles de España por ambas ramas8. Desde su infancia entró al servicio del príncipe Felipe e integró su séquito en viajes por las cortes europeas. Así fue que, acompañando don Alonso al joven heredero en el viaje que hiciera a Inglaterra, en 1554, adonde debía contraer segundas nupcias con la reina de Inglaterra, María Tudor, la Católica, trabó conocimiento con el capitán Jerónimo de Alderete, recientemente nombrado adelantado de Chile, y fue interesado por éste en los asuntos de América. Desde 1543 el futuro monarca, que por delegación de su padre tenía ya en sus manos el ejercicio de la autoridad real sobre las Indias y España, informado de la sublevación de Francisco Hernández Girón, en el Perú, había nombrado a Alderete Gobernador de Chile, y Virrey del Perú a Don Andrés Hurtado de Mendoza, con encargo para este último de viajar en plazo urgente a poner término a la insurrección de Girón. El joven Ercilla, de escasos 21 años, solicitó y obtuvo la merced de acompañar al nuevo Virrey a Indias, y pudo así, en octubre de 1555 zarpar desde el puerto de Sanlúcar hacia su destino americano9.

Una nutrida serie de avatares y adversidades jalonará esta travesía, entre ellas el fallecimiento de Alderete, en la isla de Taboga (1556), aquejado de grave enfermedad. Desembarcado en el puerto peruano de Trujillo, Ercilla encuentra al Virrey con quien proseguirá hasta Lima, cuando la insurrección de Girón había sido ya aplastada. En circunstancias de ser García Hurtado de Mendoza, nombrado Gobernador de Chile por su padre el Virrey, en sucesión del fallecido Alderete (1557), decidió Ercilla como nueva misión servir a su monarca en la guerra contra los araucanos en rebelión. En febrero de 1557 salió de Callao en uno de los navíos que conducían a don García y sus tropas al Reino Austral, para mojar anclas en el puerto de Coquimbo o La Serena el 23 de abril de ese mismo año. Continuada el 21 de junio la ruta hacia el escenario de la guerra de Arauco junto a don García, y al cabo de sortear el navío una «áspera tormenta», Ercilla alcanzó las agitadas costas de Penco, frente a la Isla Quiriquina el 28 de ese mes. Estos episodios preliminares así como los antecedentes del episodio bélico de la Conquista, en el que el joven hidalgo-poeta se aprestaba a tomar parte activa, serán puntualmente consignados en la primera parte del poema.

Desde su llegada a Chile, cupo al joven Ercilla actuar en la fase de expansión de la Conquista, período que sucede a aquel comenzado por Pedro de Valdivia, primer gobernador de Chile, quince años antes, y que justamente se termina con su muerte a manos de los indios durante la formidable rebelión de 1553. En poco más de un año, en el séquito del nuevo gobernador García Hurtado de Mendoza, dos años más joven que don Alonso, el poeta-soldado tomará conocimiento directo del decorado, personajes y acciones guerreras que darán término hacia 1561, tres años después de su partida de Chile, a lo que se estima como la conclusión de la empresa propiamente conquistadora10.

De los episodios y acontecimientos de la guerra durante el breve plazo de su paso por Chile11 se compone, así, la materia medular de La Araucana, poema «cierto y verdadero», según asevera el mismo don Alonso, atento también a la preceptiva del género épico o epopéyico vigente en la época; fuentes, ambas, que darán pábulo más tarde a dos orientaciones contrastadas de la crítica, «verista» y «verosimilista», en la interpretación del valor de la obra.

La formidable ola espiritual del Renacimiento al alcanzar España, juntamente con provocar el alejamiento de los moldes medievales, puso al alcance de la curiosidad letrada, hasta banalizarlo, todo el acopio de la tradición clásica y el gusto generalizado por la epopeya. Bajo influencia de la Eneida, de Virgilio, brotaron en Europa el Orlando furioso de Ariosto, la Jerusalén, del Tasso, Os Lusiadas de Camoens, respuestas todas al fervor de poseer cada nación su propia epopeya. A instancia de aquel clima vino La Araucana de Ercilla, cuyo título no va sin evocar algunos de aquellos modelos originales y sus emulaciones.

A propósito de este título, la potencia legendaria del texto de Ercilla no ha dejado, sin embargo, de irradiarse, a lo largo de los siglos, contaminando en cierto modo hasta las mismas razones que explicarían su gestación e intrahistoria. Un célebre clérigo y erudito literario chileno de este siglo prefiere así atribuir al título del poema un origen «romántico», como una prueba más del talante caballeresco de su autor12. Al cabo del viaje de retorno a Imperial, luego de la expedición española a Chiloé, consecuencia de una reyerta o conato de riña entre don Alonso y Juan de Pinera durante la celebración de un torneo («una justa y desafío / donde mostrase cada cual su brío»), el joven gobernador de Chile, García Hurtado de Mendoza sintiéndose afrentado en su autoridad y respeto, condena a ambos rivales a muerte. Ninguna intercesión consigue doblegar la abrupta sentencia del gobernador, «mozo capitán acelerado», salvo el concurso de una doncella a quien don García mira con simpatía, y cuyas súplicas logran lo que no habían logrado sus compañeros de armas. Ambos con un pie ya en el cadalso, habiendo entregado «al agudo cuchillo la garganta», la condena es conmutada por cárcel y destierro. Nuestro erudito cree poder desprender de «algunas declaraciones en el juicio de residencia de don García» que la eficaz intercesora fuese araucana. En agradecimiento a esta mítica aborigen, una araucana innominada, a quien debiera la vida, el poeta habría intitulado de este modo su poema. Si non é vero é ben trovato!13




2

Escrita en octavas reales, estrofa favorita de la época española renacentista, La Araucana consta de tres partes, divididas en cantos, distribuidos en número total de treinta y siete. Cada parte va precedida de un exordium, como cabe al género, y otras de estas mismas piezas retóricas se agregan regularmente a los cantos a modo de estrofas introductorias de carácter moral o sentencioso.

A lo largo de sus páginas, el poeta insiste con frecuencia en la dominante épica, guerrera, del poema; redunda en afirmaciones que acentúan su valor autobiográfico y «de perfecta concordancia en lo fundamental con la realidad histórica». Si la primera parte del poema fue publicada en 1569, seis años después del retorno del poeta a España, plazo en el cual se dedica por entero a su redacción, el texto fue comenzado en América sobre notas tomadas en el sitio mismo de los hechos, lo que explica probablemente su tono verista y la lozanía del detalle testimonial14. «El tiempo que pude hurtar -afirma el poeta- lo gasté en este libro, el cual, por que fuese más cierto y verdadero, se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel, y en pedazos de cartas, algunos tan pequeños, que apenas cabían seis versos, que no me costó después poco trabajo juntarlos».

Las tres partes de La Araucana fueron editadas en Madrid, en cuatro ocasiones, durante un plazo de 22 años. En 1569 la primera, cuyo original estaba ya lista en el curso del año 1568; la segunda parte en 1578, y la tercera y última parte en 1589, reeditada con algunas adiciones en 1590.

Dadas sus fechas de publicación, es obvio que La Araucana no fue escrita de una sola tirada, y que su redacción contó con varias interrupciones. Numerosos estudios eruditos del poema dejan en claro que en su origen hay una suerte de diario anotado sobre la marcha, y por lo tanto relativo estrictamente a los sucesos de Arauco. De la existencia de ese diario y de su primera fecha da testimonio, precisamente, el canto 9, 18, que introduce el relato de un hecho providencial que detuvo a los indios victoriosos en su marcha a Imperial, escrito en 1558 en esa misma ciudad, mientras probablemente el poeta cumplía pena de prisión:


A veinte y tres de abril que hoy es mediado
hará cuatro años cierta y justamente
que el caso milagroso aquí contado
aconteció, un ejército presente,
el año de quinientos y cincuenta
y cuatro sobre mil por cierta cuenta.



La rivalidad entre las naciones araucana y española no es, por cierto el único tema de las tres partes en que se divide esta famosa pieza literaria, pero las vicisitudes reales de la guerra fueron su razón de ser, su motivo central y el elemento vertebrador de su argumento. El poema nació de aquellas experiencias tanto como de la influencia de los valores y modelos literarios en vigor en la época, ellos mismos venidos de los clásicos griegos y latinos, de las novelas de caballería y de la lírica italiana. Tan decisivo en su origen como unas y otros, La Araucana refleja un sistema de valores cristianos ligados al honor, valor e hidalguía forjados en el espíritu de cruzada propio a la Reconquista española y del que es heredero el poeta-soldado.

El exordio general del poema inscripto en el primer canto declara, en famosa estrofa, la intención original del poeta:


«Ni las damas, amor, no gentilezas
de caballeros canto enamorados,
ni las muestras, regalos y ternezas
de amorosos afectos y cuidados;
mas el valor, los hechos, las proezas
de aquellos españoles esforzados,
que a la cerviz de Arauco no domada
pusieron duro yugo por la espada».



Voluntad sin embargo pronto desatendida y desechada en ambos propósitos suyos. Episodios amorosos protagonizados por heroínas indígenas (Guacolda, Tegualda, Fresia, Lauca, Glaura) o míticas, como Didón, serán intercalados en numerosas ocasiones y no sólo con el pretexto confeso de equilibrar y variar un tema demasiado arduo y monótono como para no comprometer el interés del poema15, sino por convicción respecto de una necesidad más noble y profunda: «¿Qué cosa puede haber sin amor buena?, / ¿qué verso sin amor dará contento? ¿dónde jamás se ha visto rica vena / que no tenga de amor el nacimiento?» Pero también en virtud de la necesidad de atraer a la mujer araucana al espacio privilegiado del amor, marco en el que la tradición literaria inscribe la mayor dignidad femenina, y a favor del cual el poeta podrá introducir el tema, aquí clave, de la honra.

Del mismo modo, la glorificación de las hazañas del bando español dejará paso muy pronto a un tema que por su abundamiento sobrepasa lo que no parece ser en este exordio sino un propósito complementario, a saber, el heroísmo y dignidad del indio como faire valoir del mérito español: («Cosas diré también harto notables / de gente que a ningún rey obedecen, / temerarias empresas memorables / que celebrarse con razón merecen»); insistencia que el poeta llevará hasta cambiar a menudo el signo de la representación del español, y en todo caso invertir, en el curso del poema, el sentido todo de las prioridades entre éstos y los araucanos, cuestionando al conquistador y exaltando al indígena.

El hablante de La Araucana detiene a menudo el fluido narrar de las acciones bélicas para insertar reflexiones que nada tienen de ocasional en la economía substancial del texto y en las que celebra el profundo sentimiento de justicia «natural» y de original inocencia, con que los indios asumen el legítimo derecho a resistir cuando ven sus derechos pisoteados:



esta araucana gente, que con tanta
muestra de su valor y ánimo ofrece
por la patria al cuchillo la garganta
[...]
La sincera bondad y la caricia
de la sencilla gente de estas tierras
daban bien a entender que la cudicia
aún no había penetrado aquellas sierras;
ni la maldad, el robo y la injusticia
(alimento ordinario de las guerras)
entrada en esta parte habían hallado
ni la ley natural inficionado.

Pero luego nosotros, desoyendo
todo lo que tocamos de pasada,
con la usada insolencia el paso abriendo
les dimos lugar ancho y ancha entrada;
y la antigua costumbre corrompiendo,
de los nuevos insultos estragada,
plantó aquí la cudicia su estandarte
con más seguridad que en otra parte.



A la llegada del conquistador, los «mapuches» («gente de la tierra», gentilicio que se daban a sí mismos los así llamados «araucanos»), ofrecían respecto de los aztecas o de los pueblos incásicos, un contraste acusado. A diferencia de aquellos, son éstos un conjunto de tribus cuya aparente precariedad cultural y primitividad encajaban bien en la idea que, desde la llegada de Colón, la Europa se hacía, gustosa, del «salvaje». Los araucanos, en efecto, no habían levantado ciudadelas de murallas colosales, ni espacios urbanos sorprendentes, surcados de canales, ni erigido pirámides, ni tallado en la piedra efigies imponentes de sus dioses, ni llevado a un grado asombroso la artesanía del oro y las gemas preciosas. Tampoco habían organizado su existencia colectiva bajo complejos sistemas de funcionariado estatal, ni puesto en pie jerarquías sociales, al abrigo de no menos sofisticadas estructuras económicas y militares.

En las expediciones emprendidas hacia el sur del continente por los conquistadores, los araucanos representan uno de los últimos pueblos americanos por encontrar. Son también el único grupo aborigen americano que haya rehusado por siglos y con tal tenacidad la invasión extranjera. Estas pobladas enigmáticas que algunos verán con recelo y fascinación como seres apenas desprendidos de la naturaleza y como una temible emanación de sus contrastes y rudezas, sostendrán contra el invasor, valga repetirlo, la más larga y cruenta resistencia de la historia de la conquista prolongada a lo largo del período colonial16.

Los araucanos no eran por supuesto las únicas poblaciones indígenas que ocupaban el espacio geográfico chileno a la llegada del conquistador. El mismo zócalo geográfico, que es el Chile físico, definido en su estrecha conformación longitudinal por la cordillera de los Andes, al este, y el océano Pacífico, al oeste, decidió sin duda, en sus latitudes, climas y paisajes contrastados, de las particularidades etnoculturales de aquellas poblaciones17.

La zona húmeda y boscosa al sur del río Bío-Bío correspondía al hábitat araucano hasta el río Toltén. La pobreza del suelo obligaba a este pueblo de agricultores-pastores -dualidad única en el Chile pre-hispánico- a una existencia colectiva poco o nada estratificada y físicamente aislada, impedido como se hallaba de congregar sus caseríos aislados en unidades de población mayor como las aldeas, por la necesidad de rotar continuamente los campos, dispersando los efectivos humanos en la lucha contra una selva densa y difícil de clarear. La vastedad misma del espacio disponible para sus rudimentarios sembradíos, así como la adopción tardía de la agricultura -sólo unos tres siglos antes de la Conquista-, les impidió desarrollar un claro sentido de la propiedad del suelo, limitando su defensa al espacio ya sembrado. En ello, sin embargo, la ferocidad mostrada podía prefigurar lo que sería su conducta ante la intrusión conquistadora.

«Manejaban sus propios asuntos -dice el historiador Osvaldo Silva G.- y defendían fieramente el ganado o las cosechas contra la codicia de otros grupos [...] Eran comandados por un jefe de familia, el lonko, a quien asesoraban los otros miembros del grupo. A él le correspondía la difícil misión de mantener la cohesión de una sociedad continuamente amenazada de escisión por aquellos que se sentían descontentos o perjudicados»18. Sin necesidad del riesgo del pillaje exterior, de todos modos las creencias y las tradiciones hacían de los araucanos un pueblo belicoso y fácilmente dado a la violencia extrema. Aquella misma organización social y política, más cercana en los hechos de la banda que de la tribu, será afectada, primero por las tentativas de dominación incaicas, luego por la invasión española, conduciendo al remembramiento de las tribus, separadas por la geografía, bajo la tutela de una jerarquía militar encabezada por un toqui, o jefe supremo electo por la duración de la emergencia.

A despecho de los reparos conocidos, Ercilla supo caracterizar al pueblo araucano, con acuerdo a un proyecto específico que sitúa su obra en contradicción con la tradición mistificadora de las realidades indígenas inaugurada por los primeros cronistas españoles. Dentro de ese proyecto que poco tiene que ver con el de una descripción historiográfica o etnográfica de los araucanos, «el verismo y el realismo no eran los criterios fundamentales que organizaban sus procesos de caracterización de personajes», y estaban subordinados a él con vistas a la afirmación de una humanidad excepcional llevada a las cimas de un mito integrador; imagen ideal, es cierto, pero sostenida por la magnificación de cualidades reales19. La gesta resistente de Arauco es una empresa exaltada por la pluma de Ercilla a través de un proceso de escritura dominado por la tensión constante entre objetividad e idealización, a la vez que expresión de la conciencia dividida e íntimamente desgarrada del autor.

A través de retratos, relato de acciones, batallas y duelos, dramatizaciones de valores fundamentales, comparaciones, costumbres comunitarias, y a veces juicios y evaluaciones explícitas expresadas por el narrador o por un personaje, la percepción del pueblo indígena resulta extraordinariamente positiva y crecientemente admirativa. Lo es primero en el detalle de la contextura física y sobre todo en el énfasis puesto por el narrador en destacar la fuerza muscular, fiereza, reciedumbre y agresividad de sus hombres, en armonía con el medio natural y encarnación de la naturaleza americana, diferente de otra conocida. Gajes, éstos, de un guerrero excepcional y personificación del espíritu de libertad. Superior en su coincidencia con las cualidades que exige el marco físico de su existencia, los araucanos son para Ercilla, además del pueblo más temido y respetado de América, una nación de hombres libres:

«[...] Es cosa de admiración que no poseyendo los araucanos [...] pueblo formado ni muro ni casa fuerte para su reparo, ni armas [...] defensivas [...] con puro valor y porfiada determinación hayan redimido y sustentado, derramando en sacrificio della tanta sangre[...]»



Lo es, luego, en la afirmación que la cualidad fundamental del valor guerrero posee en la concepción del mundo del araucano, como centro de su concepto del honor y ecuación de su identidad como nación. El honor, a su vez, del modo como Ercilla lo desprende de múltiples situaciones en que los araucanos lo ponen en juego (ritos de poder, desafíos, concursos, justas, etc.), es lo que exime la violencia connatural de éstos de toda sospecha de salvajez bestial y los hace asimilables a los valores caballerescos, y en consecuencia a la civilización.

En contrapunto con el discurso de los cronistas que lo preceden, el propósito de Ercilla consiste, en éste y otros planos, en integrar al araucano a la condición cabal de humanidad, de la que aquellos privaban al hombre americano. Ligada al concepto del honor, la violencia es la misma en los dos bandos, en un marco de confrontación bélica que la vuelve necesaria e inevitable. El guerrero araucano «rompe, magulla, muele y atormenta / desgobierna, destroza, estropia y gasta»; lo mismo que los españoles «hieren dañan tropellan dan la muerte / piernas, brazos, cabezas cercenando».

La organización social de tipo feudal que se dan los indios, con sus jerarquías y valores de naturaleza heroica, sus ritos de educación y adoctrinamiento militares, sus prácticas jurídicas y religiosas, son objeto de parte de Ercilla de una atención orientada hacia esa misma finalidad integradora. Lo mismo ocurre con la detallada descripción en el poema de la variedad del armamento inventado, la complejidad de las tácticas y estrategias militares, la arquitectura de las obras de fortificación dotadas de fosos y empalizadas. Todo contribuye puntualmente a señalar una realidad humana sofisticada, cuya vocación guerrera rige, sin embargo, la ley, y controla la inteligencia y la prudencia de jefes políticos y militares. Realidad diferente sólo en grado y en momento de un crecimiento, pero no distinta en calidad respecto de la Europa de esa época, y por tanto asimilable a ésta en sus valores de base, relativizando, de paso, aquellos rasgos irreductibles, como la religión cristiana, en beneficio del valor de una religiosidad profunda aunque errada.

Desde su inicio a su término, el poema cumple la estrategia de un «proceso de idealización» del araucano en el que los elementos caracterizadores concretos, tomados -o no- del plano de la experiencia vital del autor con ese pueblo, son subordinados a los valores centrales, ideológicos y estéticos, del modelo que ofrece la visión del mundo europea. Lejos de buscar a erigir en esta subordinación, como sucede por ejemplo en el discurso típico de las Cartas de relación, el límite de una distancia insalvable y el fundamento de una relación de jerarquía devaluante en beneficio del europeo, Ercilla intenta eludir la diferencia, borrar la marca de una alteridad radical entre el conquistado y el conquistador. En la selección de sus diversos motivos y en la organización de sus recursos retóricos, el poema suprime o transforma los rasgos que volverían problemática la integración de los indígenas a aquel modelo aceptable, y con ello cuestiona implícitamente el discurso de la Conquista. Su objetivo apunta así a una voluntad de reivindicación de la humanidad del hombre de América, sobre la base de una igual condición humana común al indígena y al europeo.

Para una lectura atenta del texto del poema, no hay contradicción flagrante entre las declaraciones preliminares del poeta de adherir con fidelidad e inmediatez a la verdad de personas, lugares y sucesos, y el hecho de incorporar luego a su relato elementos extraños o cuestionables, como son los episodios fantásticos, las disgresiones mitológicas, los discursos estereotipados, las representaciones idealizantes de personajes y de marcos naturales, etc. Por el contrario, todos esos elementos tienen por función al interior de proyecto poético, la de validar bajo la autoridad de una tradición histórica y literaria occidental la representación de gentes y naturaleza americanos, y poner así en cuestión la versión oficial del proceso de dominio consumado por la Conquista.

A poco de comenzado el cuento y comento de la guerra se advierte que la intención declarada de alabanza de las hazañas españolas se debilita y contradice hasta cambiar de signo. Desde ya, el volumen textual ocupado en el poema por unos y otros, desfavorece progresivamente al bando español. Son éstos, además, presentados bajo una luz constantemente censuradora; su retrato es negativo, y los valores encarnados en el modelo de un conquistador justo, buen cristiano y paternal resultan objeto de desmistificación crítica en la exhibición de su comportamiento indigno: cobarde, débil, egoísta, codicioso. Figura ambigua, el conquistador caracterizado progresivamente en La Araucana encarna de hecho la «transformación histórica que va del guerrero heroico, valeroso y mesiánico, de la fase militar de la Conquista, al encomendero codicioso y explotador, ávido de poder, carente de escrúpulos y de cualquier móvil que no sea su enriquecimiento y poder personal, característicos de la emergente sociedad colonial»20.

El proyecto crítico de Ercilla culmina en esta total inversión del esquema tradicional: los araucanos no sólo no son seres asimilables a bestias u objetos, sino que al encarnar las altas virtudes que los españoles han abandonado, representan todo aquello que el conquistador heroico devenido encomendero rapaz ha dejado de ser; valores perdidos a los que el narrador, y Ercilla mismo, identifica el modelo a que aspira su propia existencia de gentilhombre de honor y prototipo del caballero cristiano. Esta transformación al cabo de la confrontación con los araucanos es lo que vuelve conflictiva la relación del poeta con su propia obra y expresa la profunda división de su conciencia. La crítica de la conquista conduce a la marginación del que la formula, pues el poeta no está ya en condiciones de adherir a un orden desenmascarado en su degradación, ni lo está más respecto de su integración en el marco americano cuya dignidad y virtudes reivindica desde su profunda solidaridad moral, pero de la que se siente culturalmente disociado.

De este modo, la verdad de su obra que es «relación sin corromper nada / de la verdad cortada a su medida» no pretende corresponder a la exactitud de los hechos concretos narrados sino a una trayectoria espiritual de la cual ésta es el hallazgo final; revelación a sí mismo del significado de injusticia y explotación intrínsecos de la guerra de Arauco y de todo el proceso de la «historia general» de la Conquista. Verdad enmudecedora hasta el «llanto» en lo que toca al sentido de la intención primera de componer un canto:


«[...]Yo que tan sin rienda al mundo he dado
el tiempo de mi vida más florido,
y siempre que camino despeñado
mis vanas esperanzas he seguido,
visto ya el poco fruto que he sacado,
y lo mucho que a Dios tengo ofendido,
conociendo mi error de aquí adelante
será razón que llore y que no cante»,



como lo expresa con amargo pesar el poeta en la última estrofa del poema.




3

La celebridad que a partir del pasado siglo adquiere La Araucana en Chile puede parecer desmesurada fuera del terreno normal de la erudición y la especialidad literaria, si no se contrapesa con el rol propiamente ideológico y de primer orden que este documento histórico literario va a jugar desde muy temprano en el proceso de la independencia y de la constitución de la entidad nacional chilena.

Tal vez las mismas razones que llevaron a un relativo desinterés por este documento durante el Chile colonial, expliquen su éxito a partir de la ruptura del lazo de dependencia del país con la metrópolis, desde comienzos del siglo XIX21. La paradoja sería, de este modo, sólo aparente, si se comprueba que la lectura celebratoria «oficial» efectuada con este objetivo por los chilenos desde entonces sólo consigue amortiguar y hasta eclipsar el verdadero contenido desmistificador del proyecto forjado por Ercilla. Sin duda intrincado y ambiguo en la propia conciencia del poeta, pero «uno de los proyectos más complejos y ricos de representación crítica y literaria de todo un proceso histórico -el de la Conquista de América- y de su significado profundo»22.

El poema de Ercilla rompe, en efecto, la continuidad de una tradición discursiva, desde Colón a Cortés, Oviedo, Gómara, Bernal Díaz y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, poniendo en cuestión por vez primera de modo radical, los estereotipos anteriores forjados por los conquistadores acerca del hombre americano en su conjunto; el efecto subrepticio de aquellos relatos, como se ha señalado anteriormente, redundó en una percepción generalizada del hombre americano como objeto, bestia o siervo, o bien, devolviéndolo a una humanidad problemática, como primitivo y menor de edad mental, o como dotado sólo de virginal bondad e inocencia originales. Bajo estas luces, la usurpación conquistadora aparecía a su vez como una vasta empresa paternalista de pedagogía del verdadero modelo humano representado por el europeo cristiano, y bajo tutela de éste.

Se comprenderá entonces que los aspectos exaltadamente favorables del poema a las cualidades no sólo militares sino también espirituales y morales que el poeta presta a los araucanos contrariaban los intereses inmediatos de la sociedad colonial, y difícilmente podían haber asegurado a esta obra una difusión holgada durante ese período. Desde el desastre de Curalaba, en 1598, el país vive en permanente estado de alarma defensiva frente los araucanos, a quienes ha debido ser abandonado todo el territorio sur. Dicho abandono era un reconocimiento «de la impotencia de las armas españolas y el fracaso de tantos años, esfuerzos y sangre en una empresa descabellada», afirma el ya citado historiador O. Silva G. La mantención de las ciudades del sur había sido una lucha continua y desesperada que solamente el interés por los lavaderos de oro y por la utilización de los gruesos contingentes de trabajo, representados por los naturales, había logrado mantener. La lucha contra el araucano conocerá un vuelco total en el plano estratégico, y de modo concomitante, una verdadera reformulación del conjunto de los fundamentos de la vida política de la sociedad colonial y de los vínculos de ésta con España. Caso excepcional en la historia de las colonias americanas, un ejército permanente, pagado y profesional será afectado al Reino de Chile. Las márgenes del río Bío-Bío serán en adelante un límite que separará durablemente el territorio araucano del dominio hispánico y que conserva hasta el día de hoy el apelativo de La Frontera23.

Todas las recetas susceptibles de imponer de grado o de fuerza la pacificación serán alternativamente experimentadas sin éxito, para finalmente legitimar de hecho los procedimientos más brutales y crueles, con la previsible respuesta vengativa de los araucanos y, así, la prolongación interminable de la lucha. Incluso al norte de dicha frontera, las rebeliones indígenas como réplica a los excesos españoles serán cotidianas, conduciendo una vez sofocadas a la franca esclavitud de los aborígenes capturados en «territorio chileno». Sólo a fines del siglo XVII una lenta evolución en las relaciones entre ambos pueblos, además del fenómeno de un mestizaje masivo y regular, permitirán la vuelta a una relativa estabilidad, no sin el tropiezo de dos grandes levantamientos, a lo largo del siglo XVIII, en 1723 y 1766, hasta el estallido de las guerras de Independencia.

La alternancia entre parlamentos o tratados de paz y nuevos alzamientos se prosiguió durante la nueva época del Chile independiente. Es cierto que a un ritmo mucho menos sostenido, pero en condiciones de dominación oficial, esta vez jurídicamente unilateral, de los chilenos sobre un territorio ganado en alta lucha a la corona española. Ello tuvo el efecto de transformar el «orgulloso territorio de la nación araucana» en un enojoso «paréntesis de nuestra territorialidad», y convertir el antiguo ahínco resistente y glorioso de la belicosidad épica araucana en una fechoría criminal mayor que implicaban aquellos actos de rebeldía antipatriótica. En esta misma medida, las rebeliones serán reprimidas con aplicación, saña y sistema; habría que agregar que no sin considerable esfuerzo militar.

La «pacificación de la Araucanía» es el eufemismo que recubre en nuestros manuales escolares este oscuro capítulo de la gesta republicana puesta en pie a partir del último cuarto del pasado siglo. Perfectamente al tanto de las evoluciones de la guerra de Chile contra el Perú y Bolivia, en los escenarios del norte lejano, los jefes araucanos prepararon lo que sería su última y formidable rebelión contra la dominación chilena. Pero, luego de la toma de Lima por las tropas chilenas victoriosas, fueron éstas desplazadas al sur a poner término a la rebelión general. La violencia del operativo sólo igualó a la crueldad de los escarmientos, luego de los cuales, escribe el historiador chileno Luis Galdámez, «los últimos restos de la bravía raza quedaron reducidos a una escasa porción de su suelo y sometidos a las leyes protectoras dictadas por el gobierno nacional en 1883.»

Fuerte defensivo en su origen, la ciudad de Temuco, en el corazón de la Frontera, cuna del poeta Pablo Neruda24, fue fundada al cabo de una de las etapas triunfales de la Pacificación, en 1881. La última etapa del sometimiento militar de un pueblo desarraigado por la fuerza de su suelo natal, tuvo por protagonista al patriciado agrario y sus aliados los representantes de la institución judicial. Sus armas fueron esta vez el alcohol y las argucias legales. En un largo poema intercalado de endecasílabos libres, evocadores implícitos de la memoria ercillana, el Neruda, de Canto general deja de ello documento conmovido:



Ya de la Araucanía los penachos
fueron desbaratados por el vino,
raídos por la pulpería,
ennegrecidos por los abogados
al servicio del robo de su reino,
y a los que fusilaron a la tierra,
a los que en los caminos defendidos
por el gladiador deslumbrante
de nuestra propia orilla
entraron disparando y negociando,
llamaron «Pacificadores»
y les multiplicaron charreteras.

Así perdió sin ver, así invisible
fue para el indio el desmoronamiento
de su heredad: no vio los estandartes,
no echó a rodar la flecha ensangrentada,
sino que lo royeron poco a poco,
magistrados, rateros, hacendados,
todos tomaron su imperial dulzura,
todos se le enredaron en la manta
hasta que lo tiraron desangrándose
a las últimas ciénagas de América»


(«Los Indios»)                


A comienzos del siglo XIX, desde los primeros inicios de ese movimiento de guerra civil entre miembros de la familia española que fue la Independencia, y en ningún caso un enfrentamiento entre conquistadores y conquistados, el poema de Ercilla cobra un auge nuevo. Ya en Londres, la lectura del poema había excitado los ánimos separatistas de un futuro prócer de la emancipación como Bernardo O'Higgins. Otros, ya en Chile, como Francisco Antonio Pinto, confesarán igual deuda en la formación de la inquietud patriótica de su espíritu juvenil. Desde Cádiz misma, y mucho antes del episodio napoleónico de la invasión de España, que desencadenará el complejo proceso emancipador de las colonias, una sociedad secreta reúne los ánimos revolucionarios de jóvenes aristócratas criollos, y no por azar se llama Logia Lautaro, o Lautarina. Apenas abiertas las hostilidades que conducirán a la lucha abierta, los «patriotas» tomarán por divisa dos versos del poema que Ercilla pone en boca de Galvarino (canto 26, octava 25): «Muertos podremos ser, mas no vencidos. Ni los ánimos libres oprimidos». Desde 1813, el primer periódico chileno, La Aurora de Chile, fue reemplazado por el Monitor Araucano. El escudo de armas de la llamada Patria Vieja muestra dos araucanos armados de lanzas y arcos junto a unas columnas griegas. Los criollos insurrectos, por su parte, se precian de ser descendientes de los jefes araucanos más notables, como este mismo Galvarino y, sobre todo, de Caupolicán; mientras que el primer navío de la flota patriota es bautizado con el nombre de Lautaro, dando así comienzo a una larga lista de apelaciones ercillanas para uso militar, inscritas en unidades de la marina de guerra o adoptadas por cuarteles, batallones, compañías y regimientos.

Es esta tradición celebratoria la que se perpetuará en la conciencia nacional chilena apenas instaurado el nuevo estado chileno, poniendo en marcha un verdadero movimiento de recuperación de La Araucana en la estatuaria municipal, la numismática, los sellos postales, no menos que en la iconografía y las apelaciones oficiales. En lo que cupo a la toponimia republicana, dos departamentos del sur recibirán el nombre de Lautaro y Galvarino. Una localidad de la provincia de Malleco, escenario de algunos hechos narrados en el poema, es bautizada con el nombre de Ercilla, hacia 1885. No es de sorprender que el tema araucano con referencia directa o no al poema de Ercilla sea un tópico de las letras chilenas, en particular en el género de la biografía novelada de los héroes y heroínas que pueblan sus páginas. Quizás lo sea un poco más el hecho de que los araucanos hayan hecho su aparición en la pantalla cinematográfica antes mismo que los próceres de la independencia25. No hay, en fin, una sola ciudad, puerto, villorrio o aldea en todo Chile que no tenga por lo menos una calle, plaza o rincón bautizado con algún nombre araucano.

Abraham König, uno de los más conocidos estudiosos chilenos de la obra de Ercilla, nacionaliza directamente al poeta: «que España nos perdone, dice éste, pero él es el primer escritor chileno, fundador de nuestra historia nacional. Es nuestro patrimonio, y así lo reivindicamos». Su libro, estima el mismo König, debe ser «nacional» en tanto que «acta del bautismo de la nación», al mismo tiempo que emprende una edición oficial del poema, destinada a convertirse en silabario para la enseñanza de la lectura de los niños chilenos, y una suerte de libro de horas del sentimiento patrio. Su publicación data de 1888, acompañada de la mención «edición para uso de los chilenos, con noticias históricas, biográficas i etimológicas», expurgado de todo lo que no se refiere a Chile, como las batallas de San Quintín y de Lepanto o las aventuras míticas de Didón. Hacia esta misma fecha la «pacificación de la Araucanía» se halla prácticamente consumada. No mucho después, el poeta nicaragüense Rubén Darío, residente en Chile, escribe su soneto «Caupolicán»:


«Es algo formidable que vio la vieja raza,
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules o el brazo
de Sansón[...]»,


texto presente en adelante en los manuales escolares y recitado de memoria en las escuelas, junto con la infaltable sexta octava del canto primero de La Araucana que todo chileno conoce al dedillo:


Chile, fértil provincia y señalada
en la región antártica famosa,
de remotas naciones respetada
por fuerte, principal y poderosa;
la gente que produce es tan granada
tan soberbia, gallarda y belicosa,
que no ha sido por rey jamás regida
ni a extranjero dominio sometida.


Expulsados de sus tierras ancestrales, los araucanos entraron de vuelta en la mitología nacional por la ventana de la «escuela primaria obligatoria, laica y gratuita», propulsados por los vientos épicos del poema de don Alonso de Ercilla. Ignoro en qué medida los descendientes de carne y hueso de aquellas encarnaciones legendarias encontrarían en sus páginas, hoy día, algo de su dignidad arrebatada. «En el verano de 1964 -cuenta a título de hecho simbólico el citado padre Escudero- un cacique huilliche de San Juan de la Costa: Lemunao, compra al escritor y librero Marcial Tamayo dos ejemplares de La Araucana y le recita de memoria varios pasajes.»

Sea cual fuere el significado que podamos acordar a esta anécdota mínima, ella ilustra tal vez la necesidad de volver a la lectura del poema en sí mismo, y no sólo en procura del placer de la belleza de su lengua y de la seducción de sus giros e imágenes. Si al cabo de más de cuatro siglos la potencia lírica de la obra ha podido subsistir, a despecho de sus cuestionamientos intencionados y de sus recubrimientos ideológicos sucesivos, es que el poema mismo guarda todavía, intacto, en los meandros sinuosos de sus octavas reales, el misterio de una insobornable insurgencia. Y este vigor reacio no es otro que el enigma intemporal de la inquieta, irreductible, perfección de toda gran obra del arte de la palabra, fruto del enardecimiento creador y del desaliento terreno de un inmenso poeta.

París, 1997.





 
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