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ArribaAbajoV. Ercilla en Chile

III


Aprovechando los días de descanso en la Imperial, continúa Ercilla la redacción de LA ARAUCANA.- Carta que dirige desde allí a Felipe II.- Conciértase un torneo entre los soldados de la guarnición.- Para presentarse en él, compra Ercilla un caballo a Pedro de Soto.- A la salida del alojamiento del Gobernador; trábase una pendencia entre Ercilla y don Juan de Pineda.- Ercilla es atropellado por don García Hurtado de Mendoza y condenado por él a muerte.- Diligencias intentadas para salvarle la vida.- Recibe la conmutación de su sentencia estando ya al pie del cadalso.- Es condenado a salir del país.- Toma todavía parte en varias escaramuzas con los indios antes de partir a su destierro.- Se embarca en Concepción para el Callao.- La memoria de Ercilla en Chile.


Allí había resuelto don García pasar el invierno. Los vecinos de la ciudad, mostrándose como siempre generosos, dispensaron la mejor hospitalidad que les fue posible a los recién llegados, quienes iban así, por fin, a saciar el hambre y encontrar un descanso a las fatigas de la larga y penosa jornada que acababan de realizar. Para Ercilla; al reposo de que gozaba por primera vez después de su arribo a Chile, se unía la circunstancia de que podía contar entonces allí con la presencia de los que habían sido actores en los sucesos de la conquista, y, sin perdonar momento; se dedicó a continuar la redacción de la obra en que estaba empeñado. Él mismo refiere que el 15 de abril, apenas llegado puede decirse, escribía lo que había acontecido cuatro años antes en el asalto de la ciudad por los indios196. Y, no contento con eso, y aprovechándose de las informaciones que le suministraron los que fueron compañeros de Valdivia y de Villagra, redactó una larga carta para Felipe II, en la que, al par de felicitarle por su elevación al trono, consignaba cuanto había acontecido hasta entonces digno de recordarse en la historia de Chile197.

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Pero, al cabo de algún tiempo de reposo, los muchos jóvenes «gallardos y briosos» que allí se habían juntado, concertaron una justa y desafío para el juego de cañas y correr sortija y estafermo, en la que el mismo don García se ofreció a tomar parte198.

Fiestas de esa naturaleza eran muy comunes entonces entre los caballeros españoles y aun en Chile se habían celebrado ya varias veces199. Para presentarse en ella en forma conveniente, Ercilla compró a Pedro de Soto un caballo en 300 pesos de buen oro, otorgándole la respectiva escritura el 27 de junio200. Llegado el día de la fiesta, que es de creer fuera alguno de los últimos de ese mes o de principios de julio201, y   —88→   todo ya listo en la plaza, don García salió de su casa por una puerta falsa, cubierto con una máscara paran o ser conocido202. Delante de él iban muchos hombres principales, todos a caballo, y más cercanos a él «don Alonso de Arzila, el que hizo el Araucana», junto con Pedro Olmos de Aguilera203, y habían empezado ya la marcha, cuando don Juan de Pineda «se metió en medio de ambos»; mediaran o no palabras entre ellos, cosa esta última muy probable, el caso fue que Ercilla echó mano a la espada204. Pineda, que era hombre díscolo y altanero205, hizo otro tanto, y con ello se formó el tumulto consiguiente. Don García, al notarlo que pesaba, no pudo reprimir los impulsos de su genio «acelerado», -para valernos de la expresión del poeta,- y con la maza, que descolgó del arzón de la silla, arremetió su caballo contra Ercilla, dándole con ella un golpe en un hombro, y luego otro, tan recios, que le echó del caballo abajo206, con intento de matarle, según se creyó207. Pineda, al ver esto, huyó a buscar asilo en la iglesia208, de donde luego le sacó el coronel don Luis de Toledo. No contento aun con eso, don García sentenció allí mismo, por sí y ante sí209, a que al día siguiente les   —89→   cortasen las cabezas al pie de la horca. Después de dar esta orden; el airado Gobernador se encerró en sus habitaciones, dando instrucciones terminantes de no permitir la entrada a ellas a persona alguna.

Tal fue el caso no pensado que turbó la fiesta, según decía Ercilla210; un simple «accidente»211, al cual se daba por don García las proporciones de un «inorme delito»; como en son de burla lo recordaba el poeta en los últimos años de su vida. No lo creían, por supuesto, así, ninguno de los que lo habían presenciado, y desde el primer momento los hombres más influyentes trataron de conseguir del Gobernador que suavizara por lo menos su sentencia; pero sus gestiones se estrellaron ante su tenaz negativa para oírles. Arreciaron aún los temores de que lo mandado por él había de cumplirse, cuando se vio que «para el efecto se trujo un repostero y escalera para ponerles [á los reos] las cabezas en lo alto de la horca»212.

Era ya llegada la noche; los reos estaban en la cárcel acompañados de sendos sacerdotes que habían ido a oírles en confesión y a prepararlos para el trance que se aproximaba. Se veía por momentos arreciar el peligro y no se divisaba al parecer medio de salvarles; pero eran tales las simpatías que despertaba entre todos los del pueblo la triste cuanto inmerecida suerte que aguardaba a Ercilla y Pineda, que, sin darse por vencidos, quisieron tentar cerca de don García un último esfuerzo. Era notorio en la ciudad que cultivaba estrechas relaciones con una doncella, -cuyo nombre no se calló en el juicio de residencia, pero que sería aventurado señalar hoy213- y a ella   —90→   ocurrieron para que tratase de obtener de su amigo el Gobernador la revocación de la sentencia. Aceptó la joven dar el paso que se le pedía, y acompañada de una indígena llegó hasta las puertas de la casa del Gobernador, que encontró cerradas; pero, firme en su resolución de avistarse con él y ayudada de los que hasta allí la habían llevado, escalaron ambas entonces las ventanas. Allí permanecieron toda la noche jugando con don García, y sin poder reducirle durante ese tiempo a que cediera en su resolución. Afuera se creía ya perdida toda esperanza. Con las primeras luces del día, los reos habían sido sacados de la cárcel y conducidos al lugar del suplicio214, cuando se vio llegar allí corriendo a don Pedro de Portugal, uno de los que formaban la guardia del Gobernador, con la orden de suspender la ejecución215.

¿A costa de qué precio había conseguido al fin el perdón aquella doncella? De seguro, nada más que con halagos y simples promesas216.

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Escapado de manera tan providencial de la muerte, Ercilla hubo de seguir preso cerca de tres meses217, mientras llegaba el momento en que saliese desterrado para a el Perú; a donde don García lo mandó a disposición del Virrey su padre218.

En todo caso, para él aquella prisión, a la vez que la calificaba de «impertinente»,   —92→   juzgábala de «larga»219. Su espíritu, labrado por la injusticia de que había sido víctima y que, por la forma en que se inició, hería su dignidad de caballero, le hacía, todavía en los últimos años de su vida, recordarla con amargura, lamentándose ya cuando daba a luz los primeros cantos de su obra, en forma disfrazada pero fácilmente comprensible para los que llegaran a conocer aquella parte de su vida, del atolondramiento de su juez, que revelaría a las claras, cuando nada obstaba a ello, al dar remate a su labor, tildándole de «mozo capitán acelerado»220.

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Salido ya de su cárcel, si bien siempre en calidad de reo, Ercilla refiere que,


...aunque así agraviado, no por eso
(armado de paciencia y duro hierro)
falté en alguna acción y correría,
sirviendo en la frontera noche y día221.



Añade aún que aquellas «escaramuzas sanguinosas», encuentros, refriegas y asaltos; en que los indios se valían de «astucias y cautelas nunca usadas», llegaron, a veces, a poner en aprieto a los españoles. El más notable hecho de armas de ese tiempo fue el ataque al fuerte de Quiapo, donde se hallaban atrincherados los indios, que dirigió en persona don García, verificado en los días 13 y 14 de diciembre de aquel año 1558, pero en el cual no le tocó a él hallarse222. Agrega que luego después


Aceleré mi súbita partida,
que el agravio más fresco cada día,
me estimulaba siempre y me roía223.



Según eso, ha debido partir de Concepción en los últimos días de diciembre de 1558, en los primeros del mes de enero de 1559224.

Abandonaba a Chile después de haber recorrido el territorio araucano paso a paso225.   —94→   , desde que a él llegó, se había hallado en todas las escaramuzas y batallas que se pelearon con los indios226, excepción hecha de la última, librada cuando ya se hallaba con el pie en el estribo para partir; por doquier y en cualquier momento podía jactarse de haber procurado hacer cuantos beneficios estuvieron a su alcance; aun en medio del fragor del combate, magnánimo con el enemigo227; tenía gastado cuanto trajera y hasta salía endeudado, sin que en el reparto de las encomiendas, premio obligado entonces de los servicios militares gratuitos, le hubiese cabido la más insignificante parte, cuando a otros, sin sus merecimientos, les habían sido otorgadas a manos llenas228; afanes sin cuento, hambres, infinitas noches de vigilia, y hasta sangre le costaba229; casi dos años de lo más florido de su juventud dejaba en sus recuerdos; se había visto, por fin, condenado a muerte con notoria injusticia, y ya con el cuchillo a la garganta, y con razón, al despedirse de esta tierra, podía llamarla ingrata, -que de tan lejano abolengo arranca «el pago de Chile»;- pero en ella, los ejemplos de valor y de abnegación sin límites de sus hijos al defender la patria, habían hecho germinar en su mente la idea (que nunca celebraremos bastante), de relatar la epopeya de su conquista, y se llevaba escrita mucha parte de La Araucana, que había de consagrar su nombre para siempre a la inmortalidad! Y a su tiempo, primero que en país alguno, una hija de esta patria ingrata vendría a ofrecerle corona de laurel imperecedera ante su figura de bronce, en testimonio de su gratitud y de su aplauso230.

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Estatua de Ercilla

Estatua de Ercilla en Santiago de Chile

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