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La cabra y la flor

Comedia dramática en tres actos, el último en dos cuadros

José María Rivarola Matto



PERSONAJES
 

 
DON PEDRO,   60 años, campesino encanecido, robusto.
RAMONA,   su concubina; mujer ajada, también de edad.
MANUEL,   hijo de don Pedro, de unos 30 años.
ANGÉLICA,   niña jovencita, delgada, frágil, de 14 años.
ÑA CANDÉ,   mujer de pueblo, avejentada, madre de Angélica.
PELÓN,   idiota, mudo, rechoncho, muy fuerte, ahijado de don Pedro.
LUIS,   muchachón de 10 años.
IRENE,   muchacha de pueblo, 17 años.




A Jacinto Herrera,
que vistió la obra con su rica personalidad.




ArribaAbajoActo I

 

Se supone una habitación de «frente azotea» que da a una calle de aldea paraguaya que pasa por lateral izquierda (del espectador). Hacia ese lado hay una puerta practicable y una ventana con rejas de madera aserrada. Al fondo otra puerta practicable y ventana también con rejas, que se abren sobre un paisaje de espaciadas casitas que han de estar en la continuación de la calle que pasa por la izquierda. La puerta de la derecha da a otra habitación de la casa. La situación de la familia es de pobreza, pero no de indigencia. Las paredes desnudas, sin adornos, pero de clavos y hamaqueras cuelgan ropas, hamacas; una alacena o fiambrera; contra la pared algunas bolsas. En el centro una mesa chica con una lámpara. Sillas. A la izquierda, una vieja silla de mecer.

 
 

La mañana.

 
 

DON PEDRO es un hombre de aspecto bonachón, afable, con la sonrisa dispuesta. Tiene más de 60 años, cabellos blancos y ralos. Aún es fuerte; viste camiseta de punto, pantalón de brin y usa zapatillas. Al levantarse el telón está recostado a la jamba de la puerta del foro, de espaldas al público.

 
 

Entra por lateral derecha PELÓN, trayendo cebado el mate. Es un mozo muy robusto, bajo, de cara rubicunda, inexpresiva, idiota. Lleva un sombrero de paño deformado y muy viejo que no se ha de sacar nunca; camiseta de brin de mangas cortas, sin cuello; pantalón muy ajado que se ata a la cintura con un trozo de piolín. Descalzo, camina pesadamente. En silencio extiende el brazo poniendo un mate al alcance de su amo y éste se sirve silenciosamente.

 

UNA VOZ.-    (Desde la calle.)  Adiós, don Pedro.

DON PEDRO.-  Adiós, comadre, ¿cómo andan por el lado de su casa?

LA VOZ.-  Sin novedad, ¿y vos, siempre guapo?

DON PEDRO.-   Guapo, comadre... y contento de verla sana y buena.

LA VOZ.-   Muchas gracias, compadre.

 

(PELÓN, que ha recibido el mate sale por lateral derecha en su silencioso oficio de cebador. DON PEDRO sigue mirando un punto en lontananza, como si esperara a alguien.)

 

RAMONA.-   (Entrando por lateral derecha. Viste ropas de trabajo y arrastra sus zapatillas.)  Pedro...

DON PEDRO.-   ¿Qué querés?

RAMONA.-   ¿No conseguiste nada?

DON PEDRO.-  Ni medio, ni un cuartillo.

RAMONA.-  ¿Y qué vas a hacer?

DON PEDRO.-  Lo de siempre: esperar.  (Se vuelve sonriendo.) 

RAMONA.-  Vos siempre con zonceras; pero hay que conseguir esa plata.

DON PEDRO.-   ¿Cómo?... Decime cómo y te voy y te traigo. Ganas no me faltan, ni voluntá.

RAMONA.-  ¿Acaso no le entregaste algodón y maíz al turco don Elías?

DON PEDRO.-  Le entregué, y también le entregué poroto, y unos cueros; le entregué todo, ¡y yo también me entregué hace rato!, pero dice que no hay plata, que hasta el banco que tenía la máquina para hacer «biyete» se fundió.

RAMONA.-  ¿Se comieron ya otra vez todo?

DON PEDRO.-   ¡Claro! El cristiano no es como los animales, que comen únicamente pasto, o únicamente carne. Nada. El cristiano come carne, come madera, tren, nafta, camión, se alimenta de tierra, de banco, de papel, hasta come carne humana, se alimenta de las costillitas flacas de las criaturas. ¡Viva la patria!, gritan, y meta, tragan mascando a dos carrillos. Los más comilones son los que gritan más juerte.

RAMONA.-  ¿Y por qué no gritas vos también?

DON PEDRO.-    (Repentinamente serio.)  Yo grito, y no me creen, pero cómo me van a creer si yo mismo no me creo. ¡No sale de mí adentro la palabra mágica que otros encuentran, y gritan, como la verdad! Algunas veces digo que soy un inútil, pero otras veces me pongo a reír.

RAMONA.-   Muy bien, pero... ¿y tu pobre hijo Manú? ¡El Pobre quién sabe qué andará haciendo!

 

(Entretanto y siguiendo un ritmo pausado, PELÓN va y viene con el mate, pero no se lo ofrece nunca a RAMONA, ni a otra persona que no sea DON PEDRO.)

 

DON PEDRO.-  Bueno, vieja, no te aflijas tanto. Es cristiano cajetillo, y vos sabés, los cajetillos son gente de aguante. Nunca le apretá mal mientras no le arrugues su pantalón o le descompongas su peinado, aunque su barriga cante como una piririta.

RAMONA.-   Pero ¿no viste su última carta? Dice que solamente puede salir de noche, como los mbopí, pobrecito; y dice que ahora está esperando que sea carnaval para hacerse mascarito.

DON PEDRO.-  ¿Y qué querés que le haga?

RAMONA.-   ¡Y pedile al turco!, decile que estás enfermo.

DON PEDRO.-  No me hagas reír. El turco es almacenero acopiador, no enfermero. Si le decís que andás arruinado, allí no más te entierra con un asiento de contabilidá.

RAMONA.-   Vos te reís no más. ¿Qué sería del pobre muchacho si no fuera yo? Si Dios le quitó su madre, me puso a mí para defenderlo; yo soy su refugio.

DON PEDRO.-  Bueno, vieja; ya sabemos que el inocente necesita plata; que los usureros le hacen correr de aquí para allá, pero cuanto más le apuren, más pronto ha de venir. Para algún lado tiene que correr... Tranquilizate..., tranquilizate.  (De pronto ve venir a alguien por la calle hacia el punto que había estado mirando al principio, y que en sus paseos y movimientos, siempre estará vigilando. Se interrumpe; la mano que había tendido para coger el mate que le pasa PELÓN, también suspende su movimiento. Queda como fascinado. RAMONA sigue su parloteo.) 

RAMONA.-  Sí, tranquilizate, como si una puede agarrar tranquilidad y ponerse como una camisa vieja. Agarrá tu corazón y poné debajo de la cama para que no te estorbe para dormir... ¡No quiero ni pensar lo que está pasando! Y vos, aquí en tu casa, engordando, acopiando cebo, chupando mate y mate... y el pobre más flaco que una cecina... ¿Por qué no pide a cuenta? ¿Para qué sirve entonces el patrón? ¡Yo te voy arreglar, gringo tramposo!  (Se vuelve hacia lateral derecha y va saliendo.)  Pobre inocente, en su carta decía: «embargo y requerimiento, apreta mi pensamiento». ¡Ay mi Dios!  (Dice suspirando al salir.) 

DON PEDRO.-   (Hace rato que ha dejado de oír a RAMONA. Está hipnotizado mirando a alguien que ve venir. Cuando ANGÉLICA está por entrar, sale alborozado por lateral izquierda a recibirla.)  ¡Hola, Angélica!, ¿cómo te va, mi hijita?... ¿Qué anduviste haciendo?... ¿Saliste a pasear temprano?

ANGÉLICA.-  Me ocupó mamá para llevarle un vestido a ña Vitó.

DON PEDRO.-   ¿Y le gustó?

ANGÉLICA.-   Se puso enseguida.

DON PEDRO.-  ¿Y te pagó?

ANGÉLICA.-  No me dijo nada

ANGÉLICA.-  Bien, don Pedro.

DON PEDRO.-  ¿No te dio nada, nada, ni un caramelo?

ANGÉLICA.-  No.

DON PEDRO.-  ¡Esa vieja bruja!... pero tenés suerte. Esta mañana pasó temprano ña María y le compré esta chipita para vos, un lopí.  (Abre el cajón de la mesa y la saca de entre una servilleta.)  Guardala antes de que te vea Ramona, y comés por el camino.

ANGÉLICA.-   Gracias, don Pedro.

DON PEDRO.-   (Sacando un pedacito de la chipá.)  Probate un pedacito de la cola, vas a ver qué rica está. Y calentita todavía; así me gusta... no, no quiero, estoy tomando mate... ¡Pelón! ¿qué se hizo de vos?  (Se le acerca y toma un mate que el otro le había estado ofreciendo desde hace rato.)  ¡Puf!, está frío.  (Se lo devuelve a PELÓN, quien sale por lateral derecha.)  No me mostraste todavía el gatito que tenés. ¿Es muy lindo?  (ANGÉLICA asiente sonriendo.)  Lo tenés que traer para que lo vea... ¿Qué nombre le pusiste?

ANGÉLICA.-  Miní.

DON PEDRO.-  Mini, porque es chiquitito.

ANGÉLICA.-  Sí.

DON PEDRO.-  ¿Te gusta el nombre como un dulce?

ANGÉLICA.-  Sí.

DON PEDRO.-   Así ha de ser, porque de tu boca sale suave, blando como un puñadito de cariño.  (La mira tiernamente.)  ¡Cómo te hubiera querido tu papá si te hubiera llegado a ver! Tu papá era un machazo de ley... No puedo acordarme de mis tiempos, sin pensar en él... Creo que por eso, cuando te veo crecer y ser más linda cada día, como una flor que se va abriendo despacito, siento ganas de mimar en este viejo corazón; como un taitá satisfecho. Vení, mi hija, sentate acá,  (Pone una silla al lado del sillón donde se ha de sentar él.)  contame cómo te va en la escuela.

ANGÉLICA.-  Bien, don Pedro.

DON PEDRO.-  ¿Qué notas sacaste el mes pasado?

ANGÉLICA.-   Y...,  (Con inseguridad.)  buenas...

DON PEDRO.-  Entonces, ¿por qué no me trajiste tu libreta para que la vea?

ANGÉLICA.-   Me olvidé.

DON PEDRO.-   ¿Te olvidaste?  (Mirándola con cariñosa incredulidad.)  Jhuu, ¿estás segura?

ANGÉLICA.-   El otro mes te voy a traer sin falta.

DON PEDRO.-   (Se levanta y le pone un brazo sobre los hombros.)   Quiero que me cuentes tus cosas; las cosas que te pasan. No tenés que tenerme vergüenza. De todo corazón este cristiano está en reemplazo de tu papá, no te olvides.

ANGÉLICA.-  Sí, don Pedro.  (Un silencio.)  Le hace decir mamá si ya tiene el género para las camisas que quería.

DON PEDRO.-  ¿Las camisas?...  (No recuerda que quería camisas. De pronto, con una palmada en la frente.)  ¡Ah, sí!, ya recuerdo que hablamos de eso. Necesito camisas, calzoncillos, pantalones. Todo me lo vas a hacer vos misma...  (Maliciosamente.)  Pero en alguna forma tenemos que enredarlo en la tarea al paisano don Elías... en fin, poco a poco; ya vas a ver. Tenemos que conseguirte también una máquina de coser para vos... por cuotas... con sorteos, para tener ocasión de soñar un poco, ¡a ver si salimos con un sorteo! Vos sos una chica de suerte.

RAMONA.-    (Ha entrado por lateral derecha y ha escuchado lo que decía DON PEDRO.)  No le creas lo que dice este viejo, mi hija. Promesa y promesa. Pero cuando llegue la ocasión, en lugar de máquina te va a regalar una bolsa de mandioca, y en lugar de mandar hacer camisas te va a dar para que le remiendes los pantalones. No es por mala voluntá, hay que reconocerlo, sino por pobreza de «solunidá».

DON PEDRO.-  No le hagas caso, Angélica. Para vos hemos de arañar la tierra para buscar después el mejor mozo en veinte, treinta leguas a la redonda, para tu novio, para que formes una casa limpia, buena, feliz. Vamos a necesitar un muchacho serio, trabajador, que no sepa lo que es caña, ni juego; con oficio conocido... ¡sobre todo con profesión o oficio! ¡Eh!... No quiero saber nada con ningún vago guitarrero, tenga lo que tenga.

RAMONA.-  Como Manú, así tiene que ser, ese mi hijo tiene toda la virtú.

DON PEDRO.-  ¿Manú? Para vos ya es viejo. No me gusta ese cristiano, la verdá, aunque sea mi sangre. Es demasiado mañero, se ríe de todo, no quiere creer en nada, y es preferible caminar detrás de una linda mentira que estar dando la vuelta alrededor de nada. Y ése...yo no entiendo lo que quiere.

RAMONA.-  Callate Pedro, no quiero oírte decir más esas sonceradas por tu hijo. Manuel es un muchacho, no puede pensar y hacer las cosas como un viejo chochoco, con reumatismo y amorroides, como vos... Él se ríe de tus lamentos porque tiene la alegría de la juventú.

DON PEDRO.-    (Para sí.)  Eso es lo malo, no se ríe con alegría, como esos muchachos que corren dando la cara al sol y al viento; ahora se ríe como los enfermos, como los presos...

 

(PELÓN vuelve a entrar por lateral derecha sin el mate. Silenciosamente va a situarse a un costado de la escena y se sienta sobre los talones. No aparta los ojos de DON PEDRO. Sigue su mímica y gestos, su andar por la escena, con fidelidad de perro.)

 

RAMONA.-    (Que prosigue.)  Le gustan las mujeres, y eso es justo, no está pasado y tembleque como vos. Jaque en tu tiempo vos también eras un farristo; acordate no más, sinvergüenza...

DON PEDRO.-   Sí, de todo me acuerdo. Pero para Angélica yo no quiero un muchacho como yo era; debe ser más, mucho más. Aspiro a más para ella.

RAMONA.-   ¿Más qué?

DON PEDRO.-  Más provenir, más promesa y posibilidá; más limpio, más arreglado...  (Vacila.)  más alto.

RAMONA.-  ¡Eh!, parece que al fin medio te gustan los cajetillos.

DON PEDRO.-  ¡Ja, ja! ¡Me agarró esta cristiana! No es eso... sino que me parece que esta criatura es muy limpia y pura, lavada cada día. Por eso no veo a nadie para ella. ¡Pero ya hemos de encontrar!

RAMONA.-  Ni vos sabés lo que querés; ¡qué tanto! Le decís todo el día esas cosas a esta pobre criatura, y al fin vas a hacer de ella una creída, una pretenciosa que va a despreciar a su prójimo igual. ¿Acaso ella se está criando para tener presos y soldados de ordenanza? No, mi hija; tenés que aprender a ser pobre; tenés que saber cavar la mandioca, tenés que saber carpir... tenés que saber llevar a tu hijo agarrado por tu cintura, con las piernas y los bracitos abiertos, como una ranita, y tenés que...

DON PEDRO.-  Bueno, por favor, Ramonita, callate  (Mímica.)  Recogé y enrolla un poco esa tu lengua. Ya salió por la puerta, entró otra vez por la ventana y ahora va a salir por esa puerta. ¡Ya está enredando!

RAMONA.-  ¿Enredando, yo? ¿Por decir la verdá, y aconsejando bien a esa criatura, sacándole de la cabeza esas pretensiones de lujerío? ¡Pero mirá un poco lo que dice! Como dice el Paí: «Primero ha de entrar un caramelo en el abujero de la abuja antes que un rico en la propiedá alambrada del Señor». ¡Jhum! San Pedro no te va a abrir la tranquera, esperate no más sentada en tu silleta.  (Representa.)  «Sos una preciosidá», pero barriga vacía. «Qué hermosura esa tu ropa», con agujero aquí y allá... apenas tiene un calzoncillo para usar cada 14 de mayo, y dice que va a mandar hacer por docena...

DON PEDRO.-  Bueno, suficiente, callate ya Ramonita de mi corazón. Callate; vos tenés razón.

RAMONA.-   Dice que le va a regalar para su máquina, y no tiene para mandarle a su hijo para su pasaje.

DON PEDRO.-  Bueno, basta, Ramona.  (Con energía.)  ¡Basta!

RAMONA.-   ¿Y por qué no me hacés callar si podés? ¡Haceme pues callar don Pedrito! ¿Por qué no me pegás ya de una vez?

DON PEDRO.-  No te voy a pegar yo, sino que le voy a decir a Pelón que te lleve a tirar al chiquero de los chanchos... ¡Pelón!  (Señalando a RAMONA con el índice. PELÓN se levanta y se dirige a ella lenta y resueltamente.) 

RAMONA.-  ¡Pero, no le digas esas cosas que es capaz de... hacer!  (Retrocede, alarmada, y sale por lateral derecha cerrando la puerta.) 

DON PEDRO.-  ¡Pelón!... ¡Pelón!... Allí  (Le señala un rincón donde volverá a sentarse impasible. DON PEDRO ríe festejando el pavor que ha causado su orden.)  Es la única forma...  (Dirigiéndose a ANGÉLICA.)  No le hagas caso, Angélica; ella es buena y te quiere, pero Manú es su debilidá.

ÑA CANDÉ.-    (Entra por lateral izquierda. Es la madre de ANGÉLICA; mujer de pueblo, ya madura y ajada. Viste con pobreza.)  Buen día, ¿cómo amaneció, don Pedro?

DON PEDRO.-   De primera, ña Candé; ¿siempre trabajando mucho?

ÑA CANDÉ.-   Sí, fui a entregarle a don Elías unas costuras que me encargó. ¿Pero no sabe todavía?

DON PEDRO.-   ¿Qué cosa?

ÑA CANDÉ.-  Llegó un camión con carga de Asunción, y vino Manuel. Le vi de lejos cuando bajaba en la plaza.

DON PEDRO.-  ¡Manuel! ¿Vino? Pero si todavía no le mandamos plata para su pasaje.  (Ríe a carcajadas.)  Habrá viajado fiado, o a lo mejor ya consiguió «pase»... pero ¡qué bicho ese cristiano!, le cortás la leche y se viene al galope a buscar la vaca lechera.. ¡Ja, ja, ja!

ÑA CANDÉ.-  ¡Pero este don Pedro, las ocurrencias que tiene!... Bueno, vamos Angélica... tenemos que trabajar.

DON PEDRO.-   (En son de broma.)  Bueno, ahora te voy a mandar una cantidá de género, tres o cuatro brazadas para que me hagas seis, o, seis son muchos, no ha de alcanzar... tres pañuelos... y con lo que sobra, le hagas un vestido... a tu muñeca Juana. ¡Ja, ja! Vos sabés que no me falta voluntá, ¿verdá?

ÑA CANDÉ.-  No la malcríes tanto, don Pedro... Bueno, vamos Angélica. Lástima que no podemos esperarle a Manú; ¡con las cosas que ha de tener para contar! Vamos pronto, Angélica, para venir después. Hasta luego.  (Salen hacia la calle.) 

DON PEDRO.-    (Se vuelve hacia el interior de la casa, y va a llamar.)  ¡Ramona!... ¡Ramonita!... ¡Vení, vieja linda!

RAMONA.-   (Entra por lateral derecha.)  ¿Qué querés?... ¡Jheee!, seguro que ya necesitá otra vez alguna cosa, por eso me llamás tan apurado, pero hace un rato no más querías tirarme al chiquero de los chanchos, ¡viejo atrevido!

DON PEDRO.-    (Ríe a carcajadas.)  Si no estás más enojada, si me perdonás ligerito, te voy a dar una buena noticia...

RAMONA.-    (Intrigada.)  ¿Qué es?

DON PEDRO.-  ¡Nada! Primero me tenés que decir que no estás más enojada; que no vas a llamar a las gallinas ¡co-co-co!, al lado de mi catre cuando estoy durmiendo afuera; que cuando te da por cantar tu polca, vas a cambiar de vez en cuando. Te tenés que dar la vuelta también un poco, ¡no seas tan cerrada!

RAMONA.-   Ya me querés enredar otra vez.

DON PEDRO.-  Enredada ya estás, enredada conmigo, estamos enredados juntos. Así que... prometés que no te vas a empezar a plaguear antes de la salida del sol; que cuando estoy tomando el aperitivo vas a venir a acompañarme callada, tranquila, en lugar de venir a contarme que le duele la barriga al chancho... o el pique al perro o la cola a la vaca, y todas esas miserias que ya sé... y quiero olvidarme con el traguito.

RAMONA.-  Sí, bueno; ¡pero ya no aguanto más! ¡Decime qué es la buena noticia!

DON PEDRO.-  Vino Manú. Ahí dice que llegó en un camión.

RAMONA.-  ¡Es posible!, sin pasaje, pobrecito; ¡quién sabe qué habrá tenido que hacer para venir! Habrá tenido que empeñar todas esas boletas de empeño.

DON PEDRO.-   (Va hacia lateral izquierda y mira hacia la calle.)  Allá parece que viene.  (Sale a recibirlo.) 

RAMONA.-  ¿Sí?, viene.  (Corre hacia la puerta a mirar también.)  ¿Aquél es? Miralo un poco... ¡y qué flaco parece, qué débil! ¿Y su pilcha? ¡Pelón, Pelón!, ¡andate ligero a traer la valija!  (PELÓN permanece impasible sentado siempre en cuclillas.)  Pelón, a vos te digo, arriero arruinado, ¡haragán!  (Va y lo estira de la manga tratando de llevarlo hacia la puerta.)  ¿No ves que Pedro le va a buscar?... ¡Pedro!... decile a éste...  (Pero no viendo a PEDRO, sale también por lateral izquierda y afuera se oyen voces de recibimiento.) 

DON PEDRO.-   (Entra con un lío de ropas en una manta, y una valija raída atada con un piolín, para que no se abra.)  ¡Pero qué sorpresa; no te esperábamos ni un chiquitito, ni un chiquitito!

MANUEL.-   (Ropa de ciudad ajada por el viaje, y polvoriento.)  ¿Cómo están por aquí?

RAMONA.-   ¿Venís cansado, mi hijo? ¿No te maltrataste mucho en el viaje? Voy a ponerte enseguida agua para el baño, y voy a buscarte una zapatilla y ropa limpia...

MANUEL.-   (Zapatea y se sacude el polvo.)  ¡A la pucha! Vine sobre la carga tumbado sobre unos cajones de caña... tengo una cantidad de chichones para adentro... ¡Ay!, y varias costillas torcidas al revés. ¡Y qué polvareda, su madre! Cuando llegamos a la comisaría me pidieron la filiación.

RAMONA.-  ¿Es posible?, ¿no te conocieron?

MANUEL.-  No, creyeron que era un guerrillero. Fue el cabo hacia adentro, trajo un plumero, me pasó por la cara y dijo: ¡Eh, había sido Manú!

DON PEDRO.-   (Riendo.)  ¡Las ocurrencias de éste!  (Lo palmotea cariñosamente.) 

MANUEL.-  ¡Ay!, justamente allí me entró una botella.

RAMONA.-   Jesús, ¿y qué hiciste?

MANUEL.-   (Mostrando la valija.)  La apresé seguidamente con unas compañeras, y la metí en ese calabozo.

RAMONA.-   ¡Pedro!, decile a Pelón que lleve los bultos de Manú adentro.

DON PEDRO.-   ¡Pelón!  (Toma los bultos, se los pone en los brazos; le indica con la mímica y empujándolo suavemente qué es lo que tiene que hacer.)  Llevate adentro... adentro.  (PELÓN sale por lateral derecha.) 

RAMONA.-  Voy a arreglarte tu cuarto. ¿No querés una naranjada bien fresca? ¿No querés mate? ¿O preferís un tereré?

MANUEL.-   ¡Quiero todo! Vengo aquí para que me cuides, me trates bien y me hagas engordar; estoy muy débil...  (Afectadamente.)  tengo que reponerme de las preocupaciones del trabajo de la ciudad.  (Termina con una risotada que acompaña DON PEDRO.) 

RAMONA.-   ¿Venís para quedarte un tiempo?... Tenés que darme lugar para «levantarte». Primero tenemos que matar todos esos bichos; seguro que estás lleno de anquilostoma.

MANUEL.-  ¡A la pucha, quién sabe!

RAMONA.-  Yo primero te quiero dar una buena purga doble de sal inglesa para barrer y fregar, y después otra doble de aceite de castor para aceitar y lustrar. Después con caaré y leche caliente empiezo la invernada.

MANUEL.-   ¡Qué tratamiento! ¡Todos mis ceboís se levantaron del susto! Mirá vieja, te voy a contar lo que yo necesito para curarme de todos esos bichos y hasta de la tristeza del bolsillo pelado; que cada mañana me traiga el mate bien temprano una linda morena; que después del desayuno una trigueña perfumada me cebe el tereré.

DON PEDRO.-  Lindo tratamiento, ¿no?

RAMONA.-   Es la juventú; cada cual con su cada cual.

MANUEL.-  La mejor receta para matar los bichos.

RAMONA.-   ¡Pero es letrado este mi Manú! Vas a tener de todo. Si sabía que ibas a llegar, ya le decía a Angélica que se quede para cebarte el tereré.

MANUEL.-  ¿Quién es Angélica?

RAMONA.-  La hija de ña Candé. Es chica todavía, pero lindita...

MANUEL.-   ¿Quién? ¡Ahh! ¡Pero qué bárbaro! Yo te estoy hablando de carne blanda, y vos me querés dar pajarito asado. Dejate de embromar, la vieja; ¡yo no quiero jugar chiquichuela!

DON PEDRO.-  Callate, Ramona; él tiene razón.

RAMONA.-   ¿Y no eras vos el que ya le andabas buscando novio?  (Va a salir por lateral derecha, cuando entra PELÓN sin mate. RAMONA a DON PEDRO.)  Jesús, ¿no le podés decir a éste que alce agua para el baño? ¿Tiene que estarse todo el día sentado mirando y escuchando lo que decís?  (Sale.) 

DON PEDRO.-  Dejalo en paz a éste... ¿acaso no sabés que el pobre no entiende?

 

(PELÓN se sienta sobre sus talones en su lugar habitual.)

 

MANUEL.-    (Haciendo chanza, se sienta.)  ¿Cómo andás, viejo?, ¿cómo te llevás con tu vieja?

DON PEDRO.-  Y... ya sabés. Nos gritamos, nos peleamos, y vivimos colgados el uno por el otro, como esos ysypó del monte. A medida que se pone más vieja, se hace más y más plagueona. Se le endurecen las piernas y se le afloja la lengua. ¡La pucha! A veces habla como loros que tomaron caña.

MANUEL.-    (Divertido.)  ¡Me imagino! ¿Y vos cómo hacés para arreglarte?

DON PEDRO.-  ¿Y qué le voy a hacer? Es mi joroba y mi costumbre. Como a la seca y al viento norte; tomar mate y aguantar.

MANUEL.-   (Encogiéndose de hombros.)  ¿Y por qué no la largás?

DON PEDRO.-    (Admirado.)  ¡Hombre! ¿Vos me decís eso? Te quiere como si fueras su hijo; la mitad de las peleas que tenemos es porque quiere más cosas para vos. Su cariño pobre se derrama con las ofrendas para vos. De palabras, de oraciones, de las sonceritas que guarda para mandarte.

MANUEL.-  ¿Y por eso vas a seguir acollarado con ella toda la vida?  (Se encoge de hombros.)  Una mujer te quiere, y vos le podés querer también a ella... pero aparte la libertad.

DON PEDRO.-   ¡Me asusta lo que decís!

MANUEL.-   ¡Vamos!, ¿no lo pensaste alguna vez?

DON PEDRO.-   Sí, algunas veces, así como pasa una palabra representada por la despaciencia o por la rabia; pero nunca se quedó por mucho rato... después, ya me conocía.

MANUEL.-  ¿Te conocía cómo?

DON PEDRO.-   Y, pasan los años, la vida se va pareciendo a una tardecita larga. Se ponen a dormir las cosas, y también le llega el sueño a las ilusiones. Ya pedís poco, te contentás con lo que salga cada día, tu mate, tu hamaca, tu traguito, tu vieja plagueona, pero que ya le conocés el molde, como tu sombrero, tu bombilla, tu recado. Hay una pregunta que viene con más y más sustancia... «¿para qué... para qué?»

MANUEL.-    (Encogiéndose de hombros.)  Bueno, viejo; no hace falta enredarse tanto, la cuestión es si querés o no querés.

DON PEDRO.-  No me podés entender... sos todavía joven, no sabés que hay un dulce vicio que se llama: la costumbre.

RAMONA.-   (Entra sofocada por lateral derecha, trayendo una toalla limpia en el brazo y sábanas. Trae también un platito con un vaso grande de naranjada.)  Aquí te traigo esta toalla limpia... y también este vaso de naranjada. Está fresquita, Manuel. Tomá y después andá a bañarte. Está el agua linda; te puse también jabón de olor y tus zuecos.

MANUEL.-  ¡Así da gusto que me cuides!

RAMONA.-  No compré hielo para vos que estás acostumbrado; ¡qué lástima! Nosotros aquí nos conformamos con agua enserenada, con rocío. Toma el gusto de la noche porque las estrellas entran a bañarse en el cántaro al pasar.  (MANUEL ha cogido el vaso y se sirve. RAMONA ríe contenta y feliz.)  ¿Está pa rica, mi hijo? ¿No querés que te haga un poco más?... ¿Está bien dulce? Ahora nos venden azúcar mojada, no se puede medir más la cantidad. Yo digo que don Elías le pone agua para que pese más. ¡Es un judío ese turco! ¡Bien judío como buen turco!

MANUEL.-    (Riendo, va a abrazarla.)  ¡Pero ésta mi vieja!... Desde esta noche vamos a salir de farra, vos y yo. Vos visitás a la vieja, y yo a la hija. Vamos a recorrer una a una todas las casas del pueblo; me vas a hacer la pierna. ¿Te gusta el arreglo?

RAMONA.-  ¡Claro!

MANUEL.-  ¡Lo que nos vamos a divertir! Vos vas a hablar desde las cuatro de la tarde hasta la madrugada, y yo...  (Frotándose las manos.)  me quedo con el arco libre.

RAMONA.-  ¡Pero mirá qué buena idea! ¡Es letrado este Manú! ¡Oh, mi Manú!... Con este viejo no se puede ir a ninguna parte. Todo el día rezongando que le duele aquí, que le duele allá, y pidiendo que se le frote con sebo de vela. Apenas se puede cambiar unas palabras con la gente de la amistá.

MANUEL.-  Hace tiempo no conversás con nadie.

RAMONA.-   ¡Cierto!, para atender a este viejo plagueón, ¡lengua larga!

DON PEDRO.-    (Indignado.)  ¡Pero mirá lo que decís!... ¿Yo plagueón?

RAMONA.-   ¡Jesús!, plagueón y rabioso, ¡no me dejás ni hablar!

DON PEDRO.-    (Exaltado.)  Manú, es falso; te juro que no es verdá.

MANUEL.-    (Divertido.)  Tranquilo, no vale la pena; lo que pasa es que no entendés que la verdad es una mascarita que en cada baile se cambia de disfraz. Te doy un consejo, viejo, dejá que ella dé gusto a la lengua, y vos reíte de la verdad.

Telón



ArribaAbajoActo II

 

La mañana.

 
 

MANUEL está en ropa de casa sentado en un sillón. Abre una carta de un sobre de color, lee con la vista y estalla en carcajadas. Se contiene apenas, luego vuelve a leer y vuelve a reír; se retuerce, tose. DON PEDRO entra por lateral derecha, lo observa. Quisiera volver a dejarlo solo, pero al fin, divertido y curioso, pregunta.

 

DON PEDRO.-  Pero, ¿qué te pasa?

MANUEL.-   Recibí una carta de una amiguita de la Asunción; está furiosa la pobre. Mirá, atendé: «Señor conocido»... ¿oíste? ¡«Señor conocido»! ¡No quiere ni pronunciar mi nombre! ¡Pobre muchacha, y es linda! Tiene cabellos sedosos y brillantes como agua que resbala sobre una piedra alumbrada por el sol; una boca... en que parece estar naciendo siempre una sonrisa... ¡y apretada, dura! Fijate que una vez escribí una carta en papel de seda sobre sus nalgas peladas. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué escritorio para un poeta!... Me quería, pero de más; me quería todo para ella sola, hasta el último pensamiento, el más chiquito deseo. ¡Qué egoísmo!... Me hacía jurar y rejurar por todos los santos que le era fiel.

DON PEDRO.-  ¿Y vos le jurabas?

MANUEL.-  ¡Claro! Le juraba todo lo que quería.

DON PEDRO.-   ¿Y la dejaste?

MANUEL.-  No, viejo; yo no dejo nada, ni me apego a nada.

DON PEDRO.-   No entiendo.

MANUEL.-   Me resbalo sobre el suelo, no me pego, ni me hundo.

DON PEDRO.-   ¿Quiere decir que cualquier viento te puede arrastrar?

MANUEL.-   Cualquiera que me convenga.

DON PEDRO.-  ¿Y cómo sabés tan bien lo que te conviene? ¡Tantas veces uno no sabe!... Si agarro este camino más corto tengo que pasar la punta de un estero; si me voy por el más largo, a lo mejor que agarra la noche. ¿Cuál me conviene más?

MANUEL.-   Me equivoco algunas veces, y me empantano, pero nunca en las palabras, en los juramentos, en esas trampas para idiotas.

DON PEDRO.-   Pero, ¿qué decís, cristiano? Cuando de aquí te fuiste con tu ropita envuelta en una frazada, ¡no decías esas cosas!

MANUEL.-  No, no decía eso; pero aprendí mucho, aprendí a no ser sonso. Ahora sé que tengo que aprovechar.

DON PEDRO.-  Pero te veo tan raído como te fuiste. ¿Qué es lo que aprovechaste?

MANUEL.-   Primero la juventud; aprendí a no atarme, aprendí a sacarle la miel a cada flor, aprendí a no enamorarme de los colores de los pétalos, y menos del tallo y sus espinas.

DON PEDRO.-  Alguien te hizo mucho mal.

MANUEL.-   No sé si me hicieron mal. Nadie puede saber al fin si hace bien o mal, o si es un instrumento ciego de un despiadado azar. Pasé por cosas que me cambiaron. ¿Te acordás de ña Nicó que vino a buscar chicas para su servicio, y que también se ofreció a criarme como una madre, y hacerme estudiar? Tenía un quilombo. Las mujeres que encontraba, entraban en el oficio. Yo era su esclavito. No era una mujer mala; hacía su oficio. A mí me sacó la vergüenza, todo el asco, todo lo que se llama honradez. Me enseñó a mentir con la cara de la mayor inocencia, pero ya ves, se ocupó de hacerme estudiar y llegué a comprender las razones del vicio, la hipocresía, la traición... Mirá, viejo, te aseguro que hay mucha gente que vive de eso, aunque no lo confesará jamás. En realidad, es un requisito profesional muy bien visto practicar una publicitada caridad, ir a misa, acarrear los santos en las procesiones.

DON PEDRO.-  ¡Me asustás! ¿Cómo aprendiste todo eso?

MANUEL.-   Fácil, después de descubrir que el mal o el bien son la misma cosa con diferentes uniformes. Basta estar en guerra para que todo sea permitido -el asesinato, el robo, cualquier violencia- contra el otro bando. Nada es superior a la victoria, ni la omnipotencia divina. Con la victoria renace la diferencia al dar como fruto una verdad impuesta. Aun Jehová sólo después de triunfar dicta la ley moral por sí mismo, o con el nombre de otros dioses. En el torrente de la sangre lo bueno y lo malo están mezclados. La tentación es el secreto deseo del mal; la conciencia el rumor del bien. Por eso unas veces sale el mal disfrazado de bien o al revés; son las disimuladas y profundas transacciones, que sólo en los sueños a medias se delatan. El que conoce el secreto puede atreverse a todo; puede reírse de la gente y de sí mismo. La decisión y la acción vuelan sin falsas cargas ni vacilaciones hacia el blanco preciso y real.

DON PEDRO.-   ¡No entiendo, ni te entiendo! Pero ¿qué es lo que querés?

MANUEL.-   Quiero librarme de la atadura moral; quiero ser hipócrita, sinvergüenza de mí mismo. Quiero placer puro, sin remordimientos; la diversión sin escrúpulos, o la ebriedad que simula el sueño, y que el sueño sea un salto hacia el olvido.

 

(DON PEDRO mueve la cabeza expresando que no entiende, así como desaprobación. En eso entra por lateral izquierda IRENE, una linda muchacha de pueblo. Al percatarse MANUEL de su presencia, hace como si continuara leyendo la misma carta.)

 

MANUEL.-   Pero es un gran amigo el doctor Leguizamón; me cuenta que todo está arreglado; que ya puedo quedarme. Mirá lo que dice: «Ahora entiendo por qué no querés volver. Te ha picado fuerte el bichito del amor. Debe ser muy linda esa Irene de quien tanto hablás en tus cartas, y espero que seas muy feliz con ella. Dentro de poco tiempo podremos cobrar algo de lo que estamos esperando, y te enviaré para que puedas comprarte un caballo de raza, y unos zarcillos de oro y crisólita para esa china que te tiene loco».

IRENE.-    (Sobresaltada.)  ¿Qué dice, Manuel? ¿Dice eso?

MANUEL.-   ¡Eh! ¿Estabas allí, paloma? ¿Cuándo entraste? ¿Oíste lo que decía la carta?

IRENE.-   Sí, oí, pero no entendí bien.

MANUEL.-  Es una carta del doctor Leguizamón, mi gran amigo. ¿No querés leerla?  (Se la pasa.) 

IRENE.-    (Avergonzada.)  Pero vos sabés, Manú... que yo no entiendo así... la letra.

MANUEL.-  ¡Ah, cierto!  (Tomando de nuevo la carta.)  Ahora después yo mismo te voy a enseñar a leer. Pero lo que oíste te gustó, ¿verdad?

IRENE.-    (Fervorosa.)  ¡Manuel!

 

(DON PEDRO hace signos de disentimiento y sale en silencio por lateral derecha.)

 

MANUEL.-  Me hizo llamar; me hizo decir que me esperaba esta noche sin falta. ¿No querés llevarle a la maestra para que te lea?

IRENE.-   ¡Ay! ¡Cómo quiero llevarle para que vea!.. pero también le tengo vergüenza. No quiero mostrarle que no puedo leer... y también quiero que se rabie. Decía de mí que no servía para nada... te voy a dar, vieja plagueona!... Pero decime, ¿antes no mandaba decir otra cosa?

MANUEL.-   ¿Antes?... Sí, sí, me hablaba de cosas de Asunción. Pero ¿oíste que me iba a mandar plata... para comprar un caballo de raza y unos zarcillos?... dice. ¡Las ocurrencias del doctor!... Pero yo quiero otra cosa para vos. Un ranchito con una enramada, allá en la punta del pueblo, donde los árboles empiezan a juntarse para estar cerca de algunos con sombra espesa para colgar la hamaca a la siesta, y un lugar despejado para dormir afuera mirando la luna y las estrellas.

IRENE.-   ¡Qué lindo!

MANUEL.-   Y quiero comprar para nosotros cuatro vaquitas, cuatro chanchitos, cuatro perritos, cuatro gatitos, cuatro ratones y cuatro pulgas.

IRENE.-  ¿Para qué los cuatro ratones?

MANUEL.-   Para que estén contentos los gatitos.

IRENE.-  ¿Y las cuatro pulgas?

MANUEL.-  Para que les piquen y se rasquen a gusto los perritos.

IRENE.-   ¿No nos van a picar a nosotros?

MANUEL.-  ¡Qué esperanza!, como nosotros vamos a vivir en el cielo, las pulgas van a ser nuestras amigas.

IRENE.-   ¡Qué lindo va a ser Manuel!

MANUEL.-  ¡Lindo y dulce! ¡Lo que se va a enojar Marta, ésa tu amiga!

IRENE.-  ¿Mi amiga... es bruja, sinvergüenza, que te anda buscando todo el día?

MANUEL.-   Mi hizo llamar; me hizo decir que me esperaba esta noche sin falta.

IRENE.-    (Angustiada.)  ¿Y te vas a ir Manuel?

MANUEL.-   ¿Yo? ¡Pero qué esperanza! Todavía esta noche que tenemos que pasar juntos; la noche en que llegó la buena noticia.

IRENE.-    (Exaltada.)  ¡Sí, sí!

MANUEL.-   Te voy a esperar debajo del naranjo de la tranquera cuando la luna esté entrando.

IRENE.-   Ay, Manuel, quién sabe si voy a poder, tengo que cuidarle a mi hermanito que está enfermo.

MANUEL.-   Pero hoy es el día de la buena noticia.

IRENE.-   ¡Cierto!

MANUEL.-  ¿Y voy a tener que ir a verla a esa antipática de Marta?

IRENE.-   No Manuel... ¡ayucane!1... esperame cuando se vaya yendo la luna.

MANUEL.-  ¡Mi tesoro!

RAMONA.-   (Entra por lateral derecha sonriendo.)  ¡Epa!, ¡no soy celosa, pero no me gusta!

IRENE.-  ¡Ay, ña Ramona, estoy contenta! ¿Le cuento Manuel?

MANUEL.-    (Riendo y haciendo señas de complicidad a RAMONA.)  A lo mejor tampoco le gusta, pero contale.

IRENE.-  Ña Ramona de mi vida, Manuel va a ponerme un rancho para mí, para vivir los dos.

RAMONA.-  ¡Jesús! ¿Y cómo?

IRENE.-   Dice en el papel que un doctor, su amigo, le va a mandar plata.

MANUEL.-   (Siempre haciendo señas a RAMONA.)  Mi padrino, y amigo, el doctor Leguizamón.

RAMONA.-  Ah, el doctor... pero qué bien.

MANUEL.-   Ahora mismo le voy a hablar al juez para que prepare bien sus libros, y haga traer un buen papel sellado de Asunción, para un casamiento de lujo.

IRENE.-  ¿Acaso hace falta eso?

MANUEL.-   Claro que sí; para un buen casamiento hace falta un buen papel sellado, todo adornado con estampillas y sellos. Entonces te casas en el Registro Civil y encima en el Impuesto Interno que apreta mucho más.

IRENE.-   ¿Y la fiesta, Manú? ¿Vamos a hacer un casamiento sin baile? ¡Qué va a decir la gente!

MANUEL.-  ¡No, con farra tiene que ser! Marta y la maestra y Luisa y toda esa gente se va a reír de nosotros si no hacemos una buena farra. ¡Sería bueno!  (Ríe divertido.) 

IRENE.-  ¡Ay qué contenta estoy, ña Ramonita de mi alma! Me voy a contarles ahora mismo a esas  (Con intención.)  mis amigas. ¡Cómo ya les quiero ver la cara!

MANUEL.-    (Tomándola del brazo.)  Cuando la luna...

IRENE.-  ...se acueste y se tape con su manta bordada con árboles altos. Sos tan bueno, y te quiero tanto, tanto Manú.  (Alto.)  Me voy, ña Ramona, hasta luego.  (Sale por el foro.) 

RAMONA.-  Hasta luego...  (En voz baja a MANUEL.)  No hay que ser así, mi hijo. No tenés que reírte de tu prójimo. ¿Por qué pobrecita le decí esas mentiras? ¿Acaso te hace falta?

MANUEL.-   ¿Mentiras? ¿Qué mentiras?

RAMONA.-  ¿Acaso no sabés bien que no tenés ni un cuartillo y que nadie te va mandar plata de Asunción?

MANUEL.-  ¿Y para qué la plata?

RAMONA.-  No sé, vos le prometiste una cantidad de cosas.

MANUEL.-   ¡Claro! A las mujeres hay que prometerles, eso es lo que les gusta... así hacen lo que quieren, y le echan la culpa a las promesas. «Él me prometió... él me dijo...»

RAMONA.-   Porque te quieren a vos, creen lo que les decís, Manuel.

MANUEL.-  A mí o a otro. Las mujeres quieren un hombre y... los hombres quieren muchas mujeres. A cada uno lo que le pide el cuerpo.

RAMONA.-   ¡Las cosas que decís! Mucha gente va a sufrir por tu culpa si sos así.

MANUEL.-  ¡Ramonita de mi vida! Sufrimos siempre, pero sufrimos más cuando somos tontos; cuando creemos en la felicidad y en todas esas palabras que no quieren decir nada. La vida es corta; hay que aprovechar.

RAMONA.-  ¿Eso aprendiste en tus libros?

MANUEL.-   Claro, en los libros está el principio, y en la vida la demostración; eso es lo más importante que descubrí; que el que no aprovecha es un tonto. Hay que agarrar todo lo que se pone a tiro. Vos sabés: «ya uba mante ya aprovechá»2

RAMONA.-  ¡Jesús!, no digas esas cosas. ¡Cualquiera va a creer que hablás en serio!  (Una pausa.)  Hasta tu papá parece que te tiene miedo.

MANUEL.-  ¿Miedo? ¿por qué?

RAMONA.-  Y por eso. Porque querés aprovecharte de todo, sin pensar en los demás.

MANUEL.-   ¿Te dijo eso?

RAMONA.-  No me dijo... pero se le ve. Por eso le dijo a Angélica que no venga por aquí.

MANUEL.-   ¿Me tiene celos? ¡Pero qué bárbaro! Está chocho,  (Remedando a un viejo.)  ca-lu-can-do, perdió la cabeza, lo único que todavía tiene y le crece es la barriga. ¿Cree que voy a perder mi tiempo por esa bombillita? ¡Qué disparate! ¡Ja, ja! No pensaba reírme.

RAMONA.-   ¡No qué! Cuidado con decirle algo por ella; mirá que quiere mucho a esa criatura, como si fuera su hija. Antes, yo desconfiaba que era su hija.

MANUEL.-  ¿Y no es?

RAMONA.-  No; cuando ña Candé vino al pueblo con su compañero la trajeron chiquita.

MANUEL.-   ¿De dónde?

RAMONA.-  Del norte. El hombre murió poco después de una fiebre que trajo de allí.

MANUEL.-    (Vuelve a reír, piensa en actitud traviesa, y hablando consigo mismo.)  Hay que curarlo al viejo... ¿verdad, Ramona?... Hay que curarlo, pero ¿cómo, cómo?  (Medita con diabólica sonrisa.) 

RAMONA.-  ¿Pero qué estás pensando?... ¡Jesús, me das miedo!  (MANUEL ríe a solas.)  ¡Manú!... ¡Manuel!

MANUEL.-  Andá decile, vieja, que venga.  (La palmotea en la espalda sin dejar de reír.) 

RAMONA.-   ¡Jesús, qué vas a hacer!, no le vas a decir eso que te dije, ¿eh?

MANUEL.-  ¡Claro que no!, pero ¡qué ocurrencia!... Andá a llamarlo.

RAMONA.-  ¡Me das miedo, Manuel! ¡Me das miedo!

MANUEL.-  ¡No te preocupes, vieja!, andá a llamarlo.

 

(RAMONA sale por lateral derecha.)

 
 

(Queda solo MANUEL, quien se pasea y sonríe divertido, pensando. Entra PELÓN por foro. Va silenciosamente a sentarse a su rincón habitual. Al pasar, MANUEL lo palmotea ruidosa y amistosamente, pero el otro continúa indiferente.)

 

MANUEL.-  Hola, Pelón, ¿cómo te va? ¡Pero hombre, si yo soy tu amigo! ¿Cuándo vas a hacerme un poco de caso?... ¿nunca me vas a dar pelota?  (Lo mira acomodarse en su rincón, y sigue observándolo sonriente; por fin se encoge de hombros y lo olvida.) 

DON PEDRO.-    (Entra por lateral derecha, secándose el sudor con una toalla. Ha estado trabajando.)  ¡Vaya, hombre! Dice Ramona que me querés hablar.

MANUEL.-  Sí... sentate aquí.  (Le arrima una silla. DON PEDRO se sienta y él se queda mirándolo fijamente, divertido, con los brazos en jarra.) 

DON PEDRO.-   Bueno... espero que no sea una de tus locuras.

MANUEL.-   No, es algo importante.  (Lo observa con picardía maliciosa.) 

DON PEDRO.-  Te escucho.

MANUEL.-    (Aún lo mira por todos lados como si lo estuviera calibrando, siempre con burlona malicia.)  Dicen que no querés que venga Angélica por aquí.

DON PEDRO.-    (Se alarma, tratando de disimular.)  Bueno... la verdá, mi hijo... no es que no quiera; la verdá... no es tan simple.

MANUEL.-  Dicen que tenés celos de mí.

DON PEDRO.-    (Realmente inquieto.)  No son celos, Manuel... no son celos..., es..., es... ¡qué sé yo! ¡Es miedo, precaución!

MANUEL.-  ¿Precaución, por qué?

DON PEDRO.-  ¡Bien sabés por qué!  (Suspira.)  ¡De que le hagas daño, a lo mejor sin quererlo; de que oiga decir cosas que no pueda entender! Es una inocente. Vos sos muy descuidado; hablás delante de cualquiera como si todos fueran viejos.

MANUEL.-  ¿Me la mezquinás?

DON PEDRO.-   (Casi implorando.)  No te mezquino nada, hijo, si es para bien.

MANUEL.-   (Irónico.)  ¿Me la mezquinás?

DON PEDRO.-  Ya te dije, no te la mezquino, pero  (Dando un puñetazo.)  no te perdonaría nunca si la llegaras a dañar... porque sí, porque no te importa... por diversión. ¡No, eso no puede ser!

MANUEL.-  Hablás como un viejo celoso.

DON PEDRO.-  Hablo como un viejo.

MANUEL.-   Celoso.

DON PEDRO.-   Llamalo como quieras, pero muchos celos de los viejos son sólo conocimiento de la vida.

MANUEL.-   ¿La querés mucho?

DON PEDRO.-  ¡Cómo no la voy a querer, una criatura que creció en mis brazos! ¿Nunca tuviste tiempo de mirar abrirse una flor?

MANUEL.-  No.

DON PEDRO.-  No hace falta que la hayas plantado; basta con mirarla y mirarla para que se haga tuya y descubras en lo que estás viendo cada día una asombrosa belleza que te llena de ternura... viene una cabra comiendo trapos, papel, basura, cualquier cosa... ¿la vas a dejar comerse a tu flor?

MANUEL.-  ¿Y creés que yo soy esa cabra?

DON PEDRO.-  La cabra, aunque destruya es inocente... pero vos, no tendrías perdón.

MANUEL.-   Por lo visto, la querés mucho.

DON PEDRO.-    (Suspira, guarda un momento de silencio, y luego empieza lentamente.)  Como a una hija. Ni sé por qué la quiero tan... cerca... tan especial.

MANUEL.-  ¿No sabés por qué?

DON PEDRO.-  Tal vez, porque es fácil querer a una niña. Queriéndola bien, ella aprende lo principal para una mujer: como debe ser el amor.

MANUEL.-  Excelente idea, ¿y por qué no la traés ya de una vez aquí, contigo?

DON PEDRO.-  Bueno, ya había pensado en eso...  (Se encoge de hombros.)  pero tiene a su mamá.

MANUEL.-    (Se le aproxima con maliciosa complicidad.)  ¿Y si se la pedís a su mamá?... ¿Si le decís que la vas a traer aquí para cuidarla?

DON PEDRO.-    (Indignado.)  ¿Qué estás pensando?... ¿Que la traiga aquí para que esté en tus manos?

MANUEL.-    (Diabólicamente.)  No, viejo... entendeme:  (En el oído.)  traela aquí para...  (Apuntándole con el dedo de cerca.)  para tu mujer.

DON PEDRO.-   (Sorprendido.)  ¿Qué estás diciendo?

MANUEL.-   (Obvio, con malicia.)  Lo que estás oyendo: ¡para tu mujer!

DON PEDRO.-   (Ahora ofendido.)  Te prohíbo...

MANUEL.-    (Calmándolo.)  Bueno entonces, bueno... digo... para tu esposa. Me figuro que a tu edad ya podrás casarte. Ya no tenés mucha libertad que perder.

DON PEDRO.-  Me asombra, no entiendo cómo podés hablar así. ¡Es tan increíble lo que decís!

MANUEL.-   Es lo único sensato: querés a la chica, entonces, ¡la tomás para tu mujer! Eso se viene haciendo desde la época del sabio rey Salomón. ¿Para qué guardaste tu «libertad» por tantos años si no es para disponer de ella, para usarla? ¿Pero quién te entiende?

DON PEDRO.-    (No ofendido, sino con verdadero desconcierto.)  ¡Sos el diablo! ¿Quién te puede hacer pensar esas cosas? Jamás se me hubiera ocurrido.  (Sacude la cabeza como para alejar pensamientos incomprensibles.)  ¡Nunca, nunca!

MANUEL.-  ¡Te abro los ojos, viejo! La vida se te va... arrancale de paso esa flor, y emborrachate con su perfume. La chica está por ser mujer, ¡es... es el momento de los viejos!

DON PEDRO.-   (Hace como si apartara un pensamiento con las manos.)  No... no... ¡y no! ¡Pero estás loco! Me ofendés, ¿has pensado en lo que estás diciendo? ¿Y Ramona?

MANUEL.-   ¿Ramona? ¡Eh! ¿Está todavía en servicio activo? Pero viejo, si eso es ir contra las reformas sociales. A cierta edad corresponde la jubilación.

DON PEDRO.-  Es increíble que vos me digas eso. No sabés cómo te quiere.

MANUEL.-  Ya sé que me quiere; y yo también la quiero. ¿Y eso qué? ¿Qué tiene que ver? Ya hizo lo que tenía que hacer en este mundo. Ya no sirve más... dale el «pase»...  (De pronto, como si se le ocurriese una idea, ríe a carcajadas.)  Viejo, dásela a Pelón.

DON PEDRO.-  ¡Qué bárbaro!  (Hace como si fuera a huir por el foro.) 

MANUEL.-  ¿Por qué tanto asombro? ¿Adónde vas? ¿De quién corrés? No podrás escaparte de tu cuero. ¿Por qué te vas?... ¡Nadie puede corromperte a tu edad! ¿Para qué querés correr de la realidad? Mirala, ahí está delante de tus ojos. Tratá de hacer de ella algo que te guste. Si no le sacás partido... queda inútil para vos, huera, pasás, te vas al hoyo.

DON PEDRO.-   ¿Pero no tenés miedo?

MANUEL.-  ¿Miedo a qué?

DON PEDRO.-   A Dios.

MANUEL.-  No lo metas a Dios; el Dios justo quedó allá lejos, con la inocencia... Hoy a Dios cada cual le hace hacer y bendecir lo que quiere, especialmente si es poderoso. Dios no se ocupa de los pobres como nosotros, y todavía menos, cuando más pobres. Me parece que por eso, donde hay miseria, todo está permitido. La moral empieza con los primeros bienes.

DON PEDRO.-    (Aterrado, arguye por argüir.)  Entonces la Patria; la Patria también exige una conducta.

MANUEL.-  La patria es una hermosa idea que enamora a los tontos y enriquece a los vivos que mandan.

DON PEDRO.-   Pero yo todavía tengo miedo al mal, al demonio, a tocar y empujar fuerzas que no conozco.

MANUEL.-   Las fuerzas que no conocés se mueven sin que sepás cómo; te atrapan y te trituran estés donde estés. El futuro es incierto para todos, igual para los que se creen buenos o malos.

DON PEDRO.-  Pero los buenos están conformes con su conciencia.

MANUEL.-   ¡Macanas! No tanto heroísmo, ¡ya me vas a salir otra vez con los versitos de la guerra! Las cosas salen bien, o salen mal, y la única fuerza que efectivamente influye en los resultados es la estupidez, porque es evitable. Si mal cantás un treinta y tres de mano, eso influye en las cosas, es decisivo, porque podrías haberlo hecho de otra forma. Hay que ser real. Aquí lo tenés a Pelón, al bruto de Pelón; ¿qué importancia tiene que sea bueno? Lo que me interesa es que no me haga daño.  (Se le acerca como ante una inspiración.)  Pelón, decime, ¿no querés una mujer para vos?

DON PEDRO.-    (Aterrorizado.)  ¡Calláte!

MANUEL.-  ¿Te gustaría una mujer para dormir contigo?... ¿Sí?...  (Como si hubiera obtenido una respuesta de PELÓN que permanece impasible.)  ¡Magnífico! ¡Ya decía yo! Pelón la quiere.  (Ríe con una falsa carcajada.) 

DON PEDRO.-    (Se le acerca amenazante.)  ¡Te prohíbo que sigas!

MANUEL.-   (Levanta un brazo como para hacer esperar o callar a DON PEDRO, pero PELÓN interpreta mal la actitud, y moviéndose torpemente pero con infinito poder, primero estira inconteniblemente de un brazo a MANUEL, y con la otra mano lo coge por el cuello. MANUEL deja de reír e imposibilitado de desasirse jadea.)  ¡Basta bruto!... ¡A... ta... ja... lo a este animal! ¡Sacámelo de encima!

DON PEDRO.-  Pelón, dejalo.  (Va y lo aparta con energía. PELÓN obedece y retorna a su posición y a su lugar, sentándose de nuevo sobre sus talones como si nada hubiera pasado. MANUEL se recompone y termina por reír forzadamente.) 

RAMONA.-    (Entrando por lateral derecha.)  ¡Qué pasó? Jesús, mi Dios, ¿qué pasó?

MANUEL.-  Nada... ¿pero qué bárbaro! ¡Ja, ja, ja! ¡Pero qué bruto! ¡Pero si será una bestia! Creyó seguramente que lo amenazaba al viejo y casi me retuerce el pescuezo; mi querido, mi adorado pescuezo, ¡vaya un bruto!

RAMONA.-  Jesús, mi Dios, pero es un peligro ese tu Pelón. Yo le tengo miedo.

MANUEL.-  Es completamente bruto por un lado... y definitivamente animal por el otro. ¿Y eso qué?  (Lo palmotea.)  Es una fuerte bestia. ¿Acaso la víbora es mala porque tiene su veneno?... Pelón, yo soy tu amigo.  (Le palpa los músculos.)  ¡Es de hierro! Nada de lata, todo de hierro.  (Le da puñetazos violentos en el pecho y en el brazo.)  ¡Ni siente!

DON PEDRO.-  Bueno, basta ya.  (Se interpone entre ambos.)  No lo golpees más. Le duele, pero no sabe decirlo.  (Abraza protectoramente a PELÓN.)  Pelón, hijo, yo soy tu viejo padrino... atendé un poquito, escuchame lo que te voy a decir, despacio, despacito... Pronto vamos a ir otra vez a mirar las garzas a la orilla del estero. Las garzas... las garzas. ¿Te acordás? Blancas. Vamos a recoger plumas. Para entonces ya deben haber nacido crías. Vamos a mirarlas toda una tarde, te prometo, y a verlas volar... volar... volar moviendo sus alas blancas...  (DON PEDRO habla suavemente, representando, como para hacerse entender por un niño. Puede repetir las frases, hasta que al fin PELÓN parece que asiente vagamente y sonríe mirándose en los ojos de su amo. Cuando DON PEDRO tiene la impresión de haber sido captado, prosigue.)  Pelón, ése es mi hijo, yo lo quiero, lo quiero mucho, así como te quiero a vos... como te quiero a vos, ¿entendés?  (PELÓN sigue sonriendo, mirándose en sus ojos.) 

RAMONA.-    (Lloriqueando.)  Pobrecito ese inocente; y yo que decía que le tengo miedo. ¿Pero por qué? Porque no sé hablarle. Pero si es un alma de Dios... Desde mañana, mi hijo, te voy a dar doble ración de queso, que te gusta tanto.  (PELÓN no le entiende. RAMONA queda cortada.)  Pero, ¿por qué no querés hablar conmigo? Si hablás conmigo vamos a divertirnos una barbaridad todo el día. Pelón, mi hijo, ¿por qué no me hablás aunque sea por señas?

DON PEDRO.-   Le apurás mucho, demasiadas cosas le querés decir. Con él todo tiene que andar despacio, muy despacio... y repetirle las cosas que le gustan.

RAMONA.-   Pero ni así me entiende.

DON PEDRO.-   Repetile con paciencia.

RAMONA.-  ¡Pobre inocente! Pero yo procuro y procuro, pero no puedo. A ver, mirá Pelón, queso... queso... queso, queso, queso. Pelón, ¿me oís?  (PELÓN continúa impasible.)  Ya ves, no me hace caso, y eso que le gusta con locura el queso. Si ve uno, se queda y lo mira todo el día hasta que le das un pedazo. ¡Pobrecito, pero es tan respetuoso! Si no le das, no ha de comer ni aunque se muera.

MANUEL.-  Bueno, no se mostró muy respetuoso con mi pescuezo. Pero yo le perdono, a no ser que le guste demasiado. ¡A ver, Pelón!  (Señalándose con el dedo.)  Pescuezo... pescuecito.  (Termina con una risotada.)  ¡Pistolas!, ¿y después si le gusta?

DON PEDRO.-  Déjenlo en paz; no le apuren. Pelón es como una fuerza, un torrente, una tempestad, como la mano del destino; allí está presente, pero se mueve sólo cuando algo que no conocemos lo empuja. Pero no hay que tentar al destino.

MANUEL.-   ¿Sí? ¿Y puede saberse cómo se lo tienta?

DON PEDRO.-   Tenemos que ser cuidadosos con la vida del prójimo porque sabemos qué cosa es. Se tienta al destino cuando jugamos con las cosas que no podemos entender.

MANUEL.-    (Burlón.)  ¿Sermoncito para mí?

DON PEDRO.-   ¡Si pudiera saber cómo hablar contigo! Pero contigo estoy perdido. Hace tiempo que descubrí la forma de entenderme con Pelón... le estiran las cosas lejanas y vagas, que se parezcan un poco a los sueños... antes de que te fueras de aquí también podíamos entendernos, ¡pero ya lo creo que has cambiado!

MANUEL.-  Me desperté, se acabó la inocencia. Comí el fruto del árbol de la sabiduría práctica. Descubrí la clave del éxito; las palabras para los tontos, y la platita efectiva para los que entienden la Biblia. Pero no te preocupes, dejá que te hable yo que te entiendo a vos.  (De pronto ve pasar a alguien por la puerta lateral izquierda que da hacia la calle. Va hacia allí y llama con la mano dando voces.)  ¡Eh!, ustedes dos... ¿adónde van? ¡Angélica... Angélica... vengan! Ya tengo el permiso del viejo. ¿Adónde van a ir pasando sin saludar? ¡Pero eso sí que está bueno!... Pasan de largo, ¡y ni siquiera buenos días!... ¡Vengan... vengan acá!

 

(Entran por lateral izquierda ANGÉLICA y LUIS. Éste es un muchachón pálido y delgado, que usa pantalones largos pero tiene maneras tímidas. Al hombro trae una bolsa. Se saca el sombrero de sobre una mata enmarañada de pelo aplastado. Pero al cabo de un rato parece que no puede estar sin el sombrero y como furtivamente se lo pone otra vez.)

 

DON PEDRO.-    (Fastidiado.)  ¿De dónde vienen?

ANGÉLICA.-  Fuimos a buscar carne. Hicieron sonar el cuerno ayer por la tarde para el lado de la cañadita. Supimos que don Toribio carneó y nos mandó mamá.

MANUEL.-    (Con intención.)  ¿Y está lindo el churrasco, eh? Tiernito, sabroso.

RAMONA.-   ¿Sí?

DON PEDRO.-   No le hagas caso; éste se está burlando, como siempre... Y a ustedes ya les debe estar esperando su mamá; cuando le ocupan a uno, no tiene que quedarse por el camino. Hay que acostumbrarse a ir donde se le ha mandado y volver desde allí. Entonces tu mamá sabe dónde estás.

RAMONA.-   Ahora decís eso, pero antes muy bien que la atajabas.  (DON PEDRO hace una mímica de suprema desesperación, y no contesta.) 

MANUEL.-  ¡Un momento, pero un momento! Parecen un ómnibus a la caza de pasajeros... lo atropellan todo.  (A ANGÉLICA.)  Esperate que te mire un poco...  (La mira de arriba a abajo, dando vueltas a su alrededor. Ella agacha la cabeza, se encoge, pero no se mueve. Está paralizada de vergüenza.)  ¡Pero muy bien... muy bien! ¡Requetebién! Estás todavía cerradita, apretadita, pero cuando se abra esta flor va a perfumar toda la comarca.  (Intencionalmente a DON PEDRO.)  ¡Feliz del mortal que se la ponga en el ojal! Le falta un poquito más de carne aquí, y allí, para que las curvas sean más profundas; pero, Angélica, acordate de lo que te digo: más de uno se va a fundir por vos. ¿Verdad, viejo?  (DON PEDRO mira hacia otro lado y no contesta. Está enfadado. MANUEL advierte que se ha excedido, y para aliviar, sonríe y se dirige a LUIS.)  ¡Bueno, ya no digo nada más!... Y vos, gaucho, ¿cuándo saliste del cuartel?

LUIS.-    (Con sobresalto.)  ¿Yo?

MANUEL.-  Claro, ¿a quién le voy a decir entonces?

LUIS.-  Este... yo... todavía no me jui al cuartel.

MANUEL.-  ¡Eh! ¿Desertaste? ¿No te gustan los milicos?

LUIS.-  No... este, no tengo edá.

MANUEL.-  ¡Pero mirá! Yo creí que tenías la baja como sargento, por lo menos.

LUIS.-  No tengo edá.

MANUEL.-  Entonces, ¿no tenés todavía ni un hijo natural?

LUIS.-   Este... no, ¡qué bárbaro!

MANUEL.-    (Divertido.)  ¿Estás todavía en la escuela?

LUIS.-  Sí.

MANUEL.-   ¿Tenés maestra o maestro?

LUIS.-   Maestra.

MANUEL.-  ¿Vieja o joven?

LUIS.-  Medio... jaca vieja.

MANUEL.-  ¿Tiene todavía todos sus dientes?

LUIS.-   Y sarteado, sarteado.

MANUEL.-  ¿La cara arrugada?

LUIS.-   Este... como charque viejo.

MANUEL.-    (Festeja con risotadas las contestaciones y sigue la inesperada diversión.)  ¿Pelo negro?

LUIS.-  Rocillo lento.

MANUEL.-  ¿Buen molde?

LUIS.-  Borsa de sandía.

MANUEL.-   ¿Enérgica, fuerte?

LUIS.-   Medio alternado, asigún la luna.

MANUEL.-  ¿Por qué decís asigún la luna?

LUIS.-   Porque asigún se cambia, asigún parece juerte, y después... asigún parece dérbil.

MANUEL.-  ¿Asigún qué?

LUIS.-   Y asigún. ¡Moó pico che aicuaata! (¡Que se yo!)

MANUEL.-   ¿Asigún si cobra el sueldo?

LUIS.-   Y así ha de ser.

MANUEL.-  ¡Pobrecita! ¿Tiene hijos?

LUIS.-   Do' inocentes.

MANUEL.-   ¿Tienen papá?

LUIS.-    (Revolviéndose fastidiado.)  ¡Y ha de tener!

DON PEDRO.-   (A pesar de que MANUEL ríe divertido, DON PEDRO está irritado e interviene al fin resueltamente para que se vayan los muchachos.)  Bueno, dejalo a este muchacho que se vaya. Tiene que trabajar. No todos tienen un «doctor Leguizamón» que manda la plata. Andate Angélica, mi hija, que tu mamá ya te ha de estar esperando.

RAMONA.-  Dejales que se vayan Manú, es cierto lo que dice el viejo; su mamá ha de estar penando.

ANGÉLICA.-  Vamos a pasar entonces.

MANUEL.-   Pucha, si todos se ponen contra mí. Y cuando empezaba a ponerse linda la conversación. Esta gente no se sabe divertir.

ANGÉLICA.-  Bueno, vamos a pasar.

MANUEL.-  Hasta pronto encanto. Adiós sargento Luis, porque lo que sos vos, no me vengas con que todavía sos recluta, ¿eh? Mirá los pelos que tiene en la pierna, parecen alambres.

ANGÉLICA y LUIS.-   Hasta luego.  (Salen por lateral izquierda.) 

RAMONA.-  Esperame, Angélica, te voy a dar un poco de rosa mosqueta que me hizo pedir tu mamá.  (La sigue por lateral izquierda.) 

MANUEL.-    (Se acerca a DON PEDRO en actitud afectadamente confidencial e interrogativa.)  ¿Y?

 

(DON PEDRO, silencioso, no contesta.)

 

MANUEL.-   ¿Y?... ¿Y?

DON PEDRO.-   ¿Qué cosa?

MANUEL.-   ¿Qué me decís?... ¿qué me ordenás? Si la querés, te la traigo.

DON PEDRO.-  No quiero... dejá las cosas como están: limpias, claras, sencillas.

MANUEL.-  Pero, viejo, mirá a tu frente, allí está la realidad para los que saben comprenderla; la realidad siempre ofrece caminos.

DON PEDRO.-   ¡Torcidos!

MANUEL.-   Claro. Los ríos no son derechos, ¡pero qué lejos van! Cuando uno se adapta y se tuerce, avanza. Hay que ser... flexible, comprensivo, maleable, manejable; así se progresa.

DON PEDRO.-  ¿Y estás progresando vos? Se ve que perdiste la vergüenza pero... ¿a cambio de qué?

MANUEL.-  De eso no te preocupes. Eso va a venir después. Soy un recién recibido, un recién iniciado en el ejercicio de la profesión; está en oferta mi nueva personalidad. Quién da más, quién da más...

DON PEDRO.-  ¿Y comenzás tu carrera trayéndome a mí la guerra?

MANUEL.-  ¿La guerra yo? ¡Pero qué esperanza! Yo no hago la guerra a nadie. Yo siempre estoy con el vencedor.  (Pausa.)  Te quiero abrir los ojos, pero la cosa depende de vos. Si te oponés en serio, yo no digo nada más.

DON PEDRO.-   Bueno, entonces, yo no quiero, definitivamente no quiero... Los años pasan, el ánimo quiere sosiego, reposo, pereza. Ya sabemos que no existe aquella felicidad que soñamos. Los viejos preferimos la paz, paz... no me traigas inquietud.

MANUEL.-   Bueno, me callo, me retiro; que se la lleve el primer arriero que pase.

 (Una pausa.) 

DON PEDRO.-  Ha de ser para un hombre de bien.

MANUEL.-   ¡Pavadas!

DON PEDRO.-   ¡Ha de ser para un hombre honrado!

MANUEL.-  Tonterías.

DON PEDRO.-  ¡Para un hombre que encuentre placer en el trabajo!

MANUEL.-  No me hagas reír.

DON PEDRO.-  Un mozo serio, honesto.

MANUEL.-  Para el amor, un sinvergüenza es mucho más eficaz que un honrado.

DON PEDRO.-  No sigas, Manuel, ¡no quiero oírte!  (Se tapa los oídos con las palmas de las manos apretándose la cabeza.) 

MANUEL.-  ¡Pero si sos vos el que me está tirando de la lengua!

DON PEDRO.-   Pero... qué... ¿qué le vas a decir?

MANUEL.-   Cualquier cosa.

DON PEDRO.-   ¿Una mentira?

MANUEL.-  ¡Viejo! ¡Qué sería de los hombres sin la mentira! No habría esperanza... se morirían los sueños, y sería más imposible ese estado falso pero mágico que algunos llaman felicidad.


 
 
Telón
 
 


ArribaAbajoActo III


ArribaAbajoCuadro I

 

Es la madrugada. La escena está apenas iluminada por una pálida luz. ANGÉLICA entra por lateral derecha y cierra cuidadosamente la puerta. Después camina sigilosa, cruza y va a abrir la puerta lateral izquierda. Al abrirla entra una claridad. En escena, tirado detrás de las bolsas, en el suelo, PELÓN está durmiendo, pero el diálogo que sigue lo ha de despertar.

 

ANGÉLICA.-  Entrá.

LUIS.-    (Entrando, se envuelve en un poncho listado; con frío.)  ¡Qué frío! Me hiciste esperar mucho.

ANGÉLICA.-  Acaba de levantarse ña Ramona para ordeñar las vacas.

LUIS.-   ¿No podías venir antes?

ANGÉLICA.-   No podía, me iba a oír. Estuvo toda la noche despierta.

LUIS.-   ¿Cómo sabés?

ANGÉLICA.-  Porque la oía suspirar, levantarse, caminar... y veía su cigarro prendido.

LUIS.-  ¿No ha de venir aquí?

ANGÉLICA.-  Se fue al corral... ¡Estás temblando!

LUIS.-   Tenía frío allí afuera. Por suerte traje mi poncho.

ANGÉLICA.-   ¿No tuviste miedo?

LUIS.-  ¿Miedo? ¡Je, je! ¿De qué?

ANGÉLICA.-  ¡Yo tengo miedo!

LUIS.-   ¿De qué?

ANGÉLICA.-  No sé de qué; de todo.

LUIS.-  ¿De la oscuridá?

ANGÉLICA.-   No sé... de todo.

LUIS.-  ¿Por qué?

ANGÉLICA.-  No sé.

LUIS.-   ¿Y nos vamos a ir?

ANGÉLICA.-   No sé; también tengo miedo.

LUIS.-   Me dijiste que no estabas contenta aquí.

ANGÉLICA.-  No, ahora no es como antes.

LUIS.-   ¿Don Pedro te trata mal?

ANGÉLICA.-  No, pero es extraño; no es como antes.  (Pausa. LUIS y ANGÉLICA parados en distintas direcciones, envueltos en sus propios pensamientos.) 

LUIS.-  ¿Y ña Ramona?

ANGÉLICA.-  Ella ahora no me quiere.

LUIS.-  ¿No te quiere?

ANGÉLICA.-   No.

LUIS.-  ¿Es mala contigo?

ANGÉLICA.-  Sí.

LUIS.-  ¿Y Manú también?

ANGÉLICA.-   También es malo porque se quiere reír de uno... y yo me quedo asustada...  (Con ansiedad.)  Me quiero ir otra vez a mi casa.

LUIS.-   ¿Y por qué no te vas; por qué luego viniste?

ANGÉLICA.-  Ya te dije; mi mamá dice que se va a ir a curarse a la Asunción. Quiere que me quede aquí.

LUIS.-   ¿Vos no te querés quedar?

ANGÉLICA.-   No, yo quiero estar en mi casa.

LUIS.-  Decile eso a tu mamá.

ANGÉLICA.-   Ya le dije, pero no quiere. Una vez me fui, y me trajo otra vez. Extraño todo, ni siquiera me puedo juntar con vos.  (Suplicante.)  ¡Quiero irme!

LUIS.-  Y vamos pues entonces.

ANGÉLICA.-  Pero, ¿adónde... adónde?  (Pausa.) 

LUIS.-  Ya te dije, a la casa cué de ña Rosa, ¡allá en la islita!

ANGÉLICA.-  ¿Sí?

LUIS.-  Allí nos podemos esconder.

ANGÉLICA.-  Enseguida nos van a encontrar... y me van a traer otra vez.

LUIS.-  No nos han de encontrar, si no queremos. Nos subimos a ese cedro grande y vemos cuando vienen.

ANGÉLICA.-  ¿Y nuestras pisadas?

LUIS.-  Eso se borra.

ANGÉLICA.-   ¿Qué vamos a comer?

LUIS.-  Y... guayaba, y guavirá mí.

ANGÉLICA.-  ¡Qué gusto!

LUIS.-  Tengo mi hondita; hay una cantidá de loros y perdices; hasta podemos comer eso, si hacemos un fueguito.

ANGÉLICA.-  ¡Qué gusto! ¿Y nos vamos a ir sin avisar a nadie?

LUIS.-   ¡Qué loca! Nos vamos a esconder y querés avisar.

ANGÉLICA.-   ¿Cuándo nos vamos?

LUIS.-   No sé, cuando vos quieras.  (Pausa.) 

ANGÉLICA.-  ¿Mañana?

LUIS.-  O ahora mismo.

ANGÉLICA.-  ¡Ay, sin decirle a nadie!

LUIS.-   Mirá, dentro de un ratito ya se va a ver el camino en el campo... los gallos ahora ya cantan todos y se bajan de los árboles. Si te querés ir ahora, vamos.

ANGÉLICA.-   No me animo.

LUIS.-   ¿Te vas a animar mañana?

ANGÉLICA.-    (Mira hacia la casa con aprensión.)  Si nos encuentran les vamos a decir que fuimos a recoger guayabas, ¿sí?

LUIS.-  ¡Claro!

ANGÉLICA.-   Bueno, vamos entonces.  (Salen por lateral izquierda y cierran la puerta cautelosamente.) 

 

(Después de haber salido ANGÉLICA y LUIS, desde el rincón donde había estado durmiendo, PELÓN emerge decididamente. Va, abre la puerta por donde han salido y los mira alejarse. Vuelve después y sale por lateral derecha quedando un momento la escena vacía. Luego, entra por la misma puerta conduciendo de la mano a DON PEDRO quien, evidentemente, por el desorden de su ropa y cabello, acaba de levantarse de la cama. PELÓN lo lleva hasta la puerta indicándole por señas que alguien se fue.)

 

DON PEDRO.-    (Sin comprender.)  ¿Que me vaya? ¡Dejate de bromas, Pelón! ¿Qué te pasa?  (PELÓN quisiera hablar, quiere darse a entender, quiere decir una palabra, pero sólo emite sonidos inarticulados. Hace señas torpes queriendo describir a ANGÉLICA; DON PEDRO lo observa atentamente.) 

PELÓN.-    (Después de grandes esfuerzos logra articular.)  «Llluí, Llluí, Llluí».

DON PEDRO.-  ¿Luí... qué Luí?

 

(PELÓN indica que se fue y prosigue tratando de describir a ANGÉLICA por la estatura, el pelo, el vestido. Por fin DON PEDRO entiende.)

 

DON PEDRO.-  ¿Angélica?

 

(PELÓN asiente y trata de articular trabajosamente: «Llluí, Llluí, Llluí.)

 

DON PEDRO.-  ¿Dónde está Angélica?  (Cruza en falso mutis hacia lateral derecha, pero PELÓN lo detiene y le indica una vez más que salió, se fue.)  Salió.  (Se encoge de hombros.)  Habrá ido para repuntar alguna vaca para el ordeñe... «Llluí... Llluí». ¿Qué dijiste de Luis? Vino Luis  (Con una risotada.)  Se habrán ido juntos; son compañeros, como hermanos.  (Palmotea a PELÓN en la espalda.)  No te preocupes, Pelón; vamos a irnos a pasear lejos, muy lejos; donde estemos solos... a mirar la laguna de las garzas, allá después del boquerón... vamos a recoger plumas blancas y azules... En alguna parte se habrán juntado como un piso sobre el agua. Vamos a ir pronto, allá lejos... para nosotros solos...  (Lo va sacando por lateral derecha e iba a seguirlo, cuando oye venir a MANUEL. Vuelve para recibirlo.) 

DON PEDRO.-    (Encendiendo una lámpara.)  No me vas a decir que te levantaste de madrugada... seguro que te venís a acostar.

MANUEL.-   ¡Hola! ¡Claro! Vengo, y molido, de un buen velorio. El muerto debe estar contento; le despedimos con una gran farra.

DON PEDRO.-  Más respeto, Manuel; hay que respetar el dolor ajeno.

MANUEL.-   Y bueno, lo despedimos bien, a pesar de que era un difunto sin importancia... un cadavercito arruinado, infeliz... porque yo he estado en velorios de cadáveres de categoría, fiambres de selección.

DON PEDRO.-  ¡Adónde vas a parar! ¿No tenés miedo de que algún «lasánima» te salga por ahí de noche y te dé un buen susto?

MANUEL.-   Me encuentro con una «lasánima» y sale corriendo. ¿Sabés por qué? Porque me voy a reír de ella. ¿Te das cuenta?

DON PEDRO.-  Te sale un fantasma y vos te largás la carcajada... Se va el pobre con la cola entre las piernas, si tiene cola... Bueno,  (Desperezándose.)  ¡decile a Ramona que no quiero mate, que no quiero desayuno, que no tengo hambre, que el sueño es salud, la única salud! Que tengo que cuidarle, y que me deje dormir... dormir.  (MANUEL va a salir en falso mutis por lateral derecha, pero DON PEDRO trata de evitar que se vaya.) 

DON PEDRO.-  Pero, decime... ¿ya te vas a dormir?

MANUEL.-  Claro, ya estoy listo para soñar con los angelitos.

DON PEDRO.-   Pero, ¿por qué tanto apuro... no querés quedarte a conversar un rato?

MANUEL.-   ¿A conversar? Pero si nos pasamos toda la noche conversando y contando cuentos de velorio. Está saliendo el sol; apagá esa lámpara, estoy rendido, no necesito nada... ¡nada! Voy a buscar la nada.

DON PEDRO.-    (Con timidez.)  Pero, decime, Manuel... ¿hasta ahora no le dijiste alguna cosa?

MANUEL.-  ¿A quién, a Angélica?  (Tras una risotada.)  No, pero ¡no seas tan impaciente! ¡A la pucha que te apurás! Durante meses te pasás haciendo volar moscas, y de golpe querés que se preñe la vaca y te dé la cría... Ya te dije: le hablé a la madre, ella está conforme; ya la tenés aquí, ¿qué más querés en unos pocos días?

DON PEDRO.-  ¿A ella no le dijiste nada?

MANUEL.-   Bueno, la verdad es que le dije... pero no me entiende la pobrecita. Cuando una mujer no te entiende, hombre, le explicás con las manos; pero aquí si hago eso, a lo mejor lo arruinamos todo. Bueno, viejo, dejáme ir a dormir...  (Se despereza ruidosamente y como hablando consigo mismo se dispone de nuevo a salir, pero DON PEDRO lo estira de la manga.) 

DON PEDRO.-  Pero... yo la noto rara... me parece que a veces se me escapa. Manuel, ¿no te dijo algo, alguna cosa?

MANUEL.-   Dejame dormir, ahora, después seguimos.

DON PEDRO.-  Vos me empujaste a esto, y me dijiste que lo dejara por tu cuenta... que todo lo arreglarías vos.

MANUEL.-   ¡Y lo repito! ¡Te voy a entregar ese churrasco con mandioca, ensalada y vino, aunque vos estés más asustado que un escuelero enamorado de su maestra! No te animás ni a tocarle la mano, viejo arruinado. Pero decime, aquí entre los dos, ¿qué es lo que te apura tanto?

DON PEDRO.-  Me apura el veneno que tengo dentro de mi corazón. Estoy en contra de lo que hago y no quiero hacer. ¡Me parece que estoy engañando a mi hija! Me parece que todo el mundo me mira.  (Preguntándose dramáticamente.)  ¿No será así porque tengo encima el ojo de Dios?

MANUEL.-    (Con una risotada.)  Si Dios pierde el tiempo contigo... ¡los que se salvan viejo!... Los que viven corrompiendo a la gente, los que rebajan la calidad de la criatura humana, ¿con qué ojos los mirará Dios?  (Con rabia.)  ¿Por qué están prósperos?  (Amargamente.)  No, no te preocupes, Dios está viejo, viejo, y en el cielo no hay oculistas para recetar anteojos.

DON PEDRO.-  No se justifican los males con otros más grandes.

MANUEL.-  ¿Pero cuál es tu mal? Decime, ¿dónde está tu pecado? ¿Dónde, dónde? ¿Acaso no sos un mozo soltero, sin compromiso? ¿Qué de malo tiene que levantes una mujer?  (Acercándosele y poniéndole maliciosamente el índice en el pecho.)  Pero a mí no me engañás con palabritas; a vos no te apura el ojo de Dios... lo que te apura... es... el apuro. Dame un poco de tiempo.

DON PEDRO.-   ¡Tiempo... tiempo! ¿Pero no te das cuenta de que para este cristiano el tiempo ya no tiene nada? ¿Que al contrario, le va sacando la última esperanza?

MANUEL.-  ¡No te pongas ahora a llorar! En el mejor plan, siempre hay unos dados que van saltando. Viejo, ¿ya te olvidaste de lo que es una buena y dura pelea?

DON PEDRO.-   ¡Dios mío, si pudiera retroceder, olvidarme de todo esto!

MANUEL.-   Bueno, está bien; si estás demasiado apurado, hacela venir ahora mismo... ¡pucha! ¡Y yo que estaba listo para dormir! A ver, a ver, hacela venir...  (Yendo hacia lateral derecha.)  Angélica... Angélica... ¿ya te levantaste?

DON PEDRO.-  No, no puede venir ahora... no está.

MANUEL.-  ¿Adónde se fue?

DON PEDRO.-  Ahí se fue con Luis, no sé adónde. A lo mejor a su casa.

MANUEL.-   ¿Con Luis ya otra vez?

DON PEDRO.-  Sí, es un buen muchachito.

MANUEL.-  ¿Muchachito? ¿Muchachito? ¡Ja, ja! ¿Y no le viste los pelos del bigote? ¡Ese ya tiene varios hijos naturales! Muchachito será comparado contigo, ¡pero para Angélica ya es un toro padre! Pero viejo, estás reblandecido; ¿ahora también vas a ser inocente? Pero, ¿ya hiciste la primera comunión?

DON PEDRO.-    (Alarmándose.)  ¡Sabés que tenés razón!

MANUEL.-  No los dejes salir otro día.

DON PEDRO.-  Se fueron de madrugada, antes de levantarnos.

MANUEL.-   (Con gran intención.)  ¿¿Qué??

DON PEDRO.-   (Humillado, pendiente del juicio de MANUEL.)  Sí... esta madrugada salieron los dos.

MANUEL.-   ¿Y vos... qué estás esperando?

DON PEDRO.-  ¿Para qué?

MANUEL.-   ¡Cómo para qué! Para hacerlos buscar antes de que sea demasiado tarde; ¡antes de que te plantifiquen cuernos a crédito y te burlen el sello de autenticidad! ¿Pero qué clase de viejo sos vos?

RAMONA.-   (Entrando por lateral derecha.)  ¿Ya te levantaste, Manú? ¿Por qué no fuiste a la cocina a tomar mate?

MANUEL.-   ¡Salute, lo único que faltaba!

RAMONA.-  ¿No querés que te cebe aquí?

MANUEL.-  No vieja, lo único que quiero es dormir largo y solo; a lo sumo con una almohada entre las piernas.

RAMONA.-  Andá a acostarte entonces. Voy a cuidar de que nadie te moleste.

MANUEL.-   ¡Eso era!  (Se vuelve a desperezar ruidosamente.)  Necesito descanso, necesito reposo después de sacrificarme  (Equívoco.)  por el difunto. Viejo, ojo a lo que te dije... Me voy a dormir, buenos días.  (Sale por lateral derecha.) 

RAMONA.-  Que duermas bien.

 

(En un momento de la conversación anterior, PELÓN ha entrado silenciosamente por foro, y ha ido a sentarse en su lugar habitual. Mientras hablaban RAMONA y MANUEL, DON PEDRO se ha estado paseando preocupado. Cuando iba a salir MANUEL ha hecho un movimiento como para detenerlo aún, pero después desiste. De pronto va resueltamente hacia donde está PELÓN.)

 

DON PEDRO.-    (A PELÓN.)  Andá a buscarlos.  (PELÓN parece no comprender, pero DON PEDRO le indica la puerta por donde han salido. Hace señas tratando de describir e indicar a ANGÉLICA, usando de la misma mímica que PELÓN.)  Andá a buscarlos... ¡Angélica, Llluí... Llluí!... Enséñales que vengan; Llluí, Llluí, traélos aquí. Angélica... traéla... traéla aquí Pelón.  (Repite las mismas palabras y lo empuja con cierta energía hasta hacerlo salir por lateral izquierda.) 

RAMONA.-    (Inquisitoriamente.)  ¿Adónde se fueron?

DON PEDRO.-   No sé, salieron de madrugada.

RAMONA.-  ¿No te dijo adónde iba?

DON PEDRO.-   No.

RAMONA.-  ¿Ni siquiera te pidió permiso?

DON PEDRO.-  No.

RAMONA.-   ¿Con quién se fue?

DON PEDRO.-  Con Luis.

RAMONA.-  ¡Pero mirá un poco la mosquita muerta! ¡Ya te dije yo! Ya se me parecía que no era tan santita como vos decís. Otro día me vas a hacer caso.

DON PEDRO.-    (Con encono.)  Callate, vieja sucia, andá a lavarte la boca con creolina antes de hablar.

RAMONA.-  ¿Y por qué te enojas tanto? ¡Jhee! Yo sé muy bien por qué, porque estás pensando lo mismo que yo. De balde te hacés el delicado porque ésa sabe muy bien por dónde le pica... y también cómo rascarse. Muy bien que anda levantando la cola... A vos te puede hacer pasar, pero a mí que soy vaca vieja, no me engaña cuando empieza a pastorear aparte una vaquilla. ¡Mirala un poco! Ya le llegó su tiempo...

DON PEDRO.-   ¡Calláte, Ramona!  (Hace visibles esfuerzos por contenerse.) 

RAMONA.-    (Ni le oye; habla sola, está lanzada.)  ¡La señorita! Sale de noche a encontrarse con su amistá; apenas se levanta del suelo y ya le «ocasiona» saliendo de noche donde está él. No empieza por el arroyo, o jugando por allí de siesta, sino directamente al yacaré.

DON PEDRO.-    (Enfurecido.)  ¡Callate, vieja puerca; cerrá de una vez esa letrina que está reventando! ¡No quiero oírte más!... ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

RAMONA.-   ¿Ah, sí? ¡Deslenguado! No te faltan palabras para insultarme, pero ahora no más has de pedirme esto o aquello para tenerme trotando por toda la casa como una burra...

DON PEDRO.-    (Sofocado.)  No... no te voy a llamar más. ¡Andate, andate de esta casa!

RAMONA.-  Sí, andate, pero cuando te duela la espalda, me vas a pedir que venga a frotarte...

DON PEDRO.-  ¡No, no!... Entendeme: quiero que te vayas para siempre de esta casa.

RAMONA.-    (Sorprendida, capta.)  ¿Qué es lo que decís?... ¡No entiendo!

DON PEDRO.-  Te digo que te vayas de aquí; que no quiero volver a verte. Liá tus pilchas, y largo de aquí. ¡Largo, sálay!

RAMONA.-  ¿Me largás entonces?

DON PEDRO.-   ¡Te largo, te mando, te echo! No quiero verte más. Este cristiano está harto de vos, de tus plagueos y de tu lengua sucia y amarga.

RAMONA.-  ¡Jesús, qué decís Pedro! No puedo creer lo que decís, después de tantos años, después de envejecer juntos... ¡Dios mío, no entiendo, no entiendo... qué es esto!

DON PEDRO.-  Pero yo me entiendo muy bien, y sé lo que quiero: hacé atar la carreta, cargá tus pilchas y «hasta mañana».  (Sacudiéndose las manos.) 

RAMONA.-    (Abrumada.)  ¿Pero adónde me voy? ¡Jesús, mi Dios! ¿Qué es esto? De golpe, ¿adónde me voy?... ¿A sentarme a la calle? ¿Se deja así nomás una casa donde se ha vivido tantos años?  (Mira las paredes.)  ¿Cuáles son aquí mis pilchas, y cuáles no lo son? ¿Sabés vos, Pedro, el viejo?

DON PEDRO.-  Por favor, Ramona, andate. Andate aunque sea a la casa del compadre Kelé... andate, andate nomás un poco, ¡te pido por favor! Estoy demasiado enredado... necesito estar solo... ¡a ver si puedo encontrar el camino otra vez!


 
 
Telón
 
 


ArribaCuadro II

 

Mismo día por la noche. Lámpara mbopí encendida. Afuera, oscuridad absoluta.

 

DON PEDRO.-    (Entra por foro, y se encuentra con ÑA CANDÉ que está con aire afligido esperando noticias. DON PEDRO está ansioso y a la vez fatigado. Jadea y resopla.)  ¿Y?

ÑA CANDÉ.-  Me fui al puesto de González, al rancho de Chidó; después llegué a la entrada de la picadita, para preguntarle a don Libó, rodeé el cañadón hasta allá lejos la capuera de Miguel... no saben nada; nadie los vio.

DON PEDRO.-  ¡Esto es demasiado! A no ser que hayan salido al camino y allí hicieron parar algún camión que los llevó.

ÑA CANDÉ.-  ¡Pero quién iba a decir! ¡Ya no sé qué pensar!... Cuando Irene me dijo que no se la encontraba, creí que andaba por ahí en casa de algún vecino.

DON PEDRO.-   Pero no se ha de quedar hasta la noche.

ÑA CANDÉ.-  ¡Qué esperanza! Ni siquiera aquí se quedaba sin permiso. Ella es muy seria. ¡Qué vergüenza tengo, mi Dios!

DON PEDRO.-  Yo tengo miedo.

ÑA CANDÉ.-  ¿Miedo? ¿Creés que le sucedió algo?

DON PEDRO.-   Tengo miedo de todo: miedo a que le haya sucedido algo; miedo a que le hayan hecho algo; y a lo que quiere decir todo esto... ¡Pobre chiquitita, mi pobre nenita!

ÑA CANDÉ.-  ¿Ya le dijiste algo?... Yo no sé por qué no querés que yo le hable. Yo le puedo decir que en ninguna parte va a encontrar un señor que la proteja como vos; una casa donde va a ser una señora. Ella no tiene padre... Yo quiero solamente su bien.

DON PEDRO.-   Esas razones no entienden los jóvenes... por eso no quería que le hables. Creía que yo... que nosotros íbamos a hablar mejor.

ÑA CANDÉ.-  ¿Pero le dijiste algo?

DON PEDRO.-  No le dije nada. ¡Antes me era tan fácil hablar con ella, contarle cuentos, darle consejos, ser su padre, su amigo! Pero yo sé que no soy el de antes: ¡ya no sé mirarle ni hablarle como antes... se me pone ronca la voz, y me tengo asco! Entonces, ella, como un animalito asustado, se me retira.

ÑA CANDÉ.-  ¿Te dijo alguna cosa?

DON PEDRO.-  ¿Acaso puede decirme nada, esa pobre criatura!, una palomita inocente que ni sabe que quiere vivir... tiembla cuando la toco, y apenas puede, se va. Cuando ha tomado el mal camino, el cristiano ya no pide protección a Dios, sino al diablo... y yo creí, confié en Manuel y sus enredos; él me dijo que lo iba a arreglar todo, y le creí.

ÑA CANDÉ.-  No te apures, don Pedro, ya se va a acostumbrar: ¿acaso no es amparo lo que busca una mujer?... Vos, que la entendés tanto, poco a poco la vas a amansar. A las mujeres hay que tratarlas al principio con paciencia; somos ariscas, desconfiadas... total, después somos nosotras las que tenemos que aguantarles a ustedes.

DON PEDRO.-  ¿Pero dónde se habrán ido! Y sin llevarse nada... ¿tendrán siquiera algunos pesos?

ÑA CANDÉ.-  ¡De dónde!... Eso es lo que yo digo: no pueden haber ido lejos sin un níquel, ni ropa, ni nada.

DON PEDRO.-  Sí, no tienen nada, pero tienen la fuerza de la juventud.

MANUEL.-    (Entrando por lateral izquierda, viste pantalón de montar o bombachas, camisa y sombrero, como de vuelta de algún corto viaje.)  Buenas, que tal ña Candé.  (Sin esperar respuesta.)  Pero viejo, ¡qué hiciste con la pobre Ramona! La encontré apaleada y achacosa, arrugada y seca, como un naco amanecido. ¡Pero qué bárbaro!

DON PEDRO.-   ¿Dónde la encontraste?

MANUEL.-  Por el camino que va hacia el rancho de Kelé; se iba llorando envuelta en su manto negro, parecía una pora, asustó a mi caballo. Se tambaleaba como esas botellas vacías que flotan sobre el río.

DON PEDRO.-  Pobre mujer, es que no estoy con los nervios para aguantar plagueos. Y ya sabés, cuando ella se pone a hablar, no la atajás ni metiéndole una estaca en la boca.

MANUEL.-  Bueno viejo, pero hay que usar la política, el po-caré, la vaselina, o por lo menos el sebo de vela. ¡Pero habrase visto! Le podés haber dicho que se venga a la Asunción para cuidarme; para que me atienda y me cuide mientras trabajo.

Ya ves, qué combinación macanuda: yo gano quien me atienda la ropa y me prepare el mate, y vos un lugarcito para el nidito de amor, ¿no?

DON PEDRO.-  ¿No querés callarte? ¡Ya no necesito de tus consejos!

MANUEL.-   ¿No? ¡Ésa es una novedad!... Y a propósito, ¿ya volvió Angélica?

ÑÁ CANDÉ.-  No.

MANUEL.-   ¿No, noooo?... No me digan que se escapó. ¡Pero eso sí que estaría gracioso! Nosotros llenos de vueltas, y ella «en el lomo de un caballo parejero vyraú». ¡Pero mirala un poco! Y vos, viejo, que no querías lastimar la pureza. Y con ese mitaí. ¡Puff!, ése es nuestro papá.  (Se dirige hacia la puerta del foro y grita afuera.)  ¡Papá Luis, papá Luis!... me saco el sombrero delante de vos, y te pido la bendición. Sos mi papá porque sos más que yo, éste  (Señalando a DON PEDRO.)  es sólo un viejo arruinado, lleno de prejuicios. Últimamente le subió la fiebre, ¡pero parece que no le va a servir de nada!

DON PEDRO.-    (Con real furia.)  Manuel, no quiero oírte más. ¡A duras penas me contengo! No me hagas estallar, porque no sé qué será de mí.  (Gritando.)  ¡No sé qué será de mí!  (Con ahogado sollozo.)  ¡Basta! Dios mío... si te creés mi hijo, aunque me llames «viejo», no te burles de mi quebranto. Teneme lástima... por haberme dejado tentar y querer ansiosamente lo que no debo.

MANUEL.-    (Turbado.)  Bueno, pobre viejo, no te pongas tan dramático. Ya me callo, no me burlo más... pero decime, ¿estás completamente seguro de que se fue con Luis?

DON PEDRO.-    (Se encoge de hombros profundamente abatido.)  Sí, con Luis.

MANUEL.-   Y ese Luis, ¿no habrá sido el enviado de algún otro?

DON PEDRO.-    (Alarmado.)  ¿Qué querés decir?

MANUEL.-  Bueno, si se fue con Luis, aunque sea mi papá, no puede haberse ido muy lejos, porque mi papi, aunque sea mi papá, es un mitaí, y ha de andar enredado y lleno de miedo por algún matorral por aquí.

ÑA CANDÉ.-  Eso digo yo.

MANUEL.-  Tranquilizate, viejo. En realidad me está asustando la forma como tomás las cosas. Si hubiera sabido que tendríamos estos percances... bueno, no te hubiera propuesto tanto. Me imagino que ahora me estarás maldiciendo, pero a pesar de todo... quiero que sepas que entiendo muy bien tu quebranto, y que tus penas... también me hacen sufrir.  (Se le aproxima como si quisiera estrecharlo o darle un abrazo.) 

PELÓN.-   (Entra corriendo por foro y dirigiéndose a DON PEDRO, señala la oscuridad y articula con gran esfuerzo.)  Llluí... Llluí...  (Vuelve a salir corriendo por foro.) 

DON PEDRO.-  Reaccionando de la sorpresa. ¿Dónde?  (Se precipita hacia afuera por foro y se lleva de paso un farol.)  ¿Hacia dónde fue?...  (Grita desde atrás, perdiéndose.)  ¡Pelón!... ¡Pelón!... ¿Dónde?

MANUEL.-    (Que también ha salido por foro, pero que está visible en la puerta.)  ¡Por allá!  (Corren con ÑA CANDÉ hacia el lugar señalado.) 

 

(Queda la escena a solas. Subrepticiamente entra por lateral izquierda RAMONA, cubierta con su manto negro, llorando silenciosamente. Sale por lateral derecha, poco después vuelve a entrar llevándose algo que envuelve en un atadito. Mira para todos lados como despidiéndose, pasa la mano sobre una silla, la mesa, y con un sollozo incontenible, sale por foro. Queda nuevamente la escena a solas.)

 

PELÓN.-   (Dando un empujón con el cuerpo a la puerta lateral izquierda entra llevando en brazos un cuerpo envuelto en el poncho de LUIS. Sólo se ven los pies descalzos y sucios de barro. Lo pone en la silla de hamacar. Luego corre hacia la puerta del foro y hace señas con los brazos. Grita trabajosamente.)  ¡Llluí... Llluí...  (Con amplios ademanes.)  Llluí!

MANUEL.-   (Hablando desde lejos.)  ¡Allá está, viejo, en la casa... en la casa!  (Entra corriendo por foro y pregunta a PELÓN.)  ¿Dónde está?  (PELÓN no contesta, ni hace ademán de haber notado su presencia.)  ¿Dónde está, hombre?  (Viendo el bulto.)  ¿Aquí?  (Va a tocarlo, pero PELÓN lo aparta con un manotón irresistible.)  Pero si no me lo voy a comer, ¡hombre!  (Condescendiente.)  Bueno, aquí ya viene tu dueño.

DON PEDRO.-   (Entra por foro sofocado llevando el farol en la mano.)  ¿Dónde está?

PELÓN.-   (Señalando el bulto.)  ¡Llluí!

DON PEDRO.-   ¿Y Angélica?  (Gritando.)  ¿Dónde ha quedado Angélica? ¿Dónde, dónde? An-gé-li-ca  (Haciendo señas por el cabello, el vestido.)  ¿dónde?

PELÓN.-   (Señalando el bulto.)  ¡Llluí!

MANUEL.-  Es inútil con este bruto.

DON PEDRO.-    (Con rabia se dirige al lugar en que está el cuerpo envuelto y bruscamente levanta el poncho. Aparece el rostro inerte de ANGÉLICA con el pelo parcialmente caído sobre la cara, los ojos muy abiertos y un hilo de sangre corriéndole de la boca. DON PEDRO lanza un grito desgarrador, y se abalanza sobre el cuerpo palándolo.)  ¡¡Angélica, hija... hija mía... fría... muerta, muerta!! ¡Dios mío, perdón... perdón!  (Se dobla y solloza, luego se incorpora enloquecido y se abalanza sobre PELÓN y lo golpea furiosamente.)  ¿Qué hiciste, bruto, qué hiciste!

MANUEL.-  ¡Qué es esto, qué es esto, dolor, dolor y muerte! ¡Cayeron mal los dados!

 

(DON PEDRO está enloquecido, se aprieta la cabeza y vuelve a golpear a PELÓN, pero sus golpes no llevan la intención de hacer daño, es sólo una forma de expresar desesperación. Desde afuera del escenario se oye la voz de ÑA CANDÉ preguntando: ¡Manuel... don Pedro...! ¿Adónde fueron? ¿Dónde están?)

 

DON PEDRO.-   ¡Qué hiciste, qué hiciste!

MANUEL.-   (Va y lo detiene para que no siga golpeando a PELÓN.)  Dejalo, papá; él no tiene la culpa.

DON PEDRO.-  ¿Quién fue, entonces? ¿Lo sabés vos?

MANUEL.-  No sé, y él no puede decirnos nada...  (Angustiado.)  Cayó la bolilla negra; los dados se dieron mal.

DON PEDRO.-  Siento que fuimos nosotros quienes la empujamos a la muerte.

MANUEL.-    (Bruscamente.)  ¡Callate, no digas tonterías! Igual podía haberse muerto en el camino de la escuela.

DON PEDRO.-   ¡Andate, dejame, andate! Dejame solo con ella llorar mi culpa y mi remordimiento.

MANUEL.-  Pobre viejo, podés llorar la pena; vos y yo tenemos que sufrir porque se nos ha perdido una pobre criatura linda y querida. Sufrir es el destino común de los hombres... pero no somos culpables; ¡no debemos asumir una responsabilidad que no podemos tener!

DON PEDRO.-  ¿Pero quién entonces?

MANUEL.-   (Con rabia.)  Para que haya culpa debe haber una ley moral que marque el bien y el mal... ¡pero esa ley no existe! Basta tener éxito y poder para que todo esté permitido. En este mundo es siempre la fuerza la que decide al fin, y la inteligencia le busca eficacia y justificativos.

DON PEDRO.-  ¿De qué estás hablando ahora? ¿Qué nueva locura es esa?

MANUEL.-   Papá, ¿no te das cuenta de que si se ha borrado la diferencia entre el bien y el mal, nadie es culpable?... ¡Por qué lo seríamos nosotros, si hoy Pilatos con sus legiones siempre está en lo cierto, y a Jesús por manso y humilde se lo mata en la cruz!  (Con los puños cerrados expresa su rebeldía.) 

 

DON PEDRO se ha hincado llorando sobre el cadáver de ANGÉLICA y desde afuera vuelve a oírse la voz de ÑA CANDÉ que sigue extraviada: «¡Manuel... don Pedro...! ¿Adónde fueron... adónde van...?», mientras lentamente, sobre estas palabras, va cayendo el
TELÓN

 





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