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ArribaAbajo- XVIII -

«¡Jesús, qué delicia! -exclamó Nelet, después de una corta pausa-. ¡Casarme con ella!... ¡Marcela mi mujer! ¡Y retirarnos a una vida pacífica, laboriosa y agradable!... ¡Y tener hijos, muchos hijos!... Sepa usted, D. Beltrán, que hacienda no me falta. Conservo parte de las heredades de la familia... entre ellas un mas que es la gloria, cerca de Cambrils.

-Rico tú, más rica ella, el matrimonio se impone -dijo el anciano con tal gravedad, que a Nelet pareciole que hablaba por su boca el Concilio de Trento-. Has de saber que Juan Luco, padre de esa extraordinaria hembra, poseía grandes caudales, que yacen sepultados bajo tierra en diferentes puntos: me consta.

-Algo de esto oí; mas no le daba crédito.

-¡Si serás tú simple! Crees en los demonios, y pones en duda los hechos más naturales y corrientes... De acuerdo con su hermano Francisco, que también ha dado en la flor de que le canonicen, Marcela se propone consagrar todo ese metálico que hoy yace bajo tierra a una grande obra de fundación religiosa... figúrate qué desatino... ¡Como si no tuviéramos en España bastantes conventos!   —175→   ¡Y en qué ocasión se le ocurre emplear dinero en albergues para frailes y monjas... cuando Mendizábal, de una plumada, ha echado por tierra las órdenes monásticas...! Pero poniéndonos en lo razonable, y a fin de no contrariar abiertamente la voluntad de la monjita, la dejaremos que consagre parte del tesoro a satisfacer aquel deseo santo, reservando un buen pico para las obligaciones sacratísimas que dejó pendientes Juan Luco. ¿No te parece?

-Si he de hablar claro, Sr. D. Beltrán, amo a Marcela con amor del alma y fuego de todo mi ser, sin que esta pasión sea turbada ni envilecida por ninguna ambición tocante a intereses... Por mi vida, que más la quiero pobre; que a mis brazos venga sin otra propiedad que la estameña que cubre la hermosura de su cuerpo; estameña que yo trocaré gustoso por la sedas más ricas.

-Pero, hijo, lo que abunda no daña. Tú no tienes culpa de que la santa sea una ricachona. La mejor demostración que puedes dar de tu delicadeza es permitir que Marcela funde o restaure algún conventito no muy grande, y que dedique luego una parte no floja de sus especies metálicas a dar cumplimiento a la voluntad de su padre... a restituciones que son sagradas, hijo, sagradas...

-Con todo estoy conforme, pues cuanto usted me dice, parece dictado de la misma razón y del perfecto conocimiento de la vida humana. No ha sido poca suerte para mí encontrar tal amigo y asesor.

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-A buen árbol te has arrimado, hijo... Lo que yo no hiciere en este negocio, cuenta que nadie lo haría... Y si te parece, yo iré a recogerme, que me siento cansado y soñoliento... Alguien habrá que me diga dónde voy a tender esta noche mis pobres huesos».

Llevole Nelet muy solícito a la cama que a él le habían destinado, y se determinó, con insomnio y desasosiego de amante, a pasar toda la noche en pie. Las solitarias calles de Nules le vieron rondar, al pálido fulgor de las estrellas, y disparar suspiros contra los blancos muros de las Mónicas, santuario y prisión de la bella teóloga.

Habiendo partido Cabrera al día siguiente en dirección al Júcar, por la noche se efectuó con facilidad y sin ningún tropiezo la evasión de Marcela, facilidad en parte debida a las ingeniosas disposiciones de Nelet, en parte a las ganas que tenían las señoras Mónicas de que la prófuga de Sigena se fuera a otra parte con sus filosofías y sus latines. Mucho sintió Urdaneta no haber sido testigo de un caso que tenía por interesante y teatral. Contole el galán que Marcela había salido con un empaque de penitente, tal como en libertad la habían conocido, y que él, atento a seguir los sabios dictámenes de su amigo, se había mostrado atentísimo y caballerescamente cortesano, pero con cierta frialdad parecida al desdén, según el programa trazado. Habiendo dicho a la monja que no le había movido a libertarla más que su amor a la religión y su respeto a las decisiones   —177→   del Concilio de Trento, replicó ella que agradecía su libertad; mas para que el favor fuera completo, había de buscar Nelet a los dos viejos enterradores que la acompañaban comúnmente, y llevárseles para que la guiaran en su camino. No le fue difícil al enamorado dar con Zaida y Alfajar, y aquel día muy temprano la monja y sus servidores o discípulos habían partido juntos hacia Villavieja. Tuvo buen cuidado Santapau de advertir a su ídolo que no se alejase de la tropa que él mandaba, pues de otro modo podría topar con quien de nuevo la cogiese y encerrara, obedeciendo las órdenes de Cabrera.

«En todo, hijo mío querido -dijo D. Beltrán satisfecho-, has procedido con tanto tacto como previsión. Atento, y al propio tiempo desdeñoso... solícito en buscar a los viejos, que sin peligro de su virtud la acompañan... y por último, precavido para tenerla siempre a la mano y que no se nos escabulla.

-Trato de inspirarme en usted, que todo lo sabe, pues aunque yo, he sido hombre muy corrido de mujeres, hacía mis conquistas al modo de pueblo, y con la rudeza y malos modos de mi educación aldeana. ¿Cómo dice usted que llaman a los que se dedican a engañar mujeres y hacen de esto un oficio?

-Don-Juanes.

-Pues si yo he sido un Don Juanillo de pueblo bajo, sin finura, sin retóricas, basto y llanote, usted ha sido un señor Don Juan cortesano».

Echose a reír Urdaneta, y no tuvieron   —178→   tiempo de más explicaciones, porque tocaron marcha, y el regimiento de Nelet, componiendo con otros dos una brigada, al mando de Pertegaz, fue al socorro del Serrador, que apretado se veía en el sitio de Burriana. Cuando llegaron ya era tarde, porque el Serrador venía en retirada por causa de la gran resistencia que opusieron los valientes urbanos, socorridos por una columna de Castellón. Pocos días después, los urbanos, por orden de Borso, abandonaron la plaza, y entró en ella el cabecilla faccioso con el sentimiento de no encontrar a ningún jefe de la Milicia ni de tropa a quien fusilar. Pertegaz tomó la vuelta de Cantavieja para unirse a Cabañero, y Nelet volvió a incorporarse a la división de Llangostera, que marchó hacia Lucena y de aquí a Albocácer, recogiendo cuanto encontraba, hombres y caballerías, víveres y forrajes, animales y personas. En todas estas marchas y contramarchas D. Beltrán se aburría de lo lindo, y Nelet no tuvo el gusto de encontrar a Marcela más que dos veces: la una, en la rambla de la Viuda; la otra, en Nuestra Señora de Hortiseda. Apenas pudo hablarle en el primer encuentro; pero en el segundo sí platicaron, y por consejo de su noble maestro se lanzó a demostraciones más expresivas, después de haber empleado los desdenes sin resultado práctico. No debió de quedar satisfecho el comandante, porque cuando partió con sus tropas en auxilio de Cabañero, que sitiaba a Cantavieja, iba muy temeroso de que   —179→   le cogieran por su cuenta los demonios que atormentarle solían. Rendida Cantavieja por traición, quedáronse las fuerzas de Nelet a mitad del camino, en Iglesuela del Cid, donde recibieron orden de Cabrera para marchar a la Cenia, punto fortificado por los carlistas a la subida de los puertos de Beceite. Allí se enteraron de que Oraa era General en jefe del Ejército del Centro, y que, decidido a dar impulso a las operaciones, había dividido su hueste en tres cuerpos, que mandaban los brigadieres Nogueras, Corral y Sequera; supieron asimismo que el infatigable y diabólico D. Ramón se aprestaba a defenderse contra enemigo tan poderoso como el Lobo Cano, que así llamaban a D. Marcelino, y seguramente, si con él no podía, había de marearle con sus audaces movimientos y prodigiosos brincos de un extremo al otro del país. Por de pronto, apresuraba la expugnación de la histórica villa de San Mateo, para no dar tiempo a que en su auxilio fuesen los de la Reina. Grandes acontecimientos se preparaban: D. Beltrán, que era amigo de Oraa, confiaba mucho en su pericia; mas conociendo ya el fragoso terreno de aquella guerra, y la fiereza y dura condición de los que en él peleaban por el absolutismo, no veía cerca ni lejos el menor vislumbre de paz. La Naturaleza era allí tan guerrera como el hombre.

Estaba de Dios que antes de salir de la Cenia presenciaran Nelet y D. Beltrán espectáculo tan lastimoso como el de Burjasot,   —180→   pues, conducidos allí los prisioneros de San Mateo (que se rindió como Cantavieja, por flaqueza o deslealtad de algunos de sus defensores), se procedió con toda tranquilidad a exterminarlos por un procedimiento fácil y barato. Apenas llegaron, metiéronles en diferentes mazmorras; algunos fueron recluidos dentro de un horno de pan. Y si por economía de víveres se les mataba de hambre, por ahorrar cartuchos se determinó concluirles a bayonetazos. Edificado el pueblo en eminencia rocosa, presenta por uno de sus costados un tajo formidable, vertiginosa caída a la profundidad aterradora de un barranco, donde brama un torrente entre peñas y zarzales. Al borde de este precipicio fueron conducidos de dos en dos los prisioneros, después de confesados por el padre Chambó, cura párroco de la Cenia. Unos cuantos númeroshacían de matachines; otros tantos arrojaban los cuerpos a la hondura tenebrosa y fría. Treinta y ocho oficiales y sargentos perecieron de este modo, sin contar un cadete de doce años, que fue al matadero emparejado con su padre, comandante del fuerte rendido de San Mateo. La última res sacrificada fue una cantinera portuguesa.

No tuvo papel Santapau en esta tragedia, pues habiéndose trocado, por la virtud de su amorosa llama, de feroz en benigno y humanitario, siempre que le daba en la nariz olor de degollina, se ponía malo; y realmente lo estuvo de la cabeza y del corazón. Sin quejarse   —181→   tanto como su amigo, D. Beltrán no gozaba de buena salud. Ambos se alegraron cuando se dio la orden de que Nelet marchase con la mitad de su regimiento a relevar la guarnición de Benifazá, lugar que también tenían toscamente fortificado en el centro de aquel núcleo de montes elevadísimos que llaman la Tinenza. Por los desfiladeros del río de la Cenia, faldeando la Peña del Águila, pasaron de la zona de Rosell a Benifazá, y a la célebre abadía cisterciense fundada por D. Jaime, edificio devastado sucesivamente por tres guerras, la de las Germanías, la de Sucesión y la que ahora se relata. Daba pena ver su noble arquitectura mutilada por bárbaras manos: aquí señales de incendios, allá desplomados muros, la iglesia con medio techo de menos, la torre melancólica y sin campanas, con sus espadañas ciegas y mudas, las junturas pobladas de jaramagos y ortigas, y el claustro, en fin, con sólo tres costados, más triste que todo lo demás, y más poético y ensoñador. Aposentaron a D. Beltrán en un pasadizo entre el claustro y la iglesia, donde gozaba de la hermosa vista del despedazado monumento, que apreciar podía en su esbeltez de conjunto, no en sus riquísimos detalles. No era lego en arqueología el buen aragonés, y sentía verdadera pasión por el estilo llamado románico y su elegante austeridad: en tiempos más felices había visitado con entusiasmo de artista los monasterios de Veruela y San Juan de Peña; conocía el de Rueda como   —182→   su propia casa, y todo lo románico y gótico del siglo XIII que encierran las ilustres villas y ciudades de Aragón. Se extasiaba recorriendo los venerables restos de la construcción medieval, los tres ábsides semi-circulares, el claustro, la sala del Capítulo, el palacio abacial; y tan dulce encanto encontró en aquella paz y en el poético lenguaje de las nobles y tristes piedras, que habría deseado permanecer allí todo el tiempo que su prisión durase.

También Nelet se sentía muy a gusto en el monasterio, que perfectamente cuadraba a su espíritu en aquella ocasión, como estuche ajustado a la joya que guarda. La dolencia que trajo de la Cenia se le calmó el primer día; mas repuntó al segundo con sus murrias negras y sus vibraciones nerviosas, anunciándole la visita de los entes infernales que con él se divertían. Los ratos libres de servicio pasábalos con D. Beltrán, sentaditos en un rincón del claustro, hablando cada cual de sus tristezas. Como el présbita que se hace leer un libro de letra menuda, Urdaneta rogaba a su amigo que le leyese el claustro, esto es, que examinara uno por uno los capiteles y el simbolismo que representaban, para poder él juzgar de obra tan bella, como si con sus propios ojos la deletreara. Después de describir varias esculturas en que no halló ningún interés, dijo Nelet con estupor:

«¡Ay, aquí veo mi propia historia!... No, no se ría: es mi historia, que aquí representaron   —183→   aquellos artífices algunos siglos antes de que yo viniera al mundo.

-¿Qué ves, hijo?

-En este capitel del ángulo, por la parte de dentro, veo un guerrero que adora a una penitente. Él está de rodillas; ella, en la tosquedad de estos relieves, ofrece gran semejanza con Marcela, los pies desnudos, suelto el cabello... En el capitel de fuera se ve la misma peregrina, con una cruz... Yo no estoy aquí... parece como si me hubiera ido... Debo de estar más allá... Déjeme ver... Aquí no estoy; forman el adorno unos como perritos o leoncitos, y luego sigue otro con cabezuelas de ángeles, entre las púas retorcidas de cardos borriqueros... ¡Ah! ya parecí... aquí estoy, en este otro capitel, y me tiene cogido por el pescuezo el demonio que se permite conmigo sus bromas cargantes... Sigue otro en que hay muchas mujeres chiquitas, desnudas, entre llamas, que son las hembras que deshonré y perdí, y por mi culpa están en el Purgatorio o en el Infierno...

-Hombre, no saques las cosas de quicio. Será otra leyenda que nada tiene que ver contigo... ¿Qué hay más allá?

-Pues un caballero con cruz en el pecho, como de Templario, con un cuerno de caza en el cinto, en la una mano una pica y en la otra un halcón.

-Caballero noble... Ese soy yo... No me niegues que puedo ser yo.

-¿Cómo he de negarlo, si hasta se le parece   —184→   en lo airoso de la figura?... pues en el rostro tiene un cierto aire...

-Dime otra cosa... fíjate bien. ¿No estoy hablando con alguna dama de alta alcurnia, reina o princesa?

-No señor... Está usted solo.

-No puede ser. Puede que el tiempo haya desgastado la otra figura. Dama ilustre debe de haber, que me acompaña en el noble ejercicio de la caza; y si no es así, no soy yo el que miras, Nelet.

-Créalo usted o no lo crea, yo sostengo, amigo mío, que vivimos en estos pedruscos. Esto que aquí nos rodea no es cosa muerta; esto tiene alma, como la tienen los montes, el viento, las cavernas y los torrentes que cantan y rezan en las profundidades...




ArribaAbajo- XIX -

-Más poeta eres de lo que yo creía -dijo D. Beltrán, cogiéndole del brazo para pasear por el claustro-. Por cierto que una queja tengo de ti, y es que, habiéndote escrito Marcela, según me has dicho, más de una carta acompañada de versos, aún no me los has enseñado.

-No sólo he de mostrárselos, sino que quiero que ponga su mano de maestro en los que yo, en respuesta de los suyos, estoy inventando...

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Rompió D. Beltrán en una risa placentera; mas no pudieron seguir ocupándose en aquel ameno asunto, porque se acercó el ayudante del batallón, llamando a Santapau para urgentes resoluciones del servicio. Toda la tarde y parte de la noche estuvo atareadísimo, dando cumplimiento a órdenes de Cabrera para proveer a una corta de árboles, con objeto de proteger el camino cubierto entre la casa del abad y un mas situado a tiro de fusil, dominando el río y el sendero. Al día siguiente contó el comandante a su maestro que, no pudiendo dormir después de su trabajo, había visto a Marcela, o más bien una parte no más de su persona... «pero tan claramente, amigo Urdaneta, como le estoy viendo a usted ahora.

-¡Demonio! ¿Y qué parte de su persona veías? ¿Se puede saber?

-Los dientes... Mire usted que es raro. No hay, créalo, en todo el mundo dientes como los suyos, blancos como la leche, y tan iguales y bonitos que se emboba uno mirándolos... Por arriba y por abajo de las dos hiladas veía yo un poco de los labios... y nada más.

-Eso es que sonreía. Buena señal. ¿Y una sola vez lo viste?

-Más de veinte, y hoy también como unas ocho veces.

-Aunque aquí estamos muy bien, es lástima que las obligaciones militares nos separen de la divina Marcela».

Díjole Nelet que, desde antes de ir a la   —186→   Cenia, era tal su anhelo de verla y hablarle, que había discurrido establecer comunicación con ella. Tanto tiempo ausente del ser que adoraba, era peor desgracia que la muerte. Habiendo tenido la suerte de encontrar a un pastor viejo, muy conocedor de aquellos montes y cañadas, devoto de Marcela, a quien como santa miraba, le dio el encargo de rastrearla y descubrir sus guaridas. Al segundo día de estar en Benifazá, le había traído el pastor razones satisfactorias. Marcela habitaba con preferencia en las alturas, como las águilas, y en los santuarios de más devoción del país. Había morado algún tiempo en la Muela de Ares, después pasó a la cueva de la Balma, de allí a la Virgen de los Ángeles, cerca de San Mateo, y en aquellos días se hallaba en el santuario de la Traiguera, entre Chert y Vinaroz. Como preguntara D. Beltrán si había recibido carta en prosa o verso, replicó que las razones de que había sido mensajero el pastor eran verbales. Marcela enviaba un cordial saludo a sus dos amigos, asegurando que en todas sus oraciones pedía al Señor y a la Virgen que les diera salud y buenas ideas. A Nelet, particularmente, le enviaba nuevas expresiones de su agradecimiento, y la promesa de acudir al punto que él designara, si algo tenía que decirle.

«¡Oh! Magnífico... No repugna acudir a la cita. Vamos bien, querido Nelet, pero muy bien... ¡Ay! es triste cosa que ni yo por prisionero, ni tú por militar, esclavo de la   —187→   ordenanza, podamos trasladarnos a donde nos llama nuestro deseo.

-En eso pienso, señor mío -dijo Santapau caviloso-. Y harto ya de la esclavitud del servicio, estoy decidido a pedir mi licencia por enfermo, instalándome donde ella esté, aunque para esto tenga que hacer vida de penitente».

Aseguró Urdaneta, suspirando y casi lloroso, que él haría lo mismo si pudiese, agregándose a los enterradores que escoltaban a la divina mujer, y dedicándose con ellos al manejo de la pala y azadón donde fuese menester remover la tierra. Añadió Nelet que para la comunicación con la monja había encontrado mensajero más rápido que el pastor, y era una mujercita del barranco de Vallivana, a quien llamaban Malaena, también con cariz de penitente o mendiga errante, envejecida por los trabajos, la miseria y los sufrimientos. Madre fue de dos hijos que andaban en la partida de Pertegaz, y cogido por Nogueras uno de ellos con un parte del Serrador, le fusilaron; al otro le aplicó Boil la misma pena en Concud, cerca de Teruel. Sin parientes ni habientes, viviendo de arrancar leña y vender teas, era Malaena un puro espíritu, pues entre sus huesos y su piel no encontrara el escalpelo más diligente una hebra de carne. Frecuentaba los bosques; sabía escoger hierbas oficinales; comía raíces y mendrugos de pan, reblandecidos en el agua. En ligereza para pasar de un valle a otro, salvando las más altas muelas, y los   —188→   puertos pedregosos, no la igualaban más que los pájaros. Aunque en algunos caseríos de Salvasoria la tenían por bruja y la recibían a pedradas, era una pobre y santa mujer, sencilla, inocente y fiel. Al escogerla Santapau para embajadora, vio en ella un ave discreta y solícita; y para tenerla en su gracia, empezó por regalarle una saya nueva, pañuelos, y todas las alpargatas que para sus montaraces correrías necesitase. Estas fueron inauguradas por un mensaje amoroso, en que puso Nelet sus cinco sentidos, consultándolo con D. Beltrán, el cual hizo varias enmiendas, más para templar que para encender el ardor pasional del desgraciado joven.

Si la guerra vino de improviso a perturbar estos planes, tan distintos de la contienda entre Isabel y Carlos, luego los favoreció, como se verá más adelante. El 4 de Mayo avanzó el General Oraa desde Vinaroz contra Cabrera y el Serrador, que ocupaban la Cenia y Rosell. En una y otra parte les atacó con brío, desalojándoles después de reñido combate. La fuerza de Benifazá acudió en apoyo del Serrador, y tanto este como Cabrera hubieron de buscar refugio en la sierra de Bel. Dos días estuvieron tiroteándose en aquellas alturas las guerrillas de uno y otro bando, hasta que Oraa, falto de provisiones, hubo de retirarse a Vinaroz, y Cabrera y el Serrador volvieron a ocupar la Cenia y Rosell. Tal era la guerra del Maestrazgo, un tomar y dejar posiciones y un perseguirse y sorprenderse, sin ventaja de   —189→   los liberales, que no podían abandonar largo tiempo su base de operaciones; el juego sólo aprovechaba a los carlistas, que estaban en su casa, y, desalojados de la sala, se metían en la cocina; perseguidos en esta, se escabullían por el cañón de la chimenea, y desde el tejado seguían combatiendo.

El ejército cristino, como se ha dicho, tuvo que bajar a Vinaroz: comió y volvió a subir, custodiando un convoy de víveres para socorrer a Morella, algo apurada de bucólica en aquellos días. Queriendo cortarle el paso, apostó Cabrera su gente en Chert; pero el lobo cano anduvo más listo; conocida la jugada, dispuso sus tropas con arte y burló la astucia del leopardo. Trabose batalla, en que el lobo llevó la mejor parte, ganando sin dificultad el paso de Vallivana y entrando en Morella sin grave tropiezo. Repitiose a la vuelta la jugada, con mayor gasto de cartuchos y algunas bajas; pero el lobo pasó, rodeando las alturas de Catí, mientras su rival, desconcertado por este hábil movimiento, bajó a esperarle en el valle de San Mateo, donde la caballería cristina le hizo frente, obligándole a volverse a las alturas. Poco afortunado Cabrera en aquellos lances, dividió de nuevo su ejército, y dejando a Llangostera en el Maestrazgo, se corrió con el Serrador y el Fraile Esperanza hacia Murviedro, donde esperó inútilmente sorprender a Nogueras, y de allí le veremos volver pronto hacia el Norte con la celeridad del rayo, para sitiar a Gandesa.

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En el tiempo invertido en estas operaciones, que sólo por el cansancio que producían al enemigo eran al carlismo provechosas, pasó el buen Urdaneta días de ansiedad amarguísima, confinado primero en Chert, luego en la Jana, deplorando la ausencia de su amigo, de quien nada sabía; oyendo sin cesar el vivo tiroteo que por esta y la otra encañada, de este y el otro monte venía; ignorante de quién perdiera o ganara en aquellos combates, a su parecer fantásticos y aéreos, sostenidos en las alturas o en los desfiladeros por bandadas de aves, más que por hombres. Eran las guerras de fábula, entre animales de pluma o pelo, veloces, y que prontamente corrían de un punto a otro, sin dejar rastro. Recluido en la impedimenta de Llangostena, que escoltaban pocos infantes y caballos, sufrió el hombre tristezas, hambres y tratos groseros, hasta que puestas en marcha las acémilas, cuando ya toda la rambla de Cervera y pasos de Vallivana estaban libres de cristinos, tuvo la satisfacción de ver a Nelet, que al frente de un corto destacamento de soldados venía de San Mateo, y lo primero que hizo el joven guerrero fue correr a abrazarle cariñoso. Poco le faltó a D. Beltrán para echarse a llorar del gusto que aquel encuentro le daba, y antes que pudieran comunicarse sus afectos, hubo de notar Urdaneta que el rostro de su amigo, demacrado y macilento, revelaba enfermedad honda o turbaciones del ánimo. No quiso el comandante entretenerse en explicaciones,   —191→   dejándolas para cuando llegasen al poblacho donde habían de dormir. Sólo dijo que sintiéndose mal de salud, había pedido permiso a Cabrera para reponerse con algunos días de descanso, y para cumplir un voto a la Santísima Virgen de Vallivana. Como se condoliera el maestro de no poder acompañarle ni en el descanso ni en la piadosa peregrinación, díjole Nelet que pues en Catí encontraría a Cabañero, bien se podía esperar que el bravo aragonés, deudor de D. Beltrán por beneficios recibidos, le mostraría su gratitud en aquella ocasión sin faltar a sus deberes militares. Consolado con esta idea, recobró el noble señor su tranquilidad, ya que no su alegría, y charlando de los sucesos recientes, se encaminaron uno y otro a Catí, venciendo trabajosamente la subida asperísima que a tan enriscada posición conduce.

Lo primero de que se ocupó en el pueblo Santapau fue de ver a Cabañero, que con su legión zaragozana y oscense allí estaba desde el día anterior, y hablarle del desgraciado prócer a cuya generosidad debía el jefe aragonés los primeros zapatos que se puso en su vida. Así lo reconoció el tal, manifestándose muy sorprendido de que en pasos tan desdichados se viera el noble señor de Albalate y Olid. Corrió a verle, y, besándole afectuoso las manos, oyó de D. Beltrán las explicaciones que este quiso darle de los motivos por que había venido a ser cautivo de Cabrera, y de hallarse en rehenes, la más   —192→   aflictiva situación de un hombre ¡ay! en tiempos tan calamitosos. Compadecido Cabañero, y expresando su voluntad sincera de influir con el jefe para libertarle, le convidó a su mesa, harto pobre en verdad; pero aceptable en tales circunstancias. Tocado por Nelet el punto delicado de la escapadita a Vallivana para cumplir el voto que los dos habían hecho de visitar a la Santísima Virgen, accedió Cabañero a que el prisionero se ausentase del ejército por dos días no más, dejándole una garantía más valiosa que todos los rehenes o prendas vivas. «Mi palabra de honor, ¿no es eso? -dijo D. Beltrán alargando su mano flaca-. Pues la tienes». Respondió el aragonés con gallarda confianza que la palabra de tan insigne caballero le bastaba para tener bien cubierta su responsabilidad, y no se habló más del asunto.

Vierais, pues, a la mañanita siguiente a Manuel Santapau y al Sr. de Urdaneta salir de Catí, solos, a pie, cada cual amparado de un nudoso garrote: el uno inerme, el otro armado de pistolas y un cuchillo de monte. Llevaba de añadidura Nelet provisión de pan y otras cosillas de sustancia liadas en un pañuelo. En el descenso de la montaña, por senderos de ovejas que sorteaban la pendiente con ángulos y curvas dilatadas, pudiendo apreciar el grandioso panorama que a su vista se ofrecía; belleza incomparable de que también gozó D. Beltrán, pues si no apreciaba las menudencias y tonos medios del paisaje, percibía claramente las grandes   —193→   masas rocosas, que por su coronamiento romo y achatado, en aquella formación geológica, son llamadas muelas. Las vertientes cubiertas de verde espesura son en algunos puntos suaves; en otros caen rápidamente, querenciosas de la vertical: todas de imponente majestad y hermosura. En una de las revueltas vieron el alto de la Virgen de la Salud, cerca de San Mateo, coronado por el santuario eminente; en otra revuelta, hacia el Oeste, la Muela de Ares, cima chata en la sierra de la Higuera. Hacia el Norte distinguían el obscuro monte de Vallivana cubierto de verdor, y más allá asomaban el Castell de Cabres, la Moleta del Cid y los montes de la Cenia. Ningún ser humano encontraron en el camino. Llegado que hubieron a un ameno grupo de alisos entre peñas, se sentaron a descansar y a reponerse con un frugal almuerzo, y tumbados allí, en medio de la paz y quietud más deliciosas, Nelet empezó a desembuchar las noticias y peregrinos hechos que ansiaba someter al consejo de su amigo.




ArribaAbajo- XX -

Sin ociosos preámbulos refirió que había pasado noches horribles de insomnio y terror, pues al llegar a Calig, después de haberse batido en guerrillas un día entero con   —194→   las guerrillas de Oraa, le cogieron por su cuenta como media docena de espíritus, a quienes primero tuvo por ángeles, y luego hubo de reconocerlos por demonios efectivos, de la familia o casta de bellacos y maleantes, pues se le presentaron en un puesto de cantina, y convidándole a beber copas, invitáronle a dar un paseo. Vestían de paño colorado, como oficiales de un ejército extranjero; y cuando ya se hallaron solos con él en lugar apartado, trocáronse por ensalmo en clérigos, y le dijeron que le casarían al instante con la hermosa Marcela. Quiso huir Nelet; mas le cogieron, y de un vuelo rapidísimo fue llevado al castillo de San Mateo, entrando por la plataforma de la torre más alta.

«Nelet, si es sueño -dijo D. Beltrán bondadoso-, cuéntamelo como sueño, y con la importancia que a tales figuraciones de nuestro cerebro debemos dar.

-Lo cuento como me pasó y como lo sentí. Preste usted atención, y verá si es sueño o qué es. Pues, señor... El que parecía jefe de la infernal comparsa me cogió por el brazo y me dio un rápido paseo por el interior del castillo, arrastrados él y yo de un furioso ventarrón que por todos los huecos entraba y salía, llevando consigo alimañas mil volanderas y un polvo que cegaba. Y con las propias voces del aire y los chillidos de las alimañas, mi demonio me hablaba. De todo lo que me dijo, sólo saqué en limpio que el amor que Marcela tenía a las cosas divinas   —195→   se le había trocado, por arte maléfica, en afición a hombre, a mí, en una palabra; que en aquel momento hallábase en el santuario de Traiguera engañando a la Virgen para que la relevara de la obligación de sus votos. Debí de manifestar al maldito diablo mi afán de trasladarme a Traiguera... no estoy seguro de ello... sólo sé que llevándome a un gran sótano que hay bajo la sala de armas del castillo, me mostró un agujero al modo de escotillón, de donde arrancan escalones hacia lo profundo... Como polvo, como humo se desvaneció mi acompañante, dejando tras sí un olor muy malo, y yo, precipitándome por aquella abertura, me vi dentro de un angosto callejón labrado en la roca, y por él me lancé, en la seguridad de salir a Traiguera. Una luz tristísima, que yo no sabía de dónde demonios podía venir, me alumbraba en tan feo camino. Seguí, seguí toda la noche andando; toda la noche, señor, y al ser de día, o cuando a mí me parecía que alumbraba el sol en la región externa de la tierra, oí ruido de aguas que manaban de aquellas peñas y corrían por grietas y sumideros, haciendo unas como gárgaras muy imponentes... Halléme por fin en una caverna, cuyo techo parecía la bóveda de una catedral; en el fondo de ella varios hombres cavaban la tierra... Acerqueme, y les vi sacar del suelo un objeto largo y pesado de color de tierra. '¿Es eso una momia, amigos?', les pregunté. Y ellos respondieron: 'Mojama es de un muerto de metales, que agora sacamos y resucitamos   —196→   por orden de la sacra señora, para mayor grandeza de Dios e de su religión'. Sin parar mientes en lo que hacían, les pregunté por dónde saldría más pronto a Traiguera, y su respuesta fue señalarme uno de los conductos que desde allí partían, abiertos en la roca. Por él me metí, y a las seis horas de camino, por mi cuenta, salí a la luz, y me encontré, no en Traiguera, sino en el castillo de Cervera del Maestre.

-Para, querido Nelet, para -le dijo Don Beltrán-, y reconoce que todo eso es un desatinado sueño.

-Lo reconoceré si usted se empeña en ello. Pero hay algo aquí que no comprenderé si usted con su universal conocimiento de las cosas no me lo explica, y es que al salir a Cervera del Maestre, encontréme tan molido como si me hubieran dado carreras de baqueta; mis pies sangraban; en mi cuerpo no cabían ya más cardenales... Y otra duda: si ello fue sueño y me dormí en Calig, ¿cómo desperté en Cervera?

-¿Estás bien seguro de no haber ido a Cervera... por tu pie?

-Segurísimo. ¿Y cómo, sin creer en los poderes ocultos, se explica que al bajar yo del castillo al pueblo de Cervera me encontré a Malaena, que muy sentadita en una piedra me esperaba? ¿Cómo sabía ella que allí estaba yo, habiéndole advertido que fuera a buscarme a Calig?

-Pues será bruja, como dicen... Y en suma, ¿qué recado te traía la mensajera?

  —197→  

-Que había visto a Marcela en el castillo de San Jorge, más abajo de Traiguera, ocupada con dos viejos en apisonar la tierra de una sepultura recién abierta y cerrada. Apisonaban dando pataditas encima los tres, marcando el compás, como de baile, con una oración entre rezada y cantada. Luego que acabaron, Marcela dijo a mi embajadora que si yo quería verla pasase el jueves (por hoy) a Vallivana.

-Y por eso estamos aquí, y por eso vamos allá. Muy bien.

-La despaché en seguida con nuevo mensaje escrito, y hoy ha de traerme la contestación. Me espera en Salvasoria, que es aquella aldeíta que blanquea allá lejos, en el fondo de este valle, y que desde aquí parece un hato de ovejas sesteando entre los matorros verdes».

Siguieron; y como D. Beltrán intentara quitarle de la cabeza la pueril creencia de los caminos subterráneos, obra de la Edad feudal, dijo Nelet que a la tradición debía tal creencia y otras análogas, como la parte fundamental que toman en nuestra vida las potencias invisibles, ora sean ángeles, ora demonios. Replicó el anciano que la tradición era una vieja loca, que había sido poetisa; pero que ya con la edad chocheaba; y Santapau contó que su madre, natural de Ares del Maestre, el riñón del Maestrazgo, hablaba de las galerías secretas entre los castillos de la Orden de Montesa y los monasterios de frailes y monjas, como si las hubiera   —198→   visto y reconocido de punta a punta. Tomó la palabra Urdaneta para denegar tales absurdos, asegurando que si había pasadizos bajo tierra, eran cortos, y sólo servían para unir los castillos con algún reducto cercano, caminos naturales del arte antiguo de la fortificación. Respecto a la Orden de Montesa, de quien fue propiedad aquel territorio que veían, y otros mayores en grandísima extensión por todo el reino alto de Valencia, dijo que él era caballero de dicho Hábito; pero que ya tales caballerías eran una ficción de vanidad, porque todo lo substancial de ellas se lo había tragado el tiempo insaciable, que va devorando, devorando, y no siempre crea cosas nuevas con que sustituir a las pasadas. En la antigua ciudad de Olite, patria de su madre, y en la casa solar de Urdaneta, en las Cinco Villas, subsistían no pocos retratos de esclarecidos caballeros de San Jorge de Alfama, Orden que se refundió en la de Montesa. Esta trocó su cruz negra flordelisada por la roja y sencilla de San Jorge, que es la que aún dura. Uno de sus remotos abuelos, según constaba en pergaminos de la casa, D. Gilaberto de Monsoria, fue Gran Maestre de Montesa, y con esta dignidad murió en la villa de San Mateo, donde seguramente se conservaría su sepulcro. «Otro ascendiente mío por la línea materna, frey D. Pedro Luis de Garcerán de Borja, fue Comendador mayor, y poseía por tal dignidad las villas y pueblos de Cuevas de Vinromá, Albocácer, Tirig, Torre den Dumenje, y otras   —199→   más que no recuerdo ahora. Clavero fue el hermano del fundador de mi Señorío de Albalate; frey D. Guillén de Corbera, almirante... Pues si las mudanzas de los tiempos y las revoluciones no hubieran hecho escombros de todo aquel orden social, tu amigo D. Beltrán de Urdaneta sería hoy quizás Gran Maestre, y dueño, por tanto, de las villas y lugares de San Mateo, Traiguera, Chert, La Jana y algunos más. Figúrate... Nadie nos tosía en estos valles y montes; con mi gente armada y esta red de castillos y fortalezas, haríamos aquí lo que nos diera la gana: a ti te nombraría bailío para que me gobernaras todo mi territorio; elegiríamos prior a un clérigo sumiso que a nuestro gusto nos gobernara todo lo espiritual; a las monjas de nuestra jurisdicción las obligaríamos a proporcionarnos todos los milagros que fueran menester; haríamos excavaciones para sacar tesoros escondidos y... Pero despertemos a la realidad, y caigamos innoblemente en este lodazal de miseria, de esclavitud y vulgaridad. Veamos nuestros castillos en ruinas, poblados de lagartos y murciélagos; nuestro poder desvanecido como el humo; veámonos tan impotentes que sobre nadie tenemos autoridad, y a nosotros nos mandan cuatro canallas groseros y estúpidos. ¿Qué somos? Unos pobres peregrinos que van tras de una monja suelta, de quien esperamos, tú una limosna de amor, yo una limosna de pan... Ya ves... ¡qué triste despertar!... ¡Oh tiempos, oh fin de fines!...».

  —200→  

Callaron largo trecho: antes de llegar a Salvasoria, se les apareció Malaena saliendo de un matojo, y Nelet se detuvo un instante con ella para recibir razones de su embajada. D. Beltrán distinguía de la mensajera una figurilla delgada y ágil, brazos y manos ennegrecidos, con rostro muy semejante en color y arrugas a una pasa, con ojos ratoniles. No hablaba más que valenciano, dulce y lacónico, apoyando con sus flacas manos los dichos, cual si quisiera estamparlos en el aire. Pos hara -le dijo Nelet-, adelantat y espéranos en la font, al peu del mont. Allí pasarem la nit. Arreplega lleña y fes una bona fogata. Pren estas provisions, y si pots conseguir unes criailles, fetnos un bon guisado.

En breve desapareció delante de los peregrinos la diligente pájara, y ellos siguieron taciturnos: Nelet mirando al suelo, recitando entre dientes algo que no se sabía si era oración o algún conjuro contra diablos entrometidos y enredadores; D. Beltrán mirando al monte, recreándose en aquella plácida soledad de sagrado bosque propicio a los misterios. Sentíase el noble viejo a mil leguas de la sociedad y de sus afanes; diríase que ni la guerra, ni la política, ni ninguna lucha de humanos, habían de extender hasta allí su tumulto y vocerío. Por no ver seres vivos, ni aun cabras veían. Era la soledad de los lugares no estrenados aún por la historia y la leyenda... La imaginación del primer habitante los poblaba de seres invisibles, escondidos en el silencio.

  —201→  

Oyendo suspirar a Nelet, su maestro le dijo: «Muy caviloso te veo. ¿Eso que entre dientes hablas, es rezo o un ensayo de lo que quieres decir a tu amada en la entrevista de esta tarde?

-No la veré esta tarde, sino mañana al amanecer, que así acaba de anunciármelo Malaena; y en cuanto a lo que mascullo, sepa usted que es la contestación que debo dar a unos versos que hace días me envió Marcela... Mi plan es glosarlos estrofa por estrofa, devolviéndole el discurso y dándole un giro peregrino, que al propio tiempo que exprese mis afectos, sea muestra gallarda de un buen razonar... Compongo de memoria algunas de mis estrofas para que usted me las corrija, y en eso vengo trabajando con los sesos bien afinados y calientes.

-Ante todo, léeme o recita los versos de esa prodigiosa mujer, pues sin conocer la proposición poética, mal podré yo juzgar si en la conclusión rivaliza tu ingenio con el suyo.




ArribaAbajo- XXI -

-Recitaré a usted las primeras estrofas de ellas, que estampadas con letras de fuego, como todas las demás, llevo en mi memoria. Dicen así:

  —202→  
   Es Dios la original circunferencia
De todas las esféricas figuras,
Pues cercos, orbes, círculos y alturas
En el centro se incluyen de su esencia.
   De este infinito centro de la ciencia
Salen inmensas líneas de criaturas,
Centellas vivas de las luces puras
De aquella inaccesible omnipotencia.

-Enrevesadillo es... pero no está mal. Yo que tú, me limitaría a contestarle en prosa llana que la quieres, que ahorque el sayo de peregrina, y se deje de ensueños y se case contigo, para que deis a Dios y a la sociedad, ella robusta, tú también, una inmensa línea de criaturas... Pero sin perjuicio de este consejo, veamos cómo se compone tu cacumen para devolver esas estrofas.

-Pues verá usted... yo le digo:


   ¡Oh, Marcela! Si es Dios circunferencia
De la divina esencia,
Explana de los orbes el abismo
En líneas, cercos, círculos y...

Al llegar aquí, la ley del maldito consonante me obliga a buscar el modo de meter la palabra profundas, para poder rematar con el concepto:


   Tú que de amor y gloria te circundas,
Eres del centro de Dios mismo».

Apretándose los ijares, rompió D. Beltrán   —203→   en una tan fuerte risa, que el bueno de Nelet, desconcertado, cortó la vena poética. «¿Qué, señor? -le dijo-: ¿es que no están bien hilvanados, o que no hay bastante sutileza y delgadez de razonamiento?

-Por San Jorge de Alfama y por el nombre que llevo -replicó D. Beltrán llorando de risa-, te juro que desde que hay poesía no se han compuesto versos peores... Hijo mío, vuelve en ti; acógete a la opinión leal y a la experiencia del viejo Urdaneta, y abandona un camino por donde vas, no a la conquista, sino a la total perdición de la plaza que quieres sitiar. Ven acá, y en un abrazo de amigo te comunicaré las ideas que deben curarte de esa enfermedad que padeces. Los demonios y los versitos son dos síntomas de un mismo mal: el mal de tontería, Nelet...

-Por Dios, que voy creyendo que tiene razón -dijo el discípulo dejándose abrazar.

-¡Que si tengo razón!... Como que a no cambiar de sistema, Marcela se reirá de ti y acabarás por volverte loco. De un mal semejante al tuyo padece ella, y no has de curárselo sino con la aplicación de la medicina que produzca humor contrario a esas simplezas. Vuelve en ti; levántate de ese terreno, verdadero corral de pavos, en que te has caído. Ten presente que Marcela no ha de quererte por pavo, sino por hombre. No seas con ella poeta huero, sé gallardo, fuerte, enamorado, siempre varonil; antes   —204→   que ñoño y quejumbroso, sé atrevido y jovial. No hagas caso de duendes, que son muy mala compañía, ni te calientes los cascos componiendo endechas, que, aun siendo superiores, no agradarían a tu señora tanto como un buen poema de amor, sentido y expresado en los hechos, no en las palabras.

-¡Es verdad, sí, sí! ¡Viva D. Beltrán! -exclamó Nelet entusiasmado, abrazándole más fuerte-. Lo veo claro... Hay que ser hombre, galán, fuerte, apasionado, dispuesto para todo...

-Sí: que vea y entienda la grandeza y el ardor de tu pasión; que en ti admire el tipo del caballero amante, de corazón fogoso y voluntad firme; que te tema un poco, pues es bueno una chispita de miedo para encender amor; vea también que a todos infundes respeto; que eres bravo, verdadero gallo en guerras y amores. Esta es mi opinión. Si no haces esto, no cuentes conmigo... Que te aconsejen los demonios y te amparen los versitos.

-No; no hay consejero como usted, ni quien sepa más de cosas de mundo y mujeres. A mi D. Beltrán me atengo... Fuera demonios, fuera ensueños, fuera poesía, que no es tal poesía, sino lo que usted dice... cosa de pavos... Fuera los quejiditos y el no comer, y el miedo ridículo... El cuento es que cuando yo enamoraba a tantas sin quererlas, sabía cumplir de palabra y obra; y a lo bruto... porque yo era un bruto... me desenvolvía muy bien... Pero con esta no soy lo   —205→   que fuí, ni acierto a enamorarla... Y es que me tiene prendada toda el alma, y el seso completamente sorbido... y todo mi ser como derretido en ella y transformado...

-Acógete a mi doctrina, hijo, y adelante. Ganarás, ganaremos la partida, porque algo me ha de tocar a mí como maestro: la satisfacción de ver coronados tus deseos, de verle feliz, contento, padre de familia... ¡Y que no se alegrará poco este viejo de ver en ti y en Marcela florecer nueva rama de la honradísima familia de Luco! Así se redondeará todo, y evitaremos que el caudal de mi amigo vaya a parar a manos muertas... Con él constituiremos una gran familia tronco de numerosa prole; y en esa familia prosperará la agricultura, la industria, y resplandecerá la moral, la... Ya ves, ya ves cómo discurro y voy atando cabos. Hay que estar en todo, hijo mío.

-Venga otro abrazo -dijo Nelet con efusión, sintiendo que al mágico influjo de aquella palabra persuasiva, el alma se le vigorizaba, y se le inundaba el entendimiento de vivísima luz-; ya lo veo, ya lo veo. ¡Vaya un talento macho!... Adelante: soy hombre; no creo en duendes; quédense los versitos para barberos y estudiantes... Apresurémonos ya, que aún estamos distantes del sitio en que hemos de pasar la noche».

Grandemente excitado, D. Beltrán fue charlando todo el camino, y el otro escuchaba gozoso las explanaciones que hizo de su pensamiento, y los ejemplos admirables que   —206→   refirió en corroboración de sus teorías. Con esto se les pasó la tarde, y ya anochecía cuando llegaron al borde de la barranquera que les separaba del monte de Vallivana. Para dar descanso al viejo pararon allí, recreándose los dos en el paisaje que a sus ojos se ofrecía: soledad en lo hondo, quietud en las alturas, la majestad de la Naturaleza campando en su silencio augusto. Con precaución descendieron hacia el río profundo, que fácilmente se vadeaba, y paso a paso emprendieron la subida de la vertiente opuesta, guiados por Malaena; que sin este auxilio no habrían podido encontrar el escalonado sendero entre la peña cubierta de vegetación. Llegaron por fin a la meseta, donde había una fuente de agua cristalina dentro de un nicho de variadas florecillas. En una gruta cercana descansaron. La noche se les pasó en coloquios muy entretenidos y en ratos de tranquilo sueño, después de una cena frugal. Al amanecer, previo lavatorio de cara y manos en la fuente, emprendieron la marcha hacia el santuario. Según los informes de la vieja, allí encontrarían a Marcela, que había llegado la noche anterior traspasando la sierra de Bel.

En efecto, serían las siete cuando, vencida ya gran parte del fragoso camino, vieron descender por entre matojos la figura mística de la monja Luco, seguida de los viejos. Estos se quedaron atrás, y avanzó sola entre el verdor de los jarales con lento paso de procesión: traía en la mano una rama   —207→   de espino florecido. Cuando estuvo casi al habla saludó a sus amigos con grave sonrisa y un movimiento de la mano en que tenía el ramo, y se sentó en una peña. No lejos de ella, otra peña baja y extensa parecía puesta allí para que se sentaran los caballeros. Esmerádose había la Naturaleza en la hechura de aquel estrado, para pláticas de novios o para honestas reuniones. Se miraron los tres un instante. Rompió el silencio Marcela con palabras de relleno: «¿Verdad, Sr. D. Beltrán, que es agria la subidita? Siéntese aquí, a este lado mío. Tú, Nelet, enfrente.

-La más penosa cuesta -dijo el anciano con refinada galantería-, se vuelve ligera y fácil cuando al término de ella estás tú.

-Es lisonja, Señor... No le quiero tan lisonjero.

-Es la verdad -afirmó Nelet, que ya se enojaba de permanecer mudo-. Por ti, Marcela, subo yo a este monte y a otros más altos; y cuanto más te subas tú, más gozo yo elevándome hasta donde estés: que es obligación de lo humano remontarse a lo divino.

-¡Jesús mío! -exclamó la monja risueña, santiguándose-. ¡Cuán desatinados vienen hoy los dos!

-Alto ahí -dijo D. Beltrán, tomando pie de las últimas palabras de Nelet-: si divina es Marcela, y como a tal la adoramos, no ocultemos que ahora la quisiéramos humana, sin menoscabo de su divinidad, pues a   —208→   mi entender, lo divino y lo humano deben compenetrarse, constituyendo el mejor estado dentro de la Naturaleza...

-Alto ahí, digo yo ahora, y a fe de Marcela sostengo que no soy divina, aunque a la divinidad aspira mi pobre humanidad baja, y la compenetración de lo humano y lo divino ha de ser por el modo que la propia divinidad señala cuando quiere hacer suyo lo humano».

Si Marcela gozaba en este torneo conceptuoso, Nelet sufría de verse en tales laberintos, donde se perdía su intellectus. Así, con gallardo arranque llevó la cuestión al terreno de la sinceridad y llaneza: «No sé si es humano o es divino el sentimiento que aquí me trae, Marcela, sentimiento por el cual iría yo tras de ti hasta el fin del mundo. Lo que te he dicho en mis cartas, ahora lo repito con el apoyo de mi buen amigo: y es que te quiero. Dios encendió en mí una llama que me devora y consume. Si me niegas el amor que te pido, creeré que este fuego es un pedazo del infierno metido en mí.

-¡Oh! eso no -dijo Marcela prontamente-, que el amor viene siempre de Dios. Fuego del Cielo es lo que te quema el alma, Nelet; mas no has de pretender que yo rompa mis votos para darte la tranquilidad. El amor, nacido en el alma, puede en ella tener su remedio, pues como divino, con divinos medios se modera y aplaca.

-Eso no -dijo el anciano-: con perdón de la ciencia, el amor como sentimiento de   —209→   pura humanidad, sólo en la esfera humana encuentra su remedio.

-Perdóneme el Sr. D. Beltrán; déjeme concluir. Ha dicho Séneca que el afecto de amor no se rige por la razón. Es sabido que el demasiado amor es muy peligroso y acarrea desastres y muertes. Y así, yo repito ahora el dicho de Chilon Lacedemonio: «No amarás ni desearás nada demasiadamente». Y de que el amor no se rige por la razón, tenemos en la antigüedad ejemplos mil. Pigmalión y Alcidas Rodio amaron estatuas; Pasifae Reina amó a un toro; Semíramis a un caballo; Jerjes Rey a un árbol plátano; Hortensio Orador amó a una murena pescado; Cipariso a una cierva, y muerta la cierva, murió él también de pesar...

-Pero yo no amo a una estatua, ni a un pez, ni a un árbol -dijo Nelet con viveza-, sino a una mujer, a un ser vivo y hermoso, en quien Dios puso todas las perfecciones...

-Déjame acabar mi argumento.

-Dejarla... sí, dejarla -indicó D. Beltrán, que notaba en Marcela un gran gusto de hablar de amor, y el empeño de disimularlo con frialdades eruditas.

-Hemos sentado que el amor no se rige por la razón -prosiguió la santa-. Y ahora, tratando de penetrar en la esencia de ese sentimiento, digo que lo que mueve el amor del hombre es toda perfección de Naturaleza...

-Muy bien.

-Admirable.

  —210→  

-No lo digo yo: lo dice Aristóteles. Las cosas que incitan y mueven el amor en el hombre son: sapiencia, hermosura, eutrapelia, que es como decir buena conversación... Pues apartando el alma de estas perfecciones de Naturaleza, a que llamo perfecciones imperfectas, y embebiéndola en la única perfección perfecta, que es Dios, el amor humano se extingue, y el alma se ve purificada, gozosa y satisfecha en el verdadero amor.

-Todo eso es muy sabio -dijo Nelet en pie, impaciente, decidido a llevar las cosas por lo humano, pues tanta divinidad y sutileza de palabra le enfadaban-; pero a mí no me traigas ese cuento de que el amor de Dios quita el amor de mujer... No: a Dios se le quiere como Dios y a la mujer como mujer. Hombre soy, mujer tú. ¿Por qué no hemos de amarnos y ser felices? ¿Para qué nos ha criado Dios? ¿Para que nos aborrezcamos uno a otro y le queramos a Él? No, Marcela... Eso es un disparate, aunque lo digan Séneca, Aristóteles o San Simplicio. En cuestión de amor sé yo tanto como esos y más, más... Si quieres darme una razón para no amarme, deja a Dios y a los santos en el Cielo, y háblame como se habla entre criatura y criatura. Dime que no te agrado, que no soy de tu gusto, y ante este argumento, que no es sabio ni está en latín, no tendré más remedio que callarme y devorar mi amargura y morirme de pena. Sí, Marcela, porque tu desprecio es mi sentencia de muerte...

-Bien, muy bien, Nelet -gritó D. Beltrán   —211→   radiante de satisfacción-. Así habla un hombre, y así te quiero, hijo mío.

-Hemos venido a pedirte una contestación a lo que de palabra y por escrito te he dicho. Yo estoy loco por ti. Desde antes de conocerle te amaba, y antes de verte te veía, y tan llena de ti tengo mi alma, que no hay en ella intención ni pensamiento que no sean tuyos... de lo que se sigue que has de escoger entre quererme y que yo acabe mi vida. Esto es quererte a ti y querer también a Dios. Pero no me pidas, ¡ay! que quiera a Dios sólo sin dejar nada para lo humano, porque eso es imposible».

Marcela mordía un palito de la rama del espino, sin fijar los ojos en ninguno de los caballeros, perdida su mirada en vagos espacios. D. Beltrán se aproximó a ella para observar su rostro, en el cual creía notar cierta turbación o pugna de sentimientos, y aprovechando estado tan ventajoso, hizo seña a Nelet de que callase, dejándola un rato en aquel solemne careo consigo misma.




ArribaAbajo- XXII -

«No me negarás -dijo D. Beltrán, poniendo suavemente su mano en la rodilla de la santa-, que el hombre en cuyo corazón has encendido fuego de amor tan grande, es merecedor de tu cariño. Caballero leal en todas sus acciones, será para ti el mejor compañero   —212→   que Dios podría depararte. ¿Lo niegas?...

-No señor -replicó Marcela mirando al suelo-; no puedo negar lo que es verdad: reconozco sus buenas partes, y por su rendimiento y constancia me veo precisada a tenerle estimación; la estimación que permiten mis estrechos votos...

-Por algo se empieza, hija mía. Y ahora te digo que a Dios no podría ofenderle que trocaras la vida religiosa por la que llamamos mundana. Dios hizo el mundo, hizo la humanidad para que en él viviese y de él gozara, y creó el amor para que la humanidad se prolongase hasta lo infinito, de padres a hijos...

-Y no sé yo -dijo Nelet con bárbara lógica-, que hiciera Dios conventos, ni mandase a hombres y mujeres que se apartaran de la existencia material... porque la existencia material es el fundamento de toda vida y hasta del amor de Dios; porque para amar a Dios tenemos que vivir, y para vivir tenemos que nacer, y para nacer...

-Aunque me ven ustedes silenciosa -indicó la penitente dando un suspiro-, no crean que me faltan razones para contestar a lo que uno y otro me dicen.

-¡Oh! Ya sabemos que silogismos y citas sagradas y profanas, no han de faltarte... Pero ahora nos harás el favor de guardar a todos los sabios en el archivo de tu memoria, y no consultar más texto que el de tu corazón. ¿Qué te dice este? ¿Que desprecies a Nelet?

  —213→  

-No me dice que le desprecie -replicó la monja sin mirar al interesado-; pero me persuade a no cambiar la vida de penitencia por otra vida.

-Pues yo he leído en no sé qué autor -dijo Nelet altanero-, que la primera penitencia es el matrimonio, y la mayor gloria humana criar una familia. Y si te decides a permanecer en el siglo, donde me encontrarás amante, esclavo fiel, no te pesará, Marcela, y verás cómo Dios te quiere más y te bendice... pues la vida que llevas no es vida de persona racional, ni Dios nuestro Criador puede querer eso.

-No creáis -repitió Marcela, inquieta y como azorada, sin mirarles, mascando el palito-, que porque callo me faltan razones... Mas no quisiera que las razones que se me ocurren las tomara Nelet a desprecio... No, no: desprecio no es... Y... no sé cómo decirlo... Es que aunque yo me propusiera arrancar de mí el amor de la vida religiosa y el gusto grandísimo de cumplir mis votos, no podría, no podría... Es más fuerte que yo mi devoción... Pero el afianzarme en ella no significa desprecio... no... Considero lo que Nelet merece... y yo pediría al Señor que le concediese, en criatura mejor que yo, la satisfacción de su fina voluntad... Que las hay mejores, sí, mejores que yo, de superior mérito físico y moral, así por la presencia como por las virtudes...

-No, no hay quien te supere -exclamó Nelet levantándose con furor de abrazarla-,   —214→   ni siquiera quien te iguale. Marcela, en dos letras pronunciadas por tu boca está la ventura y la salvación de un hombre. Pronúncialas. Fácil, como el respirar, es decir ... Elno es sentencia de muerte, y tus labios divinos no me condenarán».

Levantose Marcela, y poniendo en su rostro y en su acento una severidad que el menos lince habría tenido por afectada, dijo a los caballeros: «Con su venia subiremos a la iglesia, que yo tengo que rezar, y ustedes también, pues han venido a cumplir una promesa».

Sin esperar respuesta, echó a andar hacia arriba con grave paso, echándose al hombro la rama de espino que decoraba graciosamente su gallardo busto. Quiso Nelet avanzar tras ella para proseguir el coloquio interrumpido; pero D. Beltrán le detuvo vigorosamente por un brazo, y aguardando a que la santa se alejara, le dijo: «Tonto, ¿no has comprendido? Es nuestra, es tuya.

-Me ha parecido que su espíritu no es insensible al amor de hombre.

-Calla, hijo... Desde que comenzó a soltar filosofías y citas de autores, observé que viene transformada. ¿Qué eran aquellas sutilezas más que un coqueteo de arte mayor? Es mujer, es mujer; hemos triunfado.

-¡Mujer! -repitió Nelet como en éxtasis.

-Pero ¿no ves esos andares?... ¿No ves cómo se recoge la saya para andar cuesta arriba? ¿Y esa manera de llevar la rama florecida?...   —215→   No es mala sofoquina la que le hemos dado con nuestro razonar irrebatible. Mírala, hombre, y dime si eso no es una mujer disfrazada de santa... El cuento es que está guapa de veras... La he visto muy de cerca; me he fijado bien. Los dientes son ideales; no extraño que hayas soñado con ellos. ¡Y qué perfil el de su cara! ¿Pues y los ojos?... Nelet, dame un abrazo... Estás de enhorabuena... Yo no la distingo ya más que como un bulto. ¿Va muy lejos? ¿No mira para atrás?

-Todavía no ha mirado.

-Ya, ya la veo. Allá va. Pues bien, Nelet, yo te apuesto lo que quieras a que antes de llegar a aquel peñasco negro... ¿No hay allí un peñasco?

-Es una encina.

-Pues te apuesto a que antes de llegar a la encina, se para y nos mira... a ver si la seguimos. No, no te muevas».

Resultó, en efecto, lo que el ladino viejo decía. Parose la penitente, y agitó la rama como diciendo con ella: «¿Pero qué hacen que no suben?».

Como el tardo paso de D. Beltrán no permitía la ascensión rápida, Marcela se adelantó largo trecho. De rato en rato miraba, y Nelet le hacía señas de que se detuviese; mas no hacía caso, y cuando los caballeros llegaron al santuario, ya la monja y sus viejos rezaban ante el altar con gran recogimiento. Arrodilláronse no lejos de la puerta, a distancia de Marcela, para poder   —216→   hablar a su gusto. «Trastornadita y blanda la tienes ya -decía Urdaneta-. Y no debes atribuir esta mudanza a la constancia de tus manifestaciones amorosas. Obra es del contacto continuo con la Naturaleza, de la vida al aire libre, de la libertad, el campo, las montañas, los bosques sombríos y las fuentes cristalinas. Ya conocían el paño los que establecieron para penitencia de hombres y mujeres los recintos cerrados. La sociedad es gran conductora de amor; lo es también la Naturaleza... Por más que aún se defiende con sus sabidurías acartonadas, se ve que está vencida, tocada del mal de amor. En los andares lo conozco, en el metal de voz. A mí no me engaña queriendo hacer papeles de teóloga. Para rendir por completo su voluntad, y que nos largue un tan grande como esta iglesia, hemos de proceder con tino. Mucho cuidado, Nelet, con lo que ahora le digas...».

Nelet rezaba; el prócer hizo lo mismo, pidiendo a la Virgen que le mejorara la vista y que le sacara del cautiverio que tan injustamente sufría. Examinaron luego la iglesia, conducidos por la santera, pues allí no había sacristán ni hombre alguno; vieron también el camarín y la imagen, y se salieron al atrio a pasearse y fumar un cigarrillo... Marcela, terminados los rezos, apareció al fin, tras larga espera, y tomando de la mano a D. Beltrán, guió a los dos caballeros a un lugar abrigado junto a la hospedería, al pie de copudos robles. Sentados los tres   —217→   sobre la hierba, continuaron su coloquio, siendo ella la que rompió con estas palabras: «He pedido a Dios y a la Virgen con todo fervor que me iluminen. No siento aún desgana de mis votos benditos, ni sombra de afición a otra vida. También he pedido al Señor que derrame alguna frialdad sobre ese fogoso afecto de Nelet, y espero que...

-Esto no lo enfría Dios -dijo el enamorado-. Lo que hace es avivar la lumbre, y cuanto más te miro, más me enciendo, Marcela. Yo he pedido a Dios que de este fuego que a mí me sobra te dé a ti algunas ascuas, infundiéndote el gusto de familia, de vida doméstica...

-Sí, hija mía: si te incitara Nelet a cosas impuras y pecaminosas, tus escrúpulos serían muy justificados; pero te propone, y yo con él, la unión bendita y santa ante el altar. ¿Qué sacas de esta vida errante? ¿A quién haces feliz con tus penitencias? ¿No es más cristiano y caritativo que libres de la muerte a un hombre honrado, y trueques sus martirios en dulzura, su infierno en cielo?

-¡Vive Dios -exclamó Nelet con insana vehemencia-, que lo ha expresado D. Beltrán como el mismo Evangelio! Quisiera yo ver a Dios, como os estoy viendo a vosotros, para preguntarle delante de ti: «Dios, ¿no es verdad que tengo razón y ella no la tiene?».

-Cálmate, Manuel -dijo D. Beltrán, alarmado de tanto ardor-. Yo veo en el mirar dulce de este ángel, que nuestras razones han ganado su entendimiento, que Dios pone   —218→   el dedo en su voluntad y le dice: «Hija bendita, levántate y sigue a tu esposo».

Pausa. Nelet, pálido como un difunto, miraba al suelo, y con su temblorosa mano se agarraba los mechones menos cortos de su cabello. Marcela tenía el rostro encendido, la respiración anhelante. Dejando caer a un lado su cabeza en actitud de Dolorosa, arqueando las cejas y bajando los párpados, pronunció estas palabras, sin autorizarlas con sentencias de santos ni de filósofos: «Uno y otro, despiadados, me ponen en grande suplicio. Yo quiero ver a mi lado el bien y veo el mal; por causa mía inocente, enferma Nelet de la peor dolencia, de aquella para que no hay consuelo ni medicina, como no sea ella misma y las punzadas de su propio dolor; esto veo y no puedo remediarlo, que si en mi mano estuviera, pronto lo haría. Así, les ruego que no me atormenten más y me dejen partir.

-¡Partir! -exclamó Nelet suspenso, echando de sus ojos un siniestro rayo-. ¡Partir y dejarme en esta ansiedad! ¿Partir tú y no conmigo? ¿Es que no quieres verme más? Marcela, por Dios, no me lo digas; no quieras verme trocado de hombre en fiera... no ofendas a Dios convirtiendo en monstruo a una de sus criaturas... Si por otra causa o razón no te decides a quererme, hazlo por la santa obra de salvar un alma... ¿No te convenzo al fin?

-Si con que yo te vea y te hable, tu alma se sostiene en Dios -dijo la santa, bondadosa-,   —219→   te veré siempre que gustes y haya buena ocasión de ello. Al decir que me dejarais partir, no quería, no, alejarme de ti para siempre... decía que es hora de que por hoy nos separemos. Y en esta ausencia, ofrezco yo a Nelet con toda lealtad que seguiré pensando en el grave caso, y pidiendo a Dios fervorosamente que me ilumine para resolverlo.

-Yo te aseguro -declaró Santapau con acento en que se revelaba el propósito de una resuelta acción-, que si al decir que partías lo hubieras hecho en son de despedida para siempre, antes de que te fueras me habrías visto arrojarme por aquel despeñadero que da al barranco de Vallivana.

-Hijo mío, Marcela te promete volver, y volverá -indicó Urdaneta conciliando voluntades con frase cariñosa-. Yo quedo de fiador. Tendremos otra entrevista dentro de pocos días, en el sitio que designaremos...

-Y no sólo he de consultar con Dios -agregó la beata-, sino con mi hermano Francisco; que es bien le dé cuenta de esta terrible novedad... De aquí me iré en busca de un confesor, a quien manifestaré las turbaciones hondísimas que han levantado en mí las palabras tentadoras de uno y otro; luego iré en busca de mi hermano, y hecho todo esto, les avisaré por Malaena para que nos reunamos.

-Y me des respuesta de vida o muerte -dijo el galán-. Está bien. Si me matas, mátame de un solo golpe. Si he de vivir, sépalo   —220→   también pronto, para no vivir muriendo...».

Levantose Marcela, diciendo con gracia mujeril, que D. Beltrán apreció como síntoma felicísimo: «Me dan permiso para retirarme?

-¿Tan pronto? -murmuró Nelet.

-Me equivoqué, señores míos -añadió ella con nueva emisión de gracia, acompañada de sonrisa un tanto picaresca-. No debí pedirles permiso para retirarme, sino para suplicarles que se retiren... Perdónenme. Y para que nadie se ofenda, ustedes y yo nos retiraremos al mismo tiempo, por distintos lados... Yo me voy monte arriba, a salir a Bel.

-Y nosotros barranco abajo a salir a donde Dios quiera -replicó D. Beltrán-. ¿Ves?... Nelet no se conforma con que nos prives tan pronto de tu divina presencia... Pero yo le persuadiré a la resignación; descuida. Tiene en mí un aliviador de sus males de ánimo, y un atemperante de sus nervios.

-Me conformo, sí -dijo Nelet con noble ademán-. Propuesta por ti la separación con ese modo gracioso y... de mujer, la acepto... Más te quiero mujer que santa, y entre santa de todos y mujer mía, prefiero esto... porque la santidad no llega tan adentro del alma como el querer entre criaturas...

-Yo celebro verte en esa conformidad -afirmó ella, dando los primeros pasos hacia el sendero que había de seguir-. De las diferencias entre santicio y mujericio, mucho podría decirte; mas ahora no puede ser.

  —221→  

-¿Tardarás mucho en decírmelas?

-Dios es quien ha de fijar el cuándo. Él solo es el marcador de las ocasiones.

-Bueno: también me conformo. Esta mansedumbre que en mí ves no tiene otra causa que el haberte visto benigna... Has sonreído, Marcela, y sólo con eso me desconozco, me siento mejor de lo que fuí.

-Ahora... como si lo viera... -dijo la penitente, sonriendo con más gracia y viveza que antes-, irán ustedes caminando despacito, y parándose a cada instante para mirar hacia atrás.

-¿Y tú no harás lo mismo? -observó Nelet más vivo que la pólvora.

-Si alguna vez vuelvo la cara -replicó ella conteniendo la risa-, será por observar la tontería de los hombres, y porque no crean que es desprecio el no mirar alguna vez... Vaya, en marcha. Nelet, D. Beltrán, el Señor les acompañe».

Se separaron lentamente, y como a diez pasos gritó D. Beltrán: «Conste que no soy yo el que mira, sino este truhán, vicioso del mirar.

-Adiós», repitió la divina mujer.

A bastante distancia, hablaban así los dos caballeros: «¿Qué?... ¿Se detiene a mirarnos?

-Ahora... ¡Y que no haya tenido yo valor para darle un abrazo!

-Calma, hijo. Tiempo tienes. Y ahora, ¿vuelve la cara?

-Va despacito... alza los ojos al cielo. Ya no la veo. Pasa detrás de un grupo de árboles...   —222→   ¡Qué figura, qué aparición celestial!... Yo estoy loco.

-Calma... Repito que tiempo tienes. A punto de completa madurez la verás pronto.

-Ahora reaparece otra vez.

-¿Y mira?

-Sí señor... Se ha puesto en la boca una ramita de hinojo. ¡Ay, qué delicia de hinojo!...

-Tiempo tienes... Anda, anda...

-No, no es de este mundo esa mujer.

-De este mundo o del otro... tuya es».




ArribaAbajo- XXIII -

Muy consolado el uno en sus fatigas amorosas, satisfecho el otro del buen giro que a su parecer tomaba el asunto en que como consejero intervenía, llegaron los dos caballeros a Catí. De lo que hablaron por el camino no se hace mención. Baste decir que a los recelos que manifestaba Nelet, como amante que con menos que la definitiva victoria no se satisface, oponía Urdaneta las seguridades optimistas, fundado en su conocimiento y larga práctica de negocios mujeriles. Para el anciano prócer era como tenerlo en la mano. De allí a las bendiciones matrimoniales poco trecho había que recorrer.

  —223→  

Hallaron en Catí la novedad de que Cabañero había salido con dos batallones, por orden del General, y en su lugar quedaba Llangostera, pronto también a partir con fuerza considerable hacia la frontera de Cataluña. A la mañana del siguiente día, pasó por allí Cabrera con su ejército en veloz marcha. Venía de cerca de Murviedro, donde se había batido con las tropas de Oraa, y a Gandesa se dirigía llevando algunos cañoneros para poner formal sitio a esta plaza. Grande fue la desazón del pobre Urdaneta cuando le despertó Santapau para decirle: «Mi querido viejo, la fatalidad, y en su nombre D. Ramón Cabrera, ha decretado que nos separemos. Desde Salvasoria mandó aviso de que se incorporen sin dilación a su ejército el 3.º de Tortosa y tres compañías del 1.º de Valencia. Parece que vamos a sitiar a mi pueblo... No puedo, ni con pretexto de enfermedad ni con otra artimaña, librarme de la maldita obediencia al superior... Pero ya me canso, ya me canso de la esclavitud, y a la primera oportunidad pediré la absoluta. Imposible repicar y andar en la procesión que usted sabe. Amor y ordenanza no casan bien... Y no más, amigo mío. Le dejo bien recomendado a Llangostera, que se ha de situar en Rossell, para cortar el paso del Pla a las tropas que vayan en auxilio de Gandesa... Con que adiós... No siento más sino que venga Malaena y no me encuentre. Pero ya le advertí que en este caso se vea con usted... Con decirle dónde estoy, basta. Es   —224→   buen sabueso; dará conmigo... No puedo detenerme ni un segundo más. Adiós».

Muy triste se quedó el pobre caballero, señor de tantas torres; y su único consuelo fue que a poco de despedirse de Santapau le deparó Dios una antigua amistad, el capellán mosén Putxet, que dos días antes había llegado con destino al 1.º de Tortosa, de la división de Llangostera. Aunque no podía sustituir el clérigo la franca y ya entrañable amistad de Nelet, al menos le entretenía con su charla, y le prodigó no pocas atenciones, entre ellas el agenciarle una buena mula para el paso desde Catí a Rossell, que Llangostera, con seis batallones, efectuó en la noche del 15 de Mayo y parte de la mañana del 16. Llegó D. Beltrán molido y displicente por el duro trotar de la condenada bestia, y lo primero que solicitó de la bondad de su amigo fue que le metieran en cualquier mechinal, para poder estirar su esqueleto y darse algún descanso. En un aposento de la sacristía de la iglesia mayor le colocó Putxet, con gran satisfacción del noble, que no esperaba tan buen hospedaje. Lo que deseaba era que le dejasen allí, previo juramento solemne de no quebrantar su esclavitud y estar siempre a disposición de la autoridad carlista que le reclamase. Pero ¡ay! que si el cielo le concedió la quietud material que por el momento deseaba, no fue benigno con él en aquellos tristes días. El 18 muy temprano, cuando las claridades del alba despuntaban por Oriente, despertó   —225→   el caballero con sobresalto, sin que nadie le llamase, por efecto de un súbdito golpetazo de su corazón.

«¿Quién está ahí? -dijo sin moverse, viendo avanzar hacia su lecho un bulto negro.

-Soy yo, querido D. Beltrán -respondió al poco rato Putxet, pues no era otro acercándose más-. No venía a despertarle, sino a ver si dormía... Pero es temprano... Duerma una hora más... aunque sean dos horas... todo lo que quiera.

-¿Qué sucede? ¿Tenemos que partir?

-No, no... Por ahora no... Es que... Sentiría mucho que usted se alterase... Calma, ilustre señor. Me voy, para que duerma otro poquito.

-Ya no podré dormir, caramba, pues esta entrada de usted a hora tan intempestiva, la turbación que noto en su acento, son para despabilar al sueño mismo. Me dice el corazón que tiene usted algo que... comunicarme.

-No es tiempo aún... ¿Quiere usted que se le haga café?...

-¡Demonio! Tan pronto me dice que duerma como me ofrece café. Ea, Sr. Putxet, ¿qué le trae acá? No valen melindres conmigo.

-Pues sí -dijo el capellán, que en su tristeza y azoramiento, cuanto más hábil quería ser, más torpemente procedía-. Mejor será que se despabile y se levante... No se altere, señor, no pierda su aplomo y serenidad... A un hombre como usted, tan entero y... y   —226→   que se hace cargo de las cosas... se le puede decir... Nada, no es nada, señor; es que... ha ocurrido una gran desgracia.

-Acabe usted, acabe, hombre pusilánime, hombre enclenque, hombre femenino...

-Pues sepa el hombre fuerte, sepa el hombre valeroso y grande, que ayer, en un pueblecito llamado Belén, más allá de Tortosa, los infames cristinos fusilaron a D. Alonso de Almela, hermano del Conde de Catí.

-Y, en represalias de esta barbarie, los infames carlistas harán lo mismo con el noble D. Beltrán de Urdaneta -gritó el anciano, poniéndose en pie, medio desnudo, sobre el camastro-. Bien, bien: aquí me tenéis, asesinos; aquí estoy dispuesto a morir. Noble por noble, como me dijo en Cheste el jefe de los matachines, Ramón Cabrera... ¡Y para anunciarme esto, Sr. Putxet, ha estado ahí tartamudeando y poco menos que haciendo pucheros!... Aguarde a que me vista; dispense que tarde en ello algún tiempo, pues acostumbrado a valerme de ayuda de cámara, soy algo torpe en estas operaciones matutinas... Pero si tienen mucha prisa por despacharme, ¡demonio! llévenme a medio vestir, que la muerte no ha de poner reparo. Por falta de ropa, ni he de ser menos animoso, ni vosotros menos viles y cobardes.

-Si no hay prisa, señor -dijo el capellán abrazándole-. De aquí a las nueve nos sobra tiempo... Y pues tiene la costumbre del ayuda de cámara, yo soy bastante humilde para prestarle ese servicio.

  —227→  

-Gracias, no pretendía yo tanto -replicó D. Beltrán sentándose en el lecho, mientras el otro le traía las botas, el pantalón, disponiéndose a vestirle-. Y pues con tanta generosidad mis verdugos me conceden estas horas, sepa que no renuncio al café que me ha ofrecido...

-Al momento mandaré que se lo preparen. ¡Pues no faltaba más! Sería una desconsideración imperdonable privarle de alimento.

-Bien, hijo, bien: se agradece... ¡Con qué destreza me ayuda a vestirme! Parece que en toda su vida no ha hecho usted otra cosa.

-Fuí paje del ilustrísimo señor D. Víctor Sáez, Obispo de Tortosa.

-¡Sáez, el Ministro del absolutismo! ¡El que ayudó a Fernando VII en su tarea de ahorcar a medio mundo! Bien, hombre, bien. Pues ya que usted tiene la bondad de ser por un instante mi criado, no vacilará, si es tan humilde, en prestarme todos los servicios que necesita un hombre como yo... Adelante... Tenga usted cuidado con esta pierna. Trátela con miramiento, que está reumática... Ahora el chaleco... Este me lo dio D. Ramón, y me ha hecho un gran servicio. Bueno, bueno... No corra usted tanto... Le recordaré el dicho de nuestro gran tirano, el ahorcador de gentes, Fernando el Deseado... contra una esquina... Ya sabe usted que él fue quien dijo: 'Vísteme despacio, que estoy de prisa'. Ahora, hágame el favor de pedir el café...

  —228→  

-Lo tendrá usted a punto. Sabe Dios cuánta pena me causa tener que notificarle... Anoche me llamó Llangostera, que entre paréntesis, está muy afligido por verse en el duro trance de...

-¡Pobrecito! Si está tan afligido, le compadezco...

-Pero el deber...

-Claro, el deber... En estas guerras salvajes, trastornadas las conciencias, aplicáis a los crímenes palabras santas que se inventaron para expresar la virtud, y asesináis en nombre de la justicia, que es como poner al diablo en los altares... Bien... que sea pronto.

-Suplicome el Sr. Llangostera que me encargase... y con gran sentimiento acepté comisión tan triste... Era yo el más significado para este paso, por la amistad... de que me honro.

-La honra es mía. No sea usted tan modesto...

-Y encargome al propio tiempo que le preparase... si usted se dignaba elegirme entre los cuatro señores capellanes que estamos hoy en Rossell.

-Hijo, sí, por elegido... Lo mismo me da.

-Mi amistad atribulada -dijo el capellán buscando una bonita expresión retórica-, se consuela con esta preferencia que el noble caballero se digna concederme.

-Mi confesión no será larga -indicó Don Beltrán paseándose por la habitación-, y si usted quiere, ahora mismo...

-Antes haré que se le sirva el café... No   —229→   hay en ello inconveniente, pues no tendremos comunión... y no por culpa mía. El párroco del pueblo nos ha hecho la jugada de abandonar su iglesia para unirse a la partida del Organista. Está el hombre furioso desde que los liberales le mataron al sobrino...».

No necesitó el capellán separarse de su amigo para la diligencia del café, pues el oficial de guardia en la estancia próxima, interesado también por D. Beltrán, y de su desgracia compadecido, había dado las órdenes para que se le llevase pronto aquella tónica bebida. Dio el anciano las gracias a los que se la sirvieron, mostrándose con todos muy afable. Tomado el café, que por singular merced no estaba mal hecho, volvió al capítulo de su confesión, diciendo con animado lenguaje:

-Pues sí: mi conciencia ve su luz y su sombra perfectamente deslindadas, y no vacila al señalarlas... No hay en mí casos dudosos, enigmáticos, obscuros. Soy claro y bien definido... En esta crítica hora, mi memoria se aviva, y no habrá nada que se me quede en el tintero, llamando tintero al antro del olvido. Lo que Dios sabe, yo lo digo sin rebozo y con facilidad al sacerdote que me auxilia, a cuantos quieran oírlo, pues la vida de Beltrán de Urdaneta es pública, su carácter, bien diáfano, y sería en mí ridículo melindre el hacer un misterio de lo que sabe todo el mundo, todo Aragón... Soy público en Aragón; soy popular, mejor dicho...

  —230→  

Y observando que oficiales y soldados, de guardia en la estancia próxima, se asomaban a la puerta movidos de curiosidad, les dijo: «Entren si gustan, y oigan; que los pecados que declara mi boca no son tales que produzcan espanto, y refiriendo mis maldades, puedo decir que el que se encuentre limpio de ellas, tire la primera piedra. No es que yo deje de creerlas vituperables; al contrario, en esta hora clara de la conciencia, veo y reconozco cuánto he ofendido al Señor, y qué mal uso hice de las cualidades que se dignó poner en mi alma. Siempre fuí religioso, creyente ciego de cuanto su Iglesia nos enseña, aunque muy perezoso y descuidado en cumplir los preceptos que se nos dieron para conservar y enaltecer el nombre de cristianos. He faltado en esto gravemente, más que por desamor de Dios, por la continua distracción en que me tenía el bullicio vano del mundo, y las frivolidades con que la sociedad noble embelesa nuestros sentidos. Siempre fuí más devoto de los placeres que de las abstinencias, y más gustoso de la buena vida que de las mortificaciones, sin llegar nunca a la embriaguez ni a la glotonería, y no porque ambos excesos son pecados, sino porque siempre les creí de mal gusto... He sido vanidoso, amante de la ostentación y de la lisonja, mirando siempre a que lo mío fuese superior a lo ajeno, a que ninguno me igualara en grandeza y lujo; y cuando veía por alguna parte algo que me obscureciese, sufría mal de tristeza, y me lo curaba con   —231→   nuevos esfuerzos para extremar la presunción y humillar a los demás... Pero también digo que jamás cometí vileza contra nadie, y que conservé la dignidad que mi raza y mi nombre me imponían, mostrándome siempre caballero noble, con los iguales cortés, afable y cariñoso con los inferiores... Mi pecado mayor, manantial inagotable, en vida tan larga, de innumerables errores, ha sido mi locura, que así la llamo, de galantear y ser grato al bello sexo. Mi goce más vivo fue en todo tiempo el trato de damas altas, bajas o medianas, y llamo damas a cuanto se comprende dentro de la muchedumbre femenina. Mi desatino ha sido tal, que todo lo he pospuesto a la satisfacción de mis gustos. Verdad que dentro del fuero del amor no he cometido vilezas; pero sepan que ese fuero es puro artificio inventado para nuestro uso por los galanteadores, y que no vale ante la ordenanza del Decálogo. Yo, pues, he pecado gravísimamente, y al declararlo, reconozco sin atenuaciones ni disculpas todo el mal que hice, añadiendo que mis infamias no tu vieron término por severidad de mi conciencia, sino porque el desmayo de la naturaleza les puso freno, contraviniendo mi liviandad y hábitos viciosos. De esto me acuso, y reconociendo mi error, me encomiendo a la Misericordia divina.

»También es pecado grave el poco o ningún cuidado que puse en el manejo de mi hacienda; que la riqueza, Dios nos la da para que la usemos con templanza y la transmitamos   —232→   a nuestros hijos. Yo he sido una mano verdaderamente horadada. Ciertamente que algo atenúa este pecado mi generosidad sin límites, pues todo se ha de decir: yo hacía partícipes de mi bien a cuantos me rodeaban o se me acercaban en demanda de auxilio. Yo he remediado muchas miserias, enjugado no pocas lágrimas. Ningún colono ni sirviente mío puede decir que le oprimí; y si esto se lleva como litigio a tribunal divino para fallar sobre mi alma, tengo por cierto que innumerables seres depondrán en favor mío. Váyase lo uno por lo otro, que si largamente derroché, con no menor largueza di mi mano a los miserables para que se agarraran... Defecto capital mío ha sido el amor a ese resorte de vida material que llamamos dinero, despreciado por los filósofos, vilipendiado por la religión, pero del cual no podemos prescindir dentro de la sociedad a que pertenecemos, porque su empleo y distribución se ha hecho ley que a todos nos sujeta, so pena de volvemos salvajes o ermitaños, lo que no digo que sea peor ni mejor que el estado social. Sólo afirmo que mis apetitos, mi presunción, me han espoleado siempre para proveerme de ese metal, que no llamaré precioso ni vil, dejándole en esta ocasión sin ningún título ni apodo. Pero bien sabe Dios que en las situaciones aflictivas a que me condujo el afán de prolongar mis goces y conservar mi fama de rumboso y señoril, jamás tomé nada que no viniese a mí por caminos legítimos, aunque ruinosos.   —233→   Sobre mi conciencia pesan muchos pecados, muchos; pero no pesa ni un solo maravedí que pueda llamarse ajeno. Si alguna vez me rebajé al empleo de resortes que humillaban un tanto mi dignidad, nunca me movió el intento de traer a mí lo perteneciente a otro... eso nunca. Limpio estoy de esa clase de manchas... No puedo decir, ¡ay de mí! que de todas esté limpio, pues pecador fuí, por pecador me tengo, y como pecador empedernido me confieso en la hora de mi muerte. Ya lo habéis oído; ya veis, señores, la conciencia de D. Beltrán de Urdaneta, a quien todo Aragón llamó en otro tiempo D. Beltrán el Grande. Ni cosa mala he callado, ni cosa buena hay fuera de lo manifiesto. Si algo se me olvida, quiera Dios ordenar mi memoria de modo que los olvidos sean de cosas y hechos favorables, y que nada de lo malo se me quede escondido en la mente. Creo que no... Tal como fuí y como soy, a vosotros, a mi confesor y amigo me presento; y sumiso, pesaroso de haber menospreciado la divina ley, entrego mi alma a Dios, infinitamente Justiciero, infinitamente Misericordioso».



  —234→  

ArribaAbajo- XXIV -

Cuantos vieron y oyeron al infortunado caballero aragonés, quedaron maravillados de su sinceridad y presencia de ánimo. Del grupo de oficiales y soldados que en la puerta se arremolinaban, se destacó uno, al parecer teniente, que adelantándose hacia el prócer y besándole la mano, le dijo: «Señor, cuando esté usted en el Cielo, acuérdese de un servidor, Nicasio Pulpis, que tiene sobre su conciencia los mismos pecados de usted y no sus virtudes.

-Bien, hijo -replicó D. Beltrán abrazándole-. Que mis desgracias y fin desastroso te sirvan de espejo para que en él te mires y procures enmendarte».

Putxet, en tanto, inconsolable, expresaba su consternación en estos y parecidos términos: «Una y otra vez he dicho al señor Llangostera que hoy no es día hábil para ejecuciones. Figúrese usted: domingo, y por añadidura Pascua de Pentecostés... ¡Cuando la Iglesia conmemora nada menos que el grandiosísimo misterio de la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego sobre las cabezas de los Apóstoles, para infundirles la divina ciencia!... ¡cuando tal festividad augusta y solemne celebramos, tener   —235→   que consumar un cruento sacrificio, por más que las leyes de guerra, ¡malditas leyes! lo autoricen y sancionen...! No, no puede ser: protesto... y he de insistir, pidiendo que se deje para mañana. Me parece que corriendo a mi cargo la dirección espiritual del regimiento, tengo derecho a que se me oiga... No estamos aquí los capellanes sólo para confesar de prisa y corriendo... Vea usted, por no hacerme caso, hoy no puedo celebrar: no tenemos formas... Es inconcebible este descuido... ¡Pues cartuchos no faltarán! Todo lo de guerra está corriente, eso sí... y lo espiritual, nada... Así anda ello.

-No se sulfure, amigo Putxet -le dijo D. Beltrán, que se había sentado y quería meditar-. Y no se apure por el aplazamiento de mi... sacrificio. ¿Qué más da un día que otro? Si el día es solemne, no importa. Bien sabe Dios que andan ustedes algo atropellados, y no pueden acomodar sus acciones al almanaque. En la guerra, ya se sabe, todo es permitido. Como si se presentara hoy buena coyuntura para una batalla... ¿iban ustedes a dejar de aprovecharla por ser Pentecostés? No; y en Pentecostés matarían unos y otros gran número de cristianos. Si admitimos como lógico y razonable el dar a nuestro Padre Celestial el nombre de Dios de las Batallas, que usan los capellanes en sus sermones y los generales en sus proclamas a la tropa; si Dios es, como dicen ustedes, capitán general o generalísimo, ya pueden contar con su indulgencia   —236→   por aplicar leyes de guerra en días de solemnidad litúrgica... Por mí, no deseo el aplazamiento, pues aunque me encuentro tranquilo y resignado, no respondo de que en esas veinticuatro horas se me conserve la resignación y tranquilidad. Somos hombres, y el morir violentamente, en acto preparado y ceremonioso, agobia... sí señor... Mátenme de una vez, y no pongan a prueba mi fortaleza».

No se dio por convencido el terco capellán, y perseverando en su idea, dijo al infeliz prócer: «Quiero dar un nuevo ataque al jefe. En seguida vuelvo; de paso mandaré que le sirvan a usted un par de huevos fritos... He visto que hay tomate... y si usted quiere...

-Bien, hijo, bien; lo mismo da... Gracias por todo... Haga usted lo que quiera. Yo no tengo voluntad... Quiero convencerme de que ya no vivo».

En el rato que estuvo solo, el pobre condenado cayó en reflexiones tristísimas, buscando el por qué de su tragedia; que en tales trances y en otros menos lastimosos propendemos a escudriñar los orígenes o el móvil inicial de todo suceso que nos afecta. «Ello es de toda evidencia -pensaba-, que Dios me envía mi muerte en forma tan terrible para castigarme de mi enormísimo pecado de estos días. He prestado a Nelet ayuda insidiosa para la seducción de la monja Marcela; y aunque desde el primer momento le señalé forma y fines de matrimonio, cosa es muy grave, y si se quiere sacrílega, el inducir   —237→   a una esposa de Cristo al rompimiento de sus votos. Y lo peor es que con malicia instruí al enamorado y le aconsejé, dándole por norma las inicuas reglas que yo he ido sacando de la experiencia de mi vida libertina... ¡Ah, bien merecido me está lo que ahora me pasa! ¡En ello veo tu mano, Dios de justicia!... Hice muy mal en tomar a mi cuidado las desazones del pobre Nelet. ¿Quién me mete a mí a zurcidor de voluntades guerrilleras y monjiles? ¿Qué voy yo ganando con que una tarasca y un endemoniado se casen o dejen de casarse? ¡Ah, en el fondo obscuro de mis intenciones veo la maldita codicia y el afán de allegar recursos! No fue otra la causa de mi metimiento en tan feo negocio. Y que la monja andariega, por las reglas infames que di a Nelet, se ha trastornado y siente el veneno de amor en su sangre, no puede ponerse en duda. Por culpa mía y de mi sabiduría pérfida, romperá sus votos y ofenderá a Dios... Me ha movido el villano interés, la idea de que, casándose, me habían de entregar lo que para mí designó Juan Luco... Mal pensé, mal hice, y Dios, en pago de mi perversidad, permite que estos bribones me den cuatro tiros... ¡Ay de mí!».

Interrumpiole Putxet con la noticia de que, oídas las razones canónicas expuestas por el capellán, que amenazó con poner el caso en conocimiento del Vicario General, había decretado Llangostera aplazar el acto hasta el día próximo de madrugada. No supo Urdaneta si la resolución del jefe le causaba   —238→   tristeza o alegría. Si fue esto último, era una alegría triste. Almorzó con mediano apetito, departiendo con el capellán y el teniente Pulpis, que le custodiaba en la capilla. Por la tarde, su tristeza se exacerbó en grado sumo, y la compañía de aquellos señores le causaba enojos. Y pues no le dejaban solo, echose en un camastro como intentando dormir; mas lo que hacía era sumergirse en la contemplación de lo pasado, y en traer al pensamiento su familia, su casa de Cintruénigo... «¡Ah! si Rodrigo y Juana Teresa me vieran en esta horrenda situación, qué amargo llanto derramarían... Sí, sí: porque me quieren, aunque riñamos y nos enemistemos por tonterías que, vistas desde aquí, son de una insignificancia que mueve a risa y desprecio. ¡Dios mío, qué lección me das al fin de mi vida! Paréceme que estoy ya en la eternidad, donde presumo que hemos de ver todas las cosas del mundo en su natural pequeñez. Me quieren, sí, me quieren, y yo también quiero a mi nieto y a la madre de mi nieto, que es la esposa de mi hijo... Las contrariedades, que en mi necedad estimé graves ofensas, ahora las perdono de todo corazón. Y cuando ellos sepan ¡ay de mí! cómo ha concluido D. Beltránel Grande, también me perdonarán los agravios que les hice, mis malas palabras, mis actos rencorosos. ¡Pues poco que se condolerán de mi suerte! Rezarán por mí, pedirán a Dios que me acoja en su seno, y harán sufragios por mi alma. Ya estoy viendo a todo el clero de Cintruénigo   —239→   atareado por largo espacio de días en misas, funerales y responsos... Confío sobre todo en la eficacia de mi arrepentimiento. Pésame, Señor, de todo corazón el haberte ultrajado sistemáticamente, empleando tan mal la vida larguísima que me has dado. Pésame también el rencor que sentí hacia los míos, y el regocijo que tuve al ver descompuesta la proyectada boda de mi nieto con la mayorazga de Castro-Amézaga. Pésanme mis bravatas, mi orgullo, mi disipación, mi ansia de coger dinero para presumir y disimular mi ruina... Pésame todo el daño que hice, y esta última travesura de querer arrancar a Marcela de la vida religiosa para satisfacer el liviano amor de Nelet...». Consagró también tristes pensamientos a su hija y yerno de Villarcayo, perdonándoles sus últimos desaires; besó mentalmente a sus nietos, y de todos se despidió con efusión de lágrimas y suspiros. Sus amigos fueron pasando después por su mente, uno tras otro, en melancólica y pausada procesión, siendo de los últimos Fernando Calpena, por quien sentía paternal cariño. Condolíase de que en Bilbao le hubieran birlado la novia. Si pudiera en aquel instante, ya no se atrevería, no, a inducirle a solicitar bodas con Demetria... No, no: guarda, Pablo. Demetria debería ser para el Marqués de Sariñán. Que Doña María Tirgo y Juana Teresa rehicieran los descompuestos planes. Buscara Calpena otra mayorazga, que buenos partidos no habían de faltarle...   —240→   Hasta del pobre Mero se acordó y de Saloma, deseándoles vida, salud, felicidades y rápidos ascensos... ¿Y qué sería de Tomé?... ¿Y del caballo ganado a Calpena, qué se habría hecho? En Alcañiz habían quedado también su breve equipaje y el reloj, magnífica repetición que no llevó consigo al salir en busca de Marcela, porque roto el espiral a poco de partir de Cintruénigo, para nada le servía. Guardado con unos pocos duros y pesetas quedó en una bolsa de vejiga que antes usara para el tabaco...

La primera parte de la noche la pasó inquietísimo, hablando sin fatigarse horas enteras, y ya refería sucesos de su vida, ya dictaba disposiciones para que Putxet recogiera en Alcañiz su equipaje y caballo, remitiéndolo todo, con la noticia y relato de su muerte, a la villa de Cintruénigo. Hizo intención de escribir a su nieto y a su hija; mas sintiendo muy desvanecida la cabeza y el pulso tembloroso, no trazó más que unas seis líneas con la declaración de su inocencia y de su trágico fin. Moría como caballero cristiano, dolorido del mal que había hecho, y a todos perdonaba, sin excluir a los que inicuamente le quitaban la vida. Esmerose en la firma, trazándola con todo el vigor y claridad que le fue posible. Después dijo: «Quisiera que ahora mismo acabáramos. Las horas que faltan pesan sobre mí como siglos futuros que se convirtieran en presentes». Repetida y ampliada la confesión con piadoso recogimiento, incitole Putxet a dormir.   —241→   Negose a ello D. Beltrán, y estuvieron departiendo hasta la madrugada. Viendo cercana la hora, llamó el reo a los oficiales del piquete para despedirse de ellos. Formando rueda en torno a la mesa, oyeron esta manifestación tan sencilla como substanciosa:

«Amigos, les agradezco la simpatía y delicadeza que en esta ocasión me han manifestado. Son ustedes caballeros; yo también lo soy. Como tal quiero morir; como tales se conducirán ustedes en el trance final, acabando mi vida con rapidez y sin martirizarme inútilmente. Yo les perdono de todo corazón. Y si me es permitido, por el fuero de ancianidad, dirigirles algunos consejos, allá voy; y esto que ahora les diga, sea para ustedes de autoridad, como expresión postrera del pensamiento de un moribundo. Condenado sin culpa, no diré palabra injuriosa ni vengativa contra el bando político que me arranca la vida, ni contra vuestro ejército... Todas estas cosas quedan para mí en un término lejano. Sin vituperar esta causa ni la otra, sin enaltecer a ninguna de las dos, os digo que no derraméis más sangre de españoles. Guardad esta sangre para mejores y más altas empresas. No defendáis con tesón tan extraordinario derechos de príncipes o princesas, pues voy entendiendo yo que tanto valen unos como otros, y que cuando la cuestión se dilucide y haya un vencedor definitivo, habréis desgarrado a vuestra patria, que es la legítima poseedora de todos los derechos. Mientras ponéis en claro, a tiros,   —242→   cuál es el verídico dueño de la corona, negáis a la nación su derecho a la vida, porque le estáis matando todos sus hijos, y le destruís sus ciudades y le arrasáis sus campos. Será muy triste que cuando de vuestras querellas salgan triunfantes un trono y un altar, no tengáis suelo firme en que ponerlos. ¿Para qué queréis altar y trono, si luego han de cojear como esos muebles a que falta una pata? Allanad y afirmad el suelo ante todo, y esto lo haréis con las artes de la paz, no con guerras y trapisondas. Haced un país donde haya todo lo contrario de lo que unos y otros, a quienes no sé si llamar guerreros o bandidos, representáis; haced un país donde sea verdad la justicia, donde sea efectiva la propiedad, eficaz el mérito, fecundo el trabajo, y dejaos de quitar y poner tronos... Lo que va a resultar es que, cualquiera que sea el resultado, estáis fabricando una nación de bandolerismo, que en mucho tiempo, gane quien ganare, ha de seguir siendo bandolera, es decir, que tendrá por leyes la violencia, la injusticia, el favor, la holgazanería, el pillaje y la desvergüenza. En un pueblo a que dais tal educación, cualquier trono que pongáis será un trono figurado, de cuatro tablas frágiles y cuatro mal pintados lienzos.

»Quizás vosotros, llenos de vida y de ilusiones, no veáis esto como lo veo yo, viejo y moribundo. Creéis que toda la vida vais a estar guerreando, con miras de gloria y ascensos; creéis que España ha de ser patrimonio   —243→   y casa de guerreros, los cuales en la paz tendrían que ser empleados. ¿Empleados de qué? ¿Guerreros para qué? Sois muchos a comer rancho; sois muchos a vivir de distinciones, de cintajos y signos categóricos. Y yo os pregunto: ¿quién trabaja? ¿De dónde sale el rancho, el sueldo, la ropita con galones? Esto es absurdo: estáis matando el país y haciendo de él un magnífico cementerio poblado por maniquís, que ostentarán su presunción paseándose entre las sepulturas... Y ahora, puesto que me oís con tanta atención, me permitiré daros consejos de otro orden. No es tan gran autoridad el virtuoso que nunca ha pecado como el pecador que reconoce, aunque tarde, sus yerros. Y puesto que conocéis mi vida, os incito a no imitarme en la parte corrompida de ella. No seáis pródigos; adoptad con discreta medida las prácticas de los miserables, llevando cuenta y razón de lo que tenéis y consumís, para que nunca os salga la necesidad más larga que su remedio, ni la sábana más corta que la pierna. Entre la sordidez y la excesiva largueza, preferid lo primero, que os hará antipáticos, pero no infelices. La generosidad practicada sin medida puede ser viciosa, porque muchas veces la dicta la presunción antes que el verdadero espíritu de caridad... Y tocando, por fin, el punto más sensible, no me atrevo a deciros que no seáis enamorados, porque esto sería contravenir una gran ley de Naturaleza; pero sí os recomiendo que lo seáis sin apartaros de las leyes eternas, y que   —244→   evitéis toda empresa de amor en que veáis probable daño de tercero. Esto es muy malo, hijos míos, y os lo asegura quien, por seguir la regla contraria, ha tocado en la experiencia sus perniciosos efectos. En todo caso, sed respetuosos y veraces con las mujeres. Es más conforme a Naturaleza dejarles a ellas el uso del engaño, arma con que compensan su debilidad, y tomar el hombre para sí el uso continuo de la lealtad, que es la fuerza; y los riesgos que de esto se ocasionen, cada cual los sortee como pueda, buscando siempre el bien. Que las alabéis y las obsequiéis con flores del ingenio, no es cosa mala, pues muchas con esto sólo quedan satisfechas, y vosotros nada perdéis en ello. Los que sean casados, harán bien en guardar la fidelidad matrimonial, aunque les haya tocado un culebrón... Por eso, conviene mirarlo despacio, y enterarse antes de contraer esos vínculos que duran toda la vida. Sostened siempre la paz dentro de la familia que os resulte del nacimiento y de las uniones, y si hay en ella caracteres ásperos, procurad haceros a sus asperezas para que los demás contemporicen con las vuestras, que de seguro las tendréis. Espinas sufrimos, espinas tenemos, y el que crea que no las tiene y se duela de que le pinchen, es tonto de remate. Y ya no me queda que deciros sino que seáis trabajadores, que os procuréis un modo de vivir independiente del Estado, ya en la labranza de tanta tierra inculta, ya en cualquiera ocupación de artes liberales, oficios   —245→   o comercio, pues si así no lo hacéis y os dedicáis todos a figurar, no formaréis una nación, sino una plaga, y acabaréis por tener que devoraros los unos a los otros en guerras y revoluciones sin fin... Sed cultos, bien educados, y emplead las buenas formas así en el lenguaje como en las acciones, que la grosería es causante de terribles males privados y públicos. La rudeza y los procederes ordinarios han sido aquí, bien lo veis, semilla de discordias entre los pueblos, y por esa falta de formas se hacen interminables las guerras, pues la grosería engendra el odio, y el odio nos lleva al salvajismo y a la barbarie... Y basta ya: no lloréis por mí, ni tengáis demasiada lástima de mi muerte, pues soy muy viejo y no sirvo ya para nada. A nadie soy útil, a nadie hago falta; mis días son de absoluta esterilidad; ya he vivido bastante, y al quitarme de en medio, casi casi no cometéis crueldad, pues no hacéis más que arrancar un tronco añoso y seco, que estorba el nacimiento de nuevos árboles... A todos ruego que me perdonen, y yo en los presentes perdono a cuantas personas de este y el otro bando hayan podido causarme algún agravio... Entereza no me falta, ya lo veis: confío en la Misericordia divina, a quien entrego mi alma, abominando de mis culpas sin pedir un galardón que no merezco, y deseando sólo la indulgencia que Dios no niega al último pecador. Les ruego, además, que entierren mi cuerpo en lugar decoroso, designando mi sepultura con una cruz y alguna   —246→   inscripción, pues mi familia pretenderá seguramente transportar estos tristes despojos al panteón de Cintruénigo... Por mí, los dejaría en cualquier parte; pero los Idiáquez no lo consentirán... Ea: ya he concluido, y perdonen que haya sido hablador prolijo en este trance. Acabemos pronto, y cumplan ustedes su deber, que es matarme, como yo cumplo el mío muriendo en paz con Dios y con los hombres».




ArribaAbajo- XXV -

Uno tras otro le fueron abrazando, admirados no sólo de su entereza, sino de su talento y gracia. Algunos minutos habían pasado ya de la hora designada para el suplicio, y D. Beltrán, impaciente, dijo con buena sombra: «¿Pero qué hacemos, señores? Estamos perdiendo un tiempo precioso...».

El sol entraba por la ventana anunciando un esplendente día primaveral. Suspiró Urdaneta próximo a la ventana, y dirigiendo miradas de tristeza hacia el campo verde y risueño, vio en primer término unas cabras; junto a ellas, un burro viejo, amarrado por las patas. «¡Pobre animal!... le harían ustedes un gran favor sacrificándole conmigo... Pero él no querrá, naturalmente. Aunque viejo y con los dientes gastados, aún le gusta la hierba... ¡glorioso!... ¿Con que vamos... o qué?».

  —247→  

Entró Pulpis a decir que el jefe había mandado un recado urgente... ¡Que aguardaran...! Sin duda querría despedirse del señor D. Beltrán...

«Pues, hombre -dijo este, suspenso y ansioso-, que venga de una vez... ¿Viene ya?».

Dos minutos de cruel expectación transcurrieron hasta la entrada de Llangostera en la estancia. Su rostro de clérigo afligido, si algo expresaba, era la premura y el diligente afán del puntual servicio. «Siéntese, señor -dijo al reo, sin más saludo-. No tenemos prisa. ¿Qué tal le han dado de comer?

-¡Comer yo! ¿Para qué?... No como nunca tan temprano.

-Que le traigan algo... Hay cordero asado, que quedó de anoche.

-Gracias; no tomo nada entre horas.

-Pues ocurre... Nada, que tenemos otro aplazamiento. Perdone usted: bien sé que es molestísimo...

-Sí, señor: eso digo... De modo que... un día más -murmuró D. Beltrán mirando al campo y al sol.

-¿Un día?... ¡Qué sé yo cuántos días serán!... Este Ramón ni descansa, ni deja descansar a nadie. Hace una hora que ha llegado de Gandesa la partida del Arcipreste. Recibo por ella este parte (mostrándolo) en que se me dice, entre varias cosas que no son del caso, que...

-Que me atormenten un poco más.

-No, señor: que antes de fusilarle... naturalmente... Vamos, que no le fusilemos, y   —248→   que hoy mismo se te mande a Gandesa. Quiere interrogarle sobre cosas que sólo usted puede saber.

-¡Yo!... ¡Cosas!... ¿Estoy soñando?

-Presumo lo que será... No es que él me lo haya dicho. Pero el que más y el que menos, todos aquí sabemos por dónde va el agua... No se devane el caletre. A Gandesa hoy mismo, dentro de dos horas, con dos compañías del 3.º y los pocos caballos que aquí tengo. Lo que Ramón le preguntará es cosa de política... de lo que pasa por allá...

-¿En la corte celestial?

-O en otras de más abajo... En fin, allá ustedes.

-Pues, señor -dijo D. Beltrán levantándose como un niño entumecido que quiere correr-, vamos a Gandesa, y hablemos de cortes y cortijos o de lo que quiera D. Ramón. Yo no sé una palabra... o tal vez lo sepa sin saberlo, sin enterarme de que lo sé... Sí, sí... algo podré decirle de grandísimo interés... Sr. de Llangostera, si esto es una forma de indulto, Dios se lo pague, que alguna parte habrá usted tenido en ello.

-Yo no; si no viene esta orden, ya estaría usted gozando de Dios. Con que... sea enhorabuena.

-Gracias... Viva usted mil años, Sr. Casa de Val, alias Llangostera... Y acordándome ahora de su gallardo ofrecimiento, que me traigan el cordero asado. Se me despierta un apetito horroroso.

  —249→  

-Pues que aproveche... No descuidarse: a las ocho, en marcha».

Apenas traspasó la puerta el cabecilla, arrancose Putxet a dar a su amigo un abrazo tan fuerte, que a poco más le ahoga. «A mí, a mí me debe usted su salvación, nobilísimo señor, pues sin la tremenda batalla que ayer di, por ser Pentecostés, la orden de Don Ramón le habría alcanzado a usted en la sepultura... Y lo hice, puede creérmelo, más que por ser Pentecostés, ¡pacho!, porque me dio la corazonada de que ganando un día, salvábamos al hombre. Acerté... Ya sabía yo que anda Cabrera muy caviloso estos días con chismes que le han traído del Cuartel Real...

-¡Pero si yo estoy tan enterado de las cosas del Cuartel Real como de lo que pasa en la luna!

-Quia... eso no puede ser... Por algo se fija D. Ramón en usted, y espera que le aclare lo que ignora...

-Juro que...

-Y en todo caso, si usted no lo sabe, invéntelo, ¡pacho!... Para mí, ya está usted indultado, y puede que muy pronto libre...

-Sea lo que Dios quiera, amigo Putxet. He visto la muerte tan de cerca, que no podré desechar la idea de que vivo de milagro. Cúmplase la voluntad de Dios. Pronto estoy a todo, a vivir y a morir».

A la hora designada salió de Rossell el gran aristócrata con las tropas que marchaban a Gandesa, y todo le fue lisonjero aquel   —250→   día: se le facilitó un buen caballo, y para colmo de felicidad iban con él Putxet, capellán del 3.º, y el teniente Pulpis, que en el corto tiempo de conocimiento mostraba hacia el aragonés gran simpatía y cordialidad. Por montes y laderas departían los tres de diversas cosas humanas y divinas, hallándose D. Beltrán tan inspirado aquel día y con su inteligencia tan despierta, que los otros no se hartaban de oírle. Refirió sucesos interesantísimos de su vida y de la vida general, o sea Historia, con sin igual donaire y expresión justa, ingeniosa, contestando sin fatiga a cuanto le preguntaban. Y entre párrafo y párrafo introducía, a guisa de estribillo, ponderaciones de los espectáculos de la Naturaleza que contemplaba. Todo le parecía bello, aun lo que no lo era. «¿Y no saben ustedes una cosa, amigos míos? Pues estoy asombrado de ver... que veo mejor que antes... No sé a qué atribuirlo. Pero no hay duda: se me aclara considerable mente la vista. No sé si será porque... ¡pacho! como estuve casi dentro del reino de la muerte, mis ojos se preparaban para ver lo que aquí tenemos por invisible, y se afinaron... aprendieron algo nuevo en el arte de la visión... no sé...».

Todo el día y parte de la noche emplearon en el paso de los puertos de Beceite, pernoctando en la bajada de Monte Caro. Al amanecer se les agregaron varias partidas, y avanzando cautelosos con buenos guías y precavidos de espionaje, evitaron el encuentro   —251→   con las fuerzas cristinas que operaban en aquella zona. Al caer de la tarde supieron que D. Ramón, atacado por Nogueras ante los muros de Gandesa, había tenido que levantar el sitio de esta plaza retirándose a Bot. A este punto se dirigieron a marchas forzadas, y a media noche encontraron a sus compañeros, acampados al raso, en árida y polvorosa colina junto al río Seco. La temperatura era ardiente; la tierra, caldeada por el sol, apenas se refrescaba en la segunda mitad de la noche. Escaseaba el agua, y los soldados abrían pozos buscando con qué aplacar su sed. En una mala tienda hallábase Cabrera, desvelado, inquieto, en un grado de biliosa displicencia que hacía temblar a cuantos para asuntos del servicio se le acercaban. No bien se enteró de que habían llegado las fuerzas pedidas a Rossell, mandó llamar al viejo Urdaneta, sin darle punto de reposo: tal era su avidez de interrogarle. Muerto de cansancio y de sueño, llegó a la tienda el buen aragonés, y con el saludo pidió al leopardo que le permitiese echarse en el suelo, pues ya no podía tenerse en pie: antes de obtener la venia, se desplomó. Dos sillas de tijera había en la tienda: en una se sentaba el General, envuelto en su capa blanca, pues tenía frío a pesar del tiempo bochornoso; en la otra, convertida en mesa, había papeles, un tintero de cuerno y un farol. El secretario se sentaba en el suelo en postura turquesca.

«Póngase usted a su comodidad -dijo Cabrera   —252→   al prócer-. Aquí no guardamos etiquetas... Yo voy a hacer lo mismo, pues el dolor de riñones no me deja estar sentado». Hizo una seña al secretario para que se largara, y se tendió frente a D. Beltrán, apoyando la cabeza en un rollo de mantas. No era hombre que se resignaba a perder el tiempo: los minutos eran para él preciosos, y aborrecía las vanas palabras. Sin preguntar al prisionero cosa alguna referente a su viaje ni a su interrumpido suplicio en Rossell, abordó el asunto, que sin duda le inquietaba hondamente.

«Con que... va usted a responderme con claridad, con precisión, y sobre todo con verdad, a lo que le pregunte, Sr. de Urdaneta. No piense usted en engañarme, porque a Ramón Ca...brera nadie le ha engañado todavía, ni guarde reserva sobre punto alguno de mi interrogación... porque se arrepentirá de ello. Lo que me oculte, yo he de saberlo después... y le pediré cuenta de su silencio; lo que me diga con falsedad, lo descubriré al oírlo, porque Dios me ha dado el don de distinguir lo falso de lo verdadero en lo que me dicen... Y si algo de lo que me manifieste es de carácter delicado, quedará entre los dos; yo sé callar como nadie... pero como nadie sé oír y aprender.

-Sepa yo pronto de qué se trata, General -replicó D. Beltrán-, que, por Dios, ni aun sospecho cuál puede ser el asunto de mi conocimiento que a usted interese.

-Ahora lo veremos. Prepárese a responder   —253→   con cla... ridad, y sobre todo con exactitud. En Febrero de este año pasó usted por Fuentes de Ebro, camino hacia Caspe y Alcañiz. En el parador de Viscarrués comió usted y habló largamente con un sujeto italiano, su amigo, llamado Rapella, que iba en seguimiento de Borso, y venía del Cuartel Real del Norte».

Después de asentir con la cabeza a los primeros conceptos del leopardo, manifestole D. Beltrán con acento sincero que, en efecto, había hablado con Rapella; pero que no era amigo suyo, y en Fuentes de Ebro le vio y trató por primera vez. Por cierto que, movido de la curiosidad y sin ningún interés positivo en ello, había intentado tirarle de la lengua, para sorprender la clave de sus continuas viajatas diplomáticas entre Cortes borbónicas; mas nada pudo obtener, como no fuera la certidumbre de la cerrada discreción del siciliano.

Mostrose Cabrera incrédulo de esta declaración, y en tono agrio le dijo: «Veo que es usted de la misma escuela. No me sirven los diplomáticos, y usted tampoco quiere servirme...

-He dicho a usted, mi General, que ni una palabra pude sacarle... Pero no he dicho que ignore los líos que se trae ese señor...

-Pues si lo sabe...

-Es que usted, General, debió empezar por decirme: 'Urdaneta, ¿qué sabe usted de esto?', y no interrogarme al modo capcioso,   —254→   como se hace con los espías enemigos.

-Tiene usted razón -dijo Cabrera, rindiéndose a la noble actitud del aragonés-. Perdóneme; no supe distinguir. ¡La costumbre de tratar con canallas...! Es usted un caballero, y lo que sepa acerca de este asunto, me lo dirá... como de amigo a amigo.

-A ello voy. No sirvo a ninguna causa; no vendo ningún secreto; referiré lo que sepa, para mí falto de interés, para usted quizás no...».

Minucioso y elegante narrador, maestro en el arte de dar interés al relato más sencillo, D. Beltrán expuso gallardamente lo que sabía y opinaba; que no todo fue relación de hechos, pues hubo también un disertar gracioso sobre cosas políticas hondas, de las que rara vez salen a la superficie. Habiendo trabado amistad, en su viaje desde La Guardia a Villarcayo, con un joven madrileño muy simpático que el verano anterior había visitado la Corte de Oñate en compañía de Rapella, pudo conocer el carácter de este, sin más datos que las referencias de aquel joven. Era el siciliano muy astuto, corrido en intrigas de mujeres y en diplomacia menuda de gabinetes secretos, de combinaciones políticas a hurtadillas de los ministros o cancilleres. Pintó Urdaneta la Corte de D. Carlos, repitiendo lo que le había contado su amigo, y por cierto que no escatimó las tintas burlescas en la pintura, sin que por ello se escandalizara el que le oía. Diole noticias de la amistad del siciliano con el Infante D. Sebastián,   —255→   con quien al parecer no se había entendido en las negociaciones o enredos que llevaba. Lo que resultó de las conferencias del tal embajador con D. Carlos en Durango, su amigo no lo sabía, pues un accidente inesperado le separó de él el día mismo de la evacuación de Oñate a consecuencia de la toma de Arlabán. Presumía que la base del proyectado convenio para poner fin a la guerra era la reconciliación de las dos ramas borbónicas por medio de un casamiento; mas como este no había de efectuarse hasta que la Reina Isabel y el hijo de D. Carlos llegasen a edad de matrimonio, tal proyecto era un sueño; y para celebrar la paz y que se abrazaran los dos ejércitos, se buscaban otras fórmulas de transacción y avenencia.

Levantose Cabrera de un salto, nervioso y colérico, exclamando: «Yo no me abrazo con nadie... ¡Abrazos a mí!... ¡Transacción!... Juro que no... No saben quién es Cabrera... Ni por un puñado de oro, ni por grados y ventajas en la carrera, me cubro yo de vilipendio entregándome a los cristinos. Si Don Carlos cede, allá se las haya... Él en su casa y yo en la mía... ¡No quiero, no quiero!... ¡Matrimonios de príncipes!... ¿Se casa la luz con las tinieblas?... ¿Se casa la justicia con la injusticia, la razón con la sinrazón? Pues si se casan, con su pan se lo coman. Yo no me caso con nadie. Ramón Cabrera no se casa».



  —256→  

ArribaAbajo- XXVI -

Volviendo a ocupar su silla, acarició con movimiento maquinal los papeles que en la otra tenía, alumbrados por el mustio farol. D. Beltrán, sin cambiar de postura, flemático y perezoso, siguió manifestando al caudillo apreciaciones que creía interesantes. Por lo que había oído en Medina y Villarcayo, por algo que pudo descubrir conversando con su grande amigo D. Baldomero Espartero, los tratos para buscar fórmula de paz no habían cesado desde el principio de la guerra. Proposiciones se hicieron a Zumalacárregui, proposiciones a Maroto, y el mismo Cabrera no habría estado libre de que en su oído se murmuraran palabras tentadoras...

«A mí no, a mí no -dijo prontamente el leopardo-. Ya saben que mandaría fusilar al que me trajera recaditos de Doña Cristina o del Rey napolitano.

-Del Rey de Nápoles, a quien entiendo yo que no debemos la invención de la pólvora, es agente oficioso el tal Rapella. Anda también en estos tratos y trotes un legitimista francés, Marqués de no sé cuántos.

-No es Marqués, sino Barón... y ha entrado en España con el supuesto apellido de   —257→   Neuillet. Me da en la nariz que el nombre de Rapella es también falso, y que bajo él se esconde un correveidile de Cristina, maestro en intrigas, que en Madrid era conocido por Marqués de Lagrua».

Insistió Urdaneta en que no podía dar ninguna luz sobre esto, pues no se había echado a la cara al tal D. Aníbal hasta su paso por Fuentes de Ebro, y de él no tenía más noticias que las anteriormente comunicadas. Asimismo ignoraba si el siciliano se había visto con Borso; pero Cabrera te sacó de dudas, afirmando que tres días permaneció aquel en Castellón en compañía del General y de un italiano llamado Cialdini, embarcándose después para Marsella.

«Le tengo a usted por un caballero -añadió D. Ramón con cierta solemnidad, después de larga meditación-, y estoy con... vencido de que me ha dicho todo lo que sabe. Sus opiniones parécenme muy bien fundadas».

Algo más dijo el leopardo; pero D. Beltrán, que ya venía dando fuertes cabezadas, hundió al fin la barba en el pecho, y cogió un sueño profundo, que por causa de la mala postura había de ser breve.

«Sí, sí: duérmase usted, amigo mío -murmuró el General con lástima-, que bien necesitado está de descanso. Le envidio su facilidad para el sueño».

Y cogió de la mesa-silla, ávido de nueva lectura, la carta que desde Sangüesa le había escrito Arias Teijeiro. De aquellas apretadas   —258→   líneas de menuda letra española, provenían sus inquietudes y desvelos. Informábale con prolijas referencias su amigo, principal figura en la camarilla del Pretendiente, de que la magna expedición al mando del propio Rey había partido de Navarra el 17 con diez y seis batallones, nueve escuadrones, el estandarte de la Generalísima y su lucida escolta, y un inmenso bagaje, como correspondía al sinnúmero de funcionarios de Corte y Administración que acompañar debían a la Real persona.

«Le tengo por un gran farsante -dijo Don Beltrán despertando súbitamente-. ¡Ah... mi General! ¿No me pregunta usted su opinión sobre ese Rapella? Opino que el ir a Marsella es para ganar más fácilmente la frontera de Navarra y agregarse al llamado Cuartel Real.

-Así es, en efecto. Viene en la expedición magna.

-Pero ¿qué es eso? ¿Se lanza D. Carlos a una correría como las de Gómez, Batanero y D. Basilio?

-No sé... Eso se dice... Allá veremos».

Siguió pensando el leopardo en lo que la carta decía y comentando con interno juicio las noticias de ella. Traducida con la posible fidelidad de expresión muda de su pensamiento en valenciano, resulta mutatis mutandis: «¡Pacho, con la impedimenta que nos traen! La caterva de empleaduchos, la taifa de gente allegadiza que quiere comer a costa nuestra! ¡Vaya una plaga, pacho! Aquí nos   —259→   vemos y nos deseamos para poder vivir... El país esquilmado... apenas hay raciones para mal comer... y ahora nos viene encima esa nube. Tenemos un Rey que sabe tanto de guerra como yo de afeitar ranas. ¿Por qué no se estará quietecito en su Corte esperando a que le hagamos Rey de todas las Españas?... ¡Y que se trae unos consejeros y unos ministros que no tienen precio para ayudar a misa, para pegar botones o cepillar la ropa! Vendrán de generales el tontaina de Don Sebastián, el buey cansino de González Moreno y el bribón de Gómez, a quien yo pondría de capataz de un presidio, que es lo único para que sirve... Duérmase de una vez, D. Beltrán, que aquí no gastamos etiquetas. Me da pena verle luchar con el sueño.

-Es que... verá usted... decía yo que indudablemente hay tratos y contubernios entre Palacio y ese... ¿cómo le llaman? Ya no me acuerdo... El Rey, hombre... Felipe V... digo, Carlos... La Reina, que no perdona lo de la Granja, parece que no quiere nada con liberales... Luis Felipe desea que se acabe la guerra de cualquier modo, por creerla un peligro... y la cuádruple alianza... sí señor, la cuádruple...

-A dormir... Tenga usted este lío de mantas para que descanse la cabeza.

-Muchas gracias, querido Nelet... digo, no, Sr. D. Ramón V... El sueño me rinde, me trastorna... Gracias».

Sin poder apartar de su mente las ideas que le atormentaban, Cabrera se paseó en el   —260→   estrecho espacio de la tienda, embozado en su capa blanca. No se conformaba con que el Ejército Real, mal organizado y pésimamente dirigido, viniese a compartir con él el dominio en la región valenciana. Recordaba sus desavenencias con Gómez, por cuál mandaba más. Cierto que al Rey no podía disputársele la supremacía. Aunque incapaz para la guerra y para el Gobierno, era el Rey, por divino mandato, la sacra bandera, el símbolo de la Causa; y de la regia persona, absolutamente inepta para todo, provenía la fuerza moral de las cohortes del absolutismo. No había, pues, más remedio que cargar con el ídolo, aunque este fuera una de las obras más burdas del fetichismo dominante. ¡Y por semejante figurón, hecho al modo de las imágenes vestidas, que por dentro no son más que una armazón de madera tosca, se peleaban tantos hombres valientes, y se vertían ríos de noble sangre!... Claro que todo se hacía por la idea. El grosero ídolo era una idea. Por ella combatían fieramente los de acá, mientras los defensores de la idea contraria cifraban su valor en la adoración de una linda muñeca... En suma: lo que ponía en grande irritación al caudillo del Maestrazgo era que se había de convertir en auxiliar y mequetrefe del Ejército Real en cuanto este pasase el Ebro. Las operaciones ya no serían suyas: tendría que subordinarlas a lo que dispusiese cualquiera de los reverendos sacristanes que venían agregados al santón del absolutismo...

  —261→  

Verdad que la carta de Arias Teijeiro no escatimaba las lisonjas al héroe del Maestrazgo. En el Cuartel Real se le tenía por un estratégico de primer orden, firme columna de la Causa, y el Soberano deseaba ocasión de mostrarle personalmente su Real aprecio. Pero tras estos inciensos venían anuncios de resoluciones que desagradaban alleopardo. La expedición Real, a la que se uniría Cabrera para engrosarla y fortalecerla, llegaría con la ayuda de Dios hasta el propio Madrid, y entraría en la capital de la Monarquía sin disparar un tiro.

Esto de rematar la campaña sin combatir sacaba de quicio al ardiente Cabrera. Todo lo que no fuese ganar a sangre y fuego el triunfo de la Causa, pugnaba con su temperamento batallador, con su corazón fiero y ¿por qué no decirlo? noble. Los arreglos por concesiones recíprocas de mercedes, o por casorios y pactos de familia, le olían a podredumbre. Tan viles eran los unos como los otros si a ello se prestaban. Uno de los dos rivales debía perecer: eso de que vivieran y triunfaran los dos, partiéndose la torta disputada, no se acomodaba a su lógica ruda, ni a su primitivo y elemental criterio de cosas políticas. ¡Entrar en Madrid unos y otros con sus manos lavadas! ¡Ah,pacho, y reconocer a Doña Cristina y a D. Carlos comoReyes Padres, los dos en igual categoría dinástica... y ver a los nenes asistidos de un consejo mixto, y apoyados por un ejército mixto o mestizo!... Y en tanto, ¿que se haría de   —262→   las ideas? Pues juntarlas todas en una redoma para sacar otra mezcla indecente, que no serviría para nada. ¡Libertad y absolutismo desleídos en agua,según arte! ¡Rey y pueblo abrazaditos...! ¡Religión y ateísmo en una pieza, pacho!

Colmaba la indignación del General esta frasecilla de la carta: «Aún no puedo ser muy explícito, mi querido D. Ramón. Sólo me permitiré anticiparle que las bases de un arreglo decoroso están sentadas por manos muy peritas, y que no veo lejano el día glorioso en que podamos descansar de nuestra ruda campaña, viendo triunfante lo más esencial de nuestra doctrina». ¡Descansar! ¡Si él no quería más descanso que reventar combatiendo!... La gentuza civil, la patulea de holgazanes y vividores que acudían a la Causa como las moscas al panal, era la que anhelaba el descanso de la paz, para chupar a sus anchas, repartiéndose el momio de los destinos. Ese descanso de lo civil era el militar vilipendio, y él no... él no quería descanso sin honra, sino honra con cansancio.

A esto llegaba, cuando despertó el noble caballero sobresaltado, con ahogos de pesadilla. Soñó que le sacaban al cuadro para fusilarle, que le ponían de rodillas y le vendaban los ojos... «¡Al corazón, hijos míos, al corazón! No me hagáis padecer», murmuraba sin abrir los ojos; y cuando los abrió, reconociéndose despierto, pidió perdón al General: «No me haga usted caso. Estoy fatigadísimo,   —263→   y si aquí molesto, me saldré a dormir en campo raso.

-No, no; quédese aquí. Le diré, para su tranquilidad, que ya está libre de la sentencia de rehenes. Aunque allá fusilen media aristocracia, la vida de usted en mi poder no corre peligro. Rehenes por gente civil, no me convienen.

-No sé con qué palabras expresar a usted mi agradecimiento por su magnanimidad -dijo Urdaneta conmovido-. ¿De modo que estoy libre...?

-Libre no. Aún será usted mi prisionero por una temporada. Puede que te necesite, por su gran conocimiento de cortesanías y politiquerías de Madrid... y de toda la morralla civil. Tenga un poco de paciencia, y por de pronto duerma en mi tienda todo lo que el cuerpo le pida.

-Me pide mucho, General... Traigo un atraso horroroso en el dormir. Lo menos me debe a mí el sueño cuatro noches. Figúrese... a mi edad».

Ayudado de aquel sosiego que las últimas palabras de Cabrera dieron a su espíritu, cogió D. Beltrán el sueño, quedándose en él con profunda quietud hasta muy avanzado el día; pero cuando ya su cuerpo hubo recibido la reparación de que estaba tan necesitado, el cerebro se soliviantó, dándose a los sueños extravagantes. Después de mil visiones vagas, indefinibles, viose atormentado por seres malignos y traviesos que le traían y llevaban sin ningún respeto a su nobleza   —264→   y ancianidad. Eran, sin duda, los familiares demonios de Nelet, que por contagio de la amistad, pasado se habían del joven al viejo, del creyente al incrédulo. En medio de la turbación del soñar, su razón siempre vigilante le decía: «De esto tiene la culpa Santapau, por contarte sus diabólicas aventuras con tantos pelos y señales». Ello es que la infernal cuadrilla cogió por su cuenta al señor de Albalate, y de un vuelo me le transportó a Cintruénigo, donde vio a Doña Juana Teresa echando trigo, y a Rodriguito con la pluma tras la oreja, contando los garbanzos que se habían de echar al puchero. Visto esto, volvieron los diablillos a cogerle por los sobacos o por el cogote (no estaba bien seguro), y le llevaron a la cima del Moncayo; de allí a Veruela, y metiéndole por un subterráneo, le arrastraron hasta salir al castillo de Loarre en tierra de Huesca. Entretuviéronse en jugar con él a la pelota, lanzándole de un torreón a otro, y después te llevaron, cogido por las orejas, a la sierra de Guara, desde cuyas cumbres le mostraron todo el territorio del antiguo reino de Sobrarbe, diciéndole... Pero de lo que decían no pudo enterarse bien. Despertó con el cuello dolorido, y, viendo la necedad de su ilusión, requirió nuevamente el sueño, tomando mejor postura.

No debía despertar el noble señor sin que su turbado cerebro se lanzara a mayores travesuras, sucediendo a las imágenes de un orden bufonesco otras de carácter lúgubre   —265→   y penoso. Tan claramente como se ven cosas y personas en la realidad, vio a Nelet, que, asistido de unos cuantos facciosos con rabo (por donde se colegía su calidad demoníaca), crucificaba a un hombre, clavándole en un largo madero. El hombre, que debía de ser un bendito, se dejaba crucificar risueño, diciendo a su verdugo: «¡Pacho!, no sabes lo que haces». Largo tiempo, si es que la lentitud o rapidez de este son apreciables en una pesadilla, atormentó al soñador la visión espantosa, que terminaba y se reproducía como el ensayo de una escena teatral. El propio D. Beltrán, angustiado, quiso más de una vez gritar a su discípulo: «¡Pacho!, no sabes lo que haces». Pero no podía... ¡Vive Dios, que no podía!... Las palabras se le pegaban al cielo de la boca cual si fueran obleas.




ArribaAbajo- XXVII -

Horrorizado y tembloroso despertó el anciano, y lo primero que vio fue a Cabrera durmiendo, tendido en el suelo boca arriba sobre una manta, envuelto en su capa blanca y roja, la boina sobre los ojos para resguardarlos de la luz. El secretario, con violenta postura, escribía en la silla de tijera, y un ayudante que hacía cigarrillos sentado en la tierra, indicó a D. Beltrán con un signo   —266→   que evitase el ruido para no turbar el descanso del General, que se había dormido después de salir el sol. A poco entró un ordenanza, y en voz muy baja dijo al prócer que fuera le esperaba desde el amanecer un señor comandante amigo suyo. Echose de la tienda D. Beltrán, andando poco menos que a gatas por la gran debilidad que sentía, y encontrose a Nelet sentadito en una piedra, la cabeza entre las manos, el espinazo en violenta curva, imagen de la melancolía negra o de la desesperación. Después de tocarle en el hombro, el desmayado viejo encaminose a una cercana tienda, de donde un penetrante olor de fritangas le llamaba con reclamo irresistible. Tuvo la suerte de tropezarse allí con el teniente Pulpis, que inspeccionaba las sartenes; pidió que le dieran de comer, aunque sólo fuera pan y cebolla, y obtenido algo más confortativo y suculento, se puso a devorarlo mientras hablaba con Santapau, que se le arrimó al instante con apetito de conversación.

«Hijo mío, te encuentro muy desmedrado. ¿Estás herido? ¿Has perdido tu preciosa sangre en las acciones de estos días frente a los muros de Gandesa?... ¿O es que te sobrevino algún disgusto, quizás otra jarana con los chicos de Lucifer?

-No... a esos no les temo ya. Curado estoy del mal de demonios -replicó Nelet suspirando, agobiado de tristeza-. Un saludador de mi pueblo me ha dejado las cámaras interiores bien limpias de esas alimañas, con   —267→   un bebedizo que, por lo amargo, debe de estar hecho con la hiel de Judas. Al decir de ese médico, los diablos huyen ahora de mí y se albergan en los cuerpos de mis amigos.

-Cierto debe de ser eso -dijo Urdaneta haciendo por la vida con ansia fisiológica-, porque anoche se han dignado visitarme esos mequetrefes, y en ellos reconocí a los que contigo se divertían. Pues que ya desalojaron tu interior, haz que abandonen también el de tu maestro, que no gusto de tales inquilinos... Entiendo, por la murria que noto en ti, que el desahucio no ha sido completo, y que algún intruso se quedó trasconejado dentro de tu pobre humanidad.

-No es murria de diablura la que tengo, sino de conciencia, y tan grave y honda, que anoche faltó poco para que pusiera fin a mi vida. Suspendí el dispararme por esperar a consulta con usted acerca del caso que me anonada, caso tremendo de los que no tienen solución.

-¿Qué sabes tú si yo la encontraré? Déjame que coma un poco más de este guisado de cabra que me da la vida, y me fortalece el magín para evacuar consultas... Come algo, hijo, que del alimento corpóreo se nutre también y conforta lo más espiritual de nuestro ser: la conciencia.

-Las hambres de la conciencia no se aplacan sino echándole la propia carne para que se la coma...

-Cuéntame, cuéntame pronto, y veré la causa de tu aflicción.

  —268→  

-Acabe usted y salgamos de aquí. Vámonos a donde no haya personas que vean y oigan. El oído y el ver humanos me dan tanto enojo, que a todo el mundo dejaría ciego y mudo. Sólo Dios debe ver, y sólo deben sonar las tempestades, que son su voz.

-Hijo, poético estás y lúgubremente metafórico... sólo que tus imágenes son de un cuño que está ya mandado recoger por anticuado y candoroso. Ea, terminé mi almuerzo, que por el hambre que tenía me ha resultado opíparo. Vamos a donde quieras.

Llevole Nelet a un ejido donde estaban herrando caballos, y allí, entre relinchos, aún mejor sonantes que las palabrotas de mariscales y soldados, refirió el caso que tan hondamente le perturbaba. «La malhadada acción de Gandesa -dijo-, la perdimos porque, en lo mejor del combate, muchos de nuestros hombres fueron atacados repentinamente de un mal de estómago, por haber bebido en charcos corruptos, y con fieros retortijones caían muertos. Mi regimiento fue de los que más sufrieron de este maleficio. Creían mis soldados que el enemigo había envenenado las aguas... les entró el pánico... entre el físico y yo quisimos convencerles de que la ponzoña era natural en aquellas estancadas lagunas... Para abreviar: enfermos y desalentados nos batimos en guerrillas en todo el flanco derecho. Nogueras embistió el centro. Vi que flaqueaban; apretamos más y más, perdiendo gente y ganando terreno; hice lo que pude, más de   —269→   lo que podíamos y debíamos, hasta que Cabrera nos mandó retirar. Hícelo yo con un orden perfecto, pues conozco como los dedos de mis manos todos los caminos, atajos y veredas que rodean al pueblo donde nací. Ninguna fuerza cristina me atacó en mi retirada, que hice vadeando el río y tomando la vuelta de Algás. No habíamos andado legua y media, cuando sorprendimos y copamos unos veinte hombres cristinos que al parecer habían salido de descubierta. Tan torpes andaban y tan ignorantes del terreno, que se nos vinieron a la mano en sitio donde no podían escapar. Algunos, arrojando las armas, emprendieron la fuga con pies ligeros; pero mis tiradores no tardaron en cazarles: sólo dos piezas perdimos. Los otros se nos entregaron como borregos atontados, pidiéndonos misericordia. «¿Qué hacemos, mi comandante? ¿Les fusilamos, o qué? Nos da el corazón que estos andaban por aquí envenenando todo el río...». Respondí que bueno... Yo me sentía un poco emponzoñado... estaba furioso... echaba fuego de todo mi cuerpo... Por ahorrar cartuchos, mi gente les iba despachando a bayonetazos... Yo no sé, amigo D. Beltrán, por qué me entró aquel día tal furor de matanza. Demonios no llevaba dentro de mí; pero sí un amargor que me irritaba, que me volvía feroz. Por la mañana había tomado el brebaje de que antes hablé... me escocía horriblemente el cuerpo. Las moscas que se cebaban en mi pobre caballo, me tenían loco con sus furiosas picaduras.   —270→   Y además, yo sudaba... ¿cómo diré? a mares, un sudor amargo y venenoso, según creo, y mosca que me picaba, moría. Mas eran tantas, que hube de apearme por huir de ellas... Mientras mis soldados exterminaban hombres, yo daba vueltas a pie por entre vivos, muertos y a medio morir; y en esto vi a un cristino tumbado contra un árbol, herido ya... No sé por qué me dio el arrechucho de atravesarle con mi espada... le tomé por una mosca, o por el padre de todas las moscas... Apenas retiraba de su costado izquierdo mi espada, me asaltó una idea... sí, era una idea. ¿Qué vi yo en la cara y en los ojos de aquel hombre? ¿Qué vi para lanzar un alarido, pues alarido de rabia y dolor fue la pregunta que le hice? «¿Eres tú Francisco Luco?». Lo pregunté dos veces, y él respondió que sí con la cabeza, moviéndola de golpe... así... Con la cabeza dijo que sí, y también con los ojos al mirarme; mas con la boca no dijo nada, porque entre el intento y la palabra se metió la muerte.

-¡Dios nos tenga de su mano! -exclamó Urdaneta, desahogando su pena con un gran suspiro.

-Dígame usted ahora si habiendo dado muerte con tan estúpida crueldad al hermano de la que adoro, puede haber consuelo para mí. ¿No debo desear que se abra la tierra y me trague? ¿Para qué está ya Manuel Santapau en el mundo?

-Poco a poco... no hay que perder la serenidad. Primero, pudo haber error. Al dar el   —271→   hombre esa fuerte cabezada, como dices, quizás no fue su ánimo responder a tu pregunta... Aquel movimiento debió de ser la tensión de músculos propia del morir...

-¿Y la semejanza con su hermana? ¡Si era su propio rostro! Los ojos, en la mirada que me echó, pareciéronme los ojos de Marcela.

-Tampoco eso prueba nada. O pudo ser un parecido casual, o no había tal semejanza más que en tu imaginación excitada por el combate, por las preocupaciones, por el brebaje, y... por las moscas. ¡Y quién sabe, quién sabe, querido Nelet, si en esa tragedia habrán tenido alguna parte los chicos de Luzbel, valiéndose de un cubileteo, de una simulación de rostros para trastornarte! Aquí donde me ves, influido sin duda por el ambiente que respiro, por el aspecto romántico del país, voy creyendo en la realidad de las travesuras diabólicas, de que antes me reía... Y ¡qué diantre! atenúa mucho tu responsabilidad el haber sido cosa repentina, imprevista, como accidente de una batalla... La ocasión, la ley de represalias, que no puedes eludir como subordinado de Cabrera, te disculpa en cierto modo...

-No, no: mi conciencia no lo cree así... Mi conciencia se ha vuelto muy rígida, muy exigente y escrupulosa... Natural es que el amigo y maestro quiera consolarme... Pero no hay consuelo para mí. He cometido un verdadero parricidio. El querer matarme ahora, ¿qué es, señor mío, más que el afán de huir de mí, por el horror que me causo?

  —272→  

-Calma, juicio, reflexión... -dijo el maestro desalentado, mas queriendo disimular su pesadumbre-. Repentino y fulminante parece tu mal de conciencia; pero no faltará remedio para él: yo te lo fío, yo te lo aseguro... Has de prometerme no tomar ninguna resolución airada, y oírme y consultarme en todo, que si experto soy en amores, no me faltan luces ni conocimientos para los casos más graves de conciencia turbada. Déjalo a mi cargo. Descansa en mi autoridad, triste ciencia de los años...».

Como a continuación expresara el ladino viejo la idea de que bien podía Marcela ignorar siempre quién había sido el matador de su hermano, se remontó Nelet de la tristeza lúgubre a la ira, diciendo: «¿Cree usted que con esta cara puedo yo presentarme a ella y guardar el secreto de mi crimen? En el estado de mi conciencia, es imposible el disimulo, porque mi cara, mis ojos llevan retratado el crimen que cometí. En mis pupilas verá Marcela la imagen de su hermano moribundo, respondiéndome con la cabeza. Si usted me aconseja que le oculte la verdad, no es usted tan completo caballero como creí: no, no lo es.

-Te perdono tus dudas acerca de mi caballerosidad. Tú no estás bueno, querido Nelet... En cuanto a que declares, a que confieses tu crimen, admito y apruebo que lo hagas; pero sólo en el tribunal de la penitencia. No veo por qué motivo ha de ser Marcela tu confesor...

  —273→  

-Sí lo es... debe serlo, y yo quiero que lo sea -gritó Nelet.

-No grites, por Dios...

-O me mato para callar, o vivo para confesarme con ella.

-Pues colocada la cuestión entre los términos de ese terrible dilema, decido, ea, que vivas y confieses.

-¡A ella! Este fuego que ahora prende en mi conciencia y que me está quemando cuerpo y alma, no se aplaca más que con la verdad... Luego, que sea de mí lo que Dios quiera».

Con la idea de calmarle, fingió D. Beltrán asentir a lo que Santapau decía: confiaba que el descanso, el sueño, las obligaciones militares, el roce con sus compañeros, le traerían pronto a la vida normal y al equilibrio de su mente. Procuró distraerle, hablándole de diversos asuntos, y después de contarle con pintoresco estilo, no exento de gracejo, la escena de su interrumpido suplicio en Rossell, le notificó que Cabrera, con benignidad increíble, le había levantado la sentencia de rehenes, y que confiaba obtener pronto su libertad.

Tuvo esta palabra la virtud de animar un poco al atribulado Nelet. «¡Libertad! -exclamó-. Yo también quiero ser libre... ¡Muerte y libertad! ¿No es cierto que la conciencia oprime? Pues hay que matar al déspota, como dicen los patriotas y jacobinos... matar al tirano para ser libre. Por eso digo yo: «Muramos, libertémonos».



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ArribaAbajo- XXVIII -

Con sutil ingenio trató de hacerle ver D. Beltrán lo disparatado de aquel conceptismo, dando su verdadero valor a las ideas de libertad y muerte, harto graves ambas para ser tratadas en estilo de madrigal, y en estas y otras charlas llegó la hora de partida, dispuesta repentinamente por Cabrera cuando con más descuido saboreaban todos el descanso después de tantas fatigas. ¡En marcha! ¡A correr, a combatir! ¿A dónde iban? Cabrera no acostumbraba decirlo, y marchando al frente de sus tropas les señalaba el camino. Agregose D. Beltrán en un caballejo que le proporcionó su amigo Putxet, y entre este, que hablaba por los codos, y Santapau, que parecía privado del don de la palabra, emprendió la caminata por un sendero ingrato y polvoroso. Y por Dios, que ya se cansaba el buen señor de tanto ajetreo; sus huesos le pedían descanso; quizás en el nuevo estilo de Nelet, le decían: «Libertad, muerte». Gracias a su vigorosa fibra, a su carácter jovial y un tanto aventurero, podía resistir los molimientos y privaciones inherentes a la vida militar; y cuando el cansancio físico parecía irresistible, su imaginación, reverdecida en lo juvenil,   —275→   le deparaba algún nuevo estímulo para proseguir en la carrera. Por dicha suya, o por desgracia, que esto es dudoso, ante su vejez declinante no se cerraban nunca los horizontes.

Grande fue el disgusto del prócer en aquel camino, viendo que Nelet, sin mejorar de su desazón espiritual, decaía visiblemente, como atacado de un mal físico grave. A media tarde observó su amigo en él fiebre intensísima; al anochecer, entrando en Arenys de Lledó, cayose el comandante del caballo. Recogiéronle como cuerpo muerto y le arrimaron a una pared, en tanto que Urdaneta, consternado de ver a su discípulo en tan mala disposición, se determinó a manifestar al General la imposibilidad en que aquel se hallaba de continuar su marcha. En la casa del cura, donde tenía su alojamiento, recibiole Cabrera malhumorado, revelando en su ceñudo rostro que no se había podido escoger peor ocasión para pedirle favores. Mas el intrépido aragonés, a quien no acobardaban entrecejos, no sólo pidió que Santapau fuera dado de baja por enfermo grave, y quedase hasta su restablecimiento en aquel pueblo, donde tenía familia, sino que se arrancó a solicitar que a él se le permitiese también permanecer allí para asistirle. Observando en Cabrera el centelleo de los ojos, el bilioso color tirando a verde, y la inquietud leopardinacon que se paseaba de un ángulo a otro de la jaula, creyó que a cajas destempladas le despediría, sin acceder a   —276→   sus peticiones. Mas no fue así: como un hombre afanado que aparta su atención de las cosas menudas para aplicarla por entero a las grandes, Cabrera le manifestó que tanto él (D. Beltrán) como Santapau se fueran... a cualquier parte, o mucho con Dios, pues ninguno de los dos le hacía falta para nada. «Usted, Sr. de Urdaneta -le dijo, plantándose ante él-, está libre, y puede volverse a sus estados de Aragón. Para rehenes no me dan juego los aristócratas, y para prisioneros me convienen los que trabajan y toman las armas. No es desprecio, señor... En cuanto a Santapau, que se me presente así que esté curado, y si no cura y se muere, Dios le perdone... Puede usted retirarse. Quizás no nos veamos más, porque usted es muy viejo, y yo, aunque joven, moriré pronto... de un berrinche... Adiós».

Retirose agradecido el señor de Albalate, y Cabrera celebró Consejo, para someter a la deliberación de unos cuantos individuos, clérigos la mayor parte, el asunto que revestir quería de autoridad consultiva, conforme a las fórmulas de gobierno impuestas por D. Carlos. No estorbaba tal trámite al caudillo del Maestrazgo, que sabía cubrir el expediente de oír a los señores, y afectando respeto a sus dictámenes, hacía después lo que le daba la gana. Los consejeros quedaban muy satisfechos, creyéndose ruedas indispensables de la máquina administrativa, y si algunos pudieron entrever que en el gobierno de aquella región no   —277→   eran más que figuras de adorno, churrigueresco por añadidura, se consolaban con la risueña esperanza de obtener plaza en la audiencia de ministros de Valencia, o en el Consejo y Cámara de Castilla, el día del triunfo. Al salir de la visita al General, se cruzó D. Beltrán con los consejeros que entraban, y, sin dársele un ardite de aquella farsa, no pensó más que en la obligación de alojar a su amigo enfermo, para lo cual lo primero que hizo fue buscar a los parientes que tenía Nelet en Lledó; pero como estos no parecían ni nadie daba razón de dónde habían ido a parar, no hubo más remedio que acomodarse en alguna de las casas donde, mediante pago, se les brindaba regular albergue. Eligió D. Beltrán, por despejado y saludable, un mas a la entrada del pueblo, con casa vieja y grandona entre arboledas. El masovero era un viejo catalán, asistido de dos nietas guapas, la una más que la otra, y ambas obsequiosas, atentas, un poquito redichas y algo coquetas, razón por la cual la tal familia se le entró a D. Beltrán por el ojo derecho. Dieron al enfermo un cuarto alto de la casa, con mediano lecho, y al caballero anciano otro contiguo, donde había simientes y colgaderos de hierbas en manojos puestas a secar. No le pareció mal su residencia, a pesar de la dureza de la cama, que a las piedras igualaba, y habría vivido allí muy gozoso, si el mal cariz de la dolencia de su amigo no le tuviera en tan grande sobresalto.

  —278→  

Pasó Nelet la primera noche en un estado que a su maestro le pareció gravísimo, con fiebre muy alta, delirio y agotamiento de fuerzas. Al día siguiente amaneció con una fuerte erupción en toda la cara y parte del cuerpo, como si le hubieran picado abejas. D. Beltrán no se apartaba de su lecho ni de día ni de noche, atento a cuidarle con ayuda del masovero, hombre tan bondadoso como amañado, y de sus nietas, más amañadas aún para todo lo doméstico. Como en el pueblo no había médico, ni siquiera albéitar, entre D. Beltrán y Chimeta (que así se llamaba la mayor de las muchachas, y al propio tiempo la más bonita y dispuesta), celebrando frecuentes consultas, diagnosticaron y prescribieron lo que les dio la gana, determinándose por el sistema expectante, el más fácil y barato, y tal vez el más científico. Quietud, limpieza y frecuentes tomas de agua bien endulzada, fueron la única terapéutica en los ocho días que duró la gravedad de Nelet, y en que los brotes de la cara tomaron un aspecto por demás alarmante. Según el masovero, no era caso de viruelas, que él conocía muy bien por haberlas visto más de una vez en su familia; era tan sólo un hervor de sangre motivado de berrinche suspenso, es decir, de una sofoquina que por prudencia no había salido del cuerpo. Decía que no hay cosa más mala que enfadarse en día de calor y no desfogar la rabia con palos o bofetones. El que tal hace, lo paga con la salud y a veces con la   —279→   vida. Sucedieron a los ochos días de gravedad otros ocho en que cedió la erupción, resolviéndose en muda de la epidermis; desapareció la fiebre, y el enfermo pudo tomar alimento, aunque siempre con repugnancia. Su inteligencia, completamente obscurecida en aquel período, revelaba una honda crisis: su palabra era torpe, cansada, regañona. Tanto D. Beltrán como Chimeta, persistiendo en la puntual asistencia, se confirmaron en la superioridad incontestable del tratamiento acuático, sin mezcla de ninguna droga, y proclamáronse curanderos de primer orden, capaces de ejercer el arte con no poca fama y provecho. Era Chimeta muy graciosa, y a D. Beltrán se le caía la baba oyéndola bromear y reír por cualquier fútil motivo. En su aturdimiento senil, olvidado ya del trance terrible de Rossell y de los actos de arrepentimiento con que allí limpió su conciencia, se le reverdecieron las aficiones de toda la vida, y su habitual culto del bello sexo encontraba ante aquella sencilla y tosca ninfa ocasiones de gran lucimiento. Para ella era un deleite novísimo oír los galanteos refinados, y hasta cierto punto paternales, del Sr. de Urdaneta, y a él se le refrescaba el alma, se le avispaba el entendimiento, se le aliviaba el peso de los años. Todo era inocente, madrigalesco, puro juego de frases agudas untaditas de miel: sobresalían en él las buenas maneras y el propósito, casi siempre logrado, de no caer en lo ridículo; en ella se veía la mujercita   —280→   exuberante de vida que quiere adquirir soltura en la esgrima y en el lenguaje de la lucha pasional.

Mas ¡ay! cuando Chimeta, llamada de sus obligaciones, dejaba de acudir al enfermo, y con este se encontraba sólo D. Beltrán, ya no podía el hombre librarse de la tristeza. Cierto que había recobrado la libertad, inapreciable don; pero el asunto que le trajo a tierra de Teruel continuaba sin resolver. No creía ofender a Dios deseando que viniera a sus manos lo que estimaba de su legítima pertenencia; y sin apartarse del orden de sentimientos que el angustioso paso de Rossell despertara en su alma, se condolía de tener que volver a Cintruénigo en situación desairada y con las manos vacías. Las esperanzas de remedio que había concebido se disipaban ya, pues Nelet tenía trazas de quedarse idiota: no razonaba; sus conceptos eran incoherentes o de una simplicidad rayana en la estupidez. Para mayor desdicha, nada se sabía de la monja vagabunda y enterradora de caudales. No aportaba por allí Malaena ni para traer ni para llevar sus velocísimas embajadas, sin que esta ausencia pudiera achacarse a ignorancia del lugar donde los caballeros residían, pues por los oficiales del 3.º de Tortosa, a quienes se dejaron instrucciones muy precisas, debía tener conocimiento de la enfermedad de Nelet y de su forzosa estancia en Lledó. «Aunque no sea más que para decirnos que nada sabe de la hija de Luco -pensaba Don   —281→   Beltrán en sus soledades tristes-, la mensajera tiene que venir». Y tanto deseó a la mujercilla ratonil, y con tanta fuerza la reclamaba su voluntad, repitiendo el vendrá, tiene que venir, que una mañana, como por virtud de conjuro, apareció la vieja. ¡Hosannah! Veinte días llevaba ya de enfermedad el pobre Santapau, y su entendimiento despertaba perezoso, tratando de cobrar con lenta cacería las ideas dispersas, fugitivas, descarriadas.

En la huerta del mas recibió D. Beltrán a la embajadora loco de contento, y este subió de punto al saber que Marcela no andaba lejos de allí, pues sabedora de la muerte de su hermano, se encaminaba con los viejos a Gandesa por el Monte Caro, con el fin de recoger el cadáver y darle sepultura. No quiso el buen caballero que Malaena se presentase a Nelet, pues aún no estaba este en disposición de recibir emociones vivas, que podrían retrasarle en su penosa convalecencia; y dando de comer a la mensajera, y aposentándola en la cuadra con comodidades para ella desconocidas, la interrogó prolijamente, tratando de indagar, no sólo los propósitos, sino el estado de ánimo de la santa mujer. Poco pudo informarle Malaena de estos particulares. La última vez que vio a Marcela fue cerca de un castillo que hay a la bajada de Monte Caro para ir hacia Pauls. Iban ella y los viejos cuesta arriba, llevando una olla muy pesada, tan pesada, que se relevaban para cargarla.

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«¿Les viste saliendo del castillo o entrando en él? -preguntó D. Beltrán con afectada indiferencia.

-Hacia él iban, señor -replicó la vieja en valenciano, que el caballero tradujo fácilmente-; mas no sé si llegaron o siguieron de largo, pues la sacra señora, dándome pan y queso, me mandó que me retirara, y yo me retiré comiendo, sin mirar para atrás».

Eran estas referencias como una mano blanda y tentadora que en el alma del noble anciano revolvía, y con sus halagos despertaba la codicia, sierpe aletargada desde las efusiones cristianas del terrible día de Pentecostés. Se argumentaba para calmar su conciencia, diciéndose que desear lo suyo y perseguirlo no era desatino grave, sino intención equitativa; pero entre el desear y el temer, ello es que perdía el sueño, y su espíritu se distrajo de las alegrías que el trato de Chimetale daba, alegrías tras de las cuales se ocultaba con senil rubor una honesta adoración, un sentimiento que casi no era más que estético goce.




ArribaAbajo- XXIX -

Viendo muy mejorado a Nelet, diole cuenta de la reaparición de Malaena y de lo que habían hablado; excitose el enfermo, recobrando de golpe su locuacidad, y a las primeras   —283→   palabras hubo de comprender D. Beltrán que se renovaba en toda su intensidad el enfadoso mal de conciencia; no vaciló el maestro en atacarlo con brío diciendo: «Entrégate a mí, pues no estás en disposición de resolver por ti mismo cosa tan grave. Yo lo arreglaré con tan buena maña como pura honradez. Tus escrúpulos se disiparán, y Marcela será tu esposa. Tu delicadeza es ya locura. Conviene que moderemos hasta nuestras virtudes... Y si te encuentras en disposición de caminar, no será malo que salgamos en seguimiento de la divina mujer». Accedió Santapau, y se convino en esperar dos días para mayor acopio de fuerzas, pues no teniendo caballos ni posibilidades de adquirirlos, era forzoso emprender a pie la dura caminata.

Llegado el día de la marcha, salieron, y fue un paso triste para D. Beltrán el separarse de la linda Chimeta, que con sus donaires y risotadas se le había metido en el hueco preferente del viejo corazón. No digamos que le turbaban pretensiones absurdas respecto a la muchacha: no era sino que le dolía separarse de ella, como duele el arrancarnos cualquiera raicilla que penetra en el alma, y la de D. Beltrán tenía un terruño muy propicio al arraigo de toda hierba. ¡Nunca más ¡ay! volvería a ver a la ninfa tosca de Lledó! Era un adiós en la puerta de la eternidad, adiós dado al bello sexo, a la humana belleza, a las únicas flores que alegran este valle de lágrimas. Casi con   —284→   ellas en los ojos, realmente conmovido, se despidió el señor de tantas Torres, besando la mano áspera y gordezuela de Chimeta. Le deseó un buen novio para hacer de él un buen marido, y le recordó los consejos que le había dado para dominar a los hombres y hacerse querer locamente de ellos. Agradecida la ninfa, así como su hermana y abuelo, a las bondades de los dos señores, les vieron partir con pena, pidiendo a Dios para ellos salud y prosperidades.

Acompañados de Malaena se metieron por los atajos y recodos que conducen a Horta, donde pensaban terminar su primera jornada. Parecían dos pobres titiriteros, seguidos de un perrillo con faldas, o mejor, de un cuadrumano con cuyas monadas y brincos pedirían limosna de pueblo en pueblo. Iba Nelet vestido como en la facción, sin insignias, armado de cuchillo y pistolas; mas en la traza total de la cuadrilla, las armas, a primera vista, parecían trebejos para el arte de volatines o prestidigitación. Muy mal de ropa estaba el primer noble aragonés; pero aun así no se despintaba su empaque de persona principal. Andaban despacio, guardando silencio en largos trayectos, charlando a veces con lánguida conversación. Temerosos del encuentro con alguna columna cristina, mandaban a Malaena por delante, a la descubierta, para que ojeara toda emergencia de gente sospechosa en aquellos horizontes. En el descanso de Horta, albergados en una paridera a la entrada del pueblo,   —285→   explayose Nelet a contar a su maestrolas cosas que le andaban por dentro del espíritu, en verdad muy extrañas, y las visiones que desde los comienzos de su enfermedad le acosaban, alguna de las cuales tuvo poder bastante para obscurecer a las demás y resplandecer sola y continua en el campo luminoso de la óptica interna.

«Esto que voy a contarle -dijo Santapau, recostándose en el suelo junto a su amigo después de mal cenados-, lo vi muy claro la primera noche de mi enfermedad en Lledó; después se me fue apagando... lo veía turbio, desvanecido, mezclado con otras imágenes; pero al entrar en convalecencia, volví a verlo claro, cada noche más, y más... llegando a tanto su claridad, que ya lo veo también de día y con los ojos abiertos.

-Cuéntamelo pronto, que ya estoy ardiendo en curiosidad. No dudo que ello tendrá relación con el fin y empresa que mueven tu vida, y que la imagen de Marcela será centro de todas esas esferas y círculos de tu soñar loco...

-Pues oiga usted. Desde que me entra, ya me tiene usted corriendo a caballo tras de la monja de Sigena.

-¡Y ella... a patita! Poca ventaja te llevará.

-No puedo decir cómo va, pues no la ven mis ojos... Sé que va delante, la siento, la olfateo. Yo grito; ella no me oye.

-Y sigues, sigues... arrimando espuela.

-No espoleo porque voy desnudo de arreos,   —286→   de ropa y hasta de carne. Soy un esqueleto. Mi caballo es también esqueleto... de caballo, se entiende... y ni yo tengo más espuela que el hueso del carcañal, ni él tiene barriga en que yo pueda espolearlo... Mas no es preciso, porque corre, corre sin que yo le diga nada, haciendo con sus cuatro cascos un compás de música que no se aparta ya de mi oído. Pataplás, parrataplás... siempre así.

-Sufrirás mucho corriendo tras un fantasma sin alcanzarlo nunca.

-Más que la persecución del fantasma, me hace padecer el pataplás de mi cabalgadura y los estragos que causa al sentar alternadamente los cuatro cascos como mazas de hierro... ¿Por dónde voy en esta carrera? Por un campo que parece árido y no lo es. Lo parece, porque en él no nace ningún árbol, ni mata, ni hierba; no lo es, porque está todo lleno de seres vivos, chiquitos, que nacen en él y por entero lo cubren... No se ve el suelo: no hay dónde poner una pieza de dos cuartos. ¿Qué son? dirá usted, ¿qué vidas son aquellas? Pues son niños, señor D. Beltrán; no ángeles, que alas no tienen, sino criaturas como las de acá, como las del mundo, como nosotros cuando teníamos un año, dos años...

-Hombre, sí que es rara, estupenda visión... ¿Pero esos niños...?

-Nada, señor, niños. ¿No sabe usted lo que son niños, criaturas, o como dicen los gitanos, churumbeles? El campo absolutamente lleno de ellos. ¡Y qué lindos, qué graciosos!   —287→   Gorjean, ríen con esa carcajada del chiquillo que se embelesa mirando una luz. ¿De dónde salen? De la tierra, pienso yo, apretados unos contra otros, como los tallos de la hierba... desnuditos, rollizos, ligeros... Bueno: pues por este campo de niños paso yo a la carrera. Mi caballo les va destruyendo con sus patadas, y ellos vuelven a salir, vuelven a nacer, y a gorjear y a reír... siempre chiquitos y monos; ya digo, de año y medio o dos años, y en número incalculable. En todo lo que alcanza mi vista, no se ve más que el campo lleno de nenes. Se agita el sin fin de cabecitas haciendo ondas, como un campo de trigo, y las ondas traen y llevan el gorjeo. Mi caballo recorre como el viento leguas y leguas, y siempre lo mismo, machacando criaturas, que vuelven a salir vivitas, alegres... Si le digo a usted que son cuatro mil cuatrillones, no digo nada, pues son más, más...

-¿Y su única voz es el gorjeo? ¿No has reparado sí dicen papá y mamá?

-No lo dicen; pero es como si quisieran decirlo.

-Está bien. ¿Y qué hace mi señora beata en el campo de niños?

-No sé... allá lejos va... yo no la veo. Se me antoja que al golpe de sus pisadas brotan las criaturas.

-Hijo, visión más peregrina no atormentó jamás a ningún cristiano. Lo que no alcanzo es qué relación pueda tener ese campo infantil con tus cuitas, Nelet.

  —288→  

-Yo tampoco lo alcanzo... Pero ello es que la visión no me deja. Hasta de día y muy despierto la tengo ya. Los gorjeos también se agarran a mi oído. Y no miento si le digo a usted que a toda esa inmensa chiquillería la quiero ya... ni más ni menos que si fueran mis hijos... ¿Lo serán? pienso yo. ¿Serán los que tuve o debí tener en cuatro mil cuatrillones de siglos que viví antes de esta vida?

-¡Demonio, echa siglos y generaciones!... ¿Sabes que tu fantástico sueño es para marear y confundir la cabeza más firme?

-La mía no puede ya con más confusión.

-Y eso es contagioso... Temo que me pegues tu mal. Cállate ya, por Dios, que yo voy a soñar también lo mismo... pisoteando nenes... quita allá... ¡qué atrocidad!... Cállate, que no quiero yo soñar eso, no quiero».

Guardaron silencio, y a poco dormían ambos; mas se ignora lo que soñaron, y si fue un hecho el contagio que D. Beltrán temía. A la mañana siguiente, que se presentó lluviosa, continuaron andando con no poca molestia, amparándose bajo los árboles cuando el llover arreciaba. El suelo arcilloso, lleno de charcos, les causaba grande enojo, y tan pronto se detenían ateridos al abrigo de un paredón, como aceleraban su andadura, afanosos de llegar pronto a poblado. Renegando de tales contratiempos y de las perversas condiciones en que viajaban, dijo Santapau a su amigo, guarecidos en una aldea mísera: «Ni usted ni yo nos resignamos   —289→   a andar de camino como unos miserables titiriteros, careciendo de todo, mal vestidos, perdiendo la paciencia, el tiempo y la salud. Necesitamos caballos, vestidos, dinero. Puesto que estamos tan cerca de Cherta, donde tengo familia, amigos y un mas, cuya renta de doscientos ducados no he cobrado este año, nos llegaremos allá, o me llegaré yo solo, si usted no se halla muy dispuesto. Sólo estaré el tiempo preciso para recoger todo el dinero que pueda y proporcionarme un par de caballos o mulas, o aunque sean borricos...». Pareciole de perlas a Don Beltrán este propósito; mas se declaró perezoso de acompañarle, pues se hallaba rendido, aspeado, lleno el cuerpo de dolores y con ganas de guardar sus huesos en abrigo media semana para repararlos de los efectos del último remojo. Convinieron en que iría solo Santapau al romper el día: conocía perfectamente todos los senderos y atajos, y no contaba emplear, andando sin sofocarse, arriba de tres horas. D. Beltrán se quedaría en la aldea, que era el barrio más lejano de Prat de Compte, al cuidado de Malaena, reponiéndose del quebranto producido por la caminata y la mojadura. Partió Nelet tempranito, agregado a una cuadrilla de mujeres que iban a Cherta con haces de leña, y el ilustre señor se quedó en un blando lecho de paja, arreglado por la que había venido a ser su camarera. En la memoria del buen viejo se reprodujo la noche pasada en Fuentes de Ebro, bien apañadito en montones   —290→   de paja. ¡Pero qué diferencia entre la bella Saloma, tan graciosa y diligente, y aquella desmañada viejecilla de Vallivana, que no servía más que para correr de monte en monte! La compañía de la navarra, su excelente disposición y cháchara festiva, trocaban en palacios las cuadras de los mesones, mientras que Malaena todo lo afeaba y envilecía. Encargole D. Beltrán unas sopas de ajo, y tan mal las hizo, que sólo a fuerza de hambre pudo pasarlas el pobrecito viejo. Por su ineptitud para todo lo doméstico, por su salvajismo y suciedad, se le había hecho antipática, y le azoraba con su prurito de confianza y de palique cuando más deseaba él estar solo, callado y libre; el brillo y la continua vigilancia de sus ratoniles ojos le ponía nervioso; sus familiaridades llegaron a ser de una pesadez impertinente, como si desconociera el respeto que a tan alta persona debía guardarse. Creyérase que le tomaba por titiritero arruinado en el oficio. Sentadita frente a él sobre la paja, le dijo en dulce valenciano, que es forzoso traducir: «¡Qué hace ahí tan metido en su magín, cavilando maldades! Vosténo está ya más que para ponerse en paz con Dios.

-Pienso lo que me da la gana -replicó D. Beltrán, esquivando la mirada de las cuentas de azabache que Malaenatenía por ojos-. ¿Quién te manda a ti meterte...? ¡vaya!

-Me meto por llamarle a Dios, que ya es   —291→   tiempo. Más vejestorio es vosté que yo. Me da lástima de que la muerte le coja descuidado.

-¡La muerte! ¿Acaso estoy yo para morir?

-Yo no sé leer escrituras, pero leo la muerte en la cara de la persona.

-Vete al demonio... Te encargó Nelet que me acompañaras, no que me faltaras al respeto.

-No falto al respeto diciéndole a vosté que se muere. No me equivoco.

-¡Embustera, quítate de ahí! Aunque algo cansadito, me siento fuerte, y paréceme que aún tengo años por delante.

-Días tiene, y los dedos de una mano le sobran para contarlos.

-¡Lárgate pronto, condenada!», gritó Don Beltrán estirando violentamente una pierna contra la paja.

La vieja se fue. Y en su imperfecta vista creyó el pobre caballero que desaparecía como un ratón por entre los informes y obscuros objetos que llenaban la cuadra, revestidos de telarañas y polvo... Solo ya, meditaba. ¡Si tendría razón la maldita vieja! No, no: él no hacía caso. ¿Qué podría saber de vidas y muertes una pobre rústica, salvaje, casi idiota? ¡Vaya que estaba divertido! ¡Después de una mala noche, soñando con el campo de niños y oyendo sus gorjeos, un día de prisión junto a semejante sabandija, que no era, no, que no podía ser cosa buena...! Sintió un ruidillo de dientes sobre cosa dura, y a poco se le aparecióMalaena royendo   —292→   algo que llevaba de la mano a la boca con movimiento jimioso. Acercose a él y le observó, aproximando su rostro de pasa. Al verse mirado por los ojos ratoniles, D. Beltrán sintió frío, miedo. «Vete -le dijo-. Me molestas». Y ella: «Ya me voy. ¿Quiere estar solito para calentarse los cascos con sus malas ideas?... Diviértese vosté jugando con el pecado de la codicia, y piensa que le van a dar ollas de dinero...

-¡Calla, vete pronto!» gritó Urdaneta ronco, fuera de sí.

Y tan sobresaltado quedó el hombre para todo el día, que cuando Malaena se acercaba al lecho de paja, sentía el hombre verdadero pánico. Tomó el partido de cerrar los ojos y rodearse la cabeza con los brazos como para llamar el sueño; pero este no le favoreció, ni tampoco Nelet, regresando aquella tarde como había prometido. ¡Qué soledad, qué triste abandono! Pasó la noche agitadísimo, sintiendo que Malaenale tiraba de los pies para llevárselo... ¿Era bruja, era un diablo humanizado en la forma más odiosa? No hacía el pobre más que dar golpes en la paja, al modo de coces, murmurando: «Vete, demonio, vete; déjame».

Pero ¡ay! mientras Santapau no volviese, ¿qué remedio tenía más que vivir resignado bajo el poder de la infernal bestiezuela de Vallivana? Dejábase cuidar de ella, y probaba con repugnancia los bodrios que le servía... Pasó todo el día entregado a las absurdas creencias. Él, que nunca fue supersticioso,   —293→   ya creía en demonios aviesos, en asquerosas brujas y en trasgos maleantes. Y como a la segunda noche tampoco pareciese el bueno de Nelet, viose el señor de Albalate tan desamparado, que hubo de volver los ojos a Dios. Sólo con esto se le fue del alma la superstición, y abominando de tales torpezas, se sintió profundamente religioso, como lo había sido en algunas ocasiones aflictivas de su cautiverio, y singularmente en el tremendo paso del día de la Pentecostés. Sobrevino, pues el estado de arrepentimiento y contrición, dolor de haber ofendido a Dios con una vida de libertinaje; sobrevino el desprecio de las riquezas, el espanto de las malas acciones, así pasadas como presentes. Al amanecer del tercer día llamó a su ratonil guardiana, y con buen modo le dijo que hablase a los dueños de la casa antes que salieran al campo, concertando con ellos que le llevaran un sacerdote, pues sentía vivísimo anhelo de confesarse. Cumplió la vieja el encargo con toda diligencia; mas como no había en el lugar ni en sus contornos clérigo alguno, hubo de quedarse el noble señor sin el consuelo y descanso que deseaba.

Enojosas fueron para él las horas de aquel día, pues sin que se calmara el infantil terror que la seca viejecita le inspiraba, le atormentó el tumulto de su alborotada conciencia. Veía muy clara su abominación, pues cuando Dios le conservó la vida en Rossell, en vez de mostrar gratitud conservando   —294→   su alma en la pureza y descargo de su arrepentimiento, lo que hizo fue reincidir en sus antiguos vicios. No fue cosa grave el encandilarse un poquito con la gentil Chimeta; pero sí lo era el incurrir de nuevo en la fea codicia, afanándose por el legado de Juan Luco, y más aún la persistencia en agenciar con móvil egoísta el casorio de Nelet y Marcela. La situación moral había empeorado, pues al pecado antiguo de querer secularizar a una esposa de Cristo, se unía el propósito de engañarla, ocultándole que su galán o pretendiente era el matador de Francisco Luco. ¡Oh qué grande malicia, Señor! ¡Y de este modo y con intenciones tan protervas, pagaba la inmensa benignidad de Dios, que le había concedido la vida cuando ya casi apuntaban a su pecho los fusiles facciosos!

Encendida su alma en fuego de contrición, gritó llamando a su guardiana. «Malaena, ven. Ya no me inspiras miedo. ¿Verdad que no eres demonio ni bruja? Yo veía en ti el daño y corrupción que en mí propio llevaba. Perdóname. Eras para mí lo que para los niños el coco. Pero ¡ay! ya he visto que el coco dentro de mí lo tenía yo: era mi conciencia... Pues te digo que Dios me ha iluminado, y vuelvo al bien y a la virtud. Si me muero, que me muera. No más, no más pecar, no más pensamientos infames. Corra quien quiera tras un puñado de oro; yo no. No más supercherías con Marcela... Gobierne la santísima verdad los días que me restan,   —295→   pocos o muchos. Quiero salvar mi alma. Mi alma merece salvarse...».

En esto sintieron ruido de gente y caballerías. Era Nelet que llegaba de Cherta.




ArribaAbajo- XXX -

No fue el gozo de D. Beltrán, al abrazar a su amigo, proporcionado a una ausencia de tres días: fue como por ausencia de tres años, y de la fuerza del contento se le trastornó el sentido, viendo a Nelet más fuerte, más gallardo, restablecido de su reciente mal, la cara limpia del rojizo color de quemadura. Era ilusión del pobre viejo que veía lo que deseaba. Por su parte, Santapau encontró a su maestro más caduco, encorvado, jadeante, algo ido del cerebro, progreso de senectud excesivo para tres días. Mostrole muy satisfecho lo que traía: dos soberbios burros, pues caballos no los encontrara ni a peso de oro. Eran excelentes piezas, de cómoda andadura, y muy bien enjaezados. Traía también ropa para los dos, y un repuesto copioso de vituallas en una cesta barriguda. Despedido el criado delmasovero que había venido en el segundo pollino con la cesta y equipaje, los dos caballeros pusiéronse a cenar. Tiempo hacía que Urdaneta no probaba cosas tan ricas: butifarras, diversas clases de suculentos embutidos, pollos asados, frutas   —296→   escarchadas, chocolate, bollos de sartén... Más que en saborear aquellas viandas, gozaba D. Beltrán viendo a Malaena devorar, con atrasadas hambres, comidas tan finas en increíbles dosis.

«Pues he tardado tres días -dijo Nelet-, porque las grandes novedades que encontré en Cherta, y el barullo de gente y amigos, me imposibilitaron el despacho de mis diligencias en el tiempo que yo creí.

-Oí que estos días ha pasado hacia allá mucha tropa de uno y otro ejército. ¿Qué ocurre?

-Sí... tropas de Isabel, tropas de D. Carlos. Se ha batido bien el cobre... Vámonos pronto de aquí, antes que nos coja el paso de los míos, que ahora son en número mayor que antes. En una palabra: ya tenemos la expedición Real del lado acá del Ebro, en Cherta, gracias al talento militar de Ramón Cabrera y a su arrojo y prontitud. Está el hombre que no cabe en su pellejo de puro orgulloso... Sí, sí: no se asombre usted. Don Carlos ha pasado el Ebro. Yo le he visto... he visto al Rey, a nuestro ídolo, y le aseguro que me quedé como si hubiese visto a cualquiera que no fuese ídolo de nadie. Yo me figuraba otra cosa, otro empaque, otra representación de gran Monarca, hijo de reyes y ungido de Dios. De esta hecha, nuestro leopardo, como usted dice, ha puesto una pica en Flandes, porque gracias a su buen tino para ordenar las cosas, ha podido Don Carlos librarse de Borso y Nogueras, que le   —297→   perseguían. Junto a Cherta dio Cabrera una batalla al Sr. de Borso, obligándole a retirarse. Nogueras cometió la mayor pifia que se puede cometer en la guerra, que es no llegar a tiempo. La guerra no es más que el arte de la oportunidad, y este lo posee D. Ramón como nadie, y lo completa con su diligencia y conocimiento del terreno. Pasó Carlos V tranquilamente el gran río de España, en lanchas al caso preparadas, y los gritos de entusiasmo de las tropas competían en estruendo con el instrumental de las músicas. Enronquecieron gargantas y trombones. Ayer, la Sacra Majestad y todo su séquito mataron el hambre en Cherta, que la traían atrasadilla, porque la batalla que ganaron en Huesca les dio más prisioneros que bucólica. El comistraje que se les preparó era de lo más opíparo, y para que hubiera de todo, hasta helados hubo... Cabrera, el día del paso, que fue anteayer, estaba como loco, demacrado, los ojos del tamaño de toda la cara, echando rayos y centellas. Daba sus disposiciones ronco de tanto gritar, vestido con su peor ropa, pues ni para engalanarse como acostumbraba tuvo tiempo. Cuando se presentó al Rey en la orilla izquierda para pasarle acá, no le conocían, y los cortesanos se preguntaban asombrados: «¿Pero ese es Cabrera?... ¿ese?». El Soberano le manifestó su Real agrado. No serán flojas envidias las que van a salir ahora, pues corre la voz de que S. M. quiere nombrarle Generalísimo, y poner bajo su mando todos los Reales ejércitos.

  —298→  

-Así tiene que ser, pues según tengo entendido, de los figurones que rodean al Infante, poco debe esperar este... Y dime otra cosa: ¿oíste o viste si con el Rey viene un italiano llamado Rapella, que es el correveidile entre cortes verdaderas y falsas para tratar de un arreglo por bodorrio?

-Creo haber oído algo de un italiano de campanillas, y de otros extranjeros que en la comitiva del Rey vienen, entre la turbamulta de empleados y gentileshombres. Pero como yo, por el estado de mi espíritu, no podía prestar a lo que allí veía una gran atención, no puedo asegurar nada de italianos ni correveidiles.

-¿Y qué se dice? ¿La expedición, con su Rey a cuestas, dirígese a Castilla o a Valencia? Puede que reforzada con Cabrera, y quizás mandada por este, no se detenga hasta Madrid. ¿Oíste algo?

-Oí, oí... no sé lo que oí -dijo Nelet aturdido-. ¿A usted le interesa saberlo?

-Absolutamente nada.

-Lo mismo que a mí. Que vayan, que vengan, que suban, que bajen. No me interesa ya más que un reino, el mío. Cada cual se arregle en su reino como pueda.

-Muy bien dicho. Peleáis por poner en el Trono a un buen hombre, cuya incapacidad es bien manifiesta. Si tus amigos triunfan, estableceréis un imperio caedizo, pues en los tronos disputados, el vencedor no lo será definitivamente si no posee estas cualidades: bravura, don de mando, ciencia militar. Gane   —299→   quien gane en este pleito, querido Nelet, la Monarquía carecerá de fuerza y vivirá con vilipendio, entregada a las facciones. Ten presente que no se hace nada de provecho sin fuerza, entendiendo por esto, no el poder de las armas, sino una virtud eficaz y activa, que a veces reside en una persona, a veces en las leyes. Ni las leyes tienen aquí fuerza, o llámese energía gobernante, ni hay Rey o Príncipe que tal posea. Puede que nazca algún día; mas yo te aseguro que a la fecha no ha nacido. De modo que paz, lo que se llama paz, no la veréis en mucho tiempo los que sois jóvenes, ni quizás lo vean vuestros hijos y nietos... Con que lo que tú dices: cada cual a su reino... y en el reino chico de cada uno, que no falte una ventanita para ver pasar la Historia».

No prestaba Nelet a estos profundos juicios la debida atención, ni se extendió tampoco en pormenores de lo que presenciara en Cherta, porque sus impresiones eran confusas, como de quien ve muchas y abigarradas cosas en corto tiempo, sin interés ni recreo alguno de su ánimo. Mirando no más que a su reino, propuso que partieran a la mañana siguiente en busca de Marcela, pues por fidedignos informes que en Cherta adquirió, venía ya de vuelta de Gandesa, después de recoger el cuerpo de su desgraciado hermano y darle sepultura. Al capellán del 1.º de Tortosa, que la encontró una mañana junto al río Seco, dijo la monja que pensaba detenerse un día en el Santuario de San   —300→   Salvador y encaminarse luego a Arenys de Lledó a visitar a un enfermo. Iba, pues, en busca de sus amigos, los cuales se apresurarían a salirle al encuentro. Para mayor seguridad, dispuso Nelet que partiera la embajadora aquella misma noche, con instrucción precisa de las etapas que los caballeros seguirían y puntos de descanso, y la consigna de que esperasen en Lledó los que primero llegaran.

Conforme con tan acertado plan, y admirando el tino con que Nelet lo concertaba, creyó D. Beltrán llegada la oportunidad de manifestar al discípulo el estado de su ánimo, y sin más exordio le dijo: «Durante tu ausencia, hijo mío, no he cesado de reflexionar en el caso de Marcela, complicado ahora con la desastrosa muerte del pobre Francisco, y, discutiendo la solución que debemos darle, me sentí acometido del mal tuyo reciente, el mal de conciencia. Dios ha entrado en mí. Como avisos o presagios de la naturaleza flaca, procedieron a mi mal miedos supersticiosos, la idea de una muerte próxima. Era Dios que llamaba a la puerta de mi alma: no entendía yo su llamamiento, hasta que te vi entrar y me iluminó con su divina gracia. ¡Ay! querido Nelet, no quiero en mis postrimerías comprometer mi alma. ¿Amo a Dios, le temo? Amor y temor por igual me consuelan y sobrecogen; amor y temor me infunden el anhelo de ser bueno en lo que resta de vida, de sostener con una conducta ejemplar la paz, mejor será decir   —301→   la salud de mi conciencia... Reniego ya de aquel propósito y consejo mío de ocultar a Marcela la verdad de tu culpa, pues si con ese artificio ganaríamos bienes terrenales, perderíamos seguramente los eternos. No, no, Nelet: tú estabas en lo cierto y yo en lo errado; tú en la verdad, yo en la mentira; tú procedías como cristiano caballero, yo como un hombre vil... Pero ya no... Ahora te digo que la ocultación, o siquiera disfraz de la verdad, es gran pecado; me paso a tu partido, y en él te fortalezco.

-Pienso, amigo mío -dijo Nelet con gravedad-, que esta concordia de la voluntad de usted con la mía es cosa muy feliz. No hay duda: Dios o los ángeles han andado en ello. Hoy como ayer considero felonía el negar a Marcela mi culpa; mas, no teniendo yo valor ni cara para confesarla ante ella, convendría que usted le hablase antes, y de la sentencia que se sirva dar depende mi destino.

-Muy juicioso me parece lo que has discurrido. Yo le hablaré antes, yo le diré... ¡Oh, si te perdonara reconociendo que fuiste víctima de un arrebato!... ¡qué triunfo, hijo! Me da el corazón que así será, pues los caminos de la verdad siempre llevan al bien.

-¡Perdonarme! -exclamó Nelet clavando sus miradas en el suelo-. ¡Pues si así fuera...! Pero lo dudo... Ya no veo la cabeza de Francisco Luco diciendo que sí con aquel movimiento fuertísimo... la veo diciendo que   —302→   no... así... así... que es decirme: no hay perdón.

-Basta ya de visiones, hijo. Tus desvaríos me contagian, y estas noches he soñado que también yo cabalgaba por el campo de niños... sólo que mis nenes, los nenes que yo destruía, no volvían a nacer.

-Pues los míos... en las noches últimas... ya no reían, sino lloraban... Vi a Marcela cogiéndoles a puñados y metiéndoseles en el seno... Pero, lo que usted dice: basta ya... No duermo, no quiero dormir: pasaré la noche pensando en que ella viene en nuestra busca y en que le salimos al encuentro. Descanse usted, y yo le llamaré cuando sea hora de partir. Voy a despachar a Malaena y a dar un pienso a nuestros burros».

Cumpliose con toda puntualidad lo que Santapau disponía, y antes del alba salieron ambos caballeros oprimiendo los lomos asnales, D. Beltrán algo remediado de ropa, Nelet bien provisto de armas, pues ignoraban qué clase de gente encontrarían. Anduvieron toda la mañana sin ver alma viviente, entreteniendo las lentas horas con el inagotable y pavoroso tema: «¿Me perdonará?». Llegados al caer de la tarde a una ermita en la derecha margen del río Seco, que era el punto de cita con la embajadora, recibieron de boca de esta las deseadas noticias. Había dejado a Marcela con sus viejos en el convento abandonado de San Salvador, y allí pasaría la noche en rezos y meditaciones; al amanecer recalaría en el castillo de Horta,   —303→   donde los señores podían reunirse con ella para seguir juntos a Lledó, o al punto que de acuerdo fijaran. Aumentose hasta lo increíble la ansiedad de Nelet. ¡Ya estaba cerca! Sólo una noche y un breve espacio de terreno le separaban de la solución del temido enigma: «¿Me perdonará?». Incapaz de todo sosiego, acordó seguir hasta Horta, y en ello emplearon las primeras horas de la noche. Con no poco trabajo pudieron hallar albergue y pienso para los burros y Malaena en una reducida cuadra; descansó en el mismo recinto D. Beltrán algunas horas, mientras Nelet se paseaba suspirando, a la luz de la luna, en un próximo corral, como caballero que vela sus armas; y antes que fuera de día salieron los dos a pie hacia el castillo, distante sólo del pueblo veinte minutos de marcha cómoda, y situado en un mogote de mediana elevación entre el río y el camino de Bot. Esqueleto de muros despedazados, recompuestos y vueltos a despedazar por sucesivas guerras, era el tal castillo, festoneado de hiedras y jaramagos, y conservando en algunas de sus gastadas piedras cruces y escudos de San Jorge de Alfama. Ponían el pie los dos caballeros en el primer cerco de ruinas, cuando Nelet, asaltado de súbito terror, se paró y dijo a su amigo: «Pienso, señor D. Beltrán, que Marcela se nos habrá anticipado, llegando aquí por alguna galería subterránea que comunica esta fortaleza con el monasterio de San Salvador. La encontraremos más adentro, y es tal mi miedo de   —304→   verla, o de que ella vea mi cara y mis ojos, que me clavo en tierra sin poder dar un paso hacia adelante».

Trató Urdaneta de devolverle la tranquilidad, negando que hubiese tales conductos por donde pudiera la monja presentarse, al modo teatral y fantástico, y le indujo a no ser temeroso y afrontar con varonil aplomo la entrevista. Mas advirtiendo en él señales de mayor pánico, antes que de entereza, le dijo: «Y en suma, si no puedes vencer tu aprensión, y persistes en que le hable yo primero y explore su ánimo, manifestándole la verdad que tanto temes, retírate a Horta y déjame aquí en espera de la señora penitente y de los viejos Zaida y Alfajar. Pero ten la bondad de conducirme a un sitio donde pueda yo sentarme, que apenas veo, y no acierto a llevar mis pobres huesos por entre tanto pedrusco». Condújole Nelet, evitando tropezones, a un lugar despejado con buen asiento, y más medroso cuanto más avanzaba, le faltó tiempo para escabullirse, diciendo a su amigo: «Parece que la siento ya... como si subiera por un pozo... Me voy al pueblo. Allí espero mi sentencia... Adiós...».



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Arriba- XXXI -

Quedose D. Beltrán solito en las ruinas, lo que no era muy divertido para el pobre señor, pues el frío de la mañana le obligaba a requerir su abrigo, envolviéndose bien en el capote que le había traído Nelet. No menos de una hora estuvo rezando, atacado también de vagos temores, semejantes a los de Santapau, y a cada instante creía sentir blandos ruidos que le parecían el roce del sayal de la monja contra las piedras. «No -se decía-, no sentiré roce de vestidos ni de pisadas. Veré aparecer primero la cabeza, después los hombros, y sin hacer ruido alguno se me pondrá delante...». No veía nada el buen caballero; pero vio amanecer, y distinguió los telones de piedra desgarrados, en el centro de los cuales se encontraba; y cuando reconocía con su menguada vista la decoración, oyó voces efectivas, sílabas vibrantes de mujer y catarrosas de hombres, y... era ella, sí, Marcela, seguida de los enterradores, que aparecían por un hueco de los muros... «Aquí estoy, hija mía», gritó el anciano gozoso, sin miedo ya. Ligera como una corza saltó la beata por entre las piedras, y fue a besarle la mano al prócer, que besó también la de ella. Entre beso y beso dijo la penitente: «¿Y Nelet?

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-Hija mía, no te asustes -replicó D. Beltrán, pesaroso de la mentira venial a que le obligaban las circunstancias-. Está bueno; pero tan delicado en su convalecencia, que no le he permitido abandonar el lecho antes del día. En Horta le dejé, y allá nos vamos en cuanto tú y yo descansemos. Como se fijó este lugar para nuestro encuentro, he venido yo solito para que no creyeras que faltábamos a la cita.

-Pudo usted mandar a Malaenay evitarse este madrugón, que no le sentará bien. A su edad, señor mío, no hay que jugar con la salud.

-Verdad, sí... pero... no mandamos a la vieja... porque... verás -dijo Urdaneta tartamudeando, pues se le atragantaba la nueva mentira venial que le exigía la situación-... Malaena se nos puso anoche mala de un cólico... de tanta butifarra como comió, la pobre... Pues descansemos y hablemos un poquito antes de bajar al pueblo... Siéntate a mi lado... Más cerca... así. Desde Vallivana no te hemos visto. Hora es ya de que resuelvas. El pobre Nelet espera tu determinación. ¿Has pesado bien el pro y el contra?

-Se asombrará usted -dijo Marcela, vacilando en las primeras declaraciones-, y quizás me tache de ligera... pero no es ligereza, no señor... cuando me oiga... no sé cómo expresarlo... Pues bien: sabrá que han ahondado en mi ánimo las razones de mis dos amigos y el rendimiento y constancia del pobre Nelet.

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-¡Ah, qué felicidad!... Yo esperaba... en efecto...

-Y a esta mudanza de mi voluntad, creo firmemente que no es extraña la voluntad de Dios... Divina es a mi parecer la voz que me incita a querer a Nelet, y a cambiar de vida y vocación... Por santo tengo el matrimonio... sus votos severos y sus obligaciones nos llevan a una vida eficaz...

-Es cierto. ¿Y has consultado el caso con tu confesor?

-Sí señor, y me ha dicho que dedicando a una fundación religiosa parte del caudal de mi padre, si sentía honrada inclinación a la vida secular, la adoptase, previas las dispensas de Roma, teniendo en cuenta el trastorno que nos traen estas guerras y revoluciones.

-¿Y consultaste con tu hermano Francisco? Ante todo, sabrás que la noticia de su muerte me ha llegado al alma. Eres ya la única descendiente de Juan Luco, y este hecho debe pesar en tus resoluciones... ¿Tuviste tiempo de consultar con tu hermano el caso extrañísimo de tu cambio de vida?

-¡Ay! sí señor... y mi pobre hermano, que sabía desentrañar lo presente y lo futuro, me aconsejó que abrazase el nuevo estado, pues si grave es el quebrantamiento del voto, debíamos mirar también a la conservación de los bienes de nuestro padre, así raíces como en especie, recogiendo los que aún están esparcidos, y librándolos de la perdición. Díjome que él en las propias circunstancias   —308→   que yo se encontraba, pues habiendo topado en término de Falset con una honesta, discretísima y bella joven, nacida de noble familia, y prendándose de ella, creía que este suceso era como aviso de Dios, con que le mandaba trocar una vocación por otra; y así, era su propósito no pensar más en vida de claustro, y adoptar las penitencias y dura regla de matrimonio con aquella bendita niña de Falset. Largamente hablamos de nuestro negocio, y él expuso ideas tan juiciosas, que parecen dictadas de la misma sabiduría. Pensaba que debíamos apartar un tercio del caudal específico de nuestro querido padre para consagrarlo a una fundación pía, y que con los otros dos tercios y los bienes raíces, equitativamente partidos, podríamos constituir dos familias cristianas, dedicadas a servir a Dios y a perpetuar el nombre y patrimonio de Luco. Declaró también que de estos dos tercios metálicos debíamos, en conciencia, retirar una suma para dar cumplimiento a la moral obligación contraída por mi padre con su grande amigo y protector D. Beltrán de Urdaneta, fijando, de acuerdo con este, la cifra prudencial para tan sagrado objeto...

-¿Eso dijo?... ¡Oh Providencia, oh divina equidad! -exclamó el viejo, sintiendo que un rayo penetraba en su alma, trastornándola-. Bien, hija, bien... Pero dime otra cosa: ¿tenía Francisco conocimiento de la pasión que has inspirado a Nelet?

-Ya lo sabía, pues en los comienzos de   —309→   nuestra conversación se lo dije. Su parecer fue que, si yo gustaba de Nelet, le aceptase, pues tiene fama de valiente y leal, aunque algo arrebatado, y posee bastante hacienda en Cherta y Cambrils.

-¡Eso te dijo!... ¿Estás segura de que tal era su pensamiento?».

A las manifestaciones afirmativas de la monja, contestó el anciano con nuevas alabanzas del poder de Dios. El pobre señor veía más claro; recobraba la vista, y en su turbación no sabía por qué caminos llevar la interesante conferencia. Por fin, salió del paso con esta pregunta: «¿Cuántos días antes de morir te dijo tu hermano lo que acabas de manifestarme?

-Dos días. Después, el pobrecito siguió a su ejército, y la tarde misma de la batalla de Gandesa, volviendo con otros veinte de cumplir una orden del General, fue sorprendido por una partida de facciosos en retirada, y le asesinaron con saña, vileza y cobardía.

-¡Oh, qué desgracia!... Y sabiendo su triste fin, sin duda por los compañeros suyos que lograron escapar, ¿cómo no supiste quién dispuso y consumó hazaña tan inicua?

-Dijéronme que un capitán o no sé qué, cabeza de aquellos sayones, traspasó a mi hermano con su espada.

-¿De modo que no sabes...?

-No, señor: no lo sé.

-Y si conocieras al matador, ¿le perdonarías?

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-¡Oh! como cristiana tendría que perdonarle; como cristiana, señor... ¿Acaso lo que yo ignoro lo sabe mi D. Beltrán...?».

Como anillo al dedo venía en aquel punto de la entrevista la temida, pavorosa revelación; mas el noble caballero, Señor de tantas torres, no se atrevió a sacarla del pensamiento a los labios. Era hombre: careció del valor necesario para un acto que requería verdadera santidad. Habíase propuesto ser bueno, purificar sus últimos días con virtuosas acciones; mas no era santo, no: no lo era.

«¿Lo sabe usted?», repitió Marcela espantada de su silencio.

Y D. Beltrán, sintiéndose a cien mil leguas de la cristiana perfección, dijo en un grave suspiro: «Hija mía, no sé nada».

Apareció en aquel instante Santapau por entre el hueco de unas altas piedras, y bajando de un brinco, como sillar desplomado con estruendo, gritó: «Sí lo sabe; mas no tiene valor para decirlo». Marcela se levantó bruscamente como un ave que quiere emprender el vuelo, y saltando sobre piedras, se alejó despavorida.

«Ven, Marcela, ven... no huyas -dijo Nelet.

-¿Cómo vienes aquí?... -balbució la penitente con sílabas entrecortadas-. ¿Por qué vienes así, en esa forma, que más que de hombre es de demonio?

-Porque lo soy. Demonio del Infierno es quien dio villana muerte a Francisco Luco.   —311→   Nuestro amigo no tiene valor para decirlo: lo tengo yo».

Horrorizada, Marcela se llevó las manos a las sienes, volviendo la cabeza. Luego cayó de rodillas.

«Levántate -dijo Nelet acudiendo a ella-. Yo soy el que debe humillarse. Humillado te diré que, aunque no merezco tu perdón, lo solicito, lo quiero... Fue una ceguera, embriaguez de sangre... el maldito hábito de esta guerra, el matar por matar... por destruir vidas contrarias...

-¡Perdón, perdón! -exclamó D. Beltrán, también de rodillas, llorando como un niño.

-¡Monstruo -dijo Marcela encorvada, las manos en la cabeza, mirando de soslayo torvamente al infortunado guerrero-, monstruo de maldad!... Como cristiana, te perdono. Pero huye, vete al fin de la tierra, o donde yo no te vea más... Condenado, no quiero condenarme contigo... tus miradas corrompen... Yo no quiero verte ni respirar el aire que respiras.

-¡Paz, paz!... -repetía el buen Urdaneta alargando sus flacos brazos-. Hijos míos... sed cristianos... No habléis de condenaros. Salvaos, salvémonos todos».

Huyó Marcela, y tras ella, saltando de piedra en piedra, corrió Nelet, como anhelante cazador.

«No te acerques a mí -gritaba la monja-. Condénate tú solo; yo no».

Poseído de insano furor, Nelet dijo: «Solo no. No más soledad. Tú conmigo...». Y viendo   —312→   a la desdichada mujer buscar refugio tras unas altas piedras, como res acosada que se esconde, allí la persiguió, y allí, antes que los atontados viejos pudieran acudir en defensa de su maestra y señora, le dio bárbara y pronta muerte. Retumbó el pistoletazo en la tristísima cavidad del castillo como si todas sus piedras de golpe se derrumbaran. Sobrecogido, exánime, el rostro contra el suelo, D. Beltrán dijo: «Nelet, ¿qué haces?...». Pasados algunos segundos de pavoroso silencio, oyó el anciano la respuesta, que fue otro tiro no menos estruendoso y lúgubre que el primero.

Los pobres sepultureros, a quienes el estupor y su propia debilidad senil paralizaron en la fugaz duración de la tragedia, no supieron ni aun requerir sus azadones para impedirla. Al primer tiro, cayó Alfajar de espaldas con temblor epiléptico. Zaida, más animoso, blandió su herramienta de sepultar, abalanzándose hacia Nelet con móvil de venganza o justicia; mas no pudo anticiparse al criminal, que la hizo rápida y eficaz con su propia mano.

Transcurrido un lapso de tiempo, que ninguno de los tres ancianos apreciar podía, Zaida se llegó a D. Beltrán, y tocándole en el hombro, con angustiada voz le dijo: «Señor, señor, ¿vivimos o morimos?

-No sé, amigo -replicó el caballero, despegando del suelo su rostro-. ¿Vives tú? ¿Qué es esto?... Dame la mano: probaré a levantarme... ¡Ay! la juventud perece... a   —313→   sí misma se destruye. Nosotros, tristes despojos de la vida, aún respiramos... ¿Y para qué? El siglo no quiere soltamos, ¡ay de mí!

-Señor, nuestro deber ahora no es otro que abrir dos hermosas sepulturas...

-Amigo, no: abramos una sola, hermosísima, y enterrémosles juntos».

Todo el día permanecieron los tres ancianos en el lugar de la tragedia; y cuando se retiraban, al caer de la tarde, consternados y llorosos, oyeron lejano bullicio de clarines y tambores. A medida que iban venciendo con lento andar el camino de Lledó, arreciaba el marcial rumor. A la puesta del sol, Zaida, que era de los tres el que gozaba de mejor vista, distinguió por Oriente, en las áridas colinas de la margen del río Seco, líneas de gente armada, las cuales avanzaban ondulando como serpientes en las curvas del terreno, mitad en sombra, mitad en luz. Eran las mesnadas de vanguardia de la expedición Real que marchaban hacia la frontera de Aragón.




 
 
FIN DE LA CAMPAÑA DEL MAESTRAZGO
 
 


Santander (San Quintín), Abril-Mayo de 1889.