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[La castellana de Cerralbo]

Francisco de Mellado

Al extremo de la iglesia, dijo nuestro guía parándose de repente, había en lo antiguo un epitafio sobre doña María Adam, señora de Cerralbo, que ya no existe; pero contaré a Vds.; si gustan la historia de esta dama, que deja de ser curiosa e interesante.

Hacia mediados del siglo XV cuentan que había a una legua de esta ciudad, en el camino que conduce a Salamanca, una especie de posada o ventorrillo llamado del Val, sin duda por alusión al pueblo que se encuentra más adelante, cuyo nombre es, según saben Vds., Val de los Carpinteros1.

Esta posada era entonces muy concurrida, y punto de reunión de algunos personajes distinguidos, que por efecto de las revueltas políticas recorrían con frecuencia la Castilla pasando de unas ciudades a otras.

Una de las noches más frías y tempestuosas del mes de diciembre del año de 1465, llegó a dicha posada un caballero acompañado de su escudero; pidió habitación y cena, y cuando le hubieron servido ambas cosas, se recostó, sin quitarse más que la ropa exterior, en la cama que tenía dispuesta, ordenando al criado que le imitara en otra que también le prepararon.

Durmióse muy pronto el escudero; pero don Juan de Carabeo, que tal era el nombre del joven caballero, en lugar de dormir, dio rienda suelta a sus pensamientos, porque estaba perdido de amor, y a los enamorados no les falta nunca en que pensar.

Al poco tiempo le sacó de su éxtasis un ruido confuso de voces que oyó en el aposento inmediato, únicamente separado del suyo por un mal tabique de madera que ni siquiera llegaba al techo. Fijó naturalmente la atención, y pudo comprender que eran cinco personajes allí reunidos, todos hermanos y que se ocupaban de comentar el suceso que acababa de ocurrir en Ávila del destronamiento y exoneración en estatua del rey Enrique IV, de que supongo tienen Vds. noticia2.

Mauricio y yo bajamos simultáneamente la cabeza en señal de que sabíamos el acontecimiento a que se refería.

Excitada la curiosidad de don Juan, puso mayor cuidado y oyó que uno decía:

No tengáis duda, yo mismo lo he visto; el arzobispo de Toledo, don Alfonso Carrillo ha subido al tablado en compañía del marqués de Villena, del conde de Plasencia, del maestre de Alcántara y de don Sancho Pérez, señor de Cerralbo, y entre todos han despojado a la estatua de las insignias reales llenándola de improperios; pero el de Cerralbo es el que más se ha distinguido entre todos aquellos farsantes, pues no solo ha insultado al rey pisoteando el manto y la corona, sino que ha levantado en hombros al infante don Alfonso gritando:

«Mirad este niño, que es vuestro verdadero rey y señor», y en efecto le han proclamado tal con la más solemne pompa.

-Eso es una infamia -gritaron a una voz los cuatro restantes; ¡mueran los traidores!...

-Silencio, que nos pueden oír y no estamos en paraje seguro -dijo el que había hablado primero-. Convengo con vosotros en que deben morir esos ambiciosos, pero es preciso concertarnos y obrar con prudencia; son muchos sus partidarios y pueden triunfar mañana.

-Demos principio por Sancho Pérez, que es nuestro enemigo personal -repuso el más viejo-, y después veremos lo que conviene hacer con los otros.

-Sí, que muera Sancho, el orgulloso castellano, el que tuvo atrevimiento de insultará los Garcilopez, no admitiendo por esposa a nuestra hermana y rehusando la alianza que le ofrecimos.

-¿Y cuándo y cómo ha de morir? -volvió a preguntar con maligna calma el que parecía de más edad, y también más interesado en la muerte de Sancho Pérez.

-Ahora mismo, al instante. Está en su castillo, que solo dista de aquí media legua; yo lo he visto llegar esta tarde... Presentémonos en él y en nombre del rey...

-Eso es una temeridad; mejor me parece aguardarlo emboscados mañana al anochecer cuando venga al convento de los Jerónimos, como tiene de costumbre hacer cuando está en el castillo y...

-¡Aprobado y silencio! -exclamaron todos a la vez-... Mañana al anochecer en la fuente del Roble a la entrada del camino de la sierra.

Oída la última palabra, don Juan de Carabeo se levantó presuroso, despertó a su criado, no sin gran trabajo, mandó ensillar los caballos y partió a buen paso al castillo de Cerralbo. Se hallaba el castellano cenando con su esposa cuando entraron a decirle que un caballero de buen porte solicitaba hablarle con urgencia.

-¿Dijo su nombre? -preguntó don Sancho.

-Don Juan de Carabeo se llama -repuso el paje.

La esposa de don Sancho dejó caer el manjar que estaba trinchando y se puso pálida como una muerta. Observándola el de Cerralbo:

-¿Qué es eso?, ¿qué tienes? -la preguntó con voz imperiosa.

-No es nada; nada absolutamente -dijo la castellana3 toda temblando.

Don Sancho sin apartar de su esposa una mirada escudriñadora, mandó que entrase el recién llegado, y don Juan de Carabeo penetró en la estancia. Adelantóse a recibirlo el dueño de la casa, y le saludó con señales inequívocas del más vivo afecto; correspondió a ellas don Juan con galantería, y en seguida se dirigió a la castellana para rendirla homenaje; pero al llegar donde estaba: «María ¡eres tú!...», gritó sin poder contenerse y retrocedió dos pasos como espantado.

La dama cayó desmayada sin proferir una sola palabra y don Sancho, cruzado de brazos, ora fijaba sus ojos centellantes en su esposa, ora en don Juan, como si con su glacial silencio quisiera pedir una aclaración de cuanto pasaba a su vista.

Acudieron algunas damas y se llevaron a la castellana sin que diese señales de volver en sí, y cuando quedaron solos don Sancho y don Juan.

-¿Cómo se encuentra María aquí? -preguntó éste a aquel.

-Por ventura -contestó con fingida calma don Sancho-, ¿no puede una esposa estar en compañía de su esposo?

-¡Es vuestra esposa!... ¡Perjura!...

-Qué, ¿os admira? ¿Acaso lo ignorabais?

-Lo ignoraba, señor, y todavía no puedo creerlo. Hace un año, antes que partiera a la tierra santa a cumplir una promesa por encargo de mi difunto padre, María me ofreció su mano en Toledo. He cumplido mi peregrinación y marchaba ansioso en su busca a aquella ciudad para alcanzar el premio de mi constancia, cuando...

-¿Según eso, no sabíais que estaba aquí?

-No, por mi vida.

-¿Pues luego, con qué objeto venís al castillo?

-Vais a saberlo al punto... Yo pertenezco al mismo partido en que vos estáis afiliado, y del que sois uno de sus más dignos jefes; la casualidad ha hecho que sepa que se trama una conjuración contra vuestra vida, y que os quieren asesinar mañana a la tarde cuando vayáis al convento.

-¡A mí!, ¿por qué causa? ¿Quién son los conjurados?

-Cinco partidarios del rey Enrique que han jurado asesinar a todos los que tomaron parte en el suceso de ÿvila, empezando por vos.

-Decidme sus nombres; sus nombres ahora mismo y mis gentes...

-Caballero, yo no soy delator de nadie; he venido a avisaros el peligro para que lo evitéis y nada más.

-Si yo no tuviese ya otras pruebas del objeto que aquí os trae, vuestra respuesta evasiva me probaría que sois un impostor.

-Don Sancho, si otro que vos me dijera tales expresiones, ya lo hubiese muerto... Os perdono, porque comprendo que por ese medio queréis obligarme a que cometa una acción indigna.

-Me perdonáis porque queréis a todo trance mi amistad..., porque de acuerdo con María, tal vez habéis jurado ambos mi deshonra..., pero yo lo impediré... ¡Hola!... ¡Guillen!...

Un escudero se presentó y a una señal de su amo, volvió a desaparecer como un rayo. Don Sancho se paseaba a grandes pasos por la sala sin permitir escuchar una palabra de las que don Juan le dirigía para sacarlo de su error. Aquel hombre estaba fuera de sí; los celos se habían apoderado de su alma con toda la vehemencia que acostumbra a desarrollarse esta funesta pasión en la vejez, porque es necesario decir que el de Cerralbo pasaba de los sesenta años cuando María, bella como las vírgenes de Rafael, apenas tenía veinte, y muy pocos más don Juan de Carabeo, cuyo valor y gentileza se citaban en todas partes como modelo. —138—

A muy pocos minutos volvió el escudero de don Sancho acompañado de unos cuantos hombres de armas, y apoderándose de don Juan lo condujeron a un subterráneo del castillo donde halló ya a su criado, que le había precedido. Al partir de la sala en que estaba el de Cerralbo.

-Es una iniquidad lo que hacéis conmigo -le dijo-, no importa; el tiempo os desengañará; pero no vayáis sin precauciones al convento de los Jerónimos... Vuestra vida importa mucho a la causa que defendemos.

Mientras esto sucedía, la castellana había vuelto de su desmayo, y su marido la hizo llamar y la ordenó imperiosamente que le explicara la escena que había presenciado.

María dijo lo mismo que don Juan; que había conocido a éste en Toledo, que le había ofrecido su mano antes de partir al cumplimiento de la promesa, pero que con la noticia de que el de Carabeo había muerto en un cautiverio, y con el deseo de complacer a su padre, dió la mano de esposa a don Sancho, a quien si en un principio pudo mirar con indiferencia, hoy amaba y respetaba sinceramente sin haberle faltado en lo más mínimo.

-Sois tan hipócrita como infame vuestro don Juan, pero os juro que habéis de pagar cara la osadía... Ya tengo encerrado a vuestro amante donde jamás vuelva a ver la luz del día, y vos disponeos para entrar en un convento... Ahora comprendo quién es el caballero de las visitas nocturnas mientras mi ausencia, que con tanta perfidia me hicisteis creer que era vuestro hermano, que marchaba a Portugal para huir la persecución del gran Maestre por el desafío que tuvo con su hijo... ¡Y yo tan imbécil que os de crédito!...

-Pero, señor, si...

-¡Silencio!... No quiero disculpas.

En seguida salió de la estancia dejando a María hecha un mar de lágrimas.

No hay para qué referir las angustias de los prisioneros ni los razonamientos que entre ambos mediaron sobre la extraña aventura que acababa de ocurrirles. Don Juan estaba muy tranquilo; con toda la tranquilidad de un hombre a quien su conciencia no acusa, y esperaba confiado que el de Cerralbo, pasado el primer momento le había de hacer justicia. Por otra parte su viaje a Toledo ya no tenía objeto, y aunque en una oscura cueva, habitaba al fin bajo el mismo techo que María; lo único que le afligía y no acertaba a explicarse era la infidelidad de esta que nada a sus ojos podía justificar.

Así pasaron bastantes horas, cuando de pronto sintieron abrir las puertas de la prisión y que se les mandaba salir; era el punto de anochecer y condujeron a don Juan a uno de los salones del castillo donde se hallaba sola María con una de sus doncellas.

-Y vuestro esposo -preguntó el de Carabeo sin dar tiempo a María para que hablase.

-Ha salido al convento de Jerónimos, y yo me he aprovechado de su ausencia para... —139—

–¿Va solo?

-Le acompaña Guillen como de costumbre.

-¡María, os habéis quedado viuda!... Pero aun podrá ser tiempo... Mis armas, mis armas al punto, si estimáis en algo al de Cerralbo...

Pocos minutos después don Juan, seguido de algunos hombres del castillo llegó al convento de Jerónimos; pero ya era tarde.

Don Sancho Pérez y su escudero yacían muertos a puñaladas en una encrucijada del camino y sobre el cadáver del primero había una tarjeta que decía: Los cinco hermanos. Garcilopez dijeron esto que cosa buena non es, por se vengar de un ultraje y por el buen servicio de su rey.

Don Juan no quiso volver al castillo de Cerralbo por no dar tan triste nueva a María; avisó al convento para que recogiesen los cadáveres y desapareció sin que se supiese su paradero.

Entretanto la castellana se vistió de jerga4, y ciñó una soga a su cuerpo con cinco vueltas jurando no quitarla hasta que no fuera vengada esta muerte. Mas como no tenía de su parte a quien acudir para el reto, pues su hermano había muerto también asesinado en Coimbra, hacía muy poco tiempo, hizo pregonar por todas partes que daría su hacienda y su mano al que la vengase.

Aunque el aliciente era grande y la justicia notoria, como se trataba de lidiar con cinco caballeros reputados por valientes, pasó algún tiempo sin que se presentase nadie a ofrecer su espada a la viuda; pero al fin recibió aviso un día de que un caballero portugués llamado Esteban Pacheco se comprometía a mantener el duelo.

Quiso verlo, pero le dijeron que ponía por condición no presentarse a ella sino muerto o triunfante. La castellana, por uno de esos arranques de coquetería de que las mujeres no pueden prescindir en ningún caso, pensó que sería muy feo, y casi sentía haber ofrecido ya su mano por si se veía obligada a vivir al lado de un hombre que le fuese insoportable.

Establecidas las bases del desafío se formó el palenque5 en el campo de San Francisco junto a esta ciudad, y acudió un considerable número de personas.

La viuda ocupó el sitio de preferencia al lado de los jueces y dió principio la lucha con el mayor de los Garcilopez, que quedó a pocos minutos tendido en la arena; la castellana quitó una vuelta a la soga que ceñía su cuerpo. Salió el segundo y también fue vencido por el caballero portugués; la castellana quitó otra vuelta. Los otros tres hermanos se declararon vencidos sin pelear y huyeron del palenque; entonces los jueces proclamaron vencedora don Esteban Pacheco, al son de las fanfarrias6 y de la gritería y aplausos de la multitud.

Este se dirigió a la viuda, a quien latía el corazón con singular violencia, y levantando la visera para besarla la mano descubrió el rostro.

María dió un grito y cayó sin sentido. Don Esteban Pacheco, no era sino el mismo don Juan de Carabeo, que enterado del voto que había hecho la castellana se valió de este medio para obtener su mano. María se la concedió de buen grado, pero a condición de que la permitiera conservar el vestido de jerga y las tres vueltas de la soga, que en efecto conservó aun después de muerta, y con él está retratada en una figura de relieve que hay en la sepultura en su iglesia del convento llamado de la Caridad7 donde se enterró y pueden Vds. ver si gustan cuando salgan de aquí8.

En el campo de San Francisco, en el mismo sitio de la pelea, se ha conservado largo tiempo una cruz en memoria de este suceso, renovada por última vez en el reinado de Felipe IV.

Concluida la historia y no teniendo más que ver en la catedral, nos despedimos del sacristán dándole gracias, y algo más, por su complacencia, y nos dirigimos la capilla de Cerralbo9 fundada por el cardenal don Francisco Pacheco10; obra suntuosa que en el día se halla en un estado lamentable, porque cuando el sitio de los franceses en 1810, creyó el gobernador de la plaza que ningún lugar era más a propósito que esta capilla para depositar las municiones, y trasladándolas a ella, un descuido de los trabajadores o alguna imprevisión al tiempo de vaciar una bomba, prendió fuego a la pólvora, y voló aquel terrible depósito, luchando antes con la fortaleza del edificio, que no pudiendo vencer al primer impulso, alzó de los cimientos, hasta que abriendo ancha boca con la cúpula salió por allí la erupción.

FUENTE

Mellado, Francisco, Recuerdos de un viaje por España, Madrid, Establecimiento de Mellado, 1849, pp. 138-139.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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