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La cena de los tres reyes

Farsa en tres actos1

Víctor Ruiz Iriarte

Berta Muñoz Cáliz (ed. lit.)




«La cena de los tres reyes»: la política mundial en clave de farsa

La cena de los tres reyes se estrenó la noche del 19 de octubre de 1954, en el Teatro Alcázar de Madrid, y permaneció en este local durante un mes, donde alcanzó un total de 56 representaciones. Sin llegar a ser un éxito, tampoco fue del todo mal, sobre todo si tenemos en cuenta que, por aquellos años, lograr las cincuenta representaciones solía ser motivo de celebración. Para su escenificación contó con algunos de los profesionales más prestigiosos del momento: entre sus protagonistas se encontraba el célebre actor Carlos Lemos, su director fue Cayetano Luca de Tena, que unos años antes había sido director del Teatro Español de Madrid2, y la escenografía corrió a cargo de Emilio Burgos, quien había colaborado en numerosas ocasiones con los Teatros Nacionales.

A semejanza de las llamadas «comedias burguesas de evasión», tan típicas de los años cincuenta, esta obra se desarrolla en un ambiente elegante y cosmopolita, con personajes de alto rango, diálogos brillantes e ingeniosos, estructura en tres actos (que se corresponden con el planteamiento, nudo y desenlace) y final feliz y reconfortante. No obstante, si la mayoría de aquellas, pese a la ideología claramente conservadora de sus autores, evitaban tratar temas políticos y se centraban en asuntos amorosos, en La cena de los tres reyes, en cambio, junto al componente amoroso, que no podía faltar, hay también un claro y explícito componente político, hasta el punto de que podríamos afirmar que, en cierto modo, nos encontramos ante una obra de teatro político.

También a diferencia de las citadas comedias de evasión, en esta obra los ingredientes farsescos y satíricos adquieren un peso importante. De hecho, el autor la subtituló como «farsa en tres actos», y la crítica de su tiempo señaló la importancia de estos elementos en la obra. Así, Elías Gómez Picazo señaló que «La acción discurre por caminos románticos, bajo una envoltura humorística muy acusada, que convierte la farsa en caricatura» (Madrid, 20 oct. 1954). Por su parte, Nicolás González Ruiz destacó a Ruiz Iriarte como uno de los más importantes cultivadores del género farsesco de su tiempo: «Entre nuestros autores contemporáneos, el señor Ruiz Iriarte es el que cultiva con mayor asiduidad y no poca fortuna este tipo de comedia denominada "farsa", porque su visión humorística de la vida se despoja del respeto a la inmediata realidad y nos traslada a un mundo arbitrario» (Ya, 20 oct. 1954).

En opinión de Alfredo Marqueríe, tal vez el crítico que se mostró más severo hacia esta nueva obra del autor, los dos planos en los que se desarrollaba la acción, el «risueño romanticismo» y la sátira, no acababan de encajar del todo bien: «Si Ruiz Iriarte hubiera construido su farsa en cualquiera de esos dos planos -en el lírico o en el humorístico-, habría alcanzado perfectamente su objetivo, porque le sobran condiciones de buen autor para conseguirlo. Y en La cena de los tres reyes, aunque todo lo que se diga o suceda sea convencional, arbitrario, exagerado e incluso absurdo, las frases intencionadas, el juego escénico de los personajes, la dosificación de la intriga y de los efectos acusan el pulso y la sabiduría y hasta la experiencia del comediógrafo. Pero la adición de elementos heterogéneos es lo que nos parece equivocado e incluso desconcertante por muy farsa que sea». Por todo ello, Marqueríe se mostraba algo decepcionado ante un autor del que esperaba mayores logros: «La gente se distrae, se divierte, se ríe, y hasta en algún instante se conmueve un poquito. Y como esa era la pretensión de La cena de los tres reyes, todos tan contentos. Todos, menos el crítico, que espera más de Víctor Ruiz Iriarte, que le exige más, porque recuerda su filiación literaria y la línea certera -y clara- de sus comienzos» (ABC, 20 oct. 1954).

Ya desde el comienzo de la obra se nos sitúa a los espectadores -lectores, en este caso- en un plano despojado «del respeto a la inmediata realidad», tal como señaló González Ruiz en su crítica. Todo en esta obra es excepcional e insólito, comenzando por el propio espacio en que se desarrolla la acción: la acotación inicial nos lo describe como un pequeño hotel internacional situado en plena montaña, un espacio confortable y cálido situado entre cumbres nevadas. Es un espacio idílico, alejado de la rutina cotidiana y propicio para vivencias únicas e insólitas. A la excepcionalidad del espacio se suma la de los personajes: unas camareras que se encariñan con sus huéspedes, una estrafalaria Duquesa que vive en el pasado, una actriz de cine a la que le gusta llorar, los tres variopintos monarcas, la pareja de espías soviéticos... También es singular la fecha del encuentro, ya que es Navidad. De hecho, el paisaje nevado, la particular fecha y el hecho de que sean tres los monarcas que se van a reunir sugieren al lector, en un principio, que puedan tratarse de los Reyes de Oriente, situándonos así en un territorio aún más irreal y legendario.

Cuando todo parecía indicar que la historia iba a transcurrir en el plano de la fantasía, lo político hace acto de aparición, llegando a adquirir una importante presencia. Serán las palabras del príncipe Federico las que por vez primera nos lleven al terreno de lo real y de lo político. Federico tiene un sentido práctico, quiere ser útil a su pueblo; además, le gustan los libros y el estudio, y sueña con una organización más racional y más justa de la sociedad. Mientras que los otros dos monarcas, al igual que la Duquesa, añoran el pasado, él vive para el futuro, preparándose continuamente para estar algún día a la altura de su cargo. Sin embargo, lejos de obtener ningún reconocimiento por ello, en el entorno del hotel, Federico no es sino una extraña excepción; se diría que está más inadaptado que cualquiera de los demás excéntricos personajes.

Poco después de que Federico exponga sus aspiraciones, hace su aparición la pareja de espías soviéticos, Koproff y Molinsky, quienes harán derivar la acción por los rumbos de la sátira. Escrita en plena guerra fría, La cena de los tres reyes muestra una visión claramente caricaturesca de estos personajes. En sus gestos, en su modo de vestir, en sus palabras y hasta en la entonación (en alguna ocasión «recitan» en vez de hablar), Koproff y Molinsky parecen destinados en muchos casos a provocar la hilaridad del público. No menos cómica resulta la incongruencia de estos personajes: les encanta ser reconocidos aunque sean espías, y a la hora de ser ostentosos y derrochadores, son capaces de sorprender a los propios monarcas europeos (el propio rey Alberto dirá que «el verdadero lujo es una consecuencia de la revolución»). Y no solo ellos son ridículos e incongruentes; también lo es el sistema político al que sirven: tan ridículo y absurdo que sus dirigentes han decidido que a partir de ahora serán «de derechas»; para tales dirigentes, lo importante no es ser coherente con una ideología, sino perpetuarse en el poder. Los propios espías, tal como les dicta el Partido, reniegan de los «viejos métodos revolucionarios». El comunismo, auténtica bestia negra para el régimen de Franco, era continuamente desacreditado en los medios de comunicación oficiales, por lo que la visión sesgada y ridiculizante que se propone en esta comedia formaba parte de una línea de opinión muy extendida. De este modo, el crítico de Informaciones, Adolfo Prego, en un intento de afirmar que la visión de Ruiz Iriarte era más objetiva de lo que parecía, señaló que estos personajes, «dentro de su graciosa misión satírica, nunca dejaron de obedecer a una rigurosa correspondencia con lo que cualquier lector de periódicos puede encontrar en las informaciones sobre los cambios de la "línea del partido"» (20 oct. 1954).

Claro que la ficción anticomunista no solo se daba en la España de la dictadura; poco antes del comienzo de la «guerra fría» había tenido lugar el estreno en Estados Unidos de la película Ninotchka (1939), de Ernst Lubitsch. Y tan solo tres años antes del estreno de La cena se había estrenado en Madrid una versión teatral de esta película (Comedia, 25 mar. 1951). Se trata de una farsa político-sentimental sobre una implacable mujer soviética que llega a París para recuperar un valioso cuadro que tres torpes funcionarios soviéticos no han sido capaces de conseguir. Al final, entre el «glamour» de la vida parisina, el amor de un abogado y la rivalidad femenina con la princesa rusa propietaria del cuadro, todo se arregla para la enamorada y transformada Ninotchka. Es de suponer que Conchita Montes, actriz principal y autora de la versión española, dirigida por Edgar Neville, trató de reproducir en su texto los famosos «toques Lubitsch», toques de elegancia, gracia y agudeza que Ernst Lubitsch era famoso por derramar en su cine y también en Ninotchka, protagonizada por Greta Garbo, mito del cine al que también intentaría asimilarse nuestra Montes. Una Garbo siempre fría y hierática que, en Ninotchka, reía; la publicidad lo explotó en los carteles desde el principio con el lema «Garbo laughs». La historia original de Melchior Lengyel fue adaptada al cine por Billy Wilder en colaboración con otros escritores, y supone una tempranísima sátira del estalinismo donde aparecen todos los tópicos anticomunistas al uso: el burocratismo ineficaz, las purgas siberianas, los seres sin espíritu, el partido -«solo un monumento de expedientes, venganzas y crueldades» (79)- y sus irracionales bandazos -«el Tiziano ya no interesa en Moscú. Han descubierto que era de derechas» (80)-. Más directo será Lubitsch en To be or not to be, 1942.

Pero no solo el comunismo queda en entredicho en La cena. También queda caricaturizado Alí-Harom, el monarca musulmán, al que se presenta como infantil, caprichoso y ególatra. Con él, queda caricaturizado un tipo de monarca absolutista que tiene al pueblo sometido a su capricho. También se hace referencia a los anarquistas, en boca de la excéntrica Duquesa, que los retrata como asesinos mediante el recurso de aludir a uno que no lo era: «Una vez, en Berlín, se enamoró de mí un anarquista muy simpático que se ganaba la vida haciendo atentados... Pero no había matado a nadie. Era un bendito». Ni siquiera las derechas europeas saldrán del todo bien paradas. Alberto, el personaje al que el autor muestra como el más lúcido y experimentado, tampoco muestra ninguna simpatía por ellas: en su país gobierna «una República de derechas», y según él, «las derechas no le ayudan a uno nada...».

Especial atención merece el intelectual y demócrata príncipe Federico, que aspira a «gobernar con ideas» y que piensa que la vida ahora es «más bonita y más justa» que antiguamente. Este es tachado de ingenuo por Alberto, quien años atrás tuvo las mismas ideas que él y a consecuencia de ellas fue destronado. Si, a diferencia de los comunistas, Federico aparece dibujado con mayor proximidad y simpatía por parte del autor, lo cierto es que la sucesión de los acontecimientos parece darle la razón a Alberto, quien afirma que lo que quieren los súbditos es un príncipe de leyenda, y no un demócrata. De hecho, el propio Federico, demostrando la poca solidez de sus convicciones, cambia de opinión en cuanto se enamora, y con tal de seducir a su amada, no duda en transformarse en un nuevo tipo de rey, totalmente opuesto al que antes quería ser. Por si fuera poco, el príncipe, desde su nueva óptica, piensa ahora que su antigua ideología lo hacía «un rey prisionero», mientras que su dedicación al amor y su nueva pose más enérgica y dominante lo convierten en «un Príncipe libre», «el Príncipe audaz y aventurero que quieren mis partidarios». Lo ilusorio triunfa así sobre lo racional, y el retorno a la tradición triunfa sobre la esperanza de un futuro mejor.

Pero en esta obra no solo el pueblo desea un príncipe a la antigua usanza; también las mujeres, se llega a sugerir, quieren a un hombre que las domine: así, Paloma quiere «un príncipe joven, fuerte, dominador». En su faceta de príncipe intelectual y demócrata, Federico le recuerda a su antiguo novio René, y a los hombres como René no se les puede querer, afirma, más que como quieren las madres a los hijos. Y aquí entramos en la parte más espinosa y posiblemente en la que, vista desde hoy, resulta más políticamente incorrecta: el dominio y hasta la violencia física que Paloma le reclama a Federico. La escena en la que esta le pregunta si estaría dispuesto a pegarle, y a continuación celebra su respuesta afirmativa tal vez podía resultar jocosa para los espectadores de la muy machista sociedad española de la Dictadura, pero al público de hoy le resultaría, cuanto menos, desacertada.

En similar línea se encuentra la actitud que adopta Molinsky ante la camarera Silvia: se maravilla de su ignorancia en temas políticos y se siente seducido por su negativa a darle un beso, así como por su afirmación de que en su país las mujeres solo se casan una vez. Desde sus primeras intervenciones, este personaje deja claro que el país que ha descubierto a través de su viaje le resulta mucho más agradable que el que ha dejado atrás, idea que irá tomando cada vez más fuerza conforme vaya conociendo mejor su forma de vida. De algún modo, no solo el hotel representa un espacio idílico entre las frías montañas nevadas; también el país en que está situado es un entorno que aparece como ideal a los ojos del más joven e ingenuo de los comunistas: desde sus paisajes hasta sus catedrales, e incluso la mentalidad de las jóvenes del lugar.

El repaso por las distintas posturas políticas que aparecen a lo largo de la obra deja ver que la falta de unidad estilística que acusaba Marqueríe puede estar relacionada con la perspectiva que adopta el autor ante los distintos personajes: satírica cuando los encuentra risibles y absurdos, y en clave de comedia amable cuando los considera más próximos y humanos. Visto el escepticismo con que son contempladas todas las ideologías referidas en esta obra, el autor, como su «alter ego», el rey Alberto, parece adoptar una actitud apolítica, al margen de izquierdas y de derechas. Una actitud poco menos que imposible en la España de la época, cuando desde el propio régimen franquista se fomentaba el apoliticismo. De algún modo, se invitaba al complaciente espectador burgués de los años cincuenta a sentirse, junto con Alberto, al margen y por encima de cualquier «ideología», y viviendo en un país que no era ni mucho menos el peor de los posibles.

Berta Muñoz Cáliz

Centro de Documentación Teatral. Madrid


Obras citadas

Leygen [sic], M. y M. G. Sauvajon. Ninotchka. Tr. Conchita Montes. Madrid: Alfil (col. Teatro 54), 1953.





Esta comedia se estrenó en el Teatro Alcázar, de Madrid, la noche del 19 de octubre de 1954, por la compañía «La Máscara», con el siguiente reparto:

PERSONAJES
 
ACTORES
 
PALOMA. ANTONIA MÁS.
LA DUQUESA. MARGARITA ROBLES.
SILVIA. MARUJA RECIO.
LILÍ. MARCELA YURFA.
S. M. ALBERTO V. ANTONIO GANDÍA.
S. M. I. ALÍ-HAROM EL MAGNÍFICO. JOSÉ FRANCO.
S. A. R. EL PRÍNCIPE FEDERICO. ÁNGEL DE LA FUENTE.
EL DELEGADO KOPROFF. CARLOS LEMOS.
EL DELEGADO MOLINSKY. MANUEL ALEJANDRE.
EL MAÎTRE. RAFAEL GIL MARCOS.

Decorado: Emilio Burgos.

Dirección: Cayetano Luca de Tena.






ArribaAbajoActo I

 

Un salón en la planta baja de un diminuto hotel internacional, decorado con características de albergue o «bungalow» que se alza en plena montaña, junto a la carretera, entre las cumbres nevadas de un rincón de Europa, a pocos kilómetros de una pequeña ciudad.

 
 

En cada uno de los dos ángulos del fondo con los laterales hay una breve escalera de tres a cuatro peldaños que termina en una reducida meseta. Una entrada, sin puerta, en cada una de las dos mesetas. Entre las dos escaleras, toda la pared del fondo es una inmensa vidriera que llega hasta el techo. Detrás de los cristales surge un paisaje de montaña, con pinos y abetos nevados.

 
 

Una entrada, con embocadura, a la izquierda, que comunica con otro salón. En la pared de la derecha -siempre términos del espectador-, una gran chimenea de ladrillos. En primer término, una puertecita. Formando ángulo con la chimenea, cuyos leños arden, y frente al público, hay un sofá y un sillón de orejas. Sobre el sofá, una manta de piel de las que sirven para proteger las piernas contra el frío. A la izquierda, en grupo, tres confortabilísimos sillones y una mesa, con teléfono, atiborrada de revistas francesas, suizas, italianas, etcétera.

 
 

(Cuando se alza el telón, en escena están las dos camareras, SILVIA y LILÍ, y el MAÎTRE. Ellas -dos muchachas jóvenes y bonitas y vistosamente uniformadas- están de pie, junto a la vidriera del fondo, despidiendo a alguien que se va. El MAÎTRE -un buen maître de teatro, sin excesivas innovaciones- está en primer término, sentado en una butaca junto a la mesita de la izquierda, haciendo anotaciones en un libro de cuentas y manejando algunos papeles.)

 

SILVIA.-  ¡Buen viaje!

LILÍ.-  ¡Cuidado! ¡Mucho cuidado!

SILVIA.-  ¡Adiós! ¡Adiós!

LILÍ.-  ¡Adiós, señor!

LAS DOS.-  ¡Oh!

 

(Las dos muchachas suspenden a un tiempo sus demostraciones de afecto, y regresan a primer término, junto al MAÎTRE.)

 

LILÍ.-  ¡Se fue!

SILVIA.-  Yo me encariño con los huéspedes, no lo puedo remediar. Y, cuando se marchan, lo paso muy mal... Me da una pena.

MAÎTRE.-  Yo también lamento mucho la marcha de míster Reed. Era un caballero muy simpático...

 

(Suena el teléfono de la mesita y el MAÎTRE lo toma muy diligente.)

 

¡Hola! Aquí el Parador de San Mauricio, a cinco kilómetros de la ciudad, en plena montaña, con espléndidas vistas sobre el lago. ¡Ah! ¡Señorita! ¡Feliz Navidad! Naturalmente, señorita. De acuerdo, de acuerdo.  (Cuelga.)  Es la señorita Paloma Monetti, que llegará de un momento a otro para pasar aquí esta noche de Navidad...

SILVIA.-  ¿Sola?

MAÎTRE.-  ¡Silvia! La señorita Monetti siempre viene sola. Lo que ocurre es que, a veces, en el fin de semana, coincide aquí con algún admirador, y los fotógrafos... Pero ella no tiene la culpa. Una actriz famosa como la señorita Monetti no puede evitar esos incidentes.

 

(En la meseta de la escalerita de la derecha aparece la DUQUESA. Es una anciana dama, de aspecto bastante estrafalario, que viste con suntuosidad, pero muy anticuada. Vestido negro con alguna inesperada nota de color. Lleva gafas de oro y se apoya en un bastón con puño de plata. Cabellos blancos y ojos muy vivos. En la meseta de la escalera se detiene un instante. Luego baja apoyada en su bastón y auxiliada por SILVIA y LILÍ, que acuden. El MAÎTRE, respetuosamente, se pone en pie.)

 

DUQUESA.-  ¡Ea! Se marchó. Lo he visto desde mi balcón. Le supliqué que se quedara pero ha sido inútil. Todos se han ido marchando y solo quedábamos él y yo. Éramos los últimos huéspedes del Parador. Esta noche, yo le hubiera invitado a una gran cena de Navidad y hubiéramos bebido champán junto al árbol... Pero no ha querido y se ha marchado. ¡Es absurdo! No entiendo a la gente de hoy. Antes, todos buscábamos la compañía. Ahora, todos quieren la soledad. ¡Tomás! ¿Cuándo llegará míster Reed a Nueva York en alguno de esos horribles aviones?

MAÎTRE.-  Pasado mañana, señora Duquesa. En unas pocas horas habrá cambiado este hermoso rincón de Europa por su departamento de la Quinta Avenida...

DUQUESA.-  ¡Qué gran americano es míster Reed!

MAÎTRE.-  Sí, señora. ¡Siempre vive en Europa!

DUQUESA.-  ¡Ah! Los grandes patriotas siempre viven en el extranjero. Dímelo a mí, que ya no me acuerdo de dónde he nacido y, sin embargo, soy más patriota que nadie.  (Con nostalgia.)  ¡Oh! Hace muchos años, cuando yo era una gran artista, vivía en un hotel de París que a todas horas estaba lleno de patriotas extranjeros. Había italianos, alemanes, portugueses, rusos, españoles. En las grandes fiestas, todos los patriotas asistían vestidos cada uno con el traje típico de su país. Cuando los españoles aparecían en el salón con sombrero ancho, la orquesta tocaba un pasodoble y todos gritábamos: ¡Viva España!

SILVIA.-   (Con entusiasmo.) ¡Qué bonito!

DUQUESA.-  Sí, hija. ¡Era precioso! Entonces todos éramos alegres, hasta los españoles, que siempre están de mal humor. Yo era tan hermosa.  (Sonríe.) En «El lago de los cisnes» bailaba casi desnuda, envuelta en una capa de tul, como una nube. ¡Je! Las muchachas del Ballet me tenían envidia porque yo volvía locos a los hombres.  (Sonríe otra vez.)  Anoche, cuando enseñé a míster Reed mi álbum de autógrafos, se quedó muy emocionado al ver la firma del Káiser...

SILVIA.-  ¡Ay! ¿Quién es el Káiser?

DUQUESA.-  Silencio, descarada. Conque quién es el Káiser. Algún día os enteraréis todos, cuando Guillermo haga una de las suyas...

MAÎTRE.-   (Dolorosamente.) Me permito recordar a la señora Duquesa que el Káiser murió hace algunos años...

DUQUESA.-  ¿Estás seguro, Tomás?

MAÎTRE.-  Desgraciadamente, tengo las pruebas, señora Duquesa...

DUQUESA.-  Es curioso. Yo creía que el que había muerto era Adolfo Hitler...

MAÎTRE.-  También, también, señora Duquesa...

DUQUESA.-  ¡Qué barbaridad! La de gente que se muere y yo no me entero... Claro, como no voy a ninguna parte...  (Marcha hacia la puertecita de la derecha, siempre apoyada en su bastón.)  Verdaderamente, no comprendo por qué se ha marchado míster Reed. Estábamos él y yo discutiendo sobre si el Káiser se había muerto o no había muerto. De pronto, se me quedó mirando y me dijo que tenía que salir con urgencia para Nueva York. No lo entiendo.

 

(Sale. El MAÎTRE y las camareras se miran francamente consternados.)

 

LILÍ.-  Hoy tiene un día fatal...

SILVIA.-  ¡Pobre señora Duquesa!

MAÎTRE.-   (En secreto.) No es Duquesa...

SILVIA.-  ¡Ah! ¿No?

MAÎTRE.-  No, no.

LILÍ.-  ¿No tiene título?

MAÎTRE.-  No, hija. Lo que tiene es un nombre de guerra.

SILVIA.-  ¡Ay!

MAÎTRE.-  Parece que a esta señora, cuando era una gran bailarina, le gustaba darse muchísima importancia. Y la gente empezó a llamarla «la Duquesa». Pero a ella le gustó el apodo... Y desde entonces no admite otro tratamiento.

SILVIA.-  ¡Es fantástico!

LILÍ.-  ¿Y, de verdad, volvía locos a los hombres?

MAÎTRE.-  ¡Oh!, si yo os contara. La Duquesa tiene una larga historia amorosa. Dicen que era fascinadora. Y tan inquieta... Fue una de aquellas mujeres que entonces se designaban con un nombre francés. Pero, eso sí, la más famosa de todas.  (Muy natural.)  Como que yo siempre he creído que esta señora tuvo mucha parte en la guerra del catorce.

SILVIA.-  ¡Ay!

LILÍ.-  ¡Jesús!

MAÎTRE.-  Una vez se enamoró de ella un príncipe heredero... Se escaparon juntos a Italia. Después, por razones de Estado, tuvieron que separarse. ¡Fue un gran drama de amor!  (Lógico.)  En Hollywood hicieron una opereta...

LILÍ.-  ¿Y acababa bien?

MAÎTRE.-  ¡Naturalmente, mujer! De otro modo, la Duquesa no hubiera autorizado la película.  (Un suspiro.)  Ahora, aquella gran mujer se ha convertido en esta anciana solitaria que conocéis. Es riquísima. Pero no tiene a nadie. Se pasa la vida viajando por Europa, de hotel en hotel. Busca un remedio para su soledad con las amistades que encuentra entre los huéspedes de los hoteles. Pero la verdad es que todos la huyen. Está chifladísima.

 

(Suena el timbre del teléfono y lo toma el MAÎTRE, como antes.)

 

¡Hola! Aquí, el Parador de San Mauricio, a cinco kilómetros de la ciudad, en plena montaña, con espléndidas vistas sobre el lago...  (Transición. Muy intimidado.) Sí, señor. Perdón, señor.  (Escucha atentísimo.) Sí..., sí, señor. Perfectamente, señor. A sus órdenes, señor.  (Cuelga el teléfono y se queda mirando a las camareras con aire ensimismado y preocupado.) ¿He oído bien?

SILVIA.-  ¿Qué ocurre?

MAÎTRE.-  Me anuncian la llegada de tres señores extranjeros que van a pasar aquí la Navidad y que de ningún modo quieren dar sus nombres...

LILÍ.-  ¿De veras?

MAÎTRE.-  ¡Qué llamada tan extraña!

 

(Irrumpe PALOMA por la izquierda. Es una muchacha viva, despierta, bonita. Viste deportivos pantalones de pana y un gran chaquetón de piel. Se recoge el peinado con un pañuelo de vivos colores. Porta una pequeña maletita. Se lanza sobre el MAÎTRE y le abraza jubilosamente.)

 

PALOMA.-  ¡Hurra, Tomás! ¡Hola, chicas!

LILÍ.-  ¡Señorita Paloma!

MAÎTRE.-  ¡Señorita Monetti!

PALOMA.-  ¡Buenos días a todos! ¡Feliz Navidad! ¡Ay! Estoy más contenta, Tomás, más contenta. ¡Qué bonita es la Navidad! A mí, estos días tan tristes me sientan muy bien, porque puedo llorar a mi gusto, que es lo que a mí me chifla. ¿Comprendes? Con deciros que para llorar a mis anchas esta noche traigo el disco «Canción de Navidad»...  (Muy amable.)  ¿A vosotras también os gusta llorar?

LILÍ.-  ¡Muchísimo!

SILVIA.-  ¡Sí, señorita! Es lo que más me gusta.

PALOMA.-   (Muy generosa.) Pues lloraremos. Lloraremos todos y lo pasaremos muy bien. ¿Y cómo no va a llorar una si está sola en el mundo?

 

(Suena el teléfono. El MAÎTRE va a tomarlo, pero PALOMA se interpone. Sonríe con picardía.)

 

Deja... Es para mí, ¡seguro! René, querido... ¿Eres tú? ¡Claro que eres tú! En este momento acabo de llegar al Parador. Sí, René; pienso en ti, y pasaré esta noche de Navidad pensando en ti; en ti y en nadie más que en ti, para que te enteres. Porque te necesito muchísimo, René, y me siento muy sola, muy sola.  (Transición.) ¡¡No!! ¡No quiero que vengas!  (Enfadadísima.) ¡Te he dicho que no y no! Quiero pasar la Navidad sola. ¿Me oyes? Lo necesito. Y cuando yo necesito una cosa es que la necesito de verdad. Ya sabes que no soy caprichosa. ¿Cómo? ¿Que qué vas a hacer tú solo esta noche sin mí? ¡Ah, hijito! Puedes dedicarte a pensar, que buena falta te hace. Porque la verdad es que nunca piensas nada, René... Es una vergüenza... ¿Cómo? ¿Que piensas mucho? ¿Que te duele la cabeza de tanto pensar? ¡Ah! Entonces, ya está todo claro. Eso es lo que a ti te pasa: que piensas demasiado, te duele la cabeza y te pones insoportable. Cuando eres como todos los hombres y no piensas en nada, eres un encanto. Pues se acabó... Desde hoy, ya no piensas más. Morboso, que eres un morboso. ¡Oh! (Tapa el auricular con una mano, horrorizada.) 

LILÍ.-   (Curiosísima.) ¿Qué dice?

PALOMA.-   (Mundana.) Cosas de hombres...

SILVIA.-  ¿Groserías?

PALOMA.-  ¡Sí!  (PALOMA se aplica de nuevo el auricular al oído. Y con la mayor naturalidad.) René, pobrecito mío. ¿Quieres darme un beso? ¡Oh!  (Indignadísima, cuelga el auricular.)  ¡No ha querido darme un beso!

LILÍ.-  ¡Qué rebeldes son los hombres!

PALOMA.-  Es un niño. Un verdadero niño. No sé qué voy a hacer con él. El pobre no se da cuenta de que yo le quiero. Pero le quiero como una madre. Y ya sabéis vosotras lo que es eso...

SILVIA.-  ¿Qué va usted a decirnos, señorita? Yo también soy muy madre...

PALOMA.-  Todas, todas somos muy madres. Pero estos infelices no lo saben...  (Transición.) ¿No hay novedad, Tomás?

MAÎTRE.-  Casi ninguna, señorita... Míster Reed se marchó. La Duquesa continúa...

PALOMA.-  ¿Y aquel matrimonio joven tan enamorado?

MAÎTRE.-  Parece que tuvieron un serio disgusto y el señor se marchó. Pero, en el acto, llegó un amigo del señor que se portó admirablemente con la señora. Después volvió el señor y se marcharon los tres juntos...

PALOMA.-  ¡Otra!

MAÎTRE.-  ¿Cómo?

PALOMA.-  Otra que es muy madre. ¡Ay, Dios mío! Cuando yo digo que eso es lo que nos pierde...

 

(Suben y desaparecen todos por la escalerita de la izquierda siguiendo a PALOMA. Durante unos segundos queda la escena sola. En seguida, bajo la embocadura de la izquierda aparecen FEDERICO, ALBERTO y ALÍ-HAROM. FEDERICO es un muchacho de aspecto muy apacible y bastante desaliñado. Parece un joven sabio siempre absorto en abruptos problemas. Lleva, debajo del abrigo, una chaqueta de «sport» y un pantalón de franela. Se ha liado al cuello una bufanda de cualquier modo, y calza gruesos zapatones. Usa lentes sin armadura. ALBERTO es un gran señor de avanzada edad, pero todavía mundano, ágil y sonriente. ALÍ-HAROM es un sujeto rechoncho y gordinflón, con un aire de inocencia realmente conmovedor. Viste totalmente a la europea, pero se cubre con un fez rojo. Cada uno de los tres es portador de una pequeña maleta o maletín. Los tres, al llegar, se detienen un instante en la puerta con cierto recelo y entran sin ruido, mirando a todas partes... Sonríen y se miran entre sí muy satisfechos.)

 

FEDERICO.-  ¡Je! ¿Nadie?

ALBERTO.-  ¡Voilá!

FEDERICO.-  ¿Conocía usted este refugio?

ALBERTO.-  Es la primera vez que entro en este Parador. Pero pasé por esta carretera hace unos meses, yendo hacia Suiza, y me pareció que este sería el mejor sitio para nuestra cita de esta noche... Aquí podremos celebrar nuestra cena de Navidad en el más profundo secreto.

FEDERICO.-  ¡Je! ¿Cree usted que nos reconocerán?

ALBERTO.-  Por mi parte, no hay cuidado. De mí ya no se acuerda nadie. ¡Todo ocurrió hace tantos años!

FEDERICO.-  ¡Oh!

ALBERTO.-  Usted todavía no está muy traído y llevado por la prensa internacional. Es joven.  (Sonríe cariñosamente.)  Pero con Alí-Harom resulta dificilísimo guardar el incógnito. ¡Como es tan popular! ¡Digo! No pasa un día sin que su fotografía, con cualquier pretexto, aparezca en los periódicos. Alí-Harom asiste a una fiesta en París. Alí-Harom pierde diez millones de francos en Montecarlo. Alí-Harom descansa en su villa de Capri. Alí-Harom, en su yate, emprende un crucero por el Mediterráneo...

ALÍ-HAROM.-   (Con todo fervor.)  ¡Allah ua Salam! ¡Salama Aleicum!

ALBERTO.-  ¡Demonio!

FEDERICO.-   (Impresionadísimo.) Pero, hombre, ¿por qué dice usted esas cosas?

ALÍ-HAROM.-   (Beatíficamente.) He deseado que la felicidad sea con nosotros en esta humilde cabaña. ¿No se han dado ustedes cuenta?

ALBERTO.-  Sí, hombre... Estaba clarísimo.

FEDERICO.-  ¡Ah, no! Nada de humilde. Y muchísimo menos, lo de cabaña. A mí, este parador me parece muy confortable, muy acogedor y muy...

ALBERTO.-   (Sonriendo.) Bueno, bueno, querido. Sea usted indulgente con Alí-Harom. Nuestro amigo todavía tiene la nostalgia de su fastuoso palacio oriental. Un palacio de mármoles y jades, rodeados de fantásticos jardines. En las noches de fiesta, cuando la luna caía sobre el parque de palacio, brillaban rubíes entre las hojas de los árboles. En el maravilloso salón de las columnas, sobre una escalera de oro, se alzaba el trono del gran Alí-Harom. Alí-Harom el Magnífico resplandecía de piedras preciosas. Y su pueblo no podía mirarle frente a frente porque Alí-Harom desciende del Profeta...

ALÍ-HAROM.-   (Conmovidísimo.) ¡Qué tiempos aquellos!

FEDERICO.-  Oiga.  (Tímidamente.) ¿Es cierto que tenía usted un harén?

ALÍ-HAROM.-   (Muy bondadoso.) ¡Naturalmente! Yo tenía en palacio el mejor harén de Oriente. ¡Todas eran europeas!

FEDERICO.-  ¿Todas?

ALÍ-HAROM.-  ¡Todas! En el fondo, yo soy un intelectual...

FEDERICO.-   (Francamente preocupado.)  Pero tiene que ser muy complicado reunir a tantas mujeres. Un harén debe de dar muchísimos disgustos...

ALÍ-HAROM.-  Pues mire usted, no lo sé. Porque de esas cosas se ocupaba mi mujer...

FEDERICO.-  ¡Qué barbaridad!

ALÍ-HAROM.-  Eran unos días tan felices...  (Con emocionada nostalgia.)  Todo acabó cuando se supo en el mundo que en mi país teníamos un pozo de petróleo. En seguida vinieron los ingleses y, para evitar una nueva guerra, se quedaron con el pozo. Yo protesté porque el pozo era mío. Y, entonces, para proteger mi vida, me destronaron.  (Un suspiro.) Mi mujer pidió el divorcio y se pasó al enemigo; creo que, al frente de las muchachas del harén, ha constituido una Misión Cultural para enseñar el francés a los indígenas. Mientras, yo, Alí-Harom el Magnífico, que desciendo del Profeta, paso en el exilio las mayores humillaciones. Vivo en un gran hotel de París, pero no dispongo más que de un piso para mi séquito y para mí. Y lo que es peor: la gente ya no me guarda las consideraciones debidas a mi rango. Con decirles a ustedes que desde que he dejado de ser Rey mis caballos pierden todas las carreras.

ALBERTO.-   (Irónico.)  ¡Qué grosería!

ALÍ-HAROM.-  El último Gran Premio de París lo ganó el caballo de un diputado socialista...

ALBERTO.-  ¡Ah! Francia no tiene remedio...

ALÍ-HAROM.-   (Emocionado.) ¡Aquellas tardes en que los fotógrafos me retrataban junto al caballo vencedor antes de empezar la carrera! (Transición: sonríe ilusionadísimo.)  Por cierto: ¿vendrán esta noche los fotógrafos?

FEDERICO.-   (Rápido.) ¡No!

ALBERTO.-  Pero, querido Alí-Harom, recuerde que estamos de incógnito...

ALÍ-HAROM.-   (Mohíno.) ¡Qué lástima! Me gustan tanto los fotógrafos...

FEDERICO.-  No, no y no. Fotógrafos, no. (Con rubor.)  Para mí sería una catástrofe. Los dirigentes del partido monárquico de mi país, los que luchan casi en la clandestinidad para que yo vuelva al trono de mis mayores, me han prohibido que me retraten...

ALBERTO.-  ¡Hola! ¿Por qué?

FEDERICO.-  Porque dicen que no soy fotogénico y les estropeo la propaganda...

ALBERTO.-  ¡Oh!

FEDERICO.-  ¡Je! Este verano, en la Costa Azul, un reportero me retrató por sorpresa en traje de baño. Y la fotografía se publicó en todos los periódicos del mundo. Bueno. Pues en mi patria muchísimos monárquicos se dieron de baja en el partido...

ALBERTO.-   (Cauto.) ¿Por... escrúpulos morales?

FEDERICO.-  No, señor. Porque en traje de baño resulto muy mal...

ALBERTO.-   (Generoso.) Hombre, hombre...

ALÍ-HAROM.-  Pues yo juraría que así, a simple vista, es usted un buen mozo...

FEDERICO.-  ¡Quia! No, señor. No valgo nada...

ALBERTO.-  ¡Muchacho!

ALÍ-HAROM.-  Ea, ea, ea...

FEDERICO.-  ¡Je! Yo sé muy bien que los partidarios de la dinastía preferirían otra clase de Príncipe Pretendiente. Un príncipe romántico. Un héroe, con su leyenda y todo. ¡Qué sé yo! Les gustaría que yo fuera uno de esos príncipes que se pasan la vida haciendo proezas en un avión, ganando copas en las carreras de caballos y haciendo el amor a las estrellas de cine...

ALÍ-HAROM.-  ¿Y no hace usted nada de eso?

FEDERICO.-   (Dignamente.) No, señor.

ALÍ-HAROM.-  Entonces, ¿en qué pasa usted el tiempo?

FEDERICO.-  ¡Oh! A mí lo que me gusta es estudiar, estudiar y estudiar. ¡Huy! Me paso la vida leyendo libros. Me gusta la sociología, la historia antigua, la economía...

ALÍ-HAROM.-  Pero, príncipe, ¿por qué estudia usted tanto, si va a ser rey?

FEDERICO.-   (Con juvenil orgullo.) ¡Por eso! Porque me preparo para ser un buen rey de mi pueblo. Yo no quiero ser un rey inútil. Uno de esos reyes de bonito uniforme para fiestas y desfiles. ¡Ah, no! Nada de eso. El mundo ha evolucionado. Yo seré un monarca de mi tiempo. ¡Yo tengo ideas!

ALBERTO.-  Malo, malísimo...  (Muy preocupado.) Cuando los reyes tienen ideas, en el fondo, siempre tienen las ideas de sus enemigos. ¡Son más brillantes!

FEDERICO.-  ¿Qué dice usted?

ALBERTO.-  No me extrañaría nada que fuera usted un socialdemócrata... ¡Príncipe Federico! Le encuentro muy influido por esos reyes del norte que van por la calle en bicicleta.  (Sonríe.) Un príncipe solo va bien en coche de caballos.

FEDERICO.-  ¡Oh! ¿Usted también cree, como las muchachas de las aldeas, que un príncipe es el héroe de un cuento de hadas?

ALBERTO.-   (Sonríe.)  ¿Por qué no? En problemas de sentimiento, las muchachas de las aldeas siempre tienen razón. Y la monarquía, antes que una idea, es un sentimiento. Por eso el pueblo no quiere que los reyes tengan ideas. Los reyes solo tienen derecho a ser dioses. Un maravilloso y trágico destino. La Humanidad empezó a perderle el respeto a todo cuando empezó a perderle el respeto a los reyes. ¡Hijo mío! Todos los príncipes demócratas terminan siendo reyes en el exilio.  (Sonríe.) Míreme usted a mí. Ante usted, Alberto V, rey, hijo y nieto de reyes, expulsado hace más de treinta años de mi país por la revolución sangrienta de mi querido pueblo. Yo, en mi mocedad, fui el príncipe más demócrata de Europa. Era el ídolo de mis estudiantes. Cuando en las grandes fiestas patrióticas desfilaba a caballo al frente de los húsares, caía sobre mí una lluvia de flores. Y volaban las palomas. Y repicaban las campanas. Vea usted lo que queda de aquel príncipe apasionado. Un viejo escéptico. Un rey en el exilio. Un vagabundo internacional. Un solitario...

ALÍ-HAROM.-   (Muy apenado.) ¿No tiene usted séquito?

ALBERTO.-  Hombre... Yo tengo un chambelán en París. Pero ha puesto una farmacia.

ALÍ-HAROM.-  ¡Oh!

 

(En la entrada de la izquierda surgen dos nuevos personajes: KOPROFF y MOLINSKY. El primero es hombre de edad madura. El segundo es muy joven y de una casi angélica vulgaridad que se le refleja en un rostro candoroso. Los dos visten de negro, con sombreros flexibles también negros, firmemente encasquetados, de los cuales no se desprenden con facilidad. Ambos llevan en las manos enormes carteras de negocios. Se detienen un segundo en el umbral. Al unísono, clavan sus ojos en FEDERICO, ALÍ-HAROM y ALBERTO, que, sorprendidos, pero con mucha gentileza, se inclinan cortésmente.)

 

LOS TRES.-  ¡Oh!

 

(Pero los recién llegados no responden ni sonríen, ni se quitan el sombrero. Sin dejar de mirar fijamente a sus Majestades, cruzan la escena con aire sigiloso y un tanto siniestro. Así ganan la escalerita de la derecha y suben. Ya en la meseta, se vuelven de nuevo a los otros y los contemplan otra vez con una larga y sostenida mirada. Luego giran la cabeza y se miran entre sí. En los ojos de MOLINSKY hay una clara interrogación. KOPROFF responde enérgicamente.)

 

KOPROFF.-  ¡Sí!

 

(KOPROFF y MOLINSKY sonríen sibilinamente y salen. Los tres reyes se miran absortos.)

 

FEDERICO.-  ¿Han visto ustedes?

ALBERTO.-  Ya, ya...

ALÍ-HAROM.-  ¡Qué gente tan rara se encuentra uno en estos hoteles!

ALBERTO.-  Rarísima...

 

(Sigilosamente y sin ruido, como antes, aparecen en la meseta KOPROFF y MOLINSKY. KOPROFF avanza en silencio, toma asiento en uno de los sillones de la izquierda, abre su gran cartera y consulta unos papeles, con frialdad. Mientras, MOLINSKY, ante la ventana del fondo, saca unos prismáticos y contempla el paisaje.)

 

ALÍ-HAROM.-  ¡Oh!

FEDERICO.-  Pero...

ALBERTO.-  ¡Silencio!

 

(Los tres reyes, a una seña de ALBERTO, cruzan la escena, toman sus maletas y, en fila, casi de puntillas, desaparecen por la escalerita de la izquierda. Un gran silencio.)

 

KOPROFF.-   (Fríamente.) ¡Camarada Molinsky!

MOLINSKY.-   (Como un eco.)  ¡Camarada Koproff!

KOPROFF.-  ¿Qué miráis con tanta atención?

MOLINSKY.-  La nieve...

KOPROFF.-  Supongo que la nieve no constituirá para ti una sorpresa de la Europa occidental. Vienes de un lugar donde nieva siempre.  (Sonríe feliz.) Pero allí nieva por igual en todas partes, porque aquel es el país del socialismo...

MOLINSKY.-  Oye. ¿Qué edificio es aquel que tiene dos torres puntiagudas?

KOPROFF.-  La catedral...

MOLINSKY.-  ¿Otra?

KOPROFF.-  Otra...

MOLINSKY.-  Es curioso. En todas las ciudades de este país por donde hemos pasado había una catedral...

KOPROFF.-  ¡Pché! Tienen esa manía... Estos países viejos todavía no están organizados.

 

(MOLINSKY abandona su puesto del ventanal y viene muy feliz junto a KOPROFF.)

 

MOLINSKY.-  ¿Sabes, camarada, que estoy muy contento? Nunca creí que mi primer viaje al extranjero fuera tan emocionante. Me gusta todo lo que veo. Todo. Me gusta esa ciudad con sus callecitas, y sus palacios, y sus jardines. Me gusta este paisaje. ¡Me gusta hasta la catedral!

 

(KOPROFF alza los ojos y le mira atentamente.)

 

KOPROFF.-  ¿También?

MOLINSKY.-   (Contentísimo.) ¡Sí, sí!

KOPROFF.-  ¡Camarada Molinsky!

MOLINSKY.-  ¡Camara Koproff!

KOPROFF.-  Reconozco que, en lo externo, actúas como un buen funcionario de nuestro Servicio Secreto. Eres correcto, ceremonioso, vistes de etiqueta con mucho señorío y sabes lucir tus condecoraciones con toda dignidad. Porque nosotros somos así, de la vieja escuela. Allá esos americanos que lo hacen todo en mangas de camisa... Lo que me asusta, camarada Molinsky, son tus reacciones sentimentales ante el bochornoso espectáculo de la Europa occidental.

MOLINSKY.-  Bueno... Tanto como bochornoso... ¡Je!

KOPROFF.-  ¡Bochornoso!  (Indignado.) ¿Es que no lees los periódicos del partido?

 

(MOLINSKY baja la cabeza, muy contrito, y recita.)

 

MOLINSKY.-  Sí, camarada. Toda la Europa occidental gime bajo el yugo del capitalismo imperialista. Al ponerlo en duda me he convertido en un traidor y en un enemigo del pueblo y debo ser castigado para purgar todos mis crímenes...

KOPROFF.-   (Sonríe complacido.) Bien, bien. Esa sinceridad denota en ti un verdadero revolucionario. Te felicito, camarada Molinsky. Pero también deseo que comprendas el honor que te han hecho nuestros jefes al elegirte, entre muchos, para que me acompañaras en esta histórica misión. Porque esta noche, aquí, en el Parador de San Mauricio, ocurrirá algo que puede cambiar el mapa de Europa...

MOLINSKY.-  ¿Otra vez?

KOPROFF.-  ¡Sí!

MOLINSKY.-   (Admiradísimo.)  ¡Hay que ver! ¡Qué grande eres, camarada Koproff!

KOPROFF.-  ¡Bah!  (Con superior modestia.) ¡La experiencia! Son veinte años viajando por el mundo, siempre en importantes misiones del Servicio Secreto. ¡Puedo decir sin vanidad que soy el agente secreto más popular del mundo! Una vez, los espías de todos los países me dieron un banquete. ¡Fue una hermosa comida de hermandad!

MOLINSKY.-   (Todo noble emulación.) ¡Camarada Koproff! ¿Tú crees que con el tiempo llegaré a ser un agente secreto tan célebre como tú?

KOPROFF.-  ¡Quién sabe! Parece que tienes ciertas condiciones...

MOLINSKY.-   (Entusiasmado.) ¡Bravo! ¡Bravo!

 

(Baja el MAÎTRE por donde se fue.)

 

MAÎTRE.-  Buenas tardes. ¿Los señores acaban de llegar? Estoy a las órdenes de los señores...

KOPROFF.-   (Glacial.) ¿Hablo con Tomás Dulac, antiguo «croupier» en el Casino de Biarritz, ex-camarero en Estoril, Maître en el Parador de San Mauricio desde hace cinco años, hombre sin ideas políticas reconocidas, pero evidentemente reaccionario?...

MAÎTRE.-   (Estupefacto.) Sí, señor. Ese soy yo.

KOPROFF.-  ¿El cocinero es polaco?

MAÎTRE.-  Sí, señor.

KOPROFF.-  ¿En el hotel hay cinco camareras?

MAÎTRE.-  ¡Seis!

KOPROFF.-  ¡Cinco! La semana pasada despidieron a una...

MAÎTRE.-   (Atónito.)  Es verdad. Se me había olvidado. Pero, Dios mío, ¿cómo es posible que el señor lo sepa todo?

MOLINSKY.-   (Divertidísimo.) ¡Anda! Pero qué tonto es este señor... Todavía no se ha dado cuenta de que somos agentes secretos.

MAÎTRE.-  ¿Cómo?  (Horrorizado.) ¿Los señores son agentes secretos?

MOLINSKY.-  ¡Sí!

MAÎTRE.-  ¿Espías?

MOLINSKY.-  Para servirle... ¿Cómo está usted?

MAÎTRE.-  Dios nos asista... ¡Los espías en el hotel! ¿Qué va a ser de nosotros?

 

(Se deja caer en un sillón, junto a la chimenea, preocupadísimo. Aparece PALOMA en la escalerita de la derecha. Más fragante que nunca.)

 

PALOMA.-  ¡Tomás! Estoy llamando y no contesta nadie. ¿Qué pasa? ¡Oh!, perdón. Buenos días...

MAÎTRE.-  ¡Cuidado! ¡No se acerque, señorita!

PALOMA.-  ¡Ay! ¿Por qué?

MAÎTRE.-  ¡¡Son espías!!

PALOMA.-  ¿Espías?

MAÎTRE.-  ¡Sí!

PALOMA.-   (Alegrísima.) ¿Son ustedes espías?

KOPROFF.-  ¡Señorita!  (Muy halagado.)  No está bien que uno lo diga...

PALOMA.-   (En el colmo de la felicidad.) ¡Dios mío! Con las ganas que tenía yo de conocer a los espías. ¡Es fantástico! Pero ¿cómo no me he dado cuenta? Si fijándose bien, se nota en seguida. ¿Cómo se llama usted?

KOPROFF.-  ¡Koproff!

PALOMA.-  ¡Me lo estaba figurando! ¿Y usted?

MOLINSKY.-  ¡Molinsky!

PALOMA.-  ¡Vamos!  (Con ternura.) Tan jovencito y ya es espía. ¿Tiene usted mamá y hermanitos?

MOLINSKY.-  Sí, señora. Mi madre es directora de una fábrica de tractores.

PALOMA.-  ¡Ay! ¡Pobre señora!  (Horrorizada.) ¡Qué cosas tiene la vida!

MAÎTRE.-  Pero, señorita Paloma...

PALOMA.-  ¿Te quieres callar, Tomás? No comprendo por qué pones esa cara. Han venido los espías y todavía no estás contento. Cuando se sepa por ahí se te llenará todo esto de millonarios...  (Corre presurosa hasta la escalera de la izquierda y llama muy contenta.)  ¡Silvia! ¡Lilí! ¡Lilí! ¡Silvia! Venid. Daos prisa. ¡Han venido los espías!

MOLINSKY.-  Oye. ¿Sabes que hemos caído muy bien?

KOPROFF.-  ¡Oh! Como siempre. En París, cuando voy a hacer espionaje al «Quai d'Orsay», los porteros me piden autógrafos...3

PALOMA.-  ¡Lilí! ¡Silvia! ¡Lilí!

 

(Surgen atropelladamente y muy emocionadas SILVIA y LILÍ.)

 

SILVIA.-  ¡Ay, señorita! ¿Es verdad que han venido los espías?

PALOMA.-  ¡Miradlos!

SILVIA.-  ¡Ay!

PALOMA.-  ¿Os gustan?

SILVIA.-  ¡Muchísimo!

LILÍ.-  ¡Qué bien están!

 

(KOPROFF y MOLINSKY se inclinan muy agradecidos.)

 

KOPROFF.-  Gracias.

MOLINSKY.-  Muchas gracias. Es favor.

DUQUESA.-   (Dentro.) ¿Dónde están los espías? Yo también soy espía...

TODOS.-  ¡Oh!

 

(Surge la DUQUESA todo lo aprisa que puede.)

 

MAÎTRE.-  ¿Qué dice, señora Duquesa?

DUQUESA.-  ¡Naturalmente, hijito! Fui una de las mejores espías de la guerra del catorce. ¡Ay! Entonces, todas las mujeres hermosas éramos espías...  (Se planta atentamente frente a KOPROFF y MOLINSKY y los examina con sus impertinentes.) ¿Son estos?

PALOMA.-  Sí, sí... Estos.

SILVIA.-  Estos, estos.

LILÍ.-  ¿Le gustan?

DUQUESA.-  A ver... No están mal. ¿Están ustedes numerados?

KOPROFF.-  No, señora.

DUQUESA.-  ¡Ah! ¿No? ¡Dios mío! ¡Cómo ha progresado el espionaje! Cuando pienso que en la Gran Guerra a muchos espías los cogían por el número. ¡Pobrecitos! A mí, para que pasara inadvertida, me llamaban Rosa de Francia. Tuve que hacer el amor a muchos espías enemigos que, por cierto, eran encantadores. Una vez conocí a un ruso que me llevó con él a Moscú. ¡Ah, Rusia! ¡Cómo me gusta ese país! Siempre está nevando. Y luego, como la gente allí es tan religiosa, todo está lleno de popes...

MOLINSKY.-  Oye...  (Muy interesado.) ¿Qué es un pope?

KOPROFF.-  ¡¡Silencio!!

MOLINSKY.-  ¡Oh!

 

(La DUQUESA ya se ha sentado a la izquierda en el sillón del centro, y, con un gesto, invita a KOPROFF a sentarse a su lado. PALOMA, SILVIA, LILÍ y MOLINSKY los rodean. El MAÎTRE atiende a la escena apoyado en la repisa de la chimenea.)

 

DUQUESA.-  Bien. Y ahora que estamos en confianza ¿qué planes traen ustedes?

KOPROFF.-  ¡Señora!

PALOMA.-   (Jubilosísima.)  Eso, eso. ¡Que lo diga!

SILVIA.-  Sí, sí, sí...

LILÍ.-  ¡Ande! Cuéntelo todo...

KOPROFF.-  No sé si debo...

TODOS.-  ¡Sí! ¡Sí!

MOLINSKY.-  Hombre, no te hagas rogar...

DUQUESA.-  Mire usted, compañero. Yo, cuando era espía, nunca andaba con secretos...

KOPROFF.-  Bien.  (Muy prudente.)  ¿Estamos solos?

TODOS.-  ¡Sí!

DUQUESA.-  Completamente solos. ¡Hable tranquilo!

KOPROFF.-  Entonces se lo contaré.  (Mira en torno. Muy en secreto.)  Una noche de este verano, en una villa de Niza, se celebró una gran fiesta internacional. Llegaron invitados de todas las partes del mundo. Millonarios, aristócratas, artistas y un torero español. Pero llegaron también tres reyes en el exilio.

TODOS.-   (Un murmullo.) ¡Oh!

DUQUESA.-  ¡Tres reyes!  (Soñadora.)  ¡Qué hermoso espectáculo!

KOPROFF.-  Eran: Su Majestad Imperial Alí-Harom el Magnífico, Su Majestad Alberto V y Su Alteza Real el Príncipe Federico, que pretenden volver a reinar en el trono de sus antepasados.  (Sonríe.) Pero, naturalmente, allí estaba también el Servicio Secreto...

DUQUESA.-   (Experta.) ¿Algún camarero disfrazado?

KOPROFF.-  No... Toda la orquesta.

DUQUESA.-   (Boquiabierta.) ¡Dios mío! Cómo se trabaja ahora...

KOPROFF.-  Por nuestros agentes supimos en la Oficina Central que aquella noche los tres reyes quedaron citados para pasar la Navidad solos los tres y en el más riguroso incógnito en algún lugar apartado. No hemos podido averiguar todavía el objeto de esa misteriosa cena real. Pero sí hemos descubierto el lugar de la cita...

PALOMA.-   (Impacientísima.)  ¡Ay! ¿Dónde es?

TODOS.-  ¿Dónde?

MOLINSKY.-   (Excitadísimo.) ¡Aquí!

TODOS.-   (Suspensos.)  ¡Aquí!

MOLINSKY.-  ¡¡Sí!! ¡Aquí!  (Más sosegado.)  ¡Ea! Estaba rabiando por decirlo...

DUQUESA.-   (En pie, impresionadísima.) Entonces, Sus Majestades llegarán de un momento a otro...

KOPROFF.-  Ya han llegado.

 

(Mira al techo, con una larga sonrisa un poco demoníaca. Los demás, sugestionados, elevan también los ojos hasta lo alto con muchísimo respeto.)

 

Están arriba.

TODOS.-  ¡Oh!

KOPROFF.-   (Con gozo.) Ya son míos...

MAÎTRE.-   (Muy bajito. Un escalofrío.) ¿Es que van ustedes a asesinarlos?

 

(KOPROFF y MOLINSKY se estremecen horrorizados.)

 

KOPROFF.-  ¿Qué está usted diciendo?

MOLINSKY.-  ¡Qué bárbaro!

PALOMA.-  ¿Cómo has podido pensar eso?

DUQUESA.-  Pero, Tomás...

 

(El MAÎTRE, muy avergonzado, baja la cabeza.)

 

MAÎTRE.-  Creí que era la costumbre...

KOPROFF.-   (Con muchísima ternura.) Pero si estamos aquí para velar por ellos...

DUQUESA.-  ¿De veras?

KOPROFF.-  ¡Claro! Deben de sentirse tan desvalidos. Los reyes no son como los demás hombres. No tienen sentido práctico de la vida. No conocen las pequeñas necesidades humanas...

MOLINSKY.-   (Emocionadísimo también.) Nada.... No conocen nada.

KOPROFF.-  ¡Pobres!

MOLINSKY.-  Son como niños...

DUQUESA.-  ¡Dios mío!  (Muy conmovida.)  ¡Qué buen corazón tienen estos espías!

KOPROFF.-   (Venciendo virilmente su emoción.) Pero Sus Majestades pueden descansar tranquilos, que no están solos. ¡Aquí está el Partido para velar por ellos! ¿No es cierto, camarada Molinsky?

MOLINSKY.-   (Con fervor.) ¡Sí, camarada Koproff!

 

(KOPROFF se vuelve, autoritario, hacia el MAÎTRE.)

 

KOPROFF.-  Tome usted nota de que los reyes están invitados por el Partido. Todo está pagado. Por eso, cuando llamé por teléfono para anunciarle la llegada de Sus Majestades, porque fui yo quien llamó, le dije a usted que en la mesa no faltara el caviar. Me parece una delicada insinuación. Pero ¡silencio! Ellos no deben saber nada. Después, lo comprenderán todo. Porque esta noche, en la cena de Navidad de los tres reyes, yo, en nombre del Partido, voy a plantear la mejor jugada política del siglo... ¡Será algo que asombrará al mundo entero!  (Con otra voz, muy confidencial.) Naturalmente, todo esto que quede entre nosotros... ¡Sígueme!

 

(Sale KOPROFF lentamente, por la derecha, seguido de MOLINSKY. Un segundo después, el MAÎTRE les sigue. Quedan en escena las cuatro mujeres emocionadísimas. Un fugaz silencio.)

 

SILVIA.-  ¡Ay, qué nerviosa! Pero qué nerviosa me estoy poniendo...

LILÍ.-  Y yo, y yo... ¡Estoy más nerviosa!

DUQUESA.-  ¡Y luego dicen que ha pasado el tiempo! Pero si está todo igual. Los reyes. Los espías. ¿Volveré a ser Rosa de Francia? Vamos. Voy a vestirme como es debido y me pondré todas mis joyas. Me dice el corazón que esta noche hago aquí mucha falta... Vamos, vamos, ayúdame.

LILÍ.-  ¡Sí, señora!

 

(Sale la DUQUESA por la derecha, apoyada en su bastón y en un brazo de LILÍ. Quedan en escena PALOMA y SILVIA. PALOMA, zambullida en su sillón con las piernas encogidas y los ojos clavados en el techo.)

 

SILVIA.-  ¿En qué piensa usted, señorita?

PALOMA.-  Pienso en ese príncipe Federico. ¿Cómo será?

 

(Con mucha timidez asoma el PRÍNCIPE por la meseta de la izquierda y desde allí se dirige prudentemente a la camarera.)

 

FEDERICO.-  Por favor. ¿Podría servir una tacita de café?

 

(PALOMA, muy molesta, se vuelve hacia el importuno y grita airadamente.)

 

PALOMA.-  ¡No!

FEDERICO.-   (Con susto.) ¡Caramba!

SILVIA.-  No, señor. No estamos ahora para servir cafés...

FEDERICO.-  Pero...

PALOMA.-   (Indignada.) ¡Joven! Lárguese y no sea impertinente...

FEDERICO.-  ¡Oh! Perdón...

 

(Sale. PALOMA se reintegra a sus sueños.)

 

PALOMA.-  ¡El príncipe Federico! ¡Tiene que ser un verdadero príncipe! ¡Figúrate! Cuando yo trabajaba en los teatros de los pueblecitos y dormía en las camas sucias de las fondas baratas, cuando yo era casi una niña, me dieron un papel de paje en un drama antiguo muy bonito. En la escena más emocionante, yo aparecía con una trompeta y gritaba: ¡El príncipe llega!  (Sonríe.) Pero el príncipe no salía...

SILVIA.-  ¡Ay! ¿Por qué?

PALOMA.-  Porque en la compañía no teníamos príncipe. Todos los cómicos eran feos y viejecitos. Y un príncipe, un verdadero príncipe, siempre es joven, guapo y arrogante. ¡Eso lo sabe muy bien el público! Luego, de madrugada, cuando en un rincón de la estación esperábamos muertos de frío la llegada del tren, yo cerraba los ojos y soñaba. Me empeñaba en adivinar cómo sería de verdad aquel príncipe maravilloso que nunca salía a escena. Y como tengo esta imaginación, hasta le veía...

SILVIA.-   (Con mucho interés.)  ¿Cómo le veía la señorita?

PALOMA.-  Irresistible.  (Soñadora.) Montado en un caballo blanco...

SILVIA.-  ¡Ay, señorita!

 

(De pronto, PALOMA salta del sillón y avanza.)

 

PALOMA.-  ¡Silvia!

SILVIA.-  ¡Señorita Paloma!

PALOMA.-  Se han enamorado de mí muchos hombres, ¿sabes? Y he jugado con todos. Porque yo, aunque no se me note, soy bastante coqueta...

SILVIA.-  Pero si se le nota...

PALOMA.-  ¿Mucho?

SILVIA.-  Lo natural...

PALOMA.-  Entonces, mejor todavía. ¡Silvia! Entre todos los hombres que he enamorado, me falta un príncipe. Y esta noche voy a hacerle el amor al príncipe Federico...

SILVIA.-  ¡No, señorita!

PALOMA.-  ¡Te digo que sí!

SILVIA.-  ¿No será una falta de respeto?

PALOMA.-  A los hombres, por muy príncipes que sean, solo se les falta al respeto cuando no se les hace caso.  (Con ternura.) Son muy femeninos...

SILVIA.-  Pero, ¿qué dirá el señorito René cuando se entere?

PALOMA.-  Mujer... El señorito René es otra cosa4. Ya te he dicho que le quiero como una madre. Por eso, de vez en cuando, hasta le dejo que se quede una noche en mi casa... Pero no pongas esa cara. Lo hago para que no sufra la reputación de René. Porque la verdad es que le encierro en el salón y el infeliz se queda dormido en el sofá como un animalito.  (Tiernamente.)  De madrugada, se despierta y empieza a dar gritos.

SILVIA.-  ¡Claro!

PALOMA.-  No, no... Nada de eso. Se despierta porque tiene frío y pide otra manta. Ya te digo que es un animalito.  (Transición.) Siempre he tenido que querer a los hombres como una madre. No sé por qué, pero parece mi destino. Todos, todos eran unos infelices, que no sé qué hubieran hecho sin mí. Ahora quiero conocer el amor de un hombre distinto. ¿Y quién mejor que un príncipe? Un príncipe joven, fuerte, dominador.  (Transición.)  ¡Silvia! En mi maleta hay un vestido. Sube a mi cuarto y prepáralo todo. ¡Corre!

SILVIA.-  ¡Sí, señorita! ¡Ay, Dios mío!

 

(SILVIA sale corriendo por la escalerita de la derecha. PALOMA, sola, dichosísima, se inclina con gran ringorrango frente a un personaje imaginario que, al parecer, debe estar en un extremo, en primer término, a la izquierda.)

 

PALOMA.-  ¡Príncipe Federico! A los pies de Su Alteza Real... Yo soy Paloma Monetti.

 

(Surge FEDERICO en la meseta de la escalera de la izquierda, hojeando con muchísimo interés un libro que trae entre las manos. Cruza la estancia ensimismado sin alzar los ojos y, tranquilamente, se sienta en el sillón junto a la chimenea.)

 

PALOMA.-  ¡Oiga! ¿Otra vez está usted ahí?

FEDERICO.-  ¡Je! Si no molesto...

 

(Se zambulle en la lectura afanosamente. Un pequeño silencio.)

 

PALOMA.-  ¿Se puede saber qué lee usted con tanta atención?

FEDERICO.-  ¡Je! Es un estudio comparado de Economía Liberal y Economía Dirigida...

PALOMA.-  ¡Ay! ¿Y eso es bonito?

FEDERICO.-  ¡Oh! Es apasionante. Como que estoy deseando llegar al final...  (Muy amable.)  ¿Quiere usted que se lo preste?

PALOMA.-  No, no. Muchas gracias. Ya me dirá usted cómo acaba. A mí, en los libros de intriga, lo que me gusta es el final...

FEDERICO.-  ¡Je!

PALOMA.-  ¿Es usted extranjero?

FEDERICO.-  ¡Sí, señorita! Vivo muy lejos de aquí.  (Sonríe.) Bueno, en realidad vivo en una biblioteca...

PALOMA.-  ¡Ah! Se nota.

FEDERICO.-  ¿Usted cree?

PALOMA.-  Sí, sí. Se nota que tiene usted aspecto de profesor... ¿Acierto?

FEDERICO.-  ¡Je!  (La mira y sonríe.) Sí, señorita. Acertó usted.

PALOMA.-  ¡Ah! Mis presentimientos no me engañan nunca. Buenas tardes, profesor. ¡Feliz Navidad!

FEDERICO.-  ¡Feliz Navidad!

 

(Ella cruza corriendo hasta la escalera de la derecha. Él la llama y ella se vuelve ya arriba, en la meseta.)

 

¡Señorita!

PALOMA.-  ¿Qué?

FEDERICO.-   (Sonrojadísimo.) No, nada. Quería decirle que es usted muy bonita...

PALOMA.-   (Encantada.)  ¿Le gusto, profesor?

FEDERICO.-  Muchísimo...

PALOMA.-  ¿Verdad que, si yo me lo propongo, esta noche puedo conquistar a un hombre?

FEDERICO.-  ¡Oh!  (Baja los ojos.) Si usted se empeña, le volverá loco...

PALOMA.-  ¡Gracias!

 

(Le envía un beso por el aire y sale corriendo. El Príncipe se deja caer en el sillón. Intenta leer, pero no puede. Reclina la cabeza sobre el respaldo y cierra los ojos. Sonríe. Por la derecha asoman KOPROFF y MOLINSKY. Al ver al Príncipe en actitud de durmiente se detienen y le contemplan con la mayor ternura.)

 

KOPROFF.-  ¡Oh, mira!

MOLINSKY.-  ¡Se ha dormido! Pobrecito...

KOPROFF.-  ¡Chiss! Espera...

 

(Toma la manta que está sobre el sofá y, amorosamente, ayudado por MOLINSKY cubre con toda delicadeza las piernas del Príncipe. Este se sobresalta ligeramente.)

 

FEDERICO.-  ¿Qué? ¿Quién?

KOPROFF.-  ¡Chiss! No es nada. Es que, por aquí, siempre corre fresquito... Duerma...

MOLINSKY.-  Duerma, duerma... ¡Chiss!

 

(Los dos se marchan de puntillas hacia el fondo. El Príncipe los contempla muy asombrado.)

 

 
 
TELÓN