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1

Ni los portugueses, que doblaron el cabo de Buena Esperanza, ni la expedición de Magallanes, que alcanzó latitudes más extremas, observaron la inclinación de la aguja, que es muy perceptible en tales parajes; o bien se limitaron a mantenerla horizontal pegándole bolitas de cera, sin preocuparse del fenómeno físico que tal inclinación manifestaba.

 

2

De estas Cartas latinas, verdadera crónica de todo lo acontecido en su tiempo, fértil en sucesos importantes, se imprimieron 778, formando 33 libros, en Alcalá, cuatro años después de su muerte acaecida en 1526, y en 1534, salió en italiano su Historia de las Indias Occidentales.

En vida publicó sus Décadas Océanas, en latín, año 1511; obra que alcanzó, como las otras, varias ediciones.

 

3

Quienes no conociendo otros móviles que el interés, sólo atribuyen miras políticas y comerciales al Infante don Enrique, deberán leer a su contemporáneo el cronista Azurara, que pone la curiosidad científica como primer móvil del príncipe, que deseaba «tener sobre todas las cosas una certeza manifiesta». Y Diego Gomes, uno de sus navegantes, asegura que emprendió el viaje «deseando conocer las regiones lejanas del Océano occidental, y si por casualidad había islas o tierra firme además de las que Tolomeo había descrito».

 

4

En cambio, para Estrabón, el Ecumene era insular, y además existía un antiecumene meridional, bañado como él por el mismo océano; y Crates de Mallos suponía otros dos en el hemisferio opuesto, o sea en total cuatro continentes.

 

5

Los antiguos creían que no llovía nunca en la zona tropical y por ende era inhabitable. Pigafetta, cronista del viaje de Magallanes, dice en su diario del 3 de octubre: «Tuvimos vientos contrarios, calmas chichas y lluvia hasta la línea equinoccial, y el tiempo lluvioso duró sesenta días, contra la opinión de los antiguos».

 

6

Muy exagerado es, por consiguiente, este párrafo de Lummis en su conocido libro de vindicación: «causa risa saber que una de las razones por las que nadie se atrevía a arriesgarse mar afuera era el temor de llegar inadvertidamente más allá del límite del océano, y de que el buque y la tripulación cayesen en el vacío. Aun cuando sabían que el mundo era esférico, todavía no se soñaba en la ley de gravitación; y se suponía que, si uno avanzaba demasiado lejos por la superficie de la esfera, corría el peligro de lanzarse al espacio».

Y no falta quien ha aderezado la trágica escena diciendo que los navegantes, al salirse del borde del mundo, temían caer en las fauces de grandes y feroces dragones cuyo hálito era fuego.

 

7

San Isidoro, el más sabio quizá del siglo VII (escritor el más universal y fecundo de su tiempo, lo llama Kretschmer), no admitía siquiera la existencia de habitantes en Libia, por ser paraje excesivamente lejano, donde los hombres no podrían vivir en suelo tan inclinado, sin caerse.

 

8

«La menor de las dificultades que se presentaban a los descubridores del Nuevo Mundo -dice Lummis- era el tremendo viaje que había que hacer entonces para llegar a él. Si las tres mil millas de mar desconocido hubiesen sido el principal obstáculo, hubiéranlo vencido la civilización algunos siglos antes. Fueron la ignorancia humana, más honda que el Atlántico; y el fanatismo, más tempestuoso que sus olas, los que cerraron por tanto tiempo el horizonte del occidente de Europa. A no ser por estas causas, el mismo Colón hubiera descubierto la América diez años antes; es más, América no hubiera tenido que esperar tantos siglos a que Colón la descubriese.»

 

9

Así describe Pigafetta estas hojas animadas: «Son semejantes a las de morera, o más largas, con pecíolo corto y puntiagudo, y cerca del pecíolo, a ambos lados, tienen dos pies. Si se les toca se escapan; pero al partirlas no sale sangre. Guardé una durante nueve días en una caja y cuando la abría se paseaba alrededor. Opino que viven del aire.» (Agosto de 1521.)

Otros viajeros las describen igual, opinando que tienen alojado un insecto, o que son gigantescos insectos con alas en forma de hoja.

 

10

Véase en el capítulo que dedicamos a Colón la desilusión con que habla de las tres sirenas que encontró en el mar, menos bellas de como se las suele pintar.

Después de haber encontrado en el primer viaje a los caníbales del Caribe, y cuando ya estaba abierta la curiosidad para más truculentas novedades, se comprende la desilusión sufrida por la expedición de Bartolomé Ruiz, al encontrar en el Mar del Sur un gran comercio flotante sobre lujosa canoa, bien provista de mercaderías, con su correspondiente gran balanza para ajustar exactamente las transacciones.