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Es interesante recordar que, ante las dudas que pudieran presentarse en las tierras antípodas, dio en el mismo año una segunda bula en que ampliaba el meridiano de demarcación con su opuesto, quedando así el globo terráqueo dividido en un hemisferio español y otro portugués. Levillier da otra interpretación.

 

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Para dar idea del lento avance en la medida del tiempo baste recordar que en el siglo de Pericles y Aristófanes, período áureo de Grecia, se medía el tiempo por la sombra del cuerpo humano y la unidad de tiempo era el pie de sombra; que el reloj cóncavo de sol no fue introducido hasta el período alejandrino; que los romanos no lo conocieron hasta el siglo III a. Ch.; que en la Edad Media las 12 horas de día (medidas con el reloj solar cóncavo, muy distinto del moderno cuadrante) eran diversas de las 12 horas de noche (medidas por las estrellas o el reloj de agua), y sólo en los equinoccios eran iguales; que hasta el siglo XIV no se abandonan estas horas temporales adoptando 24 horas iguales o equinocciales, y que hasta la divulgación de los relojes de péndulo por Huyghens (1657) y de los relojes transportables por Hooke (1658) siguieron usándose las clepsidras y relojes de arena; o mechas que se consumían lentamente y cuyos nudos equidistantes señalaban la hora. Aún en pleno siglo XVII, Galileo utilizó en muchas experiencias como cronómetro sus propias pulsaciones, y aunque concibió el reloj de péndulo en los últimos años de su vida y ya ciego, dando instrucciones a su hijo para construirlo, el modelo que éste hizo no funcionó satisfactoriamente como el de Huyghens.

Este fracaso ha arrebatado al pisano la prioridad, que unánimemente se da a Huyghens. Sin embargo, el modelo exacto del reloj de Galileo, bien construido, que se exhibe en el Science Museum de Londres, funciona perfectamente, siendo por tanto injusto negarle la prioridad.

 

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BIGOURDAN, L’Astronomie. París, 1916.

 

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Así dice Vallín, pero ignoramos qué nuevo tipo de ballestilla fue el construido, ni en qué consistió su método.

 

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Así dice Cotarelo en su muy documentada monografía sobre el P. José de Zaragoza en «Estudios sobre la ciencia española del siglo XVII», Madrid, 1935. El camino iniciado por España, ya desde el tiempo de Carlos V, fue seguido en el siglo XVII por Holanda y en el XVIII por Francia e Inglaterra, asignando premios fabulosos. Véase la memoria de Eustaquio Navarrete en «Documentos inéditos para la historia de España, XXI, 5 y siguientes».

 

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El reloj de péndulo (1658) y el cronómetro de espiral (1675) fueron ineficaces.

 

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He aquí las diversas propuestas de Galileo: en 1612 solicitó permiso para explotar comercialmente la venta de su anteojo, llevando un centenar de ellos; pedía como recompensa una «croce de San Iago» y un sueldo de 4000 escudos., Concedido todo ello por Felipe III, exigió Cosme de Médicis, como precio de su permiso para dejarlo salir de Florencia, el derecho de libre envío cada año de dos naves francas a las Indias.

Fracasada esta primera tentativa de Galileo, se dirigió nuevamente en 1617, por medio del embajador de Florencia, para resolver el problema de la longitud y enseñar el manejo de su anteojo; pero esta vez con pretensiones mucho más modestas. Debemos al R. P. Furlong la copia de este documento, que descubrió en el Archivo de Indias el meritísimo erudito.

En 1619 se presentó al nuevo concurso de la longitud, y, final mente volvió a hacerlo en 1632, en que también aspiró al gran premio de Holanda.

 

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Ver nota de pág. 94.

 

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Así lo dice el continuador de la Historia de Montucla, parte 4ª, libro 9 del Complemento, y lo da a entender Gomes Teixeira en su discurso citado, y así lo dice rotundamente el artículo de la Enciclopedia Espasa.

Entiéndase bien que no se discute en puridad la invención sino la reinvención, pues tales cartas no son sino las de Marino de Tiro y de su sucesor Tolomeo, desconocidas en la Edad Media. (V. el gran tratado de Armando Cortesão.)

 

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Dice así el historiador portugués Barros en sus Décadas da Asia (1563): «No solamente dispuso las cosas para su buen éxito, sino que hubo por su parte mucha industria y prudencia para conseguirlo; porque para este descubrimiento mandó venir de la isla de Mallorca un maestre Jácome, hombre muy docto en el arte de navegar, que hacía cartas e instrumentos, al cual le costó mucho para traerlo a este reino, a fin de enseñar su ciencia a los oficiales portugueses».

Parece bien averiguado, según Borghi, que la describió en 1789, que la primera carta náutica fue presentada al infante Don Enrique en 1457 por Fr. Mauro Camdolense, quien hizo, por encargo del rey de Portugal, un mapa universal en un plano circular de cerca de 20 palmos de diámetro.