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ArribaAbajoQuinta parte

En la cual se eleva a plenario la causa



ArribaAbajoCapítulo primero

El juicio



Severo y majestuoso
Tribunal por Alfonso improvisado,
Ostentábase allí grave, fastuoso,
Do el orgullo real viese humillado:
Escándalo alevoso,
testimonio de un crimen obcecado.

Reseñada ya la fábula de la torre que sirviera de prisión a Omar-Jacub y a Palomina, entremos ahora en su lúgubre recinto y asistiremos a una escena sombría e imponente, escena de importancia suma, como que debe darnos la clave del desenlace parcial de nuestra obra, cuyo argumento ha venido a complicar su misma acción con sus variadas fases y peripecias.

Ante todo, anticipemos para ello una idea, aunque ligera, de la decoración donde va a tener lugar esa misma escena, lo cual constituye una circunstancia esencial de primer orden.

Figurémonos, pues, una bóveda aplanada en forma de elipse, de paredes espesas, negras, manchadas y desquebrajadas, de las cuales colgaban, hechos jirones, tapices sucios, empolvados y cubiertos de telarañas, e iluminada por una lámpara de hierro colgada de una escarpia.

Algunos muebles antiquísimos, rotos y apolillados en fuerza de viejos, rodeaban el ámbito de aquella mezquina pieza, pobre, abandonada y miserable.

Sin embargo, en ella iba a tener lugar un interrogatorio solemne, dirigido por un magistrado inexorable y supremo.

Sentado en uno de aquellos sitiales carcomidos, especie de poltrona que ocupara el fondo de la pieza, estaba un personaje ricamente vestido de púrpura, envuelto en un manto de armiño, coronado de una diadema regia y con un cetro en la diestra.

Era S.A. el católico y poderoso señor rey D. Alfonso de León y Castilla.

Junto a aquel personaje de continente majestuoso y severo, de pie, inmóvil como una serpiente de acero, aparecía en primer término a su diestra un caballero rigurosamente vestido de punta en blanco, calada la visera y apoyándose en una luciente alabarda romana, mientras que detrás desplegábase en semicírculo un piquete, de archeros, que formara la guardia de honor de su alteza.

En segundo término aparecían sentados sobre escaños toscamente improvisados, los jurados de Mondoñedo con sus sobrevestas capitulares y sus varas de marfil y ébano: los concejales del municipio con sus trajes tala res alegóricos, y los ministriles con sus pesadas mazas emblemáticas, claveteadas de púas de bronce dorado a fuego.

Los movimientos ondulantes de la luz daban a aquel cuadro un tinte lúgubremente fantástico, y al reflejar sobre la espiral de las armas, dábalas un viso sanguinolento, como lenguas de purpúreo fuego.

Sonó luego un esquilón invisible en medio de aquel profundo silencio que allí reinara, y que realzaba tanto la solemnidad de aquel acto imponente, por lo desconocido y extraño en un tribunal como aquél, tan anómalo y con tal urgencia improvisado.

Luego, casi simultáneamente, y cuando apenas se extinguiera el eco de aquel fuerte retintín tan imprevisto, oyóse frío, vibrante y lacónico el tremendo acento del rey, que dictó una orden, ante la cual dividiéronse al punto en dos grupos los soldados, dejando un espacio vacío en medio.

Rasgóse el tapiz que cubría la pared, y apareció un buque oscuro, por el cual salió un bulto informe envuelto en una especie de túnica gris, y adelantándose con los movimientos de un reptil.

Tratábase indudablemente de un juicio, y Lucifer, que era el mismo caballero cubierto que presentamos a la diestra del monarca, reconoció en aquel bulto al reo que debiera figurar como tal en aquel acto solemne; y en este, mismo reo pudo reconocerse también a la vieja Palomina.

Entonces, al aspecto de aquel ser abominable y odioso, en el semblante del cuadrillero, aunque cubierto por su luciente visera, debió pintarse una expresión de inexplicable y repulsivo horror.

¿Qué significaba, pues, tan fastuoso aparato?

El rey, cada vez más sombrío y ceñudo, y en cuyo interior parecía rugir un vértigo de iracunda cólera, dejó oír de nuevo su poderosa voz en medio del más lúgubre silencio.

-Nada hay oculto, exclamó, a los ojos de la Divina Justicia; los crímenes del hombre pueden permanecer ignorados durante un periodo más o menos largo, porque así entra en sus inescrutables juicios; pero llega un día en que un decreto supremo acerca el momento de las revelaciones, y la Providencia entonces, por un acto reparador de su justicia distributiva y sabia, pone en evidencia la realidad que ocultara ese velo temporal que disfrazó un tiempo la iniquidad del hombre.

A este exordio tan sombrío como enigmático, respondió de nuevo un silencio pavídico.

Alfonso, cada vez más contraído el semblante por un furor recóndito que parecía hervir en su pecho, continuó:

-Esto mismo es lo que ha sucedido con vosotros los llamados Beatriz de Quiñones, entendida también por Palomina, y Omar-Jacub, especiosos nombres con los cuales se disfrazan dos instrumentos viles de la perversidad y de la impostura: muchos años han trascurrido desde que organizasteis de consuno, y en connivencia con Ataulfo de Moscoso, una trama infernal, cuyo velo, va a rasgarse al fin a la faz del mundo, que se estremecerá de espanto ante tanto escándalo, y verterá sobre vuestra memoria odiosa todo un cúmulo de execraciones.

La interpelada, de pie en el fondo de aquella especie de tribunal improvisado, arrostró fría, impasible, y hasta con insultante procacidad, la expresión del rey, y en su rostro pareció lucir cada vez más pronunciado un rasgo de provocadora ironía.

-Y puesto que vais a ser ahora juzgados con imparcialidad y justicia, prosiguió el rey, aquí en presencia de la diputación foral, de los jurados del municipio, y a la faz de Dios, que nos ve y nos escucha; para poder pronunciar luego una sentencia arreglada deliberadamente a los principios de justicia, dando previamente al público una satisfacción franca y categórica acerca del objeto que nos mueve al dictar dicho fallo en el proceso, cumple a nuestro real propósito hacer una reseña histórica de los sucesos que lo motivan; sucesos que tiempo ha preocupan nuestra conciencia pecadora, y a cuyo recuerdo contesta el eco del pundonor, de la conciencia y del temor de Dios que nos confunde.

-Escuchad, pues, todos: queremos ser nos mismo el relator de esa causa, antes de juzgarla.

Y en medio del tétrico silencio que allí reinara, la voz del monarca, vibrante como un trueno recóndito, empezó su relato, lento, pausado, en esta forma:

-Muchos años ha que un caballero leonés, a cuya bravura cometieran nuestros augustos padres D. Fernando y doña Sancha cierta misión arriesgada, llegó a Toledo en ocasión que los revueltos bandos civiles preparaban una de esas sangrientas colisiones, tan frecuentes por desgracia en estos tiempos de disturbios, y de la cual y sus consecuencias trataban de aprovecharse aquellos de común acuerdo con el emisario, pronto por su parte a jugar en esta partida hasta su vida misma, si fuere necesario.

Reinaba a la sazón en Toledo Yahyah-Ben-Ismail-el-Mahmun17, príncipe generoso y magnánimo, del cual conservamos más de un recuerdo grato18. Sus talentos diplomáticos adelantáronse a todo, y adelantáronse además al designio mismo de los monarcas cristianos. Pero su plan fracasó por desgracia, y el regio embajador hubo medio de huir, llevando consigo una hermosísima joven casi niña, delicada y tierna, llamada Hormesinda, nombre tradicional que le impusieran en memoria de la hermana del gran Pelayo.

El embajador, amante de esa beldad célebre, ese pundonoroso caballero errante y fugitivo, era Veremundo Moscoso, legítimo conde de Altamira y gran privado de la reina doña Sancha, nuestra augusta madre.

Hormesinda, hija y descendiente de cristianos viejos, era a la sazón esclava de Solimán-el-Acmet, gobernador de Toledo, quien no pudiendo obtener su amor, habíase suicidado de puro despecho en la noche misma que precedió a la fuga de la dama.

Pero habitaba también en su palacio una mujer hipócrita, entusiasta y cautelosa, llamada Betsabé (el rey recargó un nervioso énfasis sobre esta palabra, fulminando a la vez una terrible mirada de soslayo a la vieja, que la sostuvo con una impasibilidad marmórea), judía de origen, de religión y raza, con todo el refinamiento de esa concentración de odio que caracteriza a los hijos de Israel, y con la maliciosa astucia de un demonio. Esta mujer, verdadero aborto del infierno, era la nodriza de Solimán; le había amamantado a sus pechos de fiera, pero no había logrado transmitir e inocular en aquel noble niño la baba ponzoñosa de sus rencores. Pues bien: esa mujer, si tal merece llamarse... vedla ahí, es ésa.

Alfonso pronunció este último período con un acento de trueno y señalando a Palomina, con su dedo tenaz o inexorable, pero la vieja sostuvo por su parte el apóstrofe con un descaro cada vez más provocativo e insultante, dejando lucir en su fisonomía una risita cínica y sarcástica.

El rey prosiguió:

-Betsabé, personaje invisible antela familia, sobre la cual debiera haberse impuesto una misión secreta acaso, era también desconocida de Hormesinda la esclava, porque semejante a la pantera replegada en su caverna, acechaba desde las tinieblas los accidentes de sus maquinaciones inicuas, que eran muchas, y en las cuales aquel genio maldito que se resolviera en ella, parecía, complacerse al abrigo de la impunidad que escudara sus actos.

Mientras tanto Veremundo, que cometiera la indiscreción de no presentarse a justificar su conducta, incurriendo por ello en el desagrado de sus reyes, buscaba con su amante un asilo en las inmediaciones de Granada, desposándose clandestinamente con ella, de quien tuvo un hijo llamado Gonzalo Rodrigo. En la conducta del fugitivo entraba por mucho una exagerada susceptibilidad o delicadeza ante el desgraciado éxito de sus gestiones: no había, pues, rebeldía ni defección, por más que los soberanos ignorasen esta circunstancia mal interpretada por sus consejeros, entre los cuales ocupaba un lugar Ataulfo, hermano bastardo de aquél, el mismo que refrendó la cédula de su proscripción y confiscación de bienes, y a quien se concedió el condado con calidad de interinidad y de simple gracia.

Pero la infame mujer que velara incansable por la perdición de esa pobre familia errante y proscrita, pudo averiguar el asilo donde esperaban el perdón y gracia de sus monarcas, y ardiendo en sus deseos vengativos, logró al fin su cautiverio, valiéndose para ello de una horda mercenaria y salvaje que les hizo presa de mala ley y les vendió luego como esclavos.

Payo Ataulfo, hermano bastardo de Veremundo, y a quien, como ya queda dicho, diéranse sus estados a título de sustitución e interinidad, púsose de acuerdo con la mujer que conducía la trama, y por ella pudo averiguar el paradero de su hermano y consortes.

Importaba mucho el ardid de su prisión en cuanto a Ataulfo y Betsabé, porque con ello asegurarían él sus estados, y su venganza ella. La empresa, pues, tenía para entrambos un punto de enlace reciproco: conveníales poner desde luego manos a la obra.

En su virtud, Veremundo, su esposa e hijo, fueron expuestos en venta pública en los bazares, y comprados por Ataulfo. Betsabé hizo suya la mitad del precio; precio de sangre inocente, mártir que desde aquel día clama venganza al cielo y a la tierra.

En aquel pacto infernal, cruel e inhumano, figuraba en primer término una condición siniestra: era preciso desvanecer la huella del crimen, asesinando al tierno niño, o por lo menos arrancándole del pecho de su madre, de su pobre madre que se volvió loca de dolor, de cólera y de sentimiento. Betsabé, en cuyo ánimo ardía otra idea infernal, se encargó de él, a condición, según se dijo, de enviarle al África, para que le criasen y le destinaran luego a las galeras del rey de Túnez, aunque destinándole en realidad para un nuevo instrumento de sus rencores.

Betsabé, ¿qué hiciste de ese niño?

Y ante el tremendo acento del monarca, que resonaba, sombrío y fatídico en aquel recinto, la vieja no pareció conmoverse, sino que permaneció impasible aquella fisonomía animada por un rasgo diabólico.

Hubo un instante de pausa, durante la cual en vano se hizo esperar, la contestación de la vieja.

La voz del monarca, reposada en la apariencia, aunque explotada por la cólera que hervía concentrada y sorda en su pecho, repitió con su acento cada vez más hueco y fatídico:

-Betsabé, ¿qué hiciste de ese niño?

La acusada pareció salir de su abstracción fingida, sacudió su cabeza altiva, y alzando con aire procaz aquella vista de ave de rapiña, preparóse a contestar la verdad a todo cuanto se le preguntara, si bien no sin imponer a esta resolución ciertos límites.

-Le crié, o por mejor decir, le mandé criar hasta cierta edad, repuso con su habitual serenidad, siempre insultante; le inoculé después cuando fue más crecido y vino a mi poder de nuevo, todo el odio que pude hacia ti, rey, y al conde su tío, salvando siempre las formas y la esencia del secreto que por tanto ha entrado en mi plan, y he dado rienda suelta a sus pasiones y a su albedrío. Pero no era esto solo el objeto de mis aspiraciones: necesitando dar ensanche al plan de mi intriga, le di carta franca de libertad, le emancipé, y le seguí siempre de lejos con mi odio, con mi rencor y mi sistema.

-¿Qué edad tenía cuando le emancipaste?

-Catorce años podría tener entonces.

-¿Catorce años? ¿Por qué esperaste tanto?

-Elegí esta época crítica y revolucionaria de la naturaleza, para que las pasiones pudieran aprovechar su explosión y desbordarse.

-¿Cómo no temiste que pudiera descubrirse su origen y sus vicisitudes, haciéndole permanecer en España, exponiéndote y comprometiendo tu suerte y la de tus cómplices?

-Eso no era posible: mi previsión se adelantaba al riesgo de un modo que cerraba la puerta a la posibilidad, conjurando a la vez sus consecuencias.

-¿Cómo, pues?

-De un modo tan sencillo, cual es el sustituir un nombre, supuesto al suyo de pila.

-¡Ah, sí! Olvidaba ese ardid que solo pudo sugerirte un genio maléfico, ese espíritu infernal que te alienta: es verdad, diste al pobre niño el nombre de un demonio; sarcasmo infame que arrojaste a la faz de la inocencia, oprimida por tu influencia sacrílega. Desde entonces, es decir, desde que su mala estrella le puso a tu albedrío, esculpiste sobre la frente de esa criatura el sello de una irrisoria burla, y el nombre de Lucifer reemplazó al de Gonzalo Rodrigo, que era el verdadero, borrando de este modo la huella inquisidora de las investigaciones y de las pesquisas. Di, maldita, ¿no hallaste a mano otra palabra más digna que apropiarle?

La vieja soltó una carcajada histérica.

-No creas, rey, contestó, que se procedió en este punto de malicia: el niño era de una hermosura tan rara, que verdaderamente no era fácil hallar un nombre que le cuadrase, aun recorriendo todo el índice del martirologio cristiano. Entonces tuve una ocurrencia: recordé al príncipe de los ángeles que llaman rebeldes, y de esa brillante alegoría parafrástica formé una asimilación, humanizándola, es decir, dando una forma a la especie, sin que por ello me propusiera otro fin que el de establecer una alusión brillante a la belleza del niño.

-Está bien. ¿Y luego?

-Luego me coloqué de aya de la baronesita de Monforte, con objeto de prostituirla, y la prostituí al fin, sublevando prematuramente los resortes sensuales, aun antes de la edad núbil, y predisponiéndola para que te profesara a ti, príncipe entonces, una pasión frenética; encendí en su corazón, virgen todavía de seducciones, una llama impura, y... ya lo sabes: Constanza, la altiva castellana, despertó un día de su rapto en brazos del deshonor.

-¡Infame!

-Espera, rey, porque aun no es eso todo: es preciso que hoy, día supremo de la expiación y de las revelaciones, quede rasgado todo el velo, Gonzalo era ya por este tiempo un hermoso adolescente, de formas purísimas, y que con facilidad pudiera equivocarse con una mujer, en la cual halló un poderosísimo recurso mi odio. Le busqué, te solicité entonces, ponderándole las prendas de mi joven señorita, y le propuse un partido que admitió él de buen grado: esto es, suplantarse él mujer y entrar en el castillo en clase de doncella de honor, con un fin que no debo revelar hoy.

-¿Y se realizó al fin?

-Sí, se verificó al punto. Presto simpatizaron los genios, y admitido a las más profundas confidencias del sexo, no tardó a brotar en él una pasión sin límites por Constanza: Constanza, pervertida ya enteramente por ti, rey, su candor de virgen, y sumida en el lodo de una perversa disolución moral. Se me olvidaba decir que al encargarse de este nuevo papel, al cambiar en apariencia de sexo, el joven debía también variar de nuevo el nombre, y le varió, tomando el de Elvira de Benferrato.

-¡Maldito monstruo!

-Los motivos que me impulsaran a esta nueva combinación con todo su artificio, eran muy poderosos y entraban por mucho en la trama, de mis proyectos. Constanza desde algún tiempo estaba prometida para esposa de Ataulfo; existía un contrato privado y solemne de capitulaciones matrimoniales, y habíanse canjeado ya las prendas de costumbre entre ambas familias. Constanza, pues, debía ir prostituida ya al tálamo de su futuro esposo, llevando así la tea de la discordia encendida por mí, y que no debía extinguirse ya en el matrimonio, porque estaría yo allí, siempre a su lado, dirigiendo desde mi puesto la cuerda inexorable de la intriga. Por otra parte, Gonzalo, ardiente adorador de ella, y cuya pasión iba a romper los límites del disimulo, depondría luego su ingenioso disfraz, y saltando por todo, declararía su amor al objeto que lo produjera, precisamente cuando su propio destino la arrojaba en brazos de un poderoso rival, en virtud de un compromiso solemne, y después de ser sorprendida in fraganti, por industria mía, con el rey Alfonso.

Este insulto, arrojado al rostro del monarca con una intención depravada, produjo en éste una revolución visible y enérgica; el rubor encendió sus facciones, temblaron sus músculos, y el coraje cegó su vista como un relámpago.

No obstante, ante aquel bochorno que tanto deprimía la majestad y el alto prestigio de S. A., que humillaba su amor propio y arrojaba el ludibrio sobre aquella orgullosa frente, supo luego oponer el velo del disimulo bajo su habitual severidad y sangre fría.

-Pero ¿a dónde ibais a parar, dijo, con ese laberinto abominable de intrigas?

-¡Ah! Es bien fácil comprenderlo; y sin embargo, yo, centro director y principal móvil de esa cábala, cuya ilación perdía a veces sin alcanzar a armonizarla, confieso que me rendía, y tenía necesidad de evocar en mi auxilio un espíritu sobrenatural que al punto solía inspirarme. Aborrecía en primer lugar a Hormesinda, causa del suicidio de mi generoso Selim; aborrecía a Veremundo, que la libertara de la esclavitud y de la responsabilidad que pesaba sobre su conducta por dicho crimen: he aquí los principales agentes de mi odio.

A medida que hablaba aquel ser infernal, parecía exaltarse; su mirada lúcida tomaba un brillo extraño, y todas sus facciones subían con un incremento rápido.

-Seguí aborreciendo, prosiguió con vehemencia, y aborrecí a muerte a Ataulfo, por ser hermano de Veremundo, y a quien por de pronto elegí por instrumento de mi implacable venganza; y te aborrezco a ti, rey, porque buscabas con ahínco a las víctimas de mis rencores, para protegerles, y porque te has propuesto suspender o neutralizar el curso del plan de mis venganzas, tratando a la vez de investigar sus pormenores. Por eso yo he vomitado sobre tu cabeza un torrente de maldiciones, a la vez que afectaba solícita terciar en tus amores adúlteros con la baronesa, hasta tal punto, que creo haber podido llenar tus deseos en este caso.

Miráronse estupefactos los jurados, y más de un signo de picaresca malicia se cambió en aquel concurso.

-¡Oh! Tan ta maldad me confunde, exclamó corrido y escandalizado al propio tiempo el monarca; pero Constanza... di, ¿qué daño te había hecho Constanza?

En el rostro de la acusada brilló tiña expresión de indecible ironía, y guardó silencio.

-Responde, infame, insistió el rey, visiblemente irritado ante tanta insolencia: ¿En qué te había ofendido la infeliz Constanza? ¿Qué mal te hizo el inocente Gonzalo, ese tierno niño a quien tu odio acérrimo viene, persiguiendo desde su cuna bajo apariencias falsas?

¡Ah! contestó Betsabé, con su insultante sarcasmo: ¡Constanza! Constanza era, lo mismo que Gonzalo, un instrumento de ciega predestinación: ella debía llevar, como ya dije, la discordia perpetua al tálamo de su esposo, a quien me reservé un medio hábil de enterar de todo ello a su tiempo, y de un modo que correspondiera a la convicción y al disimulo; debía, pues, emponzoñar los días del tirano usurpador, e introducir en su alma un cáncer roedor e incurable, concentrando al mismo tiempo en ella todo el odio de Gonzalo, de Gonzalo, pobre y advenedizo, rechazado por la altanería de la condesa, mientras que el joven, irritado por el desaire, ardiendo en celos, que procuraba yo excitar bajo una apariencia de amor maternal, debía aborrecer a muerte al conde, rival afortunado que por un privilegio de fortuna le arrebatara su ídolo. Entonces, por industria mía hallaría medio de hundir en su pecho un puñal homicida en la primera noche de bodas, como lo efectuó, realizando así parte de su venganza, en la cual confieso que me reservó el papel de cómplice, facilitándole el medio y franqueándole el camino. Déjale, pues, rey, abandónale a su destino; ¿qué puede importarte su suerte? Él será acaso, no lo dude, el instrumento que te vengue del conde, tu rebelde vasallo, porque Dios quiere valerse de él para ejecutor de su justicia. Y créeme, rey, apártate de ese joven, porque es cabeza maldecida; apártate del conde y de Constanza, porque son raza anatematizada por la Providencia.

-Pero Veremundo, Hormesinda... esas dos víctimas de tus tenebrosas maquinaciones, de que también es víctima Ataulfo, dime, ¿qué ha sido de ellos? ¿Dónde los hallaré, si es que existen?

La anciana vertió una sonrisa sarcástica, fugaz como un relámpago.

-Responde, demonio, repitió Alfonso: ¿dónde están esas víctimas?

-Deja cumplirse un decreto del destino, y no me dirijas esa pregunta que no puedo satisfacer: no insistas, rey, porque mis oídos son de roca y no la oyen.

-¿Será posible? ¿Querrás comprar tu libertad al precio del secreto que te demando, vil mujer?

Betsabé miró al rey con una expresión negligente y despreciativa.

-¿Y lo has creído así? dijo. ¡Bah! Ignoras sin duda hasta donde raya el grado de mi tesón: cuando la esperanza de una venganza certera, que puede sonreírme aun después de mi muerte; cuando mi corazón late de júbilo al vislumbrar allá en lontananza (no muy lejos por cierto) ese nublado que se cierne sobre mi tumba, que estalla como la tempestad y produce el cataclismo de mi victoria... ¿qué importa aventurarlo todo, aun a trueque de los mayores sacrificios y el de la del muerte misma? ¡Oh! Tú, ignoras, rey, cuanto vale para mí saborear mi venganza, siquiera un solo instante, cuando éste, por rápido que sea, equivale a una eternidad de perpetuos goces.

-¡Monstruo! exclamaron instintivamente y por lo bajo los circunstantes, poseídos por un sentimiento de repulsión marcada hacia aquella mujer, por cuya boca hablara indudablemente un genio maléfico.




ArribaAbajoCapítulo II

Obstinación



Temple de acero fue que en vano altivo
Quiso ablandar el mismo soberano,
Tesón provocativos
Con que el orgullo insano
Hizo alarde agresivo.

El joven caballero que dijimos, había de pie Junto al rey, y en quien debe haber reconocido el lector al pretendido Lucifer, no podía ya reprimir su cólera, contenida únicamente por el precepto de permanecer impasible que le impusiera la voluntad del mismo rey.

-El interrogatorio está ya terminado por mi parte, rey Alfonso, dijo la vieja con su habitual audacia; basta por ahora.

-¿Y eres tú, preguntó éste con destemplada cólera, quien se atreve a tomar la iniciativa en este caso?

-Sí; al principiar el acto impuse un límite a mis revelaciones, y hemos llegado ya al mismo, sin que pueda alcanzar todo el poder de tu voluntad para salvarlo.

Miráronse todos estupefactos ante esta salida tan extraña de la acusada, que parecía convertirla en acusadora.

Alfonso pareció a su vez desconcertado por tanto cinismo por parte de aquella mujercilla rebelde.

-¿Es posible? dijo, sin poder aun sacudir su sorpresa.

-Sí, rey, créeme, aunque para ello necesite recordarte que se está instruyendo el sumario de una causa grave, o por lo menos célebre, cuya sustanciación no conviene precipitar, mucho menos a ti, que tanta importancia le has dado. Tiempo habrá después para ampliar sus formas e incidentes y para acumular otros méritos, a medida que vayan resultando.

-¡Miserable!

-He dicho mi parecer, y creo que está en su lugar mi observación, puesto que ya he dicho cuanto debía.

-Qué... ¿no hablarás ya?

-No.

-¿De verás? Pues es bien fácil para mi obligarte a variar de propósito.

Betsabé calló. En sus facciones se reflejó cierto aire de indiferencia, o por mejor decir, de menosprecio.

-Está bien, continuó el monarca, después de una pausa: la rueda del tormento tiene el raro privilegio de hacer hablar a los mudos; tanto mejor.

La acusada vertió otra de sus sonrisas cáusticas y provocadoras.

-¿Qué importa, dijo con su ironía clásica, que ataraces mis carnes y quebrantes mis huesos, cuando mi fuerza de ánimo lo arrastra todo y vence? Entonces, injusto juez, mi silencio elevará a plenario ese monstruoso procedimiento, en el cual me acuso como delincuente. Créeme, no provoques mi orgullo ni mi amor propio irritado; mi amor propio que no alcanza límites ni aun en las gradas del patíbulo.

-Con que te obstinas, ¿eh?

-Sí, estoy resuelta.

-¡Extraño empeño el tuyo!

-No es empeño, rey, es algo más que eso.

-No es empeño, ¿eh?

-No.

-Pues ¿qué es?

-Es sistema, que significa algo más que eso.

-¡Ah! ¿Y no hablarás?

Betsabé marcó uno de sus desdeñosas gestos, y repuso:

-No te empeñes en un imposible, rey.

-¿No hablarás, eh? repitió Alfonso, cuyos dientes crujieron de cólera.

-Antes me harás pedazos que saber por mi boca un solo detalle más.

-Pero dime únicamente si existen Veremundo, Hormesinda y Gonzalo.

Betsabé ensordeció, y en su rostro se reprodujo nuevamente su habitual sonrisa de demonio, fulminante y estúpida.

-¿Con qué nada más dices acerca de esa familia desdichada?

-Por hoy... nada: lo repito, contestó la anciana.

-¿Y luego?

-Luego... tiempo habrá para saberlo todo, sí, y acaso no te pese esperar.

-¿Cuánto tiempo?

-Lo ignoro, porque depende todo del curso de los acontecimientos, y este puede variar, sujeto como está a mil accidentes y eventualidades.

-¿De modo que nada cierto me dices?

-Ya he dicho cuanto debía, sin faltar al plan de mi propósito.

-¡Víbora!

-Nada conseguirás, rey, con tus apóstrofes, sino provocar más mi resolución y mi odio.

-¡Tiembla, malvada, si es que tratas de tenderme un lazo!

La judía vertió una carcajada disonante o histérica.

-No seas imbécil, rey; cuenta que en ese furor imprudente que contra mí te alucina, aventuras mucho por ti y por los tuyos; contra mí, que de tanto puedo servirte, para ayudarte en la investigación de ese arcano que con tanto empeño buscas en favor de tus protegidos.

Y en esa profunda calma con que fueron proferidas estas frases, exhalábase todo el furor intencionalmente depravado que hervía en el pecho de la hebrea, y explotaba toda su ponzoñosa bilis.

-Está bien, dijo el monarca, cortando el diálogo, mañana dispondremos de tu suerte, puesto que te obstinas en esa negativa que te precipita al abismo: ante la sentencia inapelable que vamos a pronunciar, ante ese, fallo irrevocable y certero, ¡criatura rebelde! inclina tu cabeza altiva, porque es el soplo poderoso de Dios que va a aniquilar tal vez a una de sus criaturas más extraviadas y pecadoras.

En el rostro severo del monarca pareció reflejarse un destello sobrenatural de majestad indecible al pronunciar sus últimas frases; pero aquella mujer de hierro las acogió con su visible frialdad, que era un verdadero insulto arrojado a la faz del mismo príncipe, cuyo continente austero contraíase cada vez más a impulso de aquel tropel de sensaciones que agitaron su mente.

-¡Ea, guardias! gritó con una voz de trueno, y refiriéndose a los soldados con imperativo ademán; conducid a esa mujer a su prisión, redoblad la vigilancia de ese monstruo, y despachad presto, librándome de su odiosa presencia.

Esta orden fue al punto obedecida; el piquete desfiló en semicírculo, y la vieja, rodeada de lanzas, alabardas y partesanas, fue conducida de nuevo al calabozo.

En el rostro de aquella infernal mujer brilló una sonrisa de orgulloso triunfo, feroz y diabólica: la sonrisa del ángel malo.

Alfonso, altamente impresionado por las revelaciones que acababa de oír, y que él ignoraba en su mayor parte, permaneció un instante con la cabeza apoyada en sus manos, sumido en honda meditación.

Los jurados, y sobre todo, el joven caballero, confundidos todos por la impresión que les produjera aquella mujer diabólica, dejaban traslucir en su muda, pero elocuente sorpresa, una marcada indignación que sublevara los ánimos, infundiendo un sombrío pánico, al paso que una excitación alarmante, devoradora e inquieta.

Los diputados y demás circunstantes, a una señal del rey, evacuaron aquel recinto, aturdidos también por las peripecias de aquel acto verdaderamente extraño; y en verdad que necesitaban aspirar otro ambiente más puro que disipara la sombría emoción de su ánimo.




ArribaAbajoCapítulo III

Órdenes



¡Ay! Que imprudente y ciego
Su vértigo vehemente precipita
Al entusiasta joven... ¡Oh! ¡Maldita
Esa serpiente que en activo fuego
La savia del amor, cruel, irrita!

Bajo la solemne impresión que dominara al rey y a su joven protegido, con quien quedó a solas, siguió un momento de lúgubre silencio: necesitaba dar una tregua o suspensión al acto de aquel juicio tan repugnante por sus detalles, como interesante por las consecuencias mismas que se anunciaran y que prometían ser fecundas. Mandó, pues, despejar el ámbito de la pieza, quedando a solas con sus recuerdos y con su conciencia, en aquel lúgubre y tenebroso retrete.

Pálido, el ojo apagado, desasosegado e inquieto, en vano buscaba en su imaginación la clave de aquel arcano que todavía preocupara su espíritu, manteniéndole en perpetua tortura y desasosiego: la existencia de Veremundo y de Hormesinda, si es que no habían todavía perecido; ese terrible enigma que se obstinó en guardar la vieja, y en cuya tenacidad fueron a estrellarse todos los esfuerzos persuasivos y amenazadores del rey, dejaba siempre en pie el problema con toda la incertidumbre de la vacilación y del misterio.

De aquel cúmulo de dudas pareció surgir en su ánimo; una probabilidad posible: ambas víctimas, si es que realmente existían acaso, debían gemir en los subterráneos de Altamira.

Fue este un rayo luminoso de inspiración que halagó la mente del monarca, creando, como ya dijimos, en ella una probabilidad factible y casi certera.

Por de pronto la sospecha que abrigara hasta entonces respecto al origen del joven cuadrillero, quedaba plenamente confirmado ante la confesión de la vieja, aquella prueba viviente e inexcusable: no existía ya escrúpulo alguno, puesto que la duda habíase disipado al soplo de aquella confidencia. Una exigencia de justicia reclamaba el condado de Altamira para el joven Gonzalo, quien desde aquel día misino empezaría a usar de éste su verdadero nombre en lugar del de Lucifer, como había dado en apellidársele por el maquiavelismo de su impía nodriza, y que parecía una palabra de escarnio que marcara un sello reprobador en su frente. ¡Él, pobre hijo errante y desheredado, arrojado al páramo de una oscura y triste vida!

Ni podía diferirse más una solución cualquiera reparadora y enérgica, mucho menos en las circunstancias presentes, en que las leyes de la guerra solían autorizar cualquier agresión hostil por parte del monarca; así, pues, desde aquel instante una idea súbita fijó su belicoso espíritu: según ella, debía marchar el grueso del ejército a combatir la fortaleza de Altamira, y esta empresa ardua no dejaba de ser un tanto atrevida y expuesta, por cuanto las expresadas torres pasaban por inexpugnables, tanto por su posición estratégica, como por los reparos y formidables aprestos con que Ataulfo acababa de robustecerlas.

Alfonso, al adoptar aquella resolución extrema, temió, no sin fundamento, que pudieran quedar humilladas sus victoriosas banderas en aquella empresa decisiva; pero aun en medio de aquella contradicción vacilante, otra idea feliz ocurrió a aquel tropel de contradicciones, con las cuales, sin embargo, no podía transigir sin menoscabo de la conciencia y del honor. Determinó, pues, poner en juego el ardid, introduciendo la traición en el castillo, lo cual no le pareció difícil si sabía utilizar los momentos y lograba interceptar completamente las relaciones exteriores con las gentes de la fortaleza.

La amistad aparente o sincera que profesara el conde a Gonzalo, a cuyo servicio estaba, era para el rey la circunstancia más propicia que pudiera depararle la suerte; jefe cauto, pundonoroso, y valiente hasta la temeridad a veces, efecto de su inexperiencia y de sus pocos años, Gonzalo poseía gran ascendiente, tanto en la guarnición como en los demás tercios militares del conde, contra quien guardara él siempre una prevención instintiva y hostil; prevención que se había agravado desde que oyó ciertas revelaciones de los labios del rey, según dejamos ya dicho.

Entonces, al tiempo de dicha confidencia, el monarca, refiriéndose solo a conjeturas y a ciertas palabras vagas sorprendidas a la vieja, habíale instruido de una parte confusa del misterio: ahora, pues, con datos más fijos iba a ratificarle y aun a confirmarle en aquellas revelaciones mismas tan terribles y odiosas que él mismo oyera de la vieja Betsabé.

Fijo, pues, en su propósito, Alfonso hizo llamar a su confidente, con quien tuvo una conferencia reservada, a fin de ocultar a los jurados que esperaban fuera, las relaciones que mantenía en secreto con aquel hombre, puesto ostensiblemente al servicio del rebelde tirano de Altamira.

Por esta razón debía ir Gonzalo encubierto ante aquellos magistrados, permaneciendo a la vez pasivo, frío y mudo espectador de aquel proceso que, sin embargo, le interesaba tanto, pero era también preciso de todo punto salvar las apariencias, asegurando de esta suerte el tremendo golpe que debiera dar la solución radical al suceso.

-Os he mandado llamar, le dijo, para que activéis la marcha sobre Altamira; sed, pues, el negociador prudente y diestro de mi empeño, y si Ataulfo, como es de suponer, se negase a rendir discrecional mente las armas de su rey la fortaleza, porque es rebelde y su corazón perverso se ha empedernido en el crimen, entonces adoptad los medios que creáis conducentes para que mis tropas se apoderen de ella a toda costa por medio de arte y ardides, si es posible, a fin de economizar siempre sangre. Entre tanto, mi ejército, acampado al frente de las Torres, apoyará, protegiendo bajo mi mando vuestras operaciones, y procederemos de común acuerdo mediante las evoluciones y contraseñas que convengamos de antemano y que deben ser la clave de nuestra inteligencia mutua.

Tened presente, prosiguió, que al tomar a vuestro cargo esta arriesgada misión, trabajáis por cuenta propia bajo mi protectorado, que os prestará todo género de auxilios. Los estados de Altamira os pertenecen de derecho, entorpecido únicamente por el acta de proscripción que pesa sobre el nombre de vuestro padre; pero esa acta prohibitoria queda alzada, derogada y revocada desde luego, y de ello el rey os empeña su palabra de honor inviolable y sagrada.

Además, continuó, no olvidéis que vuestros padres Veremundo y Hormesinda, prisioneros tal vez por la ambición de Ataulfo, vuestro tío, gimen acaso en un subterráneo hediondo de Altamira: ya oísteis bastante para poder fundar una sospecha de que esto sea cierto; las revelaciones, aun mas, las reticencias culpables de esa infamo vieja, que confunda el infierno, dan un motivo para ello, y en tal caso, la obligación de un hijo como vos, la humanidad, la conciencia misma, os reclaman el deber de indagar si acaso existen, y en este caso, libertarles: los datos que debéis al monje, a aquella moribunda, en fin... todo ello debe abrir a vuestra vista un dilatado horizonte de esperanza en la Providencia, que vela sobre la iniquidad y la confunde. Partid, pues, apenas termine el juicio pendiente, al cual quiero asistáis hasta su fin, y entonces, sin detención, porque los momentos son preciosos en casos dados como el presente, entonces, sí, partiréis a poner en práctica lo convenido, y yo espero mucho de la justicia de Dios en este caso.

-Comprendo, señor, y parto con vuestro permiso, profundamente agradecido, llevando una nueva demostración de vuestras bondades y de vuestra justificación: dadme a besar vuestra mano y apresurad el momento de mi marcha sobre Altamira.

-Sí, abreviemos el término, y ante todo concluyamos el juicio pendiente, por si acaso del examen del delincuente que debe comparecer ahora en nuestro tribunal, resulta algún otro incidente que redoble el interés del suceso. ¿Quién sabe, si podéis llevar una certeza más al partir?

Tomad, prosiguió el príncipe, entregando al capitán un pergamino enrollado, con un sello de plomo pendiente de una cinta encarnada; ahí tenéis un salvo-conducto que podéis hacer valer, en un caso de apuro, si os ocurriere, y ¡desdichado de quien no le acate! Hacedle valer, sí, y con su auxilio sostened vuestro carácter de comisario regio a toda la altura de mi prestigio.




ArribaAbajoCapítulo IV

Segundo interrogatorio, en el cual va aclarándose más el enigma



No hay arcano que cien mil años dure
Recatada la faz, mudo el lenguaje.

Un momento después, los diputados de Mondoñedo, acudiendo al llamamiento del monarca, entraban a ocupar de nuevo los escaños rústicos de que hicimos mérito.

Gonzalo se colocó en su primitivo sitio, a la diestra del rey, donde ya anteriormente le presentamos, y volvía a echarse al rostro la celada, de que se despojara antes cuando quedó a solas en su diálogo con dicho personaje.

Todas las miradas fijábanse naturalmente en aquel actor disfrazado, al cual dábase no obstante una preferencia tan extraña como significativa; de modo que formábanse mil comentarios y suposiciones respecto a su nombre y circunstancias, que, sin embargo, nadie adivinara.

Y en medio del general silencio, turbado apenas por cualquier movimiento imperceptible de los circunstantes, la voz terriblemente pausada de Alfonso VI resonó vibrante, fatídica, en las aplanadas crugías de la bóveda, y al punto, escoltado por los soldados mismos de que antes hablábamos, salió el otro reo, vestido con su traje árabe y haciendo sonar sobre el pavimento una pesada cadena.

Era Omar-Jacub, a quien ya conocemos.

En su rostro, afectadamente compungido, parecía leerse una candidez tan inocente, era tal su compostura, su humilde actitud, hasta cierto punto hipócrita, que su presencia produjo desde luego en los circunstantes, y aun en el mismo rey, una impresión favorable.

Su venerable aspecto, su luenga y blanquísima barba, su gravedad natural o aparente, y hasta el traje mismo que vestía, daban a aquel singular personaje un realce de majestuosa autoridad que imponía.

Colocado frente al rey, marcó una cortesía reverente y esperó con visible serenidad, con una calma reposada, que se abriese el interrogatorio, como si contara ya de antemano con una absolución segura.

Nadie que desconociera a fondo aquel hábil cómico atreviérase a calificarle de lo que realmente en sí era, un viejo astuto y reservado; pero hombre de mundo al propio tiempo, de continente elástico, digámoslo así, que se acomodara fácilmente a todo género de apariencias, y retrataba todas las pasiones del corazón humano con admirable maestría y disimulo.

-Antes de dar principio al interrogatorio, dijo el monarca refiriéndose al anciano, os conjuro en nombre de Dios Todopoderoso, para que me respondáis con verdad a todo cuanto se os pregunte. ¿Lo haréis así?

-Sí, lo haré, repuso el anciano, colocando sobre el pecho su temblorosa diestra con cierta solemnidad imponente, e inclinándose de nuevo con una profunda reverencia.

-¿Juráis, pues, y ofrecéis esa verdad por el eterno Dios omnipotente, creador de todo lo visible e invisible, que sacó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, y por la ley de Moisés, según el texto y el espíritu del Antiguo Testamento que observáis todos los judíos, si es que lo sois?

Por las facciones de Omar pasó rápida, sutil e imperceptible una sonrisa cáustica, fugaz como un relámpago, y de la cual apenas pudo el rey apercibirse.

-Sí juro, respondió con una expresión tan vehemente, tan profunda, que justificó ante todos los oyentes la sinceridad verdadera o fingida de aquel singular personaje.

-Así sea, y Dios Todopoderoso os premie o demande, tomando en cuenta vuestra intención. Decidme ante todo cómo os llamáis.

-Ante quien me conoce de pocos años ha, me llamo Omar-Jacub.

-No se os preguntan nombres supuestos, sino el verdadero que se os impuso en la circuncisión, a menos que hayáis abjurado luego vuestras primitivas creencias.

-Me precio mucho, señor, de consecuente, mucho más en asuntos de conciencia, y tengo bien arraigados por cierto mis principios religiosos. Y puesto que esa misma fe de que blasono me dicta la verdad en este caso, ligando los escrúpulos de mi conciencia con un vínculo improfanable y santo, os confesaré sin rodeos que me llamo Eleazar, de la tribu de Leví, e hijo de Isaac y Ester, comerciantes establecidos en Toledo, calle de la Redención, en el barrio de la Judería.

-¿Cómo cambiasteis de nombre?

-Porque así convenía a mis designios.

-¿No podéis explicar esa circunstancia?

-Solo espero que V. A. se digne preguntarme desde la época a que pretende circunscribir y remontar el examen, a cuyo efecto estoy a sus órdenes.

-Muy franco os mostráis.

-No otra cosa me impone el juramento, señor, con lo cual me propongo desvanecer al propio tiempo ante V. A. la equivocada idea que pueda tener de los hijos de Israel, esa pobre raza miserable, tan injustamente calumniada.

-Puesto que tan espontáneamente blasonáis de sincero, explicadnos ahora el secreto de ese doble cambio de nombre y domicilio, ese misterio que os hizo renunciar a vuestra posición social y a vuestra libertad misma, para encerraros en una gruta de maravillas y encantamientos.

-¡Ah, señor! recurrí a ello en un momento desesperado, del cual he tenido, sin embargo, ocasión de arrepentirme muchas veces. Ya debéis saber la empresa fracasada de la proyectada conquista de Toledo, imaginada por vuestra belicosa madre doña Sancha, y acometida con denodado empeño por el noble Veremundo, conde de Altamira; sabréis también el desenlace, que tuvo tan desgraciado suceso, efecto de la delación de una mujer inicua, alucinada por, un fanatismo imprudente y ciego...

Un rayo de súbita inspiración pareció surgir, al eco de estas palabras, del corazón del monarca, el cual, obedeciendo a un previsor impulso, preguntó al hebreo con marcada precipitación:

-¿Quién era esa mujer?

-¿Qué mujer, señor? objetó trémulo y conturbado el judío.

-La que delató el plan de Veremundo. Señor...

-Basta, responded con arreglo a vuestro juramento prestado.

-Esa mujer, señor..., repuso pesaroso y contraído Eleazar.

-Acabad de una vez, ¿quién era?

-Era... mi hermana.

-¡Vuestra hermana decís!

-Sí, desventurada mujer, cuyo menguado destino se halla hoy a merced de vuestra inexorable justicia, a cuya acción temo no pueda alcanzar a sustraerse.

-Comprendo ahora vuestra repugnancia, justificada por ese poderoso estímulo de la voz de la sangre, del cual ha podido triunfar, al fin, un arranque de conciencia.

Eleazar, como empezaremos a llamarle, se inclinó ligeramente, como cediendo a las palabras del monarca, que continuó preguntando:

-Puesto que vamos despejando incógnitas, decidme ahora el nombre propio de vuestra hermana, porque voy creyendo que ese juego variado de supuestos nombres a que apela con frecuencia, debe encerrar algún misterio.

-En efecto, contestó el interrogado, adhiriéndose a la idea del rey; ha dado en llamarse Beatriz de Quiñones, Palomina, y otras mil cosas más; pero su verdadero nombre es el de Betsabé.

El peso de la indignación pareció comprimir el corazón del monarca, cuyo semblante anubló un rasgo colérico, aunque en cierto modo disimulado bajo su habitual severidad.

-Pero ¿qué objeto, dijo, pudo mover a esa mujer a conspirar contra vos mismo? Porque erais la persona que tenía a su cargo la organización del golpe revolucionario, y por consiguiente la más comprometida de todas cuantas han figurado en este golpe de mano, tan mal sentado por desgracia.

-¡Ah, señor! Esa resolución, en tan mal hora concebida acaso, y que tantas víctimas costó a mi raza y a la vuestra, envolvía una idea sórdida y siniestra: la de utilizar los primeros momentos de confusión que necesariamente debiera producir el lance, con el fin de poder aprovecharse del tesoro de que era portador y depositario Veremundo.

-¿Y lo consiguió, eh?

-Sin duda alguna: el éxito correspondió a su propósito, porque a esa mujer parece asistirle un genio sobrenatural y maldito. Nodriza del gobernador de Toledo, y admitida con este motivo al más alto favor del mismo, hallábase en disposición de poder penetrar las más reservadas confidencias de palacio y sus más íntimos arcanos: sabía que existía en el harem del joven Solimán una hermosísima esclava cristiana, por cuyo amor el generoso señor acababa de suicidarse estrangulado, mientras ella lograba emprender la fuga, en compañía de Veremundo. Desde entonces empezó a dirigir los tiros de su odio contra ambos amantes, que huían hacia Granada, donde parece que se desposaron y tuvieron un hijo, fruto de su unión, al cual impusieron el nombre de Gonzalo Rodrigo. Pero el odio de Betsabé reclamaba sin cesar a sus víctimas, a quienes hacia responsables de la muerte de Solimán, su hijo, como solía llamarle; de modo que al fin por industria suya fueron todos presos y vendidos en el bazar de esclavos.

-¡Vendidos! interrumpió el rey, simulando admiración e ignorancia.

-Vendidos, sí, vendidos como bestias.

-¿A quién?

-Al conde Payo Ataulfo de Altamira y Moscoso.

Alfonso fijó una mirada escrutadora y tenaz en el rostro del hebreo, cuya sutileza pudo adivinar el objeto que la produjera y que en vano tratara de ocultar ya al príncipe.

Bajó instintivamente la vista, deslumbrada ante aquel relámpago y con un movimiento de verdadero pesar, en el cual su dignidad de hombre manteníase a toda su altura posible, inclinóse diciendo:

-Yo fuí, señor, el mercader que realizó esas ventas, si por ello merezco un castigo, aquí tenéis mi propia confesión que delata mi falta, la cual puedo juraros con la propia ingenuidad, que lleva en sí un sello meritorio que la atenúa, atendidas las particularidades que la acompañaron.

-¡Vos... su vendedor! articuló el rey, simulando todavía más su extrañeza.

-Señor... tenía a mi cargo un bazar de esclavos de ambos sexos, clasificados en regia y en dos pabellones distintos: fue una exigencia a que no creí deber negarme, y de la cual tampoco me arrepiento, apoyado en la fe de mi conciencia que descansa en ello.

E irguiéndose de nuevo, paseó su mirada tranquila y grave por todo aquel solemne recinto, en el cual preciso es confesar que empezaba a despertar simpatías aquel personaje importante.

No había arrogancia, ni insulto, ni insolencia en aquella mirada tranquila, sin afectación apenas, y que, lejos de encerrar un principio de provocación, parecía revelar un fondo de probidad que hasta al mismo rey impuso.

-¿Y después? volvió a preguntar éste.

-Después... ¡Oh! relevadme, señor, del compromiso, y absolvedme del juramento que en un momento de entusiasmo me arrancasteis, porque lo que me resta por decir me estremece y repugna.

-No haré tal; y toda vez que Dios en sus inescrutables designios ha puesto en mi mano un instrumento como vos, quiero y debo utilizar sus revelaciones. Nada temáis, y tened entendido que solo a este precio podéis recabar del rey el partido de vuestra vida, que pertenece a la ley, y a su primer magistrado, cuyo sacerdocio ejerzo.

-Pues bien: obligado por vuestra autoridad, continúo. Según el plan de Ataulfo, debiera convenir a sus intereses la desmembración, o mejor dicho, la dispersión de esa pobre familia proscripta, aplazando su exterminio, mientras haciendo cundir la especie de la muerte de Veremundo, jefe de ella, apoderaríase sin disputa del condado de Altamira, como inmediato sucesor en los derechos del mismo. No tuvo corazón para asesinarles, y en verdad que hubieran ellos ganado mucho con este rasgo supremo de crueldad: sí, porque el medio que se prefirió para borrar la huella de su existencia ante el público, era mucho más cruel todavía...

-¿Sí, eh? interrumpió el rey, cuyo semblante contraíase cada vez más.

-¡Ah, señor! Es repugnante recordar y reproducir todo eso.

-Continuad, continuad, y no omitáis pormenor alguno, porque en ello está interesada la vindicta pública, y aun también vuestra suerte misma, si es que la estimáis en algo. Decid, ¿qué hizo Ataulfo del niño Gonzalo Rodrigo?

-Lo entregó a su cómplice para que le vendiese a unos piratas, utilizando ambos el precio de esta venta.

-¿Y lo hizo así?

-Creo que no, porque creyó ella que ese niño pudiera servirla después para realizar sus sueños de venganza.

-¿Ella decís?

-Ella, sí, la cómplice de Ataulfo, Betsabé la hebrea.

-Pero ¿qué hizo esa mujer del niño?

-Por de pronto lo dio a criar a una pobre villana de las montañas cantábricas, y en cuyo poder permaneció hasta la edad de cuatro años, poco más o menos. Luego volvió a su poder de nuevo para educarle a su modo, y tuvo lugar y ocasión de inocularle un odio mortal hacia vos y hacia el supuesto conde su tío, Ataulfo, aunque sin revelarle jamás las relaciones de parentesco que lo ligaran al mismo, y ni un solo pormenor de su verdadera historia. Luego y a crecido, le emancipó en cierto modo, dejándole errante y aventurero a merced de la licencia y del vicio, de todo lo cual su instinto, su noble inclinación, le apartaran, y siguiéndole de lejos con su odio y sus maquinaciones. Mientras tanto entraba ella con estudiado intento en calidad de dueña mentora de la castellanita Constanza de Monforte, cuya casa había frecuentado muy a menudo, y para lo cual fingió que era una buena cristiana vieja.

-¿Sí, eh? ¿Ese ardid también?

-Qué queréis, es artículo de moda en todos los tiempos, como que suele apelarse a él como el talismán supremo que todo lo vence.

-¡Hipócrita!

-Todo eso está aun hoy mismo a la orden del día, en que desgraciadamente apenas hay un rostro que se presente en la sociedad desenmascarado.

-Pero esa mujer...

-Tengo para mí que renegó de la ley de Moisés, no por otro motivo que por una especulación indigna: desliz que en su hipótesis no le he perdonado ni le perdonaré jamás.

-¿Con que es renegada, eh?

-Sí, no tengo duda; renegada bajo el supuesto nombre de Beatriz de Quiñones, ¡Maldición sobre su memoria! Esa mujer atea ha hecho un asunto mercantil de la conciencia, que explota a su modo; no tiene creencias propias, y la aborrezco a muerte.

En la fisonomía de Eleazar, ordinariamente reposada tranquila, brilló un rayo de exaltación fiera y salvaje: hállabase completamente trasfigurado.

Alfonso, hábil fisonomista, conoció la ventaja que pudiera sacar si utilizaba aquellos momentos de excitación, y se apresuró a continuar el interrogatorio, diciendo:

-¿Y vos?

-Yo no tuve participación alguna en todo ello, porque Betsabé, cuya infernal astucia tenía algo de diabólico, no fiaba en mí y permanecía, alejada en una montaña todo el tiempo que tardó a despedir a Gonzalo, desde que tuvo uso de razón; así que, dudo, que me conociera ya él si llegase a verme. Pero dispensadme, señor, que omita todo cuanto tiene relación conmigo, porque sería inoportuno, creedlo así; ya me llegará el turno.

-Basta, sí, dijo el rey; limitaos a contestar las preguntas que voy a dirigiros, porque tampoco me es desconocida en sus mayores detalles la historia de ese joven desde su adolescencia. Decid ahora: ¿qué objeto debió proponerse esa mujer inicua con su implacable odio a esa desventurada familia?

-Su, exterminio, y aun tal vez mucho más todavía.

-¿Y Veremundo, y Hormesinda?

-Payo Ataulfo tenía un marcado interés, según ya dije, en que desaparecieran para siempre, en lo cual obraba de concierto común con su cómplice; pero no tuvo valor para deshacerse de ellos a mano airada: túvolo, sí, para asesinarles lenta y cobardemente en una hedionda prisión del castillo de Altamira.

-¿Y existen todavía? preguntó con marcada ansiedad el rey.

-Todavía existen, según creo, sin temor de equivocarme,

-¿Y sabéis dónde?

-En Altamira señor, existe Veremundo; en cuanto a su esposa, hoy lo ignoro, porque hace poco tiempo que perdí la huella de su existencia.

Alfonso pareció respirar, aliviado de un gran peso, y en su rostro brilló cierta expresión satisfactoria de triunfo, ni más ni menos que un juez que logra el fruto de sus investigaciones. Los jurados, y sobre todo, el joven Gonzalo, cuyo corazón no cabía en el pecho de puro entusiasmo, experimentaron visiblemente un gozo inefable, interesados como se hallaban todos en la suerte de la justicia de aquellas víctimas de la iniquidad y de la ambición.




ArribaAbajoCapítulo V

Que es continuación del anterior



El sol de la verdad va despejando
La atmósfera sombría
Sus esplendentes rayos desplegando
Que van iluminando
Regiones que la luz desconocía.

Hay en vuestra deposición puntos discordes, dijo el rey, después de una breve pausa, dirigiéndose al hebreo, y convendría aclarar en lo posible la materia. ¿Qué os parece a vos?

-Muy sencillo, señor, si me permitís continuar mi declaración respecto a esa repugnante historia, cuyo recuerdo me asa lla como la pesadilla eterna de mi conciencia, que conturba mis sueños y pulsa a las puertas de la desesperación a veces. Porque yo también, señor, tengo de qué acusarme ante Dios y ante la sociedad en esto caso.

-Está bien, y puesto que habéis iniciado con loable franqueza el asunto, decidnos el papel que os reservasteis en la ejecución de esta trama diabólica.

-El de encubridor, o mejor dicho, el de cómplice.

-Sois franco, por Dios, Eleazar, y casi me atrevo a aplicaros el galardón de la indulgencia, al menos por la parte de bien que vuestras revelaciones, oportunas quizás todavía, pueden traer a la causa de la humanidad.

-También soy yo culpable, señor, y me acuso de ello, sin que creáis ver en esta confesión otra cosa que no sea el eco de la conciencia fiel que me inspira, replicó el judío, recurriendo de nuevo a pulsar uno de los estudiados resortes de su refinada astucia, que tan buena suerte llevara.

-No importa, contestó Alfonso, cada vez más propicio en favor de aquel hombre; el tiempo de la reparación ha llegado, y entráis ahora de lleno en las vías saludables de ella: esperad, pues, mucho de la clemencia de vuestro juez y de la parte doliente que os acusa y demanda por mi medio.

Eleazar se inclinó con una de sus profundas cortesías, y al mismo tiempo brotaron dos lágrimas de sus ojos.

-Veamos, continuó el monarca, cómo se explica vuestra connivencia en esa intriga.

-De una manera bien natural: esa mujer, con quien en mal hora me unió un vínculo de parentesco tan estrecho, y a la cual me avergüenzo de llamar mi hermana, en los momentos críticos en que se hacía ejemplar castigo en los conspiradores de Toledo, en aquellos instantes solemnes en que un edicto del rey ponía precio a mi cabeza; esa mujer entró en mi gabinete como una furia exaltada, y tuvo la osadía de hacerme una proposición odiosa, colocándome en una comprometida alternativa: venía resuelta a decirme, que o huíamos con el tesoro de Veremundo, de que no sé cómo se había apoderado, o que me delataba.

-¿Y os decidisteis?...

-La elección no podía ser dudosa, apreciados ciertos antecedentes graves que mediaran: era necesario sacar partido de todo, y accedí a lo primero.

-¡Linda hazaña!

-Cualquiera en mi lugar hubiera hecho otro tanto, tratándose de una mujer como esa y en unas circunstancias tan críticas, no extrañéis que me doblegase a ella como un simple autómata. Además, el estímulo del interés es otra de las miserias de la criatura en casos dados: Adán prestó oído al seductor halago de Eva, y fue tentado.

-¿Con que huisteis?

-Huimos, sí, aquella misma noche, porque no era caso de perder tiempo.

-¿Con el tesoro?

-Pues... No pude hacer frente a la tentación tan vehemente que combatiera mi fe, debilitada ya por el egoísmo, por un terror cobarde, y por el soplo impuro de una sórdida avaricia: oía zumbar en mi oído el silbido de la serpiente del Paraíso, y contaminado, mejor diré, fascinado, enloquecido, seguí mi destino por la senda tortuosa y resbaladiza del deshonor.

En el semblante varonil del rey lució una conmiseradora expresión, más pronunciada cada vez en favor del reo.

-Era mi posición difícil, continuó éste, no sin apercibirse del efecto que su lenguaje produjera en el ánimo del soberano; me era imposible ya de todo punto volver a Toledo, porque mi fuga había acarreado sobre mí una sospecha vehemente; ni podía tampoco descubrirme al rey de León, quien, además de ser constante aliado de Yahyah-Ben-Ismail, que me hubiera reclamado al punto, en virtud del tratado de extradición recíproca que existiera entre ambos, hubiérame exigido además la responsabilidad como ladrón del tesoro, cuya criminalidad no podía negar en buen terreno; porque en cuanto a la conspiración fraguada, y que acababa de fracasar por desgracia de todos nosotros, era asunto peculiar de la reina doña Sancha, y al cual era absolutamente extraño su esposo y vuestro padre don Fernando. Era, pues, de todo punto necesario recurrir a un medio que me salvara, y de lo cual hubo de encargarse Betsabé.

-Sepamos cómo.

-Negoció con el supuesto conde de Altamira un tratado que garantizaba mi seguridad bajo condiciones extrañas, que yo desconocía por entonces: solo sé que Betsabé me condujo a una gruta de Monte Sorayo, gruta que adornamos con un lujo oriental, precedida de jardines y selvas vírgenes, siempre verdes y frondosas. Allí nos acompañó un esclavo etiope, Alí-Belin, o Abrael, terrible eunuco gigante que debía garantizar nuestra seguridad en aquel sitio ignorado e impenetrable.

-¿Podréis decirnos la procedencia y origen de ese esclavo?

-Solo sé que estaba al servicio de Selim, el gobernador de Toledo; que era instrumento ciego de la voluntad de mi hermana, a quien parece debía la vida, no se por qué causa, y que desempeñó el papel de espía o de guarda de vista de Hormesinda, a quien jamás abandonaba, ni aun durante su sueño a veces. Betsabé le ganó por la mano, mediante no sé qué premio, y él, que bien sea por tesón o por sistema, no quería renunciar su papel fácilmente, accedió al deseo de su protectora, que le prescribía el deber de continuar guardando su presa a toda costa. Pocos días después de mi instalación en la gruta, porque Betsabé permanecía al lado de Constanza, condesa ya de Altamira, vino la primera, trayendo consigo a una linda joven que me entregó de orden del conde para que la ocultase en aquel desconocido antro. La pobre mujer simpatizó bien pronto conmigo; me refirió sus infortunios, que eran muchos, y empezó a titularme su bienhechor y padre.

La absolución del reo era ya cosa enteramente decidida en el ánimo del rey, completamente convencido de la ingenua probidad de aquel hombre.

-Instigado y aun obligado por mi hermana, prosiguió, yo que ignoraba el fondo de la intriga que en torno mío se agitara, de acuerdo con ella, y aun también con la misma joven, inventé una trama, necesaria de todo punto, según la cual, debía ella tomar el nombre de Dalmira y pasar por hija mía, con otras particularidades que desfiguraban la verdad en la parte referente a aquella dama, en quien pude reconocer a la esclava fugitiva, a la esposa de Veremundo Moscoso de Altamira.

-¡Ella! ¡Hormesinda! exclamó maquinalmente el encubierto, quien por un impulso maquinal y espontáneo, rompió por primera vez el silencio que el precepto del rey le impusiera.

-Sí, ella, repuso Eleazar, exaltado a su vez por un entusiasmo recóndito; ella, pobre inocente, a quien la Providencia salve de un crimen que puede perpetrarse, a no conjurarlo un prodigio del cielo que afortunadamente ha empezado ya a operarse...

-¡Un crimen! interrumpió el rey, con visible alarma. ¿Qué crimen es ese de que habláis, hombre incomprensible?

-Uno de esos que la misma naturaleza rechaza, y de que apartan su vista escandalizada la civilización y el decoro.

-Explicaos más claro.

-¡Ah, señor! Y si yo, en nombre del pudor, os suplicase que me relevéis de ese compromiso... porque es al propio tiempo la clave radical de la intriga, y estoy seguro que debe provocar vuestra indignación y la de todos...

-Despachad, debéis hablar, y decir todo cuanto sepáis.

-Desistid, señor, os vuelvo a suplicar de nuevo, y libradme a mí mismo del disgusto de esa confesión horrenda, con lo cual podéis también acaso libraros vos de un escándalo de conciencia.

-Proseguid, proseguid sin detención, porque el acto se prolonga demasiado, insistió Alfonso a su vez con su inexorable y sentenciosa tenacidad.

-Pues bien: ya que así lo queréis, sea. Betsabé, en cuya mente no se interrumpía la idea de su criminal venganza, llevada hasta un punto incalculable, me había mandado confeccionar un prodigioso elixir que tiene la rara virtud de contener los progresos de la edad, manteniendo el vigor y la hermosura de la parte física. Es un secreto químico que aprendí en la Arabia, y que he tenido la buena fortuna de ver justificado en mí mismo, porque aquí como me veis, tengo noventa años cumplidos, y me siento no obstante vigoroso y ágil como si solo tuviese cuarenta.

El fingido Omar cautivaba cada vez más la atención de los circunstantes y sus palabras eran escuchadas con vivísimo asombro, especialmente por el rey.

-Betsabé, continuó él, allá en su maligno interior, concibió una idea infernal, resuelta, como estaba, a hacer de ese maravilloso licor un uso indigno por sus consecuencias: lo administró a la esclava, y hoy, después de veinte o más años, se encuentra tan delicada y joven, como una doncella que apenas cuente cuatro lustros.

-¿Hormesinda, eh? preguntó el rey.

-La misma, sí.

-Pero ¿a dónde iba a parar con ese artificio?

-Al crimen de que os hablaba antes, señor.

-¿Cómo, pues? No se os comprende.

-De un modo bien sencillo: la esclava no oye el grito de la sangre que trata en vano de alejarla del abismo que su ignorancia abre a su imprevisión... porque ama a su propio hijo sin conocerle, y...

-¡Oh! ¡Maldición! exclama maquinalmente el encubierto joven, sin poder contenerse, mientras le dirigía el rey una mirada enérgica de reconvención. ¡Oh! ¡Abominación!... Ya adivino...

-¡Cómo! dice Alfonso. ¿No sabía ella que era casada?

-Se le había hecho creer que Veremundo era muerto y que su hijo había sucumbido al veneno que Ataulfo mandara administrarle. De esta suerte, Betsabé veía marchar el plan a su madurez, y contaba los instantes en que, progresando la intriga y el afecto por distintas vías, llegara el instante crítico en que se perpetrara acaso uno de esos detestables delitos que son el oprobio de la sociedad constituida.

-¡Horror! ¡Infamia! repitieron todos por lo bajo, reproduciendo murmullos que se apresuró a apagar el monarca, escandalizado también, mientras Gonzalo, no pudiendo reprimir su cólera y vergüenza, cediendo a la violenta emoción que le alucinara, caía aplomado sobre un taburete.

-¡Basta! ¡Basta! exclamó, conturbado y confundido a su vez el monarca: volvamos ahora a vos. ¿Cómo es que cambiasteis el verdadero nombre de Eleazar por el supuesto de Omar-Jacub?

-Fue una exigencia de Betsabé que no he podido alcanzar a comprender todavía: es posible que con ese ardid pretendiérase crear un nuevo medio de cerrar la puerta a la investigación.

-¿Y cómo os entendíais con el conde?

-Lo ignoro, señor.

-¿Cómo, pues? ¿No dijisteis?...

-Nada he dicho que tenga relación con mi connivencia con Ataulfo; lo contrario fuera faltar a la verdad de los hechos. Dije que se me entregó por mandato del mismo y en calidad de prisionera a Hormesinda, constituyéndoseme guarda y carcelero suyo para que la tuviese bajo mi responsabilidad y custodia en una gruta misteriosa: esto es todo cuanto he dicho y repito; en cuanto a lo demás, es cosa de Betsabé.

-¿Y por qué causa permanecisteis tanto tiempo allí pasivo, sin delatar el crimen, puesto que os repugnaba?

-No podía atreverme a tanto sin exponerme a los furores del sanguinario espía que tenía a mi lado, y sobre todo, aventuraba también la suerte de Hormesinda y la mía. Preferí esperar ocasión.

-¿Teníais un espía, eh? ¿Quién era ese espía?

-He dicho mal, señor; tenía dos, cual de ellos más inexorable y malvado: Betsabé, la renegada, y el esclavo Abrael, llamado antes Alí-Belim, del cual ya os he hablado.

-Dicen que vivíais rodeado de un lujo espléndido...

-Así es la verdad, y aun yo mismo os lo he asegurado.

-¿Quién os facilitaba esos recursos?

-El tesoro de vuestra madre doña Sancha, que sustrajo Betsabé con mi ayuda, y del cual gratificó la mitad al conde Ataulfo, a trueque de condiciones que entre ellos mediaron, y a las cuales fui completamente extraño.

-¿También a él?

-¿Qué queréis? Solo a ese precio pudo comprarse mi vida, mi vida que era la salvaguardia de Hormesinda; y sobre todo, yo no podía contrarrestar el poder de Betsabé, ese espía constante de mis sueños, que colocaba incesantemente junto a mí, como una sombra diabólica, al terrible eunuco, y me encadenaba a su maquiavélico arbitrio. Por manera que esa mujer manejaba de un modo extraordinario la intriga, y anudaba en su corazón, corroído por el rencor y el odio, todos los cabos de esa trama tenebrosa, en términos que lo dominaba todo, sojuzgándolo a su albedrío.

-Está bien: me falta saber ahora sí seríais capaz de sostener vuestras confesiones a vista y presencia de Betsabé.

-¿Por qué no? ¿Las he rehusado acaso ante Dios?

El rey ordenó entonces a los soldados que trajesen de nuevo a la vieja a su presencia.




ArribaAbajoCapítulo VI

El careo



¡Oh, sabia Providencia,
Cuál triunfa tu justicia soberana!

Poco después, el mandato de Alfonso era puntualmente obedecido. Betsabé, rodeada de alabardas y partesanas, entraba de nuevo en la pieza del juicio.

Su paso era firme y seguro, su fisonomía estaba exaltada hasta la ferocidad, su mirada era la de la leona irritada y colérica, y en toda aquella nerviosa organización dejábase notar una exaltación sobrenatural e imponente, como una tempestad de odio terriblemente explotado.

La penetración de aquella criatura de temple de hierro, de cuyo tesón dieran testimonio evidente su perseverancia y su obstinación tan tenaces, había adivinado todo cuanto acabara de ocurrir, o sea la delación tan cumplida que había hecho Eleazar de aquella complicada serie de maquinaciones y crímenes, y en la cual cupiérale tanta parte.

Colocada enfrente del hebreo, las miradas de entrambos cruzáronse altaneras, sombrías y estúpidas: era el concurso de dos fieras en acecho, aprestándose cada una a su modo a la lucha, rebosando toda la hiel del odio, y concentrando toda la atención de los circunstantes, sobre todo, del mismo monarca, cuya fulminante pupila parecía sondear aquellos corazones, que con fundada razón tuvieran el raro privilegio de excitar la ansiedad y aun la curiosidad pública.

Gonzalo, abrumado todavía bajo el peso de su confusión y de su vergüenza, acechaba desde su sitio la actitud de aquellos extraordinarios seres, cuyo intencionado silencio parecía envolver realmente una tregua recíprocamente establecida antes del acto tan solemne de aquel singular careo, última prueba que, prescindiendo de las reglas jurídicas y separándose de las formas dilatorias del procedimiento, iba indudablemente a fijar de pronto la verdad y precisión de los hechos, dejando expeditas las vías de la conciencia, de la expiación, y del fallo.

El profundo silencio que reinó en los primeros instantes de esta escena, daba doble realce al acto, e imprimía en los circunstantes un terror pavídico.

El rey, nublado el semblante, y poseído a la vez de aquella solemnidad tan grave que se reflejara en el ánimo de todos, exclamó al fin con su acento vibrante y pausado, dirigiéndose a la vieja:

-Betsabé, queda aclarado ya cuanto deseaba saber mi justicia respecto del proceso de que se te acusa como reo; si no logras justificarte, desvaneciendo los cargos, todos gravísimos, que contra ti resultan, y de cuya mayor parte te hallas ya confesa y convicta, ¡miserable pecadora, apiádese Dios y tenga de ti clemencia!

-Es inútil, contestó ella, en cuya mirada lució un infernal destello; mi justificación es ya de todo punto inútil, porque ese hombre ha sido tan débil, que lo ha confesado todo; me ha delatado a tu justicia y ha rasgado el velo del arcano que mi venganza reservara, como la salvaguardia o tregua de mi vida.

-¿Será preciso que te se relaten los hechos, y que sin separarte de los principios de la verdad, los confirmes o los deniegues por medio de una confesión franca y explícita. Oye, pues:

-No es necesario, rey: la forma acústica de esta pieza, separada allá en el ángulo de enfrente por un conducto abocinado que corresponde a mi prisión, me ha permitido oír toda la delación de ese miserable. La reproduzco a mi vez en todos sus detalles porque ¿a qué conduciría una negativa por mi parte contra las pruebas mismas que están ahí para destruirla? ¿A qué exigir otros comprobantes que mi confesión misma, cuando os dice: rey, ese hombre ha declarado en verdad?

-¿Es decir que admites toda la tremenda responsabilidad que arroja sobre ti el proceso, y sobre todo, la confesión de Eleazar?

-Sí, repuso la víbora, con un rugido de rabia colérica.

Y al pronunciar esta afirmación tan concluyente, en aquella fisonomía diabólica pareció brillar un relámpago fugitivo de odio.

-¡Ea, pues, conducid de nuevo a esa mujer a su prisión, donde debe esperar el fallo! exclamó el monarca, refiriéndose con imperativo acento a los soldados. Llevadla, y redoblad las precauciones, a fin de asegurar a ese monstruo de la iniquidad y de la infamia.

-¡Una palabra todavía, rey! dijo ella al tiempo de salir de aquel recinto. No te lisonjees de tu triunfo efímero y falaz: caigo al embate del torbellino de mi propia intriga, es cierto; pero es ya tarde para detener la marcha de mi venganza. Mi venganza, sí, que levantará, no lo dudes, su orgulloso vuelo sobre mi cadáver, y sabrá coronar mi empresa, aun a despecho de tus esfuerzos. Es tarde para anular los tiros de mi odio: el veneno ha invadido todos los poros, se ha inoculado en la circulación de la sangre, y discurre allí potente, incontrastable, perseverando en su corrosiva acción y apresurando su marcha lenta y peligrosa, que no puede contener ya el esfuerzo del hombre. Apelemos, pues, al porvenir, y veréis todos hasta qué punto puede ser cierto mi presagio.

Betsabé vertió otro de sus rugidos coléricos, en el cual pareció exhalarse toda la hiel de su alma.

Dirigió a Eleazar una mirada oblicua, fulminante y amenazadora como el rayo, que parecía traducir su odio impotente y recóndito, y exclamó en un rapto de exaltación airada:

-¡Maldición sobre ti, judío vil e infame! Mis rencores asaltarán tus sueños, y la tranquilidad huirá de ti por toda la vida, que no podrá ahuyentar jamás el fantasma de mi odio, ese fantasma sangriento que levantará sobre ti su terrible espectro y la tea de sus inexorables venganzas. Mientras tanto, gózate en tu obra, obra del crimen, en el cual ¡hipócrita! fuiste mi cómplice, de la bajeza y de los remordimientos.

Eleazar se irguió como un atleta: su estatura parecía crecer y regenerarse aquella poderosa humanidad, tan venerable y simpática.

A su placentera sonrisa, a aquella plácida y majestuosa expresión que animara ordinariamente sus facciones, reemplazó una indignación visiblemente enérgica. Encendiósele el rostro, sus ojos irradiaron un fuego sombrío, y toda aquella fisonomía participó súbitamente de una revolución interior violenta.

Betsabé, riente con un infernal sarcasmo, erizado su cabello blanco, y con destemplado acento, con un verdadero aspecto de condenado, a la vez que devoraba a Eleazar con una de sus indescriptibles miradas cáusticas, le dijo:

-¡Yo reniego de la sangre que corre por tus venas, reniego de tu nombre de hermano, y te maldigo para siempre!

La descomposición fisonómica del delator subió de punto entonces; temblaron los músculos de su rostro y agitó sus miembros una convulsión horrible: era evidente que solo la presencia del rey le contenía con sus respetos o con sus temores.

-¡Ea, hasta ya! dijo éste, abreviando la escena, y conjurando así la tempestad que indudablemente amenazaba levantarse; el acto queda terminado. ¡Ea, guardias, cumplid mis órdenes!

Empujaron éstos a Betsabé, y desaparecieron con ella por la áspera crujía del vestíbulo.

-Despejad vosotros, prosiguió Alfonso, refiriéndose a los jurados; terminado ya el acto, al cual he querido que asistierais, solo a la justicia del rey queda reservado el fallo ulterior y supremo que reclaman la vindicta pública ultrajada y los fueros del reino; y al permitiros que os retiréis, os empeño mi palabra de que no se hará esperar mucho esa misma justicia, saludable ejemplar destinado al desagravio de la sociedad constituida, y que debe producir un resultado satisfactorio.

Inclináronse los jurados ante las palabras del monarca, salieron silenciosamente de la torre.

-Retiraos también vos, continuó el rey, dirigiéndose a Eleazar, que permaneciera en su doble actitud de dignidad y sumisión, paralizadas sus facultades por la lucha de sensaciones que experimentara; retiraos, y esperad ahí en la rampa mis órdenes. Confiad mucho en la clemencia del juez que os ha oído y de la parte ofendida, quienes no olvidarán jamás lo mucho que deben a vuestras revelaciones.

Eleazar se inclinó de nuevo, y en su continente grave y simpático, aunque disfrazando siempre una refinada malicia, lució un elocuente rasgo de conmiseración suplicatoria y triste.

-Sea cualquiera el fallo que pronuncie V. A., dijo, siempre acataré en él la voz de la justicia personificada, y que en nombre de Dios ejercéis aquí sobre la tierra.

El astuto hebreo besó la mano que le ofreciera el monarca, retirándose luego de la pieza, conducido entre dos soldados.




ArribaAbajoCapítulo VII

Combinación del plan decisivo



Llegó, la hora de obrar, que el tiempo urge
Y los instantes vuelan.

Ya lo oísteis, Gonzalo, díjole el rey cuando quedaron a solas; el velo del misterio queda ya rasgado, y los manejos de la iniquidad están patentes a nuestra vista. ¿Qué más queréis? Os hallabais abocados a un precipicio, cuya sola idea horroriza, y ha estado a punto de consumarse uno de esos repugnantes crímenes que son baldón y oprobio de la sociedad. ¡Ah! Entonces... ¡desventurados! víctimas inocentes de esa trama infernal que se ha agitado entorno vuestro... ¡Maldición sobre esa infame bruja, engendro de Satanás y monstruoso aborto del infierno!

-Mi razón, señor, se extravía en ese asqueroso abismo de intrigas, y el peso del rubor agobia mi frente, me doblega y confunde hasta el último extremo de la vergüenza y del oprobio. ¿Cómo, pues, me presentaré, a mi madre, rasgando ante su vista ese miserable arcano, y despojándome, por medio de una transición violenta y ruborosa, del carácter de amante, para tomar el de hijo suyo? ¿Cómo hemos de poder arrostrar ambos la crisis de ese cambio, tan súbito como inesperado?

Pronunció el joven estas palabras con una sensibilidad tan profunda, que no pudo menos de aumentar la emoción del rey.

-Falta ahora, dijo éste, averiguar el paradero de vuestra madre, del cual debe darnos noticia tal vez ese anciano, salvarla.

-Es inútil, mi madre está ya en salvo.

-¿Lo está ya? ¿Pero dónde?

-En el asilo de Santa Susana la deposité yo mismo reservadamente.

-¿Sin contar con la venia del señor obispo?

-¡Oh! No hay cuidado por esa parte: la ciudad de Santiago y sus alrededores dormían en aquella hora, y en cuanto a las santas penitentes, estoy tranquilo, señor; tengo bien probadas su discreción y su prudencia.

-Pero decidme: ¿cómo es que la supuesta Dalmira os ha ocultado la historia de sus infortunios, ese dédalo de circunstancias que tanta luz pudieran darnos, corroborando hoy los hechos sobre que versan las. confidencias de Betsabé y de Eleazar?

-No me ha ocultado el fondo de esa historia: me la ha referido a grandes rasgos, y ha aplazado los pormenores para otra ocasión, porque, según me aseguró, era una historia tan trágica como extensa, cuya narración requería mucho más tiempo del que podíamos disponer entonces. Yo la vi llorar, señor; la vi fundirse en un dolor intenso, apenada e inconsolable, y vi aquellas lágrimas que salpicaran su rostro, encendido por una indignación suprema: sus labios trémulos evocaron un nombre sagrado, y ante aquella inspiración dulcísima, mi corazón respondió con un latido de amoroso respeto... Sensación inefable, santa chispa eléctrica que inflamó mi ser entero y agitó mi cuerpo y mi alma con una sacudida nerviosa. ¡Veremundo! ¡Padre mío! ¡Oh, todavía resuena en mi oído ese nombre adorable, y que, sin embargo, por más que el instinto o la voz de la sangre me acercaran sus simpatías, nunca pude adivinar que perteneciese al hombre a quien debía el ser.

Alfonso dirigió al joven una de esas paternales miradas que tanta elocuencia encierran para quien sabe comprenderlas y apreciarlas.

-Dispensadme, señor, prosiguió el cuadrillero, cuyo acento vibraba a impulso de la emoción que le poseyera, y que trataba de ocultar en vano; dispensadme estos trasportes, bien naturales por cierto en la sensibilidad de un hijo, víctima de tan negra intriga... Y esa mujer maldita, de empedernido corazón, esa hechicera... ¡Oh! Esa arpía infame que ensangrienta su odio recóndito en una pobre criatura inocente, persiguiéndola incansable toda la vida por la pendiente del precipicio que ella misma le prepara... que le impone el nombre del espíritu más rebelde a Dios, acaso por un siniestro sarcasmo... ¡Ah, señor, desciendo de mi clemencia, y desde la altura legal de mi propio agravio, os pido justicia contra ese monstruo!

-La tendréis cumplida, Gonzalo, repuso el rey, en cuya hermosa frente, ligeramente fruncida, parecía reflejarse toda una tempestad de iracunda cólera: mi deseo se halla interesado en esa misma justicia, reclamada a la vez por un deber de reparadora satisfacción, y para cuyo fallo, apelando en este caso a los prudentes impulsos de vuestra alma noble, declino en vos mi autoridad para la sustanciación e inmediata aplicación del fallo que estiméis procedente: podéis, pues, a su tiempo, elevar a plenario el procedimiento, y sin traslimitar las leyes del buen sentido y de la crítica racional en tales casos, pronunciar, y aun también llevar a cumplido efecto, la sentencia que merezca. Con ello creo daros una prueba evidente de mi estimación, a la vez que del buen concepto que vuestra cordura me merece, sin que nadie pueda tampoco tacharme por ello de injusto, puesto que mi fallo se inclinaría acaso hacia la pena capital, la más terrible. Sin embargo, tal vez vuestra clemencia, al usar de la prerrogativa regia, encuentre algún lenitivo atenuante que no hallaría vuestro rey, aun recurriendo a los impulsos de su corazón generoso, puesto que sobre ellos está la vara de su justicia indeclinable y recta. ¿Quién sabe si podrá templarse algo el rigor a que esa tremenda responsabilidad ha hecho acreedora?

Pero la marcha del proceso, continuó, debe ser rápida en la sustanciación, puesto que de esta circunstancia esencial pende el éxito de la empresa: no olvidéis que vuestro infeliz padre Veremundo se está pudriendo acaso en una prisión, y que es necesario salvarle a cualquier costa, asegurando ante todo los medios que puedan ponerse en juego para obtener su libertad y la reivindicación de sus Estados de Altamira.

-¡Ah, padre mío! exclamó enternecido el joven, ¡yo juro por tu nombre, para mí tan sagrado, arrostrarlo todo y sacrificarme por tu salvación y tu dicha!

Y ante esta efusión cordial, tan tierna, tan vehemente, Gonzalo no pudo ocultar dos lágrimas que brotaron de sus ojos y rodaron por sus enrojecidas mejillas.

-Permitidme, señor, dijo doblando una rodilla, que os pida ante todo una gracia.

-¿Qué podría yo negaros en este día solemne de la reparación y de las revelaciones? Hablad, amigo mío, y contad desde luego con la palabra de vuestro rey que os ama.

-Quisiera la absolución del anciano Eleazar.

-Nada más justo, atendiendo a su carácter propio, a lo mucho que se debe a sus revelaciones, y a que la culpabilidad de su conducta resulta en cierto modo, grave: además, servicios como los que nos presta, jamás pueden pagarse; por cuya razón debéis perdonarle, como le perdona vuestro señor y rey por su parte. Además, ¿de cuánto puede aprovecharos ese hombre, dueño, al parecer, de ciertos resortes poderosos, que hallaríais cerrados de otra suerte en la marcha tenebrosa de vuestras investigaciones? Perdonadle, sí, es propio de vuestra indulgencia; perdonadle, y guardándoos a la vez de él al propio tiempo, utilizad sus servicios con prudencia.

-Veo, señor, que vuestra conciencia marcha de acuerdo con mi propósito, y que una misma inspiración nos guía, lo cual obliga hacia vos mi reconocimiento: creo que vuestra opinión se ajusta a los principios de la razón, de la equidad y de la justicia, y os prometo seguirla a todo trance. Ahora me permito preguntar a V. A. por dónde debo empezar mi obra.

-Por Hormesinda. El principal deber de un hijo en vuestro lugar es salvar a su madre.

-¿Y luego?

-Partiréis al castillo de Altamira, y con arreglo a las instrucciones que os tengo dadas, obraréis con energía, reclamando, del modo que os plazca, a vuestro padre, empleando para ello las vías de derecho y aun de hecho si fuere necesario, y haciendo valer el carácter de mi plenipotenciario, de que os acredita mi salvo-conducto, a cuyo efecto mi ejército, acampado a vista de la fortaleza, apoyará vuestras operaciones, y asaltará, caso necesario, los muros, aportillados ya, de las Torres.

Ea, prosiguió resueltamente, después de una ligera pausa: partid desde luego; vuestra tardanza puede infundir sospecha en el ánimo suspicaz de Ataulfo, quien, si llegara a apercibirse (y contad que ha empezado a entrar ya en sospecha), os cerraría las puertas de su castillo, desbaratando así el plan y dificultando la empresa. Llevaos a Eleazar, si os parece, y ante todo, notificad a ese buen anciano la absolución vos mismo, a condición siempre de su fidelidad y cooperación en la empresa; y si fuese precio la admite, exigidle de ello juramento, alentadle y amenazadle con mi justicia, cuya libre acción os podréis reservar en todo caso, si bien no perdiéndole jamás de vista y ejerciendo sobre sus acciones la más cautelosa vigilancia.

Ya amanece, continuó el rey, abriendo una claraboya, por la cual veíase un trozo de cielo estrellado y purísimo; partid a poner mano al plan, y volved luego a besar la mano a vuestro rey, que os continuará en la posesión legal de vuestros Estados, que se os restituyen, y a vuestro padre si existe.

Gonzalo besó la mano al monarca y salió de aquella pieza, donde al propio tiempo entraba un escudero que se desprendía del cuerpo de guardia colocado en la inmediata cámara, y que acudía a la voz de Alfonso.

-Que entreguen, dijo éste, al reo Eleazar al guerrero que le reclamará en mi nombre. En cuanto a la vieja...

-¿La bruja, eh?

-Sí, ponedla a buen recaudo e incomunicada con el mayor rigor. ¿Lo oís?

El escudero se inclinó y salió al punto.

El rey, desasosegado e inquieto, empezó a pasear a grandes pasos por aquella, pieza denegrida y lúgubre, y cuyas amortiguadas luces teñían de un pálido fulgor sus paredes.

Fatigado al fin por aquella prolongada lucha de sensaciones, abandonaba poco después la torre, escoltado por un grupo de su guardia de archeros.




ArribaAbajoCapítulo VIII

La madre y el hijo



Blanca cual azucena,
Vedla, allí está, ¡qué hermosa!
En ardiente plegaria fervorosa
Alterada la faz por honda pena,
Fundida en su dolor, triste y llorosa.
¡Seductora visión de magia llena!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La escena tierna fue. ¿Quién se atreviera
A interpretar tan hondas sensaciones
En ambos corazones?
Fuera intentarlo, en fin, una quimera.

Era la media noche: hora que, según las prescripciones reglamentarias de aquella santa casa, prescribía el retiro y el silencio a los moradores del sombrío monasterio de Santa Susana.

Con todo, el torno del locutorio permanecía todavía abierto e iluminado su interior por una luz invisible a través de la gran verja velada por cortinajes negros que formara el frontal de dicha pieza: circunstancia verdaderamente extraña en aquella hora. Bien es verdad que todo llevaba el sello de la novedad y de lo incomprensible en aquella noche, extraña también y portentosa.

En una de aquellas celdas, pobre y miserable asilo de la penitencia, oraba de rodillas la desgraciada Hormesinda, afligida y contristada el alma por la pena que la devoraba.

Era una blanquísima estatua suplicante, envuelta en su holgada túnica y en los profusos pliegues de su flotante manto, prosternada en la tarima de su reclinatorio ante un Crucifijo groseramente pintado en un lienzo con marco apolillado rasgado en jirones, y en torno del cual, sobre un trozo de tapicería, ardían dos cirios amarillos.

El aspecto de aquella celda era triste y melancólico: su mueblaje reducíase a dos sitiales rotos y desvencijados, un lecho nada suntuoso por cierto, un búcaro con flores, y un jarro con agua.

Sobre los hombros de aquella mujer, todavía hermosísima, flotaba su profusa cabellera destrenzada, y sus ojos suplicantes, enrojecidos por el llanto, posábanse en el Crucifijo con una indefinible expresión de dulzura.

-¡Dios mío, Dios mío! exclamaba a media voz, fundida en llanto y retorciéndose los brazos con cierta desesperación angustiosa: ¿por qué me inspirasteis esa pasión frenética que ataraza mi espíritu, empujándome hacia el abismo de la culpa? ¿Por qué no desviasteis de mí esa tentación, eterna pesadilla del alma, vivo cáncer del remordimiento que corroe mis huesos o inflama mi sangre?...

¡Amar a mi propio hijo!... ¡Oh! Amor criminal e incestuoso, rapto hediondo de la debilidad humana, flaqueza culpable, de que jamás me arrepentiré bastante, y cuyo recuerdo será siempre un tormento eterno y perdurable que matará mi vida sin remedio, después de hacer vacilar la antorcha de la fe, esa guía providencial tan combatida, de la predestinación y de la gracia.

Pero aun en medio de ese borrascoso vértigo que sofoca mi conciencia, ahogando en cruda alternativa el poderoso instinto del alma, desciende siempre el rayo de la esperanza en la misericordia de un Dios, que sabe como yo misma la parte de culpabilidad que pudiera caberme en cierto modo... Porque en verdad yo no obraba con discernimiento de la falta que cometiera... estaba inocente de esa intriga de que éramos víctimas, y obedecía únicamente a los impulsos del corazón, que por cierto dábame en ello una prueba de su infidelidad y miseria... ¡Oh! ¡Fragilidades humanas a que arrojan siempre a la faz de la criatura una prueba evidente de su flaqueza!

¡Ay de mí, si cediendo al incentivo amoroso que ardía aquí dentro, en mi pecho, con una intensidad voraz... si dejándome alucinar por la mágica seducción de esa voz de las pasiones, tan estimulante y seductora que sorprende el ánimo más denodado y fuerte, deslumbrando el entendimiento y envolviéndole en peligrosas redes... si alucinada por esa voz potente, mágica revulsión de la naturaleza, que pone en combustión sus recursos vitales, sometiéndolos a la acción corrosiva de un con flagrante incendio... si entonces, en esos momentos peligrosos de conturbación moral, víctima de mi propio rapto, hubiera sido débil, cediendo a las exigencias de la pasión frenética que nos devoraba cada vez que nos aproximábamos el uno al otro!... ¡Horror! ¡Oh!, ¡Maldición! Añadiría hoy a mi afán un nuevo tormento, eterno, cruel, que me aniquilaría sin recurso y condenaría mi pobre, alma, presa de la desesperación y del remordimiento.

Dios no lo ha querido así. ¡Oh, gracias, Señor! Me habéis dispensado en ello una prueba de vuestra misericordia, haciéndome ver con ello que una Providencia sabia, eterna, preside los actos de la criatura, velando siempre sobre sus destinos, y sosteniéndole, alentándole, contra los embates de la tentación con que prueba los quilates de su virtud y de su fe.

Y sin embargo, conturbada el alma en medio de un piélago de vacilaciones, pugno en vano por alejar esa turba importuna de fantasmas que me persigue, y necesito invocar el auxilio de la gracia para recobrar la paz del espíritu y el candor de mi primitiva inocencia... pero ensordece el cielo a mis plegarias, y entra en mí el desaliento más amargo.

No, yo insistiré por conseguirlo, aun a costa de cualquier sacrificio expiatorio, por enorme que sea, aunque necesite renunciar definitivamente al mundo... ¿Y cómo no recurrir a él? Abdicaré mi libertad y mi albedrío, y me encerraré en este mismo claustro, que ensordece al ruido de las pasiones y da paz al alma en la soledad de sus penas.

¡Ay! Acoged, Señor, mis preces; inspiradme una perseverancia resignada y heroica; alentad mi fe, que vacila al soplo de la tentación que la combate, y en cambio, recibid el voto de un corazón contrito, dispuesto, a trueque de ello, a renunciar al mundo y sus falaces goces, para consagrarse eternamente a vuestro servicio.

Y sublimada por su propio entusiasmo, encendido el rostro de fervor, y animadas aquellas facciones, poco antes pálidas, por el fuego de una inspiración vehemente, Hormesinda extendió los brazos, los elevó sobre su hermosa cabeza, y cruzó luego las blancas manos sobre su pecho, palpitante y trémulo por la emoción misma que acaba de exaltar más todavía su precedente monólogo.

Murmuró una oración secreta, e inspirada de un santo entusiasmo, levantóse radiante de majestad y belleza. En su rostro, completamente trasfigurado, lució un destello de triunfante dicha, de una plenitud satisfactoria que rebosara toda aquella humanidad, exaltada por esa victoria obtenida por la heroína en aquella lucha sobre su misma virtud tan combatida.

-Las sombras de la noche extendiéronse de repente en aquel silencioso retrete, porque las luces del Crucifijo apagáronse súbitamente, como por un soplo mágico a impulso de una ráfaga de viento que se introdujo por un tragaluz del muro.

Hormesinda, nerviosa por temperamento, y cuya conciencia alterada la constituía en un estado de sobreexcitación continua, lanzó un grito de sorpresa, y aterrada por su propio pánico, que le impidió huir, cayó de rodillas casi desvanecida, yerta de espanto y sin poder articular una sola frase...

Al propio tiempo abríase la puerta de la celda, cuyos goznes produjeron un ligero crujido, y un religioso alto, corpulento, con la capilla echada al rostro, penetraba en la celda, llevando en una mano una linterna sorda y apoyándose con la otra en un cayado nudoso.

Era el monje de Sahagún, a quien ya conocemos.

Su majestuosa presencia, su blanca y prolongada barba, la expresión dulce y benévola de su venerable semblante, todavía pálido por la convalecencia de las heridas que poco antes, según dijimos, recibiera; todo aquel interesante conjunto, en aquel sitio, en aquellas circunstancias, y en aquella hora intempestiva, concurría a dar a esta importante figura ese extraño aspecto de solemnidad de que se rodeara, y que tanto imponía.

Hasta la puerta de la celda habíale acompañado otra persona que quedó por de pronto a la parte exterior, donde quedaba también de escucha, junto al mismo dintel, una de aquellas virtuosas reclusas; formalidad que en tales casos, sin excepción alguna, prevenían las reglas, y que se llenaba siempre con rigorosa puntualidad.

La súbita aparición del santo anciano restituyó a Hormesinda su razón, ofuscada momentáneamente por su propio alucinamiento. Levantóse de pronto, tímida y modesta, inclinada su vista al suelo, y besó la mano que el sacerdote la ofreciera.

-Comprendo vuestra vergüenza, o vuestra confusión, al menos, dijo el monje con su acento grave y reposado; sin embargo, el rubor debe desaparecer siempre al penetrar el pecador en el atrio del tribunal de la penitencia, donde arde el fuego purificador de la gracia, esa medicina reparadora del alma.

-¡Ay, padre mío! repuso ella, sin alzar del suelo su vista, abatida por el sonrojo; es tan larga la serie de mis infortunios y tan enorme el peso que agobia mi espíritu...

No pudo concluir: la puerta de la celda volvió a rechinar tras del biombo, entreabrióse la cortina que velara interiormente el buque del postigo de la celda, y un apuesto doncel vestido de paladín, avanzó como una sombra gentil por aquel retrete, mudo, silencioso y reverente.

Era el joven Gonzalo Rodrigo de Moscoso. De su cuello pendía la hermosa cruz de oro que le entregó su moribunda nodriza, según dijimos, y flotaba luciente sobre la bruñida cota acerada aquel precioso relicario, revelación santa de un secreto por tantos títulos interesante.

La sorpresa de esta improvisación tan rápida produjo un profundo pánico en la impresionable Hormesinda, cuya extraviada mirada erró al pronto azorada y confusa por todo aquel ámbito, como si realmente dudase de lo que estaba viendo.

El monje únicamente permaneció en cierto modo impasible, y si algún efecto se pintó en sus facciones, fue cierta expresión solemne y satisfactoria, imposible de describir.

-He aquí, dijo con su voz grave y usada, uno de los puntos más esenciales de la misión que afecta a mi sacerdocio: culpad, señora, a mi celo, mal o bien conducido, esta sorpresa que en este instante solemne os confunde: yo me constituyo responsable de cualquier imprudencia o indiscreción que en este caso pueda haber habido por mi parte, mientras que el sacerdote, no el hombre, tiene el plausible honor de presentaros a vuestro hijo.

Y sin más tregua, dirigiéndose al guerrero, continuó:

-Gonzalo, se concluyó el misterio, ahí tenéis a vuestra madre, que como tal os ama: haceos digno de su cariño.

Y su dedo índice, tenaz como un dardo, designó a la joven que permanecía como petrificada todavía.

El cuadrillero a su vez también quedó inmóvil, mientras que el religioso, en su actitud afectadamente tranquila, enmudecido e impasible, contemplábales respetando al propio tiempo aquella situación crítica que él mismo había creado.

Pasado este primer instante de fascinación, de éxtasis, o de atonía, un instinto de pudoroso respeto se apoderó de ambos, obligándoles a bajar simultáneamente la vista, como impelidos por un mismo resorte de rubor.

Al fin pudo más la voz de la sangre, esa irresistible evocación del instinto; despertóse súbitamente el entusiasmo, y en aquella rápida transición tan crítica, solo dos palabras las más dulces del lenguaje humano, como que componen todo un poema de amor, oyéronse en una consonancia mutua.

-¡Madre mía!

-¡Hijo mío!

Y el eco de ambas exclamaciones fue a refluir en los corazones de aquellos dos seres tan desgraciados, y al propio tiempo tan dichosos, fundiéndolos en copioso llanto.

Durante un largo intervalo oyéronse únicamente los sollozos de la madre y del hijo entusiastamente abrazados y entregados exclusivamente a toda la explosión del sentimiento.

El monje, cruzado de brazos, hubo de volverse un momento de espaldas, conmovido por aquella escena patética: en sus ojos enrojecidos por el llanto, temblaban lágrimas de alegría y de ternura. Y en aquellos instantes en que la emoción embargara el uso de la palabra, concentrando todas las sensaciones, extendió maquinalmente sobre aquel grupo venturoso su diestra, elevó la vista al cielo en religioso éxtasis y sus labios murmuraron una oración secreta.

Aquella figura patriarcal, tan venerable, realzada todavía más por su interesante actitud, tenía un no se qué de profético que imponía: el sacerdote estaba en verdad entonces a toda la sublime altura de su misión en la tierra.

-¡Madre mía!

- ¡Hijo mío!

Esta exclamación recíproca volvió a repetirse otra vez, vertiendo de nuevo toda la mágica unción de su poesía y agitando las fibras del corazón profundamente conmovido. Y las lágrimas volvieron a correr de nuevo en abundancia durante un breve rato, porque todos los actores de esta escena solemne lloraban, hasta la misma religiosa que estaba de escucha a la parte exterior de la puerta, oíase suspirar tras de la cortina del buque.

Trascurrido un corto intervalo que hubo de concederse al desahogo, el religioso, con su acento grave y majestuoso, dijo:

-Ya es tiempo de acabar, dando así tregua a tantas emociones, mi misión queda por esta noche cumplida, y por cierto que debemos congratularnos todos del resultado que acaba de despejar la incógnita fijando de un modo indudable la claridad de los hechos Dios ha permitido que el asunto haya atravesado estas fases, para que un día, hoy, resolviendo la crisis, rasgando el velo del prodigio, el sol radiante de la verdad haya venido a iluminar el caos resplandeciendo su esplendor triunfante sobre las tinieblas del maquiavelismo y del crimen.

Vuestros recuerdos, continuó, no deben ocuparse ya de lo pasado, sino del presente que os prepara todavía, quizás un porvenir dichoso, amar, olvidar y perdonar, esperando después la recompensa: he aquí el deber que embellece la vida de la criatura, endulzando sus amarguras y realzando sus goces en fuerza de indulgencia y amor. Debéis una protección decidida a S. A. que preside en nombre de Dios, de quien es figura en la tierra, vuestros destinos; esperadlo pues todo de él, y... ¿quién sabe si esa fe, esa plenitud de esperanza y amor pueden cicatrizar las llagas que sangran todavía vuestro corazón mártir, colmando un día, no lejano, vuestro afán y vuestras aspiraciones más gratas?

-Ya no podía resignarme, dijo al fin Hormesinda, al sacrificio de la ausencia de mi hijo, en quien veré desde hoy mi constante apoyo. ¿Qué sería de mí, de las demás religiosas, de este monasterio, en fin, donde el secreto tal vez ya revelado de mi existencia en él puede acarrear una persecución y un peligro por parte de Ataulfo y sus parciales y confederados, sin exceptuar tal vez al obispo de Santiago y sus taifas? No hijo mío, ¿es verdad que no abandonarás a tu pobre madre y a sus bienhechoras?

-Sosegaos, señora, repuso el monje, S. A., previsor hasta la prudencia, ha encontrado medio de ocurrir a todo eso, adelantándose a los acontecimientos posibles, mirad.

Y abriendo una ventanilla abocinada y guarnecida de reja que daba al campo de la Estrella, hízole observar una pequeña tropa que vivaqueaba, diseminada en movibles grupos, al brillo de las chispeantes hogueras del campamento.

-¡Y bien! objetó ella, ¿qué importa que esa demostración denote un acto de protección, si se quiere, en favor nuestro, cuando eso mismo puede crearnos un peligro más permanente todavía y un compromiso probable, apenas vuelva a ponerse en marcha ese tercio?

-Estáis en un error, señora: esa fuerza, a la orden y devoción de S. A., ha sido destacada por su mandato y colocada ahí permanentemente hasta que cese el riesgo. Descuidad pues, es buena gente, y no faltará a su puesto de honor.

Pero entonces parece que se trata de una invasión a mano armada en estos dominios del señor Obispo, lo cual puede crear tal vez otro género de compromisos.

-No importa, ya se ha ocurrido a esas eventualidades, ocupando los puntos de más importancia que pudieran inquietar a S. A. en la empresa que se ha propuesto llevar a cumplido término y desenlace. Además, las noticias recibidas de Roma con relación al proceso formado al prelado rebelde, no son en modo alguno favorables a S. I. quien en la expectativa de una destitución quizás de su dignidad, no es de creer que insista en llevar adelante ese sistema tradicional, en él de agresivo orgullo que le pierde. ¡Téngalo Dios de su santa mano!

-Con todo, S. I. diz que es demasiado altivo, según parece, y acaso de esos mismos reveses de su fortuna comprometida piquen su orgullo herido y recurra a la desesperación...

-Sus tercios le han abandonado porque no les pagaba, matándoles en fuerza de hambre y castigo, aun a pesar de ser sacerdote y rico.

-Está bien, pero su avaricia que cuentan se halla en relación con su opulencia misma, parece que ha encontrado medio, de allegarse alianzas que le protejan en caso de apuro, y entre ellas la de Ataulfo, que parece se reputa bastante poderosa todavía según parece.

-No lo creáis así, señora, todo eso puede muy bien decirse y aun darse por seguro, sin temor de ser desmentido, aquí, dentro de esta santa casa, donde se hacen cundir favorablemente, según, parece, los aires de S. I. y de sus parciales como el que habéis nombrado y a quien libre Dios de cualquier desgracia posible.

-¿Qué me decís?

-Yo, señora, nada más digo, y cedo en este punto la palabra a vuestro hijo que podrá tal vez informaros mejor que yo del asunto.

-Es cierto, madre mía, dijo a su vez Gonzalo: Ataulfo se halla amenazado de una proscripción civil, de un secuestro y acaso todavía más que de un despojo.

-¿Es verdad?

-Y no es eso todo, señora, caso de interesaros por su vida, no le olvidéis en vuestras oraciones, porque peligra también quizás.

-¡Cómo! exclamó sobrecogida de terror la joven.

-El cielo, reparador y justo, parece haber abandonado a su destino que mengua, y a la terrible espada de la ley que brota ya sobre su cerviz y la hiere.

Hormesinda pareció recapacitar un instante, y en aquella actitud contemplativa, en aquel recogimiento, muda concentración del espíritu, debieron evocarse los recuerdos de su pasado con todo su sombrío terror, con sus amarguras y sufrimientos.

Su corazón, cruelmente ulcerado debió sentir rasgarse sus heridas mal cicatrizadas y que empezaban ya de nuevo a destilar sangre: contrajéronse sus fibras y a través de todo su cuerpo, corrió, cual chispa eléctrica, un frío mortal.

-¡Dios! murmuró, ¡siempre Dios!...

Oyóse entonces la campana del monasterio que tañía a maitines.

La iglesia empezaba a iluminarse, y colocábanse ya los atriles del coro.

-Dispensad, padre, dijo Gonzalo entonces, necesito hablar a solas con mi madre vuestro permiso y el de la religiosa que nos oye.

-Sea pues, a Dios gracias, contestó ésta desde su escondite con su voz gangosa.

El monje se retiró hacia el dintel y habló por lo bajo con la religiosa, permaneciendo ambos en la arte exterior de la celda un breve rato.

Mientras tanto la madre y el hijo, a solas, en grato y confidencial coloquio, pudieron comunicarse sus secretos más íntimos.

Nadie pudo traslucir jamás los pormenores de esta conferencia que debió ser por demás interesante. Solo se dijo que la joven reconoció el relicario que entregara a Gonzalo la mujer moribunda y que llevaba éste al cuello, lo cual produjo una nueva escena sentimental y patética entre ambos, puesto que por parte de Hormesinda era la prueba más concluyente de la identidad de su hijo, quien la restituyó a su madre, que la aceptó con verdadero delirio.

Media hora después el monje y el guerrero salían del monasterio del propio modo y por el mismo punto que habían entrado.

Hormesinda, después de una despedida afectuosa en que terció el monje, a quien protestó ella su gratitud por su cooperación en el desenlace del suceso, y al mismo tiempo que ellos abandonaban el santo asilo, acudía a su vez al coro, más agitada que nunca, a tiempo que los preludios del órgano acompañaban la antífona del primer nocturno.

Al paso diremos a quien pueda extrañar la entrada del monje y del cuadrillero en el santuario en aquella hora tan intempestiva, que nada tiene de extraña esa circunstancia, demasiado común en una época como aquella en que la simplicidad de costumbre o mejor dicho, la relajación de las reglas monásticas no andaban ciertamente muy escrupulosas en este punto, que en otros tiempos pasara por un marcado escándalo.