Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La cultura del pelotazo

Ignacio Soldevilla-Durante



«Lo mejor que podría sucederles a los escritores que utilizan el delito como materia y la intriga como arquitectura narrativa es que se prohibieran las colecciones de novelas policiacas y sus novelas tuvieran que aparecen junto a las de los escritores con un anillo y una fecha por dentro».







Este vaticiante deseo del propio Vázquez Montalbán (Ínsula, 512-513, 1989) va dirigido a novelistas exclusivamente dedicados a tal tipo de novela, y no se puede aplicar a su propia obra. Y no sólo porque su larga serie de novelas protagonizadas por el detective Carvalho siempre ha visto realizado ese desideratum, sino porque, tras esa esquemática definición de los materiales y la arquitectura narrativa, no cabe prácticamente ninguna de las obras que, frecuentemente, se ven etiquetadas por la crítica con términos como «policiaca», «detectivesca», «negra»1, y muchas de las cuales se cuentan entre los grandes éxitos literarios de los años de esa transición siempre presente. En efecto, sólo muy esquemáticamente podría aceptarse que las novelas de Carvalho, o las escritas por Jorge Martínez Reverte, Juan Madrid, Andreu Martín et sic de ceteris, (sin olvidar algunas piezas maestras de Juan Marsé y de Eduardo Mendoza), tengan «el delito como materia». Mucho más preciso sería decir que se encuentra en ellas «un discurso realista revelador y distanciador, partidario de que la novela pueda enseñar a mirar y por tanto a conocer nuestra sociedad», con «una poética realista superadora de todos los realismos viciados y agotados» (Vázquez Montalbán, loc. cit.). Este tipo de literatura narrativa la contrapone el autor a la «novela ensimismada» como última encarnación de la literatura para literatos. Y en El premio, no por casualidad, son escritores ensimismados y de narcisismo maximalizado como Andrés Manzaneque (el mejor poeta gay de las dos Castillas) y Oriol Sagalés (el novelista en cuyos textos se narra en veinte paginas la subida por una escalera y que, como epígono de la generación del 27, tiene horror al éxito de público) o Fernández Tutor («el editor para bibliófilos») quienes descubren en la novela negra el último refugio en el que se agazapan «los del posrealismo socialista», y exigen la desanchezbolinización de la novela española. (No hace falta mucho olfato para encontrar en Sánchez Bolín el autorretrato del novelista, pero él mismo lo ha confirmado en público). Curiosamente, es una típica representante de la alta burguesía la que coincide con estos exquisitos en sospechar de cualquier novela que se venda mucho, incluso aun habiendo sido una maravillada lectora del prodigio, y por eso se descarta de García Márquez y apuesta por los Oriol Sagalés «que tal vez sólo podemos leer muy pocos, pero muy selectos lectores».

No habrá que insistir demasiado en que en esta novela se produce un feliz mestizaje entre el tipo habitual de la serie Carvalho (en este caso: un repaso inmisericorde en profundidad a la cultura del pelotazo, particularmente en el mundo de las altas finanzas y de los holdings) y el tipo de novela-clave del mundillo literario, cuyo antecedente más memorable sigue siendo Troteras y danzaderas, de Ramón Pérez de Ayala. Y es lamentable que tantos lectores y críticos, contagiados por el morbo de las «claves» para leer, bajo los nombres de ficción, los modelos unipersonales, pierdan de vista lo esencial: que el examen de la sociedad literaria que aquí se hace2 no es ni siquiera el tema del libro, puesto que no hay manera de entenderlo si no se ve que funciona exactamente en paralelo subordinado al más vasto conjunto que es la sociedad española de «la cultura del pelotazo». Y que Vázquez Montalbán, cuando no da nombres y apellidos reales de las personas que él introduce en este mundo ficcionalizado, no es por temor a las consecuencias, sino porque está construyendo no ya prototipos, sino arquetipos3. Su Lázaro Conesal está construido con rasgos absolutamente reales y observados, como lo están todos los actores de la novela, desde el académico catalanófobo Mudarra Daoiz hasta «la mejor novelista ama de casa», en un sabio procedimiento de acarreo y destilación. Resulta, de ese modo, mucho más humano y auténtico Lázaro Conesal que esos caballeros llamados Mario Conde o Javier de la Rosa (que aparecen largamente mencionados por los propios personajes de la ficción) y de los que sólo sabemos lo que nos dan esas imágenes planas y de chafarrinón de la prensa sensacionalista o del cotilleo. Con trazos de ambos y de muchos otros estará sintetizada esa figura, pero solo ella inspira la piedad con que indudablemente ha sido construida por su autor, humanizándola. Pero también es posible que Vázquez Montalbán odie hoy mucho menos a los protagonistas de la cultura del pelotazo que antes de escribir su novela, por poco que sea verdad el dicho de Cioran. Sus lectores también, nos sentimos un poco menos tensos ante la impotable realidad, a la vez que la vemos más claramente4,

Estructuralmente, tampoco se puede resumir la novela por la espina dorsal de su intriga. La novela está organizada a partir del evento central, anecdóticamente hablando la cena de gala en que se va a conceder el premio. Pero las motivaciones del convocante del premio ponen a este muy al margen de cualquier caricatura de los «realmente existentes». Y la cena que cubre el primer capítulo5 cambiará totalmente de rumbo al convertirse en una encerrona de sospechosos. Su descripción va alternando con capítulos en los que se vuelve atrás por las veinticuatro horas que la preceden, y que narran el viaje de Carvalho a Madrid contratado por Conesal para actuar de observador y consejero del grupo de vigilancia a su servicio. Este flash back es también un bueceo en la memoria de otro viaje a Madrid (el realizado con motivo del asesinato del secretario del PC) que permite al narrador poner el momento actual en perspectiva con el de los primeros años de la transición. Inteligentemente, el procedimiento de los capítulos alternantes está desbanalizado por dos recursos: el primero, creando en el sexto capítulo (último del flash back una secuencia que, a falta de mejor idea, llamaré «secante», y en la que las dos líneas narrativas se cruzan por un corto espacio, repitiéndose, casi palabra por palabra, la situación descrita en el primer capítulo (pp. 24-25) y la que se narra en pp. 281-82. Es un primer momento en el que el «ouroboros» se produce. El segundo recurso, más dilatado en el espacio narrativo, y mucho más rico en juegos perspectivísticos, es la repetición de las acciones realizadas por los personajes incluidos en la lista de sospechosos: la primera narración de los hechos se produce en el interrogatorio del quinto capítulo (pp. 207-270) y por la voz en directo de los propios personajes (con exclusión de los dos últimos). La segunda, por la voz del narrador omnisciente y por consiguiente, según la convención, fidedigno a partir de la perspectiva de la víctima, y siguiendo el orden en que los personajes de la lista fueron entrando en su suite del hotel mientras se celebraba la cena. Al final del capítulo, ya el lector sabe todo lo que ha ocurrido entre la víctima y los sospechosos de la lista, contrastando sus versiones, y descubriendo las correspondientes falsedades testimoniales, cuando las hay. En el capítulo epilogal, en cambio, se nos ofrecen los dos últimos testimonios de la lista, de manera que en sus casos la verificación de su sinceridad se hace retrospectivamente. Y queda, como es de precepto en el género de intriga, resuelta la cuestión de la identidad del asesino en dos fases; la primera, en la presentación de «falsos culpables» (el primero, el que confiesa sin serlo, con lo que concluye el capítulo 5, y el segundo, al final del capítulo 6, pero que luego resultará no ser sino «instrumento insconsciente»), y la última (a la tercera...), en el capítulo epilogal. En el que también se resuelve, imaginativamente, el enigma del ouroboros, y con él, el nombre del autor de la novela premiada. Nos queda por saber si el premiado «realmente existente» ha recibido, de otro modo que imaginariamente, los cien millones del premio. Pero si nos atenemos a lo que rezan las estadísticas de venta con fecha del 26 de marzo de 1996, acabará ocurriendo, si aún no ha ocurrido. Enhorabuena. En tal caso, y para celebrarlo, me atrevería a pedirle que diera un pequeño repaso a ciertas imperfecciones formales y de fondo que no le voy a hacer aquí la ofensa de desplegar, porque le bastará con hacer una lectura, ya distanciada, del texto impreso, para que le salten a la vista, si no lo ha hecho ya. Haré excepción con dos, una porque es achacable a los cajistas y correctores de la editorial6, y la otra, porque bien pudiera ser una trampa sutilmente tendida por el autor para «reseñadores-eruditos-que-no-perdonan-una». Me refiero a la escena en que se cita un universalmente leído poemario (parece ser que hasta la Primera Dama de U.S.A. actualmente existente lo está leyendo), y a cuyo título se le añaden una decenita de poemas apócrifos. Porque si fuera trampa, resulta increíble que el mejor poeta gay de las dos Castillas no meta baza para corregir a los «incultos» interlocutores, que reconocen el origen de su cita poética. (¿O es una indirecta a la incultura de la pálida flor anocturnada?). Entiendo perfectamente el derecho del autor a dejar su texto ligerísimamente imperfecto, teniendo en cuenta las condiciones reales de la industria editorial. Pero el gastrónomo siempre espera lo mejor de un chef reputado cuando se sienta a su mesa.





Manuel Vázquez Montalbán. El premio, Barcelona, Editorial Planeta, 1996. (Col. Autores españoles e hispanoamericanos).



Indice