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Varias veces me he referido al proverbial valor de las mujeres saguntinas, desde Baltasar de Castiglione en El Cortesano (1528): «Las mujeres de Monviedro, en la perdición de su patria, se armaron contra la gente de Aníbal» y Juan de Espinosa en su Diálogo en laude las mujeres (1580): «...dejando aparte las Amazonas y Bellonaçeas, mugeres bellicossísimas ¿a quién no admira la fortaleza de ánimo de las Saguntinas en Spanna?». Véase ahora el trabajo de Sánchez Pinilla, Francisca, «Le donne saguntine: hacia la configuración de un tópico literario», Actes 1er. Congrés d'Estudis sobre el Camp de Morvedre, Braçal, n.os 11-12, Sagunt, 1995, t. II, pp. 285-294.



 

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Este y otros ejemplos en el trabajo de Férnandez Cabezón, R., Lances y batallas, citada, dos caracteres femeninos. Exponente de este tipo de soflamas sería la deliciosa obra de Antonio Valladares de Sotomayor, La Emilia, o exceder en heroísmo la mujer al héroe mismo (1797) que trata nada menos que de Espartaco y la rebelión de los esclavos del año 73-71 antes de Cristo.



 

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Ed. cit. pág. 102. En la Historia de la Historia de la Literatura Española. Siglo XVIII, citada, tomo II, pág. 565 se recuerda asimismo el lejano parentesco de Hesione con la Agustina moratiniana.



 

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Guillermo Carnero resuelve, mediante una expeditiva catalogación, el interés de nuestro autor para conocer la puesta en escena de su momento en «Recursos y efectos dramáticos en el teatro de Gaspar Zavala y Zamora», Bulletin Hispanique, t. 91, n.º 1, 1989, pp. 21-36. Por lo que se refiere a La destrucción de Sagunto alude al escenario típico de dramas militares con fortificaciones medio derruidas, tiendas, toldos (sic), trincheras (pág. 23); califica de «exótico» el ambiente grecolatino (sic) de Sagunto (pág. 25); subraya el movimiento de masas (desfile del pueblo, del ejército y de los notables) (pág. 26); une a los efectos escénicos la violencia en escena (muerte de Sicano) (pág. 27); califica de personaje «pintoresco» a las mujeres guerreras (pág. 28); recuerda el acompañamiento musical y de canto junto con otros efectos sonoros como el redoble de tambor (pág. 29) así como el efecto del incendio (pág. 32). No estudia la filiación de estas acotaciones que traducen un evidente barroquisnio escenográfico, pero también tradiciones anteriores (el cerco como género teatral o los resabios del pathos senequista en las muertes en escena), pero sobre todo no las conecta con las innovaciones teatrales que se han producido a lo largo del siglo en la arquitectura y en el escenario de los antiguos teatros madrileños. Para Mario Di Pinto el teatro histórico de finales del siglo XVIII ofrecía didascalias imposibles de trasladar a la realidad escénica, como un simple auxilio para completar con la fantasía las deficiencias de la puesta en obra. (Cf. «Indicios románticos en la escena española de finales del siglo XVIII», citada, pág. 116).



 

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Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos..., ed. cit., pp. 139-140; «...estaban aún en su rudeza primitiva. Tales son la ruin, estrecha e incómoda figura de los coliseos: el gusto bárbaro y riberesco de arquitectura y perspectiva en sus telones y bastidores, la impropiedad, pobreza y desaliño de los trajes; la vil materia, la mala y mezquina forma de los muebles y útiles, y, en una palabra, la indecencia y miseria de todo el aparato escénico». Subrayemos la referencia al gusto riberesco, por alusión al arquitecto madrileño Pedro Ribera, autor de los planos que conservamos de los Corrales de la Cruz y del Príncipe. El Corral del Príncipe (cubierto por un belvedere desde 1713 en lo que Allen interpreta como una protección total del patio) se derribó en 1744 para transformarse en teatro «a la italiana» en 1745, con un proyecto de Juan Bautista Sacchetti, renovando su fachada hacia 1767. El de la Cruz se derriba en 1737 para volverse a levantar en 1743 según planos de Filippo Juvana adaptados por el citado Pedro de Ribera y sufrió nuevas reformas en la década de los ochenta. En 1737 se había inaugurado, además, el Corral o Teatro de los Caños del Peral, que sería remozado por completo sobre 1786 y que se especializaría en ópera. En lo sustantivo, sin embargo, es cierto que la imagen de los teatros hasta bien avanzado el siglo XVIII seguiría siendo la misma que en el siglo anterior, aunque la situación de los espectadores mejoraría. Además de las clásicas tertulia o corredor en lo alto del teatro, las barandillas y lunetas (ahora ya no incómodos bancos sino butacas de patio), en la época aparecen lugares concretos como el degolladero que era una división de tablas y maderos, entre el patio y las lunetas principales y que se llamaba así por llegar a la altura del cuello de un hombre de pie, los palcos o localidades de balcón y los cubillos o aposentos pequeños a cada lado del arco de embocadura del escenario.



 

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«Carta del Marqués de la Villa de San Andrés y Vizconde de Buen Paso respondiendo a un amigo suyo de lo que siente de la corte de Madrid», ms. fechado ca. 1746, citado por Arias de Cossío, Ana M.ª, Dos siglos de escenografía en Madrid, Madrid, Mondari, 1993, pp. 27-28.



 

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Cf. Aguirre y Ortiz de Zárate, J., El Conde de Aranda y la Reforma de Espectáculos en el siglo XVIII. Discurso leído en la solemne recepción como Académico de la Real Academia de la Lengua, Madrid, 1986. Apud Arias de Cossío, Ana M.ª, Op. cit., pp. 30 y ss.



 

67

Cf. Arias de Cossío, Ana M.ª, Op. cit. pág. 36. Para los rescoldos del barroquismo escenográfico véase el clásico estudio de Caro Baroja, Julio, Teatro popular y magia, Madrid, Revista de Occidente, 1974.



 

68

Ibid., pp. 43-44.



 

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Véase Cotarelo y Mori, Emilio, Bibliografía de las Controversias sobre la licitud moral del teatro en España, Madrid, 1904, pp. 666-71.



 
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