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La estancia en Madrid de Carlos Estuardo, Príncipe de Gales, en 1623: Crónica de un desastre diplomático anunciado



     [Nota preliminar:11 de enero 2001 / Rafael Iglesias / Benedictine University / Foreign Languages / 5700 / College Road / Lisle, Illinois 60532 - USA / riglesias3@cs.com ó riglesiasp@excite.com / Teléfono USA: 630 - 719 93 66.]



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Introducción

     A principios de marzo de 1623 Carlos Estuardo, Príncipe de Gales y único hijo varón vivo de Jacobo I de Inglaterra se plantaba delante de las puertas de la residencia del embajador inglés en Madrid después de haber atravesado media Europa a caballo, de incógnito y con la única compañía de dos fieles servidores y del futuro Duque de Buckingham, que, aparte de ser amigo personal suyo, también disfrutaba de la condición de favorito (o valido) de su padre. A pesar de los peligros y dificultades que una aventura de este calibre suponía, el joven príncipe convenció a su padre, aunque con mucha dificultad, para que le dejara marchar. Estaba convencido de que con su presencia en Madrid forzaría a los españoles a cerrar de una vez por todas las negociaciones de matrimonio que las coronas de España e Inglaterra habían estado manteniendo, con más o menos altibajos, desde, al menos, 1611. Sin embargo, a pesar de que el Príncipe de Gales permaneció en Madrid aproximadamente seis meses, las negociaciones acabarían con un rotundo fracaso y Carlos finalmente se vería obligado a volverse a Inglaterra sin su amada Infanta María, hermana menor de Felipe IV, y profundamente herido en su orgullo.

     No todo, sin embargo, fue negativo. Como nota positiva hay que decir que, mientras Carlos estuvo en la capital de España, se vieron allí algunos de los espectáculos públicos más interesantes de los que se harían durante todo el reinado de Felipe IV. Por otro lado. en parte por lo novelesco del suceso y, en parte, por las posibles consecuencias a nivel global de una potencial alianza entre España e Inglaterra, media Europa tuvo sus ojos puestos en Madrid durante gran parte del año en que sucedieron estos peculiares hechos. No es de extrañar, por lo tanto, que la práctica totalidad de los pesos pesados de las literaturas inglesa y española del momento hicieran referencia en sus obras, de forma más o menos directa, a estos acontecimientos .

     En el trabajo que sigue voy a hacer un resumen lo más completo posible de las circunstancias históricas que dieron lugar a las negociaciones de matrimonio entre España e Inglaterra para, a continuación, narrar de una forma lo más animada posible los sucesos más significativos de la estancia del Príncipe Carlos en Madrid. Espero que resulte de interés. (1)



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Europa en el siglo XVI y principios del XVII: Reforma y Contrarreforma

     Para entender adecuadamente el contexto histórico en que se produjo la visita del Príncipe de Gales a España en 1623, hay que remontarse por un momento al siglo anterior. El acontecimiento histórico más significativo de esa centuria fue el cisma de la Iglesia de Occidente en dos facciones aparentemente irreconciliables. A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, tanto Reforma como Contrarreforma eran ambas consecuencia directa del espíritu del Renacimiento y eran, por lo tanto, dos caras de la misma moneda. Por un lado, los deseos de regeneración y clarificación de ambas corrientes encajaban perfectamente con el movimiento humanista (2) y, por otro lado, ambos movimientos suponían, en parte, una reacción a los aspectos más mundanos del Renacimiento (3).

     A lo largo de la historia de Europa ya se habían producido anteriormente rupturas e intentos de reforma de la Iglesia. Pero esta última crisis iba a ser distinta a las otras e iba a tener consecuencias a largo plazo mucho más profundas. Inicialmente, el movimiento reformista sólo pretendía purificar la fe cristiana de todas las impurezas que se habían ido acumulando a lo largo de los siglos. Los reformadores soñaban con eliminar todas las creencias y prácticas de la Iglesia Católica que no parecían tener base bíblica. Según ellos, las modificaciones que se habían hecho a lo largo de los años habían llegado a desvirtuar el Cristianismo y lo habían convertido en una serie de rituales vacíos de contenido. También, y no menos importante, se marcaron la meta de extirpar la corrupción, falsedad e hipocresía que se habían instalado desde hacía mucho tiempo en la cúpula de la Iglesia y, muy particularmente, en Roma.

     Estos deseos de cambio podían encontrarse en casi todas las regiones de Europa, pero donde más fuerza tomaron fue en el centro y norte del continente europeo. Uno de los primeros en sugerir la necesidad de una reforma de la Iglesia fue Erasmo de Rótterdam, pero el verdadero impulsor de la Reforma Protestante fue Martín Lutero. En un principio, este religioso alemán no buscaba una ruptura definitiva con Roma, pero la dinámica de los acontecimientos le llevó a hacerlo. Pronto muchos otros seguirían sus pasos. Como es fácil de suponer, tanto la Santa Sede como los poderes establecidos de gran parte de Europa intentaron eliminar estas ideas revolucionarias de raíz, y, de hecho, lo hubieran conseguido si las teorías luteranas no hubiesen encontrado el apoyo incondicional de algunos poderosos soberanos europeos. Al fin y al cabo, además del legítimo deseo de purificar el Cristianismo, muchos de esos príncipes albergaban dentro de sí, además, el deseo de desembarazarse de la molesta tutela de Roma y de convertirse en la cabeza de la Iglesia en sus respectivas posesiones. En este sentido, el Luteranismo resultaba muy atractivo porque, en cualquier caso, anteponía los derechos de los príncipes temporales sobre los del Papa. De esta forma les daba la justificación para hacerse con las tierras y rentas que hasta entonces habían estado en las manos de la Iglesia Católica.

     Poco a poco, todas las naciones europeas se fueron decantando de un lado o de otro del espectro religioso y no se tardaría mucho en llevar las diferencias religiosas al campo de batalla. Europa entraría de esta manera en un periodo de guerra generalizada que duraría hasta bien entrado el siglo siguiente. Casi todos los países europeos participaron de una forma u otra en las numerosas y largas guerras de religión que estallaron en el continente y algunos de ellos tuvieron que padecer, además, guerras civiles de carácter religioso (Francia es el caso más significativo). La religión, por lo tanto, se convirtió en una obsesión en la Europa del momento y marcó definitivamente todos los aspectos de la vida diaria y de las relaciones entre las naciones.

     En ocasiones, además, el conflicto religioso de fondo se entremezcló con otras rivalidades e intereses de tipo nacional, dinástico, comercial o colonial y, de esa forma, fue posible ver alianzas militares que saltaban las fronteras confesionales. Francia, en particular, se caracterizó, cuando sus conflictos internos se lo permitían, por apoyar a un bando o a otro según las necesidades estratégicas del momento. En pocas palabras, el precario y complejo equilibrio de fuerzas que se había estado construyendo en Europa durante siglos se había venido definitivamente abajo.

     La Europa que optó por seguir el camino de la Reforma Protestante rompió definitivamente sus lazos con Roma y le negó a ésta cualquier tipo de autoridad sobre cuestiones de fe o de cualquier otro tipo. Por otro lado, a pesar de que en el mundo protestante el individuo tenía una mayor libertad para interpretar la Biblia según su conciencia, esa libertad no era ilimitada. Los distintos soberanos protestantes intentaron conseguir una cierta unidad de conciencia dentro de sus posesiones y en la mayor parte de los casos no dudaron en usar la fuerza para eliminar aquellas ideas o creencias que, en su opinión, podrían llegar a perjudicar sus prerrogativas reales o la seguridad del Estado en su conjunto (4). En particular las minorías católicas de algunos territorios mayoritariamente protestantes sufrieron la presión de las autoridades porque a los fieles católicos se les tenía considerados, no sin algo de razón, como potenciales rebeldes y como posibles aliados del enemigo exterior. Al fin y al cabo, al menos en teoría, los católicos consideraban que la autoridad del Papa estaba por encima de la de sus propios príncipes temporales (5). Por otro lado, como consecuencia de la violenta reacción de las naciones católicas a la Reforma, el odio hacia los católicos se extendió por todas las capas de las sociedades protestantes. Tanto Roma como todos los países católicos, en especial los dirigidos por los Habsburgo, fueron, en consecuencia, detestados, temidos y considerados como la causa final de todo mal. De hecho, muchos protestantes realmente llegaron a creer en profecías de carácter milenarista y estaban convencidos de que la lucha final del bien y el mal con la que debía terminar el mundo, según su particular interpretación de las Sagradas Escrituras, era inminente. A su alrededor, según decían, podían ver múltiples signos de cómo algunas de esas antiguas profecías se estaban cumpliendo y muchos no dudaron en identificar al Papa con el Anticristo que anunciaban estos textos sagrados. Es por este motivo que muchas de las acciones de los protestantes más exaltados estaban marcadas por un cierto sentido de urgencia y por una clara falta de voluntad de compromiso y de diálogo (6). En tales condiciones, era realmente imposible pensar en una salida negociada al conflicto entre católicos y protestantes. Además, para acabar de complicar las cosas, la Europa protestante siempre estuvo muy lejos de ser homogénea y de tener una verdadera unidad de acción frente al enemigo común. En ese sentido, la propia dinámica interna del Protestantismo le había llevado a una fracturación en innumerables sectas y corrientes autónomas que, en muchas ocasiones, estaban enfrentadas entre sí.

     De todas las sectas que aparecieron en aquellos momentos la que acarrearía más consecuencias políticas y diplomáticas para el continente durante casi todo el siglo XVII sería el Calvinismo. Con su visión intransigente, exclusivista y beligerante, los calvinistas se ganaron la antipatía de católicos y luteranos y crearon un factor añadido de inestabilidad en Europa (7).

     Por el otro lado, la parte de Europa que siguió fiel a Roma entró en un proceso de purificación, sistematización y clarificación del dogma, ritual y práctica religiosa equiparable, en muchos sentidos, al de la Reforma Protestante. Tales cambios se hacían necesarios y urgentes como respuesta a los acontecimientos en el centro y norte de Europa, pero también respondían a un verdadero deseo de limpiar la Iglesia Católica desde dentro. Este proceso culminaría con la clausura del Concilio de Trento (1545-1563). Allí se marcarían definitivamente, al menos en teoría, las pautas a seguir por todas las naciones católicas a partir de ese momento.

     Al igual que en los países protestantes, los soberanos católicos también pusieron un gran empeño en eliminar la herejía en sus dominios y, ya sea por purismo religioso o por consideraciones prácticas, se convencieron de la necesidad de volver a unificar la Iglesia de Occidente. Después de todo, a pesar de las ocasionales disputas, había sido precisamente esa unidad religiosa la que había servido de columna vertebral de la sociedad europea durante siglos y no estaban dispuestos a renunciar a ella fácilmente. Aparte de eso, no parecía tener fin la capacidad del Protestantismo para subdividirse en múltiples sectas. Muchos soberanos católicos, por lo tanto, consideraban al Protestantismo demasiado imprevisible y caótico como para que resultase deseable. Para este grupo de soberanos, en definitiva, sería la uniformidad y conformidad religiosa lo que primaría sobre cualquier otra consideración. Hasta cierto punto, por otro lado, era natural que estos príncipes leales a Roma considerasen que la libertad que reivindicaban los protestantes para interpretar las Sagradas Escrituras pudiese llegar con el tiempo a trasladarse a la vida política. Si la gente era independiente en algo tan importante como la religión, entonces no había verdaderas garantías de que no pudiese llegar a tener ideas propias o, incluso, revolucionarias en lo referente a la forma de regir una nación. Eso, al menos potencialmente, podía llegar a poner en peligro los derechos divinos que ellos consideraban que tenían e, incluso, sus propias vidas.

     Con mucho, la región europea que sufrió más de cerca las consecuencias de las convulsiones religiosas del momento fue la Europa de lengua y cultura alemanas. El Sacro Imperio Romano-Germánico, era en aquel entonces un conglomerado de innumerables territorios semiautónomos de todo tipo, principalmente germánicos aunque no exclusivamente, que se sometían, al menos en teoría, a la autoridad del Emperador. Este era elegido en una Asamblea Imperial (Reichstag) en la que sólo votaban los soberanos (los Electores) de los siete territorios que tenían el tradicional derecho a hacerlo. Desde antiguo, gracias a su peso específico dentro del Imperio, la dignidad imperial había recaído en la familia de los Habsburgo y eso provocaba no pocos recelos y envidias por parte de las otras casas reales del Imperio. Cuando la Reforma empezó a dar sus primeros pasos, en tiempos de Carlos V, se hicieron unos tímidos intentos de reconciliación. Sin embargo, la voluntad de diálogo se olvidaría muy pronto y ambas facciones religiosas se prepararon para una lucha sin cuartel.

     Carlos V, después de sus infructuosos intentos de contener la Reforma sin violencia, asumió como objetivo principal de su reinado el recuperar la unidad religiosa dentro del Sacro Imperio y para ello utilizó todos los medios a su disposición. A partir de ese momento y hasta bien entrado el siglo XVII, aunque con periodos de relativa calma debido principalmente al agotamiento de los combatientes, casi todas las diferencias religiosas se llevarían al campo de batalla, y sería allí precisamente donde se marcarían las divisiones confesionales del Occidente europeo para el futuro.

     A pesar de su denodado esfuerzo, sin embargo, Carlos V no consiguió lo que se proponía y hacia el final de su vida el Protestantismo ya estaba firmemente establecido en suelo alemán. Carlos V, cansado de luchar, abdicaría en 1555 de todos sus títulos aunque, en la práctica, ya había traspasado desde hacía bastantes años casi todas las responsabilidades del gobierno de sus posesiones alemanas a su hermano Fernando. Con la Paz de Augsburgo de 1555 Fernando intentó poner freno a las guerras de religión dentro del Imperio. Los acuerdos más importantes que se alcanzaron en aquel entonces giraban en torno a dos principios básicos. El principal se conocería como cuius regio, eius religio y básicamente consistía en que cada soberano tenía derecho a imponer en sus territorios el Catolicismo o el Luteranismo, las dos vertientes del Cristianismo con mayor implantación en ese momento en el Occidente europeo. Sólo había unas cuantas excepciones a esta regla, al menos en teoría, que tenían que ver con los territorios bajo jurisdicción eclesiástica (reservatum ecclesiasticum) y con el derecho a la libertad de culto en las ciudades libres del Imperio. Este arreglo, por supuesto, calmaba las cosas de momento pero no solucionaba los problemas de fondo. Por lo tanto, como era fácil de suponer, a lo largo de los años se dieron numerosos abusos e incumplimientos de lo pactado y muy pronto los calvinistas, excluidos del acuerdo de 1555, empezaron a causar problemas. En ese sentido, las cosas se complicaron aún más cuando una serie de territorios importantes dentro del Imperio empezaron a adoptar el Calvinismo como religión oficial y de forma conscientemente intentaron hacer saltar por los aires los acuerdos de Augsburgo. De todos estos territorios, el más beligerante fue el Palatinado (8). Este Estado no era de los más grandes ni populosos, pero desde antiguo su Conde tenía derecho a votar en la elección del Emperador y, además, la persona que llevaba el título de Conde Elector del Palatinado generalmente gozaba de mucho prestigio dentro y fuera de Alemania. El Conde Elector del Palatinado, se encontraba, de hecho, entre el grupo de dirigentes responsables de la creación en 1608 de la Unión Evangélica. Esta alianza era, en principio, de carácter defensivo y logró aglutinar a buena parte de los Estados alemanes de confesión calvinista. Poco después de su creación, sin embargo, la Unión buscó conexiones fuera de Alemania. La Inglaterra de Jacobo I sería la primera nación fuera del Imperio en llegar a un acuerdo de mutua asistencia con la Unión. El tratado con Inglaterra de 1612 que acabo de mencionar culminaría en la boda en 1613 del entonces Conde Elector Palatino, Federico V, e Isabel, hija de Jacobo I de Inglaterra. Por otro lado, las Siete Provincias Unidas, germen de lo que ahora conocemos como Holanda, en parte por instigación de Jacobo, también llegarían a acuerdos al año siguiente. Como respuesta a la Unión Evangélica, el Duque Maximiliano de Baviera crearía, por su parte, una Liga Católica en 1609. En cualquier caso, ninguna de las dos alianzas mencionadas estaba muy conjuntada ni pretendía tener un carácter permanente. Cada uno de sus miembros tenía sus propios motivos para entrar en ellas y también sus propios motivos para salirse de ellas cuando lo consideraba oportuno. Sin embargo, la creación de las dos asociaciones defensivas es, en cualquier caso, muy significativa del proceso de escalada de la tensión que acabaría por desembocar en la Guerra de los Treinta Años.

     Toda la tensión que se había ido acumulando durante décadas finalmente explotó con los acontecimientos de Bohemia. Este territorio, aunque de población mayoritariamente eslava, pertenecía a la Casa de los Habsburgo y era un reino con derecho a voto en el Reichstag. Era, por lo tanto, una de las piezas clave que había logrado mantener a la Casa de Austria a la cabeza del Imperio. A lo largo de los años, sin embargo, los bohemios de fe protestante, que eran la mayoría, habían aprovechado la inestabilidad política en el Imperio para arrancar concesiones de tipo religioso del Emperador Rodolfo II y de su sucesor, su hermano Matías. La más importante de todas ellas fue la Carta de Majestad de 1609, que les concedía libertad prácticamente total para practicar su fe. Ni Matías ni Rodolfo estuvieron satisfechos con esa situación pero, en la práctica, no estaban en condiciones de hacer otra cosa. Las cosas empezarían a cambiar a partir de 1617, cuando el Archiduque Fernando de Estiria, sobrino del Emperador Matías, fuera nombrado, por un lado, heredero de los reinos de Bohemia y Hungría y, por otro lado, sucesor al puesto de Emperador. Fernando, que pronto asumió algunas responsabilidades de gobierno en Bohemia, a pesar de que en un primer momento había prometido mantener los derechos recogidos en la Carta de Majestad, empezó, casi desde el primer momento, a poner coto a las libertades religiosas de sus nuevos súbditos bohemios. Su objetivo final era claramente extirpar totalmente la herejía de Bohemia y, con el tiempo, de todo el Sacro Imperio Romano. Fernando se había educado en Baviera bajo la influencia de los jesuitas, en su momento considerados como los más activos defensores del Catolicismo, y no estaba dispuesto a admitir la diversidad religiosa en ninguna de sus posesiones (9). Esta voluntad había quedado ya patente en sus territorios austriacos, donde la política de recatolización forzosa de la población había tenido un gran éxito (10). Los ataques a los derechos recogidos en la Carta de Majestad se sucederían hasta que en 1618 los bohemios, encabezados por su nobleza, finalmente se rebelaron. Uno de los sucesos más peculiares de esos momentos es conocido como la defenestración de Praga, ocurrida en mayo de 1618. Con ese nombre se conoce al intento de asesinato de los más altos representantes de Fernando en Bohemia. Según se dice, un grupo de incontrolados, dirigidos por el Conde Thurn, arrojó a los representantes imperiales por una ventana del Castillo de Praga. Aunque la sala desde la que les lanzaron estaba a una altura considerable, milagrosamente, los hombres de Fernando lograron salvar la vida. En realidad, por otro lado, todo el milagro se redujo a que estos hombres cayeron sobre una pila de estiércol que amortiguó la caída. De todas formas, después de esto los acontecimientos se precipitaron. En un principio, los rebeldes bohemios y sus aliados llevaron la iniciativa en las operaciones militares que siguieron e, incluso, llegaron a sitiar Viena. Al poco tiempo, sin embargo, la manifiesta desorganización del ejército rebelde, junto con la falta de apoyo de las grandes potencias protestantes, obligó a los bohemios a ponerse a la defensiva. Fernando en ningún momento se echó atrás ante las dificultades y no se mostró dispuesto a aceptar nada que no fuese la victoria completa. Desde el primer momento, Fernando pidió auxilio militar de sus familiares más cercanos. Los Habsburgo de Madrid y Bruselas, aunque tenían graves asuntos propios de que ocuparse, mandaron toda la ayuda que les fue posible. En 1619 ya parecía imposible llegar a un acuerdo y los bohemios decidieron dar un salto adelante. Destituyeron a Fernando como Rey y ofrecieron el cargo a Federico V, Conde Elector del Palatinado. El Alto Palatinado hacía frontera con Bohemia y, además, Federico V era uno de los soberanos del Imperio que más simpatía había mostrado por su causa. Aparte de eso, Federico tenía un buen número de conexiones dentro y fuera de Alemania y contaba, además, con la ayuda de las tropas mercenarias del Conde Ernest von Mansfeld. Llevado por su sincera convicción religiosa y por unos desmedidos sueños de grandeza, el Elector Palatino, después de dudarlo un tiempo, aceptó la corona. Esto provocó de inmediato la vigorosa reacción de Fernando y de todas las grandes potencias católicas con intereses en la zona. Paradójicamente, la coronación de Fernando como Emperador, celebrada después de la muerte de su tío, y la designación definitiva de Federico como nuevo Rey de Bohemia sólo estuvieron separadas por dos días de diferencia. El primer acontecimiento ocurrió el 18 de agosto (28 de agosto del calendario español) de 1619 y el segundo el 16 de agosto (26 de agosto) de 1619 respectivamente (las fechas entre paréntesis corresponden al calendario gregoriano, vigente en España desde 1582 hasta la actualidad. Las otras fechas corresponden al calendario juliano, vigente durante el momento histórico de que hablamos en muchos países protestantes, incluida Inglaterra) (11).

     España y Baviera, en particular, serían los principales apoyos de Fernando durante la guerra que se desencadenó. Maximiliano de Baviera asumió gran parte del peso de las operaciones militares, pero sólo a cambio de la posibilidad de substanciales ganancias territoriales a costa de los territorios rebeldes y de la promesa de Fernando de que, en el futuro, serían los señores de Baviera, y no los del Palatinado, los que ostentarían la dignidad electoral. Esto último, por supuesto, se mantuvo en secreto todo el tiempo que se pudo (12). España, por su lado, difícilmente podía negarse a ayudar al Emperador. Por un lado estaba la lealtad a la Casa de Austria y por otro la necesidad de defender sus propios intereses militares y estratégicos en la zona (13). Por suerte para las fuerzas católicas, muchas de las grandes potencias protestantes y la católica Francia no aprobaron la actuación de Federico y, de momento, se mantuvieron más o menos al margen. Incluso se dio el caso de que el Elector de Sajonia, un luterano, se mantuvo al lado del Emperador en las primeras fases de la guerra. En la práctica, Federico se encontraba sólo y no pudo resistir el ataque conjunto de las tropas católicas y sajonas.

     A mediados de 1620, tropas españolas al mando de Ambrosio Espínola invadieron el territorio del Bajo Palatinado mientras el Emperador y Maximiliano de Baviera se ocupaban de recuperar Bohemia y, seguidamente, de conquistar el Alto Palatinado. En la batalla de la Montaña Blanca del 29 de octubre de 1620 (8 de noviembre del calendario español), las tropas rebeldes de Bohemia y de sus aliados fueron prácticamente aniquiladas y Federico tuvo que marchar al exilio, de donde nunca regresaría.

     Puede que las cosas se hubiesen quedado así si en 1623 el Emperador no hubiera tenido que cumplir sus compromisos con Maximiliano. Pero, cuando Federico fue finalmente despojado de sus posesiones y de sus títulos, toda la Europa protestante sintió que había llegado el momento de actuar militarmente. Eran conscientes de que, si permitían algo así, la Asamblea Imperial estaría definitivamente en manos de los católicos y que otros territorios protestantes podrían seguir la suerte del Palatinado. A partir de ese momento, el conflicto rebasó las fronteras del Imperio y afectó a casi toda Europa de una forma u otra. La guerra seguiría hasta la Paz de Westfalia de 1648 que, entre otras cosas, ratificaría el fin de España como potencia de primer orden.



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España y sus relaciones con Europa hasta el comienzo de la Guerra de los Treinta Años

     Durante el reinado de Isabel y Fernando, el ámbito de actuación de la Corona española había sido mucho más restringido de lo que sería luego con los Austrias. América, el Mediterráneo occidental y los países costeros del Atlántico más cercanos a España constituían los principales focos de atención de los Reyes Católicos.

     En la práctica, en esa época, el interés de los españoles por Europa se centraba, casi exclusivamente, en aquellas regiones donde España tenía intereses comerciales o políticos directos. Los Países Bajos fueron claramente uno de esos sitios. Tradicionalmente, gran parte de la actividad comercial de Castilla había girado en torno a Amberes y, por lo tanto, los lazos con los Países Bajos eran muy fuertes. Italia, por otro lado, sería también importante a la hora de determinar el signo de la política exterior de los Reyes Católicos. A través de Aragón, una buena cantidad de territorios italianos habían pasado a formar parte de la Corona española y, en consecuencia, España se vio obligada a intervenir allí militarmente con frecuencia. De hecho, la rivalidad con Francia a causa de los asuntos de Italia llevaría a las dos naciones a la guerra en numerosas ocasiones y sería el origen de la profunda enemistad franco-española durante la mayor parte de los siglos XVI y XVII. Precisamente fue la idea de neutralizar a Francia la que llevó a los Reyes Católicos a seguir una política matrimonial que, debido a la inoportuna muerte de su heredero varón, cambiaría la historia de España para siempre.

     Con la muerte prematura de Juan, hijo de los Reyes Católicos, España y sus colonias pasarían a Carlos, miembro de la Casa de Austria y futuro Emperador del Sacro Imperio. A partir de ese momento, España se vería envuelta en la defensa de los intereses dinásticos de los Habsburgo y en la lucha para exterminar el Protestantismo de Alemania.

     El cambio de dinastía y de rumbo político, sin embargo, no fue aceptado de inmediato por todos los españoles. El levantamiento de los Comuneros contra Carlos es muy significativo de la repulsa de una parte de la población hacia una dinastía que se vio, al menos al principio, como fundamentalmente extranjera y perjudicial para los intereses de España. Finalmente, sin embargo, las rebeliones se sofocaron y los Habsburgo empezaron a dar señales de que se estaban aclimatando a España. Según pasaba el tiempo, de todas formas, la mayor parte de los españoles se fue identificando con su Casa Real y, a pesar de las dificultades, aprendieron a asumir los objetivos e ideales de sus soberanos como algo propio. Esto fue especialmente sencillo en el tema de la defensa de la Iglesia Católica. Al fin y al cabo, la Reconquista y la cristianización del Nuevo Mundo habían dejado en la Península Ibérica una especie de espíritu de cruzada. Ahora, sin embargo, el enemigo sería la herejía en el continente europeo. La mayor parte de los españoles, incluso, llegaron a estar convencidos de que España era la nación elegida por Dios para defender y extender la Iglesia Católica (14). España se convirtió, de esta forma, en el paladín de la causa católica en el continente y, por ese motivo, fue odiada y temida por todas las naciones protestantes. Para acabar de complicar las cosas, una gran parte de los europeos, católicos y protestantes por igual, estaban convencidos de que España aspiraba a conseguir el dominio absoluto sobre Europa y, de hecho, muchos lo creían posible si no se hacía algo al respecto (15).

     La tremenda potencia militar y el espectacular crecimiento de la España de los Austrias hacían que los temores que mencionamos parecieran estar plenamente justificados. Incluso después de que el Emperador Carlos V dividiera sus posesiones entre su hermano y su hijo, los Habsburgos españoles contaban todavía con recursos muy por encima de los otros Estados europeos. Los reyes de España podían disponer de las riquezas provenientes de América y eran soberanos, además, de los Países Bajos, del Franco-Condado y de una buena parte de Italia. En tiempos de Felipe II, el Imperio se vio aumentado, además, con la incorporación de Portugal y de sus extensas posesiones ultramarinas. En ojos de sus enemigos, en definitiva, la capacidad de engrandecimiento del Imperio Español parecía inacabable.

     El Imperio Español, sin embargo, no tenía tanta fuerza como parecía a simple vista. Había factores de todo tipo que minaban su poderío y que, con el paso del tiempo, provocarían su caída definitiva como superpotencia.

     Por un lado, a pesar del oro americano, España seguía siendo un país pobre con una economía atrasada y dominada casi por completo por intereses extranjeros. El oro de América sólo llegaba a cubrir una parte de los ingentes gastos de una diplomacia y de un ejército que debían actuar a escala global y el resto debía conseguirse a través de los impuestos. Además, debido a la forma en que los Reyes Católicos habían configurado España, el reino de Castilla y América eran las únicas regiones que realmente aportaban algo a los gastos de la Monarquía. Los demás reinos peninsulares no disfrutaban de los privilegios de Castilla, pero, por otro lado, tenían la opción de refugiarse en sus derechos e instituciones tradicionales para evitar compartir de forma equitativa los gastos y responsabilidades. Las clases más humildes de Castilla, por lo tanto, tuvieron que sufrir una presión desmedida y en continuo aumento en lo referente al fisco y al número de hombres castellanos en edad militar que debían ser movilizados. Estos factores, junto con las dificultades comerciales provocadas por las continuas guerras, la inflación galopante y la falta de espíritu mercantil, acabaron por hundir la débil base de la economía española en general y de la castellana en particular. El cuadro de desolación se completó con la acusada pérdida de población a causa de la emigración a América, de las numerosas bajas en el ejército, de las catastróficas epidemias de fines del XVI y principios del XVII, y de la expulsión de los moriscos en 1609. En un país que desde siempre sufría de una crónica baja densidad de población, estas sangrías resultaron ruinosas.

     Por si eso fuera poco, el reinado de Felipe III fue catastrófico desde todos los puntos de vista. Felipe III era un hombre relativamente inteligente pero con dos obsesiones en la vida. Mientras que, con su casi obsesiva práctica de los ritos católicos, intentaba salvar su alma, al mismo tiempo se dedicaba con casi tanto interés a los placeres del cuerpo. El gobierno de España pasa durante su reinado por las manos de una serie de validos (o privados) totalmente desaprensivos y dedicados casi exclusivamente a enriquecerse. El peor de todos ellos, con diferencia, fue el Duque de Lerma, pero no sería el único. En parte por el agotamiento de la nación y en parte por el deseo de Lerma de tener completamente controlado al Rey, España busca la paz desesperadamente, incluso a costa de concesiones perjudiciales y humillantes, y, en consecuencia, el prestigio de la Monarquía Hispánica desciende notablemente (16).

      El sucesor de Felipe III, Felipe IV, a pesar de tener alguno de los defectos de su padre, fue un hombre, en general, más capaz y preocupado por las tareas de gobierno. Al igual que su padre, tuvo tendencia a dejar gran parte de sus responsabilidades en manos de validos, aunque, por otro lado, durante su reinado los validos serían hombres mucho más honrados y capaces que los de Felipe III. Un poco como reacción a la catastrófica política exterior de Felipe III, el comienzo del reinado de Felipe IV se caracteriza por una política mucho más agresiva e intervencionista en el exterior. Se intentaría por todos los medios recuperar el prestigio perdido y, de ser posible, parte del terreno que España y las naciones católicas en general habían cedido en las últimas décadas. Los resultados iniciales parecen buenos, pero pronto queda claro, sin embargo, que las fuerzas de España se agotan rápidamente y que la misión que España se ha autoimpuesto está muy por encima de sus posibilidades reales. Puesto que la búsqueda del éxito en lo referente a la política exterior se había puesto por delante de cualquier otra consideración, la miseria se extendió por toda España como una mancha de aceite.

     Las dificultades de España no acababan ahí. También había problemas importantes desde el punto de vista militar que amenazaban, con el tiempo, con socavar el poderío de los ejércitos españoles. El Imperio Español sufría desde siempre de una crónica falta de cohesión interna. Los territorios de la Corona estaban muy separados unos de otros y eran muy vulnerables a ataques por tierra o por mar. Por otro lado, mientras que los tercios españoles obtenían grandes victorias en tierra, la armada española era claramente insuficiente para poder cubrir las necesidades defensivas de un Imperio formado por territorios muy separados entre sí. Esta debilidad había quedado ya patente después de los exitosos ataques ingleses a la costa española desde tiempos de Felipe II. Ya en tiempos de Felipe IV todavía se dejaba notar esta carencia, por ejemplo, en la incapacidad de las fuerzas españolas para defender las costas del levante español de los constantes ataques piratas procedentes del norte de Africa. Por si eso fuera poco, algunos de los mayores enemigos de España, Inglaterra y Holanda en particular, también eran las mayores potencias marítimas de Europa y no cesaban de atacar los intereses coloniales españoles y portugueses.

     Era precisamente esa debilidad naval la que obligaba a España a sostener, a costa de grandes esfuerzos, una serie de territorios a medio camino entre las posesiones italianas y las de los Países Bajos. España, sencillamente, no podía confiar exclusivamente en la ruta del Canal de la Mancha porque estaba plagada de enemigos y porque no había una flota capaz de ponerlos a raya (17). El llamado camino español, por lo tanto, era fundamental para garantizar los movimientos de tropas y de dinero necesarios para sostener las operaciones militares en Europa. Por otro lado, este corredor militar español pasaba muy cerca de Francia y, salvo en los momentos en que sus conflictos internos los tenían ocupados, los franceses siempre estaban buscando la manera de privar a España de esos estratégicos territorios.

     Por otro lado, no todos los súbditos del Rey de España estaban satisfechos de serlo. La intransigencia y hostilidad de España hacia otras confesiones religiosas, especialmente durante el reinado de Felipe II, y el surgimiento de los primeros sentimientos nacionalistas habían creado el perfecto caldo de cultivo para la rebelión. Este fue claramente el caso de las provincias de fe protestante en los Países Bajos. La rebelión holandesa fue, con mucho, el problema más grave para España durante los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV. Por otro lado, el tremendo esfuerzo que España tuvo que hacer durante décadas en hombres y dinero no se vería compensado al final por el éxito. En realidad, a pesar de importantes victorias en el campo de batalla, España se iba desgastando progresivamente mientras que Holanda tomaba más y más fuerza.

     El conflicto holandés condicionó en gran medida la política exterior de los Habsburgo españoles durante décadas y está en el trasfondo de la participación de España en la Guerra de los Treinta Años (1618-48). Como sabemos, el detonante de la crisis fue la rebelión popular en Bohemia contra los legítimos soberanos de la Casa de los Habsburgo. Bohemia nunca había sido una zona de atención preferente para España, pero se hizo imprescindible participar en el conflicto porque España necesitaba imperativamente la colaboración de los Habsburgos austriacos para poder enfrentarse en mejores condiciones a la previsible reanudación de las hostilidades con Holanda al finalizar oficialmente la Tregua de los Doce Años (1609-21). Felipe IV, bajo la influencia del enérgico Conde Duque de Olivares, había decidido acabar, de una vez por todas, con la rebelión de Holanda y con la política de paz a ultranza de Felipe III, que sólo parecía haber favorecido los intereses militares y económicos de los enemigos de España. Esta vez, sin embargo, España ya había dejado atrás la pretensión de exterminar el Protestantismo de Holanda. Ahora sólo se deseaba recuperar, dentro de lo posible, el maltrecho prestigio en el exterior y proteger los intereses territoriales y económicos de la Corona (18).

     La participación española en la Guerra de los Treinta Años se haría incluso más necesaria cuando el conflicto alcanzó al Palatinado. Una parte del territorio del Palatinado estaba cerca de Holanda y del imprescindible camino español y eso ponía en peligro todos los planes españoles con respecto a los Países Bajos. En 1620, tropas españolas bajo la autoridad del Emperador ocuparían el estratégico Bajo Palatinado. Poco después, la reanudación de la guerra con Holanda sería una realidad y ambos conflictos se entremezclarían definitivamente.

     Un elemento de consideración importante para los soberanos españoles durante todo ese tiempo fue la actitud de Inglaterra hacia España. Durante el reinado de Isabel I, Inglaterra hizo todo lo posible por perjudicar los intereses de España en Europa y en América. La Armada Invencible fue, de hecho, un intento desesperado de neutralizar a los ingleses y cortar la ayuda que mandaban a los rebeldes holandeses. Una vez recuperados del tremendo susto, los ingleses intensificaron sus ataques a los intereses hispanos en cualquier sitio que pudieron encontrarlos. A la muerte de Isabel, sin embargo, el nuevo Rey, Jacobo, puso fin a la guerra e intentó tener buenas relaciones con España. Por fin, después de muchos años, había una oportunidad para la paz entre España e Inglaterra.



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La Inglaterra de Jacobo I y sus relaciones internacionales

     Al morir Isabel I sin descendencia en 1603, la Corona de Inglaterra pasaría a Jacobo Estuardo, Rey de Escocia. Cuando Jacobo accedió al trono de Inglaterra, ya tenía tras de sí una importante experiencia de gobierno y el pueblo inglés en general, a pesar de la tradicional rivalidad con Escocia, tenía grandes expectativas para su reinado.

     Jacobo, en principio, parecía tener todas las cualidades necesarias para desempeñar con éxito el cargo. No sólo era un devoto calvinista sino que, además, había demostrado tener amplios conocimientos sobre teología y una notable tolerancia y flexibilidad en asuntos religiosos. Por otro lado, era un hombre que, según se demostraba en sus escritos, tenía un elevado concepto sobre las obligaciones y prerrogativas de un soberano. En pocas palabras, parecía un buen candidato para dirigir los destinos de la nación europea que más se había destacado en la defensa del Protestantismo en Europa.

     El reinado de Jacobo, sin embargo, supondría una gran decepción para casi todo el mundo. El Jacobo real resultó estar muy lejos de los ideales que decía defender. Odiaba dedicar tiempo a los asuntos de gobierno menores, pero, por otro lado, se negaba sistemáticamente a dejarlos en manos de personas competentes (19). Consecuentemente, la maquinaria de gobierno durante el reinado de Jacobo fue, salvo honrosas excepciones, muy ineficiente y estuvo plagada de una corrupción generalizada (20). Por otro lado, había asuntos de gobierno que Jacobo consideraba que, como soberano, le pertenecían en exclusividad a él y se molestaba mucho cuando alguien expresaba opiniones contrarias a las suyas con respecto a estos temas. En ese sentido, en numerosas ocasiones durante su reinado, consideró oportuno castigar a parlamentarios, predicadores o cortesanos que habían criticado abiertamente su política. Por cosas como ésta, sus relaciones con el Parlamento inglés se fueron haciendo cada vez más problemáticas y, por lo tanto, Jacobo evitaba convocarlos todo lo posible.

     Jacobo odiaba a muerte que en el Parlamento se discutiera de asuntos de alta política. Consecuentemente, los miembros del Parlamento inglés, que desde hacía mucho tiempo estaban muy acostumbrados a ser consultados sobre asuntos de la mayor trascendencia, estaban muy decepcionados con el Rey (21). El Parlamento, en consecuencia, se negó sistemáticamente a conceder a Jacobo los fondos necesarios para poder hacer frente de forma adecuada a los gastos de la Casa Real y de la política exterior. Durante la mayor parte de su reinado, Jacobo sufrió de una continua falta de dinero y se tuvo que conformar con cubrir sus gastos con los ingresos que le proporcionaban las tierras reales y los derechos de aduana, que, por suerte para él, escapaban al control directo del Parlamento. En cierto sentido, la política de paz de Jacobo sería una consecuencia directa de su incapacidad de poder pagar operaciones militares de importancia en el exterior (22).

     Durante los años al frente de Inglaterra, Jacobo siguió una serie de políticas que no reflejaban en absoluto los deseos de la inmensa mayoría de los ingleses. Por otro lado, tampoco parecía que le importase excesivamente lo que opinase el pueblo y no creía necesario explicar los motivos por los que hacía las cosas. Jacobo parecía ignorar las opiniones del Parlamento y con frecuencia se dejaba guiar por favoritos e, incluso, por el embajador español. Hasta 1618, la familia Howard, de tendencias pro católicas y pro españolas, dominó la Corte. Estos, sin embargo, serían finalmente eclipsados por George Villiers, futuro Duque de Buckingham, que se convertiría en el último y más influyente de todos los favoritos de Jacobo. La mayor parte de los ingleses, visceralmente antiespañoles y anticatólicos, odiaban profundamente a todas estas personas y creían que eran ellas las responsables del progresivo alejamiento del Rey de su pueblo. La frustración era generalizada, pero donde era más evidente era en los sermones y escritos de los pastores puritanos. El más radical e influyente de todos ellos fue Thomas Scott, que publicó una serie de panfletos propagandísticos muy conocidos (23).

     Otra de las constantes obsesiones de Jacobo era la de mantener la paz dentro y fuera de Inglaterra, y su máximo sueño era convertirse en el mediador al que todas las naciones europeas acudirían para solucionar sus problemas de forma pacífica. Como parte de su programa de paz, Jacobo mandaba con frecuencia embajadores extraordinarios por toda Europa para que sirviesen de mediadores en los conflictos. También, dentro de lo posible, trataba de forma amistosa con las potencias católicas, y en casa, a pesar de una fuerte oposición, trataba a los católicos, al menos a los seglares, con cierta suavidad, al menos si hemos de compararlo a la forma en que se trataba en otras partes la inconformidad religiosa en esa época. El problema era que el signo de los tiempos no iba por el camino de la paz y que su reticencia a tomar decisiones enérgicas cuando era necesario perjudicaba gravemente los intereses y el prestigio de Inglaterra en el exterior. La gran mayoría de sus súbditos ingleses y escoceses veían con angustia cómo la causa protestante estaba en peligro grave en Europa y se lamentaban de no poder participar en la lucha para erradicar el Catolicismo definitivamente. Como he mencionado con anterioridad, muchos protestantes, no sólo los ingleses, estaban convencidos de que era en su tiempo que se estaba desarrollando la lucha final contra el Anticristo y sus aliados. El Catolicismo, en ese sentido, se identificaba, en su opinión, con las fuerzas del mal y del diablo (24).

     Durante todo su reinado, Jacobo también tuvo que hacer frente a la difícil situación religiosa que había heredado de sus antecesores en el trono inglés. Desde tiempos de Enrique VIII, salvo durante el reinado de María Tudor, los soberanos ingleses se habían marcado el objetivo de crear una Iglesia nacional que respondiese a los deseos y necesidades de los ingleses. El proceso no fue fácil, pero, al final del reinado de Isabel I, parecía que se había llegado, al menos de momento, a una situación más o menos estable. Isabel había optado por una Iglesia de inspiración calvinista, pero que, en la práctica, conservaba algunos elementos de la antigua Iglesia Católica. Con la idea de evitar conflictos religiosos internos, había decidido imponer una cierta uniformidad religiosa en Inglaterra y, para ello, había considerado necesario mantener a los obispos y arzobispos. La inmensa mayoría de los ingleses aceptaron esta situación y asumieron con orgullo la defensa de la fe protestante en Europa. Para Jacobo, que no entendía que pudiese ser posible para un rey dirigir la Iglesia sin obispos, esa situación era adecuada. Sin embargo, una parte minoritaria, pero influyente, de los protestantes ingleses estaba obsesionada con la idea de continuar con la reforma de la Iglesia hasta la total eliminación de todos los vestigios católicos. Asimismo, pretendían que la vida de todos los ingleses se guiase en todo momento por las enseñanzas de la Biblia, al menos según ellos la entendían (25). Jacobo siempre había odiado cualquier tipo de extremismo religioso y, al igual que Isabel I en sus últimos años de vida, reconoció el peligro que el integrismo e intransigencia de los puritanos suponía para la paz interna de la nación. A pesar de los choques con Jacobo, casi todos los puritanos, al menos formalmente, se mantuvieron durante su reinado dentro del marco de la Iglesia Anglicana e intentaron evitar la confrontación abierta con el Rey (26). Para llegar a un punto de no retorno todavía habría que esperar hasta los tiempos de la Revolución Inglesa durante el reinado del sucesor de Jacobo, Carlos I.

     Por otro lado, todavía quedaban en la Inglaterra del siglo XVII minorías católicas, especialmente entre las familias de extracción noble (27). Sin embargo, su capacidad de poner en peligro el Protestantismo en Inglaterra, a pesar de lo que se pensaba en España, iba disminuyendo progresivamente. Un buen número de ellos se fue acomodando a la situación e intentó continuar con su fe sin llamar demasiado la atención (28). A pesar de eso, todos los protestantes ingleses, puritanos o no, odiaban a los católicos y eran partidarios de imponer fuertes medidas represivas contra ellos.

     Una buena parte de los ingleses, particularmente los puritanos, estaban convencidos de que los católicos pretendían acabar con las libertades civiles y religiosas de los ingleses, y que los católicos eran aliados de España y de Roma y, por lo tanto, agentes del diablo (29). De otra parte, si el miedo al católico común era muy acentuado, con lo que respecta a los jesuitas este miedo se convertía en una verdadera paranoia.

     Jacobo, por su parte, no tenía graves problemas con el Catolicismo moderado y discreto, y su deseo hubiera sido incorporar a los católicos, dentro de lo posible, en el seno de la Iglesia de Inglaterra. La oposición protestante, por un lado, y algunos intentos de complot de un reducido grupo de extremistas católicos, por otro, le impidieron hacerlo (30).

     En cualquier caso, ya sea por su deseo de negociar con España o por su miedo a causar represalias contra los protestantes en el exterior, la actitud de Jacobo hacia los católicos fue bastante moderada durante casi todo su reinado (31). En particular durante los años en que se consideró la posibilidad de conseguir una princesa española para el Príncipe de Gales, la situación de los católicos ingleses mejoró considerablemente. Sólo ocasionalmente, con motivo de algún complot, real o imaginario, la actitud de Jacobo hacia los católicos se endurecía. Estas ocasiones, sin embargo, no eran numerosas y Jacobo no solía tardar mucho en volver a sus políticas habituales (32).

En consecuencia, la relativa libertad de acción que los católicos disfrutaron durante esos años aumentó el odio y la inquietud de los protestantes ingleses, que temían que los católicos intentasen hacer volver a Inglaterra al Catolicismo. Ese odio visceral era particularmente acusado dentro de las filas del Puritanismo, y el panfletista Thomas Scott es un buen ejemplo de ello.

     Es en este contexto lleno de tensión que se producen las largas negociaciones de matrimonio entre las Casas Reales de Inglaterra y de España. De hecho, los intentos de acercamiento a la Corona Hispana eran muy impopulares entre los ingleses y siguieron adelante solamente por la voluntad de Jacobo.

     Una vez revisado el contexto histórico del momento, voy a pasar, a continuación, a comentar las distintas fases por las que pasaron las largas y difíciles negociaciones para la unión dinástica entre España e Inglaterra.



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Circunstancias previas a la visita real: Negociaciones entre España e Inglaterra

     Con el Tratado de Londres de 1604 se puso fin a una larga y costosa guerra entre España e Inglaterra que hacía mucho tiempo había dejado de ser provechosa para cualquiera de los dos gobiernos (33). Sin embargo, para que la paz fuera posible, primero fue necesario que los intransigentes y belicosos Felipe II (muerto en 1598) e Isabel I (muerta en 1603) dejaran paso a soberanos más dialogantes.

     El nuevo Rey de Inglaterra, Jacobo, era un amante de la paz y, como Rey de Escocia, no tenía ninguna cuenta pendiente con España. Consecuentemente, Jacobo estaba muy dispuesto a firmar la paz y, aprovechándose de la política de paz a ultranza de Felipe III, arrancar unos términos de paz favorables para Inglaterra (34). A pesar de todo, las heridas recibidas durante los largos años de guerra estaban todavía muy recientes y muchos ingleses hubieran preferido seguir luchando contra España. Aparte de la obligación moral de defender la fe protestante en el continente y del recuerdo de la Armada Invencible, entre el pueblo inglés estaba bastante extendida la idea de que la guerra contra España (en tiempos de Isabel I) había sido provechosa para la economía y para el prestigio de la nación (35).

     Aunque no tan claramente como en el caso de Inglaterra, tampoco era unánime el deseo de los españoles por acabar con esa guerra (36). Sin embargo, el agotamiento de España y la política pacifista del Duque de Lerma, valido de Felipe III, hicieron inevitable buscar el armisticio.

     Con la paz se restablecieron las relaciones diplomáticas y a los pocos años se empezó a comentar la posibilidad de una boda entre el entonces Príncipe de Gales, Enrique, y la Infanta Ana, hija de Felipe III. Por largo tiempo las negociaciones se limitaron a contactos muy esporádicos y ninguna de las dos partes parecía creer realmente que fuese posible un matrimonio que rompiese las barreras religiosas.

     Es sólo hacia 1611 que las dos partes parecen empezar a considerar más en serio, al menos aparentemente, la posibilidad de una boda entre Ana y Enrique. Los españoles son los que dan el primer paso. A través de su embajador en Londres, hacen saber a Jacobo que tienen interés en hablar del tema y dejan caer que están dispuestos a ser flexibles en el tema de la diferencia de religión. En realidad, el gobierno de Madrid no tenía verdadero interés en casar a la Infanta Ana en Inglaterra y sólo intentaba usar las conversaciones para bloquear diplomáticamente a Inglaterra en Europa (37). Sin embargo, Jacobo, a pesar de las dificultades que se preveían, tenía mucho interés en una unión con España y dio instrucciones a su embajador permanente en Madrid en aquel entonces, John Digby, para que comenzara de forma oficial las negociaciones de matrimonio. El problema es que, para cuando Digby recibió sus nuevas instrucciones, las circunstancias políticas habían cambiado radicalmente y en Madrid ya no interesaba el tema. Durante un tiempo, por lo tanto, los españoles se limitan a dar largas a Digby, pero finalmente tienen que confesarlo todo. Resulta que, durante esos meses, habían estado negociando de forma secreta con los franceses y ya tenían prácticamente comprometida a la Infanta Ana con Luis, heredero de la corona francesa. Además, como contrapartida, los franceses habían accedido a que Isabel, hermana de Luis, fuera la esposa del Príncipe Felipe, futuro Felipe IV.

     Para intentar arreglar las cosas a última hora, los españoles echaron la culpa del supuesto malentendido a su embajador en Londres y ofrecieron a la Infanta María en lugar de Ana. Sin embargo, la Infanta era demasiado joven para el Príncipe Enrique y, además, los españoles insistían ahora en algo imposible: la conversión del Príncipe de Gales al Catolicismo. Jacobo, como es fácil de suponer, estaba realmente molesto y, de momento, no prestó la menor atención a esta oferta. Por otro lado, Jacobo no sólo se sentía humillado, sino que ahora tenía que enfrentarse a una peligrosa alianza entre España y Francia y, consecuentemente, movilizó a todo su cuerpo diplomático para deshacerla. Como consecuencia directa de todo esto, Inglaterra buscó el acercamiento a Francia y, en particular, una posible unión de las dos casas reales a costa de España. En definitiva, la primera fase de las negociaciones entre España e Inglaterra se había saldado con un tremendo fracaso y las perspectivas para el futuro no eran demasiado buenas.

     Durante los años que siguieron, las relaciones entre España e Inglaterra se fueron haciendo cada vez más tensas, entre otras cosas, a causa de los conflictos coloniales, del firme acercamiento de Jacobo a las otras potencias protestantes y del empeoramiento de la situación de los católicos ingleses e irlandeses (38). En el invierno de 1612-13, en particular, la tensión es tal que los ingleses empiezan a hacer preparativos para defenderse en caso de una esperada invasión española a gran escala que, por otro lado, nunca llegó a producirse.

     En 1613, sin embargo, llega a Londres el nuevo embajador español, don Diego Sarmiento de Acuña, y, al poco tiempo, se gana el respeto y la sincera amistad de Jacobo. El cambio de la política de Jacobo hacia España no fue inmediato, pero no cabe duda de que don Diego Sarmiento logró apaciguar una situación potencialmente explosiva (39). Con no poca habilidad, este embajador consiguió convencer a Jacobo de la necesidad de colaborar con España y dejar a Francia un poco de lado.

     En definitiva, se mire como se mire, la actuación de Gondomar, al menos al principio de su embajada, sólo puede considerarse como un éxito. De hecho, la excepcional influencia que don Diego, futuro Conde de Gondomar, llegó a tener sobre el Rey y parte de la Corte inglesa le convertiría en uno de los hombres más odiados (40) de la Inglaterra jacobina (41).

     La misión más importante encomendada a Gondomar antes de salir de Madrid fue la de reactivar las ya casi olvidadas negociaciones de matrimonio entre España e Inglaterra. Así los españoles querían intentar romper las conversaciones ya en curso para un posible matrimonio entre el Príncipe de Gales y una princesa francesa. Una alianza entre Francia e Inglaterra en aquel momento hubiera supuesto perder las ventajas que España esperaba obtener por el reciente matrimonio de la Infanta Ana con el futuro Luis XIII de Francia (42). En definitiva, todo el asunto no era más que un engaño y, en realidad, es muy posible que el propio Gondomar fuera a la vez víctima y ejecutor del mismo. Al fin y al cabo, no era infrecuente que los embajadores españoles del siglo XVII fueran los últimos en saber lo que realmente querían en Madrid.

     Parece, de todas formas, que Gondomar, a pesar de que era consciente de las dificultades de la misión que le habían encomendado, estaba realmente convencido de las potenciales ventajas de una unión entre España e Inglaterra. De hecho, durante los años que estuvo en Inglaterra, hizo todo lo posible para que Jacobo siguiese adelante con el proyecto de boda (43). En cualquier caso, Gondomar, al igual que el gobierno de Felipe III, era partidario de alargar las negociaciones lo más posible (44). Por otro lado, por lo que sabemos, este embajador hubiera sido contrario a un tratado matrimonial con Inglaterra de no darse, por un lado, substanciales ventajas para el Catolicismo (45) y, por otro, garantías suficientes para la protección de la fe de la Infanta María (46). En pocas palabras, en mi opinión, el embajador español quería sacar el mayor partido de la forzosa neutralidad inglesa durante unas negociaciones largas, pero, al contrario que el gobierno de Madrid, hubiera sido partidario de realizar la boda a su debido tiempo de darse las condiciones mínimas necesarias. En ese sentido, aunque no se puede decir que su actitud hacia los ingleses fuera plenamente honesta, creo que realmente pensaba que el objetivo final de sus tratos era que efectivamente se realizase la boda, aunque en el momento y con las condiciones convenientes para España (47). Por otro lado, sin embargo, no era a Gondomar a quien le correspondía la última palabra y, como simple embajador, no se le informaba nada más que de aquello que se consideraba necesario cuando se consideraba necesario. En realidad, el gobierno de Madrid no tenía deseos de que las negociaciones llegasen a buen puerto y, pasase lo que pasase, no tenían la menor intención de entregar una infanta a los ingleses.

     En 1614, en cualquier caso, Jacobo, animado por las promesas de Gondomar, manda de nuevo a John Digby a Madrid con instrucciones para que reactive las conversaciones. Digby ya había sido embajador permanente en Madrid y gozaba de un gran respeto allí. Este hombre era, de hecho, uno de los más hábiles y honestos embajadores con los que jamás contó Jacobo y, a pesar de que todo parece indicar que él personalmente hubiera preferido una esposa protestante para Carlos, una vez conocidos los deseos de su Rey, puso en todo momento todo su empeño en llevar adelante las negociaciones (48).

     En esta nueva misión, Digby centrará las conversaciones en torno a la Infanta María y a Carlos, nuevo heredero de la Corona inglesa a causa de la muerte de su hermano Enrique a finales de 1612.

Jacobo esperaba conseguir muchas cosas de este matrimonio. Después de la boda de su hija Isabel con el Conde Elector del Palatinado en 1613, Jacobo deseaba encontrar una buena esposa católica para su hijo. De esa forma esperaba compensar los efectos de la primera boda y aumentar sus posibilidades de convertirse en el mediador entre la Europa protestante y la católica. En realidad, siempre había querido una esposa católica para su heredero y durante años había estado dudando entre una princesa española, una francesa, una saboyana o una toscana (49).

     La Infanta, a pesar de lo difíciles y molestas que resultaban las negociaciones en Madrid, parecía la mejor candidata. El Rey de España era, según la opinión más generalizada, el soberano más poderoso del mundo y el líder indiscutible de la Europa católica. Por otro lado, España tenía un inmenso Imperio y no había que descartar la posibilidad de que, en el futuro, Inglaterra pudiese conseguir una parte (50). Jacobo, además, tenía graves problemas financieros por la resistencia del Parlamento a darle fondos y soñaba con obtener una buena dote junto con la Infanta María.

     Los dirigentes españoles, a pesar de haber sido otra vez los primeros en sugerirlas, reiniciaron estas conversaciones con mucho escepticismo y al poco tiempo, posiblemente sin el conocimiento de Gondomar, cambiaron de opinión (51). Sin embargo, Felipe III y sus consejeros se dieron cuenta pronto de que no era fácil romper los tratos otra vez sin ofender a Jacobo y lanzarle de nuevo en manos de los enemigos de España. El gobierno español, por lo tanto, decidió continuar las negociaciones y esperar acontecimientos. Por otro lado, siempre existía la posibilidad de ayudar a los católicos ingleses y, mientras se estuviese hablando, se evitaba que Inglaterra reiniciase los ataques a España y a sus intereses coloniales (52). Aparte de esto, los españoles no perdían del todo la esperanza de que una unión dinástica con Inglaterra, si es que al final se llevaba a cabo, pudiera servir con el tiempo para recuperar esa nación para el Catolicismo. Todos eran conscientes de la dificultad, pero tampoco podían olvidar el hecho de que en el pasado reciente Inglaterra ya había cambiado varias veces de religión oficial. Este había sido el caso, por ejemplo, durante los reinados de Enrique VIII, María Tudor e Isabel I (53).

     De todas formas, las dificultades para llegar a un acuerdo satisfactorio para las dos partes eran muchas y de nuevo las negociaciones de matrimonio se frenaron. Aparte de su propia resistencia a negociar con rapidez, en Madrid sabían que el Papa Paulo V se oponía al matrimonio y pondría muchas dificultades para conceder una dispensa.

     Por otro lado, a Felipe III, si tenemos en cuenta lo que le diría a su hijo justo antes de morir, tampoco le hubiese vuelto loco de alegría la idea de casar a una de sus hijas con un hereje y potencial enemigo de España. En realidad, Felipe III sólo hubiese llegado a permitir una boda si el Príncipe Carlos se hubiera convertido al Catolicismo (54). Además, pronto había quedado claro para los españoles que Jacobo era una persona muy inestable y que, además, tendría muchas dificultades para cumplir cualquier cosa en la que el Parlamento inglés tuviese que dar su consentimiento (55). En definitiva, en España habían llegado a la conclusión de que el asunto tenía más problemas que potenciales ventajas y se esperaba que el tiempo y los obstáculos que intencionadamente ponían en el camino de las negociaciones acabasen con los deseos de Jacobo de llevar adelante esa boda.

Jacobo, sin embargo, podía ser una persona muy obstinada y nunca quiso ver que no había verdadera voluntad de negociación por parte española. En este sentido, el entusiasmo de Gondomar por llevar adelante las negociaciones permitió que Jacobo continuase en su error y obviase todas las dificultades (56). Jacobo siguió presionando para conseguir ese matrimonio a pesar de que la mayor parte de los ingleses prefería una boda con una princesa protestante (57). De hecho, la perspectiva de que la madre del futuro Rey de Inglaterra fuese católica y, aún peor, española era algo bastante difícil de digerir por la mayoría de los ingleses, pero Jacobo consideraba que la decisión sobre el matrimonio de sus hijos le pertenecía exclusivamente a él. En realidad, ni siquiera creía que sus hijos tuvieran derecho a opinar sobre sus propios matrimonios.

     El proyecto de boda se haría incluso más impopular en Inglaterra cuando las tropas españolas participaron en 1620 en la conquista del Bajo Palatinado. El pueblo y Parlamento ingleses, en general, sentían simpatía por la causa de Federico y veían a España como la verdadera agresora (58). Mucha gente deseaba que el Rey declarase la guerra a España y se olvidase definitivamente de las negociaciones. En general, se pensaba que la mejor manera de ayudar la causa del Protestantismo y de Federico era mantener ocupada a España en una guerra naval y colonial. Pocos ingleses veían motivos para mandar grandes ejércitos al continente cuando se podía atacar al líder del Catolicismo de una forma mucho menos costosa y peligrosa. Además, la mayoría creían que el ataque a los intereses coloniales españoles era potencialmente mucho más lucrativo y que podría ser suficiente para cortar la principal fuente de financiación del esfuerzo de guerra católico (59).

     Jacobo, por su lado, también estaba muy molesto con la actuación de España en Alemania, pero todavía no había perdido la esperanza de conseguir la restitución del Palatinado por medios pacíficos. A pesar de todo, era necesario estar preparado, y Jacobo se vio obligado a convocar al Parlamento en enero de 1621 para que le concediese fondos para una posible guerra. De paso, Jacobo quería dar así un aviso a España sobre las consecuencias de una posible ruptura de las negociaciones (60).

     También a causa de lo que ocurría en el Palatinado, Carlos y Buckingham volvieron, al menos durante un tiempo, a estar a favor de la intervención directa en Europa y en contra de España (61).

     El Rey y su Parlamento, sin embargo, tenían ideas muy distintas sobre lo que había que hacer y, a principios de 1622, Jacobo, furioso por la actitud obstruccionista de los parlamentarios, clausuró el Parlamento sin haber obtenido lo que quería. A partir de ese momento, Jacobo puso todas sus esperanzas en España y ligó las negociaciones de matrimonio a la restitución del Palatinado y al mantenimiento de todos los títulos de su yerno Federico (62).

     Jacobo consideraba que Federico había actuado irresponsablemente al aceptar la Corona de Bohemia y, a pesar de los deseos de la mayoría de los ingleses, no tenía ninguna intención de ayudarle ahí. Donde sí consideraba imprescindible ayudarle era en lo referente al Palatinado. Esas tierras y el título de Elector eran suyos legítimamente y, por otro lado, era perfectamente consciente de la imperiosa necesidad de que el Protestantismo no perdiese unos territorios tan estratégicamente situados (63). Jacobo esperaba que, con la ayuda de España, las cosas volviesen, por lo menos, a la situación anterior al conflicto. Aparte de eso, la amistad del Rey de España podía ser útil en caso de problemas internos. Jacobo tenía un miedo casi patológico a ser víctima de una revuelta popular. Se dice, incluso, que, en cierto momento durante las negociaciones, llegó a pedir en secreto al Rey de España que se comprometiese a ayudarle militarmente en caso de que los puritanos ingleses, que estaban muy molestos por los tratos con España, se rebelaran contra él (64). También, en la opinión de Jacobo, podía ser útil la ayuda de España para controlar a los holandeses, a los que despreciaba por su rebeldía hacia su soberano legítimo y porque constantemente chocaban con los intereses comerciales ingleses (65).

     Por otro lado, a principios de 1621 se habían producido una serie de acontecimientos que animaron a Jacobo a seguir adelante con su antiguo plan. En España había un nuevo rey, Felipe IV, y en Roma había un nuevo Papa, Gregorio XV, aparentemente mucho más dispuesto a conceder la imprescindible dispensa (66). Por otro lado, el embajador español, que quería mantener a Inglaterra fuera de la guerra en Europa, le aseguraba que el Palatinado sería devuelto cuando se diesen las condiciones adecuadas. Jacobo le creyó. Al fin y al cabo, Jacobo sabía que España no podía estar interesada ni en una costosa y peligrosa guerra en el Imperio ni en el fortalecimiento de una persona tan poco amiga de España como Maximiliano de Baviera (67). Al menos, creía él, podía confiar en que España usase su influencia para evitar que Maximiliano se convirtiese en Elector usurpándole ese cargo a su yerno (68). En consecuencia, en 1622 John Digby fue enviado de nuevo a Madrid para que ayudase al entonces embajador permanente en España, Sir Walter Aston, a dar un impulso definitivo a las negociaciones.

     Los deseos de paz del nuevo Rey de España, Felipe IV, eran legítimos, pero Jacobo había sobrestimado el nivel de influencia de España sobre el Emperador Fernando II. Además de eso, la irresponsable actuación de Federico, por un lado, y los excesos cometidos por su ejército, básicamente compuesto por mercenarios a las órdenes del desaprensivo Mansfeld, habían convencido a todas las potencias católicas, incluida España, de que la salida negociada al conflicto era casi imposible. El Emperador, por otro lado, tenía graves compromisos con Maximiliano y cada vez creía menos en la paz (69). De hecho, finalmente, Fernando se decidió, a pesar de la resistencia por parte de España, a transferir de forma secreta el Electorado a Maximiliano (70). De todas formas, a pesar de lo que Jacobo pudiera suponer o desear, los españoles ni siquiera entonces llegaron a plantearse la posibilidad de entrar en conflicto abierto con el Emperador para mantener la amistad de Inglaterra. Además, no hay ningún motivo que nos haga suponer que Felipe IV no tenía intención de respetar uno de los últimos deseos de su padre: no dar a María a un hereje.

     Por otro lado, Esos no eran los únicos problemas que entorpecían el avance de las negociaciones de matrimonio. Para empezar, la Infanta también estaba absolutamente en contra de casarse con un hereje y, además, la dote que exigían los ingleses, que era imprescindible para liberar a Jacobo del control directo del Parlamento, era totalmente desorbitada (71).

     En estas circunstancias, el nuevo Rey de España, Felipe IV hubiera querido romper las negociaciones. Sin embargo, ya parecía imposible hacerlo sin ofender a los ingleses. Por lo tanto, los dos consecutivos validos de Felipe IV en esos momentos, Zúñiga y el sobrino de éste último, Olivares, optaron por seguir con la misma política de siempre por los mismos motivos de siempre. Llegaron a la conclusión de que lo mejor sería continuar con las negociaciones, pero sólo como medio para bloquear la diplomacia de Jacobo y con la esperanza, un poco ilusoria, de que todavía era posible la vuelta de Inglaterra al Catolicismo.

     En este contexto tan complejo, las posibilidades de que la boda entre Carlos y María llegase a celebrarse eran mínimas y todo el mundo, excepto quizás Jacobo, lo sabía.

Los españoles, por su parte, durante todo el tiempo que duraron las conversaciones hicieron gala de una considerable dosis de disimulo y doble juego. Tan pronto parecían entusiastas por la boda como ponían toda clase de excusas para retrasar las negociaciones.

     Como hemos visto, la diplomacia española en este asunto bailaba constantemente al son de lo que estaba ocurriendo en Europa y los repentinos cambios de postura con frecuencia dejaban perplejos a los ingleses (72).

     La hipocresía llegaba a tal extremo que, por ejemplo, mientras se daban todo tipo de garantías y gestos de buena voluntad a los ingleses, por otro lado se mandaban mensajes secretos al Papa para que no concediese la dispensa que se le pedía de forma oficial (73). Hasta cierto punto, se puede afirmar que incluso Gondomar no tenía una idea clara de lo que pasaba por la mente de Felipe y de su favorito, el Conde Duque de Olivares.

     En cualquier caso, seguramente todo este asunto de la boda se hubiera olvidado antes o después de no haberse producido la visita del Príncipe de Gales a Madrid en 1623. Al presentarse en Madrid, Carlos creó compromisos para España y para Inglaterra que ya no sería fácil ni seguro arreglar con triquiñuelas diplomáticas. Olivares, en concreto, también se arriesgaba ahora a que se destapara el juego no siempre limpio al que había estado jugando durante años.

     En la siguiente parte voy a hacer un resumen de los sucesos de mayor importancia que ocurrieron desde que Carlos tomó la decisión de ir en persona a España hasta la vuelta triunfal a Inglaterra unos meses después.



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La estancia del Príncipe de Gales en Madrid

     El jovencísimo Príncipe de Gales y el favorito del Jacobo I de Inglaterra, George Villiers, futuro Duque de Buckingham, decidieron un buen día viajar de incógnito a España y terminar personalmente las negociaciones de matrimonio que se habían desarrollado durante años para conseguir la mano de la Infanta María, hermana de Felipe IV. Los dos jóvenes, imbuidos sin duda por un muy literario sentido de la aventura y de la caballerosidad, llegaron a la conclusión de que la sola presencia del Príncipe en Madrid sería suficiente para conseguir el amor de la Infanta y eliminar todas las dificultades que habían retrasado durante años la conclusión feliz de las negociaciones. Por otro lado, antes de salir de Inglaterra y también desde Madrid, el antiguo embajador en Londres, el Conde de Gondomar (74), aunque aparentemente sin el conocimiento de su gobierno, había animado discretamente a los dos jóvenes a que visitasen la Corte española (75). Hay quien supone, incluso, que Gondomar, si efectivamente partió de él la idea, tomó una iniciativa así porque quería pasar a la historia como el verdadero artífice de algo de lo que se podían derivar tantas ventajas para España y para la Iglesia Católica (76). En ese sentido, está claro que Gondomar era consciente que sería mucho más fácil conseguir la deseada conversión del Príncipe de Gales si éste se encontraba en Madrid (77). Por otro lado, Carlos y Buckingham, como es lógico, no tenían motivos para pensar que lo que les contaba Gondomar no reflejaba los deseos de su gobierno y, evidentemente, pensaban que su visita sería bien vista por Felipe IV (78). Sencillamente no podían imaginarse que en Madrid, en realidad, no se deseaba el matrimonio entre Carlos y la Infanta María y que las largas negociaciones sólo habían sido una treta para bloquear diplomática y militarmente a Inglaterra.

     Carlos, por su parte, no siempre había estado convencido de la conveniencia de una boda con una princesa católica y, por si eso fuera poco, española (79). Por otro lado, sin embargo, respetaba la decisión de su padre y había llegado a convencerse a sí mismo de que así ayudaría a su hermana Isabel a recuperar las tierras y títulos que le habían sido arrebatados como consecuencia de la desafortunada intervención de su marido en los conflictos internos de Bohemia (80). Además, parece evidente que Carlos estaba cansado de esperar a que le comunicasen quién iba a ser su esposa y futura reina consorte.

     Buckingham, por su lado, había mostrado en numerosas ocasiones su oposición a España y al matrimonio con una Infanta. Sin embargo, en parte por motivos personales, había terminado por posicionarse del lado de los no muy numerosos partidarios de la unión con España (81). Al fin y al cabo, no hubiera sido muy inteligente por su parte oponerse por mucho tiempo a los planes del Rey si es que pretendía seguir siendo el favorito. En realidad, es muy posible que fuera él el que finalmente convenció a Carlos de ir a Madrid (82). Es evidente que Buckingham, que era un hombre extremadamente ambicioso, se dio cuenta inmediatamente de que una aventura de esta clase podría hacer aún más fuertes sus lazos personales con Carlos Estuardo, futuro Rey de Inglaterra (83).

     Jacobo, de otra parte, supo de la decisión de Carlos y de George a principios de febrero de 1623. Un cierto día, los dos amigos esperaron un momento en que el Rey estuviese solo y fueron juntos a contarle sus planes. Querían ir a España por tierra, de incógnito, y con la única compañía de dos o tres fieles servidores (84). En un primer momento, Jacobo se negó en redondo a darles el permiso. Era perfectamente consciente de que ese plan era una locura y de que no sería bien visto por el pueblo inglés. Aparte de los graves peligros intrínsecos al largo camino, un viaje así colocaría al heredero de la Corona de Inglaterra en manos de los españoles en un momento en que las negociaciones de matrimonio todavía no estaban cerradas. Con el Príncipe de Gales en su poder, era más que probable que los españoles aumentasen sus demandas o, incluso, que retuvieran a Carlos como rehén. Jacobo, sin embargo, no supo mantenerse firme frente a su hijo y su favorito y, después de una fuerte discusión, terminó por ceder. Una vez que se quedó solo, sin embargo, el pobre Jacobo empezó a darle vueltas a la cabeza y finalmente decidió retirar el permiso que había dado unas horas antes. Cuando los tres se reunieron de nuevo al día siguiente, Jacobo les comunicó su decisión. Carlos y Buckingham, sin embargo, se enfurecieron de tal forma por el cambio de opinión del Rey que Jacobo, que en el fondo era un hombre bastante débil, no tuvo más remedio que rendirse y respetar la palabra que les había dado el día anterior. Finalmente parecía que todo estaba decidido y los tres empezaron a hablar sobre las personas más adecuadas para acompañar al Príncipe a España. Se mencionó a Sir Endymion Porter y a Sir Francis Cottington. Ambos parecían buenos candidatos para una misión así. Porter conocía perfectamente España porque su abuela era española y porque había pasado una parte de su infancia en este país. Además, por circunstancias del destino, conocía al Conde Duque de Olivares desde niño, había estado mucho tiempo al servicio de Buckingham y, por si eso fuera poco, en esos momentos trabajaba para Carlos. Sir Francis Cottington, por su lado, también había pasado largas temporadas en España y estaba muy familiarizado con las negociaciones de matrimonio.

     Por casualidad, Cottington se encontraba en Palacio ese día y los tres decidieron llamarle para que diese su consejo sobre la mejor manera de realizar el viaje. En realidad, Jacobo sabía que Cottington se opondría a un plan tan descabellado y seguramente tenía la esperanza de que él fuese capaz de hacerles recapacitar (85). Este último intento desesperado de Jacobo, sin embargo, no serviría de nada y los planes para ir a España siguieron adelante.

     El lunes 17 de febrero (27 de febrero del calendario español) Carlos y Buckingham, según lo previsto, hacen un poco de teatro delante de Jacobo y de su Corte, que, en ese momento, se encuentra en Theobalds. Con la complicidad del Rey, George Villiers y Carlos usan excusas para ausentarse unos días de la Corte y cada uno se marcha por su lado. De momento su plan tiene éxito y logran hacer creer a todos los cortesanos que los tres se van a volver a reunir al cabo de unos días en New Market. En realidad, Carlos se encuentra inmediatamente con George y los dos cabalgan solos hacia New Hall, la casa de Buckingham en Essex. En la madrugada del martes 18 de febrero (28 de febrero) salen de New Hall disfrazados con barbas postizas y con una identidad falsa. Han decidido hacerse conocer por los nombres de John (Jack) Smith y Thomas (Tom) Smith. Van acompañados esta vez por un caballero que trabaja al servicio de Buckingham, Sir Richard Graham. A las pocas horas de camino llegan a Gravesend y usan una barcaza para cruzar el río Támesis. El comportamiento extraño de los tres viajeros, sin embargo, hace sospechar al barquero que se trata de caballeros que van al continente a entablar un duelo, que estaban estrictamente prohibidos en Inglaterra, y decide denunciarlos a las autoridades locales. Por lo que parece, las barbas postizas no eran demasiado buenas y, además, los supuestos hermanos Smith, seguramente por la falta de costumbre, habían olvidado llevar consigo monedas pequeñas y le pagaron al sorprendido barquero con una moneda de oro, lo cual constituía una pequeña fortuna en aquella época. Al conocer esto las autoridades locales, mandan instrucciones para que se intercepte a los viajeros en Rochester, pero Carlos y sus acompañantes llevan ya demasiada ventaja y nunca llegan a encontrarse con sus perseguidores. A las afueras de Rochester vuelven a protagonizar un episodio similar. Por el camino que viene de Dover ven llegar en la distancia una comitiva oficial y tienen miedo de ser reconocidos. Deciden evitarla cabalgando a campo traviesa, pero los responsables de la seguridad de la comitiva lo ven todo y empiezan a sospechar. Esta vez, los hombres que se mandan en su persecución sí logran interceptar a los jóvenes en Canterbury y Buckingham se ve obligado a descubrir su identidad para que les dejen marchar. Para justificar su presencia allí se vio obligado a decir que, en su calidad de Almirante de Inglaterra, estaba realizando una inspección por sorpresa de la flota. Esa misma tarde y sin más inconvenientes logran llegar a Dover, donde ya les esperan Cottington y Porter.

     El miércoles 19 de febrero (1 de marzo) zarpan de madrugada hacia Francia. Después de una travesía tormentosa, llegan al puerto de Boulogne y desde allí salen esa misma tarde hacia Montreuil. El viernes 21 de febrero (3 de marzo) llegan a París y allí tienen la oportunidad de visitar, supuestamente de incógnito, la Corte de Luis XIII. En un cierto momento, incluso, logran ver de lejos a Luis XIII mientras éste paseaba por su palacio. Algo después ven a la Reina Madre, María de Medici, durante una de sus cenas. También se sabe que esa misma tarde también tienen la oportunidad de presenciar el ensayo de una mascarada. Entre las participantes logran reconocer a la Reina Ana, hermana de la Infanta María y de Felipe IV de España. Durante este tiempo en París son reconocidos varias veces por personas de humilde condición, pero, aunque el rumor sobre su presencia se extiende con rapidez por París, en la Corte francesa se decide no hacer pública la noticia. De hecho, todo parece indicar que Luis XIII supo al poco tiempo de la presencia de Carlos en París, pero, aunque no estaba muy contento con la descortesía del Príncipe (no fue a presentarle sus respetos), decidió no divulgar la noticia de momento (86).

     El domingo 23 de febrero (5 de marzo) salen de París en dirección a España. Herbert, el embajador inglés en Francia, tan pronto como se enteró de la presencia de los dos jóvenes en territorio francés, les mandó un mensajero para aconsejarles que salieran de Francia lo antes posible y evitar, de esta forma, posibles problemas con Luis XIII, que estaba muy molesto con Carlos por haberse colado en su palacio y no haberle presentado sus respetos (87).

     En las inmediaciones de Bayona, los jóvenes se encuentran con Sir Walsingham Gresley, que traía despachos de Bristol desde Madrid. Intentan leerlos pero están en código y no consiguen sacar casi nada en claro. Al continuar el viaje se llevan consigo a Gresley hasta la frontera para que pueda llevar noticias a Jacobo de la entrada de Carlos en suelo español.

     Mientras tanto, en la Corte inglesa todo son rumores y finalmente Jacobo se ve obligado a contar la verdad. La conmoción en Inglaterra es generalizada cuando se confirman las sospechas.

Nadie terminaba de comprender cómo Jacobo había dado permiso a Carlos para hacer algo tan peligroso e irresponsable. Entre los hombres más poderosos de la Corte hay, incluso, quien se atreve a acusar a Buckingham de alta traición (88). No sólo se pensaba que la forma de hacer el viaje era impropia del heredero de la Corona inglesa sino que, además, se creía que los españoles sin duda intentarían sacar provecho de la presencia de Carlos en Madrid (89). Entre algunos ingleses había, incluso, la sospecha de que Carlos había ido a España para declarar su conversión al Catolicismo (90).

     En fin, mucho antes de que Carlos llegase a España ya se había destapado el secreto y, sin duda, se montó un buen revuelo. A las preguntas que le hacían, Jacobo no tenía ninguna buena respuesta que dar, principalmente porque él tampoco pensaba que era una buena idea. Sin embargo, para calmar la ansiedad de sus consejeros se limitó a mandar un mensajero a Luis XIII para comunicarle oficialmente, aunque evidentemente algo tarde, que su hijo atravesaba sus posesiones. También Jacobo se justificó ante su Corte diciendo que lo que hacía su hijo era seguir la tradición familiar: ir a buscar a su esposa en persona al extranjero. Por supuesto, los consejeros encontraron las explicaciones de Jacobo poco satisfactorias, pero había poco que pudieran hacer al respecto (91).

     Ya había, de todas formas, precedentes en Europa de un viaje así, pero las circunstancias habían sido muy distintas. Que se sepa, nunca antes un heredero de una corona europea había viajado de incógnito a un país de fe diferente que podía ser, además, un enemigo potencial (92). Con las cosas así, lo único que podían hacer los ingleses era esperar y ver. De momento, sin embargo, todos en Inglaterra estaban tremendamente nerviosos y, teniendo en cuenta lo lento de las comunicaciones en esos momentos, todavía tendrían que pasar varias semanas hasta que los ingleses averiguaran que Carlos había llegado a Madrid y que no estaba en peligro inminente.

     Finalmente, el viernes 7 de marzo (17 de marzo) llegan Carlos y Buckingham a Madrid y van directamente a la casa de Bristol (93). Durante el viaje, Carlos y Buckingham, a causa de su impaciencia por llegar, habían dejado ligeramente atrás a sus acompañantes y estaban solos al llegar a Madrid. En el camino habían podido ver la pobreza del país y lo extraordinariamente difícil e incómodo que resultaba atravesar la España de esa época (94). También se dice que en una de sus paradas habían estado a punto de tener una pelea con unos soldados españoles por una trivial discusión sobre la belleza de las mujeres españolas, que, por lo que parece, Carlos y Buckingham consideraban menos atractivas que las inglesas. En esa ocasión, los dos jóvenes ingleses habían estado cerca de echar mano a sus armas, pero las cosas se calmaron en el último momento, gracias a la oportuna intervención de las autoridades locales. De no haber sido así, se podía haber producido una pelea de consecuencias impredecibles para la historia de ambas naciones (95).

     A las pocas horas de llegar a Madrid, los informadores de Gondomar ya le habían comunicado lo que estaba pasando en la embajada inglesa (96). A pesar de la hora que era, el Conde se dio toda la prisa que pudo para avisar a Olivares en persona de la llegada del Príncipe a Madrid. Puyuelo (97) incluye en su libro un fragmento de un manuscrito de la época en que se da una versión, seguramente embellecida, de las primeras palabras que se cruzaron aquella noche el Conde Gondomar y Olivares (98). Dice así:

           [...]Y bien, Conde - le dijo, cuando levantó la cabeza - ¿qué os trae aquí a semejante hora? Tenéis el aire tan alegre como si tuvierais al Rey de Inglaterra en persona en Madrid. Si no lo tenemos - replicó alegremente Gondomar -, tenemos lo mejor que hay después de él: el Príncipe de Gales.           

     El Conde Duque se dio cuenta inmediatamente de la trascendencia de las noticias y fue a las habitaciones del Rey, que ya se preparaba para ir a dormir. Los dos discutieron un rato y llegaron a la conclusión de que un viaje así sólo podía significar que Carlos había decidido convertirse al Catolicismo y que lo quería hacer público en España (99). Hasta ese mismo momento ninguno de los dos había querido realmente que se llevase a efecto la boda de Carlos y María. Siempre habían sido conscientes de que, incluso en el caso de que se obtuviesen concesiones importantes en el tema religioso, era muy poco probable que Jacobo fuese capaz de cumplir sus promesas ante la oposición generalizada del Parlamento y del pueblo inglés. Aparte de eso, la Infanta, por la que Felipe sentía un gran cariño, era totalmente contraria a la boda, salvo que Carlos se hiciera católico, y había llegado a amenazar en varias ocasiones con meterse a monja. Por un momento, sin embargo, los dos hombres se entusiasmaron con posibilidad de la conversión del Príncipe y la deseada vuelta de Inglaterra al seno de la Iglesia de Roma. De momento parecía que en el cielo habían escuchado sus súplicas y la euforia se adueñó de Felipe y de su valido.

     A la mañana siguiente, sábado 8 de marzo (18 de marzo), Gondomar (100) es llamado a la casa de Digby y se acuerda que los dos favoritos se encuentren esa misma tarde. Pocas horas después de la reunión con Olivares, Buckingham tiene la oportunidad de conocer a Felipe en sus propias habitaciones de Palacio. Al terminar la reunión, Felipe ordena a Olivares que acompañe a Buckingham a casa del embajador y que le dé la bienvenida al Príncipe en su nombre (101). En ese primer encuentro, alguien había sugerido una forma en que le fuera posible a Carlos ver a la Infanta María a la mañana siguiente sin romper el supuesto anonimato. El domingo 9 de marzo (19 de marzo) la Familia Real al completo, como se había previsto la noche antes, sale de paseo en coche descubierto por las calles de Madrid. Esto, en principio, no era inusual y no debería haber levantado sospechas. Como era bien conocido, el Rey, al igual que casi todos los madrileños, disfrutaba mucho paseándose los días de fiesta por las calles de la Villa y Corte. El Paseo del Prado, en particular, era el sitio preferido por los madrileños de toda condición para ver y dejarse ver (102). En especial aquellas personas que disponían del símbolo de estatus por antonomasia de la época, el coche de caballos, hacían un particular esfuerzo porque no quedase ni uno sólo de sus vecinos sin que lo viera. En esta ocasión en concreto, sin embargo, todo muestra a las claras que pasa algo especial. Las calles por donde ha de pasar la comitiva real están particularmente llenas de guardias y de gente curiosa. Era obvio, por lo tanto, que los rumores de la llegada de Príncipe se habían extendido como la pólvora y que nadie quería perderse un acontecimiento tan señalado. Carlos, que seguro que se moría de impaciencia por conocer a su potencial futura esposa, tuvo que contentarse de momento, sin embargo, con ver pasar a la Familia Real varias veces a su lado mientras él se ocultaba en un coche cubierto al que, por lo que parece, nadie tenía derecho a señalar (había que pretender, por cuestiones protocolarias, que la presencia del Príncipe en Madrid no era conocida todavía por los madrileños). En cualquier caso, para facilitar que Carlos reconozca a la Infanta María, la pobre niña se ve obligada a llevar una banda azul sobre su brazo. Seguramente por la vergüenza que le causa el ser el foco de tanta atención no deseada, María no puede evitar sonrojarse, pero los ingleses deciden tomar eso como un signo de timidez e, incluso, como un buen augurio del amor que seguramente ha de venir después (103).

     Una vez terminado el paseo, Carlos y Felipe finalmente tienen la oportunidad de conocerse personalmente en un coche cerrado y los dos, por supuesto a través de un intérprete, se dan numerosas y efusivas muestras de agradecimiento (104). Olivares, que se muere de impaciencia por saber el motivo de la visita, pregunta a Buckingham un poco más tarde ese mismo día si el Príncipe tiene intención de convertirse al Catolicismo en Madrid (105). Cuando George Villiers lo niega rotundamente, Olivares se da cuenta del error que ha cometido y retoma de inmediato lo que siempre había sido su plan: impedir la boda intentando evitar que fuera España la que pareciera responsable. De momento el Conde Duque tiene la excusa perfecta para ganar tiempo, la dispensa papal todavía no había llegado y nada se podía hacer sin ella (106). Sorprendentemente, al día siguiente de esa reveladora conversación entre los dos favoritos, Carlos y George oyeron decir a Olivares (107) que si el Papa no concedía la dispensa, Felipe le daría la Infanta a Carlos como querida (108). También ese mismo día Olivares les enseñó una carta que había escrito dirigida a Roma para que se aceleraran los trámites de la dispensa. Por supuesto, esto no era más que una simple cortina de humo y en Roma sabían de sobra que España no deseaba la autorización del Papa para seguir adelante con el matrimonio. Con todas estas muestras de buena voluntad, sin embargo, no es de extrañar que los ingleses tragasen el anzuelo. Esa misma noche del lunes 10 de marzo (20 de marzo), Carlos y Buckingham escribían a casa pidiéndole a Jacobo que, para superar la previsible oposición del Papa y de su nuncio en Madrid, afirmase de forma pública que el Papa era la autoridad suprema en la tierra por debajo de Cristo. De esta forma esperaban que los españoles, que ellos pensaban estaban entusiasmados con la idea de la boda, siguiesen adelante sin esperar la autorización de Roma. Cuando finalmente recibió la carta, Jacobo, por supuesto, se negó a hacer tal cosa y empezó a tener dudas sobre el buen juicio de su hijo y favorito. En cualquier caso, durante las primeras semanas de su visita Carlos y Buckingham hicieron lo posible por no causar mala impresión y, como consecuencia, no dejaron suficientemente claro que no tenían ninguna intención de cambiar de religión. Buckingham ya había dicho que el motivo del viaje no era la conversión, pero, por otro lado, en ningún momento durante las primeras semanas de su estancia en Madrid, ni él ni Carlos mostraron de forma pública y manifiesta su lealtad incondicional a la Iglesia de Inglaterra (109). Eran precisamente las actitudes de este tipo las que dieron motivos a los españoles para dudar de la solidez de su Protestantismo y les animaron a intentar la conversión a cualquier precio (110). Seguramente muchos españoles pensaban que quizás los dos ingleses deseaban en el fondo la conversión, pero que necesitaban algo de tiempo y la motivación adecuada para decidirse a hacerlo. En cualquier caso, estaba claro que, desde el punto de vista español, merecía la pena intentarlo. Las potenciales ventajas desde el punto de vista militar, diplomático y económico eran demasiado importantes como no hacerlo así.

     De todas formas, a pesar de que Felipe y Olivares ya empezaban a darse cuenta de que el propósito del viaje no era el que ellos hubieran deseado, no se podía escatimar en medios para hacer que la estancia de Carlos en Madrid fuese lo más agradable posible. En los días que siguieron a la llegada de Carlos, Felipe y su gobierno se dedicaron a pensar en formas de agasajar a su invitado. Como gesto de alegría por la visita, las cárceles se abrieron para innumerables presos y muchos súbditos de Jacobo, la mayoría acusados de piratería, pudieron escapar de las prisiones y galeras españolas. También se hizo necesario potenciar la vistosidad de la Corte española. Muchos nobles recibieron préstamos del Rey para que pudiesen hacer frente a los inmensos gastos que les iba a suponer estar a la altura de las circunstancias (111) Muchos de los Grandes de España estaban asfixiados por las deudas y realmente necesitaban ayuda para mantener el boato que el momento requería (112). También, adicionalmente, se suspendieron las recientemente aprobadas pragmáticas contra el lujo (113). Olivares había sido un firme defensor de estas normativas contra el despilfarro, pero era evidente que era imposible mantenerlas mientras el Príncipe de Gales estuviese en Madrid.

     Para divertir a Carlos se prepararon un gran número de entretenimientos. A lo largo de su estancia en Madrid, a Carlos y a su comitiva les ofrecieron bailes, representaciones de teatro, mascaradas (o máscaras) y cacerías. Sabemos, por ejemplo, que el primer drama conocido de Calderón, Amor, honor y poder, fue compuesto para ser representado ante el Príncipe (114).

     También se hizo lo posible para exponer al Príncipe a la doctrina y práctica católicas. Por ejemplo, con la idea de darle una muestra de piedad católica, en una ocasión le hicieron observar a Carlos, supuestamente en secreto, cómo Felipe, con motivo de una festividad de carácter religioso, daba de comer y cuidaba a un grupo de pobres (115). En otra oportunidad le invitaron a asistir a una procesión del Corpus especialmente preparada para él. Hay numerosos documentos coetáneos que atestiguan que los españoles se aseguraron, para espanto de los ingleses que lo presenciaron, de que en esta procesión en concreto hubiese una generosa cantidad de cilicios, cadenas, cruces, piedras y toda clase de mortificaciones imaginables (116). De hecho, para aumentar el dramatismo de la escena, algunos monjes participantes en la procesión llevaban huesos de muerto en sus bocas. En mayo (117) también le hicieron presenciar al Príncipe, como por casualidad, el traslado en procesión de un grupo de arrepentidas (antiguas prostitutas metidas a beatas) a una nueva casa. En fin, por el lado español se esperaba que todo esto, en principio, despertara la piedad cristiana y que, con suerte, le indujera a abrazar el Catolicismo. Es evidente, sin embargo, que estas muestras de extrema piedad religiosa no podían ser del gusto ni de Carlos ni de los otros cortesanos ingleses que poco a poco iban llegando a Madrid.

     A pesar de todo, los actos más espectaculares y sorprendentes preparados en honor de los ingleses fueron, sin duda, las corridas de toros y los juegos de cañas. Ambos espectáculos eran extremadamente populares en Madrid y en ellos participaba con frecuencia todo lo más granado de la nobleza española, aunque el pueblo llano también disfrutaba mucho mirándolos. Por lo general, cuando la realeza asistía a verlos, estos eventos solían estar precedidos de magníficos e interminables desfiles en los que podían llegar a participar cientos de personas y cientos de caballos ricamente engalanados para la ocasión. Las corridas de toros en aquel entonces apenas se parecían a las que conocemos en la actualidad y sabemos que los caballos desempeñaban un papel mucho más importante que ahora. También, en honor a la verdad, el toreo de la época resultaba mucho más brutal que el actual, porque básicamente consistía en acribillar a los toros a lanzadas y puñaladas hasta que éstos caían rendidos o desangrados. Los juegos de cañas, por otro lado, estaban reservados en exclusividad para la nobleza, y se solían celebrar con motivo de algún acontecimiento importante. Las distintas cuadrillas de jinetes en que se solía dividir cada uno de los dos equipos contendientes competían en la elegancia y vistosidad de los trajes que llevaban. En ocasiones, uno de los equipos iba vestido a la turca porque, según parece, todos parecían estar convencidos de que el juego era de origen moro. La mecánica del juego, que podemos conocer gracias a las crónicas, relaciones de sucesos, y poemas de la época que lo describen, así como a diversas pinturas del momento, era simple. Cada cuadrilla, cuyos jinetes cabalgaban muy juntos unos de otros, perseguía a sus adversarios hasta el final de la plaza arrojándoles unas cañas y, al llegar al final, daban la vuelta. En ese momento se intercambiaban los papeles y los perseguidores se convertían en perseguidos. Para protegerse de las cañas los jinetes llevaban en su brazo izquierdo unos pequeños escudos redondos (118). En algunos momentos durante la competición también era posible ver cómo los miembros de todas las cuadrillas se juntaban a la vez en la plaza y los dos equipos se enfrentaban de una forma mucho menos organizada, pero, seguramente, más entretenida para el público. Como sabemos por una conocida crónica anónima de la época, Noticias de Madrid, habría toros y cañas en numerosas ocasiones durante la visita de Carlos, pero las dos más importantes y conocidas tendrían lugar en la Plaza Mayor de Madrid los días 1 de junio y 21 de agosto del calendario español (119).

     Por otro lado, también había que hacer algo para solucionar la irregular situación de Carlos en Madrid y, la misma noche del primer encuentro con el Príncipe de Gales (19 de marzo del calendario español), Felipe firmó un decreto por el que se elegía el domingo 16 de marzo (26 de marzo del calendario español) para celebrar la entrada solemne del Príncipe en Madrid (120). No se escatimó en gastos y la entrada se hizo prácticamente igual que las que los reyes de España hacían al comienzo de cada reinado. El día en cuestión, Carlos fue trasladado desde el monasterio de San Jerónimo hasta el ya desaparecido Alcázar de Madrid, localizado donde en la actualidad se encuentra en Palacio Real de Madrid. Allí Carlos conoció en persona al resto de la Familia Real, con la excepción de la Infanta María (121). El pueblo de Madrid, que seguía convencido de que Carlos venía a convertirse al Catolicismo, recibió al Príncipe como a un verdadero héroe (122). Tal era la alegría entre la gente común que muchos decían que Carlos merecía que le hubiesen entregado a la Infanta el mismo día que llegó (123). También sabemos, por otro lado, de numerosos poemas que se escribieron con motivo de ese acontecimiento.

     A partir del día de la entrada oficial, el Príncipe tuvo unas habitaciones en el Alcázar de Madrid (124). Un buen número de cortesanos españoles de la más alta categoría fue asignado al servicio de Carlos y a su alrededor se observaron todas las normas de la más estricta etiqueta borgoñona, que se había estado respetando en la Corte española desde tiempos de Carlos V (125). No es difícil imaginar que Carlos, que venía de una Corte donde imperaba un ambiente mucho más familiar y relajado, se sintiese impresionado por la extremada ceremoniosidad imperante en la Corte española (126). La parte mala de todo esto es que, al contrario de lo que él había soñado, las normas que regían todos los aspectos de la vida de la Familia Real española le impedían relacionarse con la persona por la que había hecho un viaje tan largo. Carlos había venido con la idea de conquistar a su futura esposa con bonitas palabras de amor y se encontró, por el contrario, con unas frías e impersonales negociaciones de matrimonio. Por otro lado, ni Felipe ni Olivares, que, a estas alturas, esperaban que la boda no se realizase nunca, estaban dispuestos a permitir que hubiera contactos fuera del más estricto protocolo entre la Infanta y el Príncipe de Gales. A pesar de todo, poco a poco, Carlos se empezó a enamorar de la mujer a la que había venido a conquistar hasta el punto de que conseguirla como esposa se convirtió en casi una obsesión.

     Mientras tanto, el tiempo iba pasando y todas las partes interesadas comenzaron con el juego de tira y afloja diplomático. Olivares supo confidencialmente que en Roma, en contra de lo que España deseaba, se habían decidido a conceder la dispensa, a condición de que los ingleses cumplieran ciertas condiciones, y que ésta llegaría pronto a Madrid. Esto, obviamente, comprometía el plan de Olivares para que fuera Roma, y no España, la que fuese considerada responsable del fracaso de las negociaciones. Ahora había poco tiempo que perder y el Conde Duque intentó, de forma un tanto desesperada, poner toda la carne en el asador en el tema de la conversión. Le sugirió a Buckingham que asistiera, junto al Príncipe, a unas discusiones teológicas sobre la doctrina católica. A Buckingham esta propuesta le cogió desprevenido y aceptó, aunque no se comprometió a llevar a Carlos. Como había prometido, el 4 de abril (14 de abril español) Buckingham fue al convento de San Jerónimo y escuchó unos elaboradísimos argumentos en favor del Catolicismo con la mejor cara que pudo. Algunos días después asistió a otra de estas discusiones teológicas pero, que sepamos, los teólogos españoles no afectaron en lo más mínimo la fe de George Villiers y, por el contrario, todo esto empezó a hacer sospechar a Olivares que había que cambiar de estrategia. Para tener éxito había que hacer que Carlos en persona fuera a una de estas reuniones y, efectivamente, el día 23 de abril (3 de mayo), festividad de San Patricio en Inglaterra, Carlos y George asistieron juntos, aunque de bastante mala gana, a la tercera y última de las discusiones teológicas que se celebrarían. Para entonces, sin embargo, la paciencia de Buckingham ya se había terminado y, como muestra de desaprobación a uno de los argumentos de uno de los teólogos españoles, sólo se le ocurrió levantarse de su asiento y pisotear su sombrero. La reunión, como es fácil de imaginar, se acabó en ese momento y ya no hubo más intentos serios por parte española por conseguir la conversión de ninguno de los dos ingleses.

     Finalmente llegó la esperada dispensa de Roma y los ingleses supieron las modificaciones que Roma pretendía que se hicieran a lo pactado con anterioridad entre España e Inglaterra. En Roma querían una serie de concesiones a los católicos ingleses que eran sencillamente inconcebibles para la inmensa mayoría de los ingleses. Carlos y Buckingham montaron en cólera cuando lo supieron y en la discusión entre Buckingham y Olivares sobre el tema casi hubo algo más que palabras, que, por otro lado, fueron bastante duras. Según le explicó Olivares al favorito inglés, siempre había quedado claro desde el lado español que todo dependía de la aprobación del Papa y que España no era en ningún caso responsable de lo que hubieran decidido en Roma (127).

     Con las cosas así, lo más lógico en ese momento para los ingleses hubiera sido encontrar una excusa aceptable para marchar de España y dejar las negociaciones en manos de los profesionales. Buckingham, desde luego, ya tenía ganas de salir de España pero era consciente que no podía dejar al Príncipe atrás. Carlos, ya sea por amor sincero o por un muy desarrollado sentido del ridículo, se decidió a hacer lo que fuera necesario para no volver sólo y engañado a Inglaterra. En consecuencia, entró de lleno en el juego español y empezó a hacer importantes concesiones, aunque sin intención verdadera de cumplirlas. En cualquier caso, hasta Carlos se daba cuenta en ese momento de que era imposible ceder ante todas y cada una de las exigencias de Roma y, debido en gran parte a la intransigencia de Massini, nuncio de Roma en Madrid, las negociaciones llegaron a un punto muerto (128). Los españoles, y Olivares en particular, por otro lado, también se habían dado cuenta de que las promesas de Carlos eran demasiado buenas y demasiado repentinas como para ser verdad y empezaron a desconfiar de la sinceridad del Príncipe (129). De todas formas, en las semanas que siguieron, Carlos demostró ser un pésimo negociador y, a pesar de que amagó con irse en varias ocasiones, siempre conseguían los españoles hacerle cambiar de opinión y obligarle a ceder en más y más puntos. Finalmente los negociadores españoles propusieron que el matrimonio se realizase, aunque sin consumarse, y que la Infanta María se quedase en España hasta que hubiera suficientes garantías de que Carlos iba a cumplir lo prometido. Para entonces, los españoles ya habían visto claro que había pocas posibilidades de que Carlos cumpliese lo que les decía y con gusto hubieran roto las negociaciones de encontrar una forma de evitar la guerra con Inglaterra. De hecho, en mi opinión, si los españoles insistían en que Carlos se quedara y le forzaban a hacer una concesión detrás de otra era con la esperanza de que se llegase a un punto en que el Rey y Parlamento ingleses considerasen lo pactado inaceptable y pusiesen fin a las negociaciones. De ser ese el caso, el honor de España, al menos en teoría, quedaría salvaguardado y sólo podrían echarle la culpa a su propio Príncipe.

     Carlos, sin embargo, estaba como obsesionado con el tema y no veía o no quería ver que la presencia en Madrid de la comitiva inglesa ya no era bien vista. Tan desesperado estaba que un día decidió romper el estricto protocolo y buscar una oportunidad para hablar en persona con la Infanta María. Como sabía que la Infanta, según su costumbre, estaría en la Casa de Campo, salió con Porter a buscarla. La vio dentro del huerto, que estaba tapiado, y decidió saltarlo, con ayuda de Porter, y acercarse a hablarla. Las crónicas inglesas aseguran que la Infanta, del susto, se puso a gritar como una loca y que salió corriendo como una loca en cuanto vio a Carlos. También se afirma que el anciano marqués que la protegía le rogó de rodillas a Carlos que saliese por donde había entrado porque, de no hacerlo así, corría peligro su cabeza. Carlos, según decían los ingleses, salió por una puerta que le abrieron unos guardias. Sin embargo, una versión española del suceso afirma, como es natural, que la Infanta se apartó tranquilamente del lugar por el que había saltado Carlos y que no le dio la mayor importancia al suceso. También asegura esta crónica que don Pedro de Granada convenció a Carlos, que, con toda probabilidad, para entonces ya se había dado cuenta del ridículo tan espantoso que estaba haciendo, de que saliera, pero esta crónica no menciona en absoluto que don Pedro suplicara al Príncipe (130). Díaz-Plaja transcribe en su Historia de España (131) un fragmento de Noticias de Madrid que se refiere al suceso. Dice así:

           A 27, este día andando por la mañana la Señora Infanta doña María paseando por el parque tomando el acero, que andaba opilada, quiso pasar a verla el Príncipe por los jardines de su cuarto y, habiendo hallado la puerta cerrada, pidió a los guardias que le abrieran las puertas, y, no le obedeciendo, saltó por encima de las paredes. Anduvieron los guardadamas y mayordomos a detenerle suplicando a su Alteza se volviese a salir. Hubo algunas réplicas, a que se dejó convencer diciendo que un viejo había podido más que un mozo. La señora Infanta no volvió la cabeza ni se dio por enterada.           

     La verdad del suceso, teniendo en cuenta que la mayor parte de las personas mencionadas no entendía ni media palabra de la lengua de los otros, seguramente se queda en algún punto intermedio. En cualquier caso se trata de un hecho que, incluso hoy, resulta divertido de imaginar.

     Como vemos, de todas formas, Carlos estaba perdiendo los papeles rápidamente. Para acabar de complicar las cosas, había conseguido de su padre, que era incapaz de negarle nada, un poder por el que éste se comprometía a cumplir cualquier cosa que Carlos jurase en España en su nombre. La idea era que esto ayudase a acelerar las negociaciones y las llevase a buen puerto, pero, para que esto fuera así, por supuesto, era primero necesario que Carlos actuara inteligentemente. Por aquel entonces, sin embargo, Jacobo ya empezaba a mostrar muestras de intranquilidad aunque, de momento, no sabía ni la mitad de lo que estaba ocurriendo en Madrid. El 14 de junio (24 de junio), sin embargo, Cottington regresó temporalmente a la Corte inglesa y le informó de primera mano sobre el cariz que estaban tomando las cosas. En aquel momento la preocupación se convirtió en verdadero pánico. Jacobo temió que las negociaciones se rompiesen en cualquier momento y que su hijo y heredero se quedase como rehén en manos de los españoles. El mismo día de la conversación con Cottington, Jacobo escribió a Carlos para ordenarle terminantemente por primera vez que lo dejase todo como estuviese y que volviese inmediatamente a Inglaterra (132). Por el tono de la carta, nos damos cuenta de que Jacobo estaba siendo presa del pánico y que estaba perdiendo el control de la situación y del comportamiento de su hijo. De hecho, como vemos por la carta, Jacobo se iba convirtiendo a marchas forzadas en un viejo cansado, asustado e, incluso, un poco patético. La carta de Jacobo, en traducción de Puyuelo (133) dice así:

           Vuestra carta, que me ha remitido Cottington, me ha dado un golpe mortal; temo que mis días sean acortados; yo no sé cómo satisfacer aquí la impaciencia del pueblo ni qué decir a mi Consejo; la flota espera desde hace quince días un buen viento; es preciso que retenga a Rutland y a todos los que están a bordo. ¿Qué motivo les daré? Me pedís mi consejo y mis órdenes para el caso de que los españoles no quieran cambiar nada de su resolución; mi consejo es una sola palabra: que volváis prontamente, si es que se os permite partir, y que abandonéis todo lo tratado. Y yo digo que se os ofrezca alguna garantía, porque temo que no volveréis a ver a vuestro viejo padre si no volvéis antes del invierno. ¡Ay! Yo ahora me arrepiento de haberos dejado partir; yo no me preocupo ni del matrimonio ni de nada con tal de que os estreche todavía entre mis brazos. ¡Dios lo haga! ¡Dios lo haga! ¡Dios lo haga! ¡Amén, amén, amén!           

     Una vez con el poder en sus manos, sin embargo, Carlos creyó que tenía la baza que necesitaba para poner fin a las interminables negociaciones y decidió desobedecer a su padre. Consecuentemente, decidió jugar bien sus cartas y le dijo a Olivares que tenía órdenes de regresar de inmediato a Inglaterra y llevar a la Infanta consigo o, de lo contrario, dar por concluidas las negociaciones. Pensaba que con este simulacro de ultimátum forzaría a los españoles a ceder. Sin embargo, la inocencia del joven se llevaría un duro golpe cuando Olivares le comunicó a los pocos días que no se pondría ninguna dificultad para que dejase el país, pero que, decidiera lo que decidiera, la Infanta se quedaría en España de momento. Al día siguiente, 7 de julio (17 de julio), Carlos pidió audiencia al Rey y todo el mundo esperaba que comunicase su decisión de partir. Para sorpresa de todos, y desilusión de algunos, Carlos aceptó todas las condiciones españolas y desde ese momento, tanto si lo querían como si no, en la Corte de Madrid se hicieron a la idea de que habría finalmente boda entre María y Carlos. Seguramente, la que más lo sintió fue la propia Infanta, a la que ahora tendrían que convencer de aceptar el matrimonio asegurándola que su sacrificio por la causa católica sería recompensado con creces en el cielo.

     Por otro lado, como Carlos parecía inmutable a sus súplicas y a sus órdenes, Jacobo decidió que la única forma de sacar a su hijo de España sano y salvo era aceptar todas las propuestas según le llegaran de Madrid. Esto iba totalmente en contra de su conciencia y de su sentido del honor, pero no creía tener otra alternativa.

     El día 20 de julio (30 de julio), después de dudarlo mucho, Jacobo y la mayor parte de los miembros de su Consejo Privado juraron solemnemente respetar los artículos del tratado de matrimonio. Parece que, justo después de jurar, Jacobo no pudo evitar exclamar que todos los diablos del infierno ya no lograrían impedir que se celebrase el matrimonio. A esto le respondió uno de sus consejeros, que en general habían jurado a desgana, que ya no se podía encontrar ningún diablo en el infierno porque estaban todos en Madrid para hacer ese matrimonio. Es evidente, por estas palabras, que el escepticismo y la preocupación reinaban incluso en los más altos lugares de la sociedad inglesa (134).

     A pesar de que la suerte parecía echada, quizás con la esperanza de que los ingleses diesen marcha atrás, los españoles intentaron unas cuantas veces más aumentar de nuevo sus demandas. De todas formas, Carlos volvió a ceder en todas esas ocasiones, aunque, como ya he dicho antes, distaba de ser sincero (135). El Príncipe que, por lo que parece, estaba totalmente enamorado, llegaría incluso a aceptar la insensatez de esperar en España hasta las Navidades para así poder empezar cuanto antes la convivencia con su amada Infanta (136). El motivo por el que llegó a aceptar tal cosa era que los españoles, a pesar de sus constantes súplicas, le habían dejado claro que la Infanta no saldría de España hasta la primavera. Por otro lado, ya ni siquiera estaba claro que se pudiesen respetar las fechas acordadas con anterioridad, puesto que Gregorio XV había muerto y ahora se necesitaba una nueva dispensa del nuevo Papa, Urbano VIII.

     Los ingleses que acompañaban a Carlos ya no sabían qué hacer para impedir que el Príncipe se siguiese enredando más y más en la trampa y, por otro lado, también empezaban a perder la paciencia con los españoles (137). Estaban furiosos por la falsedad con que se estaban llevando las negociaciones y, al irse enfriando las relaciones, empezaban a mostrar a las claras su desprecio de España y de todo lo español.

     La mala opinión que los ingleses tenían de España, sin embargo, no era nada nuevo y ya se había manifestado, aunque en menor medida, desde casi el principio de la visita. Se dice incluso que James Eliot, uno de los nobles ingleses que se vieron forzados por orden de Carlos a regresar a Inglaterra, se despidió de Carlos de una forma bastante reveladora de los sentimientos que imperaban entre los cortesnos ingleses. Gibbs (138) recoge en su libro la conversación de Eliot y Carlos, que, por lo que sabemos, llegó a convertirse en la Inglaterra de la época en una especie de chiste o anécdota graciosa muy conocida. Yo la traduzco aquí:

"Este es un lugar peligroso para hacer que un hombre se altere y cambie. Yo mismo, en el poco tiempo que he estado aquí, me he dado cuenta de mi propia debilidad y casi he cambiado", dijo Eliot
"¿Cambiado en qué sentido?" Le preguntó Carlos.
"En religión", contestó Eliot.
"¿Qué motivo tuviste para cambiar?" Preguntó el Príncipe.
           "El matrimonio", dijo Eliot haciendo un gesto. "Cuando estaba en Inglaterra miré la Biblia de arriba a abajo para encontrar una referencia al purgatorio y, como no la vi, creí que no lo había. Pero ahora que he venido a España lo encuentro aquí, y veo que vuestra Alteza se encuentra en él. Así que, hasta que sea liberado, todos los sirvientes de vuestra Alteza, que van de camino al paraíso, ofreceremos nuestra más sincera devoción a Dios".           

     El más problemático de todos los ingleses, sin embargo, fue sin duda Buckingham, que consiguió en muy poco tiempo que nadie en la Corte española fuese capaz de soportarle. Sus relaciones con Olivares eran particularmente malas. Incluso se había llegado a decir que los dos favoritos no se podían ni ver porque Olivares se había enterado de que Buckingham le estaba haciendo la corte a su mujer (139). Esto, por supuesto, era muy poco probable porque, según palabras de Clarendon en traducción de Puyuelo (140):

           La Duquesa de Olivares, sobre la que corría la historia, era entonces una mujer demasiado vieja, pasada la edad para tener hijos y de tan ruin presencia, en una palabra, tan encorvada y deforme, que no podía ni tentar su apetito ni realzar su desquite.           

     A pesar de todo, el obispo Goodman (141) pareció darle alguna credibilidad a la historia, aunque, en su opinión:

           Las mujeres españolas, teniendo sus cuerpos agostados por el sol, no tienen Corpus succi plenum, como dice el comediante, por lo que no están muy inclinadas a tal vicio, como lo están otras, y, por lo tanto, en esto se equivocó Buckingham en su elección; además [de] (142) lo estricto de su confesión y religión, la cual tanto exalta la castidad.           

     Los españoles, por su lado, también empezaban a estar un poco hartos de la actitud despectiva e insultante de algunos de los miembros de la comitiva inglesa, que, según iba pasando el tiempo, se hacían cada vez más atrevidos a la hora de expresar sus opiniones. La nobleza española estaba muy resentida por las burlas inglesas sobre su excesiva ceremoniosidad y gravedad, y entre el pueblo, una vez pasada la primera impresión, empezaba a haber voces en contra de la boda y de los ingleses (143). Hubo incluso algún noble que dijo que, antes que entregar a la Infanta a esta gente, sería mejor tirarla de cabeza a un pozo (144).

     Inevitablemente, los primeros choques serios con los ingleses se produjeron. La crónica Noticias de Madrid (145) nos cuenta uno de estos incidentes. Dice así:

           A 12 [de julio] (146), murió en la calle Ancha de San Bernardo un hombre alemán que había sido antes hereje. Trató en su enfermedad de convertirse a nuestra santa fe, para lo cual llamó a dos religiosos que le dispusiesen y confesasen; y, queriendo estorbárselo unos herejes ingleses, avisaron los huéspedes a la justicia, que luego los echó de allí, y pusieron guardas y entraron religiosos de la Compañía de Jesús y de otras religiones; y, en tres días que tuvo de vida, se dispuso de suerte que murió en grande arrepentimiento y dolor de sus pecados.           

     El más grave de todos los altercados, sin embargo, se produjo al golpear Sir Edmund Verney, miembro del séquito de Carlos, a un jesuita inglés que había acudido a atender en sus últimas horas a un joven paje de la comitiva llamado Henry Washington. Los españoles que observaron la escena se enfurecieron y, si no llega a ser por la intervención de Gondomar, hubiera habido una tremenda trifulca en la casa del embajador inglés (147). Después de esta pelea, muchos españoles empezaron a comentar que, si los ingleses se portaban así en España, en realidad no había ninguna garantía de que cumpliesen lo que habían prometido hacer en favor de los católicos ingleses. La tensión era ya tan grande que Carlos y Felipe tomaron cartas en el asunto y se exigieron mutuamente una satisfacción adecuada. Felipe se cansó del tema y le hizo saber claramente a Carlos que, si quería permanecer en España hasta la proyectada boda durante las Navidades, tendría que mandar para casa a todos los ingleses de su séquito. Por supuesto, Carlos se sintió muy molesto por las exigencias de Felipe, y tampoco mejoró su humor el saber, por medio del embajador francés, que los españoles habían estado interceptando su correo desde el principio (148). Casi como reacción a estas ofensas, Carlos se acordó de desenterrar sus peticiones sobre el Palatinado. Este había sido, en realidad, el principal motivo por el que se había embarcado en todo este asunto, pero, hasta ese momento, no se había atrevido a sacarlo a relucir para no complicar las cosas más de lo que estaban (149). Fue en esos momentos que los ingleses se enteraron, por medio de Olivares, de que Felipe no movería un dedo para que Federico recobrase su título de Elector y que, en ningún caso, lucharía España contra el Emperador para ayudarles. Lo más que podían esperar de España los ingleses era que usase su influencia en Viena para que le devolviesen sus tierras al yerno de Jacobo. El título, les dijeron, en cualquier caso sólo debería volver a la familia de Federico cuando él hubiese muerto. El Conde Duque les insinuó también que en España preferían que el hijo y heredero de Federico se educase en Viena bajo la tutela del Emperador y que, cuando llegase el momento, se casase con una de las hijas de éste último. En realidad, según sabemos por las actas del Consejo de Estado, esas propuestas sólo eran verdades a medias. Lo que realmente perseguía Olivares en ese momento era que todo o parte del Palatinado quedase bajo la administración de una potencia católica durante la minoría de edad del hijo de Federico, que, en cualquier caso, de llevarse a cabo el plan del valido español, sin duda sería criado como católico (150). Por si las cosas no estuviesen suficientemente mal ya, uno de esos días, el Conde Duque, en un momento de ofuscación o de simple estupidez, mostró a Buckingham y al embajador Aston unos documentos que demostraban, sin ningún lugar a dudas, que Felipe y él mismo habían sido partidarios en el pasado de romper las negociaciones en cuanto se les presentase la menor oportunidad. Los ingleses finalmente habían confirmado que los españoles habían estado jugando con ellos durante años (151).

     La paciencia se estaba agotando por las dos partes y, además, había surgido otra dificultad. El nuevo Papa, Urbano VIII, estaba enfermo y no había tenido la oportunidad de encargarse de la concesión de la dispensa. Era previsible que la cosa tardase un tiempo y Carlos comunicó otra vez su intención de marcharse. Esta vez, sin embargo, Felipe, que para entonces quería quitarse de encima a Carlos como fuera, no hizo ningún intento por retenerle. Le dio su permiso para partir y le dijo, además, que se alegraba de que marchase a casa porque con su presencia en Inglaterra podría encargarse mejor de que su padre cumpliese las condiciones necesarias para la entrega de la Infanta en la primavera siguiente (152). Con las cosas así, tanto si lo quería como si no, Carlos ya no tenía más remedio que hacer preparativos para su vuelta inmediata a Inglaterra. El día 28 de agosto (7 de septiembre), Carlos y Felipe juraron solemnemente cumplir las condiciones del tratado y se dejó en manos de Bristol un documento por el que se le autorizaba a realizar el matrimonio por poderes hasta diez días después de la llegada de la dispensa papal. El día 29 de agosto (8 de septiembre) Carlos se despide oficialmente de la Infanta, que para entonces seguramente ya se había resignado a la idea de convertirse en reina de Inglaterra. Al día siguiente Carlos sale de Madrid, acompañado de Felipe, en dirección a El Escorial. El día 2 de septiembre (12 de septiembre) Felipe y Carlos se despiden cordialmente y, en el lugar de su separación, dejan una inscripción conmemorativa en latín (153). A esta última ceremonia no asistió Buckingham, que había partido esa misma mañana en solitario después de un bochornoso intercambio de insultos y amenazas con Olivares (154). Carlos finalmente se puso en camino a Santander, hacia donde ya navegaba desde Inglaterra una flotilla al mando de Rutland. Por el lado español, antes de la partida del Príncipe de Madrid se había enviado por delante una nube de aposentadores para que fueran haciendo preparativos en las distintas ciudades y pueblos por donde había de pasar la comitiva. Por el camino el Príncipe de Gales se fue deteniendo en algunas de las ciudades de mayor interés y las autoridades locales hicieron todo lo posible, dentro de sus posibilidades, por que se sintiera bien.

     Por otro lado, tan pronto como se vio fuera del ambiente de Madrid, Carlos empezó a tener dudas sobre todo el tema de la boda. Poco antes de salir, se había enterado de que la Infanta no siempre había estado precisamente entusiasmada con la idea de ser su mujer. Aparte de eso, también supo que, en diversas ocasiones, María había amenazado con meterse a monja antes que casarse con un hereje (155). Sin embargo, parece ser que hacia el final de la estancia de Carlos en Madrid, la Infanta ya parecía haberse hecho a la idea de su boda y parece, incluso, que había llegado a ilusionarse (156). A Carlos, por otro lado, le obsesionaba la idea de que media Europa se riera de él si la mujer por la que había hecho tantos esfuerzos y concesiones humillantes se le escapaba en el último momento refugiándose en un convento. Consecuentemente, mientras a Felipe le escribía cartas en tono amistoso, por otro lado, mandaba a Digby instrucciones secretas a Digby para que no usase los poderes matrimoniales hasta que hubiese suficientes garantías de que la Infanta no se haría monja. De hecho, tan preocupado estaba con el tema, que en sus cartas amenazaba a Digby con la muerte si hacía uso de los poderes matrimoniales sin haber recibido órdenes explícitas suyas. También, durante esas jornadas de viaje, tuvo el Príncipe la oportunidad de pensar con más tranquilidad en todas las artimañas que los españoles habían usado contra él y se dice que los que estaban a su alrededor notaron un paulatino cambio de actitud hacia España. Para cuando llegó a Santander, estaba tan harto de España que sólo pensaba en poner los pies en uno de sus barcos. En cuanto supo de la llegada de la flota, a pesar de que amenazaba tormenta, no perdió ni un momento en ordenar su traslado al Prince, barco insignia inglés. Estas prisas, por cierto, casi le costaron la vida. Los barcos ingleses habían anclado a una prudencial distancia de los cañones del puerto y, durante la operación de embarque se desencadenó una fuerte tormenta que casi hizo naufragar el bote que transportaba al Príncipe. Finalmente, aunque con mucha dificultad, se logró poner a salvo a Carlos y los barcos permanecieron anclados unos días a la espera de un cambio de tiempo. Durante esos días hubo festividades en la ciudad y a bordo de los barcos. Para entonces, sin embargo, Carlos no deseaba ya nada bueno a los españoles. Antes de salir de Santander, incluso, escribió a su hermana Isabel diciéndole que quería vengarse de los españoles (157). El día 18 de septiembre (28 de septiembre) zarparon con rumbo a Inglaterra, a donde llegarían el día 5 de octubre (15 de octubre).

     Cuando Carlos puso pie en Inglaterra sin María, el sentimiento de alivio y de alegría del pueblo inglés fue generalizado. Por lo que sabemos de las crónicas inglesas de la época, la gente se volvió como loca y salió a la calle a celebrar el ya evidente fracaso de las negociaciones. Hubo hogueras encendidas durante días y los campaneros de toda Inglaterra tuvieron unos días de mucho trabajo. También hubo una explosión de creatividad literaria para dar la bienvenida al Príncipe. Durante esos días se pudieron escuchar poemas y canciones de todos los tipos y calidades. En Oxford, por ejemplo, compusieron un libro de versos en latín para celebrar la vuelta de Carlos (158).

     Incluso los puritanos más recalcitrantes se reconciliaron, de momento, con la Familia Real y Buckingham se convirtió de repente en un héroe popular por la forma en que había devuelto las ofensas españolas (159). Según se afirma, son muy pocos los momentos en la historia de Inglaterra en que ha habido una explosión de júbilo tan generalizada como la que se dio en estos instantes (160). De heho, incluso años después de pasados estos acontecimientos, se podría escuchar en Inglaterra una cancioncilla popular que los rememoraba. La parte de la canción que mencionaba los hechos decía así:

           On the 5th day of October           
it will be treason to be sober.

     La cancioncilla venía a decir que el día 5 de octubre (del antiguo calendario inglés), aniversario del regreso de Carlos, era una traición mantenerse sobrio.

     A medida que Carlos pasaba tiempo en Inglaterra, tanta era la alegría que el Príncipe percibía por su regreso y por el aparente fracaso de las negociaciones, que es evidente que no tardó en olvidar a la Infanta. Con las cosas así, Carlos, Buckingham y Jacobo decidieron pedir con más firmeza que España hiciera algo en su favor en el Palatinado. Es evidente, por lo tanto, que los tres pensaban que ya no tenían nada que perder. Como respuesta a la mayor firmeza inglesa, los españoles, que ahora veían la guerra como algo más que probable, empezaron a mostrarse bastante más flexibles, pero, de todas formas, no podían de ninguna manera cumplir todas las nuevas exigencias inglesas.

     Mientras tanto la nueva dispensa de Roma había llegado a Madrid y, de acuerdo con lo previsto, se fijó la fecha de la boda para el día 29 de noviembre (6 de diciembre). Justo tres días antes de la ceremonia, sin embargo, Bristol recibió órdenes de Londres para posponerla hasta que España mostrase buena voluntad en el tema de la restitución del Palatinado. Este, sin embargo, era un insulto demasiado grande como para ser tomado con ligereza por los españoles y, para todos los efectos, en Madrid consideraron que los acuerdos ya no eran válidos y se olvidaron, dentro de lo posible, del asunto.

     Finalmente, como vemos, el doble juego demostrado por ambas partes había llevado las negociaciones a un punto muerto y, aunque oficialmente los contactos siguieron hacia delante por un tiempo, ya nadie volvió a considerar posible que se pudiesen solventar las dificultades.



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Repercusiones del fracaso de las negociaciones

     Después del fracaso de la visita, el resentimiento contra España de Carlos y Buckingham fue tan grande que, con la ayuda del Parlamento de 1624, lograron que se rompiesen los tratados de matrimonio y presionaron al Rey con todas sus fuerzas para que declarase la guerra contra España. Jacobo, aunque cada vez estaba más débil e influenciable, no había cambiado tanto como para meterse en una guerra para dar rienda suelta a los deseos de venganza de su hijo y de su favorito. De hecho, durante lo que le quedaba de vida a Jacobo, al menos formalmente, se mantuvo la paz entre los dos reinos (161).

     De todas formas, las consecuencias del fracaso no tardaron en dejarse notar y, por ejemplo, ya desde 1624 había preparativos en el puerto de Londres para reanudar las actividades de piratería contra España (162).

     Durante los años que siguieron, la hispanofobia de los ingleses reinó sin freno y eso tuvo su claro reflejo en la literatura del momento. Por ejemplo, la obra de teatro de Middleton titulada A Game of Chess, que trataba de forma alegórica de las últimas negociaciones de matrimonio, tuvo un éxito sin precedentes, principalmente porque ridiculizaba sin ningún tipo de disimulo a los españoles y, muy en particular, al embajador Gondomar (163).

     Por otro lado, después de su fracaso en Madrid, Carlos tuvo que buscarse esposa en otra parte y la consiguió en Francia. Finalmente sería Enriqueta María, hermana de Luis XIII de Francia, la que se convertiría en Reina de Inglaterra. Aunque los franceses no eran tan puntillosos en el tema de las concesiones religiosas, de todas formas, fue necesario acceder a una serie de cosas que, paradójicamente, se parecían mucho a lo que los españoles habían pedido.

     Por otro lado, pasado un tiempo, la Infanta María, como había sido el deseo de su padre, se casaría con un Habsburgo (Fernando III) y llegaría a ser primero Reina de Hungría y, algo más tarde, Emperatriz.

     Una vez que Carlos se convirtió en rey, siguió, al menos durante lo que quedaba de década, una política continuada de hostilidad hacia España. Uno de los ejemplos más significativos del cambio de orientación de la política exterior inglesa fue el ataque a Cádiz de 1625. Esta incursión por sorpresa, que estaba encaminada a capturar la flota que transportaba la plata desde América, fue, sin embargo, un rotundo fracaso. No sólo no se consiguió el objetivo, sino que los ingleses tuvieron importantes pérdidas en hombres y barcos.

     El ataque a Cádiz, de hecho, sólo sería uno más de los numerosos fracasos de la política exterior de Buckingham y de Carlos durante esos años. Por ejemplo, al poco tiempo de su boda con la hermana de Luis XIII, Carlos entró en guerra contra Francia mientras todavía seguía luchando contra los españoles. Las dos guerras eran ruinosas y la impresión general era que se estaban llevando con torpeza. En fin, los breves momentos de popularidad de Carlos y Buckingham después de su regreso de España habían terminado definitivamente y sus relaciones con el Parlamento se fueron degradando progresivamente.

     A partir del año 29, Carlos intentaría gobernar sin el Parlamento y él y su Corte se irían desconectando progresivamente del pueblo. Carlos se refugió en la vida palaciega e hizo todo lo posible para separarse de una realidad que cada vez le resultaba más desagradable. Esta falta de sintonía con su pueblo fue lo que le llevó a cometer graves errores de apreciación, particularmente en el terreno religioso. La cada vez mayor tensión entre Carlos y el ala más radical del Protestantismo inglés acabaría desembocando en la Revolución Inglesa. Como es bien sabido, Carlos perdería su cabeza en el 49 y durante unos años habría en Inglaterra un gobierno republicano de cariz puritano.

     El intento de unión entre las coronas de España e Inglaterra ha recibido tradicionalmente muchísima atención por parte de los historiadores ingleses. Es un lugar común admitir que fueron precisamente estas negociaciones las que marcaron el punto de inflexión que conduciría a la Revolución Inglesa. En ese sentido, nunca antes habían estado tan separados, por un lado, los deseos de los monarcas ingleses y, por otro, las expectativas del pueblo y Parlamento ingleses. De hecho, a pesar del fracaso final de las negociaciones, los largos años de tratos con España habían mostrado algunas serias deficiencias en la forma de regir de Jacobo y de su hijo y, lo que es más importante, habían consolidado un ambiente de confrontación que, junto con otras dificultades más, conduciría en la década de los años cuarenta al estallido de la Guerra Civil (164). No es fácil saber de seguro qué hubiera pasado de no haberse dado nunca estas negociaciones, pero el hecho es que los tratos con España sacaron a la superficie tensiones latentes que, de otra forma, quizás nunca hubieran explotado de la forma en que lo hicieron.

     Por el lado español, sin embargo, estos acontecimientos no han recibido toda la atención que deberían y la tendencia ha sido siempre considerarlos como una mera anécdota histórica. Desde la perspectiva española, todo quedó en nada, aunque, históricamente, eso dista de ser cierto.

     Como muy bien dice Hume (165), lo ocurrido afectó a España de diversas maneras. La guerra contra Inglaterra suponía una presión adicional sobre los ya muy limitados recursos en hombres y dinero. También hubo, por otro lado, otras consecuencias algo menos obvias. Durante décadas, las grandes potencias europeas (España, Francia e Inglaterra) habían hecho y roto alianzas entre sí y con otras naciones con el objetivo principal de evitar que un sólo país tuviese un poder fuera de control. Durante la tercera y cuarta décadas del siglo, sin embargo, Francia empezaba a salir del largo aletargamiento causado por las guerras civiles religiosas justamente al mismo tiempo que España empezaba a dar claros signos de agotamiento. En circunstancias normales, como se había hecho de una forma u otra en el pasado, es muy posible que Inglaterra hubiera acudido en la ayuda de España para evitar su colapso definitivo y el consecuente fortalecimiento excesivo de Francia. Lamentablemente para España, sin embargo, los conflictos internos en Inglaterra, en parte consecuencia de los impopulares contactos de Jacobo con los españoles, impedían a los ingleses cualquier intento de intervención efectiva en el exterior. Esta conjunción de sucesos contribuiría, en gran medida, al hundimiento definitivo de España como potencia de primer orden y al establecimiento de una indiscutible preponderancia francesa.

     En cualquier caso, durante los meses que duró, la estancia de Carlos en Madrid suscitó un enorme interés en toda Europa por las consecuencias que podría traer en la distribución de fuerzas en el continente. Consecuentemente, fueron numerosísimas las referencias al tema en textos literarios y no literarios contemporáneos.





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Selección bibliográfica recomendada

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