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La estética del Ave María

Solange Hibbs-Lissorgues

Université de Toulouse II - Le Mirail

Con este epígrafe provocador que encabeza una de las largas crónicas de La Ilustración Católica (1878) sobre estética, nuestro propósito es reflejar el acostumbrado oportunismo de una institución y de determinados sectores católicos para quienes el debate sobre la estética y el arte en sus múltiples manifestaciones cobra particular importancia en el siglo XIX e inicios del XX.

Contexto filosófico e ideológico

Este debate se enmarca en la neoescolástica, portavoz filosófica y teológica de las fuerzas sociales que estaban interesadas por inmunizar a la cultura católica. Se opone con sus representantes a cualquier corriente social, intelectual y cultural producida por la Edad Moderna e independiente de la Iglesia. No es nuestro propósito ahondar en los diferentes momentos de esta corriente neoescolástica, sino mencionar algunos aspectos más directamente vinculados con nuestro tema. Obviamente esta neoescolástica se vertebra alrededor del tomismo que pretende renovar el nivel de los estudios teológicos. Es de notar el papel de filósofos de principios de siglo como Francisco Alvarado (1756-1814), que recurrió a la filosofía tomista para luchar contra las corrientes intelectuales y sociales modernas, los «afrancesados», los liberales, los jansenistas. Impulsó decisivamente el nacimiento de la neoescolástica como arma defensiva contra los avances modernos (Schmidinger, 1994: 222). Figuras del catolicismo de la época como el jesuita asturiano José Fernández Cuevas (1816-1864) siguieron esta línea.

Otro importante hito fue la reforma de los estudios de filosofía en los centros eclesiásticos romanos y también en España. En este aspecto el papel del papa León XIII fue decisivo y la encíclica Aeterni Patris (1879) asentó de manera duradera el renacimiento tomista. Se trataba con esta encíclica de intentar resolver una de las cuestiones complejas con las que siempre se había enfrentado el cristianismo: conciliar los derechos de la razón y la trascendencia de la fe.

El tomismo suponía una autoridad no solo en religión sino también en filosofía que pudiese limitar estrictamente los derechos de la razón individual (Schmidinger, 1994: 290). En este particular ámbito de la vida católica, la discusión se centraba en los vínculos entre filosofía, metafísica, ciencia y cristianismo. El debate sobre arte y estética presente en la obra de los escritores y filósofos católicos de la época como Balmes, Marcelino Menéndez Pelayo, Ceferino González, Juan Manuel Ortí y Larra, por citar solo a algunos, se enmarcó en la reflexión sobre metafísica. La estética que refleja la cosmovisión católica es una verdad construida y no una realidad fragmentaria, una verdad suprasensible, reflejo de la perfección divina. En la medida en que la esfera propia de la estética es el mundo espiritual, y en este el orden moral, la estética es una categoría moral.

Varias personalidades de catolicismo español se destacan en esta revitalización de la neoescolástica.

Una etapa notable en este proceso es la posición de Ceferino González (1831-1894), creador de un círculo en Madrid a partir de 1871, al que dirigió intelectualmente favoreciendo, de este modo, la presencia y la importancia de la neoescolástica en la vida científica, social y política de España. Autor de Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás (1863), Ceferino González plantea las soluciones tomistas a los problemas de la verdad y de la certeza, del ser y de la esencia, del panteísmo y del creacionismo, del espíritu y de la materia, de las ideas y del entendimiento. En su obra, y más precisamente en su Historia de la filosofía (1878-1879), se fija en las manifestaciones históricas de la actividad humana y, entre ellas, en el arte. Expresa en su reflexión una aspiración a una obra total y trascendente, fruto de la revelación cristiana, única capaz de conferir un sentido coherente a la existencia y a las producciones humanas. Existe una clara filiación entre estas reflexiones de filósofos neoescolásticos que entroncan con el pensamiento de autores como san Agustín y, más adelante, con el de Balmes. En ambos casos, la doctrina católica afirma que Dios es un ser infinito, es perfección infinita y también belleza infinita. Y por lo tanto que nada bello hay que no sea un reflejo de la belleza divina. En este sentido, cabe recordar la influencia de las obras de san Agustín y, más particularmente, La naturaleza del bien, en el que se asienta definitivamente la perfección infinita de Dios ya:

que de Dios proceden todos los bienes y él es el principio de toda medida [...]. Por lo tanto, Dios está sobre toda medida de la criatura, sobre toda belleza y sobre todo orden, no con superioridad local o espacial, sino con un poder inefable y divino porque de él procede toda medida, toda belleza, todo orden.

(San Agustín, 2009: 873)



Son estos mismos preceptos agustinianos los que retomarán apologistas católicos como Manuel Pérez Villamil, instaurador en las últimas décadas del siglo, de los Estudios Católicos en los que desempeña la cátedra de teoría e historia de las Bellas Artes.

El debate que se instaura en la segunda mitad del XIX se centra en la sensibilidad y la razón, el mundo material y el mundo inmaterial, las realidades suprasensibles y sensibles, la estética siendo, por retomar las palabras de Jaime Balmes en su Tratado sobre estética, «la ciencia que trata de la sensibilidad» (Balmes, 1964: 176). En las páginas de este tratado, expresa claramente su crítica del sensualismo y establece las bases sobre las que tiene que estudiarse la estética: no se la debe incluir en la ideología pura supuesto que las ideas y las sensaciones son objetos diferentes. Pero empezar por situarla en la metafísica que debe principiar, a su vez, por el estudio de nuestra alma: «no porque ésta sea el origen de las cosas sino porque es nuestro único punto de partida» (1964: 176).

Una vez más predomina la realidad suprasensible, superior a toda otra realidad percibida por los sentidos ya que es la única que refleja la perfección divina y, por ende, la belleza divina.

Esta primera referencia a Balmes nos permite destacar la dimensión propiamente filosófica de un debate que, alimentado por las traducciones de las obras de Hegel -Curso de estética (1820-1821)-, de la obra de Edmund Burke -A philosofical enquiry into the origin of our ideas of the sublime and the beautiful, 1779, traducido en 1807, y en 1876, bajo el título Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello-, el Tratado de Estética (1750-1758) de Alejandro Amadeo Baumgarten, así como la obra de Carl Lemcke -La estética popular, traducida por Miguel de Unamuno- y la difusión de obras como las de Lamennais -De l'art dubeau (1881)-, dará lugar a virulentas reacciones por parte de varios sectores católicos. Precisamente es Juan Manuel Ortí Lara (1826-1904), profesor de metafísica en Madrid y defensor de una neoescolástica integral como medio auxiliar para luchar contra los abusos de la Edad Moderna, el que traduce la obra de José Jungmann, en 1882, La belleza y las bellas artes según la doctrina de la filosofía socrática y de la cristiana, que es una refutación de las obras e ideas de los filósofos «sensualistas, panteístas y defensores del ideal objetivo» (Jungmann, 1182: 10). Jungmann, que es un sacerdote de la Compañía de Jesús, profesor de teología en la universidad de Insbruck, parte de la idea que la estética es una rama de la filosofía moral y la historia del arte, otra rama de la historia universal.

Fruto de la Ilustración, la estética moderna supone un enfrentamiento entre la civilización cristiana, y la filosofía racionalista que reivindica una realidad sensible conocible gracias a los sentidos y el raciocinio. En su obra, Jungmann afirma lo que es un postulado insoslayable para los católicos, la oposición entre materia corruptible y espíritu:

Es una verdad sabida de todos, que aunque las cosas corpóreas tienen, como las espirituales, varias propiedades puramente inteligibles, nunca las poseen con la misma perfección que las últimas [...]. La sustancia espiritual, por ser mucho más excelente que la corpórea, poseerá naturalmente mayor capacidad que ella para recibir su medida de belleza; ésta, como cualquiera otra dote inteligible, puede llegar en el espíritu a una perfección que la materia no puede absolutamente contener.

(Jungmann, 1882: 16-17)



Según Jungmann, las modernas filosofías están vacías de todo espíritu. Recoge dicho autor, como otros filósofos y apologistas católicos, el concepto platónico de una belleza que no es más que el reflejo de una belleza ideal, «la hermosura interior, aquella hermosura con que el espíritu santo adorna las almas derramando en ellas su esplendor» (Jungmann, 1882: 23).

Por lo tanto, el arte no puede de ninguna manera restringirse al conocimiento y a la reproducción de la naturaleza y de la vida humana ya que los objetos que pertenecen a estas dos esferas y que ofrece el arte en sus obras no son más que medios con respecto al fin artístico que es la representación de lo bello suprasensible. En base a ese dogma, Jungmann propone una jerarquía inamovible en el ámbito de la estética y de la representación de la belleza:

De donde se sigue evidentemente, que la belleza de la naturaleza racional es superior a la meramente corpórea; que la belleza de los espíritus puros, en cuanto se hace abstracción del orden sobrenatural, es más perfecta que la humana; que la belleza del reino animal es superior a la del reino vegetal, y ésta a su vez es más excelente que la del reino de los seres inorgánicos. Con relación a los seres naturales, la belleza se muestra en el órden moral con más alta perfección que en el intelectual; la del órden sobrenatural es superior, sin comparación, a la del órden natural; y por último la de la naturaleza que ha alcanzado su última perfección en el seno de la vida eterna, sobrepuja con mucho a la de la misma naturaleza que hallándose en el estado de la prueba anhela a su perfección final.

(Jungmann, 1882: 145-146)



Evidentemente dicho crítico recoge en su obra las ideas y los principios de los apologistas católicos europeos como Lamennais (1782-1854) cuya obra De l'art et du beau (1881) refleja la polémica aguda que opone los defensores del espiritualismo y de la belleza ideal o bello suprasensible a los que abogan por una representación material y realista del mundo sensible, por el ideal objetivo1.

En las consideraciones preliminares de su obra, Lamennais nos recuerda que «el Arte implica la Belleza esencial, inmutable, infinita, reflejo de la Verdad, de la que es perpetua manifestación» (Lamennais, 1881: 2). Reconoce que el Arte conlleva dos elementos indisociables: el elemento espiritual o ideal que se caracteriza por ser infinito y el elemento material que se diferencia del primero por su naturaleza limitada y fragmentaria. Aunque Lamennais, a diferencia de ciertos apologistas católicos más fundamentalistas en su enfoque, reconoce la importancia de los sentidos para captar y sentir las formas, aceptando de este modo una explicación más fenomenológica, afirma solo puede existir una armonía de lo bello, una belleza ideal mediante el vínculo insoslayable entre unidad y variedad. La observación del mundo sensible no es más que la vía predilecta para acceder a la armonía consustancial en la naturaleza entre la verdad y lo bello. Lamennais rechaza por lo tanto el arte que solo sería una copia de la naturaleza; la verdad no puede trasparecer en el Arte mediante la imitación y necesita la reproducción «del tipo ideal al que sólo puede accederse por la mente, tipo ideal que al encarnarse en la naturaleza no puede captarse con los sentidos»2.

La belleza pues, se muestra con toda su perfección en el orden de las cosas invisibles ya que su esfera propia es el mundo espiritual y en este señaladamente el orden moral. La estética moderna no es más que otra rama de la ciencia racionalista que afirma que la belleza es el término de todo conocimiento adquirido por los sentidos. La estética del Ave María, que se alimenta en las fuentes de la filosofía platónica, y dictamina que la belleza no puede ser más que el reflejo de un ideal de belleza, se fundamenta en un discurso totalizante.

Esta concepción conlleva consecuencias evidentes en el momento de plantearse la cuestión de la representación en el arte y también en la literatura. La primera consecuencia es la oposición tajante entre un mundo esférico y cerrado en el que belleza y orden moral están indisolublemente unidos y una realidad movediza y fragmentaria cuyas formas y cuyos objetos tienen vida autónoma.

Nos ha parecido relevante citar extensamente algunas definiciones de la belleza contenidas en la obra de Jungmann, definiciones a las que se acogen muchos católicos, ya que se ve claramente que la estética católica no se desvincula de una visión moral y teológica. La estética moderna, rama de la filosofía materialista, del racionalismo y del sensualismo, se opone fundamentalmente al catolicismo ya que, según nos dice Manuel Pérez Villamil en La Ilustración Católica:

no hay ciencia que no sea deudora al catolicismo de sus principios esenciales, ni arte que le deba el fundamento de sus reglas y la ley de sus progresos ya que la base fundamental de la Estética verdadera [...] es Dios, principio, centro y fin de lo bello.

(1878: 4)



Se trata de un planteamiento fundamentalista del arte ya que se considera que la civilización cristiana lo contiene todo. Aunque lo recupera para cristianizarlo, la doctrina católica afirma que el mismo concepto de estética es falso e inútil. En uno de los discursos que inaugura el curso de Historia de las Bellas Artes de los Estudios Católicos, Manuel Pérez Villamil, conocido crítico de arte, director de La Ilustración Católica y profesor en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, afirma que no se había sentido antes la necesidad de abrir cátedras de estética ya que «la misma Biblia nos revela que las criaturas son bellas y su belleza desciende de Dios; de modo que, según los Libros Santos, la belleza es un atributo divino y la belleza de las criaturas tiene su principio en el Creador» (Pérez Villamil, 1874: 10). No cabe duda de que «los falsos filósofos del pasado siglo, cuyo cometido era combatir el catolicismo, dirigieron sus acechanzas a todas las esferas de la vida social» y se dieron cuenta de la importancia de las bellas artes «campo de fecundas glorias para la Iglesia de Cristo» (Pérez Villamil, 1874: 5-6).

Recoge Villamil los argumentos de filósofos como Jungmann, al que cita explícitamente, para manifestar que «Dios, ser infinito, no puede manifestarse por medio de las formas sensibles que necesariamente son limitadas» (Pérez Villamil, 1874: 8). El discurso de Pérez Villamil recoge todas las críticas demoledoras del catolicismo con respecto a lo que llama los filósofos anti-cristianos.

Como es habitual, la superioridad del dogma católico y, por ende, del dogma estético, se demuestra con referencias a periodos ejemplares de la historia del catolicismo: el arte regenerado por las doctrinas del Evangelio es el que ofrece el espectáculo magnífico del arte cristiano con sus templos levantados en los siglos XII y XIII. Nos dice Villamil que:

con el periodo del Renacimiento clásico, empiezan a extraviarse las ideas artísticas en Europa; en aquel periodo, divorciáronse las ideas de belleza y bondad y se dio un desprecio absoluto hacia el arte espiritualista de la Edad Media y aquel culto idolátrico a los restos mutilados del arte greco-romano.

(Pérez Villamil, 1874: 13)



En la mayoría de los textos de la época, se destaca la superioridad del arte inspirado por la teología católica, el arte eclesiástico. Las definiciones de la estética no pueden disociarse de las contingencias religiosas y políticas. Las reivindicaciones nacional-católicas del arte cristiano conllevan el total rechazo del periodo posrevolucionario en el que se «afirmó la gerigonza del racionalismo alemán [...] manchada con las suciedades del sensualismo alemán» (Pérez Villamil, ILC, 7 noviembre 1878)3.

Estética católica y restauración católica

Manuel Pérez Villamil se sitúa en la obra de restauración social emprendida por la Iglesia, católica a partir de la Restauración. Se fundan en 1874 los Estudios Católicos como cátedra de teoría e historia de las Bellas Artes, cátedra confiada al propio Villamil:

Por la importancia y trascendencia de los frutos que produce, es la esfera de las bellas artes una de las que más llaman en el día la atención de los sabios católicos y es una de las que exigen más urgente y general estudio para contener los estragos que causan en ella la impiedad y la ignorancia de los sofistas y vándalos del siglo XIX.

(Pérez Villamil, 1874: 4)



La conservación del patrimonio artístico y el cultivo de los estudios estéticos son dos requisitos para defender lo que se define como arte cristiano. En dichos Estudios Católicos, se reivindica la obra de san Agustín que contribuyó, a juicio del autor, a las verdades fundamentales de la estética católica. No puede desvincularse esta iniciativa de las que se emprenden en el ámbito de la literatura y del arte en general: crítica literaria y artística en toda la prensa católica, círculo de buenas lecturas y buenos libros que recogen los dogmas de lo bello virtuoso y del deleite útil. El mismo Alejandro Pidal y Mon, discípulo de Ceferino González que impulsó durante la Restauración la malograda Unión Católica, fue uno de los católicos que más contribuyeron en favorecer la publicación de revistas que incidiesen sobre el terreno cultural ya que de lo que se trataba era defender el catolicismo «no sólo como religión, sino como ciencia, como política, como literatura, como arte» (Hibbs, 2011a: 374). El arte tiene una gran misión social y tiene por objeto directo e inmediato lo bello: «la misión del arte no puede ser más sublime ya que se trata de perfeccionar la vida humana acercándola a su ideal, que es el mismo Dios» (Pérez Villamil, 1874: 12). Afirma que «el Catolicismo tiene solución para todos los problemas que la razón del hombre no puede resolver y la luz de sus doctrinas alumbra el extenso campo de las ciencias y de las artes» (Pérez Villamil, 1874: 3).

Desde la ILC es donde Villamil expone con mayor firmeza lo que supone la re-catolización de la sociedad española «comunicar este movimiento católico a nuestra vida social y privada, reproduciendo en páginas vivas los hechos, movimientos, personajes y demás elementos de la restauración católica» (Hibbs, 2011a: 375). Algunas publicaciones se convierten en verdadero rescate del arte religioso.

Es de subrayar la especial involucración de los católicos en las exposiciones de Bellas Artes de Madrid, el lugar destacado de la crítica artística en las ilustraciones. Mediante crónicas redactadas por los historiadores de arte y escritores católicos destacados como Valentín Gómez, Manuel Ossorio y Bernard y Manuel Pérez Villamil autor, entre otras, de un extenso estudio titulado La Virgen santísima y el arte cristiano (ILC, 1878). Se trata de apuntes para un libro sobre la influencia del catolicismo sobre el arte y de su rechazo tajante de la llamada estética moderna y materialista, que se reduce a calco de la naturaleza, a una copia servil de la realidad4: «La verdad estética no se aprende en las cátedras de los Ateneos, apréndese en los manantiales de la bondad infinita [...]. Así que asentamos la base fundamental de la Estética verdadera que es Dios, principio, centro y fin de lo bello» (Pérez Villamil, ILC, 7 noviembre 1878).

El desarrollo de cultos como el culto mariano sirve de pretexto para justificar una estética que se fundamenta en principios religiosos: «Este renacimiento del arte cristiano coincide, como es natural, con el renacimiento del culto de la Virgen, que sin extinguirse nunca, había decaído también en medios de las tinieblas de la revolución moderna» (ILC, 7 enero 1879).

En la prensa católica se erigen verdaderas cátedras del buen gusto literario, del género novelesco ortodoxo. Tanto las críticas literarias como artísticas de dichas revistas constituyen una cantera sustancial para los investigadores que se interesan por la cultura católica del XIX. Mencionemos por ejemplo revistas como La Hormiga de Oro con crónicas como «Un rato de conversación» de Llauder sobre novela y literatura. Dichas notas bibliográficas constituyen un auténtico catálogo de obras edificantes, y una crítica de las obras literarias contemporáneas. La mayor parte de las obras recomendadas están en venta en la Librería de La Hormiga de Oro lo que demuestra la voluntad de la Iglesia de controlar a la vez la producción y la difusión material del impreso.

Estética del Ave María y arte nacional

El arte tiene un cometido social; de hecho hay que introducir la estética y el estudio del arte en «cátedras elementales» para que la enseñanza del arte «sea más interesante y útil, procurando reivindicar para el arte español el alto lugar que le corresponde en la historia general del mismo y haciendo accesibles a todas las clases sociales el estudio de los monumentos más notables de nuestra patria» (Pérez Villamil, 1874: 18).

También es el fermento de la historia nacional. Desde múltiples instancias, se va fraguando una visión nacionalista del arte, mejor dicho de la cultura católica. Para conocer el verdadero espíritu de la historia de la patria, hay que buscar «en el arte la clave misteriosa de sus hechos memorables» afirma Villamil (1874: 15).

Esta visión nacionalista del arte se afirma como un rechazo a la modernidad y a lo extranjero: el estudio de las bellas artes y del arte, incluyendo el español «ha logrado en el extranjero un gran desarrollo pero nunca satisfará las necesidades de nuestra patria» (Pérez Villamil, 1874: 18). Se destaca la superioridad del arte español ya que ningún pueblo ha sido más rico en obras artísticas de todos géneros. Esta superioridad es la que se reivindica en los ámbitos de la arquitectura, de la pintura y de la literatura. Claro testimonio de esta empresa de recuperación ideológica y nacionalista es la organización de los centenarios de pintores como Murillo, de escritoras como santa Teresa de Jesús, así como la celebración de la muerte de autores como Fernán Caballero. También cabe recordar en 1879, los intentos de restauración de los monumentos religiosos: la restauración de la basílica de Montserrat, Covadonga: monumento insigne de la reconquista española. Se llega a organizar una campaña de donativos ya que la basílica refleja una visión histórica: la de un orden cristiano inmutable.

La producción y la reproducción del nacionalismo con los grandes mitos históricos se asientan en una concepción del arte que se caracteriza por su estatismo y su intemporalidad. Para rescatar lo propio de la nacionalidad, conviene fijar las huellas que se van borrando de las costumbres nacionales y cultivar «la historia viva de lo pasado»: viñetas, cuadros populares, escenas costumbristas.

Este planteamiento nacionalista es el que encontramos en los prólogos de las obras literarias de la época o en manuales de literatura como los del Padre García Blanco (Historia de la literatura en el siglo XIX) o del agustiniano Conrado Muiñoz, autor de una descolorida novela histórica, Simi la hebrea (1891). Retomando el conocido prólogo del Duque de Rivas para la novela de Fernán Caballero, La familia de Alvareda: «Una novela original española, en que se pintan costumbres nuestras, en que se inculcan sanas y consoladoras creencias» (Fernán Caballero, 1856: II).

No insistiré sobre la conocida polémica que enfrenta ortodoxos y heterodoxos en el campo de batalla de la novela naturalista, pero esta polémica revela la identificación tan frecuente en los esquemas ideológicos de la época entre fe y nacionalismo. Francia es tradicionalmente uno de los principales focos de corrupción. Se identifica el naturalismo con la decadencia de las sociedades modernas y, en 1885, La Hormiga de Oro emprende una verdadera cruzada contra el sensualismo, el materialismo de la literatura moderna. Esta cruzada es la que emprende también Antolín López Peláez autor de la conocida obra Los daños del libro (1905) al dedicar varios capítulos a la novela naturalista. Este nacionalismo literario artístico viene de la mano de un catolicismo férreo.

También trasparece, en las cátedras literarias de la época, el ideal de belleza inspirado por el espíritu religioso. Resulta muy esclarecedor en este aspecto el prólogo de Marcelino Menéndez Pelayo para la novela costumbrista Los Mayos (1879) de Manuel Polo y Peyrolón5. A juicio del prologuista, el mayor mérito de Polo y Peyrolón, catedrático del Instituto de Teruel y «acérrimo defensor de la filosofía cristiana y grande enemigo de la barbarie krausista», es haber contribuido a enriquecer el caudal de una literatura costumbrista que refleja el sabor del pueblo español, tipos «que por su delicadez y elevación moral parecerían inverosímiles si pluma menos diestra los trazara» (Menéndez Pelayo, 1879: 2-3).

Menéndez Pelayo no puede menos que ensalzar la novela costumbrista cristiana que, bajo la pluma de un Pereda, de un Trueba y de un Polo y Peyrolón rescata el fondo inconmovible de las tradiciones españolas. Más crítico que sus coetáneos en cuanto a la valoración estética de determinadas obras, Marcelino Menéndez y Pelayo pone en evidencia una de las cuestiones peliagudas para los escritores católicos que se precian de respetar los cánones de lo moral y de lo bello: la cuestión del estilo. Se perciben en las líneas de este prólogo las dudas que pueden existir en cuanto al mérito literario de determinadas obras. Por ejemplo no duda en cuestionar el valor estilístico y interés de las novelas de Fernán Caballero; tampoco deja de recalcar la «severa y pudibunda moralidad» de los cuentos de Polo y Peyrolón que atenúa, a sus ojos, el valor literario de su obra (Menéndez y Pelayo, 1879: 7)6.

Si la amenidad no está reñida con el mérito, habrá que esperar a las últimas décadas del siglo para que se reconozca el valor literario de escritores como el Padre Coloma, e incluso el propio José María Pereda «eminentísimos novelistas y de sanas tendencias» (Menéndez Pelayo, 1879: 7) y que se aprecie independientemente de los estrictos criterios morales. En todo caso, la novela de costumbres católica puede acercarse a moldes más cercanos del realismo siempre y cuando este realismo no altere el poso profundamente nacional de los usos populares. El debate del siglo XIX en España sobre la literatura nacional es muy revelador de los temores de una institución, más precisamente la institución eclesiástica, ante géneros literarios como la novela que reflejan la realidad compleja y movediza. La visión tomista propicia la reivindicación de obras artísticas en las que religión y belleza no pueden disociarse. Mediante los valores fijos y eternos que refleja, la literatura costumbrista encarna «la esencia íntima y la vida tradicional del pueblo español» (Menéndez Pelayo, 1879: 6). El autor del prólogo de Los Mayos nos ofrece una esclarecedora definición de lo que es la novela costumbrista tradicional, el género por excelencia, con la novela histórica, que deben cultivar los escritores que se precian de católicos. Aunque las exigencias estéticas en cuanto a estilo y textura narrativa no pueden ignorarse, la inspiración moral y cristiana sigue siendo el criterio imprescindible:

Según nuestro leal saber y entender, el autor de Los Mayos ni es idealista, ni realista: se inspira siempre en la naturaleza, que es la más abundante y cristalina fuente de inspiración; y aunque se propone embellecer lo bello, no puede prescindir de ciertos toques locales característicos, sin los que sus cuentos resultarían más o menos fantásticos, pero nunca de costumbres.

(Menéndez Pelayo, 1879: 11)



En las últimas décadas del siglo, la polémica con respecto a la literatura realista y naturalista se había exacerbado y obras como las de José Jungmann se convirtieron en referencia para los apologistas y escritores católicos. A la «Estética de la indiferencia [...] esencialmente atea» se opone la estética del Ave María y de la belleza suprasensible (Jungmann, 1882: 199).

Frente al lenguaje de la búsqueda y de la realidad movediza y compleja en un siglo en el que se manifiestan nuevas corrientes filosóficas y artísticas, la Institución eclesiástica y determinados sectores del catolicismo esgrimen un discurso excluyente y totalizante. La belleza se considera como el reflejo de una verdad y no como la expresión de una realidad. La exaltación de una estética «católica» se convierte en el fundamento de las reivindicaciones nacional-católicas españolas frente a las corrientes estéticas extranjeras.

Bibliografía

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