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La eterna cuestión

Esbozo dramático en tres actos y en prosa

Enrique Gaspar





                    
PERSONAJES     ACTORES
MARÍA SEÑORA TUBAU (María.)
LORETO SEÑORA ÁLVAREZ (Josefina.)
AMPARO SEÑORITA SUÁREZ.
TREMEDAL SEÑORITA CAMARÓN.
CARLOS SEÑOR AMATO.
ENRIQUE SEÑOR THILLIER.
DOMINGO SEÑOR BALAGUER.


AL EXCMO. SEÑOR

D. Carlos O'Donell (Duque de Tetuán.)

MINISTRO DE ESTADO, ETC., ETC.

En testimonio de reconocimiento y respetuosa amistad,

El autor.



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Acto I



Pequeño gabinete achaflanado. Muebles elegantísimos. Puertas laterales, con ricas colgaduras. En el fondo, un gran arco con vidriera, dando salida a una vasta terraza circuida de balaustres y adornada de plantas exóticas. El cortinaje de esta abertura, plegado a la italiana; con un lado recogido y el otro suelto. Junto a este paño un pouf. Forillo de campo con la vista de un pueblo hacia la izquierda del actor.



Escena I

MARÍA y AMPARO, en la terraza, mirando hacia el pueblo.

     MARÍA. -¡Un hombre sobre la vía!

     AMPARO. -¡Se le va a echar encima el tren!

     MARÍA. -No; ya llega el guardabarrera.

     AMPARO. -¡Pronto!... ¡Ay! ¡Los dos por el suelo!

     MARÍA. -¡Sí; pero ruedan hacia el borde del camino!

     AMPARO. -Por fin...

     MARÍA. -Ya están en salvo. (Cesan los silbidos.)

     AMPARO. -¡Qué susto me han hecho pasar!

     MARÍA. -¡Unos segundos más, y no lo cuentan!

     AMPARO. -¡Hay personas tan imprudentes que, aún viendo la cadena puesta, se empeñan en cruzar el paso a nivel!

     MARÍA. -Mira, mira: ¿qué es lo que recogen ahora de encima de los rails?

     AMPARO. -¡Es verdad!

     MARÍA. -Algo que ha hecho añicos la locomotora.

     AMPARO. -Una bicicleta.

     MARÍA. -Pues en esa, ya no vuelve a montar nadie.

     AMPARO. -Hacia aquí viene con los despojos.

     MARÍA. -Podremos preguntar...

     AMPARO. -¡Ay, mamá!...

     MARÍA. -¿Qué?

     AMPARO. -¡Si es Díez!

     MARÍA. -¿Cómo? ¿Domingo? En efecto; ya nos ha visto. (Las dos hacen señas con las manos.)

     AMPARO. -¡Alguna imprudencia suya!

     MARÍA. -¡Si es el rigor de las desdichas!

     AMPARO. -Confía demasiado en sí mismo.

     MARÍA. -Sí; se adula. (Hablando con DOMINGO, a quien se le supone debajo de la terraza.) ¿Pero, qué es eso? ¿Qué le ha pasado a usted?



Escena II

DICHAS y DOMINGO

     DOMINGO. -(Dentro.) ¿Qué me ha pasado? Pues el tren casi por encima.

     AMPARO. -¿Se ha lastimado usted?

     DOMINGO. Por ahora no me duele más que el bolsillo.

     MARÍA. -¡Pobre bicicleta!

     DOMINGO. -La dejo aquí, y subo, si no las molesto a ustedes.

     MARÍA. -¿Molestar?

     AMPARO. -Nunca.

     MARÍA. -¡Qué hombre! (Viniendo a la escena con su hija.)

     AMPARO. -¡Verdaderamente ha debido nacer en un día aciago!

     MARÍA. -¡En vagón, descarrila; si monta, se cae; embarcado, naufraga!...

     DOMINGO. -(Apareciendo en traje de ciclista, y saludando a las señoras.) Y si me caso, enviudo sin que se muera mi mujer.

     MARÍA. -¿Qué ha ocurrido?

     DOMINGO. -Nada: que venía escapado, no vi que la cadena estaba tendida y, naturalmente, la bicicleta salió por un lado y yo por otro.

     AMPARO. -¡Jesús!

     DOMINGO. -Pero ella por su propio impulso, y yo por elevación, nos volvimos a reunir tras breve ausencia sobre los rails.

     MARÍA. -¡Qué horror!

DOMINGO. -Sólo que esta vez, con los términos invertidos.

     LAS DOS. -¿Cómo?

     DOMINGO. -Yo debajo, y con un tren delante...

     MARÍA. -¿Iba usted ciego?

     DOMINGO. -¡Señora, iba como siempre, bajo el influjo de mi fatalidad!

     AMPARO. -¿Tan desgraciado es usted?

     DOMINGO. -¡Anda, anda!... ¡Pues si hasta los amigos me han cambiado ya el mote!

     LAS DOS. -¿El mote?

     DOMINGO. -Mi nombre, es Domingo Díez; pero en el Veloz, nadie me conoce más que por Domingo diez.

     MARÍA. -No sabía...

     DOMINGO. -Sí, a consecuencia del célebre record en que el domingo de Pascua, me cupo la honra de llegar el décimo.

     AMPARO. -¿Sí?

     DOMINGO. -Porque no corríamos más que once.

     AMPARO. -¡Bah!

     DOMINGO. -Y uno se había inutilizado en la primera vuelta.

     MARÍA. -Merece usted ser andaluz.

     DOMINGO. -Pues, bien; figúrese usted si será proverbial mi mala sombra, que ya han desistido de lo de Domingo diez, y ahora me llaman, martes trece.

     AMPARO. -Es un cambio de fecha nada más.

     MARÍA. -Convendrá usted, no obstante, en que el conflicto no lo ha provocado esta vez su desgracia, sino su falta de precaución.

     DOMINGO. -¿Falta de precaución? ¡Dijera usted exceso de prudencia y estaría usted en lo firme!

     LAS DOS. -¿Cómo?

     DOMINGO. -Que acabo de correr un peligro de muerte, por evitar una amenaza de matrimonio.

     MARÍA. -¿Es posible?

     AMPARO. -¡Ay! ¿Cuéntenos usted?...

     MARÍA. -¿Quién es ella? (Se sientan.)

     DOMINGO. -¿Quién ha de ser? La profilaxis contra el celibato, el microbio de la coyunda, el comisionado de apremio para los solteros morosos.

     LAS DOS. -Loreto.

     DOMINGO. -Veo que el retrato resulta parecido.

     AMPARO. -Es una fotografía.

     MARÍA. -¿Pero tan serio anda ya el asunto?

     DOMINGO. -Es de una gravedad permanente. Esa mujer, como todas las epidemias, le hace a uno vivir bajo el temor de que, la cosa más insignificante, pueda constituir un síntoma premonitorio.

     MARÍA. -En efecto; posee una rara habilidad para llevar las cuestiones al terreno que la conviene.

     DOMINGO. -¡Tiene una mano izquierda incomparable! A ninguno de sus amigos se nos ha ocurrido, ni remotamente, entrar en su familia, y no obstante, a todos nos quiere persuadir de que aspiramos a convertirla en esposa o en suegra.

     AMPARO. -Al menos, no desatiende a Tremedal.

     DOMINGO. -¡Ah! no; es muy buena madre; hay que hacerle justicia. Su primer capotazo es siempre para llevarnos del lado de su hija; pero en cuanto se apercibe de que los peces no acuden, tira las redes maternas y coge la caña para ponerse a pescar por cuenta propia.

     MARÍA. -Se comprende; es joven.

     AMPARO. -Y viuda.

     MARÍA. -Y guapa.

     DOMINGO. -Pues ese es mi miedo. Con sus atractivos y mi carácter débil, es muy fácil tropezar en la Vicaría.

     AMPARO. -¿Le asusta a usted el matrimonio?

     DOMINGO. -Me asusta como toda enfermedad a la que uno tiene predisposición. Si el matrimonio no durase más que unas horas, yo me casaría con todas las mujeres que me gustan.

     MARÍA. -Me parece que en esta ocasión se exagera usted el peligro.

     DOMINGO. -¿Por qué?

     MARÍA. -Porque su caso de usted es el de todos.

     DOMINGO. -No lo crea usted. Hay para ella víctimas propiciatorias, de preferente degüello.

     LAS DOS. -¿Sí?

     DOMINGO. -En primer lugar, Mendoza.

     AMPARO. -¿Enrique?

     MARÍA. -¿Está usted seguro? (Reprimiéndose.)

     DOMINGO. -¡Vaya! y se explica. Es el hombre de moda; todas las mujeres se lo disputan y la envidia de las demás, sería para Loreto más satisfactoria que su propio triunfo.

     AMPARO. -¿Pero es por ella o por Tremedal por quien aboga?

     DOMINGO. -Por las dos.

     LAS DOS. -¿Eh?

     DOMINGO. -Una después de otra, según el turno establecido por la costumbre.

     MARÍA. -Sin embargo, el que (Con interés mal disimulado.) esa mujer tenga pretensiones sobre Enrique, no arguye que él por su parte...

     DOMINGO. -De ningún modo, por lo que atañe a la niña; ahora, por lo que respecta a la madre...

     LAS DOS. -¿Qué?

     DOMINGO. -Que no me extrañaría, porque hay amores que se desarrollan en razón inversa de las probabilidades de matrimonio.

     MARÍA. -Según eso Mendoza... (Con ansiedad.)

     DOMINGO. -¿Sabe usted, María, que voy creyendo que Loreto tiene razón?

     MARÍA. -¿En qué?

     DOMINGO. -En mirarla a usted como a una rival temible.

     MARÍA. -¿A mí? (Desconcertada.)

     DOMINGO. -En el concepto de madre.

     MARÍA. -¡Ah! (Serenándose.)

     DOMINGO. -Sospecha que le disputa usted Enrique para Amparo.      AMPARO. -¡Ay! Pues tranquilícela usted, porque aunque a mamá se le hubiera ocurrido semejante idea, yo, no sólo no la abrigo, sino que la rechazo.

     MARÍA. -Ya lo oye usted.

     DOMINGO. -¡Son ustedes mi Providencia!

     LAS DOS. -¿Por qué?

     DOMINGO. -Porque de ese modo conservará Mendoza su primacía, y me dejarán en paz a mí, que le sigo con el número dos.

     AMPARO. -A todo esto, yo no le creo a usted.

     MARÍA. -Es verdad, nos está usted representando una comedia.

     DOMINGO. -No entiendo...

     AMPARO. -Que está usted enamorado.

     MARÍA. -Y tiene celos de Enrique.

     DOMINGO. -¿Yo?

     MARÍA. -Júreme usted que no ama a Loreto.

     DOMINGO. -La prueba es que la evito.

     AMPARO. -¡Bah! ¡El desdén con el desdén!

     MARÍA. -Justo, por despecho.

     DOMINGO. -A nadie le gusta ser plato de segunda mesa.

     AMPARO. -¡Ah!

     MARÍA. -¿Lo ve usted? (Se levantan.)

     DOMINGO. -Pero puedo asegurar a ustedes, que si el despecho, entra por algo en mi conducta, entra por muchísimo más la convicción. Sin ir más lejos, ahora acabo de encontrarla en el camino.

     AMPARO. -¿La seguía usted?

     DOMINGO. -No; me proponía visitar a ustedes y a los amigos que tengo aquí, cuando al volver un recodo, diviso un carruaje, a cuyo lado cabalgaba un jinete.

     MARÍA. -¿Enrique tal vez?

     DOMINGO. -Lo ignoro: porque, sobre ser corto de vista, mi primer impulso -lo confieso- fue enterarme de las condiciones estéticas de las señoras que, según mi presentimiento, lo ocupaban.

     AMPARO. -¡Qué instinto!

     MARÍA. -La costumbre de seguir siempre esa pista.

     DOMINGO. -¡Y dale! Acorto el paso; me acerco a la portezuela, y... «¡Perdido!» Me oigo gritar desde dentro.

     MARÍA. -¿Era ella?

     DOMINGO. -La misma. No respondí; pero del sacudimiento nervioso que experimenté, salí disparado como en la última vuelta de un match.

     AMPARO. -¡Jesús!

     DOMINGO. -Cuando tú llegues a Pozuelo -me decía, -yo estaré ya en El Escorial.

     MARÍA. -Y por poco...

     DOMINGO. -¡Sí; por poco no resuelvo un problema!

     LAS DOS. -¿Cuál?

     DOMINGO. -¡El de ir en bicicleta hasta el otro mundo!

     MARÍA. -¡Pobre amigo!

     DOMINGO. -A todas estas, yo me estoy aquí con mucha calma, y Loreto no debe tardar en venir.

     MARÍA. -¿Se han dado ustedes cita en mi casa?

     DOMINGO. -No me atormente usted... ¡Ea! Mientras regreso a Madrid por el tren, ya que estoy desmontado, voy a esconderme en algún asilo inviolable.

     MARÍA. -Aquí puede usted...

     DOMINGO. -¡Ca! ¡Son ustedes íntimas; registraría hasta el desván! Pediré refugio a algún amigo mío a quien ella no conozca.

     MARÍA. -Como usted guste.

     DOMINGO. -Compadezcanme ustedes, y adiós. (Yendo hacia la puerta.)

     AMPARO. -¡Cuidado con descarrilar! (Despidiéndole.)

     DOMINGO. -¡Ah! No le digan ustedes que me han visto.

     AMPARO. -No.

     MARÍA. -Ni pensarlo.

     DOMINGO. -¡Es que tengo más miedo a esa mujer, que un vagabundo a la benemérita!



Escena III

DICHOS; LORETO y TREMEDAL

     LORETO. -¡Alto a la Guardia civil! (Deteniendo a DOMINGO.)

     MARÍA Y AMPARO. -¡Loreto!

     DOMINGO. -¡Señora!... ¡Por Dios! No tire usted.

     TREMEDAL. -¿Han visto ustedes al prófugo? (Saludando.)

     LORETO. -¿Prófugo? ¡Desertor!

     MARÍA. -En tiempo de guerra.

     DOMINGO. -Y delante del enemigo.

     LORETO. -Pero, en fin; hay un Dios. ¿Parece que la voltereta no ha dejado nada que desear?

     MARÍA. -¿Te han contado?...

     LORETO. -Todo. ¡Tu jardinero, que presenció el salto, me ha dicho que se quedó como una rana!

     DOMINGO. -¿Se alegra usted?

     LORETO. -¿Alegrarme? ¡Qué ingratitud!

     TODOS. -¿Cómo?

     LORETO. -Yo no soy insensible a los homenajes que se me tributan, y entiendo que es uno, y muy lisonjero, el correr semejante peligro por evitar nuestra presencia.

     MARÍA. -Pero huir es más bien una desatención.

     LORETO. -No; sino una galantería cuando se es refractario al matrimonio, como Domingo, y se huye para sustraerse a una pasión que amenaza comprometer la independencia del celibato.

     DOMINGO. -(Ya nos dio el quiebro.)

     AMPARO. -Bien sospechaba yo...

     MARÍA. -Es verdad.

     DOMINGO. -Pero, señoras, si...

     LORETO. -Por mi carácter de madre y mi condición de mujer, debería abstenerme de hablar de ello; pero sobre ser del dominio público, usted nos asedia de tal modo...

     DOMINGO. -¿Yo?

     LORETO. -¡Cómo! ¿Negará usted que a todas horas me está haciendo el panegírico de Tremedal?

     DOMINGO. -No lo niego.

     LORETO. -¡La encuentra tan mona!...

     AMPARO. -Y con razón.

     LORETO. -Envidia al mortal que se case con ella.

     TREMEDAL. -¡Mamá!...

     MARÍA. -¡Amigo!...

     DOMINGO. -Pero... ¡Caramba! Eso no significa que yo...

     LORETO. -En efecto; no significa que usted sea el marido que le conviene, porque... a todas estas, también me hace la corte a mí.

     TODOS. -¡Ah!

     LORETO. -Siempre instándome a que abandone mis tocas de viudez.

     MARÍA. -¿Sí?

     LORETO. -Pretextando que estoy tan joven...

     AMPARO. -Y no miente.

     LORETO. -Que cualquiera me toma por hermana de mi hija...

     DOMINGO. -Hermana menor, si usted quiere; pero de ahí a casarme...

     LORETO. -Es claro, porque yo le he hecho comprender a usted que es una falta de delicadeza abusar de ese modo de mi situación.

     TODOS. -¿Qué?

     LORETO. -No basta ser madre, hay que parecerlo; y, como me ve sin una arruga delatora ni una cana justificativa, se cree autorizado a preferirme a Tremedal, creyendo que mi título es una usurpación. Pero amigo mío, paciencia; mi hija pasa antes. Procure usted introducirse en su corazón, si no lo tiene ya ocupado.

     DOMINGO. -De fijo lo está.

     AMPARO. -¿De veras? (Aparte a TREMEDAL.)

     TREMEDAL. -Sí, calla. Ya te contaré... (Aparte a AMPARO.)

     LORETO. -En ese caso, espere usted a que ella se case, Y entonces, hablaremos nosotros.

     DOMINGO. -Eso es; dejémoslo para entonces. Ya sé que usted no tiene prisa.

     MARÍA. -No será por carecer de pretendientes.

     LORETO. -A la mujer y al ministro, no le faltan nunca. Y a propósito. ¿Podría usted decirme quién es ese joven que seguía a caballo nuestro carruaje?

     DOMINGO. -No me fijé; iba tan deprisa...

     TREMEDAL. -(Es él, mi novio.) (Aparte a AMPARO.)

     LORETO. -Hace una semana que me lo encuentro en todas partes; pero hoy ha estado tan inconveniente...

     MARÍA. -¿Pues qué ha hecho?

     LORETO. -Una serie de evoluciones. ¡Primero salía a galope y se adelantaba; luego se ponía al paso esperándonos; y entonces, ciñéndose a la portezuela, me echaba una mirada, que... vamos, jamás la he visto tan profunda, tan penetrante, ni tan fija!

     TREMEDAL. -(El pobrecillo tiene una nube en el ojo.) (Aparte a AMPARO.)

     MARÍA. -¿Quién podrá ser?

     DOMINGO. -Por Dios, eso no se pregunta. Cuando se posee la belleza de Loreto, cuando se es dueña de los atractivos que la adornan, cuando...

     LORETO. -¡Este hombre es incorregible!... Ya, hasta me hace la corte en público. ¡A ver, niñas; id a coger unas flores y llevaos a este pecador impenitente!

     AMPARO. -Sí, sí; le enseñaré a usted mi colección de calceolarias.

     DOMINGO. -(¡Buena ocasión para echarme a correr!)

     LORETO. -(Aparte a él.) Y crea usted a una madre. Llame usted en el corazón de mi hija, que es posible que aún le abran.

     DOMINGO. -¡Ah! Pues si me abren... (¡Yo no entro!) (Vanse los tres.)



Escena IV

MARÍA y LORETO

     MARÍA. -¡Pobre Díez!

     LORETO. -Hija, no puede enojarse. Va en terna.

     MARÍA. -Sí, ya sé; con el número dos.

     LORETO. -Hace mal en desconfiar. El texto sagrado dice: «Los últimos, serán los primeros.» En fin, hablemos de cosas más importantes.

     MARÍA. -¿Te has hecho algún vestido?

     LORETO. -¡Cáustica! No. Te vengo a pedir noticias de Enrique.

     MARÍA. -¿Le pasa algo? (Alarmada.)

     LORETO. -Qué nerviosa eres, María.

     MARÍA. -Es que has hecho esa pregunta de un modo...

     LORETO. -El más natural del mundo.

     MARÍA. -Pero con un interés... que bien visto no debe extrañarme en ti que... quieres tanto a tu hija...

     LORETO. -Y que deseo que me satisfagas tú que... adoras no menos a la tuya. Conque dime: ¿Qué es de Mendoza?

     MARÍA. -No sé. Hace tres días que no ha parecido por aquí.

     LORETO. -¿Es Posible? ¡Él tan asiduo!...

     MARÍA. -Mi marido salió en coche después de almorzar, con el propósito de llegarse hasta Madrid, para ver si está enfermo.

     LORETO. -¡Oh, no! ¡Tranquilízate. Anoche tomó el té con nosotras.

     MARÍA. -¡Ah!

     LORETO. -Y el jueves comió en casa.

     MARÍA. -¿Sí?

     LORETO. -¡Pero qué aturdida soy!... Acaso te mortifique con estos detalles que temo traduzcas por una preferencia pretenciosa.

     MARÍA. -Es muy natural que Enrique encuentre más atractivos a vuestro lado.

     LORETO. -Mujer, yo hago lo que puedo desde el instante en que tú me aseguras que no te llevas miras sobre él.

     MARÍA. -Ninguna.

     LORETO. -Por supuesto, que lo dudo.

     MARÍA. -Haces mal. Amparo no piensa en Mendoza, ni remotamente.

     LORETO. -Tanto mejor para ti. Te ahorras un trabajo inútil.

     MARÍA. -¿Qué?

     LORETO. -No, no lo tomes por un arranque de soberbia. Al revés; hablo bajo el presentimiento de una derrota.

     MARÍA. -¿Cómo?

     LORETO. -Que tengo para mí que las niñas, no son el flaco de Enrique. A él le gustan más los cuadros que los bocetos.

     MARÍA. -Entonces, estás de enhorabuena.

     LORETO. -Por lo menos, me es lícito abrigar esperanzas en este caso, desde el momento en que tú no puedes poner tu candidatura frente a la mía. Y sin embargo... pretenden que es tu amante.

     MARÍA. -¡Mi amante! ¿Y lo dices riendo?

     LORETO. -¡Naturalmente! porque también me lo atribuyen a mí, y a todas las mujeres que conoce. Es una calumnia blanca, que lleva consigo, y a pesar suyo, el hombre superior -como arrastra el cometa su melena luminosa- y que semejante a los glóbulos homeopáticos, además de tener el agente venenoso distribuido en dosis infinitesimales, es inofensiva para los sanos. Sólo obra como ellos, sobre organizaciones enfermas.

     MARÍA. -Pero... en fin, Enrique...

     LORETO. -Enrique tiene una pasión.

     MARÍA. -¡Cómo! Tú también sospechas...

     LORETO. -Lo colijo de su conducta.

     MARÍA. -Algo concreto sabes. (Con afán creciente.)

     LORETO. -¿Pero de veras tú ignoras...?

     MARÍA. -Todo... Dime...

     LORETO. -¡Bah! Te burlas de mí.

     MARÍA. -Te lo juro; no. Acaba. ¿Quién es ella?

     LORETO. -¿Y pretendes que no me lo disputas para Amparo? ¡Tu propio celo te delata!

     MARÍA. -La curiosidad... Y, aunque así fuese. ¿Qué madre no persigue la felicidad de su hija en el indicio más remoto?

     LORETO. -¡Enhorabuena! Ya convenimos, en que abrigas por Enrique un interés... personal. Mejor, así podremos luchar más lealmente.

     MARÍA. -(Disimulando.) Todo lo descubres. Conque... ¿el objeto de esa pasión...?

     LORETO. -No lo conozco; pero indudablemente existe.

     MARÍA. -¿En qué te fundas?

     LORETO. -En primer lugar, no se descuidan sin graves motivos, amistades como la vuestra.

     MARÍA. -No.

     LORETO. -Ni puede reconocer otra causa la preocupación que hace tiempo le domina.

     MARÍA. -¿Tú has notado...?

     LORETO. -Y en suma; no va un hombre al terreno, por una mujer que le es indiferente.

     MARÍA. -(Aterrada.) ¡Qué! ¿Enrique se ha batido?

     LORETO. -Esta mañana.

     MARÍA. -Pero... ¿Muerto?

     LORETO. -¡Oh! ¡Calla! No querrá Dios...

     MARÍA. -¿Herido tal vez?

     LORETO. -Es de presumir que tampoco. Su destreza...

     MARÍA. -Pero... si así fuese... Corro...

     LORETO. -¿Adónde?

     MARÍA. -¡A su casa!

     LORETO. -¡Criatura! (Deteniéndola.)

     MARÍA. -Encontraré allí a mi marido... Él sólo no podrá... Los hombres...

     LORETO. -¿Estás loca? ¿Y la murmuración?

     MARÍA. -Resulta inofensiva para los sanos. ¿Y he de dejarle morir?

     LORETO. -Nadie dice...

     MARÍA. -Pues entonces...

     LORETO. -Anda; iremos juntas.

     MARÍA. -¡Qué buena eres! (Besándola.)



Escena V

DICHAS; ENRIQUE y CARLOS. Aquél, con la mano derecha vendada.

     CARLOS. -(Dentro.) María; mira a quien traigo, a Enrique.

     LAS DOS. -¡Ah!

     MARÍA. -¡Él! ¡Vivo! (Mal reprimiendo su gozo.)

     LORETO. -¡Vamos! Ya está ahí. Serénate. ¡Francamente; no me imaginaba yo que quisieras tanto... a tu hija! (Acariciándola hipócritamente.)

     CARLOS. -(Apareciendo con Enrique.) Anda, entra y reza el Yo Pecador.

     MARÍA. -Por fin...

     ENRIQUE. -No sé cómo disculparme... (Saludando.)

     LORETO. -Necesita usted confesión general (Dándole la mano.) si quiere usted ser absuelto.

     ENRIQUE. -Vengo haciendo examen de conciencia por el camino.

     CARLOS. -(Saludando a LORETO.) No la pregunto a usted por la niña; acabo de verla en el jardín.

     MARÍA. -Hemos llegado a sospechar si tendría usted algún resentimiento con nosotros.

     ENRIQUE. -Es lo único que no hubiera debido ocurrírsele a usted jamás. No, María; quehaceres perentorios...

     CARLOS. -A los que me ha costado gran esfuerzo sustraerle. Por fin, le he hecho subir en el coche, y me lo he traído a comer. ¿Nos acompaña usted, Loreto?

     LORETO. -Imposible.

     MARÍA. -¿También tienes tú que hacer?

     LORETO. -No; sino que se come tan bien aquí; que luego me cuesta una semana el volver a acostumbrarme a mi cocina.

     MARÍA. -¡Qué ocurrencia! Anda, quédate...

     LORETO. -Sin broma. Esta noche, tengo gente en casa.

     MARÍA. -(A ENRIQUE.) ¿Qué tiene usted en la mano?

     ENRIQUE. -Nada... una dislocación de la muñeca; tropecé con un mueble...

     LORETO. -¿A que acierto con cuál?

     ENRIQUE. -Acaso.

     LOS OTROS. -¿A ver?

     LORETO. -Con un sable.

     ENRIQUE. -¿Eh?

     CARLOS. -¿Con un sable?

     LORETO. -Amigo mío: Cuando se acude al tribunal de la penitencia, es para no ocultarle nada al confesor. Mendoza, viene de batirse.

     CARLOS. -¿Es eso verdad?

     ENRIQUE. -Pues bien... sí.

     MARÍA. -¿Y con quién?

     ENRIQUE. -Con un aturdido, que ha enredado en un chiste la reputación de una persona dignísima.

     LORETO. -Pepe Sánchez.

     MARÍA. -¡Ah!

     ENRIQUE. -Justo.

     LORETO. -Sí: eso lo pregona todo Madrid; pero lo importante es lo que se calla. ¿Quién es ella?

     ENRIQUE. -No será usted tan cruel que me obligue a desairarla, negándome a revelarle un nombre que hemos ocultado a los mismos padrinos.

     CARLOS. -¡Delicada atención!

     MARÍA. -Que honra mucho a los que así saben respetar a una señora.

     LORETO. -Poco a poco. Hallo muy natural el que esa señora agradezca el respeto que se la guarda; pero las demás, me parece que tenemos razón para poner el grito en el cielo.

     TODOS. -¿Cómo?

     LORETO. -Que ese silencio favorece al individuo, pero perjudica a la colectividad; y por la ley de las mayorías debemos exigir que se rompa.

     MARÍA. -No entiendo...

     ENRIQUE. -Con todo...

     CARLOS. -A ver; dejadla que se explique.

     LORETO. -Yo hubiera hecho un gran profesor de lógica. Pues bien; a estas horas, todo Madrid abriga la persuasión de que usted ha ido al terreno por un amor lícito. La curiosidad insaciable pide un nombre; no se lo dan y lo inventa. Cada uno cita el de la mujer que conoce, y a quien sabe que usted trata; lo lanza al viento, la opinión lo recoge, y, lo que no debía constituir más que una fijación personal, acaba siendo un almanaque.

     CARLOS. -¿Y quién remedia eso?

     ENRIQUE. -Tanto peor para la opinión si con esa facilidad cree cuanto se le dice.

     LORETO. -Pero usted no puede dejar bajo el peso de una sospecha a multitud de seres inocentes. Porque aquí no hay exclusiones: es una circular que nos alcanza a todas. Y tiene poquísima gracia que el mundo nos juzgue como juzgó a sus feligreses aquel venerable cura de aldea cuando, exhortándoles desde el púlpito:-Hay entre vosotros- les dijo -un gran pecador, que no nombraré, porque quiero dejar a la Providencia el cuidado de delatarle. Os voy a tirar esta pelota, y aquél a quien le caiga encima, que se dé por aludido. Allá va. A la una, a las dos, a las tres... ¡Pum!- Y vio que todas las cabezas se bajaron a un tiempo para evitar el golpe.

     CARLOS. -¡Por las trazas no andaban muy seguros de sí mismos!

     LORETO. -Lo cual no es nuestro caso; y no obstante...

     ENRIQUE. -Pero acabe usted el cuento. La pelota chocó contra el muro, y de rebote fue a darle al cura, quien con su candorosa sencillez exclamó: -«Esta no vale; ha sido falta.»

     LORETO. -¿Y qué?

     ENRIQUE. -Que también es falta en la opinión atribuir a ese duelo otra causa que la que tiene.

     LORETO. -Entonces se trata de un amor puro...

     CARLOS. -Novelesco.

     MARÍA. -Sin duda.

     ENRIQUE. -¡Por Dios!...

     LORETO. -¡Y en ese caso, la reserva es doblemente criminal; porque figúrese usted que me cuelgan a mí el mochuelo!

     TODOS. -¿Qué?

     LORETO. -Quiero decir que me distinguen con la preferencia.

     ENRIQUE. -No harían sino justificar los merecimientos de usted.

     CARLOS. -Amigo...

     MARÍA. -Esto es una declaración a quemarropa.

     LORETO. -¡Ca! Un falso movimiento para eludir el ataque; pero yo soy tenaz, e insisto. ¿Qué pena no experimentaría esa pobre enamorada oyendo pronunciar mi nombre y tantos otros, menos el suyo, en esta puja de gratuitos derechos? Sea usted compasivo, sea usted humano: hable usted.

     ENRIQUE. -No puedo, señora.

     LORETO. -Pues bien; procedamos al menos por eliminación. Júreme usted que no se trata de mí.

     TODOS. -¿Eh?

     LORETO. -¡Oh! No es que yo lo dude, sino que pido la confirmación oficial para estar autorizada a restarme de esa pasión ante mis amigas, a fin de que ellas sumen esperanzas.

     CARLOS. -¿Fuerte también en Aritmética?

     LORETO. -Elemental, pero preparatoria para el Álgebra, que es lo que ha de enseñarnos a despejar la incógnita. Conque... ante notario. ¿Verdad que no soy yo?

     ENRIQUE. -¡Cruel! ¡Obligarme a una desatención!

     LORETO. -¡Ay! ¡Qué peso me quita usted de encima! Esta noche lo sabe ya todo Madrid, y antes de diez minutos, Pozuelo. No; no me acompañes, conozco el camino. Ahí te dejo a Tremedal. Empezaré por tus vecinas de al lado.

     MARÍA. -¡Cómo! También las de Gutiérrez...

     LORETO. -Todas. Yo no debería decir esto delante de Enrique; pero, hija, es una epidemia. Sólo las mujeres casadas, como tú, os eximís del contagio por estar vacunadas. Vuelvo. (Vase.)



Escena VI

MARÍA, ENRIQUE y CARLOS

     MARÍA. -¡Jesús, qué Loreto!

     CARLOS. -Yo diría: ¡qué lorito!

     ENRIQUE. -¡Marea!

     MARÍA. -Hay que convenir, sin embargo, en que tiene una percepción muy clara y ve las cosas como son.

     ENRIQUE. -Cuando no las desfigura.

     MARÍA. -Lo que es en este caso...

     ENRIQUE. -Como en muchos otros.

     CARLOS. -De modo, ¿que esa venda...?

     ENRIQUE. -Un rasguño.

     CARLOS. -Que sin duda, no me has juzgado digno de presenciar cómo te lo hacían.

     ENRIQUE. -No me guardes rencor; fue tan perentorio... Además, creí deber evitarte un disgusto en la contingencia de un desenlace fatal.

     CARLOS. -Es cuando más se honra a los verdaderos amigos.

     ENRIQUE. -Perdóname.

     MARÍA. -¿Y verdaderamente ha sido una mujer la causa?

     ENRIQUE. -Sí, pero...

     MARÍA. -¡Oh! No vamos a llevar nuestra exigencia hasta pedirle a usted una indiscreción; pero siquiera, lo que ya pertenece al dominio público... Porque en fin; la persona es sagrada, pero la ofensa...

     CARLOS. -No habiéndosela ocultado a los padrinos, no han de ser ellos más privilegiados que nosotros.

     ENRIQUE. -(Como a pesar suyo.) Lo de costumbre. Reticencias sobre una honra; un chiste en menoscabo de una reputación, que no he creído deber tolerar, por lo mismo que parecía lisonjearme.

     CARLOS. -No hay nada que la maledicencia respete.

     MARÍA. -Ni la mujer casada.

     ENRIQUE. -¿Casada? Yo no he dicho...

     CARLOS. -¡Oh! Curiosidad femenina...

     MARÍA. -Muy justificada; porque la piedra sale de la mano y no se sabe a quién puede dar.

     CARLOS. -No te apures; no se trata de ti.

     MARÍA. -¿Tú sabes?...

     CARLOS. -Supongo que Enrique no me hubiera usurpado mi derecho, a castigar personalmente una ofensa hecha a mi mujer.

     ENRIQUE. -¡Naturalmente!

     MARÍA. -(Como contrariada.) ¡Ah! Ya. Pero... en fin; ¿es casada?

     ENRIQUE. -¡María...!

     MARÍA. -Eso no compromete a nadie.

     ENRIQUE. -No obstante, es un indicio.

     CARLOS. -Respóndela, hombre; de lo contrario no va a dejarte vivir.

     ENRIQUE. -(Cohibido.) Pues bien... no es casada.

     MARÍA. -(Disimulando su enojo.) Entonces, Loreto tiene razón. Está usted enamorado.

     ENRIQUE. -Tampoco arguye...

     MARÍA. -No se necesita ser un lince para ver el cambio que, de algún tiempo a esta parte, se ha operado en usted.

     ENRIQUE. -Cuando se tiene una preocupación, se cree que todo coincide con ella.

     CARLOS. -Que no eres el mismo, no te atreverás a negarlo.

     ENRIQUE. -¿Pues qué notas en mí?

     MARÍA. -¡Jesús!

     CARLOS. -¿Pretendes ser aún aquel carácter expansivo que nos comunicaba a todos su alegría?

     MARÍA. -Ahora parece como que se aísla usted de nosotros.

     ENRIQUE. -Mis ocupaciones...

     CARLOS. -Estás siempre ensimismado, abstraído.

     ENRIQUE. -Es que envejezco, Carlos.

     CARLOS. -¿Lo ves? Hasta en el humorismo resultas triste.

     MARÍA. -Con esa clase de tristeza que no se confunde con otra alguna. Las mujeres lo conocemos eso en seguida.

     ENRIQUE. -¡Qué insistencia!

     CARLOS. -Lo gracioso es, que tú te defiendes como de un crimen... ¿Pues qué? ¿A tus años y con tus circunstancias, hay nada más natural que amar?

     MARÍA. -Y ser correspondido.

     ENRIQUE. -Tal vez; pero sin duda yo estoy organizado de distinto modo que el común de los mortales.

     CARLOS. -¡Buena es esa!

     MARÍA. -Júreme usted que me equivoco.

     ENRIQUE. -María... Dejemos esta conversación, porque sin querer, me están haciendo ustedes mucho daño.

     CARLOS. -¡Pobre Enrique! Hay que compadecerte.

     MARÍA. -Sí... Tiene usted el corazón más enfermo de lo que yo me figuraba.



Escena VII

DICHOS y DOMINGO

     DOMINGO. -¡Señores, por caridad, un caballo, un carruaje!

     MARÍA. -Díez.

     DOMINGO. -Hola, Sandoval... Felices, Mendoza.

     ENRIQUE. -Está usted febril.

     DOMINGO. -Necesito algo que ruede o ande. Un medio de evasión; un elemento de fuga.

     CARLOS. -¿De quién escapa usted así?

     DOMINGO. -¿Cómo de quién? Cuando vea usted que un hombre soltero corre, no pregunte usted más. Es que la viuda le va a los alcances.

     MARÍA. -¿Pero qué ha pasado? ¿No estaba usted en el jardín con las niñas?

     DOMINGO. -Sí; pero me eliminé en busca de un refugio contra ese moderno Diocleciano, perseguidor de la iglesia en su séptimo sacramento.

     CARLOS. -¿Y a dónde fue usted?

     DOMINGO. -A casa de los de Urquijo, con los que mi verdugo no se trata desde hace dos años. Estaba solo el padre; su mujer y sus hijas habían salido a dar una vuelta con las de Gutiérrez; pero al regreso, se encontraron con Loreto.

     MARÍA. -¡Adiós!

     CARLOS. -Sí; fue en su busca.

     DOMINGO. -Y hablando del desafío de Enrique, que por cierto yo ignoraba, parece ser que hicieron las paces y entraron juntas para poder cambiar impresiones.

     MARÍA. -¿Y qué dijeron?

     DOMINGO. -Pues la señora dijo: ¡Mira Antonio, quien está aquí; Loreto! ¿Y a que no sabes a lo que viene?

     MARÍA. -Veamos... (Con ansiedad.)

     DOMINGO. -Ya sé a lo que viene -me respondí yo. Loreto, encarándose conmigo. -¿Usted?- me preguntó: -¿Es que se ha propuesto seguirme hasta en el seguro de mis amistades íntimas?... Y luego añadió dirigiéndose a los circunstantes: -¡Aquí tienen ustedes a un hombre que se ha empeñado en que he de casarme con él, sin darse cuenta de que está perdidamente enamorado de mi hija!

     CARLOS. -Quién sabe si usted sin sospecharlo...

     DOMINGO. -¡Quia! Es que presiente que Enrique se le escapa; y quiere tener en turno al número dos para llenar el hueco.

     TODOS. -¿Cómo?

     DOMINGO. -Cuando ella le empieza a decir a uno, que procure introducirse en el corazón de Tremedal, es porque en el suyo hay vacante.

     ENRIQUE. -La conoce usted a fondo.

     DOMINGO. -Ese «llame usted, llame usted», conque nos brinda a aporrear la puerta de la muchacha, que no se abre nunca, no es más que el pretexto de que se vale para poder abrir ella su ventana y preguntarnos: -¿Quiere usted pasar por aquí?- (A ENRIQUE.) ¡Feliz el que como usted evite el asalto! Yo tengo la preocupación constante de que al fin he de casarme con Loreto.



Escena VIII

DICHOS y LORETO

     LORETO. -¿Conmigo?

     TODOS. -¡Ella!

     LORETO. -¿Pues y Tremedal? El matrimonio es una obsesión en este hombre. Siempre acechándonos para pedir la bolsa o la vida; es decir, la hija o la madre. A él le es lo mismo una que otra, con tal de que emparentemos.

     DOMINGO. -Señora: el silencio de la cortesía tiene sus límites, y...

     TODOS. -¿Qué?

     LORETO. -Y una madre sus deberes. Y basta, que nos vamos a ocupar de asuntos más importantes. Ya sé quién es ella.

     TODOS. -¿Sí?

     ENRIQUE. -No es posible. (Alarmado.)

     LORETO. -Mejor dicho; conozco parte de su filiación. Soltera, joven, candorosa...

     MARÍA. -Cuidado, que vas a herir la susceptibilidad de Enrique. Se ha encastillado en su reserva...

     LORETO. -Yo no cometo ninguna indiscreción repitiendo lo que dice todo el mundo.

     TODOS. -Es verdad.

     MARÍA. -Cuenta.

     ENRIQUE. -(¡Qué tortura!)

     MARÍA. -Sigue.

     LORETO. -Al tener noticia de que había asistido al lance, le hemos asediado a preguntas, y, acorralado el pobre señor, hemos conseguido arrancarle estas palabras.

     MARÍA. -¿A ver? (Con visibles muestras de impaciencia.)

     LORETO. -Ignoro a quién se alude; y todo lo que puedo revelar a ustedes es que, en el momento de la reconciliación, Pepe Sánchez le ha dicho a Mendoza: «Retiro mi ofensa, y ruego a usted que en mi nombre, le pida perdón a esa inocente y encantadora niña.»

     MARÍA. -¿Y qué más?

     LORETO. -Es todo.

     ENRIQUE. -(¡Respiro!)

     CARLOS. -Ya constituye un dato.

     LORETO. -Importante.

     ENRIQUE. -Y que destruyendo en usted la más remota sospecha de alusión personal, confío en que me ponga a cubierto de nuevas investigaciones.

     LORETO. -¿Está usted en su juicio? ¡Pues si ahora es cuando tengo yo mayor interés en averiguar de quién se trata!

     ENRIQUE. -¿Por qué?

     LORETO. -¡Cómo! ¿Está en lenguas el candor, la inocencia, la virtud, y me pregunta usted el móvil que me impulsa? ¡A mí... a una madre! ¿Quién me asegura que no se ha batido usted por mi hija?

     TODOS. -¡Ah!

     DOMINGO. -(¡Una tentativa de descabello!)

     ENRIQUE. -Yo, señora; doy a usted mi palabra.

     LORETO. -Y aunque no sea ella. Hay otras madres...

     CARLOS. -Sí; pero al fin y al cabo, el incidente no es tan grave puesto que, según todos los indicios, acabará en boda.

     MARÍA. -Por lo mismo no puede Enrique formalizarse de que nos propongamos penetrar este misterio.

     ENRIQUE. -¿Cómo?

     CARLOS. -Naturalmente.

     LORETO. -Va en ello su felicidad.

     MARÍA. -A la que debemos contribuir, cuantos le apreciamos en lo que vale...

     LORETO. -Impidiendo que haga una tontería.

     MARÍA. -¿Tú me ayudarás?

     LORETO. -¡Vaya!

     MARÍA. -Descubriremos ese nombre...

     LORETO. -Fía en mí.

     MARÍA. -Lo sacaremos a luz; y mal que pese a la reserva de Mendoza, se lo repetiremos a gritos y frente a frente con la sonrisa del triunfo. (Mal encubriendo su despecho con el aparente tono de una broma. ENRIQUE lucha horriblemente viendo la excitación nerviosa de MARÍA.)

     CARLOS. -Tu causa está perdida; harías mejor en rendirte.

     ENRIQUE. -Es posible que venzan ustedes, porque la discreción va siendo ya rara virtud en la tierra; pero siento decirles, que no tendrán la satisfacción de que yo les confiese mi derrota, porque... esta noche salgo de Madrid, y dentro de dos días me embarco para Cuba.

     TODOS. -¡Qué! (MARÍA, anonadada, hace un esfuerzo y se domina.)

     CARLOS. -¿Te vas?

     ENRIQUE. -No he venido más que a decir a ustedes adiós.

     CARLOS. -¿Pero qué te pasa?

     ENRIQUE. -Contratiempos imprevistos.

     LORETO. -¿Ustedes comprenden esto? (Acercándose a CARLOS y a DOMINGO, mientras MARÍA y ENRIQUE dicen su aparte.)

     MARÍA. -(¡Infame!) (Aparte a ENRIQUE.)

     ENRIQUE. -(¡Calla!)

     MARÍA. -(¿Huyes de mí?)

     ENRIQUE. -(¡Silencio... imprudente!)

     CARLOS. -¿Pero esa determinación?... (Yendo a reunirse con MARÍA y ENRIQUE y dejando a LORETO y DOMINGO cerca de la terraza.)

     ENRIQUE. -Irrevocable.

     LORETO. -(A DOMINGO.) ¡Es usted el hombre más afortunado!...

     DOMINGO. -¿Yo?

     LORETO. -El único competidor serio que tenía usted, retira su candidatura. ¡Vamos! Ya podrá usted hacer la corte a mi hija.

     DOMINGO. -¡Ah! Sí... Entiendo; se corre el escalafón. «Llame usted, llame usted.»

     LORETO. -Al momento. (Yendo a la ventana.) ¡Tremedal! Ven, que Domingo quiere hablarte.

     DOMINGO. -¿Yo, señora?...

     LORETO. -Deja las flores.

     DOMINGO. -Eso es; dela usted prisa... ¡Vamos! ¡Yo me levanto la tapa do los sesos!

     LORETO. -¡Corre, que si no subes pronto, dice que se pega un tiro!

     DOMINGO. -¡Uf! ¡Hay que emigrar! (Dejando la terraza y abordando a ENRIQUE.) Diga usted... ¿Cuándo sale el vapor para Cuba?

     ENRIQUE. -Pasado mañana.

     DOMINGO. -El día de mi santo adoptivo; el martes trece, ¡Naufragaremos juntos! (Telón.)



FIN DEL ACTO PRIMERO



ArribaAbajo

Acto II



La misma decoración que en el acto primero.



Escena I

MARÍA, LORETO, CARLOS, ENRIQUE y DOMINGO, guardando la misma colocación que a terminar el acto primero, del que éste es prosecución inmediata. AMPARO y TREMEDAL, viniendo del jardín.

     LORETO. -¡Vamos! Ya está aquí.

     AMPARO. -(Apareciendo y bromeando.) ¿Pero qué amenaza de suicidio es esa?

     DOMINGO. -Con pólvora sola; no se asusten ustedes.

     TREMEDAL. -¿Tan urgente es lo que tiene usted que decirme?

     DOMINGO. -Yo no no; su mamá de usted que vive muy deprisa. Siempre tiene miedo de llegar tarde.

     LORETO. -¿Con que no me ha pedido usted que llamase a Tremedal?

     DOMINGO. -Hay personas, con las que no debería hablarse más que ante Notario y dos testigos.

     LORETO. -Eso es suponer que miento.

     DOMINGO. -No; pero está usted distraída, preocupada con el desafío de Mendoza.

     AMPARO. -¿Cómo?

     TREMEDAL. -¿Se ha batido usted?

     AMPARO. -Al ver esa venda, no pregunto el resultado.

     ENRIQUE. -No ha tenido importancia.

     LORETO. -Para usted; pues por lo que respecta a Pepe Sánchez, parece ser que... le ha sacado usted la raya por enmedio.

     CARLOS. -No nos habías dicho...

     LORETO. -Hijas; estáis de pésame las muchachas casaderas.

     LOS DOS. -¿Por qué?

     LORETO. -Porque perdéis una esperanza en Enrique.

     LOS DOS. -¿Se casa?

     MARÍA. -Es lo más probable. Su corazón debe estar muy interesado para jugarse así la vida por una mujer.

     CARLOS. -No insistas. (A MARÍA, viendo a ENRIQUE contrariado.)

     AMPARO. -Tanto mejor para los que bien le queremos; porque una vez en familia, tenemos la seguridad de que no ha de exponerse a nuevos lances.

     TODOS. -¿Y quién es ella?

     AMPARO. -¿La conocemos?

     LORETO. -Es un acertijo.

     MARÍA. -No nos quiere revelar su nombre. Tal vez vosotras... Buscad entre vuestras amigas...

     AMPARO. -¿Amalia Corrales?

     LORETO. -No; a esa hace dos meses que no la ha visto.

     TREMEDAL. -¿Ángela Miranda?

     LORETO. -Tampoco. No la sacó a bailar ni una sola vez en la última soirée de la Embajada.

     DOMINGO. -(¡Esta mujer es un gabinete negro, matrimonial!)

     AMPARO. -¡Ah! Ya sé.

     TODOS. -¿A ver?

     AMPARO. -Aquella prima de la Habana con quien querían casarle...

     ENRIQUE. -Pero...

     LORETO. -¡Y no habíamos caído!... ¡La misma!

     TODOS. -¿Cómo?

     LORETO. -¡Que a eso obedece el precipitado viaje de Enrique a Cuba!

     MARÍA. -¡Es verdad!

     TREMEDAL. -¿Se marcha usted?

     AMPARO. -¡Cuántas sorpresas en un momento!

     ENRIQUE. -Sí; me voy, pero no en busca de ese supuesto enlace, sino para ver de salvar mi escasa fortuna, que se halla seriamente comprometida.

     TODOS. -¡Ah!

     ENRIQUE. -Y ruego a ustedes que no me sigan atormentando.

     CARLOS. -Sí; tregua, armisticio.

     LORETO. -Corriente. Guardarán los beligerantes sus respectivas posiciones, pero la diplomacia cumplirá con su deber.

     TODOS. -¿Qué?

     LORETO. -Pidiendo su mediación a las Cancillerías extranjeras. Precisamente, en Pozuelo, existe para el caso, el más seguro centro de información...

     TODOS. -¿Cuál?

     LORETO. -Tula Mínguez.

     MARÍA. -Sí; es habanera.

     LORETO. -Y lo sabe todo, pero todo. En fin; averiguó la edad que tenía Rosario Aldana.

     DOMINGO. -¡Averiguar es!

     LORETO. -¡Calculen ustedes si era difícil descubrirle los años a una mujer que, prevalida de que un incendio había destruido el Archivo de su iglesia parroquial, llevaba, yo no sé cuánto tiempo, como un buque sospechoso: sin salir de la cuarentena! Conque voy en su busca... Acompáñame, niña.

     ENRIQUE. -Loreto...

     LORETO. -Es inútil; no doy mi brazo a torcer.

     TREMEDAL. -(Aparte a AMPARO.) (¡Por Dios, no consientas que se me lleve. Le he dicho a Fernando que nos hablaríamos por la verja. Auxíliame!)

     LORETO. -¿Vienes?

     AMPARO. -Déjeme usted a Tremedal; tenemos que concluir una partida de Laun tennis que quedó pendiente el otro día.

     LORETO. -Vaya por el Laun tennis; pero a condición de que a mi regreso, me tengáis preparada una lista de candidaturas probables para la mano de Enrique. (Vase.) Esté usted seguro de que esta mujer, acaba por encontrarle a usted novia.



Escena II

DICHOS menos LORETO

     AMPARO. -(A DOMINGO.) ¿Vamos a tomar las raquetas?

     DOMINGO. -Cuando usted guste...

     TREMEDAL. -(Aparte a AMPARO.). (Pero si jugamos no podré hablarle.)

     AMPARO. -(Aparte a TREMEDAL.) (Tonta; ya habrá una torcedura de pie que nos hará suspender la partida.) ¿Viene usted, Enrique?

     DOMINGO. -No; Enrique no puede servirse de la mano.

     ENRIQUE. -Probaré...

     AMPARO. -De ningún modo; sería una imprudencia. Entonces, papá, a ti te toca sacrificarte.

     CARLOS. -No es sacrificio nunca para mí el complacer a mi hija.

     AMPARO. -¡Qué bueno eres! ¿Vamos?

     TREMEDAL. -¿Vienen ustedes?

     MARÍA. -Sí; ya os seguimos: andad.

     TREMEDAL. -(Aparte a AMPARO.) (¿Quién podrá ser la preferida?)

     AMPARO. -(No sé; a mí no se me ocurre nadie.) (Vanse.)



Escena III

MARÍA y ENRIQUE

     MARÍA. -¡No me quejo; es mi castigo!

     ENRIQUE. -¡Prudencia!

     MARÍA. -Pierde cuidado, no me voy a abandonar a ningún arranque de sensiblería. Mi pena está muy honda para llorada de pronto. ¿Con que... te vas? ¿Con ella?

     ENRIQUE. -Solo.

     MARÍA. -¿Pero en su busca?

     ENRIQUE. -Desvarías. Mi fortuna amenazada, exige ese viaje.

     MARÍA. -Al menos, respétate a ti mismo y no mientas. Te vas porque me huyes, porque te has cansado de mí.

     ENRIQUE. -Supones...

     MARÍA. -Supongo lo que veo. Tu indiferencia para conmigo, tu abandono, tu duelo por esa mujer... ¿Cómo se llama?

     ENRIQUE. -He jurado no revelar su nombre.

     MARÍA. -¿A nadie?

     ENRIQUE. -¿No querrás que falte por ti a mi honor?

     MARÍA. -¿No falto yo al mío por ti? Acabemos. ¿Quién es?

     ENRIQUE. -No lo digo.

     MARÍA. -¿Y piensas que voy a resistir esta humillación? Calla tú; yo hablaré.

     ENRIQUE. -¿Cómo?

     MARÍA. -Ya que alguien me desprecie, que me desprecie mi marido que tiene derecho por lo que le he robado suyo; no tú, que en este robo en el que yo sola he corrido el riesgo, no has hecho más que apoderarte del botín.

     ENRIQUE. -¡Pero María!

     MARÍA. -¿A qué justificarte? Es lo de siempre: la mujer que cree en la sinceridad de una pasión, y le sacrifica al hombre su decoro; y el hombre que sólo sabe agradecer el sacrificio mientras es la hermosura quien se lo ofrece. ¡Triste es confesarlo, pero hay que convenir que puede ahogarse al amor con una cana y enterrársele en una arruga!

     ENRIQUE. -¿Y dónde están en ti esas huellas para que yo las tome como pretexto?

     MARÍA. -Mira, Enrique. Yo te he entregado mi alma con su envoltura, porque no las podía separar; pero no soy de las que aman para que admiren sus atractivos y que se consuelan del desengaño con la lisonja. ¡Suprime por consiguiente esas, que si son delicadezas cuando las dicta el cariño, tartamudeadas por la ficción, son burlas que cuesta tanto trabajo el pronunciarlas, como vergüenza da el oírlas! ¿Quieres a otra? ¿Te estorbo? No hablemos más. ¡Vete; déjame con mi remordimiento.

     ENRIQUE. -¿Y por qué no invocas más que el tuyo?

     MARÍA. -¿Qué?

     ENRIQUE. -¿Por qué no he de buscar yo en la ausencia un término a mi constante traición a la amistad; una tregua a la falsedad de todas mis palabras; un lenitivo a esta herida de cada minuto?...

     MARÍA. -¡Ah! ¿Tú tienes remordimiento? Sí; es muy posible, porque el remordimiento, como el aire a los cuerpos, sigue al amor para llenar el vacío que deja. Sería preferible, no obstante, que hubieses tenido conciencia cuando yo pretendía en vano, despertarla con mis escrúpulos. Pero entonces me amabas; y a las reconvenciones de mi indignación, respondías con tus arranques de ternura. ¡Mis súplicas, pidiéndote respeto, al salir de mi boca, caían en tus lágrimas y se ahogaban en ellas: y cuando en el paroxismo de la lucha, trataba de gritar para defenderme, una caricia tuya descomponía en mis labios aquel grito que empezaba exigiendo deber, y acababa dando amor!

     ENRIQUE. -¡Más bajo!...

     MARÍA. -¡Ah! ¿Tú tienes remordimiento ahora? ¡No lo tenías cuando, loca de desesperación, te preguntaba si el mentir fidelidad a un esposo digno no era más infame aún que faltar a ella! Entonces me contestabas que si al hombre que jura en falso por salvar el decoro de una mujer, el código del honor, no sólo le disculpa, sino que hasta enaltece su perjurio, a la mujer que finge para poner a cubierto su honra, no se la puede considerar de peor condición que el amante, cuya mentira sería estéril si tuviera que mentir solo. Y así aletargabas mi conciencia; y llegué a persuadirme de que me estaba defendiendo de mi marido frente a frente, porque esgrimía mi pasión, sin ver que tú no blandías más que el vicio para asesinarle por la espalda.

     ENRIQUE. -María... No te exaltes así.

     MARÍA. -Me exalto, porque mi sacrificio resulta infecundo; porque sin el apoyo del cariño que ciega, que me guiaba, ya no soy la mujer culpable, no soy más que la culpa; porque me creí reo de la traición, y me encuentro cómplice de un delito vulgar. Sí; he caído con vergüenza, y no tengo para asirme, más que tu mano infame, helada por el desvío, o la suya honrada, pero candente como el hierro de un estigma! ¡Y estoy hundida para siempre en el fango, sin que ninguna de las dos pueda levantarme; porque la una no me alcanza, y a la otra... ya no llego! (Bajando la cabeza con rubor.)

     ENRIQUE. -No sé que hacer para convencerte.

     MARÍA. -Nada; mentirías y no te había de creer. ¿Qué me puedes decir, que yo no adivine? ¿Que te son más gratas sus sonrisas provocadoras que mis muecas de amor?...

     ENRIQUE. -¡María!...

     MARÍA. -¿Que te seducen más las carcajadas del vicio que las lágrimas del sufrimiento?

     ENRIQUE. -¡Oh! ¡Calla!...

     MARÍA. -¿Que prefieres al rubor conque se tiñe el extravío de un instante, los colores francos conque la precocidad se destaca sobre toda una vida de placer?

     ENRIQUE. -¿Qué estás diciendo?

     MARÍA. -¡Estoy juzgando a esa mujer deleznable!

     ENRIQUE. -¡Es una niña inocente, y esas palabras son una blasfemia en tu boca!...

     MARÍA. -¡Humíllame aún más!

     ENRIQUE. -Yo defiendo siempre la virtud.

     MARÍA. -¡Mientras que atropellaste la mía! ¡No me provoques, Enrique, porque de caer escarnecida por ti, prefiero caer castigada del lado de mi marido!

     ENRIQUE. -¡Serías capaz!...

     MARÍA. -¿Qué puede suceder? ¿Que me mate? ¡Es lo que busco!      ENRIQUE. -¿Quieres que odien tu memoria?

     MARÍA. -Derecho les doy.

     ENRIQUE. -Pero... ¿y tu hija?

     MARÍA. -¡Mi hija! ¡No me la recuerdes, porque hablo antes!

     ENRIQUE. -¡Mal la quieres entonces!

     MARÍA. -Al contrario. Compara: Por ti, sólo me odio; ¡y por ella, me repugno! Acabemos. Tú no sabes mentir. Júrame que no amas a esa mujer.

     ENRIQUE. -¡No me tortures!

     MARÍA. -¡Júramelo, y acaso aún te perdono la infamia, por la sinceridad! (Cogiéndole febrilmente las manos y apoyándose en su hombro.)

     ENRIQUE. -¡Por Dios! Pueden sorprendernos.

     MARÍA. -¡Qué importa! ¡Moriríamos los dos juntos! ¡Que entre la justicia! (Con acento retador y asiéndole con más fuerza.)

     AMPARO. -(Dentro.) ¡Mamá!... ¡Mamá!...

     ENRIQUE. -¡Ah!

     MARÍA. -¡Es la inocencia! ¡Suelta! (Separándose bruscamente con rubor y limpiándose las manos como para borrar las huellas del contacto de ENRIQUE.) ¡A esa la mataríamos nosotros!



Escena IV

DICHOS y AMPARO

     AMPARO. -¡Qué contrariedad!

     ENRIQUE. -¿Qué?

     MARÍA. -¿Vuestra partida?...

     AMPARO. -No; la habíamos interrumpido con un pretexto, porque Tremedal quería hablar con su novio.

     MARÍA. -¿Su novio?

     AMPARO. -Sí; un jinete que venía siguiendo su carruaje.

     LOS OTROS. -¡Ah!

     AMPARO. -Pero Loreto los ha sorprendido diciéndose ternezas por la verja, y figúrate tú como se habrá puesto al ver a su hija en abierta rebeldía contra sus planes.

     MARÍA. -¡Lo creo!

     ENRIQUE. -¡Burlar de ese modo su maternal solicitud!

     AMPARO. -¡Yo me he echado a correr temerosa de que me acuse de complicidad!

     MARÍA. -¿Por qué?

     AMPARO. -Porque he facilitado la entrevista.

     MARÍA. -¿Tú?

     AMPARO. -No podía desatender su ruego. (Oyendo voces.) ¡Ah! ¡Ya están ahí! ¡Habrá que oírla!



Escena V

DICHOS; TREMEDAL, LORETO, CARLOS y DOMINGO

     CARLOS. -¡Pero, señora; a mí me parece que más bien debe usted felicitarse!

     LORETO. -¿Felicitarme de tener una hija hipócrita?

     MARÍA. -¿Qué me han contado?

     LORETO. -¿Sabes ya?...

     CARLOS. -Travesura de muchacha.

     DOMINGO. -(Aparte a ENRIQUE dándole la mano.) (Estamos de enhorabuena.)

     LORETO. -A mí, lo que me contraría, no es que tenga novio, sino...

     DOMINGO. -Que se lo haya escogido a su gusto.

     LORETO. -¡Que haya andado tan reservada conmigo; a una madre a quien todo la parecía poco para ella!

     TREMEDAL. -Pero no acababas nunca de decidirte...

     TODOS. -¿En?

     TREMEDAL. -Y además, como a cada uno a quien echabas el ojo de pretendiente a marido, se convertía en aspirante a padrastro...

     LORETO. -Tienes razón.

     DOMINGO. -Se le estaba poniendo la mano perdida, para ofrecérsela a nadie.

     LORETO. -¡Qué ridículo me has hecho correr!

     TREMEDAL. -¡Mamá!...

     MARÍA. -Exageras.

     DOMINGO. -Ridículo, no; pero la verdad es, que para ese viaje, no necesitaba usted alforjas.

     LORETO. -Y en fin, sepamos; porque a todas estas, yo estoy en babia... ¿Es cosa formal?

     AMPARO. -¡Por supuesto!

     TREMEDAL. -¡Vaya!

     DOMINGO. -Para bromas, ya tenía bastantes con las que le daba usted.

     LORETO. -¿Y quién es? ¿Le conozco yo?

     TREMEDAL. -No creo... Fernando Ríos.

     ENRIQUE. -¿Fernando?

     DOMINGO. -Muy amigo nuestro.

     ENRIQUE. -Dignísima persona.

     DOMINGO. -Todo un gentleman.

     LOS OTROS. -¿Sí?

     DOMINGO. -No tiene más que un defecto.

     TREMEDAL. -Bizca un poco.

     LORETO. -¡Traidor! ¡Ahora me explico la insistencia conque yo creía que me miraba!

     DOMINGO. -Para usted todos somos bizcos. Pero, en fin; me refiero a una enfermedad crónica que padece.

     TODOS. -¿Cuál?

     DOMINGO. -Una renta de seis mil duros...

     TODOS. -¡Ah!

     LORETO. -A ese pobre hombre, le están haciendo falta los cuidados de una familia.

     CARLOS. -Que le mitigue la dolencia.

     DOMINGO. -Pero no que se la cure radicalmente.

     LORETO. -¿Y qué hago yo ahora?

     MARÍA. -¡Toma! ¡Resignarte!

     LORETO. -No, si resignada lo estoy, y hasta cierto punto complacida. Pero, por un lado, no quisiera que mi hija anduviese con tapujos, y por otro, no está en el orden natural de las cosas que yo le diga a ese caballero: ¡Vaya! Pase usted adelante, que ya estoy enterada de todo, y veo que si usted me miraba, no era con intención... de ofenderme.

     CARLOS. -Ya se encargará Tremedal...

     LORETO. -¡Nunca! Eso argüiría una impaciencia que no abrigamos.

     MARÍA. -Pues espera a que él te la vaya a pedir.

     LORETO. -Pero, ¿y si tarda?

     DOMINGO. -Usted no tiene prisa.

     LORETO. -Puede retraerse creyendo que no es de mi agrado su pretensión. ¡Ah! ¡Una idea!

     TODOS. -¿Cuál?

     LORETO. -Vamos a tenderle una red.

     DOMINGO. -Eso. (¡Para pescarlo!)

     LORETO. -Ustedes nos acompañan.

     MARÍA. -¿A casa de Tula?

     LORETO. -No; se fue ayer a Madrid. A dar una vuelta hasta la estación. Así, como estás. Naturalmente, le encontraremos, porque cuando se ha desmontado, es que nos espía. Ustedes, como conocidos suyos, le saludan, le detienen, me lo presentan y ya puedo recibirlo.

     DOMINGO. -(Aparte a los hombres:) Y lo recibe; pero como el bicho es de cuidado, se lleva a toda la cuadrilla para que le vuelvan el toro.

     CARLOS. -A mí me excusará usted, porque no teniendo el gusto de tratar a ese caballero...

     LORETO. -Por de contado. Usted nos estorba.

     TODOS. -¡Eh?

     LORETO. -Para mi plan; no alarmarse.

     CARLOS. -¡Qué potencia organizadora!

     DOMINGO. -¡Es el genio de la guerra! ¡Con un tricornio, Napoleón!

     AMPARO. -¿Y a mí se me excluye?

     LORETO. -(Besándola.) Tú eres demasiado bonita para que no temamos tu concurso.

     AMPARO. -¡Gracias por la lisonja!

     LORETO. -Además, la torcedura del pie, te ha impedido seguir una partida, y conviene que te quedes, porque cojeando y todo, nos podrías ganar la otra. ¿Con que, en marcha?

     MARÍA. -Cuando gustes.



Escena VI

AMPARO y CARLOS

     CARLOS. -¡Dios le libre a uno de que esta mujer le tome por su cuenta, porque se ensaña!

     AMPARO. -Sin embargo, a mí me divierte.

     CARLOS. -Sí; cuando se es mero espectador hacen reír sus ocurrencias; pero hay que compadecer a sus víctimas. Y a propósito: A ti te ha privado del paseo.

     AMPARO. -No importa.

     CARLOS. -¿Quieres que te saque yo a dar una vuelta?

     AMPARO. -¿Para qué?

     CARLOS. -Para que hagas ejercicio y no te quedes aquí aburriéndote.

     AMPARO. -¿Tienes tú algo que hacer?

     CARLOS. -Absolutamente nada.

     AMPARO. -Pues entonces, si no te molesto, vamos a hablar de cosas muy interesantes ahora que estamos solos.

     CARLOS. -¿Hola?

     AMPARO. -No aventures juicios temerarios antes de oírme.

     CARLOS. -El decir «hola» no es prejuzgar la cuestión

     AMPARO. -Con todo...

     CARLOS. -Te escucho; pero sentémonos, porque se me figura que debe haber tela cortada para rato.

     AMPARO. -Tómalo con paciencia. (Colocándose en un taburete a los pies de su padre.) Te va a extrañar, sin duda, que yo dé este paso contigo, porque lo natural es que las hijas se confíen a sus madres; y aunque la mía es muy buena...

     CARLOS. -Y te quiere con locura.

     AMPARO. -Es verdad; pero no sé; me inspiras tú más confianza. ¡El que sepa que has sido militar y vea esa cicatriz que te corta la frente y que ganaste en el campo de batalla a la cabeza de tu regimiento, no puede suponer que en la envoltura de un héroe, se encierra el alma de un niño!

     CARLOS. -¡Aduladora!...

     AMPARO. -Dí más bien egoísta, porque si invoco tu cariñosa solicitud y tus delicadas ternezas, es porque hoy más que nunca las necesita mi atribulado espíritu.

     CARLOS. -Pero... ¡Qué! Hija mía. ¿Tú sufres?

     AMPARO. -¡Tengo el corazón que no me cabe en el pecho y hace una hora que estoy deseando poder llorar! (Sollozando.)

     CARLOS. -¡Vamos! ¡Vamos!... Eso no es nada; tranquilízate y cuéntamelo todo.

     AMPARO. -¡Si no sé cómo empezar!

     CARLOS. -¡Tontuela! Verás; yo te ayudaré. Lo primero, me tomas la mano y me llamas, papá mío; porque una caricia predispone siempre a la benevolencia. (Dándole la mano, que ella besa.)

     AMPARO. -¡Qué bueno eres!

     CARLOS. -Eso es. Luego cierro los ojos para no ver cómo te ruborizas, y me dices de sopetón: Estoy enamorada.

     AMPARO. -¿Y cómo lo sabes?

     CARLOS. -Por un pajarito que les cuenta a los papás todo lo que sueñan sus hijas.

     AMPARO. -¿De modo que has adivinado que quiero a Enrique?

     CARLOS. -¡Ah! Pues mira; el bribón del pajarraco no me había dicho su nombre. Mañana, en castigo, sin azúcar. ¿Con que a Enrique? Pero eso ha llegado así, de pronto, porque ni tu madre ni yo sospechábamos nada.

     AMPARO. -Yo misma no me lo sé explicar. La simpatía que por él experimentáis, las preferencias de que le habéis hecho objeto, el elogio incesante con que os he oído hablar de él...

     CARLOS. -¡Vaya! Di que te hemos enamorado nosotros de Mendoza.

     AMPARO. -No; pero habéis robustecido mi natural inclinación. Lo que empezó siendo un afecto de niña, creció conmigo arraigándose como una costumbre en el corazón de la adolescente; y ya mujer, su cariño es para mí una necesidad.

     CARLOS. -¡Pues, hija mía, verdaderamente, tu situación me inspira lástima!

     AMPARO. -¡Ah! ¿Encuentras que no hago bien?...

     CARLOS. -¿En quererle? Al contrario. ¿Qué más podría yo ambicionar que verte casada con él?

     AMPARO. -Entonces...

     CARLOS. -¿Pero no reflexionas, aturdida, que cuentas sin la huéspeda? Tú lo has consagrado tu amor a Enrique que, aunque muy joven todavía, ya se lo disputaban por ahí cuando tú eras una rapazuela que aún ibas de corto.

     AMPARO. -¿Y bien?...

     CALOS. -Que mimado por la fortuna, distraído con otras veleidades, es muy posible que ni haya pensado en ti.

     AMPARO. -Habla con él y verás...

     CARLOS. -¡Y tanto si hablaré! ¡Como que va en ello tu dicha! No ha de quedar por eso; pero sé de antemano lo que va a contestarme un hombre que acaba de batirse por otra mujer.

     AMPARO. -Pero, papá. ¡Si ese desafío ha sido por mí!

     CARLOS. -¿Por ti?... ¿Estás segura?

     AMPARO. -Así nos lo ha contado el novio de Tremedal. La causa, la ignoro; pero, en fin; me ama también.

     CARLOS. -¡Acabáramos! Si en vez de: «quiero a Enrique», hubieras dicho: «Enrique y yo nos queremos...» ¡Vaya, vaya!... ¡Habrá que retorcerle el pescuezo al pájaro confidente!

     AMPARO. -¿Por qué?

     CARLOS. -¡Porque Dios sabe desde cuándo me está haciendo tocar el violón!

     AMPARO. -No; hace muy pocos días que he adivinado su secreto.

     CARLOS. -¿Sí?

     AMPARO. -Mejor dicho; es muy reciente su confesión, porque lo que es sospechar que me quería... Para eso tenemos un instinto las mujeres...

     CARLOS. -¡Mucho más perspicaz que los padres!... ¿De modo que...?

     AMPARO. -Hace ya tiempo que yo le veía triste, preocupado, cohibido en mi presencia y consagrándome sus atenciones más delicadas cuando no le podían observar, como temeroso de hacerse traición.

     CARLOS. -Esos hombres de mundo, son así; afrontan los casos graves con indiferencia, y se acoquinan ante la virtud como ante un enemigo de quien no tienen la costumbre de defenderse.

     AMPARO. -Yo, como supondrás, ni levantaba los ojos; pero gracias a esa maña que poseemos nosotras, para ver sin mirar, muchas veces le sorprendía con los suyos clavados en mí como si quisiera adivinarme el pensamiento.

     CARLOS. -¡Ya lo iba logrando!

     AMPARO. -¡Pues no era por falta de gana, que le hubiera abierto mi corazón como un libro para que leyese hasta el fondo!

     CARLOS. -Y el uno por el otro, la casa sin barrer.

     AMPARO. -Ya confiaba yo en que hablaría si verdaderamente me amaba.

     CARLOS. -¿Y habló?

     AMPARO. -Verás. La última tarde que vino, nos paseábamos solos por el jardín. Sus miradas, más que nunca insistentes, estaban impregnadas de esa tristeza, de ese desaliento conque el menesteroso le pide al rico una limosna, y conturbaban mi espíritu, porque la resistencia me parecía una falta de caridad.

     CARLOS. -¡Y tanta! Haberle dado siquiera un perro chico.

     AMPARO. -Sintiéndome inclinada a ceder, y queriendo evitarlo, me metí en el cenador para coger una margarita que se destacaba sobre la yedra; pero Enrique, adelantándose a mi deseo, la arrancó de su tallo; y en vez de dármela, la empezó a deshojar, consultándola como un oráculo de amor.

     CARLOS. -¡Oh, romanticismo, no te desterrarán nunca! Tú brotas en las organizaciones más refractarias al sentimiento como el jaramago en las ruinas; por sorpresa, sin cultivo, pero con raíces que rajan las piedras, abren grietas en los corazones. ¿Me ama?... ¿no me ama?...

     AMPARO. -«No me ama,» le respondió la flor, y el pobre Enrique, se echó a llorar como un niño. -¿Usted cree en esas tonterías?- le pregunté ingenuamente. ¡Pero, o no debí formular yo la pregunta con bastante naturalidad, o él leyó por primera vez en mi alma, porque cogiéndome las manos, se puso a besármelas con delirio!

     CARLOS. -Y naturalmente, tú...

     AMPARO. -Yo me quedé mirándole con esa sonrisa de satisfacción conque se ven correr las lágrimas de gratitud cuando se cree haber hecho una buena obra.

     CARLOS. -En efecto; lo es de misericordia el consolar al triste, pero nos hubieras debido prevenir...

     AMPARO. -No quiso él.

     CARLOS. -¡Ah!

     AMPARO. -En un arrebato, que al pronto me pareció de arrepentimiento, pero, cuya causa me explico ahora, se puso a gritar: -«¿Qué he hecho? ¡Estoy loco! -¡Qué no lo sepan, que ni lo sospechen!...»

     CARLOS. -¿Por qué?

     AMPARO. -«Oiga usted lo que oiga; vea lo que vea; por indiferente que me halle, viva usted persuadida de que esta es mi primera, mi única pasión; pero sepulte usted en el fondo de su alma un cariño que no puedo publicar sin cubrirme de vergüenza.»

     CARLOS. -¡Cosa más rara!...

     AMPARO. -¡Y he callado; pero si supieras lo que he sufrido para fingir!... Cada vez que se hablaba de sus aventuras, al oír contar que se había batido por una mujer, viendo que se pensaba en todas menos en mí, y que él no se justificaba a mis ojos, ¡mis celillos he pasado! y empezaba ya a preguntarme si en realidad la engañada no era yo.

     CARLOS. -Pero, en fin. ¿No dices que ahora te lo explicas todo?

     AMPARO. -¡Oh, sí!

     CARLOS. -Pues entonces, si los dos os queréis, ya no queda más que coser y cantar.

     AMPARO. -Te engaña tu deseo. Enrique me evita.

     CARLOS. -¡Bah!

     AMPARO. -¿Y si no, por qué no ha vuelto desde aquella tarde?

     CARLOS. -Ha tenido ocupaciones...

     AMPARO. -¿Y esa marcha repentina?

     CARLOS. -Nada... asuntos propios... su ausencia será breve y volverá para...

     AMPARO. -¡No, no volverá! ¡Enrique está arruinado y huye de mí, que soy rica, para que no se crea que especula con mi amor!

     CARLOS. -¿Tú supones...?

     AMPARO. -Conozco su delicadeza.

     CARLOS. -Verdaderamente la tiene exagerada, y es muy posible...

     AMPARO. -¡Y a mí me mata! (Sollozando.)

     CARLOS. -¡Hija! ¿Quieres callarte?

     AMPARO. -¡Papá mío; tú que me quieres tanto, dile que no se vaya!

     CARLOS. -¡Pues no que no! ¡Ya le obligaré yo a que se quede! ¡Mire usted qué falta le hace a él dinero para casarse contigo, cuando a tu padre le sobra para los dos!

     AMPARO. -¿Pero si insistiera?...

     CARLOS. -Le compro sus plantaciones de Cuba. Así, como así, yo no he tenido nunca más que corazón, y no me vendrá mal el ingenio.

     AMPARO. -(Besándole.) ¡Dios te lo pague!

     CARLOS. -Descuida; Enrique se dejará convencer.

     AMPARO. -¿Sí? ¡Me tranquilizas!

     CARLOS. -En cuanto sepa que tú...

     AMPARO. -¡Pero no me vayas a vender!...

     CARLOS. -¿Cómo?

     AMPARO. -Que no sospeche que yo te he inducido...

     CARLOS. -¡Ah! No. Procederé con cautela; usaré amaños... porque ello, bien es preciso que tú me autorices a fantasear un poco, permitiéndome alguna mentirilla. Pero seré enérgico.

     AMPARO. -(Con mimo.) ¡Si vieras, papaíto, qué miedo me das!...

     CARLOS. -¿Yo?

     AMPARO. -Me quieres tanto, que temo que hagas una de las tuyas.

     CARLOS. -No soy muy diplomático, ¿pero, por quién me tomas?

     AMPARO. -Por lo que eres; por un idólatra de tu bija. ¡Qué lástima que no esté yo cerca para oírte! Tal vez mi presencia lograra contenerte.

     CARLOS. -Pues quédate.

     AMPARO. -¡Ojalá! ¡Pero por desgracia no es posible!

     CARLOS. -¡Vamos! Lo que tienes tú es curiosidad por saber lo que nos decimos...

     AMPARO. -No me disgustaría asistir a tu triunfo.

     CARLOS. -Pero hija, yo no te puedo esconder debajo de una mesa.

     AMPARO. -Naturalmente.

     CARLOS. -Y, sin embargo, es tan natural tu deseo... ¡Calla!

     AMPARO. -¿Qué?

     CARLOS. -¿Si te quedases detrás de esa cortina? (Por la del hueco de la terraza.)

     AMPARO. -¡Qué ocurrencia! Me verían.

     CARLOS. -¡Ca! Esos cortinajes a la italiana con tanto vuelo, parece que están pidiendo un conspirador. Prueba.

     AMPARO. -¿Se me verán los pies?

     CARLOS. -Que se te han de ver, si el paño arrastra.

     AMPARO. -No me tientes... ¡Sería gracioso!...

     CARLOS. -Anda...

     AMPARO. -Por broma... (Se esconde.) ¿Se conoce?

     CARLOS. -Como si no hubiera nadie. Aguarda. Para mayor disimulo, aún se podría poner esto aquí, como si fuera el pouf el que ahuecase el pliegue. (Poniendo el pouf medio escondido detrás de la cortina.) Y así te sientas si te cansas. (Oyendo voces dentro.) ¡Ah!... ¡No te muevas!

     AMPARO. -¿Qué?

     CARLOS. -¡Enrique y tu madre! (Se sienta a una mesa y se pone a leer un periódico o un libro.)

     AMPARO. -Pero...

     CARLOS. -¡Quieta, que suben!

     AMPARO. -¿Papá?

     CARLOS. -¿Qué?

     AMPARO. -Toma. (Enviándole un beso.) Para que defiendas bien mi causa.

     CARLOS. -¡Ángel mío! (Telón.)



FIN DEL ACTO SEGUNDO



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Acto III



La misma decoración de los actos anteriores.



Escena I

CARLOS, MARÍA y ENRIQUE

     CARLOS. -(Leyendo como al comenzar el acto segundo.) ¿Y bien?¿Esa entrevista casual con el futuro yerno?

     MARÍA. -Hecha con sujeción al programa.

     ENRIQUE. -Lo que a Loreto se le pone entre ceja y ceja, se cumple, pese a quien pese.

     MARÍA. -Allí los tienes a todos en casa de Urquijo, ocupándose en organizar una representación dramática a beneficio de los pobres.

     CARLOS. -¡Ah! ¿También el novio?

     ENRIQUE. -Sí, le ha presentado ella.

     MARÍA. -Nos llamaron al pasar; yo me excusé, pero a ti te esperan para encargarte de la cuestión económica.

     CARLOS. -Es verdad, me citaron; luego iré. ¿De modo que eso camina viento en popa?

     ENRIQUE. -Ya han convenido en volver los cuatro juntos a Madrid.

     CARLOS. -¿Los cuatro?

     MARÍA. -Sí; ellas y Díez en el coche, y el otro cabalgando al estribo.

     CARLOS. -Un buen día de pesca para la viuda.

     MARÍA. -¿Y Amparo?

     CARLOS. -Creo que fue a vestirse para la comida.

     MARÍA. -¿Tan pronto?

     CARLOS. -Como se queda Enrique...

     ENRIQUE. -Yo rogaría a ustedes que me excusaran...

     MARÍA. -Si se ha de violentar usted...

     ENRIQUE. -No es eso; sino que en vísperas de marcha, hay asuntos que ultimar...

     CARLOS. -Siempre sobra una hora para consagrarla a los amigos.

     MARÍA. -No insistas.

     CARLOS. -Tengo su palabra, y...

     ENRIQUE. -La cumpliré.

     CARLOS. -Perfectamente.



Escena II

DICHOS y DOMINGO

     DOMINGO. -Perdonen ustedes si los importuno.

     CAROS. -¿Usted?

     MARÍA. -¡Nunca!

     DOMINGO. -¡Gracias! Pero es caso de fuerza mayor.

     MARÍA. -¿Cómo?

     DOMINGO. -Vengo de heraldo; me envía Loreto, y cuando ella manda una cosa...

     TODOS. -Sí.

     DOMINGO. -Pues bien; no queriendo diferirle a usted la noticia, me ha encargado, que de paso que recojo lo que fue mi bicicleta, le participe a usted que Ríos ya le ha pedido oficiosamente la mano de Tremedal.

     TODOS. -¡Qué!

     MARÍA. -¿Es posible?...

     DOMINGO. -Sí. Se verificarán las dos bodas en un mismo día.

     TODOS. -¿Eh?

     MARÍA. -¿Las dos bodas?

     DOMINGO. -Sí: como las cerezas; al tirar de una, se viene detrás todo el canasto. Pues nada. La de Ríos, con Tremedal...

     CARLOS. -¿Y la otra?

     DOMINGO. -He dejado para lo último el trueno gordo. ¡La mía!

     ENRIQUE. -¿La de usted?

     MARÍA. -Con Loreto.

     DOMINGO. -¡Estaba escrito!

     MARÍA. -¡Ay! Cuente usted...

     CARLOS. -¿Qué ha pasado?

     DOMINGO. -Yo no creo en brujas, pero que las hay, es lo cierto. La de Hinestrosa, con cuyo concurso se contaba para la reunión de esta tarde, no había acudido a la cita. Todos reclamaron su presencia; y Loreto, con ese celo que la distingue, se ofreció a ir en su busca... -Díez, que sabe la cosa, me acompañará- dijo tirando de mí y rehusando otras ofertas.

     MARÍA. -¿Y usted siempre resistiéndose?...

     DOMINGO. -Como que ignoraba dónde vive. En fin, preguntando a unos y otros, llegamos a su domicilio. -La señora- nos respondieron, -se fue a pasear hacia las eras con Fulano y con Mengano.- Diez o doce amigos de la vecindad. Y cátennos ustedes pueblo arriba en persecución de la caravana.

     MARÍA. -¡Pobre DOMINGO!

     DOMINGO. -Ya tocábamos a los límites del lugar. Ella iba delante galopando; yo la seguía con la lengua fuera como perro en canícula; cuando al llegar a aquella especie de rambla solitaria que cercan los muros de unos huertos y por la que doblando un recodo se sale al campo, Loreto, viendo la dificultad conque caminaba yo por entre baches y maleza, me dio el brazo. -«¡Vivo!»- me gritó: Y hostigándome como a mulo de carreta atascada, me hizo dar diez o doce saltos que me pusieron a unos metros de la esquina. Pero en el último brinco tropecé con una piedra, y para no caerme.... me abracé a Loreto con el encarnizamiento que ante el peligro inspira al hombre pusilánime el instinto de la conservación.

     MARÍA. -¿De veras?

     ENRIQUE. -¡Qué cuadro!

     DOMINGO. -«Suélteme usted», gritaba ella, temiendo perder el equilibrio y que rodáramos los dos por el suelo.

     MARÍA. -¡Si llega a pasar gente!

     DOMINGO. -Como pasó.

     ENRIQUE. -¡Ah!

     MARÍA. -¿Sí?

     DOMINGO. -¡Los de Hinestrosa, los de Bermúdez, los de Ávila, no sé!... doce o catorce personas que doblaban la esquina... ¡Y que temerosos de una catástrofe, venían a todo correr hacia nosotros atraídos por los chillidos!...

     LOS OTROS. -¿Qué?

     DOMINGO. -¡Casi la dejo calva! ¡La había enganchado en el pelo una de estas bicicletas que llevo por botones en los puños!

     MARÍA. -¡Jesús!

     DOMINGO. -¡Ahora, figúrense ustedes los epigramas punzantes, y las chanzonetas de dudoso gusto que se les ocurrieron a aquellos individuos de buen humor y de ingenio cáustico!

     CARLOS. -¡Debió de oírse cada inconveniencia!...

     DOMINGO. -En vano se les juraba que sólo asistían a un accidente casual y fortuito...

     ENRIQUE. -La situación era para infundir sospechas.

     MARÍA. -En efecto...

     DOMINGO. -No hubo manera de convencer a aquellos desalmados, cuyas opiniones se dividían entre el atropello o la incontinencia. Loreto se echó a llorar. Yo, por naturaleza blando, puesto a remojo con aquellas lágrimas, perdí la brújula, cerré los ojos y pronuncié este breve, pero elocuente discurso: -«Loreto, acepte usted mi mano. Señores, respeten ustedes a mi esposa.»

     MARÍA. -Eso es noble.

     CARLOS. -¡Digno!

     ENRIQUE. -Reciba usted mi enhorabuena.

     LOS OTROS. -Y la mía.

     DOMINGO. -El porvenir dirá si debo aceptarla. Conque no canso más. Recen ustedes un Padrenuestro y una oración a Santa Rita de Casia, abogada do los imposibles. (Despidiéndose.)

     MARÍA. -Por Dios...

     ENRIQUE. -¡Felicidades!

     CARLOS. -Que le veamos a usted.

     DOMINGO. -¡Vaya si me verán ustedes!... ¡Pues apenas si me paseará ella en triunfo por ahí! No molestarse. ¡Adiós! (Vase.)



Escena III

MARÍA, ENRIQUE y CARLOS

     CARLOS. -¡Pobre DOMINGO!

     MARÍA. -No hay que compadecerle tanto.

     ENRIQUE. -Es verdad. Él quiere a Loreto.

     MARÍA. -Y perseguía esa boda a pesar de sus protestas.

     ENRIQUE. -Y de los planes de acompañarme a Cuba.

     CARLOS. -A propósito. Vamos a hablar de tu viaje. ¿Es cosa resuelta? (Sentándose todos.)

     ENRIQUE. -No puedo evitarlo.

     CARLOS. -Y vamos a ver: ¿Al irte, no dejas ningún recuerdo?

     ENRIQUE. -El de vuestra amistad.

     CARLOS. -Gracias; pero aludo a esos recuerdos para los que se tiene la memoria aquí, en el corazón. (Poniendo la mano sobre el de ENRIQUE.)

     ENRIQUE. -No; ninguno.

     CARLOS. -Pues yo, más sincero que tú, te confesaré que ese viaje me contraría sobre manera.

     ENRIQUE. -No pienses que a mí me seduce.

     CARLOS. -Sí; pero es que yo abrigaba planes...

     LOS OTROS. -¿Cómo?

     CARLOS. -Proyectos que tu marcha viene a destruir.

     ENRIQUE. -Explícate.

     CARLOS. -En este pícaro mundo no hay cosa de que pueda descartarse al egoísmo, y nuestra amistad, que empezó en mí por un acto libérrimo de personalísima satisfacción, ha concluido entrañando una mira interesada de la que, con franqueza, me duele tener que desistir.

     MARÍA. -¿Eh?

     ENRIQUE. -No alcanzo...

     CARLOS. -Pues sin rodeos. Que a mí me sonreía la idea de que tú te casases con mi hija.

     ENRIQUE. -¿Yo?

     MARÍA. -¡Con Amparo!

     CARLOS. -¡Diantre! ¡Habéis recibido la noticia como si lo que acabo de decir, fuese el más colosal de los absurdos!

     ENRIQUE. -No; pero la sorpresa...

     MARÍA. -Y luego, Carlos, fuerza es convenir en que ha habido exceso de espontaneidad por tu parte.

     CARLOS. -¿Por qué?

     MARÍA. -Porque el que no conociera tu sinceridad, tomaría tus palabras por un conato de imposición.

     ENRIQUE. -Eso nunca.

     CARLOS. -Afortunadamente, no soy ningún extraño para Enrique, y además, aunque lo interpretara por un ofrecimiento, no me parece que es tan despreciable lo que le vengo a proponer.

     ENRIQUE. -Al contrario, me honraría, pero...

     MARÍA. -Ya lo oyes.

     CARLOS. -(A MARÍA.) Tus escrúpulos están muy justificados. Con todo, escucha con calma, porque te vas a encontrar con un montón de sorpresas. Decíamos, pues, que a mí me halagaba mucho el que Amparo se casase con Enrique.

     MARÍA. -Sí; pero el que un padre, llevado del mejor deseo acaricie esas ilusiones, no arguye que cuente con el asentimiento de su hija.

     CARLOS. -Es verdad.

     MARÍA. -Y si tú hubieras consultado a la tuya, te convencerías de que no está muy dispuesta a secundar tus propósitos.

     ENRIQUE. -(¡Ah!)

     CARLOS. -¡Si soy un aturdido! Pues vamos; primera sorpresa: Amparo está perdidamente enamorada de Enrique.

     LOS DOS. -¿Eh?

     MARÍA. -¿Ella le ama?

     CARLOS. -Sí.

     MARÍA. -¿Pero... es que lo supones tú?

     CARLOS. -Me lo ha confesado ella misma.

     MARÍA. -No me extraña, porque Enrique es una persona muy estimable, pero sin hacerle ofensa alguna, dista mucho de ser el marido que la conviene.

     CARLOS. -¿Tú crees...?

     MARÍA. -Principia, por haber desproporción en la edad...

     CARLOS. -Enrique tiene la que garantiza en el matrimonio, con los alicientes de una juventud razonable, la misión protectora que en él incumbe al marido.

     MARÍA. -Sin embargo, aunque ella lo ame, él no puede mirarla más que como a una niña.

     CARLOS. -Una niña, con relación a ti; pero una mujer en el concepto de la gracia, de la delicadeza de la flor que matiza con un tono risueño las arideces de la existencia y perfuma con su aliento embalsamado el ambiente del hogar.

     MARÍA. -Sí; todo eso es muy bonito dicho, pero en la práctica hay que reconocer que las inclinaciones de Enrique...

     CARLOS. -Son las de todo hombre que ha vivido, y que al coger del suelo una fruta caída de la rama, no se preocupa de su estado de madurez; la saborea en lo que tiene de agradable, y la tira en cuanto le sabe mal. Pero cuando la destina a su mesa y sube al árbol para arrancarla por sí mismo, la elige sana, con el primer aroma de la reciente sazón y envuelta aún en la pelusilla de su intacta pureza; porque entonces ya no es un capricho fugaz que, una vez satisfecho, se renueva, sino un deleite del espíritu que se tiene interés en que dure para que embellezca el mayor tiempo posible con sus encantos el banquete de la vida.

     MARÍA. -Todo eso es muy cierto, pero a mí, en tu lugar, me bastaría el ver esa mano herida para comprender...

     CARLOS. -Sorpresa número dos. Esa herida la ha recibido Enrique por ella.

     MARÍA. -¿Por Amparo? (Levantándose.)

     ENRIQUE. -¡Oh! ¡Calla! (A CARLOS.)

     MARÍA. -¡Entonces!... (Asaltada por la idea de que ENRIQUE ama a AMPARO.)

     CARLOS. -¿Qué?

     MARÍA. -¿El la ama también? (Fingiendo alegría.)

     CARLOS. -¡Por supuesto! ¿Os creíais solos la otra tarde en el cenador cuando la escena de la margarita?

     MARÍA. -(Con afán.) ¿Qué escena?

     CARLOS. -Pues había quien os atisbaba por los huecos de las trepadoras...

     ENRIQUE. -¡Carlos!...

     MARÍA. -(Con ansiedad creciente.) No le interrumpa usted... Prosigue.

     CARLOS. -Alguien que oyó el «No me ama» de la última hoja y vio correr dos lágrimas, que iluminadas por el sol poniente, no sentaban mal sobre tu atezado rostro.

     MARÍA. -(Casi convenida ya.) ¿Y ella?...

     CARLOS. -Ella se dejó besar las manos, y entre placentera y ruborosa, abrió de par en par su alma a aquel efluvio, que le decía en un lenguaje desconocido: -«¡Eres mi primera, mi única pasión!»

     MARÍA. -¡Ah! ¡Hija mía! (Se deja caer en una silla sollozando.)

     ENRIQUE Y CARLOS. -(Acudiéndola.) ¡María!

     MARÍA. -(A ENRIQUE.) No alarmarse... la reacción... la alegría de ver correspondido por Enrique el amor de mi Amparo, y la pena de pensar que tendré que separarme de ella. Porque la pierdo para siempre.

     CARLOS. -(Acariciándola.) Pues ahí le tienes, que cuando la felicidad empezaba a sonreírnos, el desalmado nos abandona bajo un pretexto fútil.

     ENRIQUE. -No.

     CARLOS. -Inadmisible.

     ENRIQUE. -¡Porque estaba loco; y yo no quiero engañar a esa niña que no puede, que no debe ser mía nunca!

     CARLOS. -¡Silencio, desgraciado! ¡Si te oyera y creyese que dices la verdad, me la matarías! No; se va, porque quebrantada su fortuna, teme que le acusen de especular con su cariño. Yo no insisto más. Mira, hija mía; tú, como mujer, tendrás más habilidad para convencerle; hazle comprender que no se destruyen los sueños dorados de una inocente criatura, por una delicadeza que deja de ser plausible, cuando se convierte en inhumana. Sé madre para conmoverle. Invoca nuestra santa amistad para disuadirle. Dios estará contigo; defiendes la dicha de un ángel (Vase.)



Escena IV

MARÍA y ENRIQUE

     ENRIQUE. -¡Qué más infierno que esta tortura sin nombre!

     MARÍA. -(Bajando después de cerrar la puerta, adonde se detiene, hasta ver alejarse a su marido, y avanzando hacia ENRIQUE amenazadora.) ¡Miserable!

     ENRIQUE. -¡Calla!

     MARÍA. -¡Me has dado por rival a mi hija! (Enloquecida.)

     ENRIQUE. -¡Silencio! ¡Ese ruido como de un cuerpo que cae!...

     MARÍA. -¡Una ráfaga... un mueble... cualquier cosa!... (Insistencia de ENRIQUE.) ¡No busques pretextos! (Nuevo movimiento en él.) ¡Nadie nos oye; estamos solos! ¡Hablemos claro! (ENRIQUE cae en un asiento cubriéndose el rostro. MARÍA, apoyando las manos crispadas en el respaldo de un sillón, se balancea, mirándole con insultante desprecio.)

     ENRIQUE. -María... ¡Perdón!

     MARÍA. -No... ¡No remuevas nuestro pasado! Aquello ha concluido. La mujer ha muerto. Aquí, no queda más que la madre. Ahora, responde: ¿Qué has hecho de mi hija que la han insultado y has tenido que batirte por ella?

     ENRIQUE. -Amarla.

     MARÍA. -¡Mientes!

     ENRIQUE. -¡Sí; la amo a pesar mío! En el corazón no se manda.

     MARÍA. -¡No invoques sentimientos que no abrigas; no hables de lo que no conoces!

     ENRIQUE. -¿Qué?

     MARÍA. -¡Careces de todo lo que dignifica al hombre!

     ENRIQUE. -¿Me injurias?

     MARÍA. -No. ¡Tú no miras a la mujer más que como hembra, y confundes hija y madre, porque para ti no hay familia, todo es raza!

     ENRIQUE. -¿Qué presumes?...

     MARÍA. -¡Algo horrible, pero probable; porque el rayo, por donde pasa, destruye! Tú, no quieres a esa niña.

     ENRIQUE. -¡Oh! ¡Calla!

     MARÍA. -Y esposa envilecida soy; mujer degradada; criatura deleznable, pero hay una cosa que subsiste siempre, que la infamia respeta, que la misma podredumbre no contamina nunca: ¡la madre! ¡Y como hubieras osado elegir a esa inocente criatura para mancharla con tu aliento, así, con las uñas, te rasgaría el pecho, para hundir mis manos en tu corazón; y arrancándotelo de cuajo, abofetearte con él la cara! (Abalanzándose sobre él como loca y haciendo ademán de ejecutar lo que dice.)

     ENRIQUE. -¡Basta! ¡No tolero que insultes esta pasión que es el culto de mi vida, la santidad de mis creencias, todo lo honrado y noble que hay en mí!

     MARÍA. -¡Pruébalo!

     ENRIQUE. -El temor de ofenderte, me imponía silencio; pero me has herido, y tengo que justificarme.

     MARÍA. -¡Habla!

     ENRIQUE. -¿Qué más quieres cuando ves que me voy? ¡Si fuera un infamo, me quedaría!

     MARÍA. -Sigue.

     ENRIQUE. -Huyo, porque amo, y amo por la primera vez.

     MARÍA. -¡Enrique! (Revolviéndose contra él humillada.)

     ENRIQUE. -Te hago mal, pero me estoy defendiendo; amo, pero es a tu hija; siente lo que quieras, pero celos, no. ¡Aquí estorba la mujer; sólo escucha la madre!

     MARÍA. -(Pasándose la mano por la cara como para desechar una idea.) Ya no hay obstáculos. Ya estoy sola.

     ENRIQUE. -Asómate a mi pasado, y dime si mi vida no es una amarga irrisión de la existencia. En vez de luz que ilumine, de aromas que embalsamen, de sonidos que arrullen, de matices que alegren, sólo hay en ella llamaradas que deslumbran, emanaciones que intoxican, ruidos que aturden, colores que manchan. En mí, la sonrisa es mueca, la amistad traición, el cariño oprobio, la felicidad. embriaguez. ¡Nada puro que me eleve, nada sereno que me repose; lo que no es fango en que me hundo, es arenal que me rinde! ¡Nunca, en fin, lo plácido que lleva; siempre lo tempestuoso que arrastra!

     MARÍA. -¡Acaba!

     ENRIQUE. -¡Yo amaba en la sombra, bajando la voz, respirando la densa atmósfera del recinto siempre cerrado a la sorpresa; y ahora veo que el amor es sol, ruido, ambiente, un partícipe feliz de todas las alegrías de la vida, no un cómplice cobarde de la obscuridad y del misterio! Yo no conocía a la mujer más que como una hermosa estatua nacida al golpe de un magistral escoplo, y animada por el deseo para el encanto de los sentidos, y hoy sé que constituye la obra lenta del tiempo, porque en cada mujer hay una niña, que es un germen de inocencia, una adolescente que, al crecer, eleva la inocencia a virtud, y una virgen que vela sus contornos con púdicas vestiduras que el hombre respeta y sólo rasga el marido. Yo creía, en fin, que en la pasión se juntaban los labios, cuando lo que se unen son las almas, y le pedía besos al amor que sólo vive de efluvios. Ya has oído mi confesión. Tenme lástima, si eres justa; pero no injuries mi desgracia: ódiame por lo que fui; pero no me insultes por lo que hoy valgo.

     MARÍA. -¡Infeliz mujer! (Deshecha en llanto.)

     ENRIQUE. -Me voy porque la respeto; ¡la huyo para no hacernos traición!

     MARÍA. -¿Cómo?

     ENRIQUE. -¿Te extraña? ¿Pues qué, me he introducido yo en el corazón de esa niña, ennoblecido a sus ojos con la aureola de todas las perfecciones, acompañado del séquito de las más altas virtudes, para que descubra que soy el amante de su madre? ¡No! ¡Que me odie infiel, bueno; que me maldiga canalla, nunca! Viviré de su ignorancia; pero a la menor sospecha suya, ¡me mato!

     MARÍA. -¡Egoísta!

     ENRIQUE. -Egoísta de tu decoro y de mi dignidad. Ya que le hemos robado la dicha, déjale al menos la fe.

     MARÍA. -Sí; pero tú huyes, y yo me quedo. Tú te vas, y a mí me dejas sola con mi hija...

     ENRIQUE. -¡Oh!

     MARÍA. -¡Y me da miedo, espanto!... ¡Me hablará de tu desvío, de su odio a la mujer que le roba la dicha, y no podré, como todas las madres, ayudarla a ser desgraciada, porque sus celos serían mi oprobio, sus lágrimas mi acusación, mis besos un insulto! ¡Y tendré que vivir con ella y sin ella sin poderle decir que odie a su madre, ni rogarle que compadezca a su rival! ¡No... su rival no! ¡Esa palabra es una blasfemia en mi boca! ¡Alma mía!... ¡Yo te he envenenado la existencia!... ¡Tu madre! ¡Me execro, me repugno! ¡Monstruo! ¡Fiera! (Golpeándose la cabeza y tratando de ahogarse con las manos.)

     ENRIQUE. -¡Qué haces! (Impidiéndolo.)

     MARÍA. -¡No lo sé... ¡Estoy loca!... ¡Yo he sido una cobarde, no confesándoselo todo a mi marido para que me matara!

     ENRIQUE. -¡María!

     MARÍA. -¡Sí... a mí, ya no me queda más recurso que la muerte! Pero no tengo valor para descargar el golpe... ¡Ayúdame tú!

     ENRIQUE. -¡Cálmate!

     MARÍA. -¡Muramos juntos! ¡Venguémonos de nosotros mismos, hiere! (Fuera de sí.)

     ENRIQUE. -¡Asesino yo!

     MARÍA. -¿No te atreves?... ¡Pues bien, aquella ventana! (Corriendo a ella como loca.)

     ENRIQUE. -¡Detente! (Luchando con MARÍA.)

     MARÍA. -¡Suelta!

     ENRIQUE. -¡Por Dios!

     MARÍA. -¡Déjame!... ¡Libértame de mí!...



Escena V

DICHOS y CARLOS

     CARLOS. -¡María!... ¡Eh!... ¿Qué es esto?

     ENRIQUE. -¡Ya lo ves! ¡Está defendiendo su honra, que yo he atropellado!

     CARLOS. -¿Tú?

     MARÍA. -Miente. ¡Quiere salvar mi decoro que yo he prostituido!

     CARLOS. -¡Qué! ¡Miserables!

     MARÍA. -Sí, culpables; él y yo. ¡Mátanos!

     CARLOS. -¡Silencio, desgraciada! (Tapándole la boca.)

     ENRIQUE. -¡Carlos! En mi presencia, no. (Queriendo defenderla.)

     CARLOS. -¡Nosotros después! ¡Primero ella!

     MARÍA Y ENRIQUE. -¿Quién?

     CARLOS. -¡Mi hija que nos está escuchando!

     MARÍA. -¿Dónde?

     CARLOS. -¡Detrás de esa cortina!

     MARÍA. -¡Jesús!

     ENRIQUE. -¡Qué horror!

     MARÍA. -(¡Nos ha oído!...)

     ENRIQUE. -(¡Yo no resisto a esta prueba!)

     CARLOS. -Aún debe estar ahí. ¡No me atrevo a mirarlo!

     MARÍA. -(Deteniéndole.) Aguarda. ¡Dios no puede ser tan implacable en su justicia! (Llamándola con miedo sin atreverse a avanzar.) ¡Amparo!... No responde...

     ENRIQUE. -¡Respiro!

     MARÍA. -¡Hija mía!... ¡Gracias, Señor!... No, no está. (Corre a levantar la cortina.) ¡Ah! ¡Sí! (Dando un horroroso grito y retrocediendo al ver a AMPARO tendida en el suelo, con la cabeza y un brazo apozado en el pouf.)

     CARLOS, ENRIQUE Y MARÍA. -¡Oh!



Escena VI

DICHOS y AMPARO

     ENRIQUE. -(Corriendo hacia a ella.) ¡Amparo!

     MARÍA. -¡No; su madre!

     CARLOS. -(Rechazándola.) ¡Tampoco! ¡Yo; el único que no la mancha! ¡No respira! ¡Infames! ¡Me la habéis matado!

     MARÍA. -¡Muerta!

     ENRIQUE. -(¡Esto es espantoso!)

     CARLOS. -¡Ah! ¡Aún late el corazón!

     MARÍA. -¿Sí?

     CARLOS. -Abre los ojos...

     MARÍA. -¡Vive!

     ENRIQUE. -(A MARÍA.) (¡Vive... y nos mirará...!

     MARÍA. -(¡Calla!)

     ENRIQUE. -(¡Para maldecirnos!)

     MARÍA. -¡Oh!

     CARLOS. -¡Alma mía! (Acariciando a AMPARO que se incorpora.)

     AMPARO. -¿Eres tú? ¿Qué me ha pasado?...(Avanza poco a poco y el ver a su madre y a ENRIQUE, retrocede paso a paso sin dejar de mirarlos y refugiándose en su padre.) ¡Ah! ¡Ellos! ¡Sí; ya sé! ¡Contigo, siempre contigo!

     MARÍA. -(¡Me rechaza!) (Rompe a llorar.)

     ENRIQUE. -(¡Que viva el que pueda! ¡Yo, me doy asco!) (Vase corriendo cubriéndose el rostro al pasar por delante de AMPARO.)



Escena VII

MARÍA, AMPARO y CARLOS

     MARÍA. -¡Hija!... ¡Perdón! (Queriendo cogerla una mano.)

     AMPARO. -(Reaccionándose al sentir su contacto.) ¡No me toques!... ¡No me beses!... ¡Tú, no!... ¡Aparta!... ¡Quita!... ¡Déjame!...(Echándose en los brazos de su padre.)

     MARÍA. -¡Carlos, por caridad!... ¡Mátame! ¡Mátame!

     CARLOS. -¡No, vive! ¡Es tu castigo!... ¡El más espantoso para una madre! ¡Tu hija ya no cree en ti! (Telón.)

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