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La evolución constante del novelista Manuel Andújar

Ignacio Soldevila Durante


Université Laval



Manuel Andújar, en el espacio de una larga década, proyectó y llevó a término una trilogía novelística compuesta de tres obras -La llanura (1947), El vencido (1949) y El destino de Lázaro (1959)- desde su exilio mexicano. Al término del destierro, las tres fueron publicadas en un solo volumen por Alianza Editorial. En 1987 la misma editorial ha vuelto a publicar otro volumen bajo el título de Vísperas, que a primera vista puede parecer una reedición del anterior. El lector se percata luego de que El destino de Lázaro ha sido excluido de esta edición de 1987, cuando en una nota editorial se le informa de esa particularidad, añadiendo (suponemos que a modo de justificación): «La serie televisiva "Vísperas" está basada también en ambas novelas y excluye, por ahora, "El destino de Lázaro", tercera y última parte de la trilogía».

En trabajos recientes hemos venido repitiendo la afirmación del hispanista francés Bernard Barreré, de que

le roman espagnol est tributaire des autres moyens de communication [...] il ne saurait être étudié [...] indépendamment de ceux-ci1.



Esta afirmación, que Barrère hace estudiando los comienzos del siglo XX y refiriéndose a dicho período, no hemos tenido ninguna dificultad en extenderla a los ochenta y ocho años del siglo, en cuya progresión se van acentuando las características ancilares de la novela dentro del vasto territorio de la narrativa. (Repetiremos aquí que nuestro concepto de narrativa integra las formas audiovisuales de radionovela, cine y telenovela o serial televisivo). Y la presente edición no hace sino aportar un ejemplo más, pero ahora ya manifiesto en la nota editorial, en la mutilación de la trilogía, y en las fotografías que ilustran cubierta y contracubierta. Como había ocurrido antes con Fortunata y Jacinta, con Los gozos y las sombras, con Los santos inocentes, la circunstancia de un éxito cinematográfico o televisual suscita una reedición que, como secuela y tributo de la narración audiovisual, tendrá probablemente un éxito de venta y, en la mejor de las hipótesis, un gran número de lectores.

Nada de lo dicho quita un ápice a los méritos literarios de las novelas favorecidas por tal coyuntura, pero subraya el hecho apenas discutible de que dicho género literario es, en la misma medida que la poesía lírica, minoritario y, como ocurre en ella, los novelistas ya no tienen como lector ideal sino a los otros cultivadores del género, a los «intelectuales» en general, y a los estudiosos de la literatura en particular. En este sentido nos interesa ahora examinar, no ya las dos novelas de la mutilada trilogía de Andújar, sino su conjunto. Desde que su obra empezó a ser conocida en España, y partiendo del libro de J. R. Marra López Narrativa española fuera de España, la crítica se ha sentido incitada a señalar el entronque de dicha obra con una tradición literaria personalizada originalmente en Galdós, y luego derivada hacia autores posteriores (los noventaiochistas para la ideología, la novela intelectual para el estilo, según José Domingo; Valle-Inclán y Lorca para Sanz Villanueva, en lo que se refiere a las novelas siguientes a la trilogía, aunque reconozca la «estirpe galdosiana» para esta).

Este tipo de afirmación nos revela más acerca de la formación literaria de los críticos (por las evocaciones retrospectivas que la lectura de una novela les suscita de lecturas precedentes) que de la formación literaria propiamente dicha del novelista. Si lo que se pretende con este tipo de comentario (en el que todos incurrimos rutinariamente) es realmente informar sobre la formación literaria del novelista, hay que recurrir a otros procedimientos menos azarosos. De los cuales, el más socorrido, cuando el escritor vive, es interrogarle, como se suele hacer, sobre sus autores preferidos. De la información así obtenida tampoco podemos fiarnos para avanzar afirmaciones sobre el entroncamiento de la obra en cuestión con tales mentados precedentes. Conviene hacer las correspondientes verificaciones antes de dar por bueno lo que puede ser una simple Tabulación del status, como tantas otras obtenidas cuando se procede a encuestas sociológicas sobre actividades con prestigio social. Más veraces, a nuestro parecer, y más directamente utilizables, por consiguiente, son los textos que, sobre autores y obras determinadas, han escrito los novelistas objeto de estudio. No es raro, en efecto, que los creadores de la obra literaria manifiesten una faceta crítica e historiográfica a través de la cual, no conscientes del hecho, se revelan con menos prevenciones, cuando no son simplemente desprevenidos. Puede matizarse la información así obtenida considerando que existirá casi siempre un desfase entre lo que el novelista exige de la obra literaria ajena y lo que es capaz de producir cuando de la propia se trata. No está excluido, por otra parte, que el novelista ejercitando una función crítica sea menos exigente y riguroso con la producción ajena que con la propia. Y este nos parece ser, sin duda, el caso de Manuel Andújar, generoso y benévolo con la obra de los escritores a los que ha estudiado (véanse sus estudios literarios, desde Literatura catalana en el destierro a Grandes escritores aragoneses en la narrativa española del siglo XX), y de una feroz e implacable autocrítica con su propia producción de narrador. Esta actitud está patente no sólo en el rechazo de su obra narrativa anterior a 1947 (rechazo que ya Antonio Iglesias Laguna calificaba de «pesimista», reseñando la primera edición española de Vísperas) (ABC, 15-10-1970), y en la reticencia a publicar obras de las que no se siente suficientemente satisfecho (Cita de fantasmas estaba redactada en 1961, y sólo en 1984 Andújar decide publicarla, sólo él sabe tras cuántas revisiones). Ni siquiera cuando no reniega de ellas, sus novelas se ven sometidas a una cuidadosa revisión al ser reeditadas. Este último aspecto de su actitud autocrítica nos parece particularmente revelador de su poética o para usar un término más pedante aunque inequívoco, su narratología. En efecto, el examen de las dos ediciones de Vísperas no revela ninguna modificación estructural, pero abunda en correcciones estilísticas, que van desde el pulido de una estructura sintagmática hasta la sustitución de palabras. Y nos parece evidente que si la sustitución o revisión de frases puede tener un objetivo de mayor precisión o de resolución de involuntarias ambigüedades interpretativas, lo segundo revela una preocupación eufónica, una alergia a las cacofonías mucho más que un regusto por la riqueza léxica, con ser éste igualmente evidente. En este sentido podemos religar sin dificultad a Andújar con las preocupaciones y maneras de hacer de los escritores de la generación del 14 que, como Pérez de Ayala o Ramón Gómez de la Serna, tuvieron éxito suficiente y sobrevivieron lo bastante para controlar, a distancia, la reedición de sus obras. (Recordemos, en otros géneros, a Juan Ramón Jiménez o José Ortega y Gasset). Pero, a diferencia de los ejemplos citados, sólo la preocupación estilística, y no el ocultamiento de una ideología juvenil, presiden esa actitud autocensoria y revisionista de Manuel Andújar. La ausencia de refundiciones a nivel suprasintagmático en nuestro novelista revela, o más exactamente, confirma, la impresión generalizada entre sus críticos de que, estructural y temáticamente, esta trilogía hace inmediatamente pensar en modelos tan tradicionalistas como Galdós, o en líneas temáticas tan trilladas como el caciquismo, la condición social del campesino o del obrero en Andalucía (y al respecto, la lista de Iglesias Laguna es prolongable ad libitum). Y la presencia de ese otro tipo de correcciones por nosotros analizada confirma y certifica la vertiente positiva de la misma crítica, cuando subraya que «la modernidad de Manuel Andújar reside en la voluntad de estilo» o afirma que «lo mejor es el estilo [...] apretado, raras veces lírico, de gran fuerza expresiva, algo barroco». De estas afirmaciones el análisis detallado y comparativo confirma la mayoría, con la excepción de la supuesta rareza del lirismo. Bien al contrario, la descripción de paisajes, interiores y personajes es rica en detalles líricos a menudo impresionistas, pero no menos frecuentemente expresionistas, hasta extremos que lindan con el esperpentismo de raíz barroca y neobarroca, de Quevedo a Valle-Inclán o ¿por qué no citarlo? del mejor Sender. Extremos, estos sí, raros, que revelan esa búsqueda de equilibrio y de control que la crítica ha sabido apreciar sobre todo a nivel ideológico, cuando compara a Andújar con sus predecesores. Pero de ahí a suponer en él ese «deseo de elevarse en el plano moral rehuyendo posturas, ideologías y condenas» (Iglesias Laguna), es decir, un neutralismo angélico frente a los grandes debates y las contrapuestas interpretaciones de la realidad sociopolítica española de su tiempo, va un paso, a nuestro parecer en el vacío, que otros críticos no han dado. Más ajustado nos resulta José Domingo en su afirmación de que Andújar procuraba una mayor perspectiva de visión y una óptica más objetiva, pero no como él dice, borrando voluntariamente toda referencia al contexto histórico del momento, sino por la ubicación misma de su trilogía en un espacio restringido a un lugar geográfico y en un tiempo anterior a los años en los que el propio Andújar empieza a implicarse como adulto responsable en la vida de su país. Ni, consecuentemente, le corresponde ese «puesto impar entre los buenos narradores españoles del exilio», ya que tanto Francisco Ayala, como Max Aub o Ramón Sender, o Segundo Serrano Poncela, por mejores ejemplos, alcanzan la misma perspectiva de visión y la misma objetividad óptica cuando se enfrentan literariamente con el pasado anterior a sus personales vivencias de la guerra. El hecho, este sí impar entre dichos coetáneos suyos del exilio, de evitar en las tres novelas de Vísperas la precisión toponímica explícita (no llamar Viso del Marqués al pueblo manchego donde se ubica La llanura, La Carolina al de El vencido, o Málaga al de El destino de Lázaro) no sólo se inscribe en una tradición del realismo y del naturalismo todavía vigente entre los escritores del 14 y del 27, sino que precisamente resulta de que no hay distanciación voluntaria en sus novelas de «toda circunstancia personal» (J. Domingo). Veamos simplemente prudencia frente a las probables ecuaciones entre ficción y realidad nombrable y apellidable, por una parte, y por otra, voluntad, no carente de ingenuidad, de ser tildado de «costumbrismo», palabro, si los había, particularmente vejatorio entre la crítica de su generación, antes y después del diluvio. Cuando en la guerra y en el exilio, Andújar escribe narraciones, novelas cortas o la extensa novela Cristal herido que se ubican en ese otro tiempo suyo y tormentoso entre 1927 y 1945, ¿cómo iba a ser «objetivo», o «elevarse en el plano moral rehuyendo posturas ideológicas y condenas»? Entramos aquí en el espinoso terreno de la littérature engagée, expresión francesa a la que se le hizo el flaco servicio de traducirla como «literatura comprometida», cuando «compremeter» y «compromiso» son términos que en castellano están erizados a nativitate de connotaciones negativas y peyorativas totalmente ausentes de los términos franceses «s'engager» y «engagement». La consulta comparativa de diccionarios unilingües y la de antiguos bilingües avala nuestra interpretación y rechazo de esta falsa ecuación sémica que tanto daño sigue haciendo entre nuestros escritores de hoy, y que da lugar a tantas formas, generalmente benignas, de incomunicación autonómica entre áreas igualmente propias de la actividad mental y de la consiguiente producción verbal. (Por no llamarlas esquizofrenias, que tan mal suena.) Preguntémonos si lo normal es que un joven estudiante de clase modesta, implicado en la fundación de la F.U.E. en Málaga durante la dictadura de Primo de Rivera, ocupando cargos directivos en esa asociación universitaria, a la que representó en el congreso extraordinario para la reforma de la enseñanza organizado por la Unión Federal de Estudiantes Hispanos, que pasa de las filas de la juventud radical-socialista al socialismo obrero en 1933, que es periodista de UHP (Unión de hermanos proletarios) y de Las Noticias en Barcelona entre 1936 y 1939, que dice de sí mismo que las secuelas de su parálisis infantil «me impidieron participar en la lucha armada», pero que estaba el 19 de julio en la Plaza de Cataluña, y que «siempre que encontraba oportunidad iba a los frentes de Aragón: Tardienta, Teruel», que sale de España huyendo del avance de las tropas franquistas, se ve sometido a las vejaciones de los campos de concentración franceses, y es víctima de las epidemias consiguientes al inhumano trato vigente allí, que logra salir hacia México, donde tiene que hacer mil oficios oficinescos y comerciales para salir a flote, pueda, a la hora y lugar de crear un texto con voluntad creadora, hacer abstracción de su existencia, ubicarse en un no man's land angélico, si no es por puro resultado de una enajenación mental. Es indudable que, por una parte, las exigencias de un género literario de creación someten el flujo discursivo a unas pautas lo suficientemente flexibles para no forzar a la imaginación creadora a escoger necesariamente entre la sumisión o la ruptura, pero que, en cualquier caso, exigen más, estilísticamente hablando, de lo que un periódico de combate considera el umbral de acceso a la categoría de imprimible. Pero por otra, no puede haber, estilística, y menos aún ideológicamente, ningún umbral de acceso a la categoría de lo literario para la expresión del talante social o político del creador, y, consiguientemente, no serían rechazables del «parnaso literario» ni posturas, ni ideologías ni condenas. No creemos que, en los últimos quinientos años, nadie haya enarbolado la flamígera espada para arrojar del Parnaso a Messer Dante Alighieri considerando ideología, posturas o condenas, habiéndolas como las hay, fe de lector, ad nauseam, en su Divina Comedia.

Es más que hora, nos parece, de evidenciar aquí el proceso de vaciamiento (de intenciones políticas, si los hay) a que se ha venido sometiendo el concepto expreso en el término literatura desde sus orígenes hasta nuestros días, cuando en ellos abarcaba todo cuanto de importante y necesario se decía en y para una sociedad humana, y por consiguiente, había que poner en letra (cuando tal actividad era costosa e implicaba materiales nada perecederos) del mismo modo que ventura eran «los acontecimientos por venir» o versara «las cosas para tirar» (de donde nuestro «basura» castellano). Que en un proceso ambiguo de entronización y vaciamiento de su contenido (no tan antiguo como parece, puesto que aún campeaba a la puerta de mi primera alma mater valenciana aquello de «Universidad literaria» en letras de piedra) las sociedades occidentales la hayan arrumbado hasta ser lo que hoy piensan muchos -objeto de lujo absolutamente prescindible y sin cuya existencia todo seguiría funcionando de la misma manera- es realidad a la que parece increíble no ya que se hayan sometido los creadores literarios, sino que la defiendan como un reducto de pureza última, cuando no como la más alta cota de una escalada hacia la perfección del discurso lingüístico del hombre2.

Que no nos duelan prendas. Deshonesto sería ocultar la otra cara de la hoja, cuando, tras haber utilizado aquí, públicamente, fragmentos de una carta privada de Andújar a quien suscribe, en 1960, para aportar datos arguméntales, ocultáramos otros párrafos de la misma de signo contrario, que no contradictorio, para nuestras afirmaciones. Tras informarnos de sus actividades políticas de la década del 30, hace este balance de las mismas:

Satisfacciones espirituales mínimas y mayúsculas amarguras y decepciones, pues no soy hombre de bandería y la parcialidad me asfixia. De 1939 a la fecha no llevo, ni por dentro ni exteriormente, etiqueta alguna.



Y más adelante:

Fundé con José Ramón Arana, la revista Las Españas. Hicimos, ayudados por otros compatriotas, los 18 primeros números. A mi entender, ha sido la publicación más importante y amplia de criterio de la emigración española. Lo que aporté y aportamos -esfuerzo, dinero de los que nos hemos ganado el pan sin especular ni explotar, contrariedades- significa para mí un orgullo. Procuramos que fuera posible un real y hondo diálogo español, superar los prejuicios de facción, política o literaria, iniciar, hace muchos años, la corriente de comprensión hacia lo que en España, a despecho del régimen franquista, se piensa y se crea, se sueña.



Conceptos, pues, que si contrarían los naturales impulsos a abominar y a condenar a todo y todos cuantos no tomaron el camino de la muerte o el exilio no contradicen en nada una postura ideológica democrática y una condena del régimen antidemocrático muy explícita. Esa distanciación que los críticos han apreciado en la obra narrativa de Andújar desde 1947 resulta, pues, de una desilusión de las políticas partidistas fraccionarias manifiestas ya durante la república, pero acentuadas en el paroxismo cada vez más desesperado de la guerra civil, y esperpentizadas en los territorios de la derrota y el exilio. Este despojarse de etiquetas (o de carnés) no implica -venga Andújar y lo diga- la menor concesión a las hipotéticas virtudes de la dictadura antidemocrática y de partido único, o el menor gesto de sumisión a «las duras realidades» o «las urgentes necesidades». En la literatura de Andújar, la dialéctica de verdugos y víctimas, de explotadores y explotados, de «buenos» y «malos» no responde a su adscripción a partidos, pero indudablemente a la coherencia o incoherencia de sus personajes con los comportamientos sociales de la clase a la que pertenecen, y a la adecuación o inadecuación entre sus «principios» ideológicos y su comportamiento real frente a los demás y para consigo mismos. No es una debilidad de construcción narrativa si los personajes novelescos de Vísperas aparecen bajo una doble perspectiva, a veces sociológica, a veces psicológica, como afirma Eugenio de Nora, perjudicando con ello la impresión «de acabamiento y perfecta unidad», sino el resultado de esa polaridad de los personajes entre la coherencia y la incoherencia. El mismo Nora reconoce que «esta interferencia de mundos e intenciones le otorga complejidad y palpitación anchamente humana». Tales cualidades, no obstante, no son resultado involuntario de interferencias fortuitas, de una vacilación entre dos escuelas vigentes -la del realismo socialista, la del psicologismo postrealista-, sino de un uso intencional y adecuado a la visión conflictiva de la sociedad que es la del autor. (Y aquí hacemos caso omiso de la precaución, tan necesaria en otros casos, de distinguir entre un «autor ficcional» y un autor nominal, porque nos parece evidente que Manuel Andújar asume, muy directamente y sin las precauciones que con respecto a lugares y personas le hemos visto tomar, la responsabilidad ideológica, la visión del mundo que su narrador básico vehicula.)

Que esta visión del mundo tenga carices pesimistas, que se manifieste sin aspavientos y con rarísimas pérdidas en el control de su expresionismo, responde a la misma autenticidad personal de Manuel Andújar. La experiencia persistente del egoísmo personalista, la mendacidad y la total ausencia de buenas maneras -el fair play- en el contorno social y político en que le ha tocado vivir a este hombre fundamental, machadianamente bueno, está en el origen de esas tonalidades que la crítica ha señalado unánimemente. A las afirmaciones de Andújar arriba citadas sobre su desilusión como hombre de partido, podríamos añadir éstas, que por afectar a algo más entrañable aún en su aventura humana, no ha manifestado nunca personalmente, y que sería difícil rastrear a través de su obra. Y habla Otaola, compañero de exilio, en La librería de Arana:

Advierto con tristeza que en el fondo de su alma hay mucha melancolía, mucho escepticismo, mucha esperanza muerta. Todo me parece un sueño. Ayer, cuando padecía el delirio de la revista (se refiere a Las Españas), la locura de su quijotesco desprendimiento. Y hoy que lo veo triste, desmayado, viviendo una soledad aterradora, lejos de toda actividad y de toda ilusión reconfortante.



Ciertamente Andújar debe ser considerado como un hombre de su tiempo y de su generación, heredera de una tradición que remonta al realismo, y que se continúa sin solución de continuidad hasta la dictadura de Primo de Rivera, y que en esos breves años, con el liderazgo de la generación del 23, abomina de la política y de la realidad social de su país, desespera de la condición humana y se cierra con la literatura como único juguete, en el cenáculo de los iniciados, a esperar el inevitable final. Sólo la «revolución» surrealista vendrá a romper el círculo vicioso de vanguardia y pesimismo, y no es de extrañar precisamente por esa vertiente optimista del movimiento, que obligaba al literato a salir de nuevo a la calle, que se le recibiera con recelo, y todavía muchos años después se insistiera en no reconocer la existencia de una corriente superrealista en España. Andújar pertenece a la generación del 36. Ya hemos indicado en otra parte los rasgos comunes de la misma:

los mayores del grupo están en la época estudiantil durante la dictadura de Primo de Rivera, y a diferencia de la generación del 23, se enfrentan activamente con ella, protagonizando la politización y la polarización extremista en los medios universitarios, lo que se refleja en su protagonismo en la fundación de los dos grupos extremos del sindicato estudiantil: F.U.E. primero, S.E.U. después [...] Desde 1929 se puede señalar que buena parte de las distancias creadas entre ambas generaciones desaparecen paulatinamente, puesto que la generación mayor se va politizando de nuevo (volviendo así a una actitud de su primerísima juventud, abandonada durante la dictadura: no se olvide que la generación del 23 fue la que contribuyó más al contingente de tropas durante la guerra de Marruecos, y fue víctima y testigo principal del desastre). Desde el punto de vista literario [...] la culminación de esta solidaridad se hará en presencia de catalizadores como Pablo Neruda y César Vallejo. [...]

Por otra parte, y siguiendo el movimiento generacional del 23 hacia la revalorización del papel del escritor en la sociedad, [...] una buena parte de la joven generación aboga por un retorno a los géneros más ligados tradicionalmente con la realidad social, como la narrativa y el teatro3.



Remitimos a dicho trabajo para una más amplia descripción de las características generacionales y sus divergencias y concomitancias con la precedente. Basta lo citado y lo dicho para afirmar, pues, que la tradición de la que es heredero Andújar, y que sólo conoce una breve, aunque deslumbrante interrupción entre 1923 y 1930, no es otra que la de considerar la narrativa y el teatro como géneros fundamentalmente testimoniales. Aunque sólo fuera por este aspecto, sería justo afirmar que la mayor constante en la historia contemporánea de ambos géneros en España es la del engagement, no con un partido o una ideología partidista, sino con la realidad sociohistórica del país. Y en ese sentido, hasta el rechazo vanguardista durante la dictadura tiene una raíz de desilusión y renuncia ante la distancia insalvable que separa una intelligenzia de una parte, y de otra, al adocenado estamento político.

Con los temblores de la caída de la dictadura y el advenimiento de la segunda República, el cambio radical de signo no es, sino un regreso a la tradición literaria española, aunque esta vez, por primera en el país desde la «gloriosa», la clase política y los intelectuales se funden y se confunden.

Toda la obra narrativa de Andújar, y no solamente la trilogía que motiva estas páginas, está inscrita en esa tradición renovada.

Otra cuestión es el examen de los caminos que ha tomado esa renovación y que, así nos parece, no podía hacer caso omiso de las múltiples tentativas de salir de los caminos trillados que, guardando o no la tradición del engagement, son una constante de la historia de la novela. Porque en tal sentido, imitar a Galdós no podía ser escribir como él, y construir sus novelas según el patrón galdosiano, sino hacer lo que él había hecho: ser testigo e intérprete de una realidad, pero innovando, con una constante voluntad de modernidad y de autosuperación, en los modelos de construir y de enfocar novelísticamente ese primus in sensus con el que su inteligencia se enfrentaba y dialogaba. Basta revisar a los mejores estudiosos galdosianos para ver bien patente que ni siquiera hay un «patrón» galdosiano. En ese sentido son los continuadores del realismo menos preocupados por la cuestión fundamental (que no es otra sino la difícil, pero insalvable adecuación entre materia y forma de la expresión, por un lado, y materia y forma del contenido, por otra y obsesionados más que por la función testimonial de la literatura, por la «misión social» y el protagonismo del escritor, quienes son responsables del adocenamiento en que muchos de los novelistas postgaldosianos se complacen.

Desde dicho enfoque, es evidente que, con posterioridad a la trilogía que ahora nos ocupa, Andújar no sólo ha continuado puliendo estilísticamente su arte de narrador (por ejemplo, suprimiendo sistemáticamente las postposiciones pronominales a las formas verbales que dan un matiz inadecuado de neoclasicismo al párrafo andujariano, tendencia omnipresente en las dos primeras novelas de la trilogía, y muy corregida en El destino de Lázaro)4, jugando cada vez con mayor habilidad con las paronomasias y las paronimias, etc., sino que ha reflexionado, a la vez que mantiene íntegra su visión de la obra propia como fundamentalmente testimonial, sobre la mejor manera de ajustar las estructuras novelescas a la transmisión y potenciación de esa voluntad básica de hacer su obra la de un testigo de su tiempo. En este sentido hay que apreciar y juzgar los patentes intentos de crear novelas con una variedad de voces y focalizaciones narrativas que faciliten no sólo un incremento del valor colectivo del testimonio, sino el acercamiento a nuevas generaciones de lectores, ya habituados, tras la etapa de las grandes expectaciones en las estructuras novelísticas por la que se aventura la novelística hispánica en la década de los sesenta, a formas más complejas de novela. Evidentemente, en esto va Andújar por los mismos caminos que los mejores de su generación -Cela, Torrente Ballester, Delibes-, ejemplificando los efectos de retroacción generacional a los que tan poco se suele atender en la historia de la literatura5.

Desde esta perspectiva actual, tras la salida de Historias de una historia, La voz y la sangre y Cita de fantasmas, nos parece justo considerar que la aparición de Vísperas en esta nueva edición truncada de su mejor unidad, resulta, para un lector que no conociera las tres últimas novelas de Andújar, tan desorientadora como pudo haber sido en los comienzos de la década del sesenta empezar a «leer» a Andújar por Partiendo de la angustia o Cristal herido. En raras ocasiones ha recorrido un novelista español contemporáneo tan largo camino de mejoramiento en su búsqueda de una perfección suficiente para clamar su propio sentido autocrítico, como el recorrido, múltiples cruces a cuestas, por Manuel Andújar. No han escaseado las críticas duras a lo largo de su obra, ni tampoco, bien es cierto, algún buen cirineo. Pero ningún crítico tan feroz como el propio autor, ni con tal voluntad prometeana de volver, como Sísifo, a empezar de nuevo 6.





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