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La falda se suelta el pelo

Margo Glantz





Diciembre 1980

Siempre ha habido novelas sólo para mujeres. Y en verdad muchas de las novelas que se escribieron durante el siglo XVIII estaban escritas especialmente para ellas. El viejo Richardson se dio cuenta de que el sentimiento era una mina de oro y decidió explotarlo: desde su imprenta inglesa produjo las dos novelas sentimentales más explosivas del siglo, utilizando el sistema de correspondencias, sistema que conocía muy bien pues era el escribano de pueblo más conocido, al que se dirigían todas las muchachas que querían enviar una carta apasionada a sus amantes. En suma, Richardson era el escribano que ahora se instala en los portales de Santo Domingo y escribe cartas interminables, tan interminables como las que escribía Pamela Andrews a su madre, 358 (?) cartas en las cuales relata los asedios de un joven libertino, las trampas de una pérfida ama de llaves, y sus fructuosos intentos de liberación. La última narra, naturalmente, el mayor triunfo de la virtud: el casamiento que pone fin al asedio. Mucha literatura libertina se produjo en ese siglo, y John Cleland se dio el lujo de escribir en primera persona las memorias de Fanny Hill, cortesana famosa; también Daniel Defoe, el autor del célebre Robinson Crusoe, escribió una historia escabrosa, la de Moll Flanders, quien deambuló por todos los caminos y ejerció todas las profesiones, aun las más nefastas. Defoe utilizó para su texto la primera persona.

Estas novelas escritas por hombres adoptan todas un pronombre que les pertenece en la ambigüedad del yo que -como los pantalones- puede parecer unisex. Sin embargo, el yo narrativo es el de una joven que habla de sus peripecias desde la pluma de un varón. Una mezcla de inocencia y perversidad da el tono de las cartas de Pamela, y el puritano y sentimental Richardson se vuelve la inspiración del libertino, sobre todo con su Clarissa.

El tremendo éxito de Pamela, aunque parodiada por el humorista Fielding, incitó al impresor y escribiente a escribir una novela aún más osada, donde el vicio triunfa sobre la virtud. En efecto, Clarissa Harlowe es seducida por un libertino -Lovelace- quien la rapta, la lleva a Londres, la viola y la instala en un burdel: Clarissa muere de dolor. El pérfido Aldonso (o Alfonso) de Sade toma el relevo y construye como desafío dos estructuras muy interesantes y nefastas: Justine o los infortunios de la virtud y Juliette o las prosperidades del vicio. Ambas novelas están inscritas dentro de un pronombre que iguala pero que enmascara, el yo, que en este caso es femenino pero explotado por un hombre. Y claro, ese hombre vive de una usurpación. Los autores masculinos que eligieron una heroína y la escribieron, han vivido de ella: Richardson murió rico gracias a Pamela y a Clarissa; John Cleland usufructuó las páginas donde Fanny narra sus picantes aventuras y prosperó a su sombra; Federico Gamboa enterró a Santa, pero la reimprimió tantas veces que su vida después de la revolución pudo consolidarse gracias a las regalías que el libro le produjo. Sólo el divino Marqués fue castigado. Su encierro perpetuo en lóbregas prisiones permitió las horrendas páginas que aún se procesan aunque ahora suelan venderse en los supermercados. Sade fue Juliette y fue Justine, y por ellas recibió el premio de la cárcel. Sus inmediatos antecesores vivieron en la prosperidad que el vicio de escribir para mujeres -y usurpando su fisonomía- les produjo.

Con Erika Jong creadora de una célebre novela que causó furor hacia 1975 -Miedo de volar- la persona usurpada intenta rescatarse: ésta es de nuevo Fanny, pero Fanny Hackabout-Jones, la heroína de una historia trasnochada. Trasnochada porque siendo Erika del siglo XX se convierte en una frágil doncella libertina del XVIII, adoptando un lenguaje y una ortografía que no le pertenecen, más aún, adoptando unas costumbres y unos vicios que pertenecen a otro siglo, justamente ese siglo donde se detienen a caballo las costumbres, el siglo que inicia con resquemores y problemas ese puritanismo extremo que llamamos victorianismo, ese puritanismo que inspiró a Freud su teoría de la represión. Erika se instala en Fanny y en una historia cuyos subtítulos aclaran las andanzas de una nueva batalla. Pero antes de continuar, veamos los subtítulos: La verdadera historia y aventuras de Fanny, su iniciación como bruja, sus viajes con los libertinos, su vida en el burdel, su aristocrática vida en Londres, su vida como mujer pirata, etc.

Erika usurpa condiciones, historicidades, problemáticas, disyuntivas, pero recobra -al enseñar en la portada una liga rosa tirando al bermellón- la primera persona narrativa.

Jong ha producido escándalos. Ha esgrimido lenguajes masculinos, y su literatura produce vocabularios procaces que no son «femeninos». Varios siglos de literatura se consagran a la mujer, pero es el hombre quien decide sobre su psicología, quien la narra y quien le arregla la mirada con que ha de contemplar su propio cuerpo. Jong asume la responsabilidad histórica: rescata a las heroínas que delinearon sus antepasados y traza a su vez una historicidad: la de una literatura madre -la inglesa- que tiraniza a una literatura descendiente -la norteamericana-. Pero si dijéramos sólo esto caeríamos en la falsedad: La literatura norteamericana se vuelve dominante, pero la literatura femenina ha sido dependiente. Fanny-Erika subraya la duplicidad.

Fanny es narrada por Erika y no por Daniel o por John. Se parodia y se inserta entre libros compilados en uno, sobre cuya portada asoma una sedosidad, la de unas faldas amplias, llenas de encajes, deliciosamente tenues, apasteladas, dignas de una damisela y por eso mismo más seductoras, sobre todo si la joven levanta indiscretamente el pie, alza su falda y entre los encajes y las lavandas, asoma la pierna aprisionada por una liga que juega con el color y se ruboriza. Fanny es hipócrita con todo. El acto de levantar el telón que conduce al primer acto del amor, la relación entre lo vestido y lo desnudo, el intersticio que revela un fragmento del cuerpo femenino y también el anticipo del placer, es también un acto de desenmascaramiento. Fanny usa su cuerpo, pero aunque éste siempre es instrumento de placer, como para su antecesora Fanny Hill, ahora el uso que se hace de él se revierte sobre él que lo utiliza. Me explico: Fanny se narra y se integra a su yo, ya no unisexual sino femenino, y Erika rescata a los personajes ingleses que la hicieron posible, pero nos muestra el revés de la trama y nos demuestra cómo se ha construido su tejido.

¿Sí? Quizá ése ha sido uno de los modos como ha transitado por el mundo -y claro por la literatura- el cuerpo femenino. También su alma -¿existe?- ha deambulado por ámbitos que le han sido impuestos. Erika Jong, junto con muchas otras mujeres actualmente, intenta detener el tránsito ya tan manoseado que ni siquiera parece tránsito. Su intento es a la vez académico -prodigio en este sentido- y desacralizante. Quizá sea un intento también por escapar -porque ha entrado tranquilamente- al mundo del bestseller, aunque puede ser que este libro también se venda como pan.





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