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La familia de León Roch

Benito Pérez Galdós






ArribaAbajoPrimera parte

portada

  —5→  

ArribaAbajo- I -

De la misma al mismo


Ugoibea, 30 de Agosto.

«Querido León: No hagas caso de mi carta de ayer, que se ha cruzado con la tuya que acabo de recibir. La ira y los pícaros celos me hicieron escribir una serie de desatinos. Me avergüenzo de haber puesto en el papel tantas palabras tremebundas mezcladas con puerilidades gazmoñas... pero no me avergüenzo, me río de mí misma y de mi estilo y te pido perdón. Si yo hubiera tenido un poco de paciencia para esperar tus explicaciones... otra tontería...   —6→   ¡Celos, paciencia!, ¿quién ha visto esas dos cosas en una pieza? Veo que no acaban aún mis desvaríos; y es que después de haber sido tonta, siquiera por un día, no vuelve a dos tirones una mujer a su discreción natural.

»Mientras recobro la mía, allá van paces y más paces y un propósito firme de no volver a ser irascible, ni suspicaz, ni cavilosa, ni inquisidora, como tú dices. Tus explicaciones me satisfacen completamente: no sé por qué veo en ellas una lealtad y una honradez que se imponen a mi razón, y no dan lugar a más dudas, y me llenan el alma, ¿cómo decirlo?, de un convencimiento que se parece al cariño, que es su hermano y está junto con él, abrazados los dos, en el fondo, en el fondo... no sé acabar la frase; pero ¿qué importa? Adelante. Decía que creo en tus explicaciones. Una negativa habría aumentado mis sospechas; tu confesión las disipa. Declaras que, en efecto, amaste... No, no es esta la palabra... que tuviste relaciones superficiales, de colegio, de chiquillos, con la de Fúcar; que la conoces desde la niñez, que jugabais juntos... Yo recuerdo que me contabas algo de esto en Madrid, cuando por primera vez nos conocimos. ¿No era esa la que te acompañaba a recoger azahares caídos debajo de los naranjos, la que tenía miedo de oír el chasquido de los gusanos   —7→   de seda cuando están comiendo, la que tú coronabas con florecillas de Don Diego de Noche? Sí; me has referido muchas monadas de esa tu compañera de la infancia. Ella y tú os pintabais las mejillas con moras silvestres y os poníais mitras de papel. Tú gozabas cogiendo nidos y ella no tenía mayor placer que descalzarse y meter los pies en las acequias, andando por entre los juncos y plantas de agua. Un día, casi a la misma hora, tú te caíste de un árbol, y ella fue mordida por un reptil. Era la de Fúcar, ¿no es verdad? Mira qué bien me acuerdo. Si sería yo capaz de escribir tu historia.

»La verdad, yo no había puesto mucha atención en estos cuentos de bebés... pero cuando vi a esa mujer, cuando me dijeron que la amabas... Hace de esto diez días y aún se me figura que me estoy ahogando como en el momento en que me lo dijeron. Créemelo: me pareció que se acababa el mundo, que el tiempo se detenía (no lo puedo explicar) y se doblaba mostrando un ángulo horrible, un lado desconocido donde yo... otra frase sin concluir. Adelante.

»Ahora me acuerdo de otra aleluya de tu infancia, que me contaste no hace mucho. ¡Cómo se quedan presentes estas tonterías! Cuando fuiste pollo y empezaste a estudiar esa   —8→   ciencia de las piedras que no sé para qué sirve; cuando ella (y sigo creyendo que sería otra vez la de Fúcar) no metía los pies en las acequias, ni te pintaba la cara con moras, ni se ponía tus mitras de papel, jugasteis a los novios con menos inocencia que antes, pero... vamos, lo concedo, siempre con inocencia. Ella estaba en un colegio donde había muchas lilas y un portero que se encargaba de traer y llevar cartitas. Asómbrate de mi memoria. Hasta me acuerdo del nombre de aquel portero: se llamaba Escóiquiz.

»Basta de historia antigua. Lo que no me dijiste nunca, lo que yo no sabía hasta hoy, cuando he leído tus explicaciones, es que... (pues repito que no me hace gracia, caballero), es que hace dos años os encontrasteis otra vez allí donde florecen los naranjos, mascan los gusanillos y corren las acequias; que hubo así como un poquillo de ilusión; que desde entonces tuviste para ella un afecto sincero, y que ese afecto fue creciendo, creciendo hasta... (aquí entro yo), hasta que me conociste... Muchas gracias, caballero, por la retahíla de galantería, de finezas, de protestas, de amorosas palabras que vienen en seguida. Esta lluvia de flores lleva una carilla. Hay carillas que parecen caras divinas y esta me hace llorar de contento. Gracias, gracias. Esto es muy   —9→   hermoso; y lo que dices de mí muy exagerado. Más vales tú que yo... Vives para mí... ¡Ay!, León, lo mejor que se puede hacer con estas frases de novela es creerlas. Ábrete, corazón, y recíbelo todo. Yo soy buena católica y me he educado en el arte de creer.

»¡Si seré tonta que he vuelto a leer la bendita carilla...! ¡Oh!, está muy bien... Que un amor verdadero, elevado, profundo, borró aquel capricho, no dejando rastro de él: muy bien... Que las ilusiones infantiles rara vez persisten en la edad mayor: perfectamente... Que tus sentimientos son sinceros y tus propósitos formales; sí, sí... Que la voz que llegó a mi oído haciéndome creer en el fin del mundo fue una de tantas conjeturas que lanza la frivolidad del mundo para que las recoja la malicia y haga con ellas armas terribles; eso es, eso es... Que la de Fúcar es hoy para ti tan indiferente como otra cualquiera; divino, delicioso... En fin, que yo y sola yo... que a mí y sólo a mí... ¡Oh!, ¡qué dulce es ponerse la mano en el pecho y apretarse mucho diciendo con el pensamiento: 'a mí, a mí sola, a nadie más que a mí!'.

»¡Qué argumento tan poderoso me ocurre en favor suyo! La de Fúcar es inmensamente rica, yo soy casi pobre. Pero cuando se tiene fe no se necesitan argumentos, y yo tengo   —10→   fe en ti... Cuantos te conocen dicen que eres un modelo de rectitud y de nobleza, un caso raro en estos tiempos. Estoy tan orgullosa como agradecida. ¡Qué bueno ha sido mi Dios para mí al depararme un bien que, al decir de las gentes, anda hoy tan escaso en el mundo!

»No quiero dejar de manifestarte, aunque esta carta no se acabe nunca, la impresión que me causó la de Fúcar, dejando aparte el rencorcillo que despertó en mí. Después de pasado el temporal, puedo juzgarla fríamente y con imparcialidad, y si cuando me dijeron lo que sabes pareciome tener grandes perfecciones, ahora la veo en su verdadero tamaño. No hay que hablar del lujo escandaloso de esa mujer: es un insulto a la humanidad y a la divinidad. Papá dice que con lo que ella gasta en trapos en una semana podrían vivir holgadamente muchas familias. No carece de elegancia, pero a veces es extravagantísima y parece decir: 'Señores, me pongo así para que vean todos que tengo mucho dinero'. Mamá dice que no habrá hombre alguno que se case con ese mostrador de maravillas de la industria. Los Rotchilds1 no abundan, y la de Fúcar causa terror a los pretendientes. Esa muchacha pródiga, voluntariosa, llena de caprichos y pésimamente educada, tendrá al fin por dueño   —11→   a cualquier perdido. Así lo dice mamá, que conoce el mundo, y yo lo creo.

»No la encuentro yo tan graciosa como dicen y como a mí me pareció cuando me estaba muriendo de celos. Es demasiado alta para ser esbelta, demasiado flaca para airosa. El bonito color no puede negársele, pero es preciso un microscopio para encontrarle los ojos: ¡tan chicos son! Cuentan que habla con mucho gracejo: yo no lo sé, porque nunca la he tratado ni quiero tratarla. La vi de lejos en la playa y en el balcón de la casa de baños, y me pareció de maneras desenvueltas y libres. Creo que me miró de un modo particular. Yo la miré queriendo darle a entender que me importaba poco su persona: no sé si lo hice bien.

»Estuvo aquí tres días. Yo no salí de casa. Nunca he llorado más. Al fin, se fue esa loca. El gozo que me causó dejar de verla se anubla un poquito cuando considero que ahora está donde tú estás. He pensado ayer todo el día en que debiera haber aquí una torre muy alta, muy alta, desde la cual se viese lo que pasa en Iturburúa. Yo subiría a ella de un salto... Pero confío en tu lealtad... Y si le dices que me amas a mí sola; si ella te conserva algún afecto y al oírlo rabia... ¡Oh!, si rabia, avísamelo: quiero tener ese gusto.

»El lunes te esperamos. Papá dice que si   —12→   no vienes no eres hombre de palabra. Está muy impaciente por hablar contigo de política, pues según él, aquí hay una plaga de gente ministerial que le apesta. Si al fin le hicieran senador... y francamente, temo por su razón si no consigue ese bendito escaño. Sigue con la manía de mandar sueltos a los periódicos. En los de estos días hemos encontrado algunos, y también artículos. Ya sabes que mamá los conoce en que casi invariablemente empiezan diciendo: Es de lamentar...

»Hoy entró muy orgulloso mostrándome la obra que has publicado. Él hacía elogios ardientes, y le leyó a mamá los primeros párrafos. Era cosa de risa. Ni él, ni mamá, ni yo comprendíamos una sola palabra; y, sin embargo, todos encarecíamos mucho la sabiduría del libro. Figúrate lo que entenderemos nosotros del Análisis del terreno plutónico en las islas Columbretes, ni qué interés pueden tener para mí las capas cuaternarias, los terrenos pirógenos, azoicos... Hasta el escribir estas palabrotas me cuesta trabajo y tengo que ir trazando letra por letra. Sin embargo, basta que hayas hecho tú esta monserga de sabidurías oscuras para que me cautive. He pasado algunos ratos leyendo tus páginas, como si leyera el griego, y... no lo creerás, pero es cierto que sin saber la causa, yo leía y leía, llevada de un no   —13→   sé qué de admiración y respeto hacia ti. Entre tantos nombres endiablados, he encontrado algunos preciosísimos y que han despertado en mí simpatías, tales como sienita, pegmatita, variolita, anfibolita. Todas estas niñitas me parecen nombres de hadas o geniecillos que han jugado alrededor de tu cabeza cuando estudiabas la obra de Dios en las honduras de la tierra.

»Pero sin quererlo me estoy volviendo poetisa, y eso es inaguantable, señor mío. ¡Y esta pícara carta que no quiere dejarse acabar!... Mamá me está llamando para ir de paseo. Está muy aburrida. Dice que este es un lugar de baños eminentemente cursi, y que antes se quedará en Madrid que volver a él. Ni casino, ni sociedad, ni expediciones, ni tiendas de chucherías, ni gente de cierta clase. La verdad es que no hay dos Biarritz en el mundo.

»Leopoldo también está aburridísimo. Dice que este es un pueblo salvaje y que no comprende cómo hay persona decente que venga a bañarse entre cafres. Así llama a los pobres castellanos que inundan estas playas. Gustavo ha pasado a Francia para visitar al santo y angelical Luis Gonzaga, que está algo delicado. ¡Pobre hermanito mío! Hace días nos visitó de parte suya un clérigo italiano, un tal   —14→   Paoletti, hombre amabilísimo, muy instruido y que cautiva con su conversación... Pero quiero darte cuenta de todo y no puede ser. El papel se acaba y mamá me llama otra vez. Adiós, adiós, adiós. Que no faltes el lunes... Hablaremos de aquello, ¿sabes?, de aquello. Anoche, cuando rezaba, le pedía a Dios por ti... No pongas esa cara de pillo. Hay en tu alma un rinconcito oscuro que no me gusta. No digo más por no parecer doctora de la Iglesia, por no anticipar una empresa gloriosa que tendrá su... quédese también esta frase sin concluir... Abur, perdido... Memorias a las sienitas, pegmatitas y anfibolitas, únicas señoritas de quienes no tiene celos la que te quiere de todo corazón, la que tiene la simpleza de creer todo lo que dices, la que te espera el lunes... cuidado con faltar. Hasta el lunes. Si no, verás quién es tu

MARÍA».



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ArribaAbajo- II -

Herpetismo


El que leyó esta carta paseaba, mientras leía, por una alameda de altísimos árboles. En uno de los extremos de ella había una construcción baja, de cuyo pórtico con pretensiones greco-romanas salían tibios vapores sulfurosos, harto desagradables, y en el otro uno de los edificios falansterianos a que concurren los españoles durante el estío para reproducir en el campo la vida estrecha, incómoda y enfermiza de las poblaciones. Escabrosas montañas, de yerba y musgo vestidas, daban con el pie al establecimiento, como para arrojarlo al río, y este, que intentaba disimular su pequeñez haciendo ruido (a semejanza de muchos hombres que son Manzanares de cuerpo y Niágara de voz), se encrespaba junto al muro de sostenimiento, jurando y perjurando   —16→   que se llevaría falansterio, alameda, cantina, médico, fondista y veraneantes.

Estos cojeaban tosiendo en la alameda, o formaban desiguales grupos bajo los árboles y en los bancos de césped. Oíanse monografías de todos los males imaginables: cálculos sobre digestiones hechas o por hacer; diagnósticos ramplones; recuentos de insomnios, de acedías y de hipos; inventarios de palpitaciones cardíacas; disertaciones varias sobre las travesuras del gran simpático; sutiles hipótesis sobre los misterios del sistema nervioso, iguales a los de Isis en lo impenetrables; observaciones erigidas en aforismos por un pecho optimista; vaticinios de aprensivo que cuenta por sus toses los pasos de la muerte; esperanzas de crédulo que supone en las aguas la milagrosa virtud de resucitar difuntos; sofocados ayes del atacado de gastralgia; soliloquios del desesperado y risas del restablecido.

El que no ha vivido siquiera tres días en medio de este mundo anémico y escrofuloso, compuesto de enfermos que parecen sanos, sanos que se creen enfermos, individuos que se pudren a ojos vistos carcomidos por el vicio, y aprensivos que se sublevarían contra Dios si decretara la salud universal, no comprenderá el fastidio e insulsez de esta vida falansteriana, tan ardientemente adoptada por nuestra   —17→   sociedad desde que hubo ferro-carriles, y en la cual rara vez se encuentran los encantos y el plácido sosiego del campo.

Sin embargo, no faltan atractivos en la sociedad herpética. La renovación constante de tipos; las bellezas que entran cada día, acompañadas de más mundos que un sistema planetario; el lujo, las tertulias, la delicada ambrosía de la murmuración, servida a cada instante y pasada de boca en boca sin saciar jamás a ninguna ni agotarse con el diario consumo; los improvisados o redivivos noviazgos, los rozamientos morales, ora ásperos, ora de dulce suavidad; los mil cabos que se atan o se desatan, el bailoteo, las expediciones para ver alguna gruta, panorama o golpe de ruinas, que ya se vieron el año pasado, y que se han de gozar uniendo la voz al coro de la admiración colectiva; los juegos inocentes o venialmente criminales, las bromas, los complots, las galanas intrigas con que algunos se atreven a romper la monotonía de la felicidad colectiva, de aquel esparcimiento colectivo, de aquella higiene colectiva, de aquella vida eminentemente colectiva, que tiene en medio de sus esplendores un no sé qué reglamentario y lúgubre a estilo de hospital, dan atractivos a estos sitios, al menos para ciertos caracteres, que son los que más abundan. Por eso van allá todos los españoles,   —18→   unos con su dinero, otros con el ajeno, y desde que apunta Julio son puestos en prensa el administrador o el prestamista para que alleguen los caudales que reclama aquel importante fin de la vida moderna. Parece que hay cierto afán de embriagarse con aguas de azufre, y para cantar esta sed elegante se echa de menos un Anacreonte hidropático.

El que leía la carta era un joven vestido de riguroso luto. Leídos y guardados los tres pliegos, quiso seguir paseando, mas le fue preciso atender a los saludos de sus compañeros de fonda. Era la hora en que la mayor parte de los bañistas bajaban a beber el agua y a pasearla. Veíanse caras desconsoladas y escuálidas, unas de viejos verdes y otras de jóvenes achacosos; sonrisas mustias que se confundían con las contracciones de dolor; y no se oía más que un preguntar y responder constante sobre las distintas formas y maneras de estar malo.

La chismografía patológica es insoportable, y así debió comprenderlo el de la carta, que afortunadamente estaba bien con Esculapio, porque tomó el camino de la fonda para salir del establecimiento; pero fue detenido por un grupo compuesto de tres personas, dos de las cuales eran de edad madura, de aspecto grave y hasta cierto punto majestuoso.

-Buenos días, León -dijo el más joven de   —19→   los tres en tono de confianza íntima-. Ya te vi desde mi ventana leyendo los tres pliegos de costumbre.

-Hola, amigo Roch; usted siempre tan madrugador -indicó el más viejo, que era también el más feo de los tres.

-Leoncillo, buena pieza... alma de cántaro, ¿no paseas hoy con nosotros? -dijo el de aspecto más imponente, que ocupaba entonces como siempre el centro del grupo, de tal modo que los otros dos parecían ir a su lado con un fin puramente decorativo para hacer resaltar más su importancia física y social.

El joven vestido de negro se excusó como pudo.

-Bajaré dentro de una hora -dijo evadiéndose con ligereza-. Hasta luego.

El grupo avanzó por la alameda adelante. ¿Será preciso describir esta trinidad ilustre, la cual es, si se nos permite decirlo así, una constelación que se ve en España a todas horas, a pesar de ser muy turbio el cielo de nuestro país?

Aquí el lector, lo mismo que el autor, dirá forzosamente: Son ellos; dejémosles que pasen. Pero esta constelación no pasa ni declina jamás; no baja nunca hacia el horizonte, ni es oscurecida por el sol, ni se nubla, ni se eclipsa. Siempre está en alto ¡ay!, siempre resplandece   —20→   con inextinguible claridad pavorosa en el zenit de la vida nacional.

¿Quién no conoce al marqués de Fúcar, de quien ha dicho la adulación que es uno de los pocos oasis de riqueza situados en medio del árido desierto de la general miseria? Así como ocupa el primer lugar en la constelación citada, también es el alpha de la sociedad española.

¿Quién no conoce a D. Joaquín Onésimo, ese fanal luminoso de la Administración, que está encendido en todas las situaciones, iluminando con sus rayos a una2 pléyade de Onésimos que en diversos puestos del Estado consumen medio presupuesto? Alguien dijo que los Onésimos no eran una familia, sino una epidemia; pero no puede dudarse ¡cielos!, que si esa luminaria se apagase quedarían a oscuras los ámbitos de la buena administración, y reducidos a revuelto caos el orden, las instituciones y la sociedad toda.

El tercer ángulo de este triángulo lo formaba un acicalado y muy bien parecido joven, en cuyo semblante pálido y linfático parecían extinguidas prematuramente la frescura y la energía propias de sus treinta y dos años. Eran sus maneras perezosas y su aspecto de fatiga y agotamiento, como es común en los que han derrochado la riqueza moral   —21→   en la mala política, la intelectual en el periodismo de pandilla, y la física en el vicio. Este tipo esencialmente español y matritense, nocturno, calenturiento, extenuado, personificación de esa fiebre nacional que se manifiesta devorante y abrasadora en las redacciones trasnochantes, en los casinos que sólo apagan sus luces al salir el sol, en las tertulias crepusculares y en los mentideros que perpetuamente funcionan en pasillos de teatro, rincones de café o despachos de Ministerio, parecía muy fuera de su lugar propio en aquel ambiente puro y luminoso, a la sombra de gigantescos árboles. Se podría creer que le causaba molestia hallarse lejos de sus antros de corrupción y malevolencia, y que para las esplendentes gracias de la Naturaleza no había en su corazón un latido, ni una mirada en sus turbios ojos sin viveza, de párpados turgentes, embolsados y rojos por el hábito del insomnio.

Federico Cimarra, que era el joven, don Joaquín Onésimo (a quien se creía próximo a llamarse marqués de Onésimo) y D. Pedro Fúcar, marqués de Casa-Fúcar, luego que midieron dos o tres veces la alameda, se sentaron.



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ArribaAbajo- III -

Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles hacen de sus compatriotas y de su país


-Ya es evidente que León se casa con la hija del marqués de Tellería -dijo Federico Cimarra-. No es gran partido, porque el marqués está más tronado que los cómicos en Cuaresma.

-Ya sólo le queda la casa de la calle de Hortaleza -apuntó Fúcar con indiferencia-. Es buena finca, construida en tiempos del marqués de Pontejos... Al fin se quedará también sin ella. Dicen que en esa familia todos, desde el marqués hasta Polito, tienen la cabeza a pájaros.

-¿Pero no le queda a Tellería más que la casa? -preguntó el hombre de Administración con curiosidad que parecía el afán celoso del Fisco buscando la materia imponible.

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-Nada más -repitió el de Fúcar, demostrando conocer a fondo el asunto-. Las tierras de Piedrabuena han sido vendidas en subasta judicial hace dos meses. Con las casas y la fábrica de Nules se quedó mi cuñado en Febrero último. En fondos públicos no debe de tener nada. Me consta que en Junio tomó dinero al 20 por 100 con no sé qué garantía... En fin, otra torre por los suelos.

-Y esa casa fue poderosa -dijo Onésimo-. Yo le oí contar a mi padre que en el siglo pasado estos Tellerías ponían la ley a toda Extremadura. Era la segunda casa en ganados. Tuvieron medio siglo las alcabalas de Badajoz.

Federico Cimarra se puso en pie frente a los otros dos, y abriendo las piernas en forma de compás, empezó a hacer el molinete con su bastón.

-Es increíble -dijo sonriendo- la calaverada que va a hacer ese pobre León... Cuidado que yo le quiero... Es mi amigo... ¿Pero quién se atreve a contradecirle? Váyase usted a argumentar con estas cabezas de piedra que se llaman matemáticos. ¿Han conocido ustedes un solo sabio que tenga sentido común?

-Ninguno, ninguno -exclamó el marqués de Fúcar riendo a borbotones, que era su especial manera de reír-. ¿Y es cierto lo que   —24→   me han dicho?... ¿que la chica es algo mojigata? Sería cosa muy bufa a un libre-pensador de mares altos pescado con anzuelito de padrenuestros y avemarías.

-No sé si es mojigata; pero sí sé que es muy bonita -afirmó Cimarra paladeando-. Pase lo de santurrona por lo que tiene de barbiana... Pero su carácter no está formado... es una chiquilla, y después que está enamorada no piensa en santidades. La que me parece en camino de ser verdadera beata es la marquesa, que no podrá eludir la ley por la cual una juventud divertida viene a parar en vejez devota. ¡Qué desmejorada está la marquesa! La vi la semana pasada en Ugoibea y me pareció una ruina, una completa ruina. En cambio, María está hecha una diosa... ¡Qué cabeza!... ¡qué aire y qué trapío!

En el lenguaje de Cimarra se mezclaban siempre a la fraseología usual de la gente discreta los términos más comunes de la germanía moderna.

-Eso sí -dijo el marqués de Fúcar con expresión y sonrisa de sátiro-. María Sudre vale cualquier cosa... Yo creo que el matemático ha perdido la chaveta y se ha dejado enloquecer por aquellos ojos de fuego. Esa chiquilla no me gustaría para esposa... Hermosura superior, fantasía, tendencia al romanticismo,   —25→   un carácter escondido, algo que no se ve... en fin, no me gusta, no me gusta.

-¡Caramba! -exclamó el hombre de administración dándose una palmada en la propia rodilla-. Todo menos hablar mal de María Sudre. La conozco... es un portento de bondad... es lo mejor de la familia.

-Hombre -dijo el marqués de Fúcar descuadernando su cara en una risa homérica-. La familia es la familia de tontos más completa que conozco, sin exceptuar al mismo Gustavo, que pasa por un prodigio.

-¡Ah!, no, la chica vale, vale -afirmó Onésimo-. No diré lo mismo de León. Es un sabio de nuevo cuño, uno de estos productos de la Universidad, del Ateneo y de la Escuela de Minas, que maldito si me inspiran confianza. Mucha ciencia alemana, que el demonio que la entienda; mucha teoría oscura y palabrejas ridículas; mucho aire de despreciarnos a todos los españoles como a un hatajo de ignorantes; mucho orgullo, y luego el tufillo de descreimiento, que es lo que más me carga. Yo no soy de esos que se llaman católicos y admiten teorías contrarías al catolicismo; yo soy católico, católico.

Se dio dos palmadas en el pecho.

-Hombre, sea usted todo lo católico que quiera -dijo Fúcar, riendo con menos estrépito,   —26→   o si se quiere con cierta tendencia a la seriedad-. Todos somos católicos... Pero no exageremos... ¡Oh!, la exageración es lo que mata todo en este país. Dejemos a un lado las creencias, que son muy respetables, pero muy respetables. Lo que digo es que León es un hombre de mucho, de muchísimo mérito. Es lo mejor que ha salido de la Escuela de Minas desde que existe. Su colosal talento no conoce dificultades en ningún estudio, y lo mismo es geólogo que botánico. Según dicen, todos los adelantos de la Historia Natural le son familiares, y es un astrónomo de primera fuerza.

-¡Oh!, León Roch -exclamó Cimarra con el tono de hinchazón protectora que toma la ignorancia cuando no tiene más remedio que hacer justicia a la sabiduría-, vale mucho. Es de lo poco bueno que tenemos en España. Somos amigos, estuvimos juntos en el colegio. Verdad es que en el colegio no se distinguía; pero después...

-No me entra, repito que no me entra; no le puedo pasar... -dijo Onésimo como quien se niega a tomar una pócima amarga.

-Mire usted, amigo Onésimo -indicó el marqués en tono solemne-, no hay que exagerar... La exageración es el principal mal de este país... Eso de que porque seamos católicos   —27→   condenemos a todos los hombres que cultivan las ciencias naturales, sin darse golpes de pecho, y se desvían... Yo concedo que se desvíen un poco, mucho quizás, de las vías católicas... Pero ¿qué me importa? El mundo va por donde va. Conviene no exagerar. Para mí la falta principal de Leoncillo... Yo le conozco desde que era niño: él y mi hija se criaron juntos en Valencia... pues su gran falta es comprometer su juventud, su riqueza, su porvenir, en ese enlace con una familia desordenada y decadente que le devorará sin remedio.

-¿Es rico León?

-¡Oh!, ¡mucho! -exclamó Fúcar con grandes encarecimientos-. Conocí a su padre en Valencia, el pobre D. Pepe, que murió hace tres meses, después de pasarse cincuenta años trabajando como un negro. Yo le traté cuando tenía el molino de chocolate en la calle de las Barcas. La verdad es que en aquel tiempo el chocolate del señor Pepe era muy estimado. Me acuerdo de ver entonces a León tamaño, así, con la cara sucia y los codos rotos, estudiando aritmética en un rincón que había detrás del mostrador. En Navidad vendía D. Pepe mazapanes... Pero si los ha vendido hasta hace quince años, y no hace treinta que trasladó su industria a Madrid... Después que tuvo capital, entrole el afán de aumentarlo considerablemente.   —28→   ¡Oh!, es incalculable el dinero que se ha ganado en este país haciendo chocolate de alpiste, de piñón, de almagre, de todo menos de cacao. Estamos en el país del ladrillo, y no sólo hacemos con él nuestras casas, sino que nos lo comemos... El señor Pepe trabajó mucho: primero a brazo; después con aparato de fuerza animal, al fin con máquina de vapor. Resultado (el marqués de Fúcar se alzó su sombrero hasta la raíz del pelo): que compró terrenos por fanegadas y los vendió por pies; que el 54 construyó una casa en Madrid: que se calzó los mejores bienes nacionales de la huerta; que negociando después con fondos públicos aumentó su fortuna lindamente. En fin, yo calculo que León Roch no se dejará ahorcar por 8 ó 9 millones.

-Lo mejor de la biografía -dijo Cimarra, sentándose junto a sus dos amigos- se lo ha dejado usted en el tintero. Hablo de la vanidad del difunto D. Pepe. Lo general es que estos industriales enriquecidos, aunque sea envenenando al género humano, sean modestos y no piensen más que en acabar tranquilamente sus días, viviendo sin comodidades, con los mismos hábitos de estrechez que tuvieron cuando trabajaban. Pero el pobre señor Pepe Roch era célebre hasta no más. Su chifladura consistía en que le hiciesen marqués.

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-Diré a ustedes -manifestó gravemente el marqués, cortando con un gesto de hombre superior esta tendencia a las burlas-. D. José Roch era un infeliz, un hombre bondadoso y simple en su trato social. Le conocí bien. Él haría chocolate con la tierra de los tiestos que tenía su mujer en el balcón, según decían las malas lenguas del barrio; pero era un buen ganapán, y tenía en tan alto grado el sentimiento paterno, que casi era una falta. Para él no había en el mundo más que un ser: su hijo León: le quería con delirio. Tenía por enemigo declarado al que no le diese a entender que León era el más guapo, el más sabio, el primero y principal de todos los hombres nacidos. Todo el orgullo y la vanidad del pobre Roch estaba en ser autor de su hijo. El año pasado nos encontramos una noche en la Junta de Aranceles. Yo quise hablarle de una subasta de corcho... porque tiene mucho corcho... pero él no hablaba más que de su hijo. Casi con lágrimas en los ojos, me dijo: «Amigo Fúcar, para mí no quiero nada, me basta un hoyo y una piedra encima con una cruz. Mi único deseo es que León tenga un título de Castilla. Es lo único que le falta». Yo me eché a reír. ¡Apurarse por un rábano, es decir, por un título de Castilla!... Sr. D. José, si usted me dijera «quiero ser bonito, quiero ser joven...»   —30→   pero ¿qué desea usted?, ¿ser marqués?... A las coronas les pasará lo que a las cruces, que al fin la gente cifrará su orgullo en no tenerlas. Pronto llegaremos a un tiempo en que, cuando recibamos el diploma, tendremos vergüenza de dar un doblón de propina al portero que nos lo traiga... porque también él será marqués.

Fúcar, al decir esto, soltó la risa. Empezaba esta por un hipo chillón y terminaba en un arrugamiento general de sus facciones y una especie de arrebato congestivo. Pasados los golpes de hilaridad, aún tardaba su cara una buena pieza en volver a su color primero y a su normal aspecto de seriedad majestuosa.

-Señores -dijo seguidamente y con cierto enfado la lumbrera de la administración, enojo que podría atribuirse a sus proyectos marquesiles-, por mucho que se hayan prodigado los títulos de nobleza, no creo que estén ahí para que los tomen los chocolateros. Pues no faltaba más...

-Amigo Onésimo -objetó el marqués con flemática ironía-, yo creo que están para el que quiera tomarlos. Si D. Pepe no tomó el título de marqués de Casa-Roch fue porque su hijo se opuso resueltamente a caer en esa ridiculez hoy tan en boga. Es hombre de principios.

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-¡Oh!, sí -exclamó el hombre administrativo, en quien las instituciones venerandas tenían siempre poderoso apoyo-. Por lo común, estos sabios que tanto manosean los principios en el orden científico, carecen de ellos en el orden social. No faltan ejemplos aquí. Yo creo que todos los sabios son lo mismo. Ya hemos visto cómo gobiernan el país cuando este ha tenido la desgracia de caer en sus manos. Pues lo mismo gobiernan sus casas. En la vida privada, señores, los sabios son una calamidad, lo mismo que en la pública. No conozco un sabio que no sea un tonto, un tonto rematado.

-Aquí no salimos de paradojas.

-Es la verdad pura.

-Vivimos en el país de los vice-versas.

-No exageremos, no exageremos, señores -dijo el marqués, removiéndose y tomando el tono particularísimo que reservaba para su protesta favorita, que era la protesta contra la exageración-. Aquí abusamos de las palabras, y calificamos a los hombres con mucha ligereza. La envidia por un lado, la ignorancia... Qué, ¿qué hay?

Esto lo dijo interrumpiendo su discurso y mirando con expresión de miedo a un criado que hacia los tres avanzaba apresuradamente.

-La señorita llama a vuecencia. Está mala otra vez.

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-Vamos, mi hija está hoy de vena -dijo el marqués de mal humor, levantándose-. Ustedes me preguntarán que qué tiene Pepa, y yo les diré que no lo sé, que no sé nada absolutamente. Voy a verla.

Sus dos amigos callaban, mirándole partir. El marqués de Fúcar andaba lentamente a causa de su obesidad. Había en su paso algo de la marcha majestuosa de un navío o galeón antiguo, cargado de pingüe esquilmo de las Indias. También él parecía llevar encima el peso de su inmensa fortuna, amasada en veinte años, de esa prosperidad fulminante que la sociedad contemplaba pasmada y temerosa.



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ArribaAbajo- IV -

Siguen los panegíricos dando a conocer en cierto modo el carácter nacional


Frente a la gruta donde los bañistas tragaban vaso tras vaso, ávidos de corregir el oidium de su naturaleza, había una glorieta. Eran las diez, hora en que escaseaban ya los bebedores, y un nuevo grupo se había instalado en aquel ameno sitio. Formábanlo D. Joaquín Onésimo, León Roch y Federico Cimarra, que oprimía los lomos de una silla, caballero en ella, y haciéndola crujir y descoyuntarse con sus balanceos.

-¿Sabes tú, León, lo que tiene la hija de Fúcar?

-Anoche se retiró temprano del salón. Está enferma.

Después de decir esto León miró atentamente al suelo.

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-Pero su enfermedad es cosa muy rara, como dice el marqués -añadió Onésimo-. Veamos los síntomas. Ya saben ustedes que colecciona porcelanas. El mes pasado, cuando volvía de París, estuvo dos días en Arcachón. Las hijas del conde de la Reole le regalaron tres piezas de Bernardo Palissy. Dicen que son muy hermosas. A mí me parecen loza de Andújar. Además, trajo de París ocho piezas de Sajonia, de una belleza y finura que no pueden ponderarse. Estas obras de arte parecían ocupar por entero el ánimo de Pepa. No hablaba más que de sus porcelanas. Las guardaba, las sacaba sesenta y dos veces al día. Pues bien: esta mañana cogió los cacharros, subió a la habitación más alta de la fonda, abrió la ventana y los tiró al corral, donde se hicieron treinta mil pedazos.

Federico miró a León Roch, que sólo dijo:

-Sí, ya lo oí contar.

-Ayer tarde -prosiguió Onésimo-, cuando volvíamos de la gruta (que, entre paréntesis, tiene tan poco que ver como mi cuarto), se le cayó una de las gruesas perlas de sus pendientes de tornillo. La buscamos; al fin la distinguí junto a una piedra; me abalancé a cogerla, como era natural; pero, más ligera que yo, púsole el pie encima... y la aplastó, diciendo: «¿para qué sirve eso?». Además, cuentan que   —35→   ha hecho un picadillo de encajes. ¿Pero no la vieron ustedes anoche en el salón? Yo juraría que está loca.

León no dijo nada, ni Cimarra tampoco.

-¿Saben ustedes -añadió el fanal de la administración- que va a estar fresco el que se case con esa niña? ¡Qué educación, señores, pero qué educación! Su padre, que tan bien conoce el valor de la moneda, no le ha enseñado a distinguir un billete de mil pesetas de una pieza de dos. Es una alhaja la señorita de Fúcar. Ya me habían dicho que era caprichosa, despilfarradora; que tiene los antojos más ridículos y cargantes que pueden imaginarse. ¡Pobre marido y pobre padre!... Si al menos fuera bonita; pero ni eso... Ya le dará disgustos a D. Pedro. Luego no quieren que truene yo y vocifere contra estos hábitos modernos y extranjerizados que han quitado a la mujer española su modestia, su cristiana humildad, su dulce ignorancia, sus aficiones a la vida reservada y doméstica, su horror al lujo, su sobriedad en las modas, su recato en el vestir. Vean ustedes las tarascas que nos ha regalado la civilización moderna. Comprendo la aversión al matrimonio que va cundiendo, y que, si no se ataja, obligará a los gobiernos a dar una ley de novios y una ley de casamientos, estableciendo un presidio de solteros.

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-¡Graciosísimo! -exclamó Cimarra, poniendo bruscamente su mano sobre el hombro de León-. Del carácter y de las rarezas de Pepa podrá hablarnos este, que la conoce desde que ambos eran niños.

León dijo fríamente:

-Si la enfermedad y las rarezas de Pepa consisten en romper porcelanas y destrozar vestidos, no importa. El marqués de Fúcar es bastante rico, inmensamente rico, cada día más rico.

-Sobre este tema -indicó el fénix burocrático-, sobre la colosal riqueza del señor marqués, la frase más característica la debemos al amigo Cimarra, que es el hombre de las frases.

-Yo no he dicho nada, nada, de D. Pedro Fúcar -replicó Federico con aspavientos de honradez.

-¡Lengua de escorpión! ¿No fue usted el que en casa de Aldearrubia3... yo mismo lo oí... a propósito de la escandalosa fortuna de Fúcar, soltó esta frase: «Es preciso escribir un nuevo aforismo económico que diga: 'La bancarrota nacional es una fuente de riqueza'»?

-¡Eso se puede decir de tantos! -manifestó León.

-De muchos, de muchísimos -dijo Cimarra prontamente-. Como Fúcar ha labrado su   —37→   rica colmena en el tronco podrido del Tesoro público... ¿qué tal la figura?... pues digo que, habiendo centuplicado su fortuna en las operaciones con el Tesoro, no será el único a quien se podrá aplicar aquello de la bancarrota nacional...

El señor de Onésimo se turbó breve instante. Mas reponiéndose, añadió:

-Yo he oído hacer a usted, querido Cimarra, un despiadado análisis de los millones del marqués de Fúcar. A los hombres de ingenio se les perdona la murmuración... No venga usted con arrepentimientos; ya sé que ahora es usted muy amigo de su víctima de aquel a quien supo pintar, diciendo: «Es un hombre que hace dinero con lo sólido, con lo líquido y con lo gaseoso, o lo que es lo mismo, con los adoquines, con el vino de la tropa y con el alumbrado público. El tabaco de sus contratas es de un género especial, teniendo la ventaja de que si amarga en la boca, puede servir para leña; y también son especiales su arroz y sus judías, las cuales se han hecho célebres en Ceuta: los presidiarios las llamaban píldoras reventonas del boticario Fúcar».

-Hablar por hablar -replicó Cimarra-. Sin embargo de esto, yo aprecio mucho al marqués. Es un hombre excelente. Todos hemos dado algún alfilerazo al prójimo.

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-Ya sé que esto es pura broma. Aquí se sacrifica todo al chiste. Somos así los españoles. Desollamos vivo a un hombre, y en seguida le apretamos la mano. No critico a nadie; reconozco que todos somos lo mismo.

El marqués de Fúcar apareció en la glorieta.

-¿Y Pepa? -le preguntó León.

-Ahora está muy contenta. Pasa de la tristeza a la alegría con una rapidez que me asombra. Ha llorado toda la mañana. Dice que se acuerda de su madre, que no puede echar del pensamiento a su madre... qué sé yo... no la entiendo. Ahora quiere que nos vayamos de aquí, sin dejarme tomar los baños. Yo no quería venir, porque me apestan estos establecimientos horriblemente incómodos de nuestro país. ¡Caprichos, locuras de mi hija! De buenas a primeras, y cuando nos hallábamos en Francia, se le puso en la cabeza venir a Iturburúa. Y no hubo remedio... a Iturburúa, a Iturburúa, papá... ¿Qué había yo de hacer?... Al fin, ya me había acostumbrado a esta vida ramplona, y la verdad, tanto como me contrarió venir, me contraría marcharme sin haber tomado siquiera seis baños... Eso sí, aguas como estas no creo que las haya en todo el mundo... ¿Y a dónde vamos ahora? Ni hay para qué pensarlo, porque las genialidades y   —39→   los arrebatos de mi hija burlan todos los cálculos... Apenas tengo tiempo de pedir el coche-salón... Pepa está tan impaciente por marcharse como lo estuvo por venir... Ha de ser pronto, hoy mismo, mañana temprano a más tardar, porque estas montañas se le caen encima, y se le cae encima la fonda, y también el cielo se viene abajo, y le son muy antipáticos todos los bañistas, y se muere, y se ahoga...

Mientras D. Pedro expresaba así, con desorden, su paterno afán, los tres amigos callaban, y tan sólo Onésimo aventuró algunas frases comunes sobre las perturbaciones nerviosas, origen, según él, de aquellas y otras no comprendidas rarezas que a la más bella porción del género humano afligen. El marqués tomó del brazo a Federico Cimarra, diciéndole:

-Querido, hágame usted el favor de entretener un rato a Pepa. Ahora está contenta, pero dentro de un rato estará aburridísima. Ya sabe usted que se ríe mucho con sus ocurrencias ingeniosas. Ahora me dijo: «Si viniera Cimarra para murmurar un poco del prójimo...». Bien comprende que es usted una especialidad. Vamos, querido. Ahora está sola...

Adiós, señores; me llevo a este bergante, que hace más falta en otra parte que aquí.

Quedáronse solos D. Joaquín Onésimo y León Roch.

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-¿Qué piensa usted de Pepa? -preguntó el primero.

-Que ha recibido una educación perversa.

-Eso es: una educación perversa... Y ahora que recuerdo... ¿es cierto que se casa usted?

-Sí, señor... Llegó mi hora -dijo León sonriendo.

-¿Con María Sudre?...

-Con María Sudre.

-¡Lindísima muchacha!... ¡Y qué educación cristiana! Francamente, amigo, es más de lo que merece un hereje.

Benévola palmada en el hombro de León terminó este corto diálogo.



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ArribaAbajo- V -

Donde pasa algo que bien pudiera ser una nueva manifestación del carácter nacional


Había avanzado la noche, y el modesto sarao de los bañistas principiaba a desanimarse. Los últimos giros de las graciosas parejas se extinguieron en los costados del salón, como los últimos círculos del agua agitada mueren en las paredes del estanque; se deshicieron aquellos abrazos convencionales que no ruborizan a las doncellas, y al fin tuvo la condescendencia de callarse el piano homicida que dirigía con su martilleante música el baile. No faltó una beldad que quisiera prolongar aún la velada sacando de las cuerdas del instrumento un soporífero Nocturno, que es la más insulsa y calamitosa música entre todas las malas; pero este alarde de ruido elegíaco duró felizmente poco, porque las madres se impacientaron   —42→   y alegres tribus de señoritas empezaron a desfilar sobre el piso de madera lustrosa. Resbalaban con agrio chirrido las patas de las sillas; al pío-pío de la charla juvenil se unía un sordo trompeteo de toses. Las bufandas se arrollaban como culebras en la garganta carcomida de los hombres graves, oradores, abogados y políticos, que eran la flor y el principal lustre del establecimiento.

En la pieza inmediata, las fichas abandonadas y revueltas del tresillo y del ajedrez hacían un ruido como de falsos dientes que riñen unos contra otros fuera de la encía. Las toses y carraspera arreciaban con la salida de los últimos, que eran los más viejos, y después, aquel murmullo compuesto de chácharas juveniles y del lúgubre quejido de la decrepitud prematura, que a lo más florido de la actual generación aqueja, se fue perdiendo en el largo pasillo, luego atronó la escalera y se extinguió poco a poco, distribuyéndose en las habitaciones del edificio celular. Podía existir la ilusión de considerar a este como un gran órgano, en el cual, después de que la gran sinfonía tocada por el viento volvía cada nota, profunda o aguda, a su correspondiente tubo.

En la sala del tresillo estaba el marqués de Fúcar leyendo periódicos. Su postura natural para este patriótico ejercicio era altamente   —43→   tiesa, manteniendo el papel a bastante distancia y ayudando su vista con los lentes, que colocaba casi en la punta de la nariz y le oprimían las ventanillas. Si tenía que mirar a alguien, miraba por encima y por los lados de los vidrios. Frecuentemente reía en voz alta durante la lectura, sin dejar de leer, porque era muy sensible al aguijón punzante del epigrama, sobre todo si, como es frecuente en nuestra prensa, el aguijón estaba envenenado.

A su lado leían otros dos. En el salón grande cuatro o cinco hombres charlaban, reclinados perezosamente en los divanes. Federico Cimarra, después de pasear un rato con las manos metidas en los bolsillos, entró en la sala de tresillo a punto que el marqués de Fúcar apartaba de sí el último periódico y arrancaba de su nariz los lentes para doblarlos y meterlos en el bolsillo del chaleco.

-¡Qué país, qué país! -exclamó el ilustre negociante, conservando en su fresco rostro la sonrisa producida por el último chiste leído-. ¿Sabe usted, Cimarra, lo que me ocurre? Aquí todo el mundo habla mal de los políticos, de los gobiernos, de los empleados de Madrid... pues voy creyendo que Madrid, los empleados, los gobiernos y la gavilla de políticos, como dicen, son lo mejor de la nación.   —44→   Malos son los elegidos; pero creo que son más malos los electores.

-Donde todo es malo -dijo Federico, con frialdad filosófica que podría pasar por el sarcasmo de un corazón muerto y de una inteligencia atrofiada, metidos ambos dentro de un cuerpo enfermo-, donde todo es malo, no es posible escoger.

-Y la causa de todos los males es la holgazanería.

-¡La holgazanería!, es decir, la idiosincrasia nacional; mejor dicho, el genio nacional. Yo digo: holgazanería, tu nombre es España. Poseemos grande agudeza, según dicen; yo no la veo por ninguna parte. Somos todos unos genios; yo creo que lo disimulamos...

-¡Oh! Si hubiera gobiernos que impulsaran el trabajo...

Cimarra puso una cara muy seria: era su modo especial de burlarse del prójimo.

-¡El trabajo!... Ya ni siquiera sabemos tejer paño pardo. Van desapareciendo las alpargatas, los botijos son cada vez más raros, y hasta las escobas vienen ya de Inglaterra... Pero nos queda la agricultura. ¡Ah!, este es el tema de los tontos. No hay un solo imbécil que no nos hable de la agricultura. Yo quiero que me digan qué agricultura puede haber donde no hay canales, y cómo ha de haber canales   —45→   donde no hay ríos, y cómo ha de haber ríos donde no hay bosques, y cómo ha de haber bosques donde no hay gente que los plante y los cuide, y cómo ha de haber gente donde no hay cosechas... ¡Horrible círculo del cual no se sale, no se sale!... Cuestión de raza, señor marqués... Esta es una de las pocas cosas que son verdad: la fatalidad de la casta. Aquí no habrá nunca sino comunismo coronado por la lotería... este es nuestro porvenir. Que el Estado administre toda la riqueza nacional y la reparta por medio de rifas... ¿Qué tal?, esto sí que tiene sombra... ¡Oh! Verá usted, verá usted... ¡Magnífico! Este es un ideal como otro cualquiera. Consúltelo usted con D. Joaquín Onésimo, que pasa por una lumbrera de la Administración, y es, a mi juicio, una de las mayores calabazas que se han criado en esta tierra.

-¿No está por ahí? -dijo Fúcar, riendo y mirando en derredor-. Que venga para que oiga su apología.

-Está hablando del orden social con D. Francisco Cucúrbitas, otra gran eminencia al uso español. Es de esos hombres que hablan mucho de administración y de trámites, es decir, de expedientes... ¡Oh!, ¿qué sería del mundo sin expedientes? Dios ha criado a estos señores para realizar el quietismo social, que   —46→   después de todo, no es malo... Nada, señor marqués: mi sistemita de comunismo y rifas. Las contribuciones lo recogen todo y la lotería lo reparte. ¡Pistonudo! ¿Sabe usted, amigo, que aquí se aburre uno lindamente?

Durante la pausa que siguió a esta frase, acercose Federico a la puerta del salón para llamar a los que aún quedaban en él; después volvió junto al marqués, y sacando de su bolsillo una baraja, la arrojó sobre la mesa. Las cartas se extendieron, pegadas unas a otras y resbalando como una serpiente cuadrada.

-¡Hombre, también aquí! -dijo Fúcar con expresión de disgusto.

Cimarra volvió al salón que ya estaba apagado. Empujados por él entraron cuatro caballeros. León Roch se paseaba solo en el salón, medio a oscuras. Después de hablar en voz alta con el mozo, Cimarra tomó el brazo de su amigo y paseó con él un rato. Entre los dos se cruzaron palabras apremiantes, agrias; pero al fin León subió a su cuarto, bajando diez minutos después.

-Toma, vampiro -dijo con desprecio a su amigo dándole monedas de oro.

Después se quedó solo. Acercándose a la puerta de la sala de tresillo, pudo ver el cuadro que en el centro de esta había, formado por seis personas, algunas de las cuales tenían un nombre   —47→   no desconocido para la mayoría de los españoles. Es verdad que había entre ellos quien gozaba de reputación poco envidiable; pero también había alguien que la ganara ventajosa con sus bellos discursos, en los cuales no faltaban palabrejas muy sonoras contra el desorden social, los vicios y la holgazanería. El marqués de Fúcar era, de los allí presentes, el único que parecía tomar la ocupación como un verdadero juego, y apuntaba sonriendo las cartas, acompañando de picantes observaciones cada pérdida o ganancia. Cimarra, con el sombrero en la corona, el ceño fruncido, los ojos atentos y brillantes, la expresión entre alelada y perspicua, con cierta seriedad de adivino o de estúpido, tallaba. Sus delicados labios murmuraban a cada instante sílabas oscuras, que un inocente habría tomado por fórmulas de evocación para atraer espíritus. Era el tenebroso lenguaje del jugador, el cual, con gruñidos o sólo con el ardiente resuello, mantiene un diálogo febril con las cuarenta personas de cartón que se deslizan entre sus manos, y ora le sonríen, ora se mofan de él con horripilantes visajes.

La contienda con el azar es una de las luchas más feroces a que puede entregarse el hombre inteligente. La casualidad, que es el giro libre y constante de los hechos, no ha   —48→   de ser hostigada; no se la puede mirar cara a cara; jugar con ella es locura. Revuélvese con las contorsiones y la fuerza del tigre, y ataca y destroza. Sus caricias, pues también las tiene, despiertan en el hombre un hondo anhelo que le consume como llama interior. El espíritu de este se pierde y delira con sueños semejantes a los del borracho, porque el ideal indeciso de aquella misma casualidad que con él forcejea, le penetra todo y hace de él una bestia. Atleta furibundo y desesperado en las tinieblas, el jugador es víctima de pesadilla horrenda, y se siente lanzado en una órbita dolorosa, como piedra que voltea en la honda sin salir nunca de ella.

El marqués decía a cada rato:

-Señores, que es tarde; que tenemos que madrugar. Bueno es divertirse un poco; pero no exageremos...



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ArribaAbajo- VI -

Pepa


León Roch no quiso ver más y salió del salón y del establecimiento. La noche tibia y calmosa convidábale a pasear por la alameda, donde no había alma viviente ni se oía otro ruido que el de los sapos. Después de dar cuatro vueltas, creyó distinguir una persona en la más próxima de las ventanas bajas. Era una forma blanca, mujer, sin duda, que apoyando su brazo derecho en el alféizar, mostraba el busto. León se acerco, y viendo que la forma no se movía se acercó más. Habría esta parecido una estatua de mármol, a no ser por el pelo oscuro y el movimiento de la mano, que jugaba con las ramas de una planta cercana.

-Pepa -dijo él.

-Sí, soy yo... Aquí me tienes hecha una   —50→   romántica, mirando a las estrellas... Es verdad que no se ve ninguna; pero lo mismo da.

-Está muy negra la noche; no te había conocido -dijo León poniendo sus dedos en el antepecho de hierro-. La humedad puede hacerte daño. ¿Por qué no cierras? No esperes a tu padre. Ese ladrón de Cimarra ha puesto banca. Allí están entretenidos... Retírate.

-Hace calor en el cuarto.

León no pudo distinguir bien, por ser oscurísima la noche, las facciones de la hija de Fúcar; pero observaba la fisonomía de la voz, que suele ser de una diafanidad asombrosa. La voz de Pepa gemía. Su cabeza, echada hacia atrás, se apoyaba en la madera de la ventana. Tenía en la mano una flor (a León le pareció una rosa) de palo largo. A cada instante se lo llevaba a la boca, y arrancando un pedacito, lo escupía. León vio todo esto, y comprendiendo la necesidad de decir algo apropiado al momento, buscó en su mente, rebuscó; pero no hallando nada, nada dijo. Ambos estuvieron callados un rato, León atento e inmóvil, con ambas manos fijas en el frío antepecho, ella arrancando y escupiendo palitos.

-Se cuentan de ti estos días no pocas rarezas, Pepa -indicó él, considerando que para llegar a decir algo de provecho era preciso empezar   —51→   diciendo una tontería-. Dicen que rompiste las porcelanas, que cortaste en pedazos los encajes, no sé qué encajes...

-¡Qué tipo!... -exclamó Pepa, rompiendo a reír con un desentono que hizo temblar a León-. La pobre señora no sale de las sacristías... ¿No entiendes?... parece que eres idiota. Hablo de tu futura suegra, de la marquesa de Tellería... Cuando estuve en la playa de Ugoibea tuve el gusto de verla. Me contaron las picardías que habló de mí. Lo de siempre... que soy muy mal criada; que derrocho; que tengo modales libres y hábitos chocantes... chocantes, justamente... ¡La pobre señora ha cambiado tanto desde que empezó a marchitarse su hermosura!... Ya se ve: no se puede llevar una vida mundana cuando se tiene un hijo santo... Pues qué, ¿no te has enterado?, ¿no sabes que Luis Gonzaga, el hermano gemelo de tu novia, el que está de colegial en el Sagrado Corazón de Puyoo, tiene fama de ser un ángel con sotana? Chico, vas a vivir en medio de la corte celestial. Hasta tu suegra usa cilicio4. ¿No lo crees?, pues créelo, porque lo han dicho sus amantes.

Al decir esto, Pepa escupió un palito de rosa con tanta fuerza, que fue a chocar en la frente de León.

-Pepa -indicó este con enojo-. No me gusta   —52→   que las personas que estimo hablen así de una familia respetable.

-Se puede hablar de mí y llamarme loca, voluntariosa... Yo no puedo hablar... es verdad. En mí todo es informalidad, desenfreno, desorden, ignorancia... Pasemos a otra cosa. León, sentí mucho no ver cara a cara a tu futura esposa, María Egipcíaca. Dicen que está muy guapa: siempre fue guapa. En Ugoibea sale poco: ella y su tontísima mamá se van solas a tomar los aires puros. Cuentan que están muy tronadas; pero tú eres rico, y el marqués... ¡Oh!, dicen que es el único mentecato que no ha logrado hacerse un puesto en la política.

-Pepa, por Dios, no digas disparates. Me lastimas en lo más delicado con tu charla imprudente.

Pepa seguía escupiendo palos. El tallo de la rosa estaba reducido a la cuarta parte.

-Sí soy yo muy mal educada -dijo con amarga ironía-. Además ahora han descubierto que tengo muy mal corazón, un corazón cruel, un carácter rebelde y caprichoso...

-Eso no es verdad; pero has de hacer lo posible para que la gente no lo crea.

-Sí, mucho cuidado me da a mí la gente. ¿Acaso yo necesito de nadie?

-¡Qué orgullosa eres!

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-Dicen que no encontraré un hombre razonable que se case conmigo -exclamó, repitiendo el desentonado reír que parecía una conmoción espasmódica-. Esto como que da a entender que hay hombres razonables... Yo no soy de esas que se fingen santas y modestas para encontrar marido... Por mi parte, aseguro desde hoy que no me casaré con ningún sabio... Me repugnan los sabios. La suprema felicidad consiste en tener mucho dinero y casarse con un tonto.

-Veo que esta noche estás de humor de disparatar -le dijo León familiarmente-. Tú no crees lo que dices, y tus ideas son mejores que tu lenguaje.

Ya porque sus ojos se habituaran a la oscuridad, ya porque aclarase un poco la noche, León empezó a distinguir las facciones de Pepita Fúcar destacándose en el negro cuadrado de la ventana como la figura borrosa y pálida de un lienzo antiguo. La blancura de su tez, sus cabellos bermejos, la viveza de sus ojos pequeñuelos, en cuyas pupilas brillaba una brasa diminuta, el mohín mimoso de sus labios, la graciosa ferocidad de sus dientes partiendo palitos, y principalmente su enfado, casi la hacían aparecer bella estando algo distante de serlo.

-A otros podrías hacerles creer que tienes   —54→   esas ideas extravagantes -dijo León-; pero no a mí, que te conozco desde que éramos niños, y sé que tu corazón es bueno. Una madre cariñosa habría formado en ti ciertos hábitos de que careces y corregido muchos defectos que te hacen parecer peor de lo que eres; pero has vivido en gran abandono; pasaste la niñez entre personas mercenarias y después, en la edad en que se forma el carácter y se hace, por decirlo así, la persona, tu padre te lanzó bruscamente a la vida en un torbellino de lujo, de frivolidades y riquezas. De tus caprichos hizo leyes, y no supo o no quiso poner tasa a tus genialidades dispendiosas. Tú sabes mejor que yo lo que ha sido tu palacio durante mucho tiempo, un maremágnum de desorden, la anarquía doméstica en su último grado. Confiada a ti alguna vez la dirección de tu casa, los criados se convertían en señores. Fue preciso que los extraños te llamasen la atención para que comprendieras el saqueo infame que allí reinaba, y echases de ver que te consumían en una semana los fondos de un trimestre. Tu padre, ocupado en ganar dinero, no pensó en enseñarte a conocer su valor, porque tu padre es también un delirante, un insensato que no piensa más que en los negocios, así como el jugador no piensa más que en la carta que ha de venir... ¡Pobre Pepa, tan rica   —55→   y tan sola!... Ahora me explico muchas excentricidades de tu vida que el público comentaba de un modo desfavorable para ti y en las cuales yo te disculpo, sí, te disculpo... Hiciste construir una gran estufa en tu jardín, y una vez armada, la mandaste quitar de la fachada de Oriente para ponerla en la del Norte. Concluida de poner estaba, cuando la hiciste desmontar y la cambiaste por una colección de porcelanas. En un mismo año variaste tres veces todo el mueblaje y tapicería de tus habitaciones, y hoy comprabas bronces, tallas y telas carísimas, para venderlo todo mañana por la cuarta parte de precio. En tus viajes has gustado de comprar preciosidades, pero no en tanto número como las chucherías sin arte, ni elegancia, ni valor alguno. Reuniste una colección de pájaros para regalarlos después uno por uno. He oído contar que solicitada por otros deseos y antojos, estuviste dos días sin echarles de comer. Estableciste en tu casa un fotógrafo para que te sacara vistas del jardín, de la escalera y retratos de los caballos, y en tanto que así protegías las artes, no había en tu casa un solo libro, ni uno solo, como no fuera algún almanaque estúpido o alguna mala novela que pedías prestada a tus amigas. Haces limosna, amparas a los desvalidos, porque tienes un corazón excelente; pero oye cómo   —56→   son tus caridades; es preciso que oigas esto, Pepa, y que luego medites. Un día se te presentó una mujer que pedía para celebrar una novena: sacaste de tu gaveta dos mil reales y se los pusiste en la mano. El mismo día se te presentó, la viuda de un albañil muerto en las obras de tu palacio, la cual se quedó con cinco hijos y sin recursos: a esa le diste un duro. No conoces el valor ni la extensión de las penas humanas, ni alcanzas la medida de las necesidades. Gran peligro es no ver jamás el fondo de esa arca de dinero en la cual metes sin cesar la mano para satisfacer tus gustos a cada instante renovados. ¡Pobre Pepilla!... No extrañes que use contigo este lenguaje, un poco duro, muy distinto de las adulaciones que oyes sin cesar, pero es sincero, leal y está inspirado en el deseo de tu bien. Es el lenguaje de un hermano que quiere verte corregida y en camino de ser feliz... porque temo por ti, Pepa, temo que han de venir para ti días muy amargos y hechos graves que te enseñarán con abrumadora prontitud y realidad lo que aún no sabes. La realidad, cuando hemos descuidado sus lecciones, viene súbitamente a sorprendernos en medio de los goces, y nos instruye a golpes... Tengo un sentimiento profundísimo al verte tan descarriada, tan sola, querida Pepa, en medio de este frío páramo   —57→   de tus riquezas, y no poder conducirte fuera, porque nuestros destinos son distintos: a ti y a mí nos ha llevado Dios por sendas diferentes. Tengo un sentimiento grande, y si quieres que te lo diga claro, como deben decirse las cosas, te tengo lástima, sí, lástima... Yo te estimo, te aprecio mucho. ¿Cómo he de olvidar que hemos jugado juntos en nuestra niñez, que nos hemos tratado en todas las épocas de nuestra vida y aun... ¿por qué no decirlo?, que hemos tenido el uno para el otro estas inclinaciones superficiales, pasajeras, que nos hacen novios a los ojos del vulgo?... Esto no puede olvidarse. Siempre he sido y seré siempre para ti un buen amigo.

Pepa pilló fuertemente entre sus dientes el palo ya muy mermado de la flor, y tirando de esta la deshojó. Volaron las hojas en la ventana, y algunas fueron a posarse en la barba y cabeza del joven que hablaba. Después, Pepa se llevó su pañuelo a la boca.

-¡Sangre! -dijo León cogiéndole la mano que oprimía el pañuelo.

-Es que me he clavado una espina en el labio -dijo Pepa, con voz tan hondamente transfigurada, que León Roch se estremeció de pena.

Después de una breve pausa, la de Fúcar volvió a hablar, y con acento más seguro, dijo:

  —58→  

-¿Sabes que en tu nueva casa vas a estar divertido?...

-¿Por qué?

Pepa rió, oprimiendo con las dos manos su seno agitado.

-Porque cuando tu cuñado Luis Gonzaga, el que está aprendiendo para misionero, empiece a echar sermones por un lado, y tú empieces a soltar herejías por otro, no habrá quien pare en la casa. León, lo dicho dicho, eres un sabio insoportable, y tu talento da náuseas.

-Ya sé que el verdadero juicio tuyo sobre mi persona no es tan poco benévolo.

Pepa se inclinó un poco hacia afuera. León sintió próximo a su rostro un aliento abrasado que le quemaba como una lámpara cercana.

-El que no ha estudiado otra ciencia que la de las piedras -dijo Pepa con la voz más amarga que puede oírse- es un idiota.

-Tal vez eso sea verdad... Ahora, querida Pepa, amiga a quien profeso un cariño puro y fraternal, dame tu mano.

Pepa se puso bruscamente en pie.

-Dame tu mano y despídete de mí lealmente... ¿No te dice tu corazón que algún día necesitarás de mí... quizás un leal consejo, quizás esa ayuda que los desgraciados se prestan unos a otros en los inevitables naufragios de la vida?

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Pepa arrojó con violencia los restos de la rosa, cuyo roído tallo fue a azotar la frente del joven. Este creyó sentir un latigazo.

-¡Yo necesitar de ti...! -exclamó-. ¡Vanidoso!... Verdaderamente me pareces un estúpido... Puede ser que si algún día veo que se me acerca un pedante dando el brazo a una simplona, le pregunte: «¿quién es usted?». ¡Despedirme de ti! Bueno: lo mismo me da que sea hasta mañana o hasta la eternidad.

-Como tú quieras -dijo León, alargando su mano-. Adiós. Te vas mañana con tu padre. Yo no voy a Madrid por ahora. Quizás no nos veamos en mucho tiempo.

Pepa le volvió la espalda con brusco movimiento, y desapareció en las tinieblas de su cuarto. León miraba hacia dentro sin ver nada. Perfume delicado y tan ligero que parecía una ilusión del olfato era lo único que de la persona de la marquesita de Fúcar había quedado en la ventana junto al sabio perplejo. Era como un hueco conservando la forma de la figura ausente.

-Pepa, Pepilla... -dijo León con acento cariñoso.

Pero no tuvo respuesta ni distinguió nada en aquel cuadro de tinieblas profundas. Después oyó un débil gemido. Largo rato estuvo en la ventana llamando a intervalos sin obtener   —60→   contestación. Pero los gemidos seguían, anunciando que en el fondo de aquella oscuridad existía un dolor.

Esperó más; al fin se alejó paso a paso turbado como un pecador y tétrico como un asesino.



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ArribaAbajo- VII -

Dos hombres con sus respectivos planes


Tropezó con un bulto, sintiendo al mismo tiempo fuerte palmetazo en el hombro, acompañado de estas palabras: «¡La bolsa o la vida!».

-Déjame en paz -dijo León apartando a su amigo y siguiendo adelante.

Pero Cimarra se pegó a su brazo y le retuvo, haciéndole girar sobre un pie. Por un instante se habría podido ver en aquel grupo el paso vacilante y el vaivén de un grupo de borrachos. Pero suposición tan fea se hubiera desvanecido al oír a Cimarra, el cual, muy serio, ceñudo y con la voz ronca y airada, dijo a su amigo:

-¡Suerte deliciosa!... Estoy luciéndome en Iturburúa.

-Déjame, tahúr -replicó León con ira, sacudiendo el brazo en que hacia presa su amigo-.   —62→   No tengo humor de bromas ni intención de prestarte más dinero... ¿Se ha retirado del juego el marqués de Fúcar?

-Ahora va a su cuarto. Es hombre de una suerte abrumadora. Así está el país... ¡Infeliz España!... Solís ha ganado mucho. Desde que le han hecho gobernador de provincia tiene una suerte loca; las víctimas somos Fontán, el jefe de la Caja de X... y yo... Es temprano, León, sube a tu cuarto y trae guita.

León no dijo nada porque su espíritu estaba en gran confusión y desasosiego, muy distante de la esfera innoble en que el de su amigo se agitaba.

En vez de subir, como Federico quería, entró con él en la sala de juego. Una de las víctimas antes mencionada roncaba en un diván. La otra se disponía a salir con gesto y voz que indicaban un humor de todos los demonios, andando perezosamente y tomando precauciones contra el fresco de la noche.

Los dos amigos se quedaron solos.

-No juego -dijo León bruscamente.

Conociendo el genio poco voluble de León Roch, Cimarra pareció resignarse, y sentado junto a la mesa acariciaba con sus dedos finos y esmeradamente cuidados la baraja. El grueso anillo que ceñía su meñique, despedía pálidos   —63→   reflejos a la luz ya mortecina del quinqué, y fijos los cansados ojos en las cartas, las pasaba y repasaba, mezclándolas y remezclándolas de todas las maneras posibles. Eran en sus manos como una masa blanda que aceptaba la forma que le querían dar.

-Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa -dijo lúgubremente León que se había sentado en un diván, mostrando hallarse muy agitado.

-¿De qué? -preguntó Federico, mirándole con asombro-. A ti te pasa algo, bandido. ¿En dónde has estado?

-No estoy enfermo. Lo que me pasa no puedo confiártelo... Es una pena singular, un remordimiento... no, remordimiento no, porque en nada he faltado... una pena, un sentimiento... tú no comprenderías esto aunque te lo explicase: eres un libertino, un depravado, un corazón muerto, y tus emociones son de un orden profundamente egoísta y sensual.

-Gracias. Si no soy digno de recibir, la confianza de un amigo...

-Tú no eres mi amigo; no puede haber verdadera amistad entre nosotros dos. El acaso nos hizo amigos en la infancia; la Naturaleza nos ha hecho indiferentes el uno al otro. En esta región frívola, de pura fórmula cuando no de corrupción, en que tú has vivido   —64→   siempre, no puedo yo respirar ni moverme. Llevome a ella la vanidad de mi pobre padre, cuyo cariño hacia mí ha tenido extravíos y alucinaciones. Mi carácter y mis gustos me inclinan a la vida oscura y estudiosa. Mi padre, que ganó una fortuna con el sudor de su frente en el rincón de una chocolatería, quiso hacer de mí un ser infinitamente distinguido y aristocrático, tal como él lo concebía en su criterio errado, y me dijo: «Sé marqués, gasta mucho, revienta caballos, guía coches, seduce casadas, ten queridas, enlázate con una familia noble, sé ministro, haz ruido, pon tu nombre sobre todos los nombres». Sus palabras no eran estas; pero su intención sí.

La agitación de su alma no permitía a León permanecer sentado por más tiempo, y se levantó. Hay situaciones en que es preciso aventar los pensamientos para que no se aglomeren demasiado y anublen el cerebro, formando en él como una negra nube de espeso, humo.

-¿Y a qué viene eso? -preguntó Federico con hastío-. No hables tonterías y echemos un...

-Dígote esto porque estoy decidido a desertar... Me son insoportables los caracteres de esta zona social a donde mi padre me hizo venir. No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia, los hechos y las personas, las costumbres,   —65→   el lenguaje... y las pasiones mismas, aun siendo de buena ley. Sí, me entristecen también los afectos disparatados, el sentimiento caprichoso y enfermizo que se ampara de todas aquellas almas no ocupadas por una indiferencia repugnante.

-Enérgico estás -dijo Cimarra, tomando a risa el énfasis de su amigo-. A ti te ha pasado algo grave: tú has recibido una picada repentina, León. A prima noche te vi tranquilo, razonable, cariñoso, un poco triste, con esa melancolía desabrida de un hombre que se va a casar y vive a ocho leguas de su novia... De repente, te encuentro en la alameda, alterado y trémulo, te oigo pronunciar palabras sin sentido, entramos aquí, y noto una palidez en tu cara, un no sé qué... ¿Con quién has hablado?

El jugador le observaba atentamente sin dejar de remover las cartas entre sus dedos.

-No te diré -indicó León, ya más sereno- sino que mi cansancio, va a concluir pronto. Yo labraré mi vida a mi gusto, como los pájaros hacen su nido según su instinto. He formado mi plan con la frialdad razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico.

-He oído decir que los hombres prácticos son la casta de majaderos más calamitosa que hay en el mundo.

  —66→  

-Yo he formado mi plan -prosiguió León, sin atender a la observación del amigo-, y adelante lo llevo, adelante. No puede fallarme; he meditado mucho, y he pensado el pro y el contra con la escrupulosidad de un químico que pesa gota a gota los elementos de una combinación. Voy a mi fin, que es legítimo, noble, bueno, honrado, profundamente social y humano, conforme en todo a los destinos del hombre y al bienestar del cuerpo y del espíritu; en una palabra, me caso.

Federico le miraba y le oía con expresión de malicia socarrona.

-Me caso, y al elegir mi esposa... no está bien dicho elegir, porque no hubo elección, no; me enamoré como un bruto. Fue una cosa fatal, una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un estallido de mi alma, que hizo explosión, levantando en peso las matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo el fardo enorme de mis sabidurías... Pero esto no impide que antes de decidirme al matrimonio no haya hecho una crítica fría y serena de mi situación y de las cualidades de mi novia. Debo hacer lo que voy a hacer, Federico, debo hacerlo; estoy en terreno firme; este paso es acertadísimo. María me cautivó por su hermosura, es verdad; pero hay más, hay mucho más. Yo   —67→   procuré dominarme, acerqueme con cautela, miré, observé científicamente, y en efecto, hallé dentro de aquella hermosura un verdadero tesoro, no menos grande que la hermosura misma que lo guardaba. La bondad de María, su sencillez, su humildad, y aquella sumisión de su inteligencia, y aquella celestial ignorancia unida a una seriedad profunda en su pensamiento y en sus gustos, me convencieron de que debía hacerla mi esposa... Te hablaré con toda franqueza: la familia de mi novia es poco simpática. ¿Pero qué me importa? Yo me divorciaré hábilmente de mis suegros... No me caso más que con mi mujer, y esta es buena; posee sentimiento y fantasía, y esa credulidad inocente, que es la propiedad dúctil en el carácter humano. Su educación ha sido muy descuidada, ignora todo lo que se puede ignorar; pero si carece de ideas, en cambio hállase, por el recogimiento en que ha vivido, libre de rutinas peligrosas y de los conocimientos frívolos y de los hábitos perniciosos que corrompen la inteligencia y el corazón de las jóvenes del día. ¿No te parece que es una situación admirable? ¿No comprendes que un ser de tales condiciones es el más a propósito para mí, porque así podré yo formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más grande   —68→   del hombre casado?... Porque así podré hacerla a mi imagen y semejanza, la aspiración más noble que puede tener un hombre y la garantía de una paz perpetua en el matrimonio. ¿No te parece, así?

-¿Me consultas a mí, que soy un egoísta corrompido?... -dijo Federico con ironía-. León, tú estás loco.

-Te consulto como consultaría a ese banco -dijo León volviéndole la espalda con desprecio-. Hay situaciones en que el hombre necesita decir en voz alta lo que piensa para convencerse más de ello. Haz cuenta que hablo solo. No me contestes si no quieres... Sí, lo haré a mi imagen y semejanza; no quiero una mujer formada, sino por formar. Quiérola dotada de las grandes bases de carácter, es decir, sentimiento vivo, profunda rectitud moral... Conocimientos muy extensos del mundo, y la ridícula instrucción de los colegios, lejos de favorecer mi plan, lo embarazarían; tendría que demoler para edificar sobre ruinas; tendría que ahondar mucho para buscar buena cimentación.

Entonces hubo un cambio de actitudes. Arrojó Federico la baraja sobre la mesa, levantose, y después de dar algunas vueltas alrededor de León, que permanecía sentado, le puso la mano en el hombro, y en voz baja le dijo:

  —69→  

-Señor sabio, también los ignorantes depravados fijan su mirada en el porvenir, también forman sus planes, no con matemáticas pero quizás con más garantías de seguridad que los hombres prácticos. Digamos, entre paréntesis, que el burro es un animal práctico... No condenan el matrimonio, al contrario, le consideran necesario para el adelantamiento de las sociedades y el perfeccionamiento de las condiciones...

Dio otras dos vueltas y después añadió:

-De las condiciones del individuo. Ya comprenderás lo que quiero decir... Por acá no somos sabios, ni después de enamorarnos como cadetes hacernos un estudio exegético de las cualidades de las dignas hembras que van a ser nuestras mujeres... no aspiramos tampoco a fabricar caracteres: esta manufactura la tomamos como está hecha por Dios o por el Demonio. Eso de casarse para ser maestro de escuela, es del peor gusto. A otra cosa más que al carácter debemos atender en estos apocalípticos tiempos que corren. La desigualdad de fortuna entre los seres creados, y el desgraciado sino con que algunos han nacido; el desequilibrio entre lo que uno vale y los medios materiales que necesita para luchar con y por la vida, ¡oh!, el pícaro struggle for life de los trasformistas es mi pesadilla... la falta   —70→   de trabajo que hay en este maldito país, y la imposibilidad de ganar dinero sin tener dinero... ¿oyes lo que digo?... pues estas causas todas y otras más nos obligan a considerar antes que el mérito de nuestras futuras...

-¿Qué?...

Cimarra hizo con los dedos un signo muy común, diciendo:

-El trigo.

Como se ve, de su agraciada boca afluía el lenguaje completo de ciertos jóvenes del día, y mezclaba el idioma de los oradores con el de los tahures, las elegantes citas en habla extranjera con los vocablos blasfemantes que aquí no se pueden decir...

-La vida moderna -añadió- se hace cada vez más difícil; los ricos como tú pueden echarse a volar por el mundo de las moralidades y no poner en su corazón deseo que no sea puro, y no tener pensamiento que no sea la quinta esencia del éter más delicado. Pero no hay que exagerar, como dice Fúcar. Yo sostengo que eso que los tontos llaman el vil metal puede ser un gran elemento de moralidad. Yo por ejemplo...

-¡Tú!, ¿de qué eres ejemplo tú...?

Yo... quiero decir que hallándome en posesión de una fortuna, sería un modelo de patricios, y quizás pasaría a la posteridad con   —71→   el calificativo de ilustre. ¿Pues no es ya frase de cajón, frase hecha, llamar ilustre a don Francisco Cucúrbitas?

-Aunque quieras disimularlo, en ti hay un resto de pudor -le dijo Roch-. Tu relajación no es tanta como quieres hacer creer.

-Todo es al respective, como dice, siempre que bromea, mi amigo Fontán -repuso Cimarra alzando los hombros-. No se puede juzgar así, tan a la ligera, a un hombre que vive entre ricos y es pobre. Fíjate bien en esto. A ti se te puede hablar con franqueza. Mis proyectos no son todavía más que ante-proyectos, querido... allá veremos... se me figura que he empezado bien. El tiempo lo dirá. Puede que algún día, cuando vivas olvidado de mí en medio de tu felicidad de marido pedagogo, oigas decir que este perdido de Cimarra se ha casado. A eso vamos, a eso marchamos. Este pobre tiene también sus planes y sus filosofías. Todos somos galápagos, y otros tienen más conchas que yo... No creas que me desentiendo de las prendas morales de mi mujer; y estoy seguro de que no me caso con un monstruo. Habrá honradez, señor sabio; habrá honradez, hijos y hasta nietos.

-¿Has elegido?

-He elegido... Te advierto que no doy gran valor a la belleza física. Los hombres superiores   —72→   no se dejan seducir y enloquecer como tú por unos ojos más o menos grandes y una boca que luego han de afear los años... La hermosura vive poco ¡ay!, como dijo el poeta, l´espace d'un matin... Hay un conjunto agradable y simpático, maneras distinguidas, cierta discreción, cierta travesura agradable, chiste y hasta zandunga5... De educación no estamos bien; pero no pensamos poner cátedra... Hay mucho bueno, algo que no lo es tanto; abundan las genialidades tontas, los caprichos, los hábitos de despilfarro...

León se puso pálido, fijando en su amigo una mirada ávida.

-A mí me importa poco que rompa platos que no valen nada, que haga pedazos un cuadro de Murillo, que haga picadillo de encajes... Hay cosas en que los maridos no deben meterse.

Roch miró con estupidez el hule verde de la mesa en que apoyaba sus codos.

-¡Hombre, cómo se va el tiempo!... -dijo bruscamente, levantándose y abriendo la ventana-. ¡Si es de día!...

La claridad de la mañana entró en la sala. Iluminados por aquella, los dos rostros parecieron melancólicos y pálidos. La luz de la lámpara brillaba aún lacrimosamente dentro del tubo y alargaba fuera una lengüeta negra delgada, hedionda.

  —73→  

-¡Qué vida para reparar la salud! -dijo León.

Miró luego por la ventana el cielo turbio y lloroso, cuya tristeza servía de cuadro sombrío a la tristeza de los dos trasnochadores. León empleó un rato en la contemplación vaga de que apenas se da cuenta el espíritu en horas de cansancio y que fluctúa entre el sueño y la pena, no siéndonos posible decir si dormimos o padecemos. En aquel momento Federico halló en su amigo un aspecto excesivamente triste, pues todo en él era negro, la ropa y la barba; y su hermosa fisonomía, de un moreno subido, tenía cierto tinte acardenalado, a causa del insomnio. Su ancha frente, llena de majestad, mas revelando brumosas cavilaciones, dominaba su persona como un cielo cerrado y opaco que guardaba en sí la luz y sólo muestra las nubes.

Volviéndose repentinamente hacia su amigo, León dijo:

-Pues buena suerte.

-Siento no poder dormir un poco -manifestó Federico-. Me muero de sueño; pero tengo que ponerme en camino con Fúcar.

-¿Te vas?

-¿No te lo había dicho? Se han empeñado en que les acompañe... Vamos adelante, adelante con los faroles.

  —74→  

Cimarra aderezó sus palabras con una sonrisa maliciosa.

-Buen viaje -dijo León, volviéndole la espalda.

Sintiose más tarde el ruido de los coches del marqués, que estaban ya dispuestos para llevar a los viajeros a la estación de Iparraicea. Subió Federico a su cuarto para arreglarse precipitadamente, y al poco rato oyose en el falansterio el estrépito que acompaña a la salida y entrada de huéspedes, arrastre de equipajes, rugido de mozos, chillar de criados. León permaneció en la sala de juego, y aunque sentía la voz del marqués y de su hija que entraban en el comedor para desayunarse, no quiso salir a despedirlos.

Media hora después partió un ómnibus cargado de mundos y de criados, seguido de la berlina que llevaba a los tres viajeros. León vio el primer coche pasar junto a su ventana; pero antes de ver el segundo, dio media vuelta y marchando de un ángulo a otro con las manos en los bolsillos, dijo para sí:

-Debo estar tranquilo: yo no tengo culpa.

Salió después al pasillo, donde empezaban a aparecer, arrebujados y claudicantes, los bañistas de más fe. Los bañeros, con sus mandiles recogidos, entraban en los calabozos donde yacen las marmóreas tinas, y con el vaho sulfuroso   —75→   salía por las puertecillas ruido de los chorros de agua termal y el de las escobas fregoteando el interior de las pilas.

Después salió a la alameda, y como viese a lo lejos los dos coches que subían por el cerro de Arcaitzac, dio un suspiro y dijo para sí:

-¡Desgraciados los que no logran encadenar su imaginación!

Descansó dos horas en su cuarto y a las nueve ocupaba un asiento en el coche de Ugoibea. Su semblante había cambiado por completo y parecía el más feliz de los hombres.



  —76→  

ArribaAbajo- VIII -

María Egipcíaca


Pasaron algunos meses después de aquel verano en las provincias, y León Roch se casó el día señalado, a la hora señalada y en el lugar señalado para tan gran suceso, sin que cosa alguna contrariase el plan formado a su debido tiempo y con todo rigor cumplido. Su alma gozaba de aquel contento que viene tranquilo, manso y sin ruido, como el soplo de primavera; contento que recrea la vida sin embriagarla, y que ofreciéndose al alma en dosis mesuradas, no la deja satisfacerse por entero, y así la pone a salvo del tedio. Filósofo y naturalista, León creyó que ningún estado mejor podía ni debía ambicionar.

La belleza de María Egipcíaca tomó desarrollo admirable después de la boda, y en este aumento de hermosura vio el esposo un como   —77→   gallardo homenaje tributado por la Naturaleza a la idea del matrimonio, tan sabia y filosóficamente llevada de la teoría a la práctica. «Somos un doble espejo -decía-, en el cual mutuamente nos recreamos, y a veces no sabemos si la imagen contemplada es la mía o la de ella. De tal modo se confunden nuestros sentimientos».

El amor de María Egipcíaca, que era al principio tímido y frío como corresponde a un Cupido bien educado que se acaba de quitar la venda, fue bien pronto arrebatado y ardoroso. La pasión que primero había estado detrás de la cortina, presentose después con su tea incendiaria, su cáliz divino, su dogal de ansias perpetuas que producen una estrangulación deliciosa, por lo que el marido estuvo durante algún tiempo olvidado de sus planes pedagógicos, aunque su razón en los momentos lúcidos le hacía comprender la urgente necesidad de ponerlos en uso y de realizar en la práctica el mejor de los sistemas. Poco a poco fue recobrando su habitual equilibrio y los sentimientos irritados descendieron al punto subalterno que les correspondía en su alma. Hallose al fin como quien sale de un letargo. Vio su espíritu como grande y hermoso país que ha estado largo tiempo ocupado por una inundación, pero ya las aguas bajaban dejando   —78→   ver primero los picachos más altos, después las lomas, al cabo la llanura. Entonces, dijo: «Esto va pasando: necesariamente tiene que pasar. Cuando pase, yo abordaré resueltamente la temida cuestión, y empezaré a modelar (empleaba con mucha frecuencia este término de escultura) el carácter de María. Es un barro exquisito, pero apenas tiene forma».

La mujer de León Roch era de gallarda estatura y de acabada gentileza en su talle y cuerpo, cuyas partes eran tan concertadas entre sí y con tan buena proporción hechas, que ningún escultor las soñara mejor. Sus cabellos eran negros y su tez blanca, linfática, con escasísimo carmín, y así se realzaba su expresión seria y apasionada en tal manera, que cuantos la veían se enamoraban y sentían envidia de su esposo. No tenía tipo español, y su perfil parecía raro en nuestras tierras, pues era el perfil de aquella Minerva ateniense que rara vez hallamos en personas vivas, si bien suele verse en España y en Madrid mismo, donde hallará el curioso un ejemplar, único, pero perfecto. Sus ojos eran rasgados, grandes, de un verde oceánico, con movible irradiación de oro, y miraban con serenidad sentimental, que podría pasar por sosa aquí donde, si se reúne mucha gente y un ejército de ojos negros, se ve un verdadero tiroteo granizado   —79→   de saetazos. Pero las miradas de María no tenían fama de desabridas, sino de orgullosas. Sus labios eran tan rojos como recién abiertas heridas; su cuello airoso, su seno proporcionado y sus manos pequeñas y de dulce carne acompañadas, como las de Melibea.

Hablaba con calma y cierto dejo quejumbroso que llegaba al alma de los oyentes, y reía poco, tan poco que cada día iba creciendo su fama de orgullo, y era tan reservada en sus amistades, que en realidad no tenía amigas. Había adquirido desde su infancia tal renombre de sensatez, que sus mismos padres la diputaban como lo más selecto que la familia había dado de sí en todo el decurso de su gloriosa existencia.

Con esta belleza tan acabada que parecía sobrehumana, con esta mujer divina en cuya cara y cuerpo se reproducían, como en cifra estética, los primores de la estatuaria antigua, se casó León Roch después de diez meses de relaciones platónicas. Fue ocasión de su esclavitud un súbito enamoramiento que le sobrecogió al verla por primera vez y tratarla en una reunión de la Corte, cuando María, recién salida al mundo, se hallaba en aquel peregrino estado de pimpollo en que la belleza de la mujer se marca con un sello de inocencia y aparece matizada aún con el rocío de esa encantadora   —80→   mañana que se llama infancia. Se enamoró como un pastor, vergüenza da decirlo, y él mismo se asombraba de ver que el teodolito de topógrafo y el soplete de mineralogista trocábanse en sus manos en caramillo o flauta de bucólico vagabundo.

¿Pero vio en su mujer algo más que una extraordinaria belleza? ¿Qué parte tenía su corazón en aquel delirio? Sería gracioso que se dejase arrastrar por la imaginación quien tanto se jactaba de tenerla por esclava.

Criose María en un pueblo próximo a Ávila, con su abuela materna, señora de grandísima terquedad y tiesura, que hablaba mucho de principios sin dar nunca a conocer de un modo concreto cuáles eran los suyos y en qué se distinguían de los ajenos. Al amparo de esta noble señora, que a los sesenta años tuvo la abnegación de trocar las vanidades del mundo por la estrechura de una casa rústica, el lujo y bullicio por la huraña soledad de un páramo, y la crónica escandalosa de Madrid por la chismografía de aldea, recibió María su primera instrucción. Sabía leer bien, escribir mal, y la doctrina la recitaba sin perder una coma. A excepción de algunas ideas gramaticales y geográficas que le inculcó una maestra de gran sabiduría, todo lo demás lo ignoraba. Más tarde   —81→   supo María hojeando algunos libros, allegar ciertos conocimientos de esos para cuya adquisición no se necesita gran esfuerzo.

Compañero en aquel período de su vida en el páramo fue su hermano gemelo Luis Gonzaga. La abuela les quería locamente a los dos y les llamaba los ángeles de su muerte, porque decía que teniéndolos a su cabecera en la hora tremenda, le sería más fácil enderezar a Dios con devoción profunda sus últimos pensamientos. Ellos que también se amaban con toda su alma, compartían sus juegos, los trabajos de las lecciones, el pan y queso de las meriendas y los húmedos besos de su abuela. Paseaban juntos por los horribles pedregales avileses, y de noche se sentaban con la cabeza echada atrás para contar a competencia las estrellas que en aquel país se ven más claras que en ningún otro paraje del mundo. Se les oía decir:

-Cuenta tú por ese lado, que yo contaré por este... No me quites mi cielo ni te salgas del tuyo... Vaya, que lo de este lado me toca a mí... Medio cielo para cada uno.

-Todo será para entrambos -les decía una clueca voz desde la ventana alta-. Vaya, angelitos míos, venid a cenar que es tarde.

Leían a menudo vidas de santos, única lectura que en aquellas soledades era posible; y   —82→   tan a pechos tomaron ambos niños las estupendas historias de padecimientos, trabajos y martirios, que sintieron deseo de que les martirizaran también a ellos, y ocurrioles la misma idea que cuenta Santa Teresa en el relato de su infancia, cuando ella y su hermanito discurrieron ir a tierra de infieles para que les cortaran la cabeza. María y Luisito salieron una mañana por aquellas áridas tierras, resueltos a no detenerse hasta que no les deparase Dios un par de moros que los descuartizaran. Quedáronse dormidos al amparo de una peña, y allí el Autor de todas las cosas, Dios omnipotente, les dio un beso y les entregó a la Guardia civil. Recogidos por la pareja, fueron llevados a la casa.

Vivían en un país casi desértico, lejos de todo humano comercio. El cura les llamaba los niños del yermo, y les sentaba sobre sus rodillas para entretenerse con ellos en el juego de los dedos, en el cual cada uno de los de la mano es un personaje figurado y entre todos representan una especie de comedia o pasillo, verbi gratia: el dedo gordo es un frailazo que llega a la puerta de un convento de monjas, llama con gruesa voz, y al punto contesta el dedo anular con voz de tiple. «Tan, tan. -¿Quién...? -El fraile que quiere entrar». Todo se reduce a que fray Pedro va   —83→   en busca de unas coles, que las monjas le dan de palos y él se retira refunfuñando. Con esto se reían mucho los dos gemelos, en edad en que los chicos apetecen por lo común los muñecos más divertidos que sus propios dedos.

Crecieron, y sus juegos iban siendo menos primitivos; sus lecturas las mismas y sus caracteres muy serios y formales. Luis Gonzaga cautivaba a todos por su índole reservada y juiciosa, así como por su incapacidad para travesuras. Únicamente le reprendían su afán de vagar solo por las soledades pedregosas, aspirando el ambiente fino y helado que sin cesar bate las inmensas moles graníticas, semejantes a ruinas de una colosal arquitectura, o a osamenta de un mundo cuya carne se han llevado las aguas. Gustaba de estar solo, ambicionaba apacentar las cabras sedientas y flacas que saltan de hueso en hueso sobre aquel esqueleto de una Arcadia muerta ya y seca. Despreciaba el frío, despreciaba el calor. Un día le encontraron tendido a la sombra de un pino, único ejemplar allí existente de la familia arbórea, y que triste, pelado y vacilante, parecía decir, como el cartujo: «De morir tenemos». Luis Gonzaga escribía cosas en un papel, valiéndose de un lápiz trompudo, sin cesar mojado en saliva. Sorprendido por el cura, arrebatole este el escrito, y vio unos   —84→   renglones desiguales sin rima, sin numen, sin gramática ni ortografía, que le causaron risa, porque él también entendía un poco de humanidades.

-Ni esto es verso -le dijo- ni es tampoco prosa.

No era verso ni prosa, pero era poesía; eran estrofas, renglones bíblicos, que expresaban las agitaciones de un alma contemplativa. ¡Cómo se reía el cura leyendo: «Llega el oscuro de la noche, y las ovejas del cielo se extienden por el grandísimo campo azul, guardadas por los ángeles bonitos... El Señor ha pasado ayer en un carro de truenos, del que tiraban relámpagos, que resollaban con granizo y sudaban con lluvia... Yo temblé como llama en el viento, y di mil vueltas en mi idea, como la piedrecilla arrastrada por el río... ¡Soy como el cardo seco a quien se pega fuego haciéndome humo, suelto mi ceniza y subo al cielo!».

Un día la abuelita se levantó más tarde que de costumbre, el rostro encendido, el habla torpísima, las pupilas resplandecientes como dos botones viejos, a los cuales con el roce se hubiera dado brillo. Observaron con dolor todos los de la casa que la señora decía mil disparates, y aunque esto no era en absoluto una novedad, éralo por la repetición   —85→   constante de los despropósitos, sin ningún intervalo de discreción. Cuando el cura le tomaba el pulso, la señora se agarró de su brazo, después de echarse un mantón por los hombros, y riendo con estupidez delirante, gritó:

-Al baile... ¡señor cura, vamos al baile!

Hizo dar dos vueltas al reverendo y después cayó como un plomo. No le alcanzó más que la Extremaunción. Muerta y enterrada, los dos gemelos volvieron a la casa de sus padres, que estaban entonces en un período de grandísima escasez y apretura. Luis Gonzaga fue mandado a Carrión de los Condes, de donde pasó a Francia; y María, que afligió a la familia por su estado cerril, fue llevada a un establecimiento de esos que llevan el nombre de colegio. Salió de él a los dos años con el barniz que en tales casas se da, y su madre la presentó a los amigos; entonces la familia de Tellería principió a salir del abatimiento y oscuridad en que estaba, a causa de un cambio favorable en su fortuna; al fin la marquesa abandonó aquel apartamiento que tanto le repugnaba, y durante algún tiempo se vio a madre e hija discurrir por las varias esferas de la sociedad distinguida y andar en lenguas de aduladores como en plumas de revisteros, y hartarse de palco y landó, y eclipsarse en los veranos para reaparecer en los inviernos con   —86→   nuevo brillo. Por último, vino un día deseado y María se casó.

Fue considerado este matrimonio como un golpe de suerte para los Tellerías, nobles de segunda fila y cuyo bienestar material no era a propósito para inspirarles grandes escrúpulos en la elección de maridos. Dígase lo que se quiera, las familias nobles del día no profesan a sus pergaminos un culto fanático, y si se exceptúan media docena de nombres que unen a su resonancia histórica un caudal sano, aquellas no vacilan en aceptar las alianzas convenientes y sustanciosas, fundiendo la nobleza con el dinero; y así vemos todos los días que las doncellas de ilustre cuna dan la mano, y la dan con gusto, a los marqueses de nuevo cuño hechos al minuto, a los condes haitianos, a los políticos afortunados, a los militares distinguidos y aun a los hijos de los industriales. La sociedad moderna tiene en su favor el don del olvido, y se borran con prontitud los orígenes oscuros o plebeyos. El mérito personal unas veces y otras la fortuna, nivelan, nivelan, nivelan con incansable ardor, y nuestra sociedad camina con pasos de gigante a la igualdad de apellidos. No hay país ninguno entre los históricos que esté más próximo a quedarse sin aristocracia. A esto contribuyen, por un lado, el negocio, haciéndoles   —87→   a todos plebeyos, y por otro el gobierno, haciéndolos a todos nobles.

La felicidad de los dos esposos no tuvo en los primeros meses otras contrariedades que la sombra que proyectaban a veces sobre ellos los parientes de María. Pasado algún tiempo, León empezó a creer que se prolongaba más de lo regular la ternura apasionada, inquieta y quisquillosa de su mujer. Esto no hubiera sido alarmante si con ello no coincidiera una resistencia acerada a plegarse a ciertas ideas y sentimientos de su marido. Grandísima tristeza tuvo León cuando vio que, sin dejar de amarle arrebatadamente, María no iba en camino de someterse a sus enseñanzas, que no eran ciertamente del orden religioso, pues en esto el discreto marido respetaba la conciencia de su mujer. ¡Estupendo chasco! No era un carácter embrionario, era un carácter formado y duro; no era barro flexible, pronto a tomar la forma que quieran darle las hábiles manos, sino bronce ya fundido y frío, que lastimaba los dedos, sin ceder jamás a su presión.

Una noche, al año de casados, estaban solos en su gabinete. Habían hablado larga y cariñosamente de la conformidad de pensamientos como base inquebrantable de los matrimonios pacíficos. Agotada la conversación, el uno había tomado un libro para hojearlo junto a la   —88→   chimenea, y la otra rezaba. De repente María Egipcíaca dejó el reclinatorio, y acercándose a su marido, le puso la mano en el hombro.

-Tengo una idea -le dijo clavando en él su misteriosa mirada verde, que tenía entonces, con los reflejos de esmeralda y oro, dulzura extraordinaria, sin duda porque sus ojos volvían de ver a Dios-; tengo una idea que me enorgullece, León.

León aguardó un rato, por no dejar interrumpido el párrafo, y después oyó a su mujer.

-Voy a manifestarte mi idea -añadió ella-. Yo, mujer débil, inferior a ti en muchas cosas y principalmente en saber y experiencia, lograré un triunfo que jamás alcanzará tu orgullosa superioridad.

León le tomó su mano y se la besó tres veces diciéndole:

-Yo no soy superior a nadie, y menos a ti.

-Sí lo eres: esto aumenta mi gozo y me empeña más en mi empresa... Tú, con tu juicio que crees tan fuerte, aspiras a cambiar mi carácter. Yo, con mi amor, que es más grande que todos los juicios, aspiro a conquistar el juicio tuyo, haciéndote a mi imagen y semejanza. ¡Qué batalla y qué victoria tan grande!

-¿Cómo lograrás eso? -dijo León riendo y rodeando con el brazo su cintura.

  —89→  

-No sé si intentarlo poco a poco... ¡o así!

Al decir así, María arrebató violentamente el libro de las manos de su esposo y lo arrojó a la chimenea, que ardía con viva llama.

-¡María! -gritó León aturdido y desconcertado, alargando la mano para salvar al pobre hereje.

Ella le estrechó en sus brazos, impidiéndole todo movimiento; le besó en la frente, y después volvió al reclinatorio, donde se puso a rezar de nuevo.

¿Qué decía el libro?, ¿qué decía el rezo?



  —90→  

ArribaAbajo- IX -

La marquesa de Tellería


Los marqueses de Tellería vivían en el principal de su casa. León Roch, atento a que entre la vivienda de sus suegros y la suya hubiese la mayor extensión posible de superficie terráquea, había alquilado una hermosa casa en lo más apartado de la zona del Este. Allí le encontraremos dos años después de su boda.

-Buenos días, León... ¿Estás solo? ¿Y Mariquilla?... ¡Ah!, estará en misa: yo pensaba ir también; pero ya es tarde... Alcanzaré la de once de San Prudencio... ¿Qué tienes?... estás pálido. ¿Habéis reñido?... Pero me sentaré... Dime ¿cuánto te han costado esas estatuas? Son hermosísimas. Tienes una linda colección de bronces... Pero dime, ¿todavía vas a meter más libros en este despacho? Esto es la biblioteca de Alejandría. ¡Oh!, ¡no es como   —91→   tú toda la juventud de estos tiempos!... ¡Qué chicos los de hoy! Yo no sé qué será del mundo cuando llegue a la edad madura esa multitud de jóvenes viciosos, ociosos y enfermos que hoy son el adorno principal de esta sociedad... Pues todavía hay un mal mucho peor. Pase que los muchachos sean casquivanos y sin sustancia... pero los viejos son más viciosos, más frívolos, más disipadores, más holgazanes que los chicos... He llegado al asunto delicadísimo de que quiero hablarte, querido hijo. Siéntate y atiéndeme un poco.

La marquesa azotó con su hermosa mano el brazo de la butaca más próxima, y sentado en ella León, dispúsose a oír a su madre política. Era esta una dama de gentil porte, bruscamente desmejorada después de un larguísima juventud, por repentinas dolencias que se habían presentado cual acreedores, tanto más implacables cuanto más rezagados. Y sin embargo, aún la hermosura de la dama prevalecía resplandeciendo débilmente en su cara, y descendía hacia el horizonte entre las caliginosas brumas de un blanquete no siempre aplicado con comedimiento y habilidad. Aquella puesta de sol no era de las más espléndidas. Su cuerpo airoso, y antaño lleno de majestad, se inclinaba ya como presintiendo su bajada a las frías honduras del sepulcro, si bien el férreo costillaje   —92→   del corsé mantenía en aparente estado de firmeza y redondez aquella desplomada arquitectura. Sus ojos, negros y hermosos, eran lo menos muerto de aquel conjunto moribundo, y a veces se abrillantaban con gracia y embeleso semejando a un sesgo de inspiración en medio de la oda académica llena de imágenes arcaicas y manoseadas. Su cabello, que del negro andaluz había pasado al rubio veneciano en otros días, pasaba ahora del rubio veneciano a un plateado indeciso y pulverulento.

Su tez áspera ya y sin lisura desaparecía bajo una especie de vello artificial en que se confundían sutiles alquimias olorosas, dispuestas para engañar al espectador, bien así como en los teatros el pintado lienzo imita la verdura de los bosques y aun la diafanidad y pureza del cielo. Pero aquel efecto, conseguido hasta cierto punto en las acecinadas mejillas de la señora en decadencia, se perdía a veces, porque la comprada blancura del rostro hacía que amarilleasen un poco los dientes, todavía enteros, hermosos, iguales. Su sonrisa, llena de gracia y desdén, los mostraba a cada rato, por un hábito antiguo que bien pronto habría de modificarse, si aquel lindo teclado doble comenzaba a desorganizarse como un ejército que cree haber peleado bastante.

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Vestía gallardamente y con elegancia. Su habla era abundante, con pretensiones, no siempre inútiles, de añadir tal cual frase ingeniosa al aluvión de palabras insustanciales que forma el fondo de la conversación corriente entre personas sin médula.

-Ya escucho, señora -dijo León.

-No me gustan rodeos -añadió la marquesa-. Además María te habrá hablado de esto. Tu padre político es un perdido.

-Creo que es un poco exagerado lo que usted dice. El marqués gusta de divertirse... Es gusto muy general entre las personas que no tienen nada que hacer.

-No, no, no le defiendas. La conducta de Agustín es indefinible... ¡A su edad!... Lo extraño es que en sus mejores tiempos ha sido un hombre recogido, prudente, callado y metido en casa. Créelo, me repugna ver al marqués hecho un viejo verde. Y no es otra cosa; aquí le tienes pintado en dos palabras: un viejo verde. Hace dos años, casi desde que te casaste con mi hija, mi querido esposo empezó a frecuentar el Círculo de los muchachos; tropezó con algunos mozalbetes que le enloquecieron, cambió de lenguaje, de modo de vestir, trasnochó, jugó... ¿Pero tú no notas que hasta parece rejuvenecido? ¿No te has reído alguna vez, confiesalo con franqueza, al ver   —94→   su empeño de parecer pollo? Le verás siempre en las cuadrillas de muchachuelos que mariposean por Madrid... De veras es para reír... Siempre está de flor en el ojal... Esta mañana le he dicho algunas verdades un poco duras. Yo no sé cómo se las compondrá él con su sastre, porque es un gasto de ropa que abruma... Aquí, en la confianza de la familia, se puede decir todo, León. Mi buen marido gasta lo que no tiene ni puede tener en toda su vida. Nunca fue ordenado, pero tampoco disipador; jamás escribió un número en un pedazo de papel, pero tampoco se dejó arrastrar por el afán de un lujo imposible... ¿Y quién es la víctima de esto? Yo, yo, que habiéndome sacrificado siempre, debo sacrificarme también ahora, cuando mi salud está quebrantada y necesito sosiego, descanso, paz. ¡Ay!, ¡cuánto envidio a la que reina en esta casa! ¡Con cuánto gusto aceptaría un rincón en ella, aunque fuera el más humilde!... Es un tormento mi vida. Agustín gasta lo que no tiene; Gustavo es formal y bueno, pero muy poco apegado a sus padres; Leopoldo no es ni será nunca nada, por su ineptitud y esos hábitos de ociosidad y disipación adquiridos a pesar de mis esfuerzos para evitarlo. Y gracias que el Señor, al paso que me da tales pruebas de sus rigores, me las da por otro lado clarísimas de su misericordia... ¡Qué   —95→   orgullo tan grande para una madre tener dos hijos como Luis Gonzaga y María!, aquel tan profundamente apegado a su carrera eclesiástica, que será, según me dicen los padres, una lumbrera de la religión, un santo, un verdadero santo; ésta, casada contigo, feliz contigo, ofreciendo contigo un modelo de matrimonios pacíficos y en completa armonía. ¡Qué lástima que no tengáis hijos!

Al llegar aquí la marquesa, dejándose llevar de su sentimiento, dio libertad a algunas lágrimas que no llegaron a rodar por sus mejillas: tan prontamente las atajó secándolas con su pañuelo. Después siguió exponiendo las penas que afligían su corazón de esposa y de madre. Según dijo, ella había padecido mucho por el carácter ligero del marqués y la condición díscola o superficial de Gustavo y Leopoldo; había consumido su juventud y lo mejor de su vida en esfuerzos heroicos para evitar el hundimiento de la casa de Tellería; había sacrificado para este fin importantísima parte de su dote, que no era un grano de anís; pero reservaba lo mejor, sí, y lo reservaría aunque los chicoleos juveniles del marqués y los extravíos de sus hijos llegasen al último extremo. Ella no podía exponerse a una vejez de estrechura y miseria, ni a vivir de la limosna de su hija, casada con un hombre rico;   —96→   sus hábitos, sus principios, su dignidad, no le permitían sacrificar tampoco lo mejor de su dote al hombre imprudente que había esparcido por las mesas verdes de los casinos y por los cuartos de las bailarinas el patrimonio de Tellería... Y si ella lo dijese todo, si ella revelase lo más negro...

-Sí, lo revelaré... a ti se te puede decir todo -añadió mirando a su yerno con cierto arrobo-. Eres mi hijo, eres el esposo de mi hija. No sólo tienes el deber, sino el derecho de conocer las debilidades de tus padres... Me han dicho que el marqués está enredado con... la habrás visto, habrás oído hablar de ella... esa que llaman la Paca o la Paquira...; no vale nada, pero es graciosa y elegante. Le comió al duque de Florunda lo poco que le quedaba... Figúrate tú ese mamarracho de Agustín, que casi está con un pie en el sepulcro... Esto, más que ira, da compasión, ¿no es verdad?

León meditaba.

-¿En qué piensas, hijo?

-En que la virtud cardinal del matrimonio es la paciencia.

-Eso quiere decir que sufra y aguante... Pero si mi vida ha sido un martirio... Yo seguiría resistiendo si los despilfarros y las locuras de Agustín no me trajeran compromisos graves que tocan el buen nombre de nuestra   —97→   casa. Estoy apuradísima... ¿qué crees? ¡Oh! Siento mucho decirte que no puedo darte los sesenta mil reales que me prestaste y que yo debía devolverte este mes, como convinimos.

-No importa -dijo León, deseando cortar delicadamente aquel asunto-. No se ocupe usted de eso.

-Es que no sólo no puedo darte aquellos tres mil duros, sino que me hacen falta otros tres mil.

-Tampoco importa; los tendrá usted.

-¡Otros tres mil! Esto es horrible. ¡Cómo abuso de tu bondad!... Será la última vez, porque estoy decidida a montar la casa con un régimen muy estrecho... Yo te doy garantías con mi casa de Corrales de Arriba.

-No es preciso garantía... Repito...

-¡Gracias, gracias!... ¡Eres tan buen hijo!... ¡te quiero tanto!... ¿Cómo te pagaré?... -dijo la marquesa, visiblemente trastornada por una emoción verdadera-. No creas, también tú tienes que agradecerme. Me ocupo de ti, de tu bien, y algunas veces me apresuro a quitar de en medio alguna nubecilla que pueda dar sombra a tu felicidad. Anoche reñí con tu mujer.

-¿Con María?

-Con María, sí; también ella tiene sus defectos, aunque de aquellos que, según dicen,   —98→   no son otra cosa que exageración de las virtudes. Ya sabes que es muy religiosa, excesivamente religiosa. Hace tiempo comprendí que por este motivo de la religión habría en vuestro hogar algunos disgustillos.

León dio un suspiro.

-Algunos -dijo- pero no graves.

-Vamos, no vengas a quitar importancia a vuestras desazones -dijo la marquesa, contrariada de que León suavizase lo que a ella le convenía endurecer-. La pobre muchacha te quiere ciegamente; su amor está sobre todo; pero la atormenta mucho tu fama de ateo. Ya sabes que los pensamientos de mi hija son indóciles e indomesticables como las fieras del desierto.

León hizo con la cabeza un triste signo que indicaba una respuesta afirmativa más triste aún.

-Pase que no vea con gusto tu irreligiosidad... Eso es natural... Nos han enseñado una fe y en ella debemos vivir y morir. Pero que llore y se desespere porque no vas todos los días a la iglesia como ella, ni confiesas cada mes, ni gastas tu dinero en boberías... vamos, esto es ridículo. ¡Cuánto le he predicado anoche!... ¿qué crees?... me enfadé, le reñí, golpeé en su cabeza dura como se golpea en un yunque, y al fin...

  —99→  

-¿Y al fin?...

-La convencí, sí; la convencí de que no se puede exigir a los hombres ciertas prácticas que si en nosotras están bien, en ellos serían ridículas, ferozmente ridículas. Buen trote llevan los hombres del día para que se les quiera meter en las iglesias. Yo digo una cosa: María empleando su tiempo en devociones y tú gastándolo en tus estudios podéis ser muy felices. ¿A qué entrar en honduras? ¿Acaso tú le impides que rece todo lo que quiera? Los hombres de hoy tienen sus ideas y no es posible luchar con ellos. Nadie hay más religiosa que yo; pero no quiero meterme en cosas que no entiendo. Las mujeres no somos sabias: creemos y creemos y creemos. Un matrimonio que se desavenga por esto me parece el colmo de la tontería... ¿Pero no sabes su pretensión? Aspira nada menos que a convertirte, a hacerte aborrecer tus ideas y adorar las suyas... Vamos, no pude tener la risa cuando le oí esto. ¿Sabes qué dice? Que su mayor gozo sería quemarte todos los libros que tienes aquí... ¡Qué lástima!, ¡unas encuadernaciones tan bonitas!... Buen cuidado me daría a mí de que mi esposo no me imitara en mis devociones, con tal que me amase mucho y no amase a ninguna más que a mí... ¡Celos de los libros!, jamás. Eso es de   —100→   mujeres tontas. No puedes figurarte con qué fuerza le hablé; le dije que tú eras el hombre mejor de la Tierra... Ella convenía en esto, pero... nunca le faltaban peros. Le dije que vales más que ella, infinitamente más que ella; que eso del ateísmo es un fantasma, que aunque se habla de ateos, no hay tales ateos, así como se hablaba antes de las brujas, a pesar de no existir tales brujas. Le dije que no pensara en esa sandez de convertirte, y que lo mejor que podía hacer, para tener paz perpetua en su casa, era aflojar un poco en su monomanía, ¿no te parece?... Quizás le convenga mudar de confesor, ¿no te parece?... En esto debe imitarme. Yo soy muy religiosa; cumplo fielmente todos los preceptos; contribuyo al culto con lo que puedo; pero nada más. ¿No crees que mi hija debe imitarme?

León no contestó nada. Estaba taciturno y abstraído. Bruscamente echó de sí una idea lúgubre, como quien espanta un abejón que zumba, y mirando a la marquesa, le dijo:

-Hoy mandaré a usted los sesenta mil reales.

-¡Ah!, ¿te ocupabas de eso? -repuso la marquesa, cuyo semblante parecía que con la irradiación del gozo, se ponía fosforescente-. Bueno, mándalo; te daré el recibo... ¡Pero cómo me estoy aquí charla que charla! Con tu buena   —101→   compañía me olvido de que tengo prisa, mucha prisa, muchísima. ¡Las once!... ¡Voy a perder la misa!...

Levantose apresuradamente y dio la mano a su yerno.

-El padre Paoletti predica hoy... Adiós... Corro a San Prudencio. ¿Qué quieres para tu mujer? Le diré que venga pronto a casa, que estás muy solo. Abur, abur.



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ArribaAbajo- X -

El marqués


Era de cuerpo pequeño, rostro fino y afeminado, al cual daba por cálculo, trocado al fin en costumbre, una gravedad pegadiza, semejante a un cosmético que empleara diariamente metiendo el dedo en los botes de su tocador de viejo florido. Ojos, nariz y boca eran en él, como los de su hija, de una corrección admirable; mas lo que en ella cautivaba, en él hacía reír, y lo serio se mudaba en cómico, porque nada es tan horriblemente bufón como la fisonomía de una mujer hermosa colgada como de espetera en las facciones de un viejo mezquino.

Su vestir correctísimo y elegante, sus ademanes desembarazados, su cortesía refinada y desabrida, que encubría una falta absoluta de benevolencia, de caridad, de ingenio, adornaban   —103→   su persona, brillando como la encuadernación lujosa de un libro sin ideas. No era un hombre perverso, no era capaz de maldad declarada, ni de bien; era un compuesto insípido de debilidad y disipación, corrompido más por contacto que por malicia propia; uno de tantos; un individuo que difícilmente podría diferenciarse de otro de su misma jerarquía, porque la falta de caracteres, salvas notabilísimas excepciones, ha hecho de ciertas clases altas, como de las bajas, una colectividad que no podrá calificarse bien hasta que los progresos del neologismo no permitan decir las masas aristocráticas.

Y aquel ser vacío y sin luz tenía palabras abundantes, no exentas de expresión, y manejaba a maravilla todos los lugares comunes de la prensa y de la tribuna, sin añadirles nada, pero tampoco sin quitarles nada. Era, pues, un propagandista diligente de ese tesoro de frases hechas que para muchas personas es compendio y cifra de la sabiduría. Era de los que constantemente desean que haya mucha administración y poca política; estaba convencido de que este país es ingobernable; deseaba que se conservasen las venerandas creencias de nuestros antepasados, para que volviéramos a ser asombro de propios y extraños; creía firmemente que aquí no puede haber   —104→   nada bueno; que este es un país perdido, a pesar de la fertilidad del suelo; y al mismo tiempo sostenía con rutinaria devoción los dogmas inquebrantables de la hidalguía castellana, de la religiosidad nunca desmentida del pueblo español, de la tendencia materialista del siglo, etc. Tenía además grandísimo horror a las utopías, y para él todo lo que no entendía era una utopía. A la pandereta de su verbosidad no le faltaba, como se ve, ninguna sonaja.

-¡Siempre aquí, siempre en este bendito despacho, que parece la celda de un prior por sus buenas luces y su tamaño, y habitación de un príncipe por las obras de arte que contiene!... siempre aquí, querido León. No se te ve en ninguna parte. ¿Y María? Anoche estuvo en casa; no faltaron las lágrimas de siempre. Va a que su mamá la consuele, y Milagros y ella cuchichean... Yo creo que entre las dos te ponen como ropa de Pascuas. Allí no se piensa más que en los abonos de los teatros y en los Triduos de San Prudencio. Después de misa se reúnen todas a hablar de modas... ¿Estás enfermo? Te encuentro pálido; ¿qué tienes?

-¿Yo?... -dijo León, mirando a su suegro como quien despierta de un sueño y se encuentra delante de un desconocido-. ¿Decía usted?...

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-Que si estás malo. Tienes muy mala cara. Anoche se habló de ti en casa de Fúcar... Por cierto que nunca he visto al marqués de tan mal humor. Desde que Pepa se casó con Cimarra, el pobre D. Pedro no hace más que tragar hiel... ¡Pobre Pepa! Se cuentan de Federico horribles bribonadas... ¡Y qué niña tan bonita tiene Pepa! ¿La has visto? ¿No vas por allá?... Tienes buenos cigarros, a fe mía...

El humo de los dos habanos se juntaba subiendo al techo. Por un instante reinó profundo silencio en la hermosa pieza. Oíase tan sólo el efervescente rumor del chorro de la manga de riego con que el jardinero refrescaba los macizos del jardín. En habitaciones lejanas cantaban algunos pájaros aprisionados, cuyo charlar parecía una disputa de todas las notas musicales, discutiendo sobre el mejor modo de formar una sinfonía en un cerebro wagneriano. En el despacho, un gran atlas geológico, abierto sobre ancho atril casi tan grande como un facistol, mostraba, en franjas de colores, las edades del mundo. En la mesa veíanse flores abiertas en canal, mostrando sus ovarios misteriosos; insectos rotos en estado de autopsia; ejemplares conquiliológicos6 aserrados por la mitad, revelando el secreto de sus graciosas bóvedas, esmaltadas de rosa y nácar; láminas representando huevos en distintos grados   —106→   de incubación; modelo del ojo humano en cartón y del tamaño de un coco; y en medio de tales baratijas resplandecía el lente de un microscopio, reflejando un rayo de sol y enviándolo cual mirada curiosa sobre la cabeza del marqués, que, por lo desnuda de cabello, convidaba al estudio de la craneoscopia.

-¿Te dedicas también a la Historia Natural? -dijo este con expresión de tolerancia-. Esa parece ser la ciencia del día, la ciencia del materialismo. ¡Bonito servicio estás haciendo al género humano, arrancándole sus venerandas creencias, para darle un cambio... ¿qué?... la famosa hipótesis de que somos primos hermanos de los monos del Retiro!

Riose con pueril carcajada de su propia ocurrencia y después echó una ojeada sobre los estantes de libros.

-¿Sabes -dijo súbitamente- que soy ponente de la Comisión que ha de dar informe sobre la Ley de vagos?

-Darán ustedes un informe brillante.

-¡Oh!, es cuestión delicada -añadió el marqués, echándose atrás en la remadera, de modo que se quedó mirando al cielo y con los pies en el aire-; es la cuestión madre. Yo le he dicho varias veces al presidente del Consejo: «Mientras no tengamos una buena Ley de vagos no hay que pensar en una buena política».   —107→   Hay que ir al fondo de la cosa, a las causas fundamentales, ¿no te parece? De la multitud de holgazanes y gentes de mal vivir, cesantes hambrientos y pillastres que aguardan las revueltas públicas para hacer su agosto, proviene el malestar en que vivimos. Bárreme toda esa inmundicia y te respondo del orden social.

-Muy bien pensado -dijo León-. Barrer, barrer es lo que importa.

-Ahí lo malo es que no puedo dedicar a la Comisión todo el tiempo que deseara. Estoy muy ocupado. Y a propósito, querido León, tengo que hablarte de un negocio.

Había llegado al punto que era objeto de su visita; pero abordándolo con grandísimo interés, que hacía palpitar su corazón, lo disimulaba expertamente. No podían faltar a aquel hombre enteco emociones íntimas y donosura cortesana para velarlas.

-Ya sabes que soy consejero de administración del Banco de Agricultores. Es una empresa grande, patriótica. Hemos de levantar el crédito territorial del abismo en que yace.

Esta y otras frases del suelto financiero andaban por la boca del marqués de Tellería como Pedro por su casa. Dijo después de varias cosas jamás oídas, a saber: que España es esencialmente agrícola; que la riqueza agrícola no   —108→   puede desarrollarse por falta de capitales; que los capitales existen... ¿pues no han de existir?... pero que es preciso reunirlos, encauzarlos, distribuirlos convenientemente para que fertilicen... para que beneficien... para que fecunden... El marqués no pudo acabar la frase, que por ser de su invención y no del repertorio, se le atascó. El Banco de Agricultores estaba íntimamente ligado a la gran compañía inglesa Spanish Phosphate Limited, destinada a hacer una trasformación en nuestro país... Era una idea estupenda. ¡Capitales, abonos! He aquí los dos polos del eje sobre que ha de virar la regeneración agrícola del país. (Esta también era frase de prospecto.) El marqués concluyó la arenga diciendo, con aparente indiferencia:

-¿Qué te parece? ¿Colocarás parte de tus capitales en nuestras acciones?

-Necesito mi capital para vivir -dijo León con fingida inocencia.

-¡Hombre...!

León le dijo algo tan crudo sobre ciertas sociedades, que el marqués perdió de súbito aquel colorete enfermizo que teñía sus mejillas y parte de su nariz, un no sé qué purpúreo como zumo de moras, que eclipsándose o apareciendo en su cara, expresaba los distintos afectos de su alma. Después de una pausa, durante   —109→   la cual empeñose en dar a las guías de su bigote blanquinegro el aspecto terrorífico de las astas de un toro, se levantó y se puso a observar los objetos de Historia Natural.

-Bien; no hay más que hablar de este asunto -murmuró.

Siguió observando, revolviendo, tocando todo, cogiendo algunos objetos para acercarlos a sus ojos, y adaptando después uno de estos al ocular del microscopio, para decir con el singular orgullo de sí misma que caracteriza a la ignorancia:

-Pues yo no veo nada... Yo no sirvo para esto... Gracias... que te aproveche tu microscopio. Dime, ¿y con esto ven ustedes el alma?... ¡Ya!, como no la ven, sostienen que no existe.

Y antes que su yerno le diese contestación, fuese a él, parósele delante, le miró un buen rato, y, moviendo la cabeza, le dijo:

-Estoy pensando que a mi pobre hija no le falta razón para quejarse... No es esto decir que no seas un bendito, León; pero vamos a cuentas. Ella tiene sus creencias; tú tienes las tuyas; mejor dicho, no tienes ninguna. Tu falta de religiosidad y tu desdén por las venerandas creencias del pueblo español la ofenden, la lastiman, la afligen sobre manera. Querido -añadió poniéndole la mano en la frente   —110→   con apariencias de cariño-, recuerda que el pueblo español es eminentemente religioso. Pues qué, León, ¿estamos aquí en Alemania, país de las locas utopías?

León dijo algo.

-No, no, no, basta que la dejes en libertad -replicole Tellería con viveza-. Es preciso que tú hagas algo. Tienes una fama de ateo que espanta. Yo te soy franco, mas querría perder mi posición y mi nombre en el mundo, que tener esa fama de ateísmo que tú mismo te has ganado. Comprendo las angustias de María; ella es religiosa; parece que, nacidos de un mismo vientre ella y su hermano, nacieron para ser santos... ¡Y concluirá por tenerte horror, y te aborrecerá, y no querrá vivir contigo...! Y si así sucede, tuya será la culpa por haberte significado demasiado en tus obras. Hombre, el que más y el que menos, todos tenemos nuestra levadurilla de herejía... es decir, yo no tengo nada, yo soy ortodoxo hasta la medula; a mí no me vengan con filosofías... Lo que hay es que todos, aun siendo creyentes, cumplimos mal, nos descuidamos; pero somos prudentes, tenemos tacto, guardamos las apariencias... consideramos que vivimos en un pueblo eminentemente religioso... recordamos que las clases populares necesitan de nuestro ejemplo para no extraviarse.   —111→   Aquí no estamos en Alemania. ¡Oh!, te juro que aborrezco las utopías. El pueblo español tendrá muchos defectos; pero jamás ultrajará lo que ha sido causa de su gloria y del respeto que infundió a propios y extraños. Por encima de nuestras miserias descollará siempre la hidalguía castellana, para...

El noble señor no pudo concluir su frase porque León le interrumpió, hablándole con viveza y energía. Oyose durante largo rato la voz de uno y otro, y allá en la pieza lejana, donde cantaban los pájaros, María y su hermano Leopoldo suspendieron su conversación para prestar oído al rumor parlamentario que del despacho venía.

-Estos malditos pájaros no dejan oír una palabra -dijo el mancebo-. ¿Oyes, María? Papá y tu señor disputan... ¡Qué ganas de perder el tiempo!

María puso atención, después de decir a los pájaros con acento de enojo: -Callad, tontos.

Poco después, un brusco movimiento de la cortina dio paso a los bigotes corniformes del marqués, a su cara, en la cual la gravedad se hermanaba con el humorismo, como si en ella quisiera poner la Naturaleza un símbolo vivo del eterno y capital dualismo del arte.

-Ya lo sabes -dijo agridulcemente, entre serio y festivo-. Yo soy un hipócrita, un vividor...   —112→   Tu caro esposo me lo ha dicho con buenas palabras... Un vividor, un hipócrita... sí, eso ha querido decir.

Y dio un beso a su hija.

-Positivamente -añadió- la cabeza de León está un tanto perturbada... ¡Lástima grande, porque es un guapo chico!... Estos malditos pájaros no dejan hablar.

-Callad, tontos.

¡Con cuánto ardor toman ellos parte en las disputas de los hombres! Entre los conceptos de la conversación acalorada o apacible, arrojan sus notas para ahogar las disputas humanas en una lluvia de alegría.

Mucho se habló después; pero los pájaros no lo dejaban oír. El lector tendrá paciencia para esperar a que callen los pájaros.



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ArribaAbajo- XI -

Leopoldo


Una mañana trabajaba León Roch en su despacho, cuando fue bruscamente interrumpido; alzó del papel los ojos, y fijándolos en el gran espejo que delante de él estaba sobre la chimenea, vio una figura enjuta y macilenta, una mueca de calavera, en la cual la descomposición subterránea perdonara un poco de piel; dos ojos saltones con cierta viveza morbosa como la de los delirantes, un cuello delgado y violáceo cuya piel llena de costurones parecía recientemente remendada; una nariz picuda y violácea también, de fina estampa, pero que por su agudeza iba tornando aspecto de pico y daba al rostro cierta fisonomía completamente ornitológica; una rala sembradura de pelos azafranados que rodeaban el largo óvalo de la cara, en delgada faja, semejando   —114→   el pañuelo que se pone a algunos muertos para que no se les caiga la mandíbula inferior; una frente estrecha y granulosa, en la cual había trazado el sombrero amoratada raya, semejante a un surco de sangre; una cabeza chata, en la cual los cabellos bermejos se partían en dos graciosas alas; una cara, en fin, que era, si así es permitido decirlo, la descomposición o la transfiguración de una cara hermosa, o mejor dicho, la caricatura de una raza entera; y también vio unas manos metidas en bolsillos, y unos pies de mujer cuyas puntas apenas asomaban bajo las enaguas que en forma de pantalones, cubrían sus delgadas piernas; un cuerpo sin curvas, sin formas, sin donaires, como armadura hecha para la ropa; un traje de mañana rayado de arriba abajo; una corbata graciosamente anudada; un bastón que salía vertical de uno de los bolsillos, y una pomposa flor clavada sobre el pecho como el mango de un puñal cuando se acaba de consumar el asesinato. Y cuando esto vio, León dijo, bondadosamente:

-¡Ah!, Polito, siéntate... ¿qué traes por aquí?

El joven se dejó caer en una butaca y estiró las piernas con muestras de cansancio. Habló. Su voz, que se esperaba fuese aguda y adamada, era ronca y carraspeante, una al modo   —115→   de tos o gargarismo hablado, como esas voces que en la más baja escala social se forman en el pregón público y se endurecen con el frío de la mañana y el aguardiente de la noche. Después de hablar un momento, calló para echarse en la boca un objeto medicinal.

-No puedo abandonar la brea ni un instante... -dijo gruñendo-. Desde que la abandono, me ahogo... ¿Qué te haces, León? Siempre leyendo. Envidio tu vida tranquila... No, gracias, hoy no puedo fumar. Me lo ha prohibido el médico... es preciso ver si combato los ataques epilépticos... Ahora me encuentro bien. ¿Sabes que voy a Sevilla? Los muchachos se han animado, y no puedo quedarme aquí. Vamos cuatro amigos: Manolo Grandezas, el conde-duque, Higadillos y yo. Higadillos tiene que torear los tres días de feria... ¿Por qué no te animas? A María le gustará mucho ver la feria.

-Si ella quiere ir, estoy dispuesto a llevarla.

-Ella no quiere ir, ese es el caso -añadió el de la ronca voz-. Y a propósito, mio caro Leone, por ahí dice la gente que sois muy desgraciados, que no congeniáis ni poco ni mucho, que tu descreimiento es un martirio para mi pobre hermana. Yo me río, León; me río de estas cosas... «Pero si es el hombre mejor del   —116→   mundo, si es un caballero como hay pocos», les digo yo... Aquí de mis elogios. ¡Cascarones!, ya sabes que yo no digo sino lo que pienso... Anoche dijeron las de Rosafría que no comprendían, ¡mira tú qué sandez!... que no comprendían cómo mi hermana se casó contigo. «Pero, señores, sean ustedes razonables, consideren ustedes...». Nada, nada... que eres de los de cáscara amarga, pero muy amarga. A una señora que tú conoces, y yo y todos... no te digo quién es... le oí decir estas mismas palabras: «Antes quisiera ver muerta a mi hija que casada con un hombre así...». No faltó quien te defendiera, aun en el bello sexo... «¡Ah!, es hombre de grandísimo mérito...». La señora decía que no con su boca, con su mano, con su abanico... «Hay cosas que no pueden ser -decía-, que no pueden ser...». Por último, querido León, yo no me atrevía a defenderte... Lo que te aconsejo ¡cascarones!, es que no vayas a casa de ciertas personas; te expondrías quizás a recibir un gran desaire por todo lo alto, o a que te planten un par de palitos cuarteando. La de Borellano te llama la bestia negra... Sin embargo, dice que eres simpático. Pepe Fontán dijo una cosa muy chusca a propósito de la inquina que te tiene la de Borellano. «Nada, todo eso es despecho, porque de todos los hombres que conoce, León es el único   —117→   que no le hace el amor». Ya sabes que ha tenido un amante por año... Por eso dice Cimarra que no puede ocultar su edad... ¡Pobre Federico! Cuentan que ha reñido con su mujer y su suegro... Parece que falsificó unas letras... Nada, que me le mandan a La Habana... Pero ¿qué hora es? ¡Las once! ¿Y tu mujer no viene de misa? Te concedo que son demasiadas misas. ¡Ah!, ya sé: ella y mamá estarán de tertulia con el padre Paoletti, un italiano berrendo en negro, retinto... ¡Casca!... Si yo fuera casado... pero no; yo no seré cornúpeto, passez moi le mot... ¡Oh!, si lo fuera, mi mujer haría mi gusto y nada más. María es buena; pero cuando se le pone una cosa en la cabeza... No creas, yo también le he dicho mis verdades por su impertinencia... Compañero, es horrible eso de tener una mujer que constantemente nos está contando el estribillo: «hombre, confiesa; hombre, comulga; hombre, ve a misa...». ¡Cascarones! Es para darse un tiro... Puesto que le das libertad, ella debiera ser prudente. Por tu parte, haces mal en tomar tan a pecho lo que vale tan poco... Mira tú, yo dejaría a mi mujer que oyese cuatrocientas veintisiete misas al día, y que tomara varas con todos los confesores. Poniéndole tasa en eso de gastarse mi dinero en Manifiestos, le llevaría el genio. ¡Bah!, siempre que ella me   —118→   hablara de cosas santas, yo le diría: «Sí, hija mía; todo lo que quieras. Esto, y lo otro, y lo de más allá». En fin, que no reñiríamos nunca por un dogma más o menos; y al mismo tiempo, querido León, yo me divertiría todo lo posible. Comparito, eso de irse al Infierno sin pasar antes buena vida, es lo más tonto del mundo. Aburrirse aquí entre libros, y luego condenarse allá... porque tú te condenarás, y yo también, León... allá iremos todos.

Y soltó una risa tan estrepitosa como su aliento asmático se lo permitía. Después se levantó, y poniendo ambas manos sobre la mesa cual si su cuerpo no pudiese mantenerse derecho sin ayuda de puntales, habló así:

-¿Sabes, querido, que me vas a prestar otros cuatro mil reales?

León abrió una gaveta. Sonreía no sabemos por qué; pero nos consta que de todos los individuos de su familia política, aquel era, por lo inofensivo, el que le inspiraba más lástima, siendo esto tal vez la causa de que a veces le abriese su bolsa con paciencia y hasta con gusto, por no contrariar a un ser excesivamente miserable y desvalido. O quizás León plagiaba el sistema benéfico del vicario de Wakefield, quien siempre que quería sacudirse a algún pariente importuno le prestaba dinero, ropa, o un caballo de poco valor, «y   —119→   jamás, dice, se dio el caso de que volviera a mi casa para devolvérmelo».

-Gracias, querido beau frère -dijo el mancebo, no ocultando la alegría que en la raza humana acompaña siempre a la adquisición de dinero-. Te lo devolveré el mes que entra con lo demás... No de una vez; te advierto que no podré dártelo junto... a plazos sí... ¡Es horrible! Si hubiera tres Semanas Santas en el año, todos los españoles tendríamos que pedir limosna... ¡Casca, casca...! ¡Vaya con los petitorios! La otra noche las de Rosafría me comprometieron a dar mil reales para el Papa... Ya ves... Si el mundo estuviera arreglado, el Papa debía darnos a nosotros... ¡Eh! ¡So tunanta!... ¡Lady Bull!... ¡Eh, venga usted aquí!

Estas palabras iban dirigidas a una alimaña rastrera y oscura que había entrado en el despacho con el joven, pero que hasta entonces se había mantenido en una actitud de circunspección respetuosa. Era una perrita de la horrible raza King Charles, que tenía el color de ratón, la redondez del puerco espín, un hocico de mono entre abigarradas lanas, y una panza de sapo mal sostenida por cuatro patas pequeñas. Al fin de la conversación, su cascabelillo, hasta entonces mudo, empezó a sonar, indicando grandes travesuras, y Polito la descubrió   —120→   entre unos libros arrinconados en el suelo.

-¡Venga usted aquí, aquí pronto!

La tomó en brazos. Entonces se sintió ruido de coches y el acompasado pisoteo de uno de estos caballos españoles que parecen corceles de estatua ecuestre, trotando eternamente sin salir de su pedestal.

-¡Ah! Ya están aquí -dijo Leopoldo acercándose a la ventana-. Higadillos a caballo y el conde-duque en su break... Les dije que pasaran por aquí a recogerme. Vamos a ver el apartado... Allá voy, allá voy.

Desde su asiento vio León el coche detenido junto a la reja y el torero a caballo, un grosero mocetón de piernas ceñidas y cintura fajada, de cuerpo culebreante, no falto de belleza escultórica, rematado por zafia cabeza española de color de tabaco y el sombrero ancho. El caballo piafaba, y el conde-duque contenía los de su break, fogosos animales mestizos de sangre bearnesa y andaluza.

Poco tardó Polito en subir al coche con Lady Bull, y la alegre comparsa se puso en marcha calle abajo, presidida por Higadillos y alegrada por los cascabeles del tiro a la calesera. León miró con curiosidad aquel fragmento pequeño pero expresivo de la iconografía contemporánea de España.



  —121→  

ArribaAbajo- XII -

Gustavo


Le miró, y una sonrisa afable, señal inequívoca de complacencia por la visita, iluminó su semblante triste. Después las miradas de uno y otro (pues se hallaban próximos a la ventana) se recrearon en la frescura aromática del jardín, sobre cuyo verdor pasaba el chorro de la manga de riego como un plumero de agua que limpia el polvo, ahuyentando los pájaros, deteniendo a las mariposillas, ahogando a los insectos, acariciando a las plantas. Hábilmente dirigida por el jardinero, penetraba en la espesura de los setos de evónimus7, se desmenuzaba, para formar polvaredas líquidas, en las cuales jugaba fugaz arco-iris. El jardín era nuevo, de esos que se traen de casa del horticultor como los muebles de casa del tapicero,   —122→   formando un todo completo, y se plantan con método, con su selva en miniatura, sus praderas, sus vergeles, sus peñascos bordados por la yedra, sus canastillos llenos de minutisa y de convolvuláceas. Cada conífera estaba en su sitio, y había esos corrillos simétricos en los cuales algunas filas de petunias aparentan estar de rodillas adorando la majestad de una araucaria imbricata, o la altiva insolencia de un drago que todo es púas. Diríase que todo acababa de ser desembalado, cual si más bien fuese hechura de la industria que de la Naturaleza; pero era bonito, fresco, alegre, y no se podía concebir cosa más apropiada para separar la calle, que es de todos, de la casa, que es de uno solo.

Después de que contemplaron un rato el jardín, se sentaron a tomar café.

-Antes de que se me olvide -dijo Gustavo-, quiero reprenderte una virtud que, por lo mal practicada, es dañosa: me refiero a tus liberalidades, que, indudablemente, perjudican a ti que las haces y a mi hermano que las disfruta. Sé que otra vez has dado dinero a Polito, y esto me disgusta, porque mi hermano es un vicioso de la peor casta que existe... Aquí, en el seno de la confianza, puedo decir todo lo que siento y juzgar con rectitud a los individuos de mi familia. Si su conducta me produce   —123→   vergüenza, prefiero que me abrase el rostro a que me queme la sangre.

El que así hablaba era un joven formal y un poco severo, parecido a sus hermanos y a su padre, pero menos hermoso que María y muy distante de la extenuación irrisoria de Leopoldo. Su rostro, quizás demasiado duro, indicaba un carácter entero y completo, rara cosa en tal familia, convicciones arraigadas y una digna estimación de sí mismo. Era grave en el discurso, cortés en el trato, huyendo, al parecer, tanto de la arrogancia como de la llaneza, y manteniéndose en un medio de frialdad cultísima que algunos tenían por estudiada. Honrado y puntualísimo caballero en las relaciones comunes de la vida, poseía, de añadidura, instrucción no escasa y brillante talento. Ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, vestido de oscuro, la mirada serena detrás de sus lentes, exento de vicios, incluso el de fumar; parco en sus gastos, implacable con el desorden, Gustavo, hijo primogénito del marqués de Tellería, era según el común sentir, lo mejor de la casa, la honra de la clase en que naciera y una esperanza para la patria. Inútil es decir que era abogado. Su hermano Leopoldo lo era también, como casi todos los jóvenes españoles; pero si este no sabía ya qué forma tiene un libro, Gustavo estudiaba más cada   —124→   día y aun defendía pleitos al amor del bufete de uno de los primeros jurisconsultos de Madrid. Había seguido la carrera genuinamente nacional y aventurera por excelencia, y saliendo de la Universidad sin ser nada, hallábase en camino de serlo todo. Debe añadirse que era elocuentísimo orador.

-A ti, querido León -añadió-, puedo confesarte que tengo horas de amarga tristeza por la conducta de alguna persona de mi familia, de todas ellas, mejor dicho, exceptuando a ese ángel que es tu mujer y al otro ángel, quizás más perfecto, que vive lejos de nosotros. ¿No es horrible ver a mi hermano corroído por el vicio, encenagado en la frivolidad corruptora que envilece a tantos individuos, no diré de nuestra clase, porque no es exclusiva de ella esta ignominia, sino de todas las clases? Empeñándose en hacer un papel superior a nuestros medios de fortuna, el ejemplo de otros le arrastra a una disipación absurda. Pero esos otros son ricos y mi hermano, no. Yo me indigno al ver a Leopoldo guiando coches y montando caballos que cuestan más de lo que él puede tener en un año... Además, su ignorancia me aflige y su holgazanería me desespera. ¡Oh!, tienes razón en lo que me has dicho alguna vez. Es muy exacta tu observación de que así como la plebe   —125→   tiene su aristocracia, la nobleza tiene su populacho... Pero, en fin, no hablemos más de esto, que me entristece. Queda demostrado que no debes alentar el libertinaje de Polito.

León dijo algo, y Gustavo le contestó así:

-Sí, creo que mis padres tienen la culpa. Nuestra educación ha sido muy descuidada. Es tontería disimular que mi madre... gran trabajo me cuesta esta confesión... no ha sabido apartarse y apartarnos a tiempo del torbellino de la sociedad sedienta de goces; ha vivido más fuera de su casa que dentro. Hoy mismo... ¿por qué he de ocultarte lo que sabes tan bien como yo?, hoy mismo, cuando nuestra fortuna ha mermado tanto, y según creo, lo poco que resta será bien pronto de los acreedores, ¿no es monstruoso que mi madre sostenga su casa en un pie de lujo que no nos corresponde?... ¡Infame vanidad!... Créeme, León, paso horas muy angustiosas. Cuando veo los dispendiosos saraos de mi casa, lo que en vanas apariencias se gasta, allí donde escasean tantas cosas, tantas... que son necesarias; cuando veo la escandalosa variación de vestidos de mi madre, su asistencia casi diaria a los teatros, su afán de competir con quien tiene mucho más dinero que nosotros; cuando veo esto, León, siento impulsos de renunciar al porvenir que he soñado en mi patria, y   —126→   correr a buscar un pedazo de pan en país extranjero.

León le interrumpió para hacer una observación, a lo que Gustavo contestó así:

-Yo de buena gana me iría, pero... qué quieres... no se puede abandonar el porvenir que ya está a medio conquistar; no se decide uno a abandonar el terreno ganado ya a fuerza de estudio. Además, por lo mismo que preveo grandes desastres en mi familia, creo que debo estar presente en el momento del naufragio... Conformémonos con esta vida odiosa y triste... Tú no conoces ciertas interioridades vergonzosas, León, tú no sabes lo que es vivir en una casa donde todo se debe, desde las alfombras hasta el pan de cada día; ni conoces los escalofríos producidos por la campanilla del terror, la campanilla de la casa, anunciando perpetuamente a los industriales afligidos o furibundos que van a reclamar su dinero; ni tienes idea de las farsas que se ven obligadas a representar cada día personas cuyo nombre solo parece debiera ser emblema de respeto y formalidad; ni conocerás nunca esa agonía profunda en que se ven personas decentísimas por carecer en un momento crítico de cantidades que no quitarían el sueño a un jornalero.

»Tú que tienes fortuna y modestia, la cual es una segunda fortuna que beneficia a la primera,   —127→   no conoces las ansias de este vivir en plena comedia entre el humo de la vanidad y sobre las ascuas de la escasez. Tranquilo y dichoso, sin otra pasión que la del estudio, libre de los aguijonazos de la ambición que quitan el sueño, y de los tropiezos y reveses que amargan la vida, pareces el niño mimado de la Providencia; aquí, en esta casa, no sitiada por acreedores ni asaltada por las visitas, en la dulce compañía de tu mujer querida, que es un ángel... ¡Pobre María!».

Después de una pausa, durante la cual el sesudo joven parecía leer alguna cosa en la frente de su cuñado, dijo con amargura:

-¡Y sin embargo, León, no has sabido hacerla feliz!

Palabras vivas, una observación seca y tonante como un disparo, y por último, una afirmación categórica, provocaron la siguiente respuesta:

-Tu primer deber es evitar el escándalo y no dar al mundo el espectáculo de una unión descompuesta y perturbada por la disensión religiosa. Ya que tienes la desgracia de no creer, debiste ocultar a tu esposa esa llaga de la conciencia, debiste abstenerte de publicar ciertos escritos científicos. De todos modos es malo el ateísmo; pero cuando carece de pudor,   —128→   cuando no se disimula a sí mismo, es más repugnante. Toda deformidad debe ser velada, y las de la conciencia más, para no ofender a la moral pública... No esperes que sea indulgente contigo en esta cuestión; ya sabes mi carácter, ya sabes que no puedo ocultar lo que siento. Yo te estimo, conozco tus buenas cualidades, tu bondad relativa, tu moralidad pasiva, pues no merecen otro nombre las perfecciones y méritos de los que viven fuera de la verdad revelada; confieso que eres mejor que algunos que se tienen por creyentes; que posees las virtudes frías y correctas de la filosofía pagana, y que cumples ciertos preceptos por la razón sencilla de que es cómodo ser bueno, y porque el cumplimiento de los deberes externos siempre trae ventajas al individuo; sé que obedeces a tu helada moral filosófica como obedece el buen contribuyente y ciudadano los reglamentos de policía y de higiene; te declaro de los mejores en esta baraúnda de hombres corrompidos; te tengo aprecio y aun cariño; te admiro por tu talento; pero a pesar de todo, óyelo bien: si yo... si yo, León (al decir esto se levantó, alzando el brazo en actitud harto apostólica), hubiera tenido en mi mano la mano de María, no te la habría dado jamás, ¿lo entiendes?, ¡no te la habría dado jamás!

  —129→  

León habló entonces con más calor y Gustavo le dijo:

-¡Oh! Yo detesto también la hipocresía. No admito más que dos caminos: o ser católico o no serlo. En nuestra fe sacratísima no caben distingos ni acomodos. Yo soy católico, y como tal procedo en toda mi vida; yo no tengo el dogma en mi boca y el ateísmo en mis actos; yo, despreciando los juicios de la frivolidad, oigo misa, confieso, comulgo, practico el ayuno. Me glorío de recibir los ultrajes de la canalla desvergonzada que aparenta dirigir la opinión, y a su cinismo opongo yo mi valor, y a su chismografía volteriana los principios santos y la autoridad de la Iglesia. Estas ideas, este rigor de mi vida llena de dignidad, yo los llevaré a la vida pública cuando entre en ella... porque entraré impulsado por una secreta vocación de soldado y de mártir, y por la mano de Dios, que no quiere quedar sin defensa en esta arena sangrienta de las pasiones humanas. Si ha habido hombres perversos que han desenjaulado a las fieras del descreimiento y del racionalismo, Dios arrojará sus domadores en medio de ellas. Al hombre que te manifiesta estas ideas con tanto tesón, no le pidas indulgencia para las disensiones de tu casa, ni le exijas que participe del criterio acomodaticio, según el cual,   —130→   mi hermana y tú tendríais8 igual culpa de vuestra desgracia. No, mil veces no. Ella no tiene culpa ninguna, ¡tú la tienes toda, tú toda! La verdad no puede transigir con el error. En este caso, tú has de sucumbir y ella ha de permanecer siempre levantada y triunfante.

A esto, León le hubiera contestado algo, pero deseando poner a un lado aquel desagradable tema, llevó el curso de la conversación a otro que era de mucho gusto para el joven. Este abandonó el tono apocalíptico para hablar así:

-Es verdad, los votos de tus arrendatarios de Cullera me han salvado. Ya tengo por seguro el triunfo... Aquí en confianza, yo he deseado mucho ir a las Cortes... comprendo que es mi camino, mi carrera. Cuando se tienen principios fijos y el inquebrantable propósito de sostenerlos a todo trance, la vida pública es honrosa. El tiempo en que vivimos convida a la lucha, ¿no es verdad?... porque cuando los caracteres han desaparecido anegados en una riada de corrupción, ¿no es ventajoso y lúcido mostrar carácter y que se diga: «ese es un hombre»? Cuando la lógica humana y la verdad ultrajada piden que haya azotes, ¿no es hermoso y brillante tomar el látigo? La civilización cristiana es como un hermoso bosque. La religión lo ha formado en siglos; la   —131→   filosofía aspira a destruirlo en días. Es preciso cortarle las manos a esa brutal leñadora. La civilización cristiana no puede perecer en manos de unos cuantos ideólogos auxiliados por una gavilla de perdidos que, por no tornarse el trabajo de tener conciencia, han suprimido a Dios.

Enarboló la mano flexible y pesada, blandiéndola como la palmeta de un maestro de escuela, y en pie dispuesto a partir, dijo:

-Amigo, casi hermano, te profeso sincero cariño; pero en tocando al punto negro, cuidado, mucho cuidado. Si la llaga de tu casa se agrava, ponte en guardia... Me verás al lado de la víctima, al lado de mi pobre hermana... Adiós.

Se fue. Viéndole salir, León sintió que un secreto pavor llenaba su alma, dejándole por algún tiempo imposibilitado de pensar nada fijo.



  —132→  

ArribaAbajo- XIII -

El último retrato


El hombre a quien hemos visto en la soledad de su gabinete, turbada rara vez en el espacio de algunos meses por las escenas descritas, no consagraba todo su tiempo al estudio. Engranado en la máquina social por las afecciones, por el matrimonio, por la ciencia misma, no podía ser uno de esos sabios telarañosos que los poemas nos presentan pegados a los libros y a las retortas, y tan ignorantes del mundo real como de los misterios científicos. León Roch se presentaba en todas partes, vestía bien, y aun se confundía a los ojos de muchos con las medianías del vulgo bien vestido y correcto que constituye una de las porciones más grandes, aunque menos pintorescas, de la familia social. No se eximía de la insulsez metódica que informa la vida de los ricos   —133→   en esta capital, y así se le veía con su mujer en el paseo de carruajes, cuyo encanto consiste en reunirse todos a hora fija y dar unas cuantas vueltas en orden de parada, coche tras coche, paso a paso, en perezosa y militar fila, de modo que las señoras reclinadas en el asiento posterior del landó, sienten en su cara el resuello de los caballos del coche que va detrás, y aún ha habido paquidermo que ha intentado comerse, creyéndolas vivas, las flores del sombrero de la dama que va en el carruaje delantero. También iba al teatro con su mujer, observando la deliciosa disciplina de los abonos a turno, que tiene la ventaja de administrar el aburrimiento o el regocijo a plazos marcados, sin contar para nada con el estado del espíritu. Daba de comer a pocas personas en un solo día de la semana, habiendo disputado y ganado a su mujer la elección de comensales, que eran de lo mejor entre lo poquito bueno que tenemos en discreción y formalidad. Para elegir no se acordó de categorías de escuela, y sólo obedeció a las simpatías9 personales. De modo que su yantar semanal (horrible frase) y sus noches, como pudiéramos decir, reunían hombres listos, católicos remachados, políticos de la más pura doctrina epicúrea, aristócratas de la edición incunable, otros de las flamantes,   —134→   y hombres de escasa importancia social, pero que la aparentaban por su cualidad de crónicas vivas o por la seducción de su trato, en gran manera distinguido. También iban jóvenes de la pléyade universitaria, brillantes en el profesorado y en las ardientes disputas, cuyo estruendo se oye por todas partes. Reinaba en estas reuniones armonía completa, pues nada reconcilia tanto como el buen comer, la presencia de elegantes damas y la obligación de no olvidar un momento las leyes de la cortesía. Aunque algunos quizás se despreciaban cordialmente, había en la casa cierta atmósfera de estima general; y una conversación discreta, tolerante, instructiva, extraordinariamente amena, producto feliz de aquel conjunto de opiniones diversas, engañaba las horas. Se hablaba de artes, de letras, de costumbres, de política; se murmuraba también un poco; en algún pequeño grupo se hacía crónica personal algo escandalosa; y en otro se hablaba de las cuestiones más hondas, de religión, por ejemplo, que es un tema planteado en todas partes donde quiera que hay tres o cuatro hombres, y que tiene el D. de interesar más que otra cosa alguna. Este tema, constantemente tratado en las familias, en los corrillos de estudiantes, en las más altas cátedras, en los confesionarios, en los palacios,   —135→   en las cabañas, entre amigos, entre enemigos, con la palabra casi siempre, con el cañón algunas veces, en todos los idiomas humanos, en los duelos de los partidos, con el lenguaje de la frivolidad, con el de la razón, a escondidas y a las claras, con tinta, con saliva, y también con sangre, es como un hondo murmullo que llena los aires de región a región y que jamás tiene pausa ni silencio. Basta tener un poco de oído para percibir este incesante y angustioso soliloquio del siglo.

Rasgos físicos de León Roch eran lo moreno del color, lo expresivo de la mirada, la negrura de la barba y el cabello; su rasgo moral era la rectitud y el propósito firme de no mentir jamás. La mayor parte de las personas hallaban encanto indefinible en su modo de mirar; pero de su rectitud no podía juzgarse tan fácilmente, porque la conciencia no se ve. El ponerle o no en el número de los buenos, dependía del criterio con que se le mirase. Para algunos era una persona excelente; para otros un mal sujeto. Si a la vista tenía un cuerpo airoso y seductora presencia, alguien dijo de él: «Por fuera es buen mozo, pero por dentro es un jorobado».

No tenía la gazmoñería racionalista (pues también hay gazmoñería racionalista), que consiste en escandalizarse con exceso de la   —136→   credulidad de algunas personas y en ridiculizar su fervor; por el contrario, León miraba con respeto a algunos creyentes, y a otros casi con envidia. No tenía tampoco el afán de la conquista, ni quería convertir a nadie; y si el estudio le había dado grandes regocijos, también le producía horas de amargura y desaliento. No creía su estado perfecto, sino por el contrario, harto imperfecto; por lo cual no gustaba de embarcar gente en las islas frondosas de la fe para llevarlas a las solitarias estepas de la duda.

Diose primero a las ciencias naturales, hallando en su investigación los más puros goces. Después, la filosofía le produjo un mareo insoportable, y al fin volvió a los estudios experimentales, que era donde se encontraba con pie firme y en país conocido. La historia le divertía tan sólo; la fisiología le encantaba. También cultivó la astronomía, favorecido por su dominio de las matemáticas. Solía decir: «La historia nos hace enanos, la fisiología nos pone en nuestro tamaño natural, y la astronomía nos engrandece».

Había en su alma cierta aridez, ocasionada por el escaso empleo de la imaginación en su niñez y en sus estudios. Se había criado en una trastienda y allí corrió desabridamente   —137→   su edad primera al lado de su madre, mujer tosca y sin delicadeza, que sentía poco y carecía de luces. Trabajaba mucho, pero no sabía leer; y tenía la vanidad de que su hijo era muy precoz, y la creencia de que llegaría a ser general, obispo o ministro. Después que murió su madre, pasó una temporada en Valencia, en la casa de un tío paterno, plebeyo enriquecido con la alfarería, y que decía: «Todo el saber es aire. Más útil es a la humanidad el hombre que hace un ladrillo que el que escribiera todos los libros que se conocen». Después vino para León una juventud sin calaveradas, sin aventuras, sin conatos de ser poeta dramático, sin proyectos de raptos y duelos, sin lágrimas, sin melancolías, sin vacilaciones en la elección de carrera, con pocos ensueños. Le metieron en un laberinto de matemáticas, diciéndole: «Sal, si puedes». Es verdad que salió; pero luego le arrojaron en un mar de guijarros, donde había que luchar con esos oleajes petrificados, testimonio palpable de las agitaciones plutónicas y neptunianas que han esculpido nuestro globo; le metieron de cabeza en las entrañas del planeta, abiertas por la inducción o representadas en los museos por las colecciones, y le dijeron: «Toda esta grava, que parece arrancada del arrecife de un camino, es un libro maravilloso: cada chinita   —138→   es una letra. Es preciso que lo leas todo». Vio las aguas haciendo ruido aun antes de que hubiera orejas, y arco-iris antes de que hubiera ojos; vio la heráldica del mundo expresada en las figuras de bivalvos, de crustáceos y de ofidios que dejaron su forma impresa como el sello auténtico de las dinastías que desean hacer constar su reinado; vio plantas nacidas antes de que hubiera dientes y muelas que mascaron antes de que hubiera hombres, y al hombre mismo, huésped tardío de la creación, llegando cuando los bosques se habían resignado a ser almacenes de carbón, y cuando no había mares definitivos, y los ríos estaban nivelando hermosas llanadas, y cuando aún bufaban mil ingentes volcanes, arquitectos infatigables que daban el último golpe de cincel a la crestería de nuestras bellas montañas. Vio esto y otras muchas cosas que vienen detrás.

Más tarde, cuando terminada su carrera se vio rico, es decir, cuando comprendió que no sería esclavo de la ciencia, sino por el contrario dueño de ella, cultivó un poco la imaginación. Bien conocía que jamás sería artista, pero tomó en sus manos el fino estilete con que representan a una de las musas cuando las pintan en los techos; pero sus manos, que tan bien sopesaban la palanca de Arquímedes, eran toscas para instrumento tan delicado.   —139→   «Está visto, decía, que siempre seré un bruto».

Había logrado escribir medianamente, con más claridad que elegancia; hablaba en público muy mal, atrozmente mal; pero en la conversación privada solía expresarse con elocuencia, siempre que el tema fuese alto. Había adquirido la costumbre de emplear mucho las figuras, por esa tendencia acertada que tiene hoy la ciencia a lisonjear en vez de espantar el sentido de la muchedumbre, y porque las formas parabólicas han sido siempre muy del gusto de los entendimientos superiores. Es el eterno homenaje tributado por la ciencia al arte, y al que este debe corresponder alumbrándose en su glorioso camino con la inextinguible luz de la verdad.

Aquel hombre tan preocupado de si esta piedra era más o menos siluriana que aquella, y de si otra cristalizaba en romboedros o en prismas, estaba desde su temprana juventud encariñado con un ideal para la vida, y era este una existencia sosegada, virtuosa, formada del amor y del estudio, las dos alas del espíritu, como en su jerga figurada decía. Desde que pasó la época de los afanes escolásticos, soñaba con buscar y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual nacería una familia. Esta familia soñada, la gran familia ideal, la suya, la placentera reunión de todos   —140→   los suyos, ocupaba su pensamiento. ¡Cosa extraordinariamente bella y consoladora! Unirse con una mujer adorada, amante y sumisa, de clara inteligencia y corazón donde nunca se agotaran las bondades; ver después unos seres pequeñitos que irían saliendo y empezarían a hacer gracias, pedirían y a piando el pan de la educación; desarrollar en ellos con derechura el ser moral y el físico; vivir por ellos y atender a las necesidades de aquel grupo encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen de la Providencia derramando sus dones, ora fecunda, ora maestra, ya cubriendo al desnudo, ya dando alimento al desfallecido, guiando el primer paso del vacilante, conteniendo el ardor del intrépido... ¡Oh!, para esto valía la pena de vivir; para lo que esto no fuera, no. Luego venían a su imaginación los encantos de la vida del rico ilustrado, que puede gustar los placeres del trabajo sin ser esclavo de él... una vida deliciosa, consagrada por mitad al estudio, por mitad a los cuidados de la familia, dividiéndola asimismo entre la ciudad y el campo, pues de este modo es más grata la Naturaleza y más grata la soledad; vida ni muy apartada ni muy pública, en un dulce retiro sin esquivez, lejos del bullicio, mas no inaccesible a los amigos discretos... Sí, era preciso realizar   —141→   esto, y realizarlo pronto, antes de que se pasase la vida en un rodar incesante y vertiginoso; era preciso hallar pronto la que había de ser base de aquella felicidad soñada, pero realizable. La elección no era fácil; debía ser prudente, seria, estudiada; pero ¿acaso no estaba él en las mejores condiciones para hacerla bien?... Sí, la haría bien, porque era un sabio, tenía mucho talento, mucha serenidad, espíritu de crítica, grandes hábitos de análisis... Y sin embargo...



  —142→  

ArribaAbajo- XIV -

Marido y mujer


-Y sin embargo... me equivoqué.

Esto decía para sí una noche en presencia de su mujer, solo con ella, en el silencio de la casa tranquila, abandonada ya por los tertulios, tibia aún por el calor de la reunión, en aquella hora en que el pensamiento cae en vagas meditaciones precursoras del sueño, después de representarse los hechos del día, que hace poco eran escenas y figuras reales y que pronto serían pesadillas.

Frente a él, dispuesta ya a acostarse, estaba la incomparable figura de la Minerva ateniense, cuyos ojos verdes, por aberración artística inconcebible, se fijaban en uno de esos vulgares libros de rezo, llenos de lugares comunes, oraciones enrevesadas y gongorinas, sutilezas hueras, páginas donde no hay piedad,   —143→   ni estilo, ni espiritualismo, ni sencillez evangélica, sino un repique general de palabras. ¿Pero qué importa? Dejando que su mente se perdiera con somnolencia en semejante fárrago, María estaba soberanamente hermosa.

León había dejado caer de sus manos el periódico de la noche, otro repique general de timbres rotos, de cascabeles chillones y de ásperos cencerros, y contemplaba a su mujer, cavilando sobre la espantosa burla que había hecho él de su destino. Él, que había pasado su juventud conteniendo la imaginación, le había soltado un día las riendas sin conocerlo, y engañado, seducido por ella, se había dejado arrastrar por una ilusión impropia de hombre tan serio. ¿Cómo pudo dejar de prever que entre su esposa y él no existiría jamás comunidad de ideas, ni ese dulce parentesco del espíritu que descubren hasta los tontos? ¿Cómo se dejó llevar de la fascinación ejercida por una hermosura sorprendente? ¿Cómo no vio la pared de hielo, enorme, dura, altísima, que se levantaría eternamente entre los dos? ¿Cómo no penetró aquel entendimiento rebelde, aquel criterio inflexible, aquella estrechez de juicio, aquella falta de sentimiento expansivo, generoso, mal compensada por una exaltación áspera o mimosa?   —144→   ¿Cómo no adivinó aquella sequedad y desabrimiento de su hogar, vacío de tantas cosas dulces y cariñosas, y en particular de la más cariñosa y dulce de todas, la confianza?

En un momento de profunda tristeza y desaliento, llevó su mano del corazón a la frente y asentó sobre esta la palma crispada, como echando una maldición a su sabiduría. María no advirtió aquel movimiento y siguió con los ojos fijos en el libro.

-Me enamoré como un estúpido -pensó él, volviendo a mirarla-. ¿Y cómo no si es tan hermosa...?

Después recordó sus infructuosas tentativas para formar el carácter de María. En la primera época del matrimonio, María amaba a su marido con más ardor que ternura. Bien pronto, sin dejar de amarle del mismo modo, empezó a ver en él un ser extraviado y vitando en el orden intelectual. León le había dado libertad para practicar el culto; y ella la usó con moderación al principio. Pero a medida que León trataba de influir en el carácter de ella, no para arrancarle su fe, como algunos mal intencionados dijeron entonces, sino por el deseo de establecer entre ambos la mayor armonía posible, abusaba ella de la libertad concedida a sus devociones, y estas llegaron a ser tantas que ocuparon pronto   —145→   la mitad de su tiempo y casi todo su espíritu. No se crea por esto que renunció a las vanidades del mundo, pues gozaba de ellas, aunque sobria y moderadamente. Iba al teatro, con excepción del tiempo de Cuaresma, vestía muy bien, frecuentaba los paseos de moda, y dedicaba parte del verano a los esparcimientos y expediciones propias de la estación. De su persona cuidaba muchísimo, porque gustaba de agradar a su marido; de su casa, poco; de su esposo, nada, y el resto del tiempo lo consagraba al trabajo intelectual y práctico que le exigían varias congregaciones piadosas y las juntas benéficas a cuyo seno había sido llevada por sus amigas o por su madre. Militaba en la encantadora cuadrilla de la devoción elegante.

-¿Pero no soy yo el rebelde? -decía León con desaliento-. ¿De qué la acuso? ¿De que tiene fe? Si yo la tuviera, seríamos felices. ¿Por qué no la tengo?».

Hubo un tercer período, durante el cual el amor de María permanecía inalterable, siempre más vehemente que tierno, y tan poco espiritual como al principio. En dicho período, María revolviéndose contra su esposo con arrebatos de querer humano y de piedad mística, sentimientos que, lejos de excluirse, parece que se complementaban en ella, quiso atraerle al camino de la devoción elegante,   —146→   perfumado con inciensos, alumbrado con cirios, embellecido con flores, amenizado con bonitos sermones y acompañado de damas hermosas. La aspiración de María era ser piadosa sin perder al hombre que tan vivamente había realizado la ilusión de su fantasía. Llevarle a la iglesia era su afanoso empeño.

-Déjame solo -le decía León inundado de pena-. Vete y ruega a Dios por mí.

-Sin ti me falta la mitad de mi vida, y parece que no soy toda buena, como deseo serlo.

Luego se abalanzaba hacia él, le estrechaba en sus brazos, y reclinando su frente sobre el pecho del hombre aburrido, decía con gemido perezoso:

-¡Te quiero tanto...!

La resistencia de León a tomar parte en las prácticas piadosas estableció al fin aquella desavenencia, o mejor dicho, completo divorcio moral en que les hallamos a los dos años de su matrimonio. Ni se comunicaban un pensamiento, ni se consultaban una idea o plan, ni partían entre los dos una alegría o un pesar, que es el comercio natural de las almas, ni se entristecían juntamente, ni mutuamente se alegraban, ni siquiera reñían. Eran como esas estrellas que a la vista están juntas y en realidad a muchos millones de leguas una de otra.

  —147→  

Fácil era a los amigos conocer que León sufría en silencio un gran dolor.

-Se empeña -decían- en que su mujer sea racionalista, y esto es tan ridículo como un hombre beato.

-Eso digo yo -añadía otro-. El creer o no es cuestión de sexo.

-Es que está enamorado de su mujer.

Esto último era exacto en el sentido de que León vivía aún fascinado aún por la hermosura cada día más sorprendente de María Egipcíaca, hermosura que ella, sin dar tregua a la devoción, sabía realzar con el lujo, con la elegancia del vestir y el delicadísimo cuidado de su persona.

De María podía decirse lo mismo que de León, en lo relativo al enamoramiento; ella también no cambiara por cosa alguna al hombre que le habían dado la sociedad y la Iglesia. En cuanto a él, llenaba el vacío de su corazón con aquel apasionamiento temporal producido por una pasmosa belleza. No le era indiferente, antes bien le enorgullecía, el beati possidentes con que la multitud obsequia al dueño de una mujer fiel y hermosa, y la idea de que María pudiese pertenecer a otro hombre, siquiera en intención o pensamiento, le enfurecía. En resumen: eran dos seres divorciados por la idea en la esfera de los sentimientos   —148→   puros y unidos por la hermosura en el campo turbulento de la fantasía.

Sobre esto reflexionaba León en aquella hora de la noche. Últimamente hizo esta observación amarguísima:

-El mundo está gobernado por palabras, no por ideas. Véase aquí cómo el matrimonio puede también llegar a ser un concubinato.

-¿Has concluido? -dijo a su esposa, viéndola que dejaba el libro para rezar un momento en silencio y con los ojos cerrados.

-¿Has acabado tú el periódico?... Déjamelo, quiero ver una cosa. La duquesa de Ojos del Guadiana no quiso costear sola la función de mañana... A ver si se anuncia en la sección de cultos.

León leyó en voz alta toda la sección de cultos.

-¿Sermón del padre Barrios?... -interrumpió María demostrando admiración-. Si le hemos mandado retirar porque está asmático y no se le puede oír... ¡Qué abuso! San Prudencio va tomando fama de ser el refugio de los malos predicadores, y allí van los descreídos a reírse de la tartamudez del capellán y del acento italiano del padre Paoletti. Todo consiste en que hay personas que parece que dirigen las funciones y no dirigen nada. Pero   —149→   no faltará quien ponga orden en aquella casa. No, no sueltes el periódico; lee los espectáculos. ¿Qué ópera nos dan mañana?

-La misma -dijo León arrojando de sí el papel, y deteniendo por el brazo a su mujer que se levantaba-. Aguarda, tengo que hablarte.

-Y de cosas serias, según parece -manifestó sonriéndose María-. ¿Estás enojado? ¡Ah!, ya sé... me vas a reñir. Sí, sí -añadió, arrojándose en un sofá próximo a la butaca en que estaba sentado él-. Me vas a reñir porque he gastado mucho dinero este mes.

-No.

-Reconozco que he sido algo pródiga; pero con la economía de otro mes te indemnizaré... Sí, queridito, he gastado más de la cuenta. ¿A ver?... Los tres vestidos, diez y siete mil, el triduo, cuatro mil; la novena que me correspondió, diez mil... La tapicería nueva de mi alcoba... de eso has tenido tú la culpa por burlarte de los angelitos blancos jugando con espigas azules... Además, tengo que poner los regalos hechos a los actores, por no haber querido cobrar nada en la función de Beneficencia... tres relojes, dos petacas, dos alfileres... Además... Mañana sacaré la cuenta.

-No es eso, te digo que no es eso. Puedes gastarme todo lo que quieras, puedes arruinarme,   —150→   instituyendo herederos de mi fortuna a las modistas, a los curas y a los cómicos. De otra cosa más grave que tus gastos quiero hablarte, María; quiero preguntarte si no es tiempo ya de que cese la aridez y la tristeza de este matrimonio nuestro; si no es tiempo ya de que reconozcas que tu atención excesiva a los asuntos de iglesia es como una especie de infidelidad, y que para dar tanto a las devociones, forzosamente has de quitar algo a nuestra casa y a mí.

-Ya te he dicho -repuso María seriamente- que de mis devociones, buenas o malas, daré cuenta a Dios, no a ti, que no las entiendes. Haz por entenderlas, ten fe y hablaremos.

-¡Ten fe!... De eso sí que no entiendes tú. Yo no la tengo, no puedo tenerla según tu idea, Además, tu conducta y tu modo especial de cumplir los deberes religiosos me la arrancarían, si la tuviese como tú deseas. Te lo diré de una vez. No veo en tus actos ni en tu febril afán por las cosas santas ninguno de los preciosos atributos de la esposa cristiana. Mi casa me parece una fonda, y mi mujer, un sueño hermoso, una imagen tan seductora como fría. Te juro que ni esto es matrimonio, ni eres tú mi mujer, ni yo soy tu marido.

-¿Y quién es aquí el culpable sino tú? -replicó la dama con brío-; ¿quién sino tú? Si   —151→   no hay armonía, si no hay confianza, ¿a qué se debe sino a tu descreimiento, a tu ateísmo, a tu separación de la Santa Iglesia? Yo estoy firme en el terreno del matrimonio; tú eres el que está fuera. Te llamo, te aguardo con los brazos abiertos y no quieres venir, menguado.

Y los abrió; pero León no tuvo ni siquiera la idea de arrojarse en ellos.

-Y yo iría, sí, iría con el corazón lleno de gozo, si encontrara en ti a la verdadera mujer creyente para quien la piedad es la forma más pura del amor; yo iría respetando y admirando tu fe, y aun deseando participar de ella; pero así tal cual eres, no quiero, no quiero ir.

-Pues entonces, loco, mil veces loco, ¿qué quieres? ¡Ah! ¿Quieres que yo reniegue de Dios y de la Iglesia, que me haga racionalista como tú; que lea en tus perversos libros llenos de mentiras; que crea en eso de los monos, en eso de la materia, en eso de la Naturaleza-Dios, en eso de la Nada-Dios, en esas tus herejías horribles? Felizmente he podido salvarme de caer en tales abismos. Soy piadosa, creo todo lo que debo creer y practico el culto con asiduidad, con prolijidad, porque es el medio mejor para sostener viva la fe y no dar entrada en el entendimiento a ninguna falsa doctrina. ¡Que frecuento demasiado la iglesia!...   —152→   ¡que cumplo muy a menudo los preceptos más santos!... ¡que celebro funciones espléndidas! ¡que oigo todos los días la palabra de Dios!... ¡que rezo de noche y de día!... Esta es la cantilena, ¿no es verdad? Ya sé que paso por beata. Pues bien: todo tiene su razón en el mundo. ¿Crees tú que yo me abrazaría tan fuertemente a la cruz si no estuviera casada contigo, es decir, con un ateo, si no estuviera como estoy en peligro de ser contaminada de tu doctrina por el trato diario contigo y por el mucho amor que te tengo? No; si tú no fueras tan poco, yo no sería tanto. Si tú fueras católico sincero, aunque descuidado en tus deberes, yo no sería beata, cumpliría los preceptos esenciales y nada más. Ten presente una cosa, León: imagínate dos navegantes que cruzan en una pequeña barca un mar tempestuoso. Si los dos remaran con igual fuerza, llegarían sin dificultad a la orilla; pero he aquí que el uno suelta el remo y se tiende. ¿No es indispensable que el otro redoble sus fuerzas hasta morir? Fíjate bien, querido mío: uno solo rema y han de salvarse los dos.

-Esa figura no es de tu invención -dijo el esposo, que sabía muy bien hasta dónde alcanzaba el ingenio retórico de su mujer-. ¿De quién es?

-Si es mía o no, no te importa -replicó   —153→   María con desabrimiento y menosprecio-. Lo principal es que contiene una verdad innegable. ¿Quieres que vaya a aprender la verdad en tus monísimos libros?

-No, no pretendo eso -dijo León, lleno de pesadumbre-. Pero por torpe que yo sea, por extraviado que me supongas, ¿lo seré tanto que no merezca de ti el favor de que aceptes una idea mía, una sola, siquiera una vez, sino que siempre has de ir a buscar tus ideas fuera y lejos de mí?

-De ti acepto tu afecto, que creo sincero; tu respeto a mis creencias siempre que sea verdad; tu apoyo material; pero tus ideas, tus consejos...

Dijo esto María, con tal vigor de expresión y tal brillo de desdén en sus deslumbradores ojos gatunos, que León sintió el frío de una espada en su corazón oprimido.

-¡Nada mío! -murmuró, dejando caer sus miradas al suelo como quien desea morir.

-Nada que venga de tu razón soberbia y extraviada; nada que pueda contaminarse de tu filosofía diabólica -añadió María, hundiendo su espada hasta la empuñadura.

Después de una pausa, León, exhalando un suspiro tan grande como su paciencia, la miró pálido y alterado.

-¿Quién te ha dicho eso? -le preguntó.

  —154→  

-Eso no te importa -replicó María, palideciendo también, mas sin perder su valor-. Ya te he dicho que como sincera católica no me creo obligada a dar cuenta a un ateo de los secretos de mi conciencia religiosa, en lo que se refiere a mis prácticas de piedad. Sabe que te soy fiel; que ni con hecho, ni con intención, ni con pensamiento he faltado al juramento que junto al altar te hice. Basta: con esto acaba mi sinceridad de esposa; es toda la confianza que puedes esperar de mí. Aquella parte de la conciencia que pertenece a Dios, no pretendas explorarla; es un reino sagrado en el que te está prohibido entrar... No me hagas la necia pregunta «¿quién te ha dicho eso?» porque no tienes derecho a recibir contestación.

-Ni la necesito -dijo él-. No tuve jamás la idea de alarmarme porque mi mujer se acercase al confesonario una o dos o tres veces al año para decir sus pecados y pedir perdón de ellos conforme a su creencia; pero esto tiene su corruptela, y la corruptela de esto consiste en llevar la dirección espiritual por tortuosos caminos, con cátedra diaria, consultas asiduas y constante secreteo sostenido de una parte por los escrúpulos de la candidez y de otra por la curiosidad imprudente de quien no tiene familia.

  —155→  

-No, tonto -dijo María irónicamente- mejor será que yo busque reglas y buenas ideas para mi conciencia en la dirección espiritual de tus tertulias ateas... Por cierto que ya causa enfado la ligereza con que algunos de tus amigos hablan aquí de asuntos religiosos. Te he dicho hace tiempo que nuestras reuniones me iban pareciendo una ostentación escandalosa de malos principios, y al fin llegará un día en que me resista resueltamente a concurrir a ellas. No niego que sean muy respetables algunos de los que vienen a casa; pero otros no lo son: conozco las ideas de algunos.

-¿Quién te las ha dicho? -preguntó León vivamente.

-No sé... Lo que digo es que me he cansado de ser complaciente, de disimular mi disgusto en presencia de hombres que han escrito ciertas cosas, de otros que las han dicho públicamente, de otros, en fin, que no las han dicho ni las han escrito... pero yo sé que las piensan, yo lo sé.

-Mucho sabes tú... Veo que ya se ha fulminado la sentencia contra nuestras tertulias. Detrás de esa sentencia vendrán otras.

Y por una aberración natural del dolor que suele quebrarse en su curso sombrío, estallando e iluminándose con el brillo engañoso de una alegría apócrifa, León rompió a reír.

  —156→  

-Pues sí; tus tertulias son muy cargantes -dijo María, algo turbada-. Son muy perjudiciales, porque entre una frase política, otra de música, otra sobre inventos y alguna sobre historia, ello es que nuestro salón es una cátedra de ateísmo.

-Sería una cátedra de buenas costumbres si se bailara y se murmurara. En mi salón no se ha hablado nunca de ateísmo ni cosa que lo valga. ¡Reposa en paz, oh conciencia pura, conciencia infantil! ¡Feliz criatura, que piensas cumplir tus deberes con la práctica externa llevada hasta el desenfreno y adorando con fervor supersticioso las palabras, la forma, el objeto, la rutina, mientras tu alma sola, fría, inactiva, sin dolores ni alegrías, sin lucha y sin victoria, se adormece en sí misma en medio de ese murmullo de sermones, de toques de órgano y del roce de vestidos de seda que entran y salen!... ¡Te crees perfecta y ni aun tienes el mérito de la vacilación contenida, de la duda sofocada, de la tentación vencida, del placer sacrificado! ¡Qué fácil y cómoda santidad la de estos tiempos!... Antes el lanzarse a la devoción significaba renuncia pronta y radical de todos los goces, abdicación completa de la personalidad, odio a las glorias vanas del mundo, desprecio de la riqueza, del lujo, de las comodidades, para quedarse en los   —157→   puros huesos y espiritualizarse y poder pensar mejor en las cosas del Cielo; significaba el vivir absolutamente la vida del espíritu hasta el delirio, hasta la embriaguez, y el rico envidiaba al pobre y el sano pedía a Dios que le enfermase y el limpio quería cubrirse de asquerosas llagas. Esto era una aberración si se quiere, pero esto era grande y sublime, porque la abnegación y la humildad son las virtudes que menos se desvirtúan por la exageración; esto era como un suicidio, pero el único suicidio disculpable porque no era más que el delirio del sacrificio; pero ahora...

León dirigió a su mujer una mirada abrumadora de elocuencia y desdén.

-Pero ahora... las reglas de la beatitud exigen óbolos abundantes, eso sí; exigen concurrencia metódica a los templos, ceremonias ostentosas; pero se trata a las personas según su rango: al pobre como pobre, al rico como rico, es decir, permitiéndole que lo sea, siempre que no niegue su ayuda a ciertos intereses. Sí, las devotas de hoy asisten al culto, se mortifican en cómodas sillas-reclinatorios, rezan sobre cojines y limpian con sus colas el polvo de las iglesias. No se les pide más que la mañana; y las noches son libres para bailar, ir al teatro, cubrirse de piedras y de raso, asistir a las tertulias y banquetes de los ricos,   —158→   aunque sean judíos o protestantes; ostentarse en los paseos, acicalar y perfeccionar con el arte su belleza para perder a los hombres... pero ¿qué importa? Satanás se ha vuelto tonto... ha transigido, está viejo ya, y no sabe lo que hace.

-¡Qué groseras burlas! -dijo María, algo confusa-. Según tú, yo estoy en pecado mortal porque visto bien, voy al teatro... Parece que hablas de lo que no entiendes. Estos ateos son la gente más tonta del mundo.

No estaba enojada; prueba de ello es que con un movimiento cariñoso pasó la mano por la barba de su marido.

-¿Creerás que me has confundido con tu charla, queridito?... Pues has de saber que si me visto bien y voy al teatro, y alguna vez al baile, es porque tengo permiso para ello, es porque puedo hacerlo sin desmentir mi piedad. Quien sabe más que tú de tales cosas me ha tranquilizado sobre este punto, haciéndome ver que como mujer casada no puedo romper los lazos que me unen a la sociedad...

-Sí, esa, esa es la consigna, ya lo sé... -dijo León riendo-. Divertíos todo lo que queráis, con tal que...

-Tus reticencias son blasfemias... Calla, idiota... ¡Si te convencerás al fin de que no sabes más que sandeces!

  —159→  

-¿Sandeces? -dijo León, sonriendo y tomando entre sus dedos la barbilla de su mujer, que era un prodigio de redondez de gracia, de delicadeza.

-¡Cómo me voy a reír de ti, cuando al fin, con la eficacia de mis oraciones, de mi fe, de mi piedad, consiga del Señor...! ¿Te ríes? Pues no te rías. Otros ejemplos más extraños se han visto. Sé algunos casos que si te los contara te pasmarían.

-Pues no me los cuentes -dijo León moviendo a un lado y otro la cara hechicera de su mujer, cogida siempre por la barbilla.

-Sí, hay casos que parecen increíbles, casos de hombres malvados que se han convertido... y tú no eres malvado...

-¿Todavía no he sido declarado malvado...? Descuide usted, señora, que todo se andará. Gracias por la buena opinión que allí se tiene de mí... todavía.

María se abalanzó a él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en la frente.

Tú vendrás al lado mío -le dijo-, y serás católico ferviente, como yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas...

-¿Yo?

-Sí, tú. Tú vendrás a mí. ¡Qué feliz seré entonces!... ¡Te quiero tanto!...

¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León   —160→   sentía sobre sí el efecto irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos ojos en que algo se veía semejante a la inmensidad turbada y resplandeciente del mar, cuando se mira al fondo para descubrir un objeto perdido. Separose de él María, y en pie delante de un espejo, alzó las manos para desarreglarse el cabello. Las guedejas negras cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al frío mármol, sino a la más hermosa carne humana, pues también hay carne de Paros, a eso que el misticismo llama barro y ha servido al divino artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no necesitan de un alma para tener vida y hermosura.

-¡Qué guapa! -exclamó Roch, hundido en un sillón como un estúpido-. ¡Cada vez más guapa!

Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo o contra alguien.

-¡Necio de mí! -exclamó con su voz más íntima-. Una esposa cristiana quería yo, no una odalisca mojigata.



  —161→  

ArribaAbajo- XV -

Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi»


Pasó algún tiempo. De pronto, María lanzó un grito agudo, desgarrador. León fue corriendo a la alcoba y vio a su mujer incorporada en el lecho, con los brazos tendidos, los ojos extraviados.

-León, León -dijo con espanto-. ¿Eres tú?, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo... Abrázame... ¡Qué horrible pesadilla!

León procuró tranquilizarla, y la verdad es que se tranquilizó pronto con la apreciación de la realidad, panacea de los desvaríos de la imaginación.

-¡Qué sueño!... ¡Figúrate... soñé que te habías muerto y que desde lo más hondo de un hoyo negro me estabas mirando, mirando, y tenías una cara...! Después aquello pasó... Estabas vivo; querías a otra... Yo no quiero que quieras a otra.

  —162→  

Encadenó con sus brazos el cuello de su marido.

-¿Qué hora es? -le preguntó.

-Tarde. Duerme otra vez, que ya no tendrás más pesadillas.

-Y tú, ¿no duermes?

-No tengo sueño.

-Entonces vas a velar toda la noche. ¿Qué haces? ¿Lees?

-Medito.

-¿Piensas en aquello que hablamos?

-En aquello y en ti.

-Eso, eso; piensa mucho en las verdades que te he dicho, y así te irás preparando sin saberlo... Me parece que oigo campanas. Tocan a fuego.

Los dos escuchaban. Oíanse ladridos de perros, que en aquella zona de Madrid, donde por cada casa hay diez solares vacíos y solitarios, suelen reunirse para buscar despojos de cocina en los vertederos. Oíase asimismo el lejano chirrido de las ruedas del último tranvía, y también el ritmo metálico, tenue, seguro, invariable del reloj que León tenía en el bolsillo de su chaleco. Todo se oía menos campanas.

-No es todavía hora de tocar a misa -dijo él-. Duérmete.

-No tengo sueño, no quiero dormir -replicó   —163→   María echando atrás su cabeza-. Me parece que he de volver a verte en el fondo del hoyo, mirándome. Tú te reirás de esto. ¡Qué sandez! ¡Mirar y ver después de la muerte quien cree y afirma que con la vida se acaba todo!

-¿Te he dicho yo eso alguna vez? -manifestó León con enfado.

-No me has dicho eso; pero yo sé que eso es lo que tú piensas; yo lo sé.

-¿Por qué? ¿Por dónde lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

-Yo lo sé; yo sé lo que tienen en el fondo de su cabeza ciertos filósofos; lo sé todo; y tú eres de esos. Yo no leo tus obras porque no las entiendo; pero quien las entiende las ha leído.

León se apartó de su mujer vivamente afectado. Dio algunos pasos para salir de la alcoba; pero retrocediendo bruscamente, volvió al lado de María, le tomó una mano, y con voz severa le dijo:

-María, voy a pronunciar la última palabra, la última... He tenido en este momento una idea que me parece salvadora; idea que si es aceptada y practicada por ambos, nos sacará de este infierno...

Sobrecogida de emoción y respeto al ver la gravedad con que su esposo hablaba, María no supo decir nada.

  —164→  

-En dos palabras te expondré mi idea... ¡Proyecto feliz!... No sé cómo no me había ocurrido antes... Es lo siguiente: yo me comprometo a sacrificarte mis estudios y mis tertulias, te sacrifico la doble amistad de los libros y de los amigos. Mi biblioteca se tapiará, como la de D. Quijote, y en nuestra casa no se volverá a oír ni siquiera un concepto sospechoso, ni una observación mundana y ligera sobre las cosas más graves del espíritu, ni se hablará de ciencias ni de historia; en una palabra, no se hablará de nada.

-¡Qué felicidad! -dijo María, incorporándose para besar las manos de su marido-. ¿Es cierto que me lo prometes y que cumplirás lo que me prometes?

-Te lo juro por lo más sagrado. Pero no cantes victoria antes de tiempo. Ya comprenderás que no se hacen concesiones de esta clase sino a cambio de otras. Ya te he dicho mi parte; ahora falta la tuya. Yo te sacrifico lo que llamas estúpidamente mi ateísmo, cuando es cosa muy distinta, sacrifícame tú ahora lo que llamas tu piedad, muy problemática por cierto. Para que nos entendamos, has de renunciar a las devociones diarias e interminables, a confesar todas las semanas con un mismo padre, a ocuparte de los accidentes teatrales del culto. Irás a misa los domingos y fiestas, y confesarás   —165→   una vez al año, sin previa elección de sacerdote.

-¡Oh!, es mucho, es mucho -dijo María, moviendo sobre la almohada su linda cabeza, cual si se compadeciera a sí misma por la deplorable mezquindad a que sus piedades quedaban reducidas.

-¡Mucho, te parece mucho, tonta! Bueno: aumentaré mi parte. Te concedo más; te concedo que si reduces tus visitas a la iglesia, iré a ella contigo.

-¡Irás conmigo! -exclamó María, saltando bruscamente en el lecho como un pez recién sacado del agua. ¿Es verdad lo que dices?... Tú me engañas.

-Iré, sí; iré... los domingos.

-¿Nada más que los domingos?

-Nada más.

-¿Y confesarás una vez siquiera cada año, como yo?

-Eso... -murmuró León.

-¿Vas a decir que no?

-Eso no... ¡Oh!, tú pides demasiado de una vez. Mi sacrificio es inmenso, mientras el tuyo es insignificante. Te desprendes de lo superfluo, quedándote con lo justo y razonable; te arrancas las feas tocas de mojigata para mostrarte con toda la belleza de mujer cristiana. Esto no es sacrificio: el mío sí que es grande,   —166→   doloroso, pues poniendo a tus pies mis estudios y mis amigos te pongo delante lo mejor de mi vida para que lo pisotees.

-Pero no es bastante, no -dijo María con abandono-. ¿Qué te importa dejar de leer, si piensas, piensas y pensarás siempre lo mismo? Me acompañarás a la iglesia por fórmula; entrará tu cuerpo, y tu alma se quedará en la puerta; y cuando veas alzada la Hostia sagrada en las manos del sacerdote, soltarás dentro de ti una carcajada diabólica, si no es que estás pensando en los insectillos que ves en el microscopio, y que son, según tú, la causa del sentir y el pensar en nuestra divina alma.

-No me hacen efecto tus burlas... Conozco el origen de esos juicios ridículos. Y te prometo una asistencia respetuosa y una atención sincera... ¡Ah!, me olvidaba de otra particularidad. También has de sacrificarme... bien lo merezco... la residencia en Madrid. Nos iremos a vivir a otra parte. Elige tú.

-Mucho pides... ¡qué abuso! -exclamó la dama con entonación de un niño mimoso-. ¿Y qué me das tú? Una farsa de catolicismo, una máscara de fe puesta sobre tu cara de incrédulo. No, León, no puedo aceptar.

-No hay salvación para mí -exclamó León golpeando su cabeza con ambas manos. Después de un instante de agitación muda, miró   —167→   fríamente a su mujer y con solemne acento le dijo:

-María, nuestra separación es inevitable. Yo no puedo vivir así. Dentro de unos días todo se arreglará definitivamente. Tú te quedarás en esta casa o irás a vivir con tus padres, según quieras; yo me marcharé al extranjero para no volver jamás, jamás.

Se levantó. La dama piadosa a la moda le tomó las manos, y estrechándolas contra su seno, rompió a llorar.

-¡Separarnos! -murmuró, sollozando-. Tú estás tonto... ¡Ingrato!

María Egipcíaca sentía por su marido un afecto semejante al que él sentía por ella. Podría existir un abismo, un divorcio absoluto entre sus almas; pero ¡separarse!... ¡dejar de ser marido y mujer!

-Mi resolución es irrevocable -dijo con entereza León.

-Acepto, acepto todo lo que quieras.

Y más tarde, después de algunas horas de sueño, volvió a oírse el grito de espanto y la explicación de la pesadilla.

-¡Qué horrible visión! Ahora me he visto a mí misma muerta, y mirándote desde el fondo del hoyo negro y profundo... Estabas abrazado a otra, besando a otra... ¿Pero es ya de día? Ahora sí que suenan campanas.

  —168→  

En efecto, oíanse chillonas y discordes las esquilas colgadas en las torres de esa multitud de barracas enyesadas que en Madrid llevan el nombre de iglesias, dando testimonio así de la religiosidad de este pueblo.

-Llaman a las primeras misas -pensó María-. Me muero de sueño... ¡a dormir!... Dan las ocho y siguen tocando, siguen llamándome... No, no puedo ir; he dado mi palabra... ¡Jesús, las nueve! Perdón, perdón, campanitas de mi alma; no puedo ir hasta el domingo.



  —169→  

ArribaAbajo- XVI -

De Crematística


Vinieron los días de la dispersión de las gentes. Hostigado por el calor, Madrid era un hormiguero de impaciencias buscando dinero. El oro subía como cuando hay guerra, y menudeaban en la Bolsa las pequeñas operaciones, lo mismo que si hubiera aumento de negocios. No pocas familias apretaban el dogal atado a su cuello por las dilapidaciones del pasado invierno; y otras, no teniendo ni siquiera dogal, se consolaban encareciendo las ventajas y encantos del verano de Madrid, que supera, con sus paseos y embelesadoras noches, al verano triste y eremítico de los pueblos circunvecinos. Veranear en Pinto o Getafe es como invernar en el Escudo o en Pajares.

Los Tellerías eran de esos que por nada se quedan. También ellos se iban, contra todo   —170→   fuero y razón de la aritmética, y dando al traste con toda ley económica. Pero obligada a estirar hasta lo imposible la primavera, la marquesa decía que el tiempo era aún tolerable, que en el Norte llovía mucho y hacía frío. No teniendo motivos para prorrogar su viaje, sino antes bien razones poderosas para acelerarlo, León fijó día en la primera semana de Julio. Pero la víspera del día marcado un suceso trastornó los planes de todos. Ya sabían los hijos del marqués que su hermano Luis Gonzaga estaba enfermo. Gustavo y León sabían algo más; sabían que estaba atacado de un mal muy terrible, perseguidor y verdugo de la juventud contemporánea; mal que se aviene con las naturalezas débiles y extenuadas por las pasiones y el estudio. Como, según los informes de los padres de Puyoo, la enfermedad de Luis hallábase en grado incipiente, no habían dicho nada a la marquesa, esperando que esta sabría la verdad por sí misma, al hacer la visita acostumbrada al establecimiento durante la temporada de verano. Pero inopinadamente cayó sobre la casa, como rayo de la ira celeste, un aviso del rector anunciando que Luis Gonzaga había entrado de súbito en un período alarmante, y que... «deseando el joven ver a su familia, saldría al siguiente día para Madrid en el tren expreso».

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Absortos y afligidos se quedaron todos, y más aún cuando al otro día vieron entrar al infeliz joven, que tan claro tenía en su persona el sello de la traidora dolencia y que semejaba un espectro en sotana. Su cara ofrecía, a pesar de estar ya como agostada por el frío beso de la muerte, gran semejanza con el rostro hermoso y vivífico de María. Ya se sabe que eran gemelos, y que se parecían todo lo que puede parecerse un hombre a una mujer, sólo que la joven, llena de aparente lozanía, aventajó siempre en vigor y representación física a su hermano, harto afeminado desde la infancia.

Barbilampiño y endeble, se creería nacido para el sacerdocio y para la contemplación de las cosas espirituales. Sus ojos, que por lo verdes y expresivos parecían espejos en que se reflejaba la propia mirada de María Egipcíaca, estaban rodeados ya de un cerco oscuro. Durante su niñez y juventud había vivido siempre abrasado por una fiebre constitucional con la cual iba tirando como si fuera un estado fisiológico. Ahora, cuando la solución se aproximaba, su fiebre era como un rescoldo interior que le consumía. La holgada sotana negra y floja marcaba, al sentarse y al andar, los duros ángulos del esqueleto; su voz parecía el eco de quien está hablando en algún rincón invisible   —172→   y profundo, donde las corrientes de aire suspenden, entrecortan y apagan el sonido, haciéndolo oscilar como el chorrillo de una gotera.

Sentado en un sillón, a las demostraciones cariñosas de la familia respondía con escasas frases en que la intensidad del afecto compensaba el laconismo, con apretones de manos, con miradas ardientes y amorosas.

Desolada y suspirante, la marquesa no sabía contener la expresión de su dolor, y sus quejas concluían siempre con proyectos de administrar a su hijo aires puros, aires campesinos, aires de establo, y de llevarle a beber aguas salutíferas. Lo primero que se decidió fue celebrar junta de médicos, convocando a lo más selecto. El enfermo sonreía con expresión de incredulidad, pero sin oponer resistencia a nada, porque el hábito de la obediencia, tan arraigado en él, dábale fuerzas para dejarse zarandear en su agonía.

León no le había visto nunca. Cuando entró a verle, la marquesa le dijo: -Aquí tienes a tu hermano que no conoces.

-Le conozco -contestó Luis Gonzaga, dejándose estrechar su mano flaca, ardiente y húmeda por la de León.

Y, diciéndolo, clavó en él la mirada atenta, penetrante, por tanto tiempo que la marquesa,   —173→   alarmada de aquel largo discurso de asombro mudo, dijo así:

-Ya sabes que es muy bueno.

-Ya, ya sé -repuso Luis, mirando a su hermana-. ¿Y os marcháis de Madrid?

-¿Cómo quieres que nos vayamos dejándote así? -replicó María, derramando abundantes lágrimas.

-Pero tu esposo no querrá detenerse.

-Nos quedaremos -afirmó León, sentándose en el grupo que rodeaba al joven-. Ni María quiere separarse de su hermano, a quien no ha visto en tanto tiempo, ni yo quiero que se separe.

-Ni tampoco quieres tú separarte de ella -añadió la marquesa-. Eres un modelo de maridos complacientes y bondadosos... Quizás nos vayamos todos juntos.

-Luis mejorará -dijo León-, y entonces emprenderemos nuestro viaje.

No sabemos si era aquel mismo día o el siguiente cuando León se hallaba a solas con su suegra, presenciando uno de los más fuertes accesos de tristeza que en ella había visto, y que se determinaban en suspiros, en lamentaciones de su desgraciada suerte y en protestas de poner las cosas en un pie conveniente de orden y economía. La excelente señora derramaba copiosas lágrimas, y estrechaba la mano de   —174→   su yerno, prodigándole los nombres más dulces de que se vale el cariño materno.

Hallábase, según ella, la familia uno de los más grandes conflictos que podrían ocurrir a familia alguna. La enfermedad de Luis Gonzaga exigía dispendios inmediatos. La ilustre dama no tenía carácter para tratar a la junta de médicos como trataba a sus acreedores de escalera abajo el marqués, cuyos despilfarros habían llegado a un extremo escandaloso. Ella estaba fatigada, consumida de aquel género de vida aparatosa y de relumbrón en que la sostenía, mal de su grado, el orgullo de su marido y de sus hijos. Ella se consumía en el tedio de los saraos, y devoraba en silencio las ansias de aquella hambre disimulada y de aquel malestar continuo que hacía de su casa un infierno. ¡Oh!, su educación, su clase, sus principios, sus nobles sentimientos pugnaban con la farsa; mas era débil, amaba entrañablemente, aunque sin premio, a los mismos autores de aquel malestar, y no podía desprenderse de los hábitos que se le habían impuesto. Pero estaba decidida a ser enérgica, implacable; a cortar para siempre las malas costumbres introducidas en su casa; a enfrenar al marqués; a hablar claro, muy claro, a sus hijos; a establecer un orden riguroso, excesivamente, ferozmente riguroso; a vivir de sus recursos propios   —175→   y naturales, renunciando al brillo engañoso y a la competencia ridícula con fortunas saneadas y enteras. Ella lloraba en silencio y pedía a Dios que apartase de la casa de su hija las calamidades que pesaban sobre el hogar paterno, favor que Dios parecía resuelto a conceder desde que adjudicó a aquella bienaventurada joven un marido ejemplar, un marido juicioso, un marido modelo, un marido de elección, un marido canonizable, dicho sea con perdón de la Iglesia.

Y no sabemos tampoco si fue aquel día o el siguiente cuando el marqués se encerró con León en su despacho, y con acento patético y desembarazado, desarrolló ante los ojos de este el panorama desconsolador de su propia situación, dando en él toques de grandísimo efecto, agrupando sabiamente las sombras y dibujando con energía la figura más convincente, que era la enfermedad del mejor, del más querido de sus hijos. Esta desgracia venía a acercar la mecha a la casa de Tellería, toda desvencijada y llena de puntales, atestada de oropeles, de guiñapos dorados, de bambolla inútil... Veíase el insigne cuanto desventurado señor enfrente de un problema terrible, y su decoro de hombre público y su dignidad de padre de familia estaban como reos de muerte a quienes ya se ha subido en el fatal   —176→   tablado. Lo peor es que no tenía él la culpa, sino la marquesa, autora indirecta de las filtraciones (gustaba mucho de emplear este término, tomado por la Hacienda al arte de la fontanería) que disminuían el caudal de su casa, mostrando el horrible cauce vacío... Él, por su parte, se reconocía también algo culpable, porque había querido sostener una posición exageradamente decorosa como hombre que se debe a su nombre, a su partido, a su patria; había contado con el éxito de operaciones bien preparadas, y con las posiciones que adquirieran sus hijos. ¡Desengaño, ilusión!... Él, verdaderamente, no se reconocía impecable; él no dejaba de comprender que había sido débil, excesivamente débil, ante el desenfrenado lujo implantado en su casa por la marquesa; él no debía haber autorizado con su presencia las comilonas, los tes, los raouts, los saraos que llenaban de ruido, de murmuración, de equívocos y de humo su casa en determinados días de la semana; él debió resistirse, debió protestar, ¿quién lo duda?, pero no protestó; fue cómplice, faltó a los sanos principios conservadores y preventivos que eran norte y fanal de su conducta. Pero estaba decidido a cortar abusos, a reformar radicalmente la administración, a hacer economías, a sostener el orden doméstico, base de las virtudes privadas   —177→   y públicas. Y no hablaba, ciertamente, a su yerno de este desagradable asunto con objeto de pedir su amparo para salir de los compromisos del día, no; esto no era compatible con el decoro del suegro, ni con sus ideas extremadas en materia de dignidad; hablábale sin otra mira ulterior que darle a conocer la abrumadora realidad, para que usando de su prestigio cerca de la familia, tratase de señalar a Milagros el abismo que a sus pies se abría. El pobre marqués se sacrificaba por todos, no quería nada para sí. La enfermedad de su hijo más querido le afectaba en extremo; no tenía gusto para nada, y se sentía víctima de la fatalidad, de las pésimas condiciones de este país ingobernable, pobre, a pesar de la fertilidad del suelo. ¿Cómo hacer frente a las inmensas dificultades de tal situación? ¡Ay!, el mismo marqués necesitaba urgentísimamente tomar baños alcalinos para su reuma, y no podía, no quería emprender el viaje. Su deber le retenía en Madrid al lado de su hijo enfermo; su deber le prohibía gastar en su persona lo que reclamaba la vida amenazada de Luis Gonzaga, un joven sin igual, casi un sacerdote, un santo bajado del Cielo... El marqués conocía los deberes que le imponía su situación, y estaba decidido a cumplirlos. Sí, su hidalguía, genuinamente española, se lo ordenaba así; pero   —178→   necesitaba los consejos de un amigo cariñoso y desinteresado; necesitaba que alguien le animase con palabras varoniles y le alentase con ejemplos eficaces; necesitaba de un hombre recto, juicioso, franco, enemigo de farsas; necesitaba, en fin, un apoyo moral, puramente moral...

-Repito que un apoyo moral nada más -dijo terminando la frase con un suspiro y estrujando entre sus manos la de León.

Si este fuera capaz de envanecerse con las alabanzas, aun siendo merecidas, se habría hinchado de satisfacción cuando Milagros, dos o tres días después, le dijo con tono de verdad sincera:

-¡Cuán cierto es, querido hijo, que un buen corazón puede existir debajo de una cabeza vacía de ideas religiosas!

Y cuando el marqués le dijo:

-Ya te tenía por el hombre mejor del mundo. Es tan grande tu bondad, que me hará creer en una utopía; ya sabes que yo no creo en utopías; pero ahora... En fin, no puedo expresarte lo que siento al ver el interés que tomas por el decoro de tu familia. Bien conoces tú que en el Diluvio de las pasiones es necesario que la familia se salve. ¡Sí, la sociedad se hunde; pero sobrenadará la familia, el arca...!

Dicho sea en honor de la verdad, León, más   —179→   que la salvación de su familia política, comparada, no sin gracejo, por el marqués con el arca de Noé, había tenido presente la enfermedad del gemelo de su esposa y la pena que esta sentía al ver la mala disposición de sus padres para las horas aflictivas y los dispendios que tan cerca andaban.



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ArribaAbajo- XVII -

La desbandada


El pronóstico de los médicos fue muy triste. Sin embargo, indicaron que el desenlace funesto estaba aún lejano, con lo cual hubo esperanzas y algún sosiego en la casa. Tan consolador es el tiempo que está por venir como el que ha pasado, y las desgracias aplazadas, así como las trascurridas, se pierden en ese indeterminado horizonte detrás del cual está el ancho hemisferio del olvido. En la familia de Tellería empezó a renacer la calma, y cada individuo de ella fue recobrando poco a poco su habitual fisonomía. Gustavo, era diputado y pasaba todo el día en el Congreso. La marquesa, sin dar completamente tregua a la pena real que la dominaba, había recobrado aquella dulce expresión de conformidad con el mundo terrestre, mezclada siempre de cierto   —181→   pietismo quejumbroso, de lo cual resultaba una especie de resignación a gozar. Las cosas fútiles la ocupaban largas horas. Una mañana encontrola León muy indecisa enfrente de una elección de sombreros de verano, traídos de la tienda. Había allí todas las variedades creadas cada mes por la inventiva francesa. Veíanse nidos de pájaros adornados de espigas y escarabajos, esportillas hendidas con golpes de musgo, platos de paja con florecillas silvestres, casquetes abollados, pleitas informes con picos de candil, cubiletes con alas de chambergo y pechugas de colibrí, solideos rodeados de gasas, en fin, todas las formas extravagantes, atrevidas o ridículas con que la fantasía delirante de los artistas de modas emboba a las mujeres y arruina a los hombres. La marquesa los miró todos, agraciando a cada cual con una observación picante y discreta, como mujer de refinadísimo gusto. Se puso algunos, los probó ante el espejo, moviendo su cabeza para buscar mejor los efectos de línea y de color, y, al fin, los devolvió todos a la caja, diciendo:

-No compro nada... Todavía es posible que vayamos a Francia... Allí compraré, como otros años, todo lo que necesite, y lo introduciré... lo introduciré... Yo me sé entender con   —182→   la Aduana. Sí, es posible que vayamos... ¿Pero no sabes, León...?

Este había presenciado con su mujer y con Luis Gonzaga la inspección de sombreros, dando su parecer cuando se le pedía. La conversación pasó de la moda al contrabando. Los dos gemelos estaban mudos y tristes, mayormente Luis, que fijaba sus ojos con insistencia en la jardinería inmediata al balcón, llena de gomeros, algún rododendron10 y hermosas azaleas cubiertas de flores rosadas.

-¿No sabes, León? -prosiguió Milagros-. Esa mala cabeza de Leopoldo se nos marcha esta tarde. Va a Biarritz con esos chicos, con sus amigotes. No le he podido contener... le he demostrado que, quedándonos aquí todos por acompañar a Luis, él también debe quedarse. Dice que necesita los baños de mar, y no le falta razón... Aprovecha la marcha del duque de Cerinola y del conde de Garellano, que tienen coche-salón.

Un criado a quien se preguntó por Polito, dijo que el señorito Leopoldo había dicho que almorzaba fuera; que del palacio de sus amigos partiría para la estación, sin volver a la casa de sus padres. Su equipaje estaba ya hecho y las maletas cerradas.

Tan extraordinaria manera de despedirse, demostrando a las claras el cariño filial y fraternal   —183→   de aquel benemérito mancebo, afligió un tanto a la marquesa, que en medio de sus desvaríos, no carecía de afectos ni de conciencia. Leopoldo era, según ella, un chico detestablemente educado, aunque no por culpa de su madre; un calaverilla empedernido, insensible a todo dulce afecto, y que, por montar un caballo prestado, o guiar un coche ajeno, o viajar en el wagón11 del amigo, o estrechar la mano de Higadillos, o poner a una carta unos cuantos duros, era capaz de volver la espalda a su familia en los momentos de mayor conflicto.

El marqués, que se acababa de presentar, vistiendo elegantísimo traje claro de verano, recibió la noticia con escepticismo mundanal, que parece en ciertas bocas la fórmula más pura del buen gusto.

-Es natural -dijo- que los muchachos se diviertan... Después viene la edad madura, los achaques, las graves preocupaciones de una posición social consagrada a la vida pública, el reuma... por ejemplo; aquí estoy yo, que a todo trance necesito un poco de carena... y no puedo menos de tomarla. El médico se ha puesto furioso cuando le dije que no podía salir este verano... «¿Cómo se entiende, señor marqués?... Un jefe de familia no debe descuidar su salud. Le condeno a usted a baños. ¡Sentencia inapelable!». En resumen,   —184→   queridos, he resuelto marcharme mañana.

La estupefacción de la marquesa parecía despecho y enojo. ¡Todos libres y ella esclava, amarrada al nefando potro del veraneo en Madrid, a ese potro no tan ignominioso por lo molesto como por lo cursi!

-Nuestro querido Luis -añadió D. Agustín acariciando la barba de su hijo- mejora de día en día. No hay cuidado por él. Le conviene el reposo. Un verano en Madrid, al lado de su madre... Con cuánto gusto os acompañaría; pero estoy fatal. Varios amigos me han comprometido a tomar con ellos el tren de mañana.

Al decir esto se había quedado solo con León, porque Milagros con sus dos hijos gemelos pasó al comedor.

-Yo no hago aquí falta -prosiguió el marqués, paseando en compañía de su hijo por la hermosa sala adornada de los mil preciosos cachivaches de exportación francesa en tapicería, cerámica y mueblaje que han venido a llenar en las casas aristocráticas el vacío de las verdaderas obras de arte, arrancadas de su esfera natural por las quiebras y llevadas a los museos por el dilettantismo del Estado- yo no hago falta aquí. Ya debes suponer que no me voy tranquilo. Por cierto que me enfada la ligereza de mis hijos, huyendo a la desbandada de la casa paterna, cuando la pobre   —185→   Milagros necesita de su compañía para sobrellevar la enfermedad de Luis... porque Luis está grave, no nos hagamos ilusiones. Yo creo que tirará; puede ser que rebase este otoño; pero el invierno... de todos modos, los chicos han hecho mal, muy mal. Leopoldo se va esta tarde, y Gustavo, mañana. No lo hubiera creído en Gustavo; pero ya se ve... está enamorado, perdidamente enamorado. La marquesa de San Salomó parte mañana para Arcachón, París y El Havre. Gustavo sale también para el extranjero, y ya sabemos que las cartas se le han de dirigir sucesivamente a Arcachón, París y El Havre. Bonito viaje, ¿no es verdad? La marquesa de San Salomó es linda y elegante; mi hijo tiene grandes atractivos...; pero ¡quién sabe si será verdad lo que dicen! Yo no lo creo. No hay duda de que la oratoria ardiente de Gustavo, sus defensas briosas del catolicismo, hicieron estragos en las tertulias elegantes. Desde muy temprano era de ver la tribuna llena de preciosas cabezas, adornadas de los más lindos sombreros, y allí se oía un murmullo delicioso de disputas y alabanzas. Porque eso sí: tenéis que confesar que la mujer es entre nosotros salvaguardia de las venerandas creencias de nuestros padres. ¿Queréis hacer la transformación de las conciencias, señores ateos?, pues   —186→   empezad por suprimir esa encantadora mitad del linaje humano... La verdad es que Gustavo habla maravillosamente: sus palabras de fuego conmueven la Cámara y alborotan las tribunas. Luego ha escogido un tema tan simpático, tan elocuente de por sí, un tema que habla al sentimiento, al alma, a la fe, a lo que hay más sagrado, de más divino en nuestra alma, y que se conforma admirablemente con la hidalguía castellana. El marqués de Fúcar me dijo ayer guiñando el ojo: «Tellería, este chico sabe el camino...». Yo también lo digo: Gustavo sabe a dónde va... y por dónde se va. Reúne tantas buenas cualidades, que es, como me decía en la tribuna del Senado D. Cayetano Polentinos, «un verdadero archivo de esperanzas». Talento, buena figura, ese ardor parlamentario... No obstante, me hubiera gustado ver en él un poco más de apego a la familia... Que emigre yo, tan necesitado de reposo y salud; pero Gustavo... Comprendo la atracción invencible de una mujer como la San Salomó... Ya, ya vamos. (Se había presentado un lacayo, diciendo que el almuerzo se enfriaba). ¿Tienes ganas de almorzar, León? A ti también te sentaría levantar el vuelo.

Al día siguiente, León despedía en el embarcadero del Norte al marqués y a Gustavo que iban en el mismo tren, pero en coche distinto,   —187→   en compañía distinta, aunque ambos con billetes de favor, debido a la amistad con los consejeros de Administración.

-No he podido prescindir de este viaje -le dijo Gustavo, tomándole del brazo y llevándole a dar un paseo por la parte del andén donde había menos gente-. Si algo ocurriese en casa, me pones inmediatamente un parte telegráfico... ¿Ves?, ahí está ya esa mujer: me lo figuré desde que vi a papá preparando su viaje: ¿la ves?

-¿A quién?

-La Paca... a la Paquira... esa.

Entre la compacta muchedumbre, sobre la cual parecían sobrenadar cantidad de sombrerillos empenachados de rústicas flores contrahechas, de plumajes sutiles y de velos verdosos y azules como jirones de nubes que empañaban las caras, León vio una muchacha de gracioso rostro y elegante figura, que disputaba con el vigilante por dos asientos de berlina.

-Allá está papá con dos de sus amigos que salen también... Y yo pregunto: «¿a dónde conduce esta absurda ligereza de un hombre que debía considerar su edad, sus deberes, el estado de nuestra casa, su posición social...?». El afán de ser siempre joven mata a la sociedad presente... Si tú no sales, acompaña a mamá   —188→   y a Luis todo lo que puedas. Mamá está muy afectada: esta desgracia ha sido para ella como un aviso del Cielo, como una advertencia para que deje de ver en la vida una sucesión perpetua de goces. ¿Será aprovechada la lección? Me temo que no. Su corazón es bueno; pero su carácter está lleno de debilidad. Me indigna el ver cómo la enternece el pillete de Leopoldo para sacarle dinero. Mamá es así: todo el que pide para divertirse la encuentra propicia... Pero el tren se va... Papá no ha entrado en el departamento donde va la Paca; pero está en el inmediato con sus amigos. Al menos, que evite el escándalo... Yo me entro en este salón. Nos hemos reunido varios amigos del marqués de San Salomó, que ha tenido la bondad de invitarme. Adiós. Que me escribas, que me pongas un parte si ocurre algo. Arcachón, Hotel Brisset... Más tarde, en París, poste restante.



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ArribaAbajo- XVIII -

El asceta


León observó que Luis Gonzaga estaba en la casa paterna fuera de su centro. Aquella figura rígida y macilenta, enfundada en negro sayal con faja del mismo color que amenguaba su mezquina cintura, con la cabeza descubierta, el semblante inclinado, la vista en el suelo clavada, la tez glutinosa, el cuello flaco y vacilante, cual si no pudiera resistir el peso de la cabeza; las manos largas, amarillas, trasparentes, como haces filamentosos y sin más fuerza que la necesaria para cruzarse orando, discurría como una sombra maldecida por las salas revestidas del abigarrado papel o de las chillonas tapicerías. Era una mancha oscura y triste caída sobre el mueblaje de colorines y oro, sobre los exóticos objetos de estilo japonés, cuyas aisladas figuras   —190→   de pesadilla parecían armonizar con la personal del escuálido colegial.

Se le veía errante, agitado como un pájaro prisionero, que busca salida, y cuando sus ojos recorrían la varia colección de muebles y objetos bonitos, era para escoger la silla más incómoda y sentarse en ella. Buscaba los rincones oscuros para nido de sus meditaciones. A veces, los criados, al arreglar una pieza, encontraban aquel negro cuerpo fajado, y ante él detenían el plumero, pronunciando glacial fórmula de respeto. Entonces Luis huía de allí para buscar otra choza en aquella Tebaida de papel pintado y estampas profanas, de seda y cretona, de damasco y palo-santo. El pobre anacoreta moribundo, al correr de un rincón a otro, espoleado por su febril misticismo, tropezaba con un piano, con un biombo chinesco, con un velador que sostenía redoma de peces, con un blando sofá vestido de hilo gris, o con una desnuda Venus de bronce. Él no comprendía que se vistiese a los muebles y se desnudase a las estatuas.

Los criados le miraban con indiferencia, quizás porque él no les dirigía nunca la palabra ni les pedía nada; tanta era su humildad. Era hombre que resistía el hambre y la sed hasta un extremo incalculable, y no conocía las molestias, porque las trocaba en placeres   —191→   su alma codiciosa de mortificación. Un lacayín con pechera estrecha de botones, la carilla alegre y vivaracha, la cabeza trasquilada, los pies ágiles y las manos rojas llenas de verrugas, era el único que le prestaba algunos servicios, aun a despecho del mismo joven. Este solía hacerle preguntas:

-¿Cómo te llamas?

-Felipe Centeno.

-¿De dónde eres?

-De Socartes.

Pero no hablaban largo. El anacoreta bajaba los ojos y el lacayito se alejaba. Los demás servidores de aquella casa tenían todos una expresión displicente y avinagrada, como hombres que, contra su voluntad, hacen penitencia, viéndose condenados a pobreza absoluta en medio del lujo y de la pompa.

La marquesa y María acompañaban largas horas a Luis, procurando reanimarle con triviales palabras.

-Yo no temo la muerte -les decía él sinceramente-. Por el contrario, la deseo con todo el ardor de mi alma, como un cautivo sano desea la libertad. Vosotros no me comprendéis porque estáis apegados al mundo, porque no vivís la vida interior, porque no habéis roto, como yo, todos los lazos de la tierra.

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La marquesa acogía con suspiros estas seráficas declaraciones, que producían tristeza y admiración, por considerar cuán lejos se hallaba ella de tales alturas. Su reclusión y el calor daban a la señora melancolía y aburrimiento.

Una noche, cuando León se retiraba a su casa, dijo a su mujer:

-Sólo por dignidad, o, mejor dicho, por miedo al qué dirán, no ha seguido tu mamá a los demás en esta deserción infame. ¡En qué horrible mundo vivimos! Pues que todos se van o se quieren ir, nosotros nos quedaremos. Tu hermano está muy grave; puede resistir todo el verano, y puede acabarse cuando menos se piense.

Al día siguiente, el médico dijo que la casa de Tellería, situada en un barrio populoso, sombrío y mal ventilado, era lugar muy impropio para el enfermo. Se acordó trasladarle al hotel de León, situado en los bordes de la villa, bañado de aires saludables y protegido por un plácido silencio que lo hacía muy agradable. El enfermo no opuso resistencia a esto, como no la ponía a cosa alguna, y fue trasladado a la morada de su hermana.

Le instalaron en el piso bajo para evitarle subir escaleras, dándole por alcoba una pieza inmediata al despacho de León, y por sala para residir constantemente, el despacho mismo,   —193→   vasto, claro, alegre. Ninguna de estas ventajas llamó su atención, porque lo mismo era para él un real palacio que la mazmorra más oscura. El primer día diéronle fuertísimas congojas, y tan continuadas que madre e hija se alarmaron mucho; mas él, luego que fue serenándose, sonreía con afabilidad y dulzura, diciéndoles:

-¿Por qué os asustáis? ¿Por qué lloráis? Yo no me asusto, ni lloro, sino que estoy alegre, más alegre cuanto más acerbo es mi padecer. De veras os digo que, al considerarme tan cerca de la muerte, contengo mi alegría, no sea que el gozo de verme libre de esta hedionda vestidura carnal despierte alguna vanidad en mi alma, u otro sentimiento desagradable a los ojos del Señor. Si me envanezco demasiado de morir, queridas de mi alma, puede que Dios me castigue, condenándome a vivir algún tiempo más.

Con León hablaba poco, casi nada, pues siempre que este iba a preguntarle por su salud o a acompañarle, hallábale entregado a sus prolijas devociones, cuyo plan no alteró jamás, ni aun en los días de mayor gravedad. Le llevaban de comer lo más escogido y lo más propio para su estómago; pero él tomaba siempre lo peor.

-No como esto -decía- porque me gusta.

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Rogábanle que tomase tal o cual cosa de gran provecho para su salud; pero siempre a ello se negaba.

-Puesto que tu gusto es no tomarlo -le decía su hermana con admirable lógica-, mortifícate tomándolo.

Entonces sonreía y lo tomaba.

Iban a visitarle algunos sacerdotes, principalmente franceses, de esos de melena ahuecada y gracioso sombrero de tres candiles, corteses, finos, mundanos, limpios, y platicaban acerca de la casa de Puyoo. Había en tal tertulia un barniz elegante y ese tonillo relamido de ciertas sociedades. Rara vez se veía allí a los graves curas españoles, que, cuando son buenos, son los clérigos más clérigos, digámoslo así, de la cristiandad, verdaderos ministros de Dios por la seriedad real, la mansedumbre sin afectación y la sana sabiduría. Luis Gonzaga gustaba de la tertulia, pero más de la soledad; en aquella mostraba su agudo juicio, no exento de sal y gracejo; su piedad profunda, que era la admiración de todos, y su dicción grave, tiernamente apasionada. Todas las mañanas le llevaban en coche y con grandes precauciones a la iglesia, de donde venía tarde. Al regresar, meditaba a solas y de rodillas; no tomaba alimento sino cuando ya no podía sostener su cuerpo extenuado, y en mitad de   —195→   la sobria comida solían sobrevenirle las congojas, que parecían rematar su trabajada vida en un suspiro.

No permitía que nadie le ayudase a vestirse y desnudarse, ni que le acompañaran de noche. María hizo notar a su esposo que algunas mañanas estaba el lecho intacto, señal de que había dormido en el suelo. Los blandos sillones y sofás que las industrias suntuarias han puesto hoy al alcance de todas las fortunas no conocían el contacto de sus huesos. Sentábase ordinariamente en una banqueta de rejilla sin respaldo, y allí estaba horas y horas rígido, sudoroso, fatigado. Cuando su cuerpo no podía tenerse derecho, arrimaba la banqueta a la pared y apoyaba la fatigada espalda, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y cruzando las manos. Parecía un reo a quien acababan de dar garrote.

No hablaba nunca de sus hermanos, ni de su padre ausente. La persona a quien mostraba más apego y algo de confianza era María. A León ni siquiera le miraba.

Frecuentemente era mortificado por escrúpulos, algunos de los cuales solía manifestar. Si por espacio de un cuarto de hora estaba su pensamiento ausente de las meditaciones sobre la muerte, al caer en la cuenta de su distracción sentía inquietudes y un vivo enojo contra   —196→   sí mismo. Quería imitar en todo o al menos en lo posible al glorioso niño de quien tomó el nombre, aquella alma angelical y purísima que voló del mundo a los veintitrés años, abrasada por el fuego de la pasión mística, y que en su breve existencia fue mártir voluntario de la mortificación, un verdugo implacable de los propios sentidos, cultivador inmenso de la vida interna y que mutiló en su pensamiento y en su sentir todo lo que no fuera el ardiente prurito de salvarse.

Como el santo niño jesuita, Luis Tellería padecía horriblemente de la cabeza; repetíanle en la casa de Madrid las tremendas jaquecas que en Puyoo le daban con frecuencia, abrasándole el cerebro y conmoviendo su máquina toda, cual si, convertidos en molde sus sesos, cayese en ellos un metal derretido. Durante estos ratos de espantosa mortificación, su alma, replegada en sí misma, gozaba con el martirio; los dolores físicos eran recibidos allá dentro con un júbilo delirante que tenía su vanidad y su sibaritismo. No exhalaba una queja, y cuando sentía revolverse dentro de su cráneo las serpientes de fuego, su boca se le12 contraía para sonreír. A aquel San Luis mandole el prelado que no pensase tanto, para evitar un mal tan penoso. A este le decían lo   —197→   mismo, y, gozoso de parecerse al santo, contestaba: «Mándanme que no piense tanto para que no me duela la cabeza, y más me duele de hacer esfuerzos para no pensar nada».

El médico le ordenaba diariamente calmantes y otras medicinas. Las tomaba por fórmula, cuando a ello le apremiaba su madre con ruegos y sollozos. La medicina que a él le gustaba era una correa erizada de picos de hierro que constantemente llevaba enroscada en su cintura, no más ancha que la de una niña de doce años. Su hermana se acercaba de noche a su cuarto, andando de puntillas para no ser observada, y en vez de hallarle descansando, le veía de hinojos ante el crucifijo que le habían puesto junto a la cama.

En la casa de Puyoo había hombres muy buenos, otros muy sabios, algunos listos y traviesos, y todos se hacían lenguas de la virtud de Luis y de aquel santo odio de sí mismo, que parece, a pesar de todas las declamaciones, forma algo anticuada de la religiosidad. Sin embargo, la misma tendencia de la devoción moderna a reconciliarse con el buen comer y el mejor dormir hacía más admirables las abstinencias y el voluntario martirio del hijo del marqués. Su fama era grande en toda la Congregación: se hablaba de él en Roma.

Vivía en estado de taciturna tranquilidad,   —198→   y a pesar del gran cariño que tenía a sus padres, había logrado a fuerza de horribles luchas con su memoria, no pensar en ellos, para que cosa ninguna le pudiera apartar de la presencia continua de Dios, fin perpetuo de sus ansias y martirios. Al par que su santidad, descollaba su ingenio en el estudio, siendo tan peregrino y agudo, que en poco tiempo dominó la filosofía y teología, y supo defender conclusiones con tanto despejo, que los ergotistas más hábiles se quedaron pasmados. Pero esto mismo fue ocasión de gran desasosiego para su alma, porque el verse elogiado mortificaba su humildad, hasta que, temeroso de que su amor propio se despertara con las alabanzas, se fingió torpe. Su anhelo era que en la cátedra se le considerase como el último de los escolares. Sólo ante el riguroso mandato del superior renunció a hacer escrúpulos de sus talentos. Entre estos decollaba su razonar persuasivo y su elocuencia arrebatora, que arrastraba a la multitud y hacía llorar a los más empedernidos.

Obedecía a los superiores y observaba las reglas con prolijidad extremada: llegó a dominar de tal modo sus sentidos que al fin parecía no poseerlos, y su oído torpe y sus ojos, siempre fijos en el suelo, no se enteraban de nada. Pasaban las personas a su lado sin que   —199→   las viera. Recorría a veces con sus compañeros un paseo, un camino cualquiera, sin darse cuenta de nada. Había hecho voto de no mirar jamás a la cara a ninguna mujer, como no fueran su madre y su hermana, y lo cumplía con todo rigor. Con tal sistema su alma debía ser de una pureza ejemplar, casi, casi, como la pureza del ser que no ha nacido.

Cuando los médicos anunciaron la terrible enfermedad, aseguró sentir una alegría inmensa, y se alegró tanto con la idea de padecer mucho y morir padeciendo, que hizo escrúpulo de aquella alegría, y preguntó al padre director si habría pecado en regocijarse tanto con la certeza de morir, y si esto sería un artificio de la vanidad. Tranquilizado sobre punto tan difícil, observaba su mal y aumentábalo a escondidas de los superiores con privaciones y una guerra oculta declarada a toda medicina.

La resolución de enviarle a su casa, cuando la muerte parecía segura, le afligió al principio; pero después tuvo una idea, un proyecto, y se dejó conducir a Madrid y enjaular en las lujosas salas abigarradas que le parecían la proyección externa de su propio mal, horrible, demoníaco, nauseabundo.

Y no obstante, él, contraviniendo las leyes naturales, cuidaba su enfermedad como   —200→   se cuida una flor para que crezca; alimentaba aquella bestia inmunda que se lo comía, y gozaba al sentir chupado y mascullado su miserable cuerpo, que no era para él más que un estorbo. Solía decir: «El mundo no es más que un fétido callejón, donde la sociedad se agita con delirio carnavalesco. Estamos condenados a pasarlo vestidos con la repugnante máscara de nuestro cuerpo. Bienaventurados los que lo pasan pronto y pueden arrojar al fin la máscara para presentarse limpios ante Dios».

Este era el varón angelical, esta el alma inflamada, loca en que todo era fe y desprecio del mundo, de tal modo que ella sola bastara a dar a nuestro siglo lo que aún le falta, un santo, si el siglo no pareciese dispuesto a romper la turquesa de las canonizaciones. Verdad es que a Luis le faltaba el milagro, pero ¿quién sabe si los había hecho y los callaba, siguiendo su santa costumbre de escrupulizar su amor propio?

Alguien dijo que aquella santidad no era más que un papel bien representado; pero esto carecía de fundamento. Más cerca de lo cierto andaba quien dijo que la santidad, como la caballería, tiene sus Quijotes. En Luis todo era buena fe. Si engañaba a alguien, era a sí mismo. No puede negarse que era grande y   —201→   heroico. Ninguno de los muchachos seminaristas que en todo tiempo han tratado de imitar a San Luis Gonzaga (porque esto ha sido una verdadera monomanía entre la juventud clerical) adelantó a Tellería en el esmero de la copia. Pero no se puede imitar lo inimitable y ¿de qué vale un remedo puntual de las acciones y de las palabras, descuidando quizás la asimilación de lo esencial?

Alguien dirá que este joven es una figura de otros tiempos. Pues no es de otros, sino de estos. Mas para verla es preciso ir a buscarla donde está, pues este no es un tipo de la Puerta del Sol. Existen, sí, estos niños seráficos para gloria de una ilustre congregación. El siglo XIX, el más rico de todos los siglos, el siglo enciclopédico por excelencia, tiene de esto, como tiene de todo. ¡Monstruosa síntesis de los tiempos, no se sabe a dónde irá a parar, barajando con sus propias invenciones y prodigios nuevos las reliquias y curiosidades que ha conservado de aquel atrás remoto!



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ArribaAbajo- XIX -

La marquesa se va a la música


La casa de León estaba al Nordeste de la Villa, mirando por un lado al Madrid flamante, poblado de casas alegres y de frescos jardines; por el otro a las vastas soledades polvorientas. La capital de España tiene límites marcados por el lápiz de sus arquitectos; no se disuelve en el campo, ni tiene la zona mitad agrícola, mitad urbana, que nos lleva insensiblemente del bullicio de una ciudad al sosiego de las aldeas. El apelmazado caserío termina en seco, bruscamente, y ninguna casa se atreve a separarse ni ir sola más allá por miedo al sol, al frío y a los ladrones. Nos ha parecido a veces el reposo de una gran caravana que, al caer de la tarde, va a levantarse y partir sin volver los ojos para ver el sitio que ocupó.

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Desde la parte oriental del hotel se veía aquel triste paisaje de lomas manchegas, en invierno ligeramente teñidas de un verde vergonzante; en verano, amarillas, pardas, cenicientas, rasguñadas por arados que no aran, barridas por vientos que se revuelcan en las sinuosidades del terreno, levantando polvo y arrojándoselo a la cara unos a otros. Algo rompe la regularidad desesperante: aquí hay un tejar donde se ven masas de ladrillo que humean, allá una casa solitaria y aburrida, que si algo demuestra, es el asombro de hallarse donde se halla. Al amparo del tejar vense chozas de adobes y esteras, obras arquitectónicas de que se reirían las golondrinas, los topos y los castores, y al amparo de estas chozas de puntapié, los especuladores de la basura analizan la recolección de la mañana, hurgando en los montones de trapos, barreduras, papeles, restos mil de lo que diariamente le sobra a una gran ciudad. No lejos de allí juegan algunos chicos medio desnudos, cuyos cuerpos morenos y curtidos se confunden con el terruño. Parece que acaban de salir de una grieta, y que por ella se han de volver a escurrir, graciosos, blasfemantes, mal criados, revelando en su gracejo e inocente desvergüenza al ángel y al gitano en una misma pieza todavía.

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Por allí vagan, después de hociquear en los montones arriba citados, perros leprosos que no desdeñan una pantorrilla si se les ofrece, gallinas flacas que por Abril o Mayo pasean sus manadas de pollos y les enseñan los primeros rudimentos del modus vivendi. A trechos se halla alguno que otro charco de agua verde, donde el cielo se mira estupefacto de verse de color de cieno, y las negras caravanas de hormigas cruzan el terreno en todas direcciones, cargando las vainillas de algarroba que merodean en algún campo mal sembrado.

Por las mañanas óyese en estas soledades manchegas un cencerreo delicioso: son los rebaños de ovejas que van de Vallehermoso al Abroñigal, y vuelven al caer de la tarde salpicando con notas melancólicas el dulce silencio del crepúsculo. También pasan precipitadas y saltonas las cabras y las meditabundas burras de leche, que al despuntar el sol llaman con su áspera esquila a la puerta del tísico.

Este paisaje triste, seco, huraño, esquivo, con cierto ceño adusto de encrucijada de asesinatos, con no sé qué displicente aspecto de cementerio abandonado; paisaje que en vez de llamar, detiene, y con su mirar glacial y amarillo suspende el paso del viajero e infunde cierto pavor dantesco en el corazón, es cosa   —205→   muy distinta cuando llega la noche y, calmado el viento, se difunde un sosiego misterioso por toda la esfera y se levanta el indescriptible monumento de los cielos poblados de estrellas. Es tan alta aquí la bóveda azul, que el pensamiento y la mirada llegan como jadeantes hasta ella. No se puede mirar sin contener la respiración ese firmamento sin igual que se posa sobre esta gran estepa de Castilla, como la vida espiritual surgiendo sobre la aridez del ascetismo. Hay tierras que tienen su paisaje en las lindas praderas y en los bosques y ríos, graciosamente sombreados por un cielo algodonáceo. Madrid tiene su paisaje allá arriba, en los inmensos espacios empedrados de mundos. Desde la casa de León se veía al anochecer, la faja luminosa que deja el sol en el horizonte, la hermosa sencillez y unidad del suelo, que trae al pensamiento los lugares de Oriente donde han pasado las cosas más grandes que ha habido en el mundo; más tarde, la sucesiva aparición de los soles remotos, como si cada cual fuera a tomar su sitio y se encendiesen poco a poco; la inmensa redondez aparente del cielo, en cuya curva parece que algunas estrellas suben animosas y otras bajan cansadas; la extraordinaria vibración de aquellas, que crecen y menguan temblando; la atención profunda de las mayores,   —206→   que con un rayo solo de su mirada abarcan toda la inmensidad; la graciosa indecisión de estas, la adusta seriedad de otras que fulguran ceñudas; la grandiosa pereza de la vía láctea tendida sin fin, y abajo las masas planas de la tierra sin accidentes, sin ruido, sin alturas, sin árboles, sin agua, imagen yacente de la humanidad, que, dormida o muerta, sueña en la oscuridad de su cerebro con los infinitos esplendores de arriba.

-María, dame tu mano; quiero salir al jardín para ver el cielo -decía Luis Gonzaga a su hermana.

Finalizaba Julio y el calor era sofocante. En el jardín había puesto León un sillón de mimbres para que el enfermo gozara del bello aspecto de la noche hasta la hora en que empezaba a soplar el viento del Guadarrama.

Los cuatro formaban un grupo. El enfermo apenas hablaba poco o nada delante de León, pero cuando se iba hablaba mucho y con ardor y elocuencia de la belleza del cielo, del gozo que experimentaba con su próxima muerte y de la bondad de Dios. En Julio había tenido la enfermedad muchas alternativas; hubo días en que creyó que Luis se moría; pero después vinieron otros y aun semanas enteras de tan visible mejoría, que la marquesa llegó a tener alguna esperanza. Los médicos,   —207→   sin embargo, no permitían que la familia se forjara ilusiones y decían a León: «Si no hay milagro de Dios, se va para el caer de la hoja».

Aquella noche (nos referimos a la noche en que dijo las palabras escritas más arriba), había mejorado, y sus facciones tomaban tinte extraño de animación y alegría, correspondiendo a esto una verbosidad más rápida y ardiente que de costumbre, excepto cuando León se acercaba.

Hallándose todos en el jardín, detúvose un coche en la verja y oyéronse las voces de la marquesa de Rioponce y su hija, que venían a buscar a la de Tellería para llevarla a los Jardines del Retiro. Varias veces había recibido Milagros la misma invitación; pero se había excusado de aceptar fundándose en la enfermedad de su hijo.

Verdaderamente no tenía gusto para nada... ¿Cómo podía disfrutar de placer alguno considerando el triste espectáculo que en su casa quedaba?... ¡Oh! Sus amigas la perdonarían; sus amigas no insistirían en llevarla a fiestas y comprenderían que no debía ni podía ir... Ella había hecho el sacrificio de quedarse en este horno por estar al lado de su hijo... Había hecho el sacrificio de trasladarse a la casa de León que era un destierro, un verdadero destierro... Su corazón de madre no vacilaba ante   —208→   ningún sacrificio... ¡Pero ir a espectáculos, presentarse en los jardines cuando todo el mundo sabía que el pobre Luis seguía padeciendo...! Verdad es que estaba mejor, mucho mejor; no había más que verle la cara; pero, a pesar de esta mejoría, ella, la infeliz, la atribulada marquesa, no podía pensar en diversiones ni en música... Y no es que su pobre espíritu no necesitase algún esparcimiento... Bien conocía ella que sí lo necesitaba; ¿y qué solaz más puro que un poco de buena música?... Pero no podía decidirse, no. Hallábase encadenada por su tristeza, y encariñada con ella en tal manera, que no se podía desligar de sus fatales brazos, y padeciendo como padecía, la misma pena la ataba con fuerte lazo a la persona de su querido enfermito.

A estas razones, la de Rioponce contestaba con otras; que el pensamiento humano y el lenguaje suministran infinito caudal de razones para todos los casos de la vida.

Era evidente, como la luz del día, que Luis Gonzaga estaba mejor, ¿qué mejor?, fuera de peligro... Lo anunciaban su faz animada, sus ojos llenos de serenidad y el desembarazo con que por el jardín paseaba y el tono festivo de su voz pronunciando a menudo palabras alegres... ¡Oh! Sin género de duda, la marquesa podía salir, podía ir al Retiro   —209→   ¿por qué no? ¿No debía ella mirar también por su salud? ¿Era acaso prudente dejarse dominar por una tristeza infundada? Los mismos altos deberes que estaba cumpliendo heroicamente junto a su hijo exigían de ella el cuidado de su propia salud para poder continuar en su gloriosa faena de solicitud y de cariño. Dios no exigía tampoco una abnegación exagerada, anti-higiénica, y gustaba de que en la corona de espinas del sacrificio se introdujera de vez en cuando alguna florecilla.

Este razonar habilidoso y la querencia del festejo que hacía palpitar su corazón matritense, decidieron a la pobre Milagros. Pero los inconvenientes surgían a cada instante. Además de que no tenía gana, absolutamente ninguna gana de ir, érale preciso vestirse, para lo cual tendría que ir a su casa.

¡Qué tontería! ¡Si estaba bien, perfectamente bien, así! No necesitaba más. Ella tenía el singular don de estar siempre bien, de cualquier modo que estuviese, y aquella noche, fuerza era confesarlo, se había puesto elegantísima, cual si su corazón presagiara un fausto suceso.

Por último, los ruegos de su hijo la decidieron, bien a pesar suyo.

-Iré nada más que por darte gusto, hijo mío -dijo con mucho cariño.

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Luis arrancó dos rosas del rosal más cercano y se las dio a su madre para que se las pusiera en el seno.

-Ya sé que te gusta esta clase de adorno, que es el más sencillo -le dijo sonriendo.

-No voy más que por no desairar a Rosa -añadió la madre- y por complacerte a ti. Yo soy de tu escuela, querido hijo; obediencia y hacer alguna vez lo que no nos agrada. Adiós.

-Adiós, mamá.

Poco después, el coche de la de Rioponce se alejaba, arrastrando a la marquesa hacia aquel resplandor de luces de gas que iluminaba la neblina formada por el polvo de los paseos y las evaporaciones caniculares.



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ArribaAbajo- XX -

Un drama viejo, viejísimo


-Mi querida María, ¿estamos solos? -dijo Luis, estrechando contra su pecho las manos de su hermana.

-No -replicó ella con desasosiego, mirando una sombra oscura que avanzaba del otro lado del jardín-, allí está... Viene.

Después de observar un rato, añadió:

-Pero se ha vuelto; se pasea... Parece que no se atreve a acercarse... parece que te tiene miedo, Luis, o si no miedo, un respeto, un respeto... Su conciencia no podrá estar serena delante de ti.

-No seas tonta... ¡respeto a mí!... ¡a mí que soy una miserable criatura!... Además, los hombres como tu marido no respetan nada ni a nadie. En su interior hará burla de nosotros.

  —212→  

-Eso sí que no -dijo María con firmeza-. Yo te aseguro que no se burla de nosotros. León es bueno, y si creyera, si creyera. ¡Dios mío!... ¿Ves? Ahora parece que vuelve otra vez; pero se retira.

-Está triste -dijo Luis, observando la sombra que allá lejos vagaba lentamente como alma en pena-. Parece que una gran desgracia le abruma, y, sin embargo, tiene salud, es rico, posee todos los bienes del mundo. Mírame a mí, enfermo, muriéndome, desligado de todo, pobre y olvidado, y, sin embargo, estoy alegre; mi alma experimenta esta noche una calma dulce y un placer... es como si una mano suave y blanda la levantara en los aires.

Después, acercando el rostro al de su hermana y mirándole a los ojos, le dijo:

-Hermana querida, yo me voy a morir.

-Por Dios, no digas eso, hermano -repuso ella con afán-. Si estás mejor, si te curarás...

-No me gusta oír en tu boca los necios consuelos propios de los médicos y de los que no tienen verdadero espíritu cristiano. Yo me muero y estoy alegre de morirme. Esta mañana, cuando oí misa, pareciome que una voz celeste me anunciaba mi próximo fin. Desde entonces nació en mi alma este júbilo que ahora siento. Todos mis pensamientos hoy han sido de gozo y felicitación por el bien que   —213→   anhelo. He entonado un Te Deum, y me he alegrado tanto, tanto, que al fin he temido que este excesivo contento escondiese algo de amor propio y ofendiese a Dios.

-No te morirás, no te morirás -dijo María, acariciándole la cabeza.

-Tu alma, contaminada del mundo, no comprende la deliciosa vida del morir. Entiendes las palabras en ese sentido estúpido que les da el Diccionario y la conversación de los pecadores. Regocíjate por mi muerte, mujer, regocíjate como yo y así aprenderás a desear la tuya. ¡Ay!, ¡hermana mía! Un solo sentimiento empaña mi alegría, un solo interés mundano me ata todavía a mi horrible envoltura. ¿Sabes cuál es? Acerca más tu silla a la mía: no puedo alzar la voz.

Los dos sillones de mimbre se tocaron.

-Mi sentimiento es considerar que tu preciosa alma, gemela de la mía, como tu cuerpo, se quedará aquí en peligro de ser contaminada, más contaminada de lo que ya está... Esta idea me perturba en mi última hora, y aunque espero alcanzar mucho del Señor pidiéndole por ti, no estoy tranquilo.

-¡Yo contaminarme!... ¿de qué? Tú no conoces bien mi carácter, ni el heroísmo y constancia con que defiendo mi fe, mi pobre fe pequeñita y humilde, que no es más que un reflejo   —214→   de la tuya, grande y brillante como el sol. No temas por mí. Ya te he dicho que no hay peligro; ya te expliqué bien que, amándole como le amo, me mantengo siempre a una distancia infranqueable. Él ha querido salvar este abismo. Yo lo he querido también y lo he deseado; pero, después de lo que tú me has dicho, comprendo que es imposible sin un milagro de Dios.

-No milagro, sino un acto especial de su misericordia... y este acto debes esperarlo. Pídeselo a Dios constantemente, y al mismo tiempo no desatiendas ni un día, ni un instante, la obra querida de tu salvación. Conságrate a salvarte, María; haz de tu vida terrenal un escabel puro y simple para tu subida a los cielos; cultiva la vida interior, refuérzate con una devoción perenne, ármate de paciencia y corónate de sacrificios, porque tu situación es mala, careces de libertad, te hallas unida, por fatal error de tu juventud, a un hombre que hará esfuerzos colosales por apartarte de la única senda que lleva a la gloria eterna... De modo, hermana queridísima, que tu trabajo ha de ser doble, tus afanes inmensos, sudarás sangre, beberás hiel, sufrirás esos desgarradores martirios internos que hacen más daño que el fuego de una hoguera... ¡Pobre hermanita de mi alma!... ¡Ay!, cuando   —215→   los Padres me mandaron a Madrid, tuve gran pena y dije: «¿A qué me mandan a ese lugar de pestilencia? ¿Por qué no me dejan morir en paz aquí?...». Ya me resignaba a obedecer, cuando un pensamiento súbito me iluminó, y pensé así: «De seguro el Señor me envía por ese camino con algún objeto piadoso». El objeto lo vi pronto... el objeto era que esta voz, pronta a callar para siempre, perdiendo el son vano del mundo, dijera algunas palabras importantes a una bella y candorosa alma que el Señor considera como suya. Bien sabe Dios que eres tú lo que más amo en la tierra; nos criamos juntos, y nuestras inclinaciones, como nuestras caras, se parecían; a los dos nos gustaba la vida espiritual, y en la edad en que todos los niños juegan, nosotros quisimos ser martirizados. Nuestra vida en aquel adusto pueblo de Ávila echó el cimiento en que luego cada cual debía edificar su piedad. Mi vocación sacerdotal preservome al instante del contagio del mundo. Tú caíste, tú te alejaste de la senda de luz y te metiste en la oscuridad, y en la oscuridad, cuando los ojos de tu alma estaban ciegos, te casaste... ¡Y con quién! ¡No vitupero el matrimonio, que es santo también, sino tu elección! Pero los grandes gérmenes de tu alma fructificarán a pesar de todo; sí, fructificarán, hermana mía... Yo,   —216→   por especial favor de Dios, he venido a morir en tus brazos; he sido mandado para que me veas y me oigas...

-¡Bendígate Dios mil veces! -exclamó María Egipcíaca con efusión-. Yo creí que allá en tu santo retiro no sabías nada de lo que aquí pasaba; yo creí que ignorabas las ideas de mi marido...

-Allá lo sabemos todo. Yo conocía sus obras, sus ideas, su carácter, y tenía noticia de su exterior amable y de sus cualidades relativamente buenas... Sabía los vicios que devoran a nuestra desgraciada familia, vicios de los cuales tú y yo no debemos hacer un secreto. Nuestro pobre padre no vive como un prócer cristiano; nuestra mamá pone mucha atención desmedida en las vanidades del mundo. Leopoldo es un joven disoluto, enfangado en la corrupción; y Gustavo, aunque defiende con brío la causa de Dios, hácelo con cierta ostentación mundana y más bien por orgullo que por el celo religioso. Los cuatro han olvidado que la hermosura, la gloria humana, las riquezas, los honores, el aplauso no sirven al fin para otra cosa que para los gusanos, que todo se lo comen, y que cuantos afanes se pasen por lo que no sea provecho del alma, son en beneficio de los mismos feos gusanos. Sólo tú te me apareces con algún carácter de santidad y virtud que   —217→   descuella entre esta podredumbre; pero aun tú, con ser tan superior a los demás, no estás exenta de gran mal y expuesta también a perder tu alma.

Al decir esto se le extinguieron súbitamente las palabras en la garganta como si una mano invisible le hubiera agarrotado.

-Me ahogo -murmuró con sordo gruñido, echando la cabeza atrás-. No puedo...

Apenas podía respirar, y su cuerpo se contrajo con dolorosas ansias en el asiento.

-León, León -gritó María llena de susto.

-No es nada... no llames -dijo con mucho trabajo Luis, empezando a recobrar el uso de sus gastados pulmones-. Creí que había llegado el momento... No tardará. Dame tu mano; no te separes de mí.

Acercose León.

-No es nada -le dijo su cuñado-. No hay que asustarse... Creí que me moría; pero no es hora, no; aún tengo algo que decir.

Los tres guardaron profundo silencio.

-Este sitio no es bueno -dijo León-. Ha estado toda la tarde abrasado por el sol, y parece un horno. ¿Quieres que te pongamos al lado del Naciente, donde está un poco más fresco?

-¡Oh! Sí... es la parte mejor porque no se siente el bullicio de la calle ni ese vaho de ciudad populosa que aturde.

  —218→  

Levantose y anduvo algunos pasos ágilmente con su hermana, mientras León trasportaba los dos sillones; pero antes de llegar, el enfermo se encontró súbitamente sin fuerzas, y apoyado en el brazo de María, vacilaba como un ebrio.

-¡León, León, por Dios, acude!

Sostenido entre los dos, el pobre joven ocupó su asiento en el costado oriental del jardín, y podía contemplar desde allí gran extensión de cielo estrellado, dominando la estepa.

-Esto me recuerda -dijo el colegial poeta recobrando la respiración- nuestro querido páramo de Ávila, aquella imagen admirable del destino del hombre, aquellas noches sublimes formadas de un suelo desierto y de un cielo fulgurante, como si quisiera representarnos un árbol misterioso del cual no se ven sino las raíces y las flores... lo mismo que aquí, ¿ves? Las raíces abajo; las flores arriba; las penas acá, allá las corolas eternamente abiertas, exhalando el aroma de la dicha sin fin.

Después calló. Oíase tan sólo su respiración fatigosa. Miraba al cielo, cual si estuviera contando las estrellas como hacía en su niñez. María parecía rezar en silencio. León tomó el pulso a su cuñado, le tentó la frente, observole después largo rato.

-Estoy bien -dijo Luis sin mirarle.

  —219→  

Poco después León se alejaba. Sus pasos hacían sonar la arena del jardín con ese rumorcillo campesino que a veces supera a la más bella música. Cuando la rápida disminución del ruido indicó que el dueño de la casa había doblado el ángulo del jardín, Luis llamó a su hermana.

-María -murmuró sin mover la cabeza.

-¿Qué?

-Pronto, muy pronto, hermana mía, atravesará mi alma por entre esos ejércitos de estrellas que parecen estar ahí para aclamar a las almas que pasan triunfantes... ¡Oh!, ¡qué puro y celestial gozo siento dentro de mi espíritu!... ¡Si yo pudiera comunicarte este gozo, si yo pudiera hacerte comprender cuán hermoso es arrojar este fardo insoportable y volar solo, libre, hacia esa inmensidad iluminada para las eternas fiestas de los justos; volar solo, libre, sin arrojar siquiera una mirada sobre este muladar del mundo!... ¿Ves esa maravillosa arquitectura de luces? Si son tan bellas éstas que ni siquiera merecen compararse al polvo que huellan los bienaventurados más arriba, ¿cómo serán las que coronan a María Inmaculada, allá dentro, en lo más alto, en lo más hondo, allí donde nuestra mirada no puede llegar?

-Por Dios, hermano querido -dijo María   —220→   con afán-, no hables mucho, sosiégate... estás excitado...

-Hermana, yo te hablo como el prisionero que aguarda el instante de su liberación, y tú me respondes con el lenguaje vulgar, estúpido, de los médicos... Desgraciada ilusa, ¿qué me importa a mí la salud del cuerpo? La vida del pobre insecto que pasa y se posa en nuestra cara para picarnos me importa más que la mía. ¿Y cómo quieres que haga caso a esos inútiles cuidados tuyos, cuando sé que mañana...?, sí, hermana querida, mañana, después de oír la santa misa y de recibir al Señor, daré mi adiós a la tierra... Estoy seguro de ello, me lo dice la misma voz que tantos anuncios certeros me ha hecho en mi vida de meditaciones, y... no lo dudes... es una visión... un anuncio divino... Mañana, mañana.

María estaba absorta, espantada. El rostro de su hermano era como el de un cadáver que recobrase milagrosamente la mirada y la palabra. Ella no se atrevía a apartarse de él un momento. El padecimiento del joven la alarmaba, y al mismo tiempo seducían de tal modo sus ardientes palabras que no podía separarse de allí.

-Oye de tal modo mis palabras -le dijo Luis tomando sus manos-, que suenen en tus   —221→   oídos mientras existas. Son las últimas exhortaciones de tu hermano moribundo y feliz, y si no tienen autoridad por mi persona, tiénenla por mi muerte, porque en todo moribundo hay algo de profeta. María, reconozco que hasta aquí has hecho algo para salvar tu alma; reconozco que has entrado en el buen camino, practicando, además de las devociones que a todos obligan, otras particulares, consagradas a la Santísima Virgen y a los santos; pero eso no basta, hermana mía; eso no es nada, mientras continúes consagrando parte de tu atención a las vanidades y engaños del mundo. Esas devociones que ahora se estilan y que permiten frecuentar los teatros y tertulias, vestirse con insultante lujo, pasear siempre en coche, fomentar la superchería y presunción, son verdaderas comedias de piedad. Reforma completamente tu vida: fuera mundo, fuera galas, fuera pompas, fuera lujoso vestir, fuera refinamientos de comodidades, fuera coches, fuera elegancia y anhelo de parecer bien.

Al decir esto, hacía con la derecha mano el gesto de arrojar lejos sucesivamente las cosas que iba nombrando.

-Desea parecer mal -añadió con febril elocuencia el arrebatado santo y poeta-; desea que se burlen de ti; desea hasta ser calumniada;   —222→   desea que te llamen ridícula e insociable; desea el olvido, el desprecio de todo el género humano. No quieras nada de aquí, para tener todo lo de allá... Juntos nacimos: así como en el vientre de nuestra madre estuvieron unidos nuestros cuerpos, estén unidas nuestras almas en la vida inmortal. Seamos gemelos de la eternidad, hermana querida. ¿Quieres serlo, quieres estar eternamente unida a mí delante de Dios, quieres que nuestros méritos se confundan en uno y que de las alabanzas cantadas por tu boca y la mía no resulte más que un solo himno?

-Sí, sí -exclamó sollozando María.

Arrojose en brazos de su hermano, que abrasado por la fiebre parecía delirar. También el cerebro de la hermana ardía, encendido al choque de aquel cometa flamígero que pasaba por ella en lo más crítico de su vida.

-Sí, sí -añadió regando de ardientes lágrimas el pecho del enfermo-; quiero volar unida a ti eternamente, ser tu hermana gemela, y salvarme como tú, y tener el mismo grado de bienaventuranza que tú tengas.

-Pues bien -dijo Luis entre secas toses-. Tenme siempre en tu memoria. Yo me voy, pero te queda mi espíritu, te quedan mis palabras. Óyeme bien: tu esposo, corrompido por sus ideas filosóficas y por la negación de Dios,   —223→   será siempre un obstáculo terrible a tu santidad. Debes vencer este obstáculo sin faltar a los deberes que te ha impuesto el sacramento. ¡Oh!, no es posible imaginar situación más difícil. Pero creo poder señalarte el verdadero camino. Entre él y tú no puede haber jamás sino la unión exterior, y vuestras almas estarán separadas por los abismos que hay entre el creer y el no creer. Amor verdadero de esposos no puede existir entre vosotros. Pero tu piedad te impide al mismo tiempo aborrecerle. Ámale, pues, con esa estimación general que merece el perjuro, según la ley de Cristo. Obedécele en todo lo que no contraríe tus hábitos de piedad. Reconociéndole dueño y señor en todo, no permitas que tu conciencia católica sea esclava de su arbitrariedad atea. No le faltes al respeto, no le injuries, y ruega a Dios por él todos los días, a todas horas, con fervor contrito, sin olvidar a nuestros padres, a nuestros hermanos, que también merecen intercedamos por ellos... El Señor no te ha concedido hijos. ¿No ves en esto una maldición echada sobre tu matrimonio? Es una maldición, sí, y al mismo tiempo, con respecto a ti, un favor especial, porque haciéndote estéril, el Señor te demuestra bien claro que te quiere para sí, te demuestra su deseo de que a él te consagres y le honres. Estos dos pobres gemelos   —224→   tienen mucho que agradecer a la misericordia de Dios.

-Mucho que agradecer -exclamó María, dejándose arrastrar por el torbellino- pero tú eres un santo, yo una pecadora.

-Tú serás como yo y más que yo, porque padecerás, lucharás, y tu triunfo será por esto más meritorio... No teniendo hijos, puedes consagrarte por completo al cultivo de la vida interior. Rompiendo absolutamente con el mundo, nada puedes temer, y la absoluta disconformidad en ideas que hay entre ti y tu esposo te da la completa libertad interior. Si en cosas de la vida quiere ser tu tirano, sé su esclava; pero si en cosas del alma quiere dominarte, oye sus palabras como oirías el ruido de la lluvia. Si te castiga de obra, sufre en silencio; si te abofetea, pon la otra mejilla; pero si con palabras insidiosas o con cariños diabólicos quisiera introducir en tu mente alguna idea herética, cierra tus oídos, huye de él en espíritu. Aceptando la esclavitud que te imponga, hazte libre en espíritu. Si no te permite ir a la iglesia no vayas; suple con meditaciones constantes y oraciones internas muy fervorosas la falta de culto en la iglesia. Si te permite ir a ella, ve lo más que puedas, y aspira al estado de perfección que te permita recibir la Eucaristía todos los días. Si él no solicita   —225→   tu compañía, no solicites tú la suya. Si él aspira a estar en todas tus acciones, haz que esté siempre yo presente en tus pensamientos. Interésate por su salvación, pero no olvides ni un instante la tuya. No le exhortes con palabras a convertirse, porque se irritará más su ateísmo, y porque los mejores argumentos serán tus virtudes y tu humildad. Por ningún caso consientas en tomar parte en saraos dentro ni fuera de tu casa, ni tengas amistades de ninguna especie. Ya que no puedes convertir su hogar en un santo asilo, no consientas en él el menor escándalo. Una orgía o tertulia de hombres irreligiosos te autorizará para huir de tu casa. Y si algún día Dios quisiese tocar el corazón de tu infelicísimo esposo e iluminar su inteligencia; si ese hombre confesase la religión verdadera, entonces le propondrás la separación de cuerpo, para que yendo cada cual a una casa conventual de su sexo, consagren separadamente el resto de esta vida mortal a alcanzar la eterna.

-¡Oh!, hermano mío -exclamó María con exaltación-, no puedo creer sino que Dios mismo habla por tu boca.

Luis estrechó en sus brazos la preciosa cabeza de su hermana. Después estiró el flaco cuello, y gimiendo con horrible ansia de aire, parecía que toda la vida se paraba en él. Sus   —226→   ojos se revolvieron en las órbitas, cerrándose después como si los deslumbrara un resplandor insoportable. De su pecho salía un soplo ronco y seco.

-León, León -gritó María llena de pavor.

Pero todo estaba en silencio; no se sentían pasos.

-León, León... Eso no es nada -añadió la hermana, acercando su rostro al del colegial poeta y procurando reanimarle con palabras.

Después volvió a llamar a su marido. Pero este no se hallaba en el jardín. No se sentían voces de criados, ni otro rumor que el de la calle, donde jugaban los niños de la vecindad, y algunos ladridos de perros vagabundos que andaban por los tejares. Ni el más leve soplo de aire movía las hojas de los árboles: todo estaba quieto, con no sé qué expresión de ansiedad pavorosa. Hasta las estrellas le parecieron a María atentas y sin fulguración, cual ojos llenos de espanto. Revolvió sus miradas en derredor, y tuvo miedo al verse tan sola con su hermano, que, al parecer, se moría. Volvió a llamar, y al fin sintió los pasos de su marido, que tranquilamente llegaba.



  —227→  

ArribaAbajo- XXI -

Batiéndose con el ángel


El hombre a quien hemos visto casi siempre sombrío y mudo en presencia de los acontecimientos y de las personas, desempeñando con el fastidio del actor cansado, un papel pasivo hasta ahora; este hombre que no nos ha revelado aún sino parte muy poco considerable de sus pensamientos, hallábase aquella noche más metido en sí que de costumbre y muy deseoso de hablar consigo mismo. Luego que llevó el sillón del enfermo a la banda de Oriente dio la vuelta en derredor de la casa. Oyó cuchicheo de criados en la verja, y risa de fregonas y doncellas, que, sentadas tomando el fresco de la calle, recibían las galanterías de los cocheros del hotel vecino. Incomodábale aquel rumor, y siguió adelante por la calle tortuosa trazada en el césped. Sentado en un   —228→   banco del costado Norte, con los ojos vueltos al cielo, permaneció largo rato, el codo en el respaldo, la nuca en la palma de la mano, el cuerpo extendido con pereza y abandono.

Era astrónomo. Buscaba algo que le distrajera de aquel dolor continuo que no dejaba respiro a su alma. ¿Qué mejor descanso que mirar al inmutable cielo, que parece un símbolo majestuoso de nuestro superior destino y es, por la constancia y orden de sus giros, un emblema de la eternidad? El espíritu entristecido se lanza a aquel mar sin orillas como a su patria natural, y goza recogiendo las incomprensibles distancias y mirando cara a cara los espantosos tamaños.

Allí enfrente y arriba, fija, sola, quieta en apariencia, no muy grande, presidiendo como en un trono el decurso eterno de las demás estrellas, vio León a la Polar, primera letra del libro del firmamento. Las dos Osas le hacen la corte; la pequeña rodando junto a ella; la grande, arrastrando su magnífica cola en grandioso círculo. Casiopea, Cefeo, el Dragón, la enorme Cruz del Cisne, atrajeron sucesivamente su mirada, y por último Vega, estrella hermosa, con no sé qué centelleo melancólico y elocuente. Es tan linda que nos dan ganas de cogerla, y la cogeríamos si tuviéramos un brazo un millón trescientas treinta   —229→   veces más grande que el brazo que necesitaríamos para encender nuestro cigarro en el Sol. Más hacia Occidente vio el lindo corrillo de estrellas de la Corona Boreal, que parecen darse la mano para danzar en círculo, persiguiendo siempre al hermoso Arcturus, uno de los soles más bellos y más grandes, que fulgura sereno, claro y como sonriente, con vanidad de su propia belleza. Era tarde, y mientras Arcturus declinaba hacia el Ocaso, aparecía por la derecha el Cuadrado de Pegaso, seguido de la infeliz Andrómeda, que se alarga hasta tocar a Perseo; apareció este con la cabeza de Medusa en su mano, y después la Cabra sola en un ángulo del Cochero, sin compañía ninguna, enojada, brillando con rayos que parecen saetas, mirándonos con entrecejo resplandeciente desde la distancia de ciento setenta billones de leguas. Su atención terrorífica echa setenta y dos años de camino para llegar hasta nosotros. No lejos de allí vio el gracioso ramillete formado por las llorosas Pléyades, que parecen huir de los cuernos del rojo Aldebarán... León Roch calculaba por la hora el tiempo que tardaría en aparecer el soberbio Orión, la maravilla más grande de los cielos, seguido de Sirio, ante cuya magnificencia palidece toda hermosura sidérea; después recorrió la región zodiacal buscando la   —230→   coqueta Antarés, con hermosa cabeza y garras de Escorpión; se detuvo luego a determinar los sitios de las nebulosas más notables; esparció la vista por la Vía Láctea, donde tiende sus alas el Águila y abre sus brazos la Cruz del Cisne; por un rato se anonadó ante tanta belleza, considerando lo difícil que es para los ojos profanos el considerarla como una polvareda de soles, y por fin... se cansó de mirar al cielo. Reclamado en el fondo de su alma por cuidados de la tierra y por una inquietud y presentimiento inexplicables, levantose del asiento y penetró en la casa.

Pasó de una pieza a otra y al entrar en el comedor oscuro oyó cuchicheo de voces. Eran las de su mujer y su cuñado, que hablaban en el jardín, a dos pasos de la ventana del comedor. Sentose en una silla. Algunas palabras pronunciadas entre tos y tos llegaban a él, como el silabear quejumbroso y suspirón de María cuando rezaba de retahíla. Acercándose un poco a la ventana, oyó más claramente. No era de su agrado aquella suerte de espionaje, pero una fuerza semejante a la querencia lúgubre del crimen le detuvo allí un rato. Sus aterrados ojos miraban el grupo del jardín y su rostro palidecía como el de un reo que oye su sentencia. La misma fuerza de su enojo le alejó al cabo, llevándole a vagar por la   —231→   planta baja de la casa, discurriendo por las habitaciones, cuyas puertas y ventanas estaban abiertas a causa del calor. Su figura pasaba, reflejándose de un espejo a otro, y se creería que estos jugaban con ella, arrojándosela y recogiéndola. Asustáronse, al sentirle pasar, los pájaros que ya estaban dormidos, y las cortinas se movieron ceremoniosamente como a la entrada de un gran señor. Al fin dio con su cuerpo en el despacho que ahora servía de gabinete al pobre enfermo, y se arrojó en una butaca, dando descanso a su cabeza en las palmas de las manos. A ratos oíase un murmullo, como si hablara consigo mismo; a veces un apóstrofe cual si con otro hablara. Después se oyó una risilla de desprecio, de burla, o más bien de ira, que la ira, cuando es muy reconcentrada, suele tener erupciones humorísticas, y últimamente verificose en él un fenómeno cerebral bastante común en los momentos en que la ira y el dolor se encuentran actuando a sus anchas sobre el individuo, a solas, en parajes semi-oscuros y silenciosos.

Con los ojos cerrados, (y esto es lo más extraño) creyó ver la misma habitación en que estaba, y se sintió a sí mismo precisamente allí donde mismo estaba. Y vio enfrente una figura japonesa, negra, rígida, recortada y destacándose sobre el fondo de colores inundados   —232→   de luz. El cuerpo mezquino se mantenía sentado tieso, cual si de sí mismo fuera inquisidor, y el rostro gelatinoso, cadavérico, contraído todo por el hábito de hacer continuamente los visajes del escrúpulo y de la aflicción mística, elevaba al techo los ojos de esmeralda o los paseaba con indiferencia estúpida por las paredes pobladas de acuarelas, mapas y estampas, y por el suelo cubierto de fino junco.

León había caído en la somnolencia dolorosa a que llega, después de los primeros paroxismos, una pena profundísima que no pudiendo salir a la superficie, corre muy honda por los cauces del alma. Alguien más estaba allí. ¿Quiénes eran los que sentados en derredor formaban como un cónclave terrible? Eran Arcturus, Aldebarán, Vega, la Cabra, Orión, la coqueta Antarés y el imponente Sirio. En su delirio vio León que él mismo se levantaba, arrebatado de coraje y violencia; que corría derecho hacia la delgada figura negra; que sin intimación la asía en sus brazos, gritando: «¡Insecto, has venido a robarme mi última esperanza! ¡Muere, pues!...».

Y el insecto acogotado le dirigía una mirada de indefinible dolor, gimiendo entre los duros brazos, y su débil armazón se quebraba, crujiendo como una cáscara de nuez que   —233→   se rompe. «¿Quién te ha llamado a gobernar el hogar ajeno? -le decía León, ciego de ira y haciéndolo astillas-. ¿Quién te autoriza a quitarme lo que me pertenece?... ¿Quién eres tú?... ¿De dónde has venido con tu horrible orgullo disfrazado de virtud?... ¿De qué te vale el desollarte vivo, si no tienes verdadero espíritu de caridad?...». Y el pobre insecto expiraba con contracciones dolorosas, cerraba los ojos para siempre y parecía que sus ajados labios decían: «muero». León, poseído de una cólera delirante, le apretaba más, y la víctima menguaba entre sus brazos: ya no era más que un negro manojo de zancas secas, de manos estrujadas y un caparazón roto como el juguete de cartón en manos de un niño... Pero de pronto las estrellas prorrumpen en espantosa risa y huyen, buscando cada cual su sitio arriba; el desbaratado cuerpecillo se deshace de los brazos asesinos, se transfigura, se engrandece, se torna de humilde en poderoso, de mezquino en fuerte; vésele alzarse y elevar la frente rodeada de luz, extender de su cuerpo negro alas esplendorosas, alzar del suelo los pies blancos y desnudos sin un grano de polvo de la tierra, y levantar el brazo formidable y musculoso, cuya mano empuña una espada de fuego.

León echa mano al cinto. También él tiene   —234→   su espada de fuego y la saca, blandiéndola en el aire con amenazadora presteza.

«Menguado, ¿crees que te amo?».

«¡Atrás, impío!».

Y entre los dos, iluminado su bello rostro por el resplandor de las espadas, apareció María, mundanamente hermosa, mal veladas sus gracias voluptuosas, con los ojos encendidos de amor y la boca fruncida por un mohín de mojigatería.

«¡Colegial, dejámela!, ¿no ves que es mía, no ves que la amo?».

«¡Atrás, impío!».

.....................................................................................................................................................

-¡Oh!, ¡qué necia estupidez! -exclamó León, pasándose la mano por su frente, cubierta de sudor frío y desechando la obsesión terrible.

Claramente oyó entonces la voz de su mujer, que le llamaba. Aquel León, León sonaba en su cerebro como una campana tocando a rebato. Levantose, y lentamente, sin precipitación, con una parsimonia cruel y en cierto modo vengativa, se dirigió al jardín.



  —235→  

ArribaAbajo- XXII -

Vencido por el ángel


-No, no es nada -murmuró Luis Gonzaga cuando vio cerca al marido de su hermana-. Una congoja algo más fuerte que las demás. Mañana...

León le miró sin tocarle, a dos pasos de distancia, mudo, sombrío y acordándose de su pasada obsesión, tuvo miedo de sus sentimientos.

-No -dijo para sí- no es más que antipatía, que se ahogará en lástima, porque este desgraciado se muere.

Luis tomó la mano de su hermana, y con voz débil, incorrecta, desigual, entre solemne y festiva a causa del súbito calenturón fulminante que le devoraba, le dijo:

-El mayor peligro a que estarás expuesta será que te propondrán transacciones, acomodamientos...   —236→   Prevente contra este lazo de la impiedad, que es una trampa cubierta de rosas, hija mía. No, entre el creer y el no creer no hay arreglo posible. ¿Concibes tú reconciliación entre el salvarse y el perderse para siempre? No hay término medio entre lo temporal y lo eterno. Huye de los arreglos, no cedas ni un ápice de tu firme y glorioso terreno. No se puede ser religioso a medias. El que deja de serlo por completo, ya no lo es. Nuestro Señor ha querido que esta obra admirable sea tal, que el que de ella quitase la más mínima parte, al punto queda fuera de ella... Cuida de evitar la pérfida trampa... Es el tema predilecto del siglo, y ha lanzado más almas al infierno que la misma impiedad... Acuérdate de mí, piensa en mí, tenme presente, no olvides que he venido a salvarte, a llamarte al camino de la verdad y a morir en tus brazos para que mi memoria sea más duradera. Dios nos envió juntos al mundo, y juntos nos quiere ver, alabándole al pie de su trono de gloria. María, María...

-Sosiégate, hermano, sosiégate -dijo María aterrada y llena de angustia.

Luis abrió los ojos con viveza, y mirando a León, dijo con desvarío:

-Me parece que aquí hay alguien. María, ¿no es un hombre lo que veo?

  —237→  

-Es León, es mi marido... Llamemos al instante al médico... ¿No te parece, León?... Los criados ¿dónde están?

María corrió a llamar; pero su hermano la detuvo, asiéndole fuertemente el brazo.

-No me dejes solo... -murmuró-. Has dicho que tu marido... Dios mío, Dios mío, ¿qué idea es esta que me turba?... ¿Es este escrúpulo pueril, como tantos que me han mortificado, o indicación de la conciencia? Dime tú, ¿qué es?... ¿Está aquí León?

Marido y mujer callaron.

-¡Qué idea!... ¿Le habré ofendido? No; he dado a mi hermana los consejos que me dictaba la piedad. Dios ha hablado dentro de mí. Dios, Dios... Es escrúpulo; pero aun los escrúpulos deben atenderse. ¡Ah!, ¿está aquí el buen Paoletti?

Sus ojos extraviados se fijaban en León.

-Padre Paoletti, ¿habré ofendido a mi cuñado?

Después, como si hubiera oído una respuesta, añadió:

-Es verdad, no puedo haberle ofendido; y por si le ofendí, mañana le llamaré a mi lecho de muerte y le pediré perdón. Al mismo tiempo repetiré a María las advertencias.

-Llevémosle adentro -dijo León.

-Llamemos a los criados -balbució María,   —238→   balbuciente.

El enfermo apartó los brazos de su hermana cuando se dirigían a acariciarle, y con voz torpe dijo:

-Dejadme aquí... Siéntate a mi lado.

María se sentó. Sus cabezas casi se tocaban.

-Mañana, mañana, cuando haya recibido al Señor en mi humilde morada, le entregaré mi alma... ¡Pero qué frío hace! Está nevando, ¿no es verdad?

Revolvió una mirada atónita por todo el espacio.

-No brillan las estrellas -murmuró con un ronquido-. ¡Oscura noche, precursora del día claro y grande! Mañana, hermana, mañana pediré a todos perdón y me dormiré en el seno del Señor... Si vieras qué bien me encuentro ahora... qué dulce reposo siento... Pero me da pena... porque el temor de que esta mejoría alargue mi vida... Yo no quiero salud, yo no quiero estar mejor, yo no quiero sino dolores, ansiedad, ahogarme, estremecerme y morir... Este bienestar que ahora... siento...

Su cabeza se fue inclinando lentamente del lado de su hermana, hasta que cayó sobre el hombro de esta, como si le rompieran las vértebras del cuello.

Cerró los ojos; de sus labios salió leve suspiro,   —239→   y se murió como un pájaro que se duerme.

-Se fue -dijo León examinándole.

María abrazó a su hermano y sostuvo el cuerpo, que pesadamente se inclinaba hacia la tierra, y cuando los criados, acudiendo a las dolorosas voces del ama, trasladaron al muerto a su lecho, María le besó ardientemente, inclinando su cabeza sobre el cuerpo rígido. León, no convencido aún del fallecimiento, acudió a tocarle las sienes, el pulso, a hacer la prueba del espejo. Entonces María se incorporó enérgicamente, y rechazando a su marido con el nervioso gesto, con los ojos llenos de terror y de lágrimas y con la voz apasionada y furibunda, exclamó:

-¡Malvado! ¡No le toques, no le toques!

Madrid. Mayo, Junio, 1878.




 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE
 
 


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