Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La familia novohispana y la ruptura de los modelos


Pilar Gonzalbo Aizpuru


El Colegio de México



  -[7]-  

En todo momento, los imperios colonizadores han pretendido imponer modos de comportamiento sobre la población colonizada. No sólo el interés político, sino también el prestigio y la justificación cultural y moral de su intervención, los han impulsado a establecer criterios valorativos y a exigir el apego a unas normas que deberán considerarse éticamente superiores a las imperantes en las regiones sometidas. Aun en tiempos recientes, y cuando el imperialismo adopta formas más sutiles de intervención, la difusión de ideas «progresistas», de «bienestar» y de «protección», es decisiva para consolidar posiciones de dominio.

A partir del inicio del siglo XVI, en los albores de la conquista, y durante todo el periodo colonial, los monarcas castellanos estuvieron doblemente obligados a vigilar la vida privada de sus vasallos americanos, puesto que la legitimación de sus conquistas en América dependía del cumplimiento del mandato pontificio de la cristianización. Bautizar masivamente a los indígenas habría permitido cumplir formalmente con el requisito de la evangelización, pero habría quebrantado la base del pacto social por el que los súbditos tenían la obligación de obedecer y sus soberanos la de gobernar en justicia y de acuerdo con la ley divina. Además, muy pronto se apreciaron los beneficios prácticos de la catequesis, que promovía la sumisión y la docilidad de los neófitos.

Primero en las islas del Caribe y muy pronto en tierra firme, se comprobó que la imposición del credo cristiano iba necesariamente unida a la de una nueva ética. Entre los pueblos que ocupaban el territorio que hoy llamamos México, la moral cristiana exigió la adopción de hábitos de comportamiento que, en muchos casos, modificaban radicalmente las costumbres prehispánicas. Tal choque produciría inevitablemente un desconcierto inicial seguido de un proceso de adaptación más o menos exitoso según las circunstancias. Esto fue lo que sucedió con los ritos y normas relacionados con el matrimonio y con la vida familiar, donde el cruce de culturas produjo resultados imprevistos en los espacios de la intimidad y de la conciencia individual, que influyeron profundamente en el proceso de formación de identidades. Desde los primeros momentos de la conquista, y, sobre todo, desde la llegada de los misioneros franciscanos a la Nueva España, se iniciaron los intentos de imposición de creencias y prácticas de vida familiar, con las consiguientes respuestas de asimilación, adaptación o rechazo, según las circunstancias. La creciente complejidad de la población y el flujo creciente de población del campo hacia las ciudades contribuyeron a modificar los términos del proceso de asimilación de las normas cristianas.

  -8-  
La pluralidad de los modelos

El modelo de familia cristiana era presuntamente igualitario y basado en el Evangelio, y a él debería haberse ajustado la legislación castellana, de acuerdo con la profesión de fe de los monarcas; pero entre las recomendaciones religiosas y las leyes civiles existían considerables diferencias, apreciables en múltiples leyes, cánones, ordenanzas, decretos, bulas pontificias, cartas pastorales, catecismos, confesionarios y libros piadosos; todos ellos intentaban apegarse a la doctrina católica y aspiraban a conformar un paradigma de comportamiento; pero entre los principios teóricos y las disposiciones casuísticas se abría una brecha por la que fácilmente podía introducirse cualquier irregularidad. Las contradicciones de las normas, la flexibilidad en su aplicación y la imposibilidad de hacerlas cumplir en muchas circunstancias, favorecieron el establecimiento de costumbres locales que nada tenían que ver con el modelo. En la práctica, las múltiples formas de convivencia familiar dependían sobre todo del rango social, de las posibilidades efectivas de control y de los diferentes niveles de acatamiento en el medio rural o el urbano.

En teoría se trataba de recomendaciones universales, aplicables igualmente a indios y españoles. A priori se suponía que los españoles, como cristianos viejos, cumplirían espontáneamente con las normas. Pero la situación resultó más compleja de lo previsto, no sólo por los cambios que vivió la cristiandad a lo largo del siglo XVI, sino, sobre todo, por la diversidad étnica y social peculiar de la Nueva España.

Los cambios más marcados en los patrones de convivencia se produjeron entre la población aborigen al entrar en contacto con los nuevos pobladores, españoles y africanos. Pero ni este encuentro se produjo simultáneamente en todo el territorio ni las reacciones fueron semejantes en todos los casos. Aun dentro de cada grupo había marcadas diferencias, como las que separaban a los pueblos mesoamericanos, acostumbrados a un orden jerárquico que incluía rangos de parentesco, de los indios nómadas norteños, con organización tribal y formas familiares que incluían, en algunos grupos, el infanticidio, el aborto y la paternidad adoptiva, ajena a linajes de sangre. Tan profundas diferencias imponen advertir acerca de la imposibilidad de generalizar en cuanto a formas de convivencia doméstica y relegar para otra ocasión el estudio de los pobladores de sierras y llanuras del norte tardíamente incorporados al orden colonial.

Hasta cierto punto se puede reconocer la existencia de un modelo de comportamiento familiar indígena, común a varios de los pueblos mesoamericanos. Este modelo comprende varios patrones, correspondientes a la estratificación social, pero comparte rasgos fundamentales, apreciables entre los pueblos sometidos al señorío azteca, entre los mayas de Yucatán y Chiapas y entre los habitantes de los valles y sierras de Oaxaca (López Austin 1982, 141-76). Por otra parte, sin duda podemos hablar de la existencia de normas invariables, aunque no siempre obedecidas, para la formación de la familia europea occidental. En el matrimonio cristiano, los rasgos característicos eran la rigurosa monogamia, la presunta libertad de decisión e igualdad ante el   -9-   sacramento de hombres y mujeres, nobles y plebeyos, y la indisolubilidad del vínculo conyugal (Margadant 1991, 27-58).

En contraste con esto, las culturas indígenas regulaban los matrimonios mediante normas que prescindían de la voluntad de los contrayentes y trasladaban la responsabilidad de la elección a los padres, a quienes incumbía la responsabilidad de decidir el matrimonio de sus hijos, reconocían como atribuciones de la comunidad la intervención en el arreglo de los enlaces y como concesión realista, la existencia de diferentes tipos de uniones, más o menos solemnes y más o menos duraderas. Además disponían sistemáticamente dos distintos patrones de organización conyugal y familiar: asumían como derecho y obligación de los nobles el ejercicio de la poligamia, mientras que los macehuales (los plebeyos, que constituían la inmensa mayoría de la población), tenían una sola esposa. En consecuencia, las viviendas también tenían que distinguirse, y no sólo por su comodidad o riqueza sino sobre todo por su tamaño, ya que las de aquellos debían acoger a numerosos hijos de los sucesivos enlaces. Mucho más cercano al matrimonio cristiano estaba el de los plebeyos o macehuales, que constituían la inmensa mayoría de la población, pero teólogos y predicadores dieron mayor importancia a las costumbres de los nobles, que contravenían abiertamente la tradición cristiana.

Era obvio que las costumbres matrimoniales y familiares de los nobles no podrían perdurar en una provincia del imperio español; pero tampoco el modelo cristiano arraigó plenamente. Sólo en las áreas rurales pudieron los indígenas mesoamericanos mantener simultáneamente sus tradiciones comunitarias y la obediencia a los preceptos de la Iglesia, llegando a un sincretismo que fue generalmente bien aceptado. El matrimonio fue prácticamente universal y temprano, con lo que se satisfacían las exigencias de la Iglesia y los intereses de la comunidad (Escalarte Gonzalbo 1993, 95-105; Pescador 1988, 292-323); y se mantenía la costumbre de que fueran los padres de los novios quienes arreglasen el matrimonio, con ayuda de alguna mujer en funciones de casamentera.

La doctrina católica sobre el matrimonio se había discutido por largo tiempo; finalmente, frente a quienes defendían que la existencia o nulidad del matrimonio se relacionaba con su consumación, triunfó la posición tomista que reconocía las palabras de los contrayentes como único elemento imprescindible para la validez del vínculo. De ahí que las causas de anulación se fijaran en relación con vicios de consentimiento por falta de conocimiento, de voluntad o de libertad en el momento de expresar la aceptación del sacramento, mientras que no afectaba a su indisolubilidad el descubrimiento tardío de defectos físicos, enfermedades o trastornos funcionales, aun cuando impidiesen la unión física de los esposos. Las palabras y no la mutua entrega de los cuerpos, constituían la materia sacramental del matrimonio.

Esto no fue obstáculo para que se prescindiese de tan esencial requisito, en vista de que en Mesoamérica estaba tan arraigada la costumbre de que fueran los padres y autoridades quienes intercambiaban palabras de compromiso. Los teólogos optaron por dar validez al matrimonio aunque faltase algo considerado esencial y fundamental en la liturgia del sacramento. El jesuita español Tomás Sánchez recomendó que se aceptase la respuesta de los padres en sustitución de   -10-   la de los novios, allí donde existiera tal costumbre, y fray Alonso de la Veracruz consideró incluso válidas las palabras del gobernador, que hacía constar la voluntad de los desposados (Peña Montenegro 1771, 364).

Frente al rigor de la ortodoxia, también terminó por imponerse la tolerancia en los matrimonios de los negros esclavos, a quienes se prohibió inicialmente contraer nuevas nupcias si habían estado casados en su tierra de origen según sus ritos. Justificado por el derecho natural, el matrimonio entre infieles era válido, y por tanto indisoluble, excepto en el caso de que alguno de los esposos permaneciera en la idolatría mientras que el otro había recibido el bautismo. La presunción de que el cónyuge permaneciera vivo y pudiera haber sido bautizado era argumento que impedía cualquier enlace por tiempo indefinido. A comienzos del siglo XVII ya se había suspendido la prohibición y un buen porcentaje de negros contrajeron matrimonio, ya fuera por conveniencia de sus amos o por decisión personal.

En el conjunto de pobladores de la Nueva España, los españoles deberían haber sido los más apegados a las normas que regían la familia; pero ellos también tuvieron dificultad para acatar las novedades impuestas en el último tercio del siglo XVI, cuando se promulgó y se intentó adaptar a la realidad colonial el complejo de cánones y decretos emitidos por el Concilio de Trento. Perduraron costumbres medievales como las uniones de barraganía, menos solemnes que el matrimonio sacramental, pero reconocidas con cierto carácter formal. También se consideró aceptable la numerosa presencia de hijos naturales en las familias, y la adopción informal, sin legalización, de pequeños huérfanos, ilegítimos o expósitos (Gonzalbo Aizpuru 1998).




La aplicación de las normas

En la práctica se generalizaron costumbres que nada tenían que ver con las leyes, pero que tampoco seguían fielmente las viejas tradiciones. No era fácil para los nobles indios prescindir de varias de sus esposas para quedarse con una sola, pero tampoco podían reconocer públicamente que continuaban practicando la poligamia, de modo que muchos optaron por convivir con una, mientras conservaban en viviendas vecinas, en torno al mismo patio, a las restantes esposas rechazadas, con sus hijos respectivos (Carrasco 1961, 7-25).

Así fue como formalmente se logró el desarraigo de la poligamia, mientras que no sólo se mantenía solapadamente entre los nobles, sino que también los plebeyos, aprovechando el desorden y falta de autoridad en sus comunidades, entablaban relaciones con varias mujeres, con las que convivían temporalmente (Zorita 1963).

No tardaron en perfilarse las diferencias entre el campo y la ciudad. Los pocos representantes de la nobleza local que habitaban zonas rurales, perdieron sus privilegios en cuanto la catástrofe demográfica redujo dramáticamente el número de sus tributarios, vasallos y sirvientes. La misma necesidad de mano de obra impulsó a las autoridades coloniales a eliminar exenciones, a la vez que la creación de cargos dependientes de los párrocos y gobernadores borraba los últimos vestigios de autoridad de los señores naturales. Sometidos todos a las mismas normas de comportamiento, los vecinos y miembros de cada comunidad   -11-   fueron los más efectivos vigilantes y rigurosos fiscales, decididos a evitar desviaciones de la moral familiar y sexual. Podían sentirse satisfechos los doctrineros de los pueblos de indios por la general aceptación de los principios del catecismo, pero tal aceptación tenía mucho que ver con el apego a tradiciones ancestrales que imponían respeto a las autoridades comunitarias, vigentes por la persistencia de los fuertes lazos de solidaridad, y con la tradicional sumisión de los jóvenes a las decisiones paternas.

El hecho es que, a lo largo de todo el periodo colonial, se mantuvieron en el campo las costumbres familiares basadas en el matrimonio como unidad familiar, con celibato casi inexistente, escasísima incidencia de relaciones extraconyugales y nula presencia de hijos naturales. Los estudios disponibles muestran que las mujeres se casaban antes de los 17 ó 18 años y que daban a luz un promedio de 7 hijos durante su vida fecunda (Klein 1986; Calvo s. f.; Morin 1970). Algo similar sucedía en poblaciones más numerosas y urbanizadas, e incluso en proximidad de españoles y mestizos, siempre que se mantuviera la cohesión interna de la comunidad indígena y el peso de sus propias autoridades (Rabell 1990, 17 y 21-26). Las ciudades, y en particular la capital del virreinato, mostraban un panorama enteramente distinto, con lo que podríamos calificar de completo desorden familiar, que en la época se denunciaba como vergonzosa corrupción de las costumbres. Ciudades como México y Guadalajara ofrecen ejemplos de permanentes irregularidades en las relaciones familiares (Calvo 1992a, 1992b; Gonzalbo Aizpuru 1998).

Si puede decirse que tal inestabilidad de las familias urbanas constituye un patrón de comportamiento, éste contrastaría con el que ya se ha perfilado como propio del medio rural. Sin duda la aglomeración y la promiscuidad en el interior de las viviendas propiciarían las relaciones irregulares; a ello se unió la convivencia con grupos de diferente origen étnico y cultural. Los libros de bautizos, matrimonios y defunciones de las parroquias de la ciudad de México del siglo XVII muestran semejanzas considerables en la vida familiar de españoles y miembros de las castas, mientras que se mantiene la distancia con lo que registran por las mismas fechas las parroquias de indios. A lo largo del tiempo cambiaron los criterios de valoración ética y de aprecio social, con lo que también evolucionaron las costumbres. Para fines del siglo XVIII estaba clara la tendencia hacia cierta homogeneización entre todos los grupos: los indios urbanos tendían al relajamiento a la vez que los españoles y las castas se inclinaban a manifestar mayor docilidad a las normas, de tal modo que la gran distancia inicial tendía a esfumarse.

Poco antes de convertirse en país independiente, en el virreinato de la Nueva España se había generalizado una división basada en la condición social más que en las calidades étnicas. Los vecinos de las ciudades con capacidad económica y aspiraciones señoriales procuraban ceñirse, al menos externamente, a las normas más severas, que les permitieran salvaguardar el honor familiar. Los españoles pobres, mestizos y castas parecían instalados en una cómoda despreocupación, que les permitía optar libremente por uniones consensuales o matrimonios sacramentales. Los indios de los barrios y, en forma creciente, los de comunidades cercanas a poblaciones predominantemente hispanas, fueron quienes determinaron las características de la vida familiar en el virreinato.



  -12-  
El crisol de las costumbres

Los rasgos más representativos de los cambios en las costumbres familiares se relacionan con la ilegitimidad y con el mestizaje. Para apreciar su evolución contamos con los libros parroquiales, irregularmente conservados desde fines del siglo XVI, y con algunos censos y padrones, relativamente completos, ya en el último tercio del XVIII. Sólo a partir de estas fechas podemos conocer algo acerca del celibato y de la estructura interna de los hogares. En la capital del virreinato, con su numerosa y compleja población, se desarrollaron las más variadas formas de convivencia.

Entre los dos extremos, representados por las encumbradas familias españolas, allegadas a la corte virreinal, y los desposeídos menesterosos que se refugiaban en la ciudad para sobrevivir a costa de los desperdicios del derroche, vivían en la populosa capital del virreinato varios grupos étnicos y sociales. Los intentos de segregación se manifestaron desde la primera mitad del siglo XVI en el diseño urbano, en el que las calles céntricas, que constituían «la traza», se destinaban a los españoles, mientras que los indios deberían vivir en barrios periféricos. Tal división fue inoperante, pues unos y otros desbordaron los límites en ambos sentidos. Algo similar sucedió con la distribución de las jurisdicciones eclesiásticas. Durante más de 200 años estuvo en vigor la distinción de parroquias de españoles e indios, lo que significaba que, independientemente de su lugar de residencia, debían acudir a la parroquia correspondiente para recibir los sacramentos; los libros parroquiales deberían haber registrado esta separación. Pero lo que nos encontramos en los registros es algo diferente, pues así como no aparecen españoles, y sólo excepcionalmente castas en las parroquias de indios, éstos son muy numerosos en los libros de bautizos de castas de las parroquias de españoles.

El prestigio y la situación económica de los feligreses de cada parroquia se refleja de algún modo en los documentos. Entre las parroquias de españoles, la del Sagrario, anexa a la catedral, y la más céntrica de la ciudad, reunía a las personalidades más destacadas y a las más aristocráticas familias de españoles, junto a sus numerosos esclavos negros y sirvientes mestizos o mulatos. La Santa Veracruz y Santa Catarina tenían, igualmente, población española y de castas, pero sin grandes diferencias de posición económica. De las parroquias de indios sólo contamos con datos de la de San Sebastián y queda pendiente el análisis de los libros de otras.

Lo que podemos apreciar, a juzgar por los registros de matrimonios y bautizos del siglo XVII, es que no había grandes diferencias en las costumbres familiares de españoles y castas de similar posición social, mientras que predominaban actitudes mucho más conservadoras y tradicionales entre los indios. Ya que no se puede perder de vista la frecuencia con que unos y otros acudían a parroquias diferentes de la propia, tampoco se pueden establecer tasas, coeficientes o índices seguros, pero, en todo caso, se pueden definir tendencias y señalar peculiaridades en matrimonios y bautizos. Un cambio importante, del siglo XVII al XVIII, fue el progresivo avance de la moral cristiana entre españoles y castas, con mayor proporción de matrimonios y considerable descenso en el número de nacimientos ilegítimos.

  -13-  

No puede sostenerse hoy, a la luz de los documentos estudiados, que las formas más irreverentes de comportamiento familiar correspondieran en exclusiva a determinado grupo, como tampoco es aceptable el prejuicio de que el mestizaje es fruto de uniones ilegítimas y que, en correspondencia, las parejas de la misma calidad, en particular las españolas, se unían canónicamente.

A falta de datos precisos, las informaciones parciales procedentes de crónicas religiosas, de ordenanzas locales y de escrituras notariales del siglo XVI, sugieren que, desde los primeros momentos de vida colonial, una gran parte de la población novohispana prescindió del matrimonio, y no sólo en uniones mixtas sino también cuando ambos miembros de la pareja eran españoles. Y esta tendencia, anterior a la promulgación de los decretos de Trento, arraigó de tal modo que aun a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII, el número de uniones informales era muy elevado, lo que daba lugar al nacimiento de una gran cantidad de niños que se bautizaban como ilegítimos.

Entre los años de 1650 y 1669, periodo en el que se iniciaba una época de recuperación demográfica, los niños bautizados en las parroquias de la Asunción Sagrario y Santa Veracruz fueron 28.126, entre los cuales el promedio global de ilegitimidad, independientemente de la calidad étnica y de la parroquia, fue de 42%1. Las cantidades son más representativas al hacer el desglose, de modo que corresponde a la parroquia de la Veracruz la proporción más baja de ilegitimidad, con 35.12%, mientras que el Sagrario, mucho más populosa, alcanza 45.33% 2. En la parroquia de la Veracruz, en la que la información es más completa, los españoles aportaron el contingente más elevado de ilegítimos en el desglose por grupos, con 1.219. A distancia les siguen los mestizos, con 737, y el tercer lugar corresponde a los 554 indígenas, que superan ligeramente al grupo afromestizo, con 535 (Cuadro 1).

Las españolas solteras que bautizaban a sus hijos, de padre español pero sin identificar, estaban demostrando que aquellas debilidades tolerables en gente sin cultura y sin honor, eran compartidas por quienes tenían la responsabilidad de defender el prestigio de su grupo. Ya que no disponemos de registros correspondientes a los mismos años para las parroquias de Veracruz y Sagrario, no se puede obtener un promedio simple de ambas, pero la comparación de los datos accesibles muestra las diferentes actitudes de españoles y castas en una y otra; incluso me atrevería a sugerir que parte de esa diferencia sería atribuible a la consideración que merecían los miembros de las castas a los respectivos párrocos, más inclinados a la tolerancia en la Veracruz, donde no había gran distancia en nivel económico y prestigio social.

La elevada proporción de ilegítimos indios, entre todos los bautizos, corresponde a su numerosa presencia total, puesto que también los legítimos fueron muchos más que los de los demás grupos. Dentro de su propia calidad, del total de 2.346 niños bautizados en 20 años, 23.6% fueron ilegítimos, mientras que los restantes miembros de las castas alcanzaron 42.5% de ilegitimidad3.

Ya que los indios no deberían haberse registrado en parroquia de españoles, hay que acudir a las suyas para ampliar con mayor precisión el conocimiento de sus costumbres familiares. Conocemos algunas cifras de San Sebastián, exclusivamente indígena, en donde de 377 bautizos en siete años, los 41 que se registraron como expósitos o de legitimidad dudosa representan 11% del total4.

  -14-  

CUADRO 1. Bautizos en la Veracruz, años 1650 a 1669, desglose por calidades
Ilegítimos Legítimos
Españoles
(1.210 más 9 registrados con las castas)
1.219 40% 2.426 43%
Grupo mestizo
(659 mestizos más 78 castizos)
737 24% 995 18%
Indios 554 18% 1.792 32%
Grupo afromestizo
(427 mulatos, 47 moriscos, 40 negros y 21 chinos)
535 18% 347 7%
Total 3.045 100% 5.587 100%

Así quedan situados los indios de los barrios urbanos en un término medio entre la severidad de la vida rural y la despreocupación de españoles y mestizos con los que convivían cercanamente.

Los libros de castas del Sagrario contienen muy poca información, hasta el punto de que a veces sólo aparece la mención de un bautizo en los márgenes del cuaderno, con el nombre del bautizado. Desde luego la definición de la calidad de los bautizados brilla por su ausencia. Globalmente puede apreciarse que las castas tuvieron 52% de ilegitimidad y los españoles 38%, en relación con los legítimos de la misma calidad. En Veracruz puede hacerse el desglose por grupos.

Los cambios de la modernidad ilustrada influyeron en el comportamiento de las parejas, con una mayor tendencia a la legitimación canónica de las uniones, por parte de españoles y castas, en un proceso inverso al que se produjo por las mismas fechas en Europa (Flinn 1989, 161-68). Aunque ya se había establecido la nueva división parroquial, era apreciable el predominio de uno u otro grupo en cada una de ellas. De modo que, entre 1780 y 1789, en Sagrario y Veracruz, el promedio de nacimientos ilegítimos bajó a 19% (casi la mitad del siglo anterior) siendo los mulatos los más irreverentes, con 24% de ilegítimos y los indios los más cumplidores de las normas, con sólo 17%. En medio quedaban españoles y mestizos, que registraron 20% y 19% respectivamente (Cuadro 2).

La parroquia de San Sebastián, que ya acogía a feligreses de cualquier calidad, conservó, no obstante, libros independientes para bautizos de hijos legítimos de indios y castas. No hemos localizado el de castas para los mismos años, pero sí algunos de indios y una larga serie, desde 1775 hasta 1785, de los ilegítimos de cualquier condición. Las proporciones resultantes confirman lo señalado en las otras dos parroquias, es decir, el progresivo descuido de los indios en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas, paralelo a la mayor disciplina de los demás grupos. El proceso de asimilación a modelos comunes de vida familiar se producía simultáneamente en ambos sentidos (Cuadro 3).

Faltan estudios relativos a los últimos años del periodo colonial, pero los datos   -15-  

CUADRO 2. Proporciones de ilegitimidad, siglo XVIII, parroquias Veracruz y Sagrario5
Españoles Mestizos6 Indios Mulatos7
Años Legítimos Ilegítimos Legítimos Ilegítimos Legítimos Ilegítimos Legítimos Ilegítimos
1780 178 41 129 25 83 9 18 10
1781 162 31 97 28 58 13 19 4
1782 154 38 72 32 61 8 12 5
1783 159 30 79 7 70 13 13 2
1784 154 27 85 1 58 7 14 0
1785 170 46 97 16 77 8 17 3
1786 164 55 104 19 68 18 15 7
1787 164 36 98 28 60 12 8 5
1788 163 57 83 28 81 24 5 3
1789 161 54 90 34 75 32 14 4
Total 1629 415 934 218 691 144 135 43
Porcentajes
de ilegítimos
20.3 18.9 17.2 24.1

de la década de 1780 confirman la tendencia hacia una mayor uniformidad en las costumbres y una mayor inclinación al cumplimiento de las normas. Los bautizos registrados en las tres parroquias estudiadas, entre 1760 y 1789, indican que la proporción de ilegítimos había disminuido en todos los grupos, en relación con lo consignado cien años antes. Aunque los indios siguieron siendo los más respetuosos, la diferencia con mestizos y españoles se redujo considerablemente.

Cierto que los registros muestran el cambio hacia un mayor respeto de las normas, pero sobre todo, indican que los párrocos y coadjutores encargados de asentar los datos de los fieles adoptaron una actitud mucho más critica y severa hacia los nacimientos fuera de matrimonio. Ambos procesos se aprecian en los años 1780 a 1789.

La proporción de hijos ilegítimos es de 15.2 dentro de su propio grupo. En cuanto a la relación con españoles y castas, su aportación a la ilegitimidad es ligeramente superior, pero responde a su mayor número, impreciso desde luego, ya que sólo por los antecedentes podemos suponer, puesto que no están completos los registros.

CUADRO 3. Parroquia de San Sebastián, bautizos de indios
1776 1777 1778 1779 1780 Suma
Legítimos 87 77 78 73 92 407
Ilegítimos 13 18 20 9 13 73
Total 100 95 98 82 105 480
  -16-  

CUADRO 4. Parroquia de San Sebastián, bautizos de hijos ilegítimos
1776 1777 1778 1779 1780 Total
Españoles 23 26 29 36 32 146
34%
Indios 13 18 22 9 14 76
18%
Mestizos 14 36 25 19 17 111
26%
Castizos 11 4 5 7 9 36
8%
Mulatos y moriscos 5 6 4 5 10 30
7%
Negro 1 1
0.2%
No identificados 9 6 1 8 5 29
6%
Total nacimientos ilegítimos 75 96 86 85 87 429
100%

La elevada proporción de ilegítimos aportados por los españoles haría pensar en un retroceso en las costumbres, pero nada puede decirse mientras no se conozca el libro de bautizos de hijos legítimos (Cuadro 4). Para esas fechas ya era mayoría la población que se registraba como española, cualquiera que fuera su origen, de modo que en las parroquias estudiadas de la capital hay siempre predominio numérico de españoles. Bien podrían ser tantos como la suma de los demás grupos, a juzgar por su presencia en el Sagrario, la Veracruz y Santa Catarina.




Los matrimonios legítimos

El esfuerzo de la jerarquía católica por imponer el matrimonio canónico procedía de varias centurias atrás y ya en Europa parecía haber triunfado, cuando pocas parejas se atrevían a desafiar la opinión de sus vecinos por mantener relaciones extraconyugales. Muy diferente era la situación en la Nueva España, donde se veían con discreta indiferencia o con complaciente tolerancia las numerosas uniones de parejas que vivían al margen de las normas.

En consonancia con los niveles de ilegitimidad, el número de matrimonios de las castas era mucho menor que los de españoles e indios y su incremento estuvo en relación con el descenso de los bautizos de ilegítimos. La comparación entre bautizos y matrimonios muestra la incongruencia de que la población más numerosa acudiera pocas veces al altar para legitimar sus relaciones. En el siglo XVII, los bautizos de castas del Sagrario alcanzaban 59% del total, mientras que les correspondía tan sólo 33.5% de los matrimonios en la misma parroquia8. Los cambios entre 1670 y 1770 son apreciables, aunque difícilmente cuantificables, a causa de la reestructuración de la diócesis, que estableció jurisdicciones territoriales a las parroquias, independientemente del origen étnico de sus feligreses. Eliminada así la original separación, los indios recibían todos los sacramentos en la misma parroquia, de acuerdo con el lugar de su residencia. De este modo, los matrimonios de indios en la parroquia de la Santa Veracruz contribuyen a equilibrar un poco la balanza a favor de las castas. Los 2.165   -17-   bautizos de castas representan 52% del total de la parroquia, mientras que los 590 matrimonios del mismo grupo alcanzan 46%, lo que significa un acercamiento importante a los patrones establecidos. Los 26 puntos porcentuales que los distanciaban en el siglo XVII se habían reducido a 6 cien años después. La afinidad entre todos los grupos habría sido completa si los españoles no se hubieran incorporado al proceso modernizador que en América exigía mayor formalidad en las uniones mientras en Europa abría posibilidades de mayores libertades.

Cuadro 5. Proporciones de celibato9, parroquia del Sagrario, 1777
Hombres Mujeres
Adultos Solteros % Adultas Doncellas + Solteras %
Indios 566 269 47.5 815 443 55
Españoles 2.627 1.250 47.5 3.210 1.352 42
Mestizos 375 154 41 647 276 43
Mulatos 413 145 35 673 267 40

El celibato masculino y femenino proporciona otro indicio del cambio en las costumbres familiares. Paulatinamente se fueron incorporando los indios a las actitudes de españoles y castas de rechazo al matrimonio. Ya en el último tercio del siglo XVIII, cuando todavía se podía hablar de matrimonio universal en las comunidades rurales, los indios de la capital habían alcanzado una proporción de soltería similar a la de los varones españoles y superior a las de todos los demás grupos. Los censos solían distinguir entre doncellas y solteras, en atención a las apariencias de respetabilidad más que a la presunta virginidad de las primeras, difícilmente comprobable. Pero no todos los empadronadores tenían el mismo criterio ni tal distinción parece relevante cuando no se trata de medir la conducta sexual, sino sólo de lograr una aproximación al conocimiento de las actitudes hacia el matrimonio.

Resulta, pues, que los mulatos, quizá en busca de un reconocimiento social del que estaban muy necesitados, acudían con mayor frecuencia a regularizar sus uniones ante el sacerdote; españoles y mestizos conservaban sus hábitos bastante descuidados, mientras que los indios, otrora tan conservadores y respetuosos, se alejaban del matrimonio, cualesquiera que fuesen sus relaciones domésticas. Sobre el promedio global de 43.34% (3.444 solteros y doncellas entre los 7.945 adultos españoles, mestizos y mulatos de ambos sexos) los indios sobresalen con la proporción de 51.55% (correspondiente a 1,381 adultos y 712 célibes) (Cuadro 5).

No se puede desdeñar la consideración de que muchas de las indias censadas en la parroquia del Sagrario eran «mozas» en casas acomodadas, en las que era común la preferencia por jóvenes solteras. Es muy probable que muchas de ellas, al contraer matrimonio o establecerse con un compañero fijo, abandonasen la casa de sus patrones y pasasen a vivir a otra parroquia. Pero en el mismo caso estarían las mestizas, mulatas y aun españolas, puesto que no son sinónimos india y sirvienta ni las demás eran ajenas al servicio doméstico. Hay, de todos modos, una mayoría de indias registradas como mozas.

  -18-  

La evolución en las tendencias a la endogamia étnica es difícil de apreciar porque hasta el último tercio del siglo XVIII los párrocos fueron muy descuidados en la determinación de las calidades. A esto se debe la increíble proporción de 0.7% a 4% de mezclas en los matrimonios de españoles entre 1650 y 1669. También es lógico desconfiar de la proporción de mestizaje de las parejas indias cuando no se registró ni un solo matrimonio mixto en la parroquia de San Sebastián y fueron 85 los que casaron con alguien de diferente calidad en la de Veracruz, para promediar un 24% de uniones mixtas. Lo más sospechoso es que 75 de estos fueron mujeres y 10 hombres, cuando lo normal era que ellos, y no ellas, tendieran a las mezclas. Todo parece indicar que la pareja se registraba en el libro y calidad que correspondía al novio, haciendo caso omiso de la calidad de la novia.

Las referencias de 1760 a 1780, de las parroquias de San Sebastián y Veracruz, dan 786 parejas de las que al menos uno de los contrayentes era indio, con 272 casados fuera de su grupo, lo que equivale a 35% de exogamia étnica. Esta proporción, sostenida durante varias generaciones, debería dar por resultado la fusión casi completa de los indígenas en el conjunto de las mezclas.

En todo caso, era común que las preferencias conyugales se inclinasen hacia personas de la misma calidad o de las que se consideraban afines; sin embargo, la regla presenta ciertas variantes según se trate de hombres o mujeres, puesto que entre ellos se aprecia cierta tendencia a mejorar de categoría, mediante nupcias con mujeres de mejor calidad, precisamente lo contrario de lo que les sucede a ellas.

Lo que parece deducirse de estas cifras es que las influencias mutuas habían terminado por consolidar un modelo de vida familiar en el que los indios perdieron la antigua disciplina en la obediencia de las normas, mientras que españoles y castas se acercaban a ellos, al buscar mayor formalidad para sus uniones. De entre los españoles, aquellos más distinguidos, acaudalados y respetados, procuraron preservar la legitimidad de su descendencia, como un necesario signo de prestigio y honorabilidad.

En las ciudades novohispanas hubo inicialmente un grupo indígena mayoritario y un grupo español influyente por su predominio político y prestigio social. Entre ellos, el desordenado conjunto de los mestizos y castas, aparentemente sin porvenir en la sociedad colonial. Sin embargo, las tendencias familiares de los dos primeros, relativamente afines dentro del rigor y de la tradición, fueron desbordadas por la caótica improvisación de las formas de convivencia irregulares que imperaban entre las castas. La adopción de estas nuevas costumbres, que no podemos llamar modelo, por su misma irregularidad, fue consecuencia del doble proceso de incorporación formal, más que biológica, de los mestizos a la calidad de «españoles» y de los indios urbanos a las costumbres de las castas.








Bibliografía

Calvo, Thomas. 1992a. Guadalajara y su región en el siglo XVII. Población y economía. Guadalajara: CEMCA-H. Ayuntamiento de Guadalajara.

——. 1992b. Poder, religión y sociedad en la Guadalajara del siglo XVII. México: CEMCA-H. Ayuntamiento de Guadalajara.

——. s. f. Étude démographique d'une paroisse mexicaine, Acatzingo, 1606-1810. Memoria de Maestría presentada en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Nanterre, Universidad de París, París.

Carrasco, Pedro. 1961. El barrio y la regulación del matrimonio en un pueblo del valle de México en el siglo XVI. Revista Mexicana de Estudios Antropológicos 17:7-24.

Escalante Gonzalbo, Pablo. 1993. Calpulli: ética y parentesco. En Historia de la familia, coord. Pilar Gonzalbo Aizpuru, 95-105. México: Instituto Mora-Universidad Autónoma Metropolitana.

Flinn, Michael W. 1989. El sistema demográfrico europeo 1500-1820. Barcelona: Crítica.

Gonzalbo Aizpuru, Pilar. 1998. Familia y orden colonial. México: El Colegio de México.

Klein, Herbert. 1986. Familia y fertilidad en Amatenango, Chiapas, 1785-1816. Historia Mexicana 36 (oct.-dic.).

López Austin, Alfredo. 1982. La sexualidad entre los antiguos nahuas. En Familia y sexualidad en Nueva España, 141-76. México: SERP-Fondo de Cultura Económica.

Margadant, Guillermo Floris. 1991. La familia en el derecho novohispano. En Familias novohispanas, siglos XVI a XIX, coord. Pilar Gonzalbo Aizpuru, 27-57. México: El Colegio de México.

Morin, Claude, 1970. Santa Inés Zacatelco, 1646-1813: contribution a la démographie historique du Mexique colonial. Tesis presentada en la Facultad de Letras, Universidad de Montréal, Montréal.

Peña Montenegro, Alonso de la. 1771. Itinerario para párrocos de indios, en que se tratan las materias más particulares tocantes a ellos para su buena administración. Madrid: Oficina de Pedro Marín.

Pescador, Juan Javier. 1988. Confesores y casaderas: la nupcialidad subyacente en la ética matrimonial de la iglesia novohispana. Estudios demográficos y urbanos 3 (2): 291-323.

Rabell, Cecilia. 1990. La población novohispana a la luz de los registros parroquiales (avances y perspectivas de investigación). México: UNAM, Instituto de Investigaciones Sociales.

Zorita, Alonso de. 1963. Breve y sumaria relación de los señores de la Nueva España. México: UNAM.



Indice