La flor
Rosalía de Castro
[Nota preliminar: Edición digital a partir de Madrid, Impta. de M. González, 1857, cotejada con la de Marina Mayoral (Obras completas, Madrid, Fundación José Antonio Castro, 1993, t. I, pp. 1-37).]
En las riberas vagando
de la mar, las verdes olas
mira Argelina y contando
las horas que van pasando
vierte lágrimas a solas.
Sus lindos ojos de cielo
en
el horizonte fija,
por ver si encuentra un consuelo
¡mas
ay!, que es vano el anhelo
que su corazón cobija.
Su amante le dijo allí
desde su buque velero:
«Aguarda Argelina aquí:
Que si hoy dejarte prefiero,
mañana vendré
por ti».
Y entera la noche larga
que silenciosa corría
vio pasar; pero en su impía,
crüel desventura amarga
no vio que su bien volvía.
Y el día también
llegó:
Mas fue que llegara en vano,
que el bien
que ansiosa esperó,
consuelo del mal tirano,
por
el mar no pareció.
Y
allí todavía está
mirando a la mar
movible,
por ver si la mar le da
lo que tal vez imposible
para Argelina será.
Y
viendo al fin reducidas
sus esperanzas en nada,
viendo
en el viento esparcidas,
las ilusiones perdidas,
su bienandanza
frustrada;
mirando al bien que
se aleja
con su fugitivo encanto,
dijo en tristísima
queja:
«¿Por qué tan sola me deja,
cuando yo le
amaba tanto?
¿Por qué
si tras él corrí?
¿Por qué si hasta
aquí llegué?
¿Por qué si tanto esperé
a verle más no volví?
¿No
comprendió que sin él,
fuera un tormento
mi vida,
donde guardara escondida
llena una copa de hiel?
¡Adiós, ventura de un
día!
¡Adiós, delicia soñada,
donde
he mirado estampada
toda la esperanza mía!
¡Ya nunca más te veré,
que el rudo penar que siento
me irá consumiendo
lento,
y de dolor moriré!
¡Adiós,
hermosa ribera
donde mi esperanza dejo
ya para siempre
me alejo
de tu orilla placentera.
Mas si viniendo
él aquí
oyeras su dulce canto,
contéstale,
dile cuánto,
cuánto por él padecí!...»
Ya su vivienda tornando
supo después
que olvidada
fue de su amante, y postrada
no resistió
su dolor.
Y encerrándose en la tumba
tanta belleza en un día
nadie pensó que moría
¡de un desengaño de amor!
Dos palomas yo vi que se encontraron
cruzando los espacios
y al resbalar sus alas se tocaron...
Cual por magia tal vez, al roce
leve
las dos se estremecieron,
y un dulce encanto, indefinible
y breve,
en sus almas sintieron.
Y
torciendo su marcha en un momento
al contemplarse solas,
se mecieron alegres en el viento
como un cisne en las
olas.
Juntáronse y volaron
unidas tiernamente,
y un mundo nuevo a su placer buscaron
y otro más puro ambiente.
Y
le hallaron al fin, y el nido hicieron
en blanda cama de
azucena y rosas,
y en ella se adurmieron
con las libres
y blancas mariposas.
Y al despertar
sus picos se juntaron,
y en la aurora luciente
sus caricias
de amor se retrataron
como sombra riente.
Y
en nubes de oro y de zafir bogaban
cual ondulante nave
en la tranquila mar, y se arrullaban
cual céfiro
süave.
Juntas las dos al
declinar del día
cansadas se posaban,
y aun los
besos el aura recogía
que en sus picos jugaban.
Y así viviendo inmarchitables
flores
sus días coronaron,
y nunca los amargos
sinsabores
sus delicias turbaron.
¡Felices esas aves que volando
libres
en paz por el espacio corren
de purísima atmósfera
gozando!
¡Ay, cómo el llanto de mis ojos
quema!...
¡Cuál mi mejilla abrasa!...
¡Cómo el rudo
penar que me envenena
mi corazón traspasa!
Cómo siento el pesar del alma
mía
al empuje violento
del dulce y triste recordar
de un día
que pasó como el viento.
Cuán presentes están en
mi memoria
un nombre y un suspiro...
Página extraña
de mi larga historia,
de un bien con que deliro.
Yo escuchaba tina voz llena de encanto,
melodía sin nombre,
que iba risueña a recoger
mi llanto...
¡Era la voz de un hombre!
Sombra
fugaz que se acerco liviana
vertiendo sus amores,
y que
posó sobre mi sien temprana
mil cariñosas
flores.
Acarició mi frente
que se hundía
entre acerbos pesares;
y lleno de
dulzura y de armonía
díjome sus cantares.
Y ¡ay!, eran dulces cual sonora
lira,
que vibrando se siente
en lejana enramada, adonde
expira
su gemido doliente.
Yo
percibí su divinal ternura
penetrar en el alma,
disipando la tétrica amargura
que robara mi calma.
Y la ardiente pasión
sustituyendo
a una fría memoria,
sentí
con fuerza el corazón latiendo
por una nueva gloria.
Dicha sin fin, que se acercó
temprana
con extraños placeres,
como el bello
fulgor de una mañana
que sueñan las mujeres.
Rosa que nace al saludar el
día,
y a la tarde se muere,
retrato de un placer
y una agonía
que al corazón se adhiere.
Imagen fiel de esa esperanza
vana
que en nada se convierte;
que dice el hombre en
su ilusión mañana,
y mañana es la
muerte.
Y así pasó:
Mi frente adormecida
volvióse luego roja;
y trocóse
el albor de mi alegría,
flor que, seca, se arroja.
Calló la voz de melodía
tanta
y la dicha durmió;
y al nuevo resplandor
que se levanta
lo pasado murió.
Hoy
sólo el llanto a mis dolores queda,
sueños
de amor de corazón, dormid:
¡Dicha sin fin que a
mi existir se niegan
gloria y placer y venturanza huid!...
Cuando miré de soledad vestida
la senda que el destino me trazó,
sentí
en un punto aniquilar mi vida.
¡Cuando infeliz me contemplé perdida
y el árbol de mi fe se desgajó,
tuvieron,
¡ay!, para llorar mis ojos
de amargura y de hiel tristes
despojos!
¡La nada contemplé
que me cercaba,
y... al presentir mi aterrador quebranto,
miré que solitaria me anegaba
en un mar de dolores
y de llanto!
¡Nadie ni amor ni compasión cantaba,
ni un ángel me cubrió bajo su manto,
sólo
la voz mi corazón oía
de la última
ilusión que se perdía!...
Ya
marchita la flor de mi esperanza
vi revolar no más
en torno mío,
vaga esfera sin luz que nunca alcanza
dar resplandor a un corazón ya frío.
Vano
es el ¡ay! que desgarrado lanza
por el dolor de ese vivir
sombrío:
¡La oscuridad de esa existencia muerta,
cierra de un bien al porvenir la puerta!
La
risa y el sarcasmo por doquiera
que fuera yo mi corazón
palpaba,
y doquiera también que me escondiera,
¡ay!, la risa sardónica encontraba.
No hubo un
rincón donde vivir pudiera,
no hubo esa paz que
con afán buscaba;
¡guerra sin fin, fatídica
existencia,
fue en mi vivir la delicada esencia!
Y rotas ya de la existencia mía
de paz y amor las ilusiones bellas,
llenas de horror
las contemplé en un día
cual en cielo sin
luz, muertas estrellas:
Su oscuridad mi porvenir partía,
mi fe y mi paz se confundió con ellas;
¡que eran
del alma indisolubles lazos
que se fueron al fin, hechas
pedazos!
Al caminar después
por mil abrojos
mi frente juvenil se marchitó,
y al sentir las espinas en mis ojos
de angustia el corazón
se poseyó;
luego al cielo exclamé puesta
de hinojos,
y el cielo mis clamores no advirtió;
y sola combatí con mis pesares
¡lágrimas
tristes derramando a mares!
Padecer
y morir: Tal era el lema
que en torno mío murmurar
sentí,
y mirando en redor de espanto llena,
su
fatídico emblema comprendí;
y al ver el torcedor
que me encadena
de espanto y de temor retrocedí...
¡Sola era yo con mi dolor profundo
en el abismo de un
imbécil mundo!
Y buscando
un apoyo, una caricia,
el eco «Soledad» me respondió:
Y cual cauce que ronco se desquicia
fatídico en
mi pecho resbaló,
regalándome a un tiempo
una delicia
que heló mi sien, y el porvenir mató;
que era fría y glacial como ella sola,
¡y aun
sin querer, el corazón guardóla!
La soledad... cuando en la vida un día
circunda nuestra frente su fulgor,
un mundo de mortal
melancolía
nos presenta un fantasma aterrador,
quitándole a las aves su armonía,
cubriendo
de la luz el resplandor:
¡Noche sin fin al porvenir avanza
ahuyentando el amor y la esperanza!
Por
eso, ¡ay Dios!, al caminar aún pura
entre inmundicias
mil que tropecé,
llenaron de dolor y desventura
la hermosa realidad con que soñé:
Terrible
asolación, esencia impura
lanzaron al Edén
que acaricié;
y aquel Edén se convirtió
en infierno
¡triste ilusión de mi dolor eterno!
Hoy yerto el corazón,
falto de vida,
horas de horror e insensatez presiente,
largas horas sin fin que en la partida
marchitan su ilusión,
secan su ambiente.
Y al dejar su ilusión seca y
perdida,
vana esperanza el porvenir le miente;
sabe muy
bien que esa esperanza es vana
¡sombra fugaz de su primer
mañana!
Cubierto de sombríos
nubarrones
un cielo en lontananza divisó,
y un
canto singular de maldiciones
en sus bóvedas altas
retumbó.
Rasgaban al pasar esas canciones
el alma
del que triste las oyó;
¡por eso el pecho en su
dolor profundo
sintió cubierto de aspereza el mundo!
Imágenes bellísimas
de amores
fúlgidos rayos de brillante aurora,
frescas coronas de lucientes flores
que un sol de fuego
con su luz colora.
Dulces cantos de amor arrobadores
que al delirar el corazón adora;
¡todo voló
con la ilusión de un día
rota la flor de
la esperanza mía!
Las
horas que soñé desparecieron,
cual la flor
que un torrente arrebató;
y allá en la nada
del no ser se hundieron...
¡Que mi espíritu aquí
no las halló!...
Tal vez ellas también se
arrepintieron
de brindarme el placer que me halagó:
Y huyeron, ¡ay!, a una región lejana
que dice
sin cesar: ¡ya no hay mañana!...
Mas ¿por qué se fatiga el pensamiento
en indagar el mal de esa partida?
¿Ignoro yo quizá
que es como el viento
la dicha que arrullara nuestra vida?
Lo pasado será de hoy más un cuento
que
se escuchó veloz...
¡Y correré en este vivir
incierto
cual brisa solitaria del desierto!...
¿Qué es este miedo aterrador que
siento
y esta congoja inalterable y fría,
que
cuanto más desvanecerle intento
más se burla
mordaz del ansia mía?
¿Quién ése fue
que me robó violento
cándida paz que recobrara
un día,
clavándole en la mitad del pecho
mío
la terrible visión de un desvarío?...
¿Por qué en mi acerbo
padecer maldigo
mis placeres sin fin, llena de enojos?
¿Por qué «si os amo» alguna vez les digo,
se llenarán
de lágrimas mis ojos?
¿Por qué terrible un
pensamiento abrigo
que marca mi camino con abrojos,
entrelazando
espinas con las flores,
que forman el Edén de mis
amores?
¡Ay!... yo buscando
un lenitivo leve
en el dulce elixir de una esperanza,
siento sin ver que a mi dolor se atreve
el viento asolador
de la mudanza:
Las hojas, ¡ay!, de mi placer conmueve
con el soplo voraz de su pujanza;
y la acritud de un pensamiento
triste,
me grita sin cesar: «¡La fe perdiste!...
«Y perdida la fe... la fe perdida...
Roto el cristal de esa belleza oculta,
el cielo encantandor
de nuestra vida
entre pálidas nubes se sepulta...
Su luz tan celestial queda escondida,
¡nuestra la faz
aterradora e inculta;
y atmósfera infernal, monte
de plonio,
¡pesa en el alma, sin saberse el cómo!...»
Yo callo a esa verdad que me despierta
a un mundo de aridez desconocido,
y muevo sin pensar
mi planta incierta,
sin buscar ese bien que hallo perdido.
Porque esa flor de mis jardines muerta
nada... y nada
no más se ha convertido;
¿y quién la nada
en algo convirtiera?
¡Sabio fuera en verdad quien lo dijera!...
Una tarde de paz en el estío
en que al sopor del caluroso ambiente
se mezclaba lo fresco
del rocío.
Hora en que
el sol su brillantez perdía,
cubierto allá
por las doradas nubes
donde hermosas sus luces escondía.
Sembrada de azucenas y verdura
selva en verdad de dilatado espacio,
convidaba al reposo
y la tristura;
y en la pálida
sombra que extendían
las ramas de sus árboles
frondosos,
misteriosas dulzuras se escondían.
Ningún eco cercano se escuchaba,
ni el insecto de espléndidos colores
jugando por
los aires revolaba.
Parece que
en redor todo dormía,
que ni aun el aura entre las
blandas flores
con su manso murmullo se sentía.
De cuando en vez algún
ligero viento
que al mismo tiempo de nacer moría,
cual de un niño que expira el breve aliento.
Un eco inusitado produciendo
pasaba
entre el verdor de aquel follaje,
y en el espacio al fin
se iba extinguiendo.
Y al cabo
en el silencio adormecidas
las olorosas plantas reposaban
en la sombra fresquísima escondidas.
Un joven allí inmóvil descansaba
cabe del pie de carcomida encina,
y una blanda ilusión
acariciaba;
y el ¡ay!, que postrimero
se sentía
de aquella tarde, amortiguado y yerto,
aquel joven tal vez lo recogía...
Clavado
su mirar en unas flores
que lozanas y bellas se entreabrían,
se encantaba, quizás de sus colores.
Y
al seguir el instinto que lo impele
con placer una de ellas
ha tocado;
mas al instante mismo retrocede.
Ve que la flor tan sonrosada y pura
cambiando
su color mustia se vuelve
al sentir de su mano la prensura.
Y una arruga marcó su
blanca frente
al mirar transición tan repentina;
y alguna idea se quemó en su mente...
Mas insiste otra vez; la mano alarga
por coger otra flor que era más bella,
y un pensamiento
de dolor le embarga
al ver también
que se doblega y muere
la flor que tan bonita se mecía,
y en vano el joven revivir la quiere.
Y
también esta vez su frente pura
nublada fue por
una idea extraña
mezclada entre vapores de amargura.
A poco rato un pajarillo hermoso
de dulce canto y purpurinas alas
que busca en la pradera
su reposo,
paróse junto
al joven que extasiado
mirándole en su vuelo le
siguiera
de su rara belleza enamorado.
Y
al verle que tan cerca se detiene
muy suavísimamente
le aprisiona,
y un instante en su mano le contiene.
Y el pajarillo entonces aletea
por
salir de la cárcel que le oprime,
y pierde su vigor
en la pelea.
Y al fin, después
de que se agita en vano,
su pobre corazón de latir
cesa,
y muerto se le queda entre la mano...
Estático el joven palabras pronuncia,
que él sólo comprende, que nadie escuchó,
y mira aquel ave que acaso le anuncia
lo que él
algún día, quizá presintió.
La víctima yerta ligero
la tira
a donde las flores marchitas están;
y
allí de sus restos los ojos retira,
que acaso el
mirarlos tristeza le dan.
Y
apoya la frente de angustia nublada
al árbol que
cerca de sí percibió,
y a poco pensando,
quizás en la nada,
cerrando sus ojos durmiendo quedó.
Y la selva también que se dormía,
con el joven aquél, en los vapores
que ocultaba
la tarde parecía.
Y un
eco de su fondo se exhalaba,
que al grato son del murmurante
arroyo
imperceptible y leve se mezclaba.
Y
aquel eco sin voz era un aliento,
un respiro vital de aquellas
llores
que extendían su aroma por el viento.
Una brisa ligera se levanta,
mueve
de pronto las dormidas hojas,
y entre las ramas resbalando
canta.
Y parece que entonces
nueva vida,
cobró a su vez la soñolienta
tarde
del letargo pesado desprendida.
Ya
el pájaro cantando voltejea,
y en su vuelo rasante
va tocando
la blanca flor que nacarada ondea.
Y el lago que tranquilo reposaba
espejo
de purísima limpieza
donde un cielo de azul se reflejaba,
manso viento que pasa y se desliza
su blanda superficie apenas mueve
y en leves ondas su
tersura riza.
Todo revive, al
parecer, y abierta
la senda de otra vida, se percibe;
mas el joven aquél aún no despierta.
Una paloma silvestre
ligera viene y
se posa
en el árbol do reposa
el joven que se
durmió.
Ya su cantar
poco dulce
marchóse el blando beleño
de
su pacífico sueño;
y el joven se levantó.
La vista tiende en la selva
para despedirse acaso,
mas tras él sintiendo el
paso
de algún animado ser,
vuelve
la cabeza y mira
un niño que juguetea,
y contento
se recrea
con inocente placer;
y
que en su mano lozanas
las flores marchitas antes,
con
sus colores brillantes
volvieron a relucir;
y el pájaro que doliente
entre
sus manos muriera,
ora cantando volviera
con su hermosura
a vivir.
Entonces el joven
del caso presente
la causa a su mente
pregunta, y la halló.
Y en tanto que el niño
risueño
jugaba,
su labio marcaba
sonrisa que heló.
La duda presiente
que acaso a su vida
por siempre irá unida
fatal predicción...
Suspira y su labio
murmura
una queja,
y huyendo se aleja
de aquella visión.
Luego un eco
en el espacio
muy despacio
se perdió,
y en los valles
extendido
escondido
murmuró,
con raro
vago
son:
«Al que en la vida una vez
mira la fe ya perdida
que acarició su niñez
y la terrible vejez
siente venir escondida;
quien contempla la ilusión
de su esperanza soñada
muriendo en el corazón
al grito de la razón
¿qué es lo que queda?...
¡nada!...»
La rosa del campo santo
Era una noche en que el viento
con sordo acento mugía,
y en que no más
se sentía
del trueno el ronco fragor.
Y en sombras la tierra envuelta
como
en un fúnebre manto,
miedo causaba y espanto
al
pecho de más valor.
Nadie
en tan hórrida noche
cruzar tal vez se atreviera,
ni del valle la pradera,
ni la calle en la ciudad.
Que es mucho el fiero estampido
que suena en el firmamento
al rudo choque violento
de la recia tempestad.
Do quiera
en torno se mire
sólo las sombras parecen,
que
en sus misterios ofrecen
genios que ocultos están.
Vagos fantasmas que corren
sus negras alas batiendo,
y a su alredor extendiendo
miedos que vienen y van.
Si
algún mortal aún despierto
noche tan cruda
mirara,
hacia su lecho tornara
para esconderse y dormir;
arrebujado y hundido
de su
colchón en la pluma
queriendo el mal que le abruma
con blando sueño extinguir.
Y,
sin embargo, velando
una mujer algo espera,
que mira
inquieta la esfera
de un anticuado reló:
del que la aguja dorada,
girando siempre
impasible,
vio que pasando terrible
las doce en punto
marcó.
Volvióse
pálida entonces,
y en su lozana mejilla
triste
una lágrima brilla
de agudo e intenso dolor.
Y un ¡ay!, de acerba congoja,
cual
del que en su bienandanza
pierde toda la esperanza,
mezcló
del viento al rumor.
Y exclama
con triste queja:
«Ya son las doce, ¡Dios mío!
Ya mi esperanza se aleja
que así el perjuro me
deja
sola llorar su desvío.
¿Por
qué en su amor me creí?
¿Por qué cifré
la esperanza
del tierno afán que sentí
prisma luciente que vi
mar de fingida bonanza?
Ya tantas noches pasaron
que aquí
velando esperé,
y silenciosas marcharon,
y entre
su sombra llevaron
la dicha que acaricié.
Y ni un consuelo a mi afán
sus
vanas sombras trajeron
que en mí burlándose
están;
y que hoy también fingirán
cual otras veces fingieron.
¡Ay!...
Cuando al fin se despierta
de un sueño dulce de
amores
para contemplar desierta
la ventura que cubierta
se vio de risueñas flores;
cuando
mentira se advierte
grata delicia que un tiempo
vivió
con el alma fuerte,
se mira en torno la muerte
vagando
del pensamiento;
ni trina el
ave sonora,
ni el aura murmullo tiene,
ni luce alegre
la aurora,
y hasta la vida se ignora
si algún
recuerdo contiene.
Corran veloces
las horas
marchen las horas despacio,
heladas o abrasadoras
se esconden siempre traidoras
en la nada de un espacio...
¡Oh Dios! Si el año de
gloria
que entre caricias fue huyendo,
trocóse
en dicha ilusoria
para abrasar mi memoria
que ha de acordar
padeciendo,
más me valiera
morir,
que el rudo penar que siento
tener asaz que sufrir,
y entre el dolor maldecir
la fe de mi pensamiento».
Así entre pena y dolores
aquella noche pasaba,
y la infeliz lamentaba
de la
suerte los rigores.
Cuando en
el aire sonó
leve palmada ligera,
y entonces la
joven fuera
de la ventana miró,
y
algo de bueno sus ojos
allá en la sombra encontraron,
que el ceño adusto dejaron
de sus sentidos enojos.
Plática dulce de amores
a poco
rato se oía,
y un hombre a Inés la decía
para calmar sus temores:
-¡Cuánto
sufrí vida mía!...
¡Cuántas congojas
de muerte
al ver pasaban sin verte
un día tras
otro día!
Tú comprender
no podrás
cómo esas noches tan largas
me
habrán parecido amargas
cual no lo fueron jamás.
En mis insomnios creí
que en tanto por mí esperabas,
de la pura fe dudabas
de quien penaba por ti:
de
quien sin miedo avanzó
por la tormenta impasible
luego que un medio posible
para venir alcanzó.
-¿Por qué la noche has
faltado
que aquí venir me juraste?
-Porque la
fortuna al traste
dio con mi intento soñado.
Quise a tu lado volver
cuando así
lo prometiera,
mas cual si la suerte fuera
mi grato plan
a torcer,
asuntos de gran valía
el tiempo aquel me robaron,
y de cumplir me privaron
la grata esperanza mía.
Y
en mi castillo esperé
llegase el ansiado instante
para decirte que amante
nunca de ti me olvidé.
Al escuchar, dijo Inés,
ese lenguaje que adoro,
percibo un rico tesoro
de mi
esperanza a través;
y
marcha el dolor impío
de mis acerbos pesares
cual
se disipa en los mares
la niebla con el rocío.
Mas queda envuelta en el hondo
de esa ventura que pasa
ceniza ardiente que abrasa
mi corazón hasta el fondo...
Siempre
escondido en mi pecho
cierto secreto guardé,
y
en mi dolor lo oculté
llena de amargo despecho.
Y fue la historia fatal
que
aquí una vez me contaron,
cuyos detalles grabaron
el corazón por mi mal.
Y
hoy sus misterios diré,
porque abrasando mi alma
roban la paz y la calma
que tanto tiempo gocé.
Dijeron que una mujer
de alto
linaje y renombre
quiso la dieses tu nombre...
tu hermosura
y tu poder.
Y tú cual
joven de honor
con su buen padre trataste,
y tu palabra
empeñaste
de consagrarla tu amor.
Y
que de un valle al confín
sólo con ella has
hablado,
y que en recuerdo te ha dado
una flor de su
jardín.
Tú con
afán la cogiste,
y con amor la besaste,
y por
su emblema juraste...
lo que tal vez no cumpliste...
Dime si es esto verdad:
que
más engaños no quiero...
Y más morirme
prefiero
que dudar de tu lealtad.
-Los
cielos testigos son
que si tal ha sucedido,
contestó
el galán, sumido
en rara meditación,
ni a la palabra falté
que en
ese tiempo haya dado,
ni al proferir que te amado
querida
Inés te engañé.
Si
algún juramento di,
a recordar sólo acierto,
que ha sido a un hombre que ha muerto
a quien tal cosa
ofrecí.
Mas ella... murió
también...
Y en el morir... todo acaba...
Por
eso a ti te llamaba
mi solo y único bien.
Cuando al venir a tu casa
por el cementerio
paso,
siempre me asalta al acaso
algún recuerdo
que abrasa.
Mas luego que lejos
estoy
de aquel lugar funerario,
con pensamiento más
vario
a ti acercándome voy.
Y
tus caricias de amor
con su dulcísimo aliento
disipan del pensamiento
los recuerdos de la flor.
Así su amante a Inés constancia
eterna
y gloria al porvenir la prometía,
y ella
escuchando apasionada y tierna
su fe volver al corazón
sentía.
Y se entregó
de la esperanza en brazos,
gozó feliz con su vivir
presente,
volvió a anudar los desunidos lazos,
y en el placer adormeció su frente.
Mas,
¡ay!, que la aventura acá en la vida
es niebla que
fugaz se disipó,
seca flor que en el tronco suspendida
la ráfaga más tenue desprendió.
Y también es verdad que
si hay un día
que el alma en paz de venturanza goza
entre el rudo estertor de la agonía,
lucha en
vano después y se destroza.
No
hay goce, no, que duradero sea,
ni placer que no envuelva
una mortaja,
la flor que más lozana se recrea
marchita de su tronco se desgaja.
Y
si algún ser entre delicias ciento
vio resbalar
su juventud temprana,
sentirá la vejez del pensamiento
que ha de luchar con su dolor mañana.
Y tendrá que pagar ese tributo
que nos pide de lágrimas la vida,
¡que es en verdad
el sazonado fruto
que dejamos al fin de la partida!...
Ved a Inés pobre mujer
que disipados ya mira
sus pesares,
cómo
volviendo al placer
llena de gozo delira
en sus cantares.
Mirad cómo al joven vate
que la enamora risueño,
le acaricia
cómo el corazón le late
y siente un suave beleño
de delicia.
Ya le parece que el mundo
es un jardín
encantado
que los mece,
sin
ver el daño profundo
que, aunque de flores sembrado,
les ofrece.
Y nada en el porvenir
la arredra ni la amedrenta,
ni allí mira,
que en el placer de sentir
vana quimera
sustenta,
y aun delira.
¡Quién
pudiera prolongar
tanta delicia en un punto
solamente!...
¡Mas, ¡ay!, que habrá
que pagar
cuanta ventura en conjunto
vio su mente!...
Si tal su placer ha sido,
si amor tan grande sintió,
tal será el dolo;
y buscando un bien perdido,
verá que pronto se halló
con llanto solo!...
La noche avanzaba
la aurora viniendo
su luz extendiendo
la tierra cubrió.
Cesó la tormenta
que ha poco
mugía,
lejano moría
su triste rumor.
La atmósfera libre
de
negros vapores
los varios colores
dejaba lucir,
de rosas tempranas,
de pájaros
ciento
que, alegres, al viento
volaban sin fin.
Reflejo el primero
de un sol que nacía
muy tenue venía
la escena a alumbrar,
de Inés y su amante
que en grata
victoria
cien mundos de gloria
forjándose están.
Ni cuentan las horas
que corren
perdidas,
ni ven que extinguidas
las sombras van ya.
Felices murmuran
promesas
sin cuento,
cenizas que al viento
mañana serán,
Inés que contempla
tan sólo a su amante,
ni mira adelante,
ni atrás
recordó.
La dicha presente
quizá se ha fingido
que eterna habrá sido,
y el mal olvidó.
Mas
de pronto su semblante
de amarillo se ha cubierto,
como
flor que en el desierto
marchitada al viento fue.
Y fijando su mirada
en un punto solamente,
preguntando está a su mente
si es mentira lo que
ve...
Blanca flor que se desprende
del jubón de su querido,
cual semblante dolorido
de una virgen que murió.
Cuyas
hojas ya marchitas
la figura representan
de bellezas
que se ahuyentan
la memoria que quedó:
Fue lo que de Inés atrajo
la
atención con tanto empeño,
lo que al fin
vio no era sueño
sino triste realidad.
Fue lo que la horrible duda
con los
celos le ha devuelto,
densa nube que ha disuelto
por
su vida una verdad.
-Tú
me fingiste, al punto exclama:
Ésa es la flor del
juramento,
esa mujer que amaste vive:
No me engañó
mi pensamiento.
¡Ay!, si después
que en ti he fiado
miro que es falso tu querer:
Si das
en premio a mis afanes
sólo un eterno padecer;
y si después que derramaste
bálsamo dulce en mi existir,
amarga hiel no más
me dejas
que aprovechar al porvenir...
Valiera
más que me mataras
que así dejarme, ¡oh,
Dios!, mirar
que en brazos de otra mis caricias
ya para
siempre olvidarás.
Esa
flor, ¡ay!, lo dice todo,
y ahora al mirarla ya perdí
la tierna fe, la dicha dulce
que en tus caricias recogí...
-Calma tu afán, la dice
el joven
algo turbado al parecer,
causa no fue lo que
ahora has visto
para aumentar tu padecer.
Es
esta flor, yo te lo juro,
emblema santo que respeto,
nada profano en torno encierra,
es de mi fe dulce amuleto.
Yo la encontré lozana
y bella,
pero tan triste en su color,
que creo vi por
su corola
cierto reflejo de dolor.
Y
la cogí, y aquí guardada
la puse junto al
corazón;
y nadie supo que escondía,
quizá...
fatal profanación...
-Dámela,
dijo Inés: Yo quiero
verla en mi frente relucir,
y así tal vez la fe perdida
vuelva en mi pecho
a revivir.
-¿Sabes Inés
lo que me pides?
¿Quieres lucir con esa flor...?
¿Sabes
quizá si en ti brillara
con un siniestro resplandor?
-¡Es su recuerdo no lo dudo
cuando la niegas a mi afán!...
-Tómala
Inés, él la responde;
¡sus hojas, ¡ay!, te
abrasarán!
¿Sabes por
qué yo la escondía
por qué a tu afán
se la negué...?
Voy a contarte al fin la historia
que siempre oculta reservé.
Era
una noche pura,
tan clara como el día,
la luna
repartía
su pálido fulgor.
Y
yo en mi capa envuelto,
siguiendo mi destino
marchaba
en mi camino
sin miedo ni temor.
Ningún
recuerdo entonces
de la pasada historia
turbaba mi memoria
ni me hizo padecer.
Ningún
eco sentido
cruzó mi pensamiento,
ni un ¡ay!,
de sentimiento
de mágico poder.
Mas
sin pensar, mis ojos
cercano divisaron
un punto, a do
tornaron,
de extraño resplandor.
Y
allí marchando pronto,
bajéme y vi crecida
sobre su tallo erguida
la contristada flor.
Parece que me dijo
al acercarme a ella:
«La esencia soy de Estrella
contigo quiero estar;
si no me llevas pronto
marchita ya
y sin vida,
ya mi aroma esparcida
por siempre quedará».
Y allí junto a la losa
de su sepulcro estaba;
y allí me demandaba
recuerdos
que olvidé;
que ocultos
en un mundo
corrieron escondidos,
donde vagar perdidos
por siempre los dejé.
La
recogí al momento,
y en mí guardada estuvo,
su esencia se contuvo
sin escapar de mí.
Y nunca esa flor triste
privó
de que te amara,
ni nunca ella esperara
lo que he encontrado
en ti.
Si oyendo aquesta historia
llevártela quisieras,
sin duda no tuvieras
ni
fe ni corazón.
Que aquel
que no respeta
las prendas de los muertos,
sus pasos
tan inciertos
serán cual su razón.
Sonora una carcajada
lanzó Inés
al fin del cuento,
burlando el raro portento
de la malhadada
flor.
Y con extraña sonrisa
dijo, mirando a un espejo:
«Verás cual brilla
de lejos
su amarillento color».
Mas la flor en su negra cabellera
tan
mustia y macilenta se volvió,
cual luz que moribunda
se extinguiera,
después que algún sepulcro
iluminó;
y aquel extraño
relucir sin vida,
tristeza tanta en su semblante vierte,
que aun más que aquella flor descolorida,
se parece
a la sombra de la muerte.
Ella
volvió los aterrados ojos,
hacia el hombre que estático
la mira,
y encontrólos quizá llenos de enojos,
que con afán y con dolor suspira.
Mas
él mudo quedó: ni un eco amargo,
ni dulce
son atravesó su aliento,
y aquel instante indefinible
y largo
fue el más rudo tal vez del sentimiento.
Y, ¡ay!, por fin un adiós...
voz la postrera,
siniestra por la estancia resonó;
y un momento después... nada allí había,
¡todo en silencio sepulcral durmió!...
Contaban meses después,
que
cierta joven hermosa,
habiendo puesto una rosa
que en
un sepulcro nació,
presa
en su negro cabello
para lucirse más bella,
la
flor, prendiéndose en ella,
jamás su frente
dejó.
Que allí
marchita y ajada
se fue la rosa quedando,
y que la joven
secando
sintió con la flor su sien.
Y
cuando al fin ya del todo
la flor se quedó sin vida,
la joven con ella unida
murió marchita también.
Y cada cual con espanto
viendo
su tumba contaba,
que aquel sepulcro guardaba
La rosa
del Campo Santo.