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ArribaAbajoCapítulo II

Actividad del hombre en la producción agrícola


La verdadera práctica y la ciencia pura, están siempre de acuerdo. La ciencia no es nunca antagonista de la práctica; al contrario, vive en medio de ella, ayudándola cuando obra bien, protegiendo al cultivador contra faltas que pudiera perjudicarla (Liebig). Lo que desdeñosamente suele llamarse rutina, es, a no dudar, el gran arsenal de todas las más preciosas verdades agronómicas. Casi todos los que se han lanzado a ensayos de agricultura y de ganadería en España, han perdido su dinero, por meterse a predicar de ellas los que no saben más que lo que estudiaron en las Bibliotecas


(Revilla Oyvuela).                


Dos formas reviste la actividad racional del hombre en concepto de actividad económico-agrícola, que preside y regula la transformación de la materia primera mineral en principios inmediatos y productos orgánicos: actividad común, espontánea, irreflexiva, inconscia, popular; y actividad científica, reflexiva, consciente, razonada, teórica.


ArribaAbajoSentido común agrícola

El primero y más notable de los rasgos diferenciales del sentido común agrícola, es el ser eminentemente práctico: encarna la verdad en forma de hechos, de usos y estilos, y de máximas consuetudinarias, flotantes en la tradición oral: es en un mismo punto conocimiento y acción: todo hecho sirve de precedente y como de regla a los que le siguen: toda regla nace de un hecho, y sólo para aquel hecho y sus afines sirve: expresa sencillamente un efecto, y únicamente aspira a promover su repetición. No es inclinado a generalizar y menos a penetrar las causas. Nace de la observación, y lo consagra la experiencia: su inspiración está bebida en la fuente de la Naturaleza, interpretadas sus manifestaciones, más que en idea, por modo de remedo; por esto, el labrador sabe discernir solamente aquello que practica, y asimila a ello lo demás. Observa que su campo produce en un determinado año menos de lo que había producido el anterior, que los vegetales próximos a un basurero ostentan más pompa y lozanía que los nacidos fuera de su influjo, y saca por consecuencia legítima la necesidad de conservar el estiércol que antes arrojaba, y derramarlo por la tierra donde cultiva las plantas domésticas; -advierte que la sequedad entorpece el curso de la vegetación, que la lluvia regenera las plantas marchitas, que éstas se gozan y prosperan en las frescas navas y marismas, o a orillas de un depósito natural de agua, y adopta por norma de conducta no plantear los cultivos sino en terrenos húmedos, ¿bien socorrerlos en tiempo y sazón con cierta cantidad de agua vertida al pie de cada planta, o conducida allí por cauces y planos inclinados dispuestos al efecto; -nota que los frutos son más ópimos en tal suelo que se dejó de intento improductivo durante uno o más años, y que recibió gratuitamente el beneficio de las labores, y plantea el sistema de año y vez; -descubre un perfeccionamiento notable en el tamaño y calidad del fruto pendiente de una rama que se ha ingerido en otra por natural aproximación, y ensaya con fortuna promover este sencillo fenómeno en aquellos otros árboles que escoge para que elaboren a su vista y alcance el material inorgánico con que le brinda en abundancia el medio ambiente; -contempla, en Vejer, cómo las marítimas arenas, impelidas por los vientos, invaden tumultuosamente y sepultan las viñas no resguardadas por ningún tipo de arbolado, e idea con éxito oponerles plantaciones de pinos piñoneros; encuentra al tender sus redes en la albufera valenciana, que se han retirado de ella los enjambres de peces que poco antes viera surcar sus aguas, y siguiendo las indicaciones de la Naturaleza, construye la famosa encanizada, atesora experiencias, reúne observaciones y dicta las célebres ordenanzas, regulando el beneficio del ancho penilago de Levante; -siente la apremiante necesidad de arbitrar en la Naturaleza recursos permanentes, de dominio social, con que ocurrir a los servicios públicos, y establece en Agreda la costumbre de imponer a todo nuevo vecino la obligación de plantar un nogal en la dehesa del procomún, creando un extenso vergel cuyos rendimientos eran suficientes a pagar las contribuciones de todo el pueblo; -vese forzado a cultivar plantas alimenticias e industriales en lugares fundados sobre rocas o en comarcas pobres de suelo arable y ricos de alúmina y pizarras, observa el modo cómo ha resuelto esta dificultad la Naturaleza, y una vez amaestrado por ella, abre, a fuerza de cincel y de pico, zanjas profundas, las rellena de tierra, y planta en ella una vid, como a orillas del Rhin; un olivo, como en la Provenza; un olivo y una vid, como en Cataluña; o bien, como en Bocairente y otros muchos lugares de la Península, rebajan atrevidamente la roca por un costado, construyen en la opuesta un muro de mampostería, terraplena con escombros y piedras el espacio intermedio, transporta a lomo de caballería el suelo vegetal, y en obra de meses transforma este campo, hijo del arte, en jardín delicioso y fértil, o en rico vergel abundante en todo género de frutas; -a mediados del siglo XVIII, la miseria causada por la falta de lluvias obligaba a emigrar a la enhambrecida población flotante de trabajadores mercenarios, desnudos de capital y privados de trabajo; algunos de ellos, en San Lúcar, más observadores que los demás, discurrieron la posibilidad de obtener legumbres en las dunas de la costa con sólo escombrar la arena hasta el nivel del agua, que se filtraba a cierta profundidad; escavaron, con efecto, grandes hoyos hasta dos cuartas encima de la capa líquida, abrieron algunas zanjas y conductos para dar salida a las aguas pluviales y verterla en el mar, acumularon la tierra extraída en la parte exterior, a modo de trinchera, para contener la arena voladora, y sembraron en el fondo vegetales de huerta, en el talud interior vides y frutales, y en el exterior cañas y pitas: el éxito superó a sus esperanzas en cuanto al objeto que se habían propuesto, y además consiguieron otro por añadidura, cual fue contener la invasión de las volantes arenas que habían sepultado ya una calle de la ciudad y amenazaba destruir todo el barrio bajo, sin que hubieran bastado a impedirlo los infinitos medios arbitrados por la administración municipal. Por virtud de este hecho, fundóse en aquella localidad el sistema de cultivo de los navazos en los méganos, tan común hoy en el Mediodía de la península. Así han nacido de hechos aislados las prácticas agrarias; así se ha formado con las prácticas el tesoro del saber precientífico y consuetudinario de los labradores, y así viene renovándose y acaudalándose sin interrupción. El hecho de uno se hace costumbre general; surge una necesidad nueva, y el sentido común, por órgano de uno o de varios individuos, acude al punto a satisfacerla; ese individuo, que de este modo se adelanta a los demás, sienta jurisprudencia para siempre: cuando esa necesidad sea sentida otra vez en lo sucesivo, ya no se pedirán lecciones a la Naturaleza, sino que se servirán las huellas de aquel sujeto que precedió a todos, tomando su hecho como regla.

No es esto decir que esta imitación de la Naturaleza sea un simple calco, que el hombre obre a modo de un pantógrafo, que falte en absoluto la reflexión en la formación y vida de las prácticas que componen la canónica del sentido común: cada una nace de un razonamiento, sólo que es un razonamiento imperfecto, porque no se levanta sobre el hecho ni va derecho a la causa: por esto es, en su conjunto, saber irreflexivo. Pregúntese a los labradores iletrados la razón de aquellos usos establecidos por él o heredados de sus mayores, y no contestará; obra así, porque la observación o la experiencia le han enseñado que es útil obrar en esa forma: no se engendran sus hechos de una idea, de un principio, sino de otros hechos, espontáneamente causados por la Naturaleza o provocados involuntariamente por él. Si por ventura contesta será por medio de metáforas, personificando el suelo arable, y refiriendo las operaciones agronómicas a términos que le son conocidos en la vicia humana, y con los cuales guarda alguna analogía: el estiércol calienta la tierra, el agua la refresca; con aquél se la nutre y engorda, con esta se apaga su sed; con el barbecho descansa, etc.; la verdadera causa, ni le preocupa, ni esta a sus alcances: se contenta con esas sencillas explicaciones, o más bien traducciones metafóricas del hecho. Obra como piensa, y piensa como obra, o mejor, el pensamiento y la acción componen una categoría sola que penetra por todo su ser como si formara parte integrante de él, que se convierte en una como segunda naturaleza: por esto declina tan fácilmente de costumbre sana en costumbre enferma, de tradición en rutina, cerrándose a todo viento de novedad cuando no viene informada en un hecho y se va infiltrando lentamente en el espíritu general.

El sentido común, que es quien habla en las prácticas de los labradores, constituye una especie de ciencia anónima, objetiva, impersonal, creada sin intención directa de la voluntad, regida por los impulsos de una necesidad interna; y como consecuencia, es su saber más homogéneo, más uno, y en el fondo, más verdadero que el saber propiamente especulativo y científico: tanto cuanto es menor la esfera del libre albedrío, son mayores y más aventajadas las dotes de infalibilidad que avaloran al saber popular. Sin la facultad de abstraer, propio de la razón reflexiva; libre de esas obsesiones de la imaginación, que hacen declinar la ciencia en un perpetuo atentado contra la sana razón contra la Naturaleza, el sentido común agrícola procede con más lentitud, pero con mas firmeza: adelanta menos, pero no retrocede camino; esquiva la paradoja; se libra de quimeras y de fantasmas: no se deja embelesar por los seductores espejismos que a las veces se forja la razón subjetiva; opone a todos esos alucinamientos la prosa de la vida; toma por guía la experiencia, y aborrece por sistema las novedades; pugna por obliterar en la fantasía la facultad creadora y reducirla al modesto papel de placa fotográfica que reciba pasivamente la verdad agraria tal como se ofrece en las vivas lecciones de la Naturaleza o en las secretas inspiraciones de la razón. Por esto son, a todo ruedo, más fiables conductores de la vida las geniales intuiciones del sano y realista sentido común, que las especulaciones teóricas de indiscretos y poco circunspectos científicos, pagados de inventiva y originalidad.

Pero en medio de estas y otras excelencias y virtudes que posee el sentido común, y que iremos enumerando más adelante, adolece, de no pequeños vicios. Como conocimiento, es en primer 1ugar, insistemático e inorgánico en la forma; su unidad es tan sólo de fondo, interna, latente y substancial, mas no se traduce al exterior; es unidad invisible, potencial, amorfa; lo constituyen innumerable enjambre de ideas, de máximas, de estilos y costumbres, pero en desorden, no sujetas a rigurosa disciplina, no eslabonadas jerárquicamente en torno de un concepto fundamental, formando un acabado organismo: es un agregado de verdades sin conexión formal, harena sine calce, membra disjecti corporis; nace por partes y fragmentariamente, no como un desenvolvimiento ordenado y sistemático de una idea generadora, puesta por núcleo y semilla de donde fluya por una como evolución genética toda la obra; y en esto difiere tan radicalmente de la ciencia, como si mediara entre ellos un abismo. Y faltándole la unidad formal, dicho se está que carece también de certidumbre; sus verdades no son verdades ciertas, por lo mismo que la razón no ha procedido, al investigarlas, según un orden metódico, ni ha podido fundarlas por lo tanto, en aquel concepto primordial que las contiene a todas, ni expresar el grado de relativa dependencia que dentro de él guardan las unas respecto de las otras. Nace de todo esto, que el sentido común no revele la verdad en toda su plenitud, que sea más bien un sistema truncado de verdades, deficiente en los pormenores, vago y nebuloso en la expresión, exento de aquella claridad que es característica dote de la ciencia, extraño en ocasiones a lo que las leyes naturales de la producción exigen, desvirtuada su verdad esencial por contradicciones insolubles: cada regla consuetudinaria ofrece multitud de variantes, cada problema diversidad de soluciones, cada necesidad aspectos intactos y nunca sospechados ni satisfechos; hay desequilibrio en el desarrollo de los miembros interiores, confusión en su ordenamiento, y falta de eslabones intermedios que patenticen su relación y enlace; tal país conserva en pie, por la fuerza de inercia que caracteriza a las creaciones del espíritu colectivo, antiguos usos y cánones que en otros países han sido ya desvirtuados y suplantados por otras costumbres posteriores; o al contrario, se mantienen confinadas y localizadas en la reducida comarca en donde nacieron, prácticas que convenía generalizar: acaso las crecientes necesidades de la sociedad, junto con el poder avasallador del hábito, convierten al labrador en un como agente mecánico de la Naturaleza; su espíritu se petrifica, su saber se enmohece, y entonces la actividad natural y la espiritual que median en la obra del cultivo se identifican en eso de ser fatales, y a la perturbación que vimos causada en el seno de la Naturaleza por el choque accidental de sus ciegas fuerzas, se añade el desorden y la confusión que a su seno lleva la acción ciega de los poderes espirituales.




ArribaAbajoSaber popular

En medio de este universal desconcierto del pensamiento y de la práctica, aparece la ciencia, y al punto un rayo de luz fecundante penetra y vivifica el vasto organismo del saber popular; el mundo interior del espíritu se siente libre de esa laboriosa crisis, y la obra del sentido común purificada de sus obscuridades y de sus sombras; su desquiciada constitución, reintegrada en el lleno de su unidad; transparentada al través de la tosca corteza del hecho la idea esencial que le sirvió de madre; generalizado lo accidental, transfigurado lo terreno, estereotipado lo fugaz y perecedero del hecho temporal, desvanecidas las anfibologías y ambigüedades, concertadas o fusionadas las variantes, desautorizadas las prácticas erróneas, demostradas y sancionadas las juiciosas y racionales. A diferencia de lo que en el sentido común acontece, componen en la ciencia dos distintos momentos la gesta y la doctrina: el saber no es práctico como allí, sino teórico; la agricultura-ciencia y la agricultura-realidad, son diferentes, y alguna vez hasta contradictorias. Compónese la primera de un sistema de principios, despertados acaso por influjo y virtud del hecho, pero sancionados sólo por la razón: la segunda procura amoldar sus funciones y procederes a la pauta de aquellos principios. No se satisface la ciencia, como el sentido común, con las verdades tradicionales: quiere cerciorarse de ellas, comprobarlas; no se contenta con registrar efectos, resultados, costumbres y usos; quiere descifrar las causas, poner de manifiesto las razones de las cosas, y con ellas por guía, rectificar la tradición o rodearla de un nuevo prestigio, el prestigio que lleva consigo la evidencia. Penetra los misterios de la vida vegetal, descompone la planta, descubre las leyes de su nutrición, y al punto reconoce las causas de la eficacia del abono, del barbecho, del riego, de la labor de arado, de la alternativa de cosechas, etc. Sorprende a la materia en circulación desde el suelo y la atmósfera a la planta y al animal, desde el animal y la planta al suelo y a la atmósfera, y formula la ley de la restitución: los descubrimientos del sentido común se completan y perfeccionan desde que se posee su clave y se notan los lazos de parentesco que los unen, y se ve que la tierra esencialmente no necesita descansar, que tal cosecha no envenena el suelo para otra de vegetales afines, que el abono no ejerce función de alimento para la tierra, que la rotación de cosechas no es indispensable, etc.; en suma, que todas estas prácticas son sencillamente manifestaciones diversas del principio en que estriba y consiste toda la Agricultura (la transformación de substancias minerales en substancia orgánica por medio de la fuerza vital), y medios de que sirve para envolver el embrión de un ambiente de elementos inorgánicos, disgregados, activos, vegetalizables, para que se los asimile y los transforme animándolos con su soplo vivificador. Armada con estas armas, alumbrada por la luz de estas verdades, sabidas ya como tales, esto es, ciertas, y guiada por el infalible criterio que le prestan, practica la ciencia una revisión de todo el material acumulado por el sentido común agrícola, lo somete a riguroso examen, contrasta sus máximas y estilos con la ley natural que los engendra y funda, y dicta el razonado fallo, ora declarándolas conformes con la razón y expidiéndoles certificado de aptitud y mérito, ora, por el contrario, condenándolas a pena capital o simplemente a capitis diminution. Purifica el sentido común de sus inconexiones, concreta y define lo vago e indeterminado de sus sentencias, concentra en una las diversas variantes, refiriéndolas al principio ideal común que las abarca a todas, concierta y resuelve las oposiciones, suple los vacíos y las omisiones, elimina las prácticas absurdas, endereza las torcidas, desarrolla las incompletas o rudimentarias, generaliza las locales, sustituye unas por otras; en una palabra, reduce el conjunto insistemático del saber popular a un organismo sano, hasta hacerlo coincidir de todo en todo con el organismo de la ciencia. No ha de entenderse, por tanto, que el saber científico sea algo otro que el saber común; es el mismo saber común, pero razonado, transfigurado, cribado en el arnero de la idea, acendrado en el crisol reductor de la reflexión: podía ser antes verdadero; ahora es verdadero y cierto. Con razón dijo Liebig: «la ciencia no es enemiga de la verdadera práctica: la ciencia y la práctica están totalmente de acuerdo.»

En esto no goza, a la verdad, de ningún privilegio el arte agrícola, ni obedece a leyes diferentes de las que gobiernan el arte de la legislación o el arte literario. Hay una legislación popular, espontánea, irreflexiva, la legislación consuetudinaria, formulada en usos y estilos, que se amoldan exactamente a las condiciones y exigencias de la vida. Y resisten con tenacidad pasmosa a la acción disolvente de los siglos: hay un arte popular, compuesto de humildes y fugitivas poesías, obra inconsciente de las entidades colectivas, que labran y depositan en ellas la savia más pura de su pensamiento, que las aman como hijos nacidos de su seno, y que religiosamente las legan a la generación que ha de sucederles en el teatro de la vida como el más preciado tesoro heredado de sus mayores y acaudalado por el esfuerzo propio. Pero al lado de ese derecho consuetudinario, se engendra y vive un derecho reflexivo, traducido en leyes o sistematizado en códigos, fruto de la reflexión individual, obra de la conciencia mediata, que sujeta a superior contraste la creación espontáneo-jurídica de la sociedad, y la purifica, la concentra, la corrige, la libra de lo inconexo y accidental, la sublima y trasfigura; y de igual modo, junto a la poesía popular, existe un arte superior, consciente, subjetivo, hijo del genio individual, que, como espejo ustorio, recibe, y concentra en un foco común los infinitos rayos de luz que irradian las creaciones populares, o directamente la sociedad en lo que piensa y obra, para fundirlas y quintesenciarlas en un solo raudal de incalculable potencia, que inflama y entusiasma a la multitud que prestó el material, y reinfluye, a su vez, sobre el arte popular que le fijó el punto de partida.




ArribaAbajoEl arte agrario

Pero así como el arte de la legislación y el arte literario están sometidos a límites que no es lícito traspasar, lo está igualmente el arte agrario: la vida del derecho tiene sus leyes objetivas en la vida de la sociedad, las tiene la poesía, cultivada por los sublimes genios del arte; y del mismo modo las hay que obligan a la Agricultura en la Naturaleza y en la sociedad, las cuales escapan a toda combinación de la voluntad y a todo alarde de inventiva de novedad. El legislador tiene por límites los principios del derecho natural y el estado de las costumbres jurídicas; el poeta no puede apartarse de la estética objetiva de la razón ni del gusto literario y del arte espontáneo de su tiempo; el agrónomo tiene que moverse entre las leyes de la vida natural por una parte, y por otra, el saber común de la generalidad dedicada al cultivo de la tierra. Fuera de aquí, legislador, poeta y agrónomo inciden en el vicio del idealismo: en vez de conducir, precipitan; en vez de enseñar, ofuscan; lejos de fomentar la vida, la perturban y atan: -el primero, crea leyes contrarias a la razón y al derecho, o bien extemporáneas, que nacen privadas de toda condición de viabilidad, que el pueblo unánime rechaza o indirectamente elude, y que van a aumentar la apretada falange de leyes muertas que obstruyen el cauce por donde corre el derecho sano paralelo con la vida de la sociedad: -el segundo, crea obras eruditas y afiligranadas, pero que no dicen nada de las aspiraciones del pueblo, ni retratan la faz de un momento histórico, ni salen de las entrañas de la sociedad, ni son prohijadas por ella, productos abortivos de fantasías enfermizas, extravagantes o licenciosas, y de las cuales puede decirse con propiedad que son inmortales, porque no han vivido nunca: -el tercero, por fin, dando rienda suelta a las licencias del pensamiento, sin otro yugo que su desarreglada voluntad, haciendo veces de razón su fantasía, y regido únicamente por el prurito de singularizarse y hacer alarde de vigorosa iniciativa y de rara originalidad, idea planes estrambóticos, alcázares de labor peregrina, mágicas transmutaciones y licores prolíficos, con que cree poder trazar nuevas leyes a la Naturaleza, obligarla a aceptar las bizarras creaciones de su fantasía en obsesión, sujetarla a una manera de maravilloso contrario a las leyes de la vegetación; proyecta causar efectos sin fuerza, crear seres de la nada, sumar lo heterogéneo, domeñar con la sola voluntad a la Naturaleza, transportar montañas a fuerza de conjuros; convertir en tangible realidad sus apocalípticas invenciones, y sustituir las sanas y profundas enseñanzas del sentido común de la humanidad, con una agricultura tísica, enfermiza y teratológica, exhausta de toda zavia, tejido de aberraciones y de monstruosidades, hacinamiento caprichoso de sibilíticas fórmulas que nos recuerdan aquel libro del Tesoro que transmutaba en plomo el oro del obispo Barrientos, y aquellas milagrosas historias de Amadises y Florianes, que sorbieron los sesos al hidalgo manchego; -o si logra salvar este escollo del idealismo en la doctrina, incide en otro no menos peligroso, el idealismo en la aplicación: abstráese el teórico de la actualidad no cuenta el poder asimilativo de la generalidad, que es limitado, entre los factores que integran el arte agrícola, mide la inteligencia del pueblo por la propia, confundiendo la nación con una academia de sabios, menosprecia las enseñanzas de la rutina, desconoce la vivaz constitución del saber tradicional formado en la experiencia, y lejos de tomarlo como punto de partida y como vehículo para popularizar la nuevas doctrinas y descubrimientos de la razón científica, convertirlos en saber común, en ciencia viva, en práctica y costumbre, infiltrándolos en las venas y en el cerebro de la sociedad, se le opone rudamente, lo ataca de frente, le escupe al rostro, e intenta hacer tabla rasa de todo lo existente para levantar sobre sus ruinas de todas piezas su sistema ideal, libre de toda condición de espacio y de tiempo. Aquí, las doctrinas no se contentan con ser distintas de los hechos, sino que son contrarias a los mismos.

Si los pueblos hubieran podido hacerse cómplices de tantos soñadores teóricos, de tantos iluminados doctores y filósofos del porvenir, sutiles inventores de constituciones políticas y sociales, Arcadias y Citereas, repúblicas oceánicas y ciudades solares, la humanidad se hubiera extinguido con más seguridad que con un diluvio universal. Pues esto mismo cabe decir con respecto a la Agricultura. Es el sentido común en ella seguro antídoto y áncora de salvación contra esa flamante Agricultura lírico-bucólica y de gabinete, que toma los espejismos de la fantasía por realidades, que tiene por tiránica la sujeción de las leyes naturales y las sustituye con yo no sé qué alquimia theúrgica, que se imagina poder transformar la vida de los campos por arte de magia, como si los labradores fuesen peones de ajedrez, y suplir la vacuidad del fondo con su enfática palabrería, su acento profético y la pomposa hinchazón de sus sibilíticas recetas, y que en su soberbia pretende haber descubierto más en un año que toda la humanidad en treinta siglos. A ese rico depósito de la sabiduría popular, expresada en forma de máximas proverbiales y de usos prácticos, se acoge como a seguro la vida en medio de la tormentosa agitación de los sistemas teóricos, de ordinario bellos y seductores en la apariencia, pero también de ordinario divorciados de la actualidad, cuando no lo están además de la razón y de la Naturaleza. En medio del inquieto oleaje de los sistemas teóricos, siempre extinguidos y siempre renacientes, el saber común mantiene la serena majestad de la razón, eternamente el mismo, como la inmutable divinidad, o más bien en un continuo, pero pausadísimo y acompasado crecimiento, semejante a las evoluciones cosmológicas de los mundos. Es la Agricultura un género de trabajo al cual no es lícito equivocarse ni ser inconsecuente: su responsabilidad es infinita, como que de faltar su auxilio se origina el único mal absoluto que cabe en la vida humana, la muerte: no puede retroceder ni rectificarse a cada instante, y así, por temor de dar un paso en falso, se aferra a las prácticas trilladas de siglos, y rotula su saber de este modo: «lo que hicieron nuestros padres». Los hipos de originalidad pueden tolerarse en los científicos, mientras se mantienen en las puras regiones del pensamiento; pero sentarían muy mal en el ejercicio de una profesión de la cual pende la vida de las sociedades con el mismo rigor con que pende la vida vegetal del curso ordenado y uniforme de las estaciones. En la balumba de los sistemas teóricos y de los libros, es tan difícil distinguir lo verdadero de lo falso, lo cierto de lo dudoso, que la resistencia pasiva que opone el sentido común a las innovaciones, antes que aborrecerse como un mal, debe agradecerse como un inapreciable beneficio. El sentido común cree sólo lo que toca, no se paga de idealidades; por su carácter de espontáneo, irreflexivo y semifatal, procede casi automáticamente, se abandona a los impulsos de su naturaleza -que es la tradición-, se recela de cuanto le es extraño, y lo rechaza pasivamente, hasta tanto que, por obra y ministerio del tiempo, se ha ido transubstanciando en él y héchose tradición, práctica, vida. No se abstrae un punto de la realidad, no se aparta un paso de los andadores de la Naturaleza; con lo cual, si no se distingue por lo arrojado de sus concepciones y de sus empresas, tampoco se expone a sufrir la desastrada, pero merecida suerte de Ícaro. Históricamente, el reino del sentido común es uno, y otro el de la ciencia, y cuando los principios de ésta son exóticos para aquél, no los acepta desde luego, y es forzoso aclimatarlos paulatinamente, con más cuidados aún que los que se ponen en la aclimatación de vegetales trasplantados de un nuevo mundo. Fuera de esto, el sentido común es respecto de la ciencia lo que el hule respecto del agua: ni la absorbe, ni se deja mojar. Surgen los sistemas, pelean, se vencen y destruyen, renacen, se concilian y fusionan, rectifican sus provisionales hipótesis, rechazan sus conclusiones, confiesan hoy por verdadero lo que ayer tuvieron por erróneo y viceversa, y en medio de su versatilidad, únicamente se conciertan para hacer cargos al sentido común y mofarse de él; mientras que el sentido común, resistente como dura roca, incrédulo por sistema, desconfiado y malicioso como Sancho, idólatra de la tradición, canonizada a sus ojos por la experiencia de todos los días, prosigue con sus inveteradas prácticas convencidas de absurdo y con sus procedimientos casi automáticos, y salva a la humanidad. ¡Mucho tenemos que agradecer a la rutina!

No vengo a hacer la causa de la rutina; pero es ya hora de que tenga una voz en la vida del pensamiento el sentido común histórico de los labradores, tan vilipendiado por una ciencia engreída que quisiera aventar en cenizas todo lo existente, para plantear sobre sus ruinas el diseño de una nueva creación. No es sólo en el Derecho donde hay que proceder con exquisita cautela en eso de condenar las prácticas del sentido común: a iguales respetos es acreedor en Agricultura. Del sentido común es hijo el arado de Castilla, tan vilipendiado, tan escarnecido, tan humillado y maltrecho y sacado a pública vergüenza por pensadores ligeros e irreflexivos, en presencia de las encumbradas y rozagantes máquinas de Howard y de Ransomes; hasta que dio en defenderlo y rehabilitarlo en nombre de la ciencia un químico y geopónico extranjero, Moll. No tienen número los artículos de periódico, capítulos de libro, sátiras violentas, Memorias, discursos y disertaciones que se han escrito, desde G. Alonso de Herrera hasta F. Caballero, para desconceptuar el ganado mular y encarecer los méritos del vacuno; mientras no se ha salido de aquí, el sentido común, permaneciendo sordo a tanto falaz consejo, ha salvado al primero del naufragio, seguro de la imposibilidad de reemplazarlo, mientras no se transformase por otro camino la faz de nuestra Agricultura: pero ¿cuál hubiera sido la suerte de ésta, abandonada a los idealistas, si se hubiera escuchado el radical consejo de Sandalio de Arias, quien para acabar de una vez con los mulos, proponía que se castrasen en un día todos los garañones de España por mano de verdugo? La resistencia que opone el sentido común a las novedades, el cariño que cobra a lo tradicional y consuetudinario, si algunas veces sirve de rémora al progreso, es otras su más eficaz auxiliar. El sentido común es eminentemente conservador: la ciencia es reformista, pero a menudo degenera en revolucionaria, y hay que agradecer a aquél su impermeabilidad (si vale la metáfora) para todas sus, caprichosas invenciones e hipótesis que, de llevarse a la práctica, pondrían en grave riesgo la vida de los pueblos. ¡Calcúlese qué hubiera sido de la producción del trigo, si hubiera debido seguir todas las oscilaciones y mudanzas que ha ido sufriendo desde el siglo pasado hasta nuestros días la teoría de la nutrición vegetal y del abono de las tierras: ora se sustentaba la idea de que el hombre no ejerce influencia sino en razón de su habilidad y esfuerzo; que la tierra solamente servía para sustentar en pie a los vegetales, pero no para alimentarlos; que el suelo no toma parte alguna en la producción, o bien, que los elementos nutritivos que encierra son inagotables; o que la fuerza productiva residía en el humus; o que dimanaba del ázoe; o que era suficiente un estimulante; que había plantas que, lejos de esquilmar, enriquecían el suelo, etc., etc.! ¡Calcúlese qué hubiera sido de la producción del vino, si el sentido común se hubiera mostrado dócil y pronto a aceptar los miles de locos remedios propuestos en Europa para atajar el desarrollo del oidium luckeri y sanar las vides atacadas por esta dolencia! Examínese la reseña del Concurso público abierto de Real orden en 1853, para conferir un premio de medio millón al autor del mejor preservativo y remedio contra aquella plaga: ¡qué suerte la de los viñedos si se hubieran atendido las ciento y pico de invenciones que se presentaron! No se hubiera hecho menos que encalar las vides, enyesarlas, engredarlas, emboñigarlas, enjabonarlas, embrearlas, encolarlas, azufrarlas, encenizarlas, sulfatizarlas, acidularlas, sajarlas, descortezarlas, despampanarlas, algodonarlas, orearlas, calentarlas, chamuscarlas con fuego, ahumarlas, sangrarlas, acodarlas, enterrarlas, envolverlas con paja, embetunarles las raíces, despuntarles las ramas, taladrarles y entarugarles el tronco, lustrarles los racimos con algodón, espolvorearles las hojas, rociarlas con agua de mar, con orines, con agua de cal, con legía de cenizas, con ácido clorhídrico y sulfúrico, con sulfato de cal, con hollín, hidrosulfato de hierro, cloruro de cal y romero, etcétera; pintarlas al óleo con aceite de enebro y de oliva; lavar los sarmientos con infusión de cebolla albarrana y los racimos con zumo de verdolaga; aplicarle zumo de alpechín, harina de cebada y nueces majadas; untar la podadera con gordura de oso o macho cabrío, con sangre de ratones o con aceite frito con ajos, y bañarla en infusión de raíz de alisa y de cardo cuca, pólvora, zumo de limón y agua de cal, o con cocimiento de linaza y pimiento picante: o con agua de jabón y cola; o colocar en las incisiones sebo, cera y resina; multiplicar los gorriones y tordos; obligar a los industriales a quemar el humo de las fábricas, etc., etc.




ArribaAbajoEl labrador, malicioso y desconfiado

En la relación de la Agricultura espontánea, práctica, común, con la especulativa y teórica, surge un grave inconveniente para la vida; la facilidad con que se deja alucinar la primera por la segunda, y sorprender por los más absurdos proyectos, cuando llevan el sello de lo maravilloso. Ya lo he dicho antes: el labrador es como el Sancho de Cervantes, malicioso y desconfiado; pero en tocándole al interés inmediato, muy fácilmente se le seduce: no cree que los rebaños de ovejas sean ejércitos de caballeros andantes, ni que los manchegos molinos sean descomunales y feroces gigantes; pero alguna vez cae en la tentación de tragar el bálsamo de Fierabrás, y acepta el gobierno de la ínsula Barataria: -no creo que nuestros labradores hubieran hecho otra cosa que reírse y expedir patente de simple al malhadado cultivador que se hubiese avenido a ser cruzado «caballero de la Orden de Isabel II» si hubiera fraguado esta institución que un anónimo arbitrista proponía por los años de 1850, como medio de extender y fomentar la Agricultura, premiando a aquellos que con afán se consagran al cultivo de la tierra a las artes agrícolas; pero se le ha visto vender la hacienda para imponer el precio en la caja de una doña Baldomera, que prometía, contra la sentencia de Aristóteles, hacer parir el oro. -Por un fenómeno natural que la psicología explica, y que la ciencia de la Belleza y la ciencia de la Religión han utilizado fructuosamente para fundar sus teorías y trazar sus respectivas historias, el pueblo se inclina, por virtud de la fuerza plástica de su espíritu, a expresar figuradamente los más sencillos principios de la razón y a convertir en leyenda y en prodigio los sucesos ordinarios de la vida común; así es que cuando se le ofrece una Agricultura legendaria y prodigiosa, la acepta en su crudo tenor literal y siente tentaciones de llevarla a la realidad. Los biógrafos de San Columbano, que recogieron las leyendas populares, tocantes al santo patriarca de la Caledonia, refieren que en los lugares donde quería que brotase un pozo o una fuente, daba un golpe en el suelo con su cruz, y luego al punto rompía las capas del suelo y manaba en la superficie la cristalina vena; que para transformar los árboles silvestres y obligarles a producir abundantes y azucarados frutos, les imponía las manos para bendecirles, y en nombre de Dios les ordenaba que perdieran su aspereza y rusticidad: In nomine Omnipotentis Dei, onmis tua amaritudo, o arbor amara, a te recedat, tua huc usque amarissima, nunc in dulcisima vertantur poma; Montalambert dice que lo que en realidad hizo San Culumbano, fue enseñar a los labradores de Irlanda y de Escocia a encontrar manantiales y a cultivar e injertar los árboles frutales. De esta propensión a lo maravilloso, nacieron infinitas aberraciones y decepciones que han servido para desacreditar a los ojos del sentido común las conclusiones verdaderamente científicas, sin poner en evidencia ni sacar a la vergüenza pública a los verdaderos culpables, a los autores de fantasías agronómicas. No se señalará en la copiosa Biblioteca hispana, libro que haya gozado de más popularidad entre nuestros labradores que el absurdo Lunario y pronóstico perpetuo de Gerónimo Cortés, cuyas ediciones se han venido repitiendo con gran autoridad desde 1594 hasta 1847, sin interrupción, y cuya «astronomía rústica y pastoril» ha sido el vademecum de los labradores, que durante siglos ajustaron a sus ridículos vaticinios las operaciones del cultivo. Publíquese un libro con este título: Tridente escéptico en España, física material, agricultura no cultivada y mágica experimental, para acrecentar las cosechas, aumentar los plantíos y todo género de granos y frutos a más de ciento por uno; sistema matemático, físico, iádrico, económico, historial y político, por el licenciado D. Joaquín Casses; o con este otro: Historia y magia natural, o ciencia de filosofía oculta con nuevas noticias de los más profundos misterios y secretos del Universo visible, en que se trata de animales, peces, aves, plantas, flores, hierbas, paraísos, montes y valles, por el P. Hernando Castrillón; o con este otro: Libro de los secretos de Agricultura, casa de campo y pastoril, por Fr. Miguel Agustín, prior del Temple; -y se harán de él once o doce ediciones, como del Libro del prior de Perpiñán se han hecho, y servirá de pasto espiritual a los labradores durante varias generaciones. El arbitrismo y la alquimia y la taumaturgia agrarias han estragado el gusto científico del vulgo agrícola; han sembrado más obscuridades en la mente de los prácticos que claridad los libros verdaderamente científicos, y logrado que el sentido común mire con prevención las doctrinas de la razón reflexiva y se aferre con más tesón a las cadenas de la rutina. Las ruedas perpetuas para conocer los años abundantes y los estériles, deslumbran al sentido común; forman su encanto y sus delicias, desatinados principios y mágicas reglas, al tenor de estas: -para obtener frutas sin hueso, se taladrarán las ramas cuando el árbol está en flor; para conseguir racimos que contengan aceite en vez de mosto, se injertará la vid en nogal por aproximación; el parto de las mulas es presagio de grandes y maravillosos acontecimientos; para que a uno no le acometan los perros debe llevar un corazón de perro en el bolsillo; para aproximarse a las abejas, es conveniente mantenerse casto, porque las abejas aman la castidad y castigan con saña a los incontinentes; para conocer de cuál género de granos habrá mejor cosecha en un determinado año, siémbrese de cada uno cuatro o cinco semillas en buena tierra húmeda, un mes antes de los caniculares, y aquella que más gallarda se mostrare el día en que empiecen éstos, será la más productiva al año siguiente, y viceversa; para multiplicar el trigo sin abono y en proporciones maravillosas, se pondrá en infusión la semilla en el licor prolífico, disolución en agua de lluvia de una cierta cantidad de nitro y de estiércol de gallina, de oveja y de caballo, en partes iguales; si no se quieren ver malogrados los cultivos, se aguardará para efectuar la siembra a que la luna sea nueva y esté en el signo Tauro, Cáncer, Virgo o Capricornio; para producir sin abejas multitud de enjambres, se matará a palos, machacándole bien los huesos en una sala obscura, una ternera. Y al cabo de algunos días estará consumada la misteriosa creación: la médula y cerebro se habrá metamorfoseado en 300 reinas, y la carne, la piel y los huesos, en otros tantos racimos de abejas obreras, pendientes de otros tantos palos que a prevención se habrán clavado en las paredes; para figurar las salas adornadas con soberbios emparrados, se iluminarán con aceite dentro del cual hayan crecido racimos, en frascos atados a los sarmientos; etc., etc. Para dar mayor realce y atractivo a estas monstruosidades de la razón agrícola, suelen rematarlas sus autores en esta forma: «y es probado». Es el inri de la agricultura.

Y no se piense que locuras de tanto bulto hayan pasado al panteón de las remotas historias, donde se van sepultando las preocupaciones antiguas: todavía gozan de universal autoridad los ridículos pronósticos de más o menos inconscientes vividores, entendimientos hueros o corazones depravados, que usurpan el nombre de astrónomos, y a quienes debiera secuestrarse la facultad de escribir por bando de buen gobierno; en un diccionario muy popular de B. Cortés, se da como posible el avivar la hueva de los peces incubada con el calor de una gallina; de A. de Burgos anda en manos de todos un libro, donde se recomienda, para obtener enjambres de abejas, un procedimiento semejante al patrocinado por el prior de Perpiñán y sus antecesores, reducido a enterrar despojos de mataderos, vientres de carnero, etc., para que en el seno de la tierra se incoe la creadora fermentación y se cumpla la sorprendente metamorfosis; todavía en un libro francés, cuyo autor no recuerdo, se enseña como secreto de agricultura, el cultivo de patatas con tallo de garbanzos, y de garbanzos con raíz y tallo subterráneo de patatas; todavía hemos visto en la Exposición Universal de 1867, acompañado de centenares de certificados, un abono-líquido-Boutin, análogo al mágico licor fertilizante del abad Vallemont, que hacía innecesario estercolar las tierras, toda vez que la semilla absorbía y llevaba consigo todos los elementos necesarios a la vegetación de la planta con sólo estar sumergida en él algunas horas, a razón de diez litros por hectolitro de grano; en El amigo del País (periódico, 1845), se describía un pretendido invento extranjero para multiplar a más del doble el rendimiento de trigo, consistente en un sistema de barras de hierro clavadas en los ángulos del campo, y puestas en comunicación por medio de un alambre subterráneo, imantado con dos pilas eléctricas puestas a los extremos de otro hilo metálico, el cual dividía el campo por el centro de N. a S., etc., etc.

Ni hay que entender tampoco que son estas sencillamente meras reliquias de la antigua alquimia agronómica, o que no transcienden al pueblo ni influyen en la práctica. No ha terminado todavía esa insensata rebelión del Espíritu contra la Naturaleza, de la idea contra la realidad, de la desarreglada fantasía de los teóricos contra el sentido común: con frecuencia reverdece la antigua idolatría del absurdo a la sombra y acaso con la complicidad de la ciencia, mejor dicho, de los científicos o de los que presumen serlo, o por engreimiento, o por precipitación en convertir las teorías en hipótesis y en llevar a la realidad sus poco meditadas conclusiones, o por falta de aquella prudencia y espera tan necesarias en asuntos de tanta transcendencia y que tan de cerca interesan a la vida de los pueblos. Pudiera citar muchos ejemplos; me ceñiré a dos. -Cuando yo estudiaba en el Instituto de Huesca, hube de dar una Conferencia en el Ateneo Oscense, sobre Meteoros acuosos en relación con la Agricultura, y en ella me ocupé con alguna extensión de los paragranizos: había visto certificada su eficacia y recomendado su uso por periódicos tan competentes como El Eco de la Ganadería, de Madrid, La Riqueza Española, de Zaragoza, y La Agricultura Española, de Sevilla, y por escritores tan sesudos como A. Blanco Fernández en sus Elementos de Agricultura, Collantes y Alfaro en su Diccionario de Agricultura, López García y otros; todos citaban casos prácticos en abono de su doctrina y de su recomendación: los paragranizos estaban generalizados por toda Europa y América: personalmente los habían visto funcionar en el extranjero, con sorprendente éxito: calculaban el tanto de gastos por hectárea que requería su establecimiento y conservación: increpaban a los labradores españoles por su criminal negligencia y apatía: no había más que pedir a la ciencia ni a la experiencia. Sin embargo de esto, como yo creo que en doctrinas que no se circunscriben a las puras regiones del pensamiento, sino que transcienden a la práctica, así en Agricultura como en Política, toda cautela es poca, al dar a luz la Conferencia en La Revista de primera enseñanza, creí deber dar la voz de alerta a los labradores y ponerlos en guardia contra aplicaciones tan concretas de una simple hipótesis sobre la formación del granizo, no confirmadas, antes bien desmentidas, por el pararrayos de la catedral. Hasta qué punto eran prudentes mis consejos, la experiencia se encargó de probarlo cuatro años después; en 1870, tuvo ocasión de juzgar auténticamente y a posteriori los decantados efectos del paragranizos, contrastado ya en la piedra de toque de la experiencia: caminando la vuelta de San Vitorian, famoso Monasterio en la raya de Sobrarbe y de Ribagorza, llamáronme la atención, al atravesar los términos de Muró de Roda, extensísimas filas de pértigas plantadas a distancias regulares, que se dilataban en todos sentidos y se perdían de vista en el horizonte de sierras y colinas que ciñe por el cierzo y poniente todo el distrito. No sin sorpresa me enteré de aquel singular cuadriculado: ¡el sentido común había sido sorprendido por el idealismo científico! D. José Oncins, agricultor bien conocido en Exposiciones nacionales y universales, indujo al Ayuntamiento a establecer en toda la extensión del término una tupida red de paragranizos, a fin de preservar sus viñedos de los efectos destructores de la piedra: aceptado el proyecto, consignóse una respetable partida en el presupuesto municipal para pértigas de pino y enebro, alambre galvanizado, que se hizo venir de Barcelona, jornales, etc., y en breve viéronse alzarse largísimas filas de aparatos a marco real por el fragoso y accidentado territorio de aquel pueblo: al primer año, la piedra fue benigna en él y en los comarcanos de la Fueba; pero al segundo, no dejó ni pámpanos en las vides. Hace poco tiempo, todavía quedaba en pie alguna que otra pértiga, sin el alambre ya, como si fuesen otros tantos signos de admiración con que el sentido común burlado se mofaba de sí propio por haberse dejado sorprender. ¿No hubiera sido mejor que el Sr. Oncins hubiese organizado una Sociedad de auxilios y seguros mutuos, semejante a la Unión de labradores de Cosuenda, sabiamente instituida en otro tiempo por el sentido común? He aquí otro caso: en 1858 dirigió M. Coste una Memoria a Napoleón III, proponiéndole repoblar de ostras, a expensas del Estado, los bancos empobrecidos de la bahía de Saint Brieur, primero, y después de toda la Francia y de la Argelia, con la aplicación de métodos cuya eficacia garantiza la ciencia. Unos 1.500 establecimientos ostreros se fundaron por consecuencia de esta petición, con tan halagüeñas esperanzas, que se calculaba por minutos el día en que iban a afluir de todas partes vagones de ostras: poco después, se dieron los particulares a pedir concesiones, con ánimo de dedicarse a esta industria en la bahía de Arcachón, y se hicieron hasta 116; en la isla de Ré se indujo a los labradores a abandonar sus cultivos y establecerse en la costa, consagrando su trabajo y economías a las respectivas suertes de litoral y playa que les fueron adjudicadas. Pues todo o casi todo fracasó: las corrientes marítimas barrieron el fondo de las bahías; los labradores que habían dado oído a los utopistas, cayeron en la miseria; y en tanto, ¿qué es lo que subsistió? Aquellos establecimientos ostreros de la isla de Oleron que se habían atenido a las prácticas del sentido común consagradas por la experiencia de tiempo inmemorial, y no a los preceptos de la Ostricultura científica; aquellos otros que, como el de la famosa laguna de Comacchio, conservaron sus procedimientos tradicionales, fruto de la observación de muchos siglos.

Las creaciones espontáneas del pueblo son ordinariamente sanas, y preceden de largo trecho a la ciencia: los más arduos y transcendentales problemas los ofrece resueltos en el hecho, siglos antes de que la ciencia sienta la necesidad de plantearlos como idea. Pero esas racionales prácticas van ordinariamente acompañadas de un grave inconveniente que mengua no poco su eficacia: su localización y su aislamiento, la falta de unidad y de universalidad en su aparición. El sentido común de tal país encuentra la verdad y practica lo que siglos después aplaudirá y prohijará la ciencia; mientras que en tal otro no ha alcanzado sino vagos vislumbres de esta misma verdad, obscurecida por errores de bulto y prácticas absurdas y desatentadas, que la ciencia no logrará erradicar sino al cabo de muchos siglos de perseverante propaganda, de reñidas batallas y de esfuerzos titánicos. Me explicaré con un ejemplo. No hace mucho tiempo que la ciencia ha descubierto la verdadera naturaleza de la Agricultura, demostrando que no difiere esta industria de las demás en orden a la relación existente entre la materia elaborable y los productos elaborados.

La fabricación del trigo, por ejemplo, obedece a las mismas leyes y requiere idénticas operaciones que la fabrición del pan: el panadero toma la materia primera (harina y agua) y los agentes físico- químicos que han de transformarla (fermento, calor), los aproxima, entra en fermentación la masa, se cuecen los panes y queda cerrado el proceso de la panificación: -análogamente tiene que proceder el labrador, según las prácticas de la agricultura tradicional y los principios de la ciencia agraria: toma la materia primera (minerales activos, asimilables, en estado de combinación física, y agua), y los agentes orgánicos y físico-químicos que han de determinar la transformación (la fuerza vital de las semillas, el calor, etc.), los relaciona, siguiendo las pautas propias de su privativa técnica, brota el germen, crece, florece y madura la planta, y termina el proceso agronómico con la recolección: algunos de esos factores, ordinariamente los encuentran en la necesaria proporción las plantas en su medio ambiente, como el carbono, el oxígeno, el hidrógeno, el agua y el calor, etc., y el labrador no necesita allegar artificialmente esos elementos; pero otros, los sólidos e incombustibles, la potasa, el ácido fosfórico, etc., se encuentran en el suelo en cantidad limitada, a cada cosecha mengua su proporción, rara vez opera espontáneamente la Naturaleza la restitución por medio de desbordamientos periódicos de ríos, y el agricultor se ve forzado a devolver a su campo, si quiere obtener nuevas cosechas, los elementos inorgánicos que sacaron de allí las anteriores. La agricultura, como las industrias manufactureras, crea formas, no substancia: al igual de ellas, requiere por primera condición la materia bruta: difiere de ella solamente en tener por cooperadora directa a la Naturaleza, y seres orgánicos por mediadores activos; ha menester restaurar las fuerzas primitivas del suelo, lo mismo que el panadero tiene que renovar la provisión de harina en su artesa para seguir produciendo panes. -Pues bien; este principio fundamentalísimo, que no había reconocido la ciencia hasta hace poco, el sentido natural de los labradores lo había presentido hace millares de años, y lo había erigido en base de un cultivo racional; solo que no se había manifestado en igual intensidad en todas partes, y que no en pocas, por el contrario, la agricultura ejercía un cultivo espoliador que incapacitaba la tierra para ser la despensera de la humanidad: el Japón y la China se mantienen hoy tan fértiles como hace veinte siglos, a causa de haber conservado constantemente, la primitiva constitución del suelo, gracias al sistema, generalizado de tiempo inmemorial, de recolectar en los lugares de consumo, para rescatarlas a los de producción, las materias, fecales, en las cuales se encuentran casi todos los elementos que el suelo prestó a los productos cosechados y consumidos; al paso que la Agricultura europea ha empobrecido el suelo arrojando imprudentemente al mar aquellos residuos, quebrando e interrumpiendo violentamente el círculo de la materia, y causando trastornos sin cuento. Dentro del continente europeo hubo nación, como Flandes, que adivinó y practicó aquel principio, por el mismo medio y en igual forma que la Agricultura asiático-oriental; pero el sentido común, poderoso para hacer tan gran descubrimiento en una reducida nacionalidad, no lo ha sido para contagiar con su ejemplo a las demás. Dentro de España, hay provincias y localidades, en las marinas de Levante, donde también ha sido sentida y satisfecha la necesidad de utilizar las materias fecales para reintegrar al suelo en el lleno de su composición mineral y conservar su fertilidad; y tampoco ha logrado transcender y comunicarse a las demás esa práctica transcendentalísima, sin la cual el ejercicio de la Agricultura es un hurto legal, cuya pena pagarán las generaciones venideras.

Hasta qué extremo es débil el poder absorbente y asimilativo del sentido común, lo harán comprender mejor los siguientes ejemplos: -En el extremo Sur de la gran meseta central de la Península, se encuentra situado el dilatado término de Daimiel, con agua subterránea muy profunda; y, sin embargo, a esa gran profundidad han ido a iluminarla, y de allí la extraen en cantidad suficiente para regar considerable extensión de huertas; perfóranse diariamente nuevos pozos; millares de norias funcionan de continuo; el cultivo pierde su carácter aleatorio y se sujeta a previsión y a cálculo. Pues bien; en el extremo Norte, el agua subterránea corre más próxima a la superficie, y sin embargo, no han dado en abrir pozos, por regla general, ni aun para beber: en todo el trayecto de Ávila a Burgos (250 km.), se cuentan 120 casas de guardas de pasos a nivel, de las cuales 116 gozan un pozo de diez a quince pies de profundidad, y a tal punto llega la indolencia y el poco arte de los lugares próximos, que van a aquellos pozos a buscar agua con que apagar la sed de los labradores y segadores durante todo el verano: sufren el azote de las sequías, logran una cosecha cada cinco años, ven a la agricultura nabatea de Daimiel obtener dos anualmente; y esto no obstante, cada una de esas dos regiones conserva su fisonomía característica, sin que el ejemplo de la primera haya influido para nada en la segunda; ¿y qué mucho que haya sucedido así, tratándose de dos comarcas separadas por tan larga distancia, cuando hace pocos años habían sido infecundas las clásicas enseñanzas de Daimiel para las poblaciones de sus alrededores? Todavía se puede citar otro caso, si cabe, más característico. Es la provincia de Badajoz, país de población apiñada, de dilatados términos municipales, de muy raros cotos acasarados, el polo opuesto de lo que constituye el ideal de la población rural, tal como lo han realizado cumplidamente algunas comarcas del Norte de la Península; pues bien, en esta provincia se ha manifestado espontáneamente, no ha mucho tiempo, un núcleo de población rural tan acabada como pudiera soñarlo el ilustre agitador de este transcendentalísimo problema social en España, D. Fermín Caballero: aludo al pueblo de Azuaga, especialmente, y en parte a Valverde de Llerena. Hállanse diseminados por el distrito jurisdiccional de entrambos pueblos, montes cerrados, espaciosas dehesas y extensos rodales de encinas, propiedad de algunos particulares, que los arriendan por suertes quien desea ponerlos en cultivo: los desheredados de la fortuna, hijos de jornaleros, mozos de labor, etc., suelen tomar, al tiempo de casarse, una parcela de monte en arrendamiento; con la exigua dote de la mujer compran un asno; con ramas y tierra construyen una choza en el monte, y allí se establecen de asiento, solos, aislados de todo contacto, en muy rara comunicación con la villa materna: rompen y roturan el monte, venden la leña o la queman para carbón, siembran trigo y algún otro grano en los secanos descuajados, a menudo se arbitran huerta en algún fresco navazo, o a orillas de un arroyo, o por medio de charcas o pozos; abandonados a sus propias fuerzas, fiados exclusivamente en su valor individual, semejantes a los plantadores americanos que se internan en las vírgenes selvas del Nuevo Mundo con la Biblia en una mano y el hacha en la otra, en busca de un bienestar que les negó la fortuna en medio de la sociedad, trabajan de continuo sin desmayar un punto, luchan con los elementos, doman a la Naturaleza, acumulan ahorros, crean capital, y a la vuelta de algunos años son ya dueños en pleno dominio de aquellas u otras tierras de labor, cortijos y pares de mulas; nácenles hijos, que a poco sirven para el trabajo, y que, llegados a cierta edad, imitan a sus padres, estableciéndose en otro lugar apartado del monte, sea dentro del propio término municipal, sea en los aledaños. La población rural va creciendo así de dentro a fuera, en forma de proliferación, por virtud de una como fuerza orgánicoplástica actuando en torno de aquel centro donde hizo su primera aparición y ha echado raíces tan loable costumbre. Pues bien: ¿querrá creerse que el espectáculo diario de las grandes ventajas logradas por los cultivadores de aquellos pueblos, no ha sido parte para que los colindantes se muevan a imitarlos, y asimilarse y aceptar como propia aquella práctica racional, que no puede menos de recomendar la ciencia?




ArribaAbajoMisión de la ciencia agraria

Supuestas estas condiciones del saber común, ¿cuál es la misión de la ciencia agraria? Quilatar el mérito y valor de aquellas costumbres seculares; sellarlas con el sello de su autoridad en aquella parte que reconozca por hija legítima de la razón; generalizarlas, convirtiéndolas de práctica local en regla sabida y aceptada por la universalidad de los labradores; tomarlas como punto de partida para divulgar sus nuevos descubrimientos y doctrinas; no empeñarse en ingerir de una vez en el sentido común principios exóticos sin una previa aclimatación; no contentarse con saber que una novedad es racional, sino exigir además que como tal novedad sea juiciosa; que al traducirla en la vida real, observe la máxima antigua nosce tempus, y no alcance cada uno de sus progresos a puro de reveses. Yo tengo para mí que si se comunicasen unas a otras las provincias españolas todas las prácticas racionales nacidas y estancadas en cada una de ellas, la agricultura peninsular sería punto menos que perfecta: cuanto puede apetecer el más exigente geopónico, encontraríalo vivo y en acción, en uno u otro rincón de nuestra Península: la ciencia agraria entera, sin exageraciones ni filigranas, escrita en los anchurosos espacios de la tierra por el dedo de los siglos, vive y alienta en los campos de nuestra patria; sólo que sus páginas vagan dispersas; cada localidad posee solamente una o dos, y aun éstas, adulteradas quizá por multitud de preocupaciones y de estilos viciosos y torcidos. El cribar estas prácticas, a fin de separar el trigo de la cizaña, aprobar y otorgar su exequatur a las buenas, desechar las dañosas, debe ser obra de la ciencia; no menos que el desautorizar las segundas a los ojos del sentido común, y generalizar con los mismos medios de éste las primeras. En esta generalización, no se corren los peligros del idealismo ni los de la inexperiencia, porque vienen contrastadas en la piedra de toque de los hechos, y canonizadas por una larga práctica. No es esto proclamar un eclecticismo, la ciencia, como absoluta que es, es independiente de los hechos, pero como al propio tiempo es ciencia histórica, positiva, ha menester consultar al sentido común, a la práctica, a fin de buscar en aquella el sistema de principios que cabe hacer prevalecer en determinado momento; la ciencia pone el criterio, el juicio, pero las reglas debe pedirlas a la costumbre, a la realidad, a la tradición precientífica. No todos los progresos que concibe la ciencia, puede hacerlos suyos desde el primer instante la Agricultura práctica de un país: su poder asimilativo es limitado, y el límite se determina por el estado mismo de la costumbre. El pueblo solamente puede andar con los andadores de la tradición, y la ciencia tiene que tomarla, no sólo como medida, sino además como vehículo para intentar con alguna fortuna sus reformas. Cuantos progresos admite y puede absorber la agricultura popular y consuetudinaria, la agricultura de la generalidad en un país, el pueblo mismo espontáneamente los adivina y los pone en ejecución, sólo que los adivina y ejecuta mediante órganos individuales, o mediante entidades colectivas muy reducidas, y no siempre obra en la masa suficiente poder de asimilación para prohijar aquellos progresos en la práctica de todos los días; de forma que para vivir la vida del progreso, y vivirla, de sí misma, ha menester concentrar sus conocimientos positivos y hacerlos patrimonio común. Fijándonos sólo en la española, encontraremos practicados y en toda su perfección todos los sistemas de cultivo: el de rozas; el trienal; el de año y vez, mediante el barbecho; el continuo, por medio de alternativas, abonos y riegos, sea anual en los secanos, sea semestral o trimestral en los regadíos; las praderas permanentes; los prados artificiales; el cultivo arbustivo; el bosque beneficiado de un modo regular, etc. Acabados ejemplos de riego y de cultivo intensivo puede ofrecernos la práctica de infinidad de localidades en las provincias de Zaragoza, Lérida, Granada, Murcia Valencia, León y La Coruña, y la ciencia nada tiene que enseñarles, antes bien, puede en ellos aprender no poco: medios sencillísimos y primitivos de sangrar ríos, ostenta en abundancia la cuenca del Duero, y medios costosos y obras monumentales y perfectas la del Ebro; de cultivo estepario suministran brillantes muestras Zaragoza y Murcia, que precedieron a Rusia en reducir estériles margales salíferos a frondosísimos vergeles y feraces huertas; de cultivo en graderías y en terrazas, numerosos pueblos de Cataluña y de Valencia, y muy especialmente Segorbe, el valle de Cofrentes, y Lanjarón en Granada, milagro del arte, creación de un edén encima de rocas; de cultivo por cimas, el valle del Guadalfeo, en la Alpujarra; de entarquinamiento sistemático y permanente, algunas cañadas de la provincia de Almería; de alumbramiento de aguas subterráneas, Cataluña y Ciudad Real; el sistema de pantanos, en las marinas de Levante; ruedas hidráulicas, el Guadajoz; cigoñales, el Vallés y Soria; de cultivo de arenas voladoras por medio de navazos, Sanlúcar y otros lugares de la provincia de Cádiz; de cultivo del pino en las arenas, Vejer, Puerto Real, Bagur, etc.; del cultivo y aprovechamiento de la encina, Badajoz; del alcornoque, Gerona; del olivo, Sevilla; de la vid y de la vinificación, Jerez, Cariñena; del trigo, Salamanca; del naranjo, Valencia; de la palma, Alicante; de la cochinilla y el nopal, Canarias y Málaga; de prados permanentes y fabricación de manteca, Santander; de resinación, Madrid; de fabricación de pasas, Alicante y Málaga; de conservas verdes, la Rioja, Burgos y otras; de población rural, las Provincias Vascongadas; de industria doméstica, alternando con la agricultura, Oviedo, Ciudad Real, Alicante, etc., etc. ¡Qué suma de ciencia, pero de ciencia viva, de ciencia en acción, representan estas prácticas agrarias, invenciones del sentido común, de las cuales pende nuestra existencia! ¡Y cuán torpemente obramos pidiendo maestros a la ciencia para instruir a nuestra agricultura, teniéndolos ella por todas partes consumados, dotados de la única elocuencia que mueve el ánimo de los prácticos!

Porque no sólo debe tomar la ciencia agraria por material y punto de partida las prácticas del sentido común, sino que debe servirse de sus mismos inmediatos órganos como medio de comunicación; debe constituir en maestros a los labradores especialistas en cada género de cultivo y en cada procedimiento agrícola. Los romanos, para latinizar los países conquistados por sus legiones, no enviaban maestros de latinidad, sino que derramaban colonias de soldados enlazadas por una red de carreteras, cada vez más tupida, por donde circulaban en oleaje incesante la lengua, los sentimientos y las costumbres romanas, y lentamente se transfusionaban en las civilizaciones indígenas. Es el camino que ha menester seguir la Agricultura. Los españoles no llevaron a América profesores ni libros: llevaron labradores prácticos. Cuando la Diputación de Álava acordó introducir en la provincia el sistema de fabricación de vinos del Medoc, principió por establecer un taller con operarios de Burdeos, que fabricasen al uso bordolés los enseres necesarios para la vinificación. ¿Cómo se trasformará la Argelia en un país que compita en belleza y fertilidad con nuestras provincias de Levante? Con colonos sacados de estas mismas provincias, no con lucubraciones científicas ni con academias de Agricultura: hace pocos años escribía Mr. Bourret en el Journal d'agriculture pratique estas palabras: «El viajero que, arrancando de Argel por el ferrocarril de Orán, contempla en las llanuras de Mitidia los maravillosos cultivos hortícolas que los mahoneses y españoles (sic) han logrado establecer con tan exquisito arte y tanta paciencia y trabajo, no puede menos de sorprenderle el conjunto de frutos y legumbres que produce esa basta llanura, que empieza en el mar y termina en las montañas del Atlas, y en la cual ni un día se deja descansar al suelo. Preciosa lección es ésta de la experiencia, que no debemos desaprovechar. Proporcionemos a nuestra Agricultura las condiciones naturales que le faltan, y depositemos luego por doquiera la levadura del saber por medio de prácticos, para que al punto entre todo en fermentación, y en obra de años se transforme el aspecto de las regiones peninsulares, y podamos decir de España lo que decía de las llanuras de Mitidia Mr. Bourret. Establézcase fuera de su país, pero en condiciones naturales semejantes, un hortelano de Valencia, un viñador de jerez, un alumbrador catalán, un navacero de Sanlúcar, un praticultor de Santander, un capataz de cultivos de Sajonia, un piscicultor de Commachio, un mayordomo inglés, educado en las prácticas de Bakewell, un quesero de Gruyére, un vinatero de Medoc, etc., y harán renacer en torno suyo los procedimientos de cultivo, de fabricación de riego, de selección, de repoblación, etc., que aprendieron y practicaron en el país natal: no les seguirán tan sólo el acento y el dialecto, las preocupaciones, la poesía y las tradiciones populares, las costumbres jurídicas, las creencias religiosas; seguiránles también, como una sombra, los usos tradicionales de la agricultura paterna. Cuando quiere introducirse en un país una industria nueva, la más vulgar prudencia aconseja que se principie por introducir oficiales experimentados en aquel género de manufacturas, tomándolos del país donde se halle ya planteada y floreciente. Si los labradores hubiesen observado esta sencillísima regla de lógica agrícola, se hubieran evitado tantos y tan ruidosos fracasos como han experimentado los espíritus progresivos, pero sin arte, que se arriesgaron a importar novedades con mengua de sus intereses y descrédito de la teoría. No debe perderse de vista que el pueblo aprende en la forma misma como enseña: se asimila lo extraño del modo mismo como inventa y plantea lo propio. Descubre la verdad por el sentido, experimentalmente; enseña en forma de hechos, haciendo en lugar de decir: estatuye por medio de costumbres; sienta doctrina en el mudo lenguaje de los hechos. Pues en esta misma forma hay que instruirlo. Por punto general, y salvas las inevitables sorpresas de los alquimistas geopónicos, el labrador cree y aprende lo que ve; tiene los oídos en el lugar de los ojos; no le habléis, haced. Póngase en sus manos el tratado de Agricultura más acabado que haya salido de cabeza germánica, y será como si se le entregase los libros de Columela, en latín, tal como los leían en las escuelas del siglo XVII. Y sin embargo, nada más frecuente que fiar a ese arbitrio el porvenir de nuestra agricultura: el inocente pensamiento de aquel escritor, Casimiro de Orense, que allá por el año 1839 escribía un Proyecto agrónomo para la pública felicidad de España, reducido a constituir una Asociación de labradores, cada uno de cuyos miembros contribuyera con veinte reales, para formar una biblioteca de obras sobre agricultura, es pensamiento que bulle todavía en los cerebros de la generalidad. Un día aparece un decreto en la Gaceta organizando un sistema de conferencias agrícolas en toda una nación, y el ministro de Fomento que concibió el estupendo plan se restriega las manos satisfecho, creyendo ingenuamente haber regenerado la agricultura patria y abierto al país de par en par las puertas del porvenir, otro día se amplía la segunda enseñanza con un curso de ciencia agrícola; otro, se plantea una biblioteca central de agricultura y un Boletín de fomento. Perdónenme los respetables estadistas que tal hacen; sus intenciones son de aplaudir, pero sus planes carecen de consejo: ¡siempre la agricultura a vueltas, con el idealismo y la ignorancia de los sabios! Menor hubiera sido el ruido y más reducidos los gastos, pero tengo para mí que tendría que agradecer más la agricultura española si se hubiese mandado empantanar un arroyo ramblizo o sangrar con una pequeña acequia un río cualquiera, y desembarcado en sus alrededores un tren de colonos murcianos o alicantinos, de esos que voluntariamente se expatrían y van a metamorfosear en pensiles las arenas de Argel, a la sombra de extraña bandera, bajo el doble fuego de un sol abrasador y de traidoras kábilas dispuestas siempre al salto y la algarada. Debe buscarse en todo, lo primero, el reino de Dios, y no poner en su lugar lo que ha de darse por añadidura. Y la instrucción agrícola ha de darse por añadidura, detrás de otra cosa que es la verdaderamente primera y principal. Yo no prohíjo en absoluto la máxima de Xenofonte: «que en agricultura, no es la ignorancia lo que arruina, sino la pereza y la negligencia»: yo no apruebo el riguroso dictamen del sabio benedictino Sarmiento, quien devolvió con burlas el título de socio honorario que atenta le expidió la Academia de Agricultura de Galicia, porque, a su juicio, con academias de gabinete no se forman cultivadores prácticos, y es perdido el dinero que se invierte en sostenerlas; pero sí creo que se otorga relativamente demasiada importancia al saber teórico, y que se yerra la manera de divulgarlo. Con perdón sea dicho de los respetables profesores de ciencia agraria, cuyo saber respeto y envidio: nuestra agricultura necesita menos consejos y más medios naturales; no son escuelas lo que ha menester con más urgencia, es agua y capital, son Bancos agrícolas, canales, pantanos y pozos artesianos. Allí donde se ha dispuesto de esos elementos, no le ha hecho falta el saber científico para crear las maravillas de cultivo que contemplamos con admiración en cien distintos puntos de la Península: donde esos elementos se le proporcionen, surgirán esas mismas maravillas, siempre que se encomiende su ejecución a los órganos del mismo saber común que creó las primeras, desconfiando prudentemente del saber teórico. Acaso no serán todo lo perfectas que quisiera la ciencia; pero hay que contentarse con lo posible, y no sería juicioso arriesgarse a perderlo todo, por querer conseguirlo todo: lo mejor es enemigo de lo bueno. Nuestros agricultores, descendientes en línea recta de los árabes por la genealogía del trabajo, sienten que existe algo mejor que las huecas declamatorias especulaciones de los predicadores agrónomos, y las escuchan indiferentes, sentados al pie de los ruinosos acueductos y pantanos, como si de allí esperasen la inspiración y las prácticas enseñanzas de la Naturaleza. Y no es que yo desestime la ciencia; antes bien, reconozco que posee excelencias de que carece el sentido común; su misión es una necesidad; sus ordenadas investigaciones, sus análisis, sus cálculos, una garantía para el porvenir; sus triunfos, aislados, un estímulo; pero yo me coloco en el punto de mira de las necesidades actuales, hablo a la vista de una colectividad, y fuerza es confesarlo: el sentido común histórico, en su estado actual, no entiende todavía otro lenguaje que el lenguaje mismo del sentido común; hay que educarlo por el sistema mutuo. El levantar banderas, es lo de menos; lo de más es que puedan seguirse: el componer libros de re rústica, no es obra de romanos; la dificultad estriba en que sus doctrinas puedan adoptarse por la generalidad. Yo puedo, por ejemplo, tomar como síntesis de los votos y de las necesidades presentes de nuestra agricultura, este simpático lema: Muchas ovejas y pocos rebaños, muchos árboles y pocas selvas, muchas casas y pocas ciudades, muchos cultivadores y pocos jornaleros, muchas acequias y canales y pocos ríos caudalosos, etc.; que todo el territorio sea vergel y bosque de árboles frutales, forrajeros y maderables; entapizada pradera y rebaño sin fin, dividido, espaciado; tablero surcado de un sistema arterial hidráulico, espléndida obra del arte; población sin ronda y sin suburbios, inacabable red de casas diseminadas por los campos, a derecha e izquierda de los caminos y de las carreteras, verdaderos estados domésticos habitados por propietarios del coto que labran y dueños de su albedrío: -yo puedo desarrollar en un libro esta tesis, agitar por España con calor esa bandera; y al cabo de penosa labor, de misiones y de conferencias, de artículos doctrinales y de propaganda, de noches pasadas de turbio en turbio, ¿qué habré logrado? Probablemente menos de lo que conseguía Mr. Gressent en una conferencia práctica sobre la formación de un estercolero o sobre el modo de injertar los perales. No basta esparcir piedras por el campo, para que el campo sea fértil y las piedras se conviertan en pan; es preciso que los minerales de que constan se disgreguen y se hagan activos, vegetalizables. Pues esto mismo acontece con las ideas: no basta posesionarse de ellas, formularlas, desarrollarlas, difundirlas; es forzoso traducirlas al lenguaje de los hechos, elevarlas a práctica, hacerlas asimilables para el sentido común; procurar que entren a formar parte de las costumbres agrarias del país, dirigiéndose para este efecto al conocimiento, al sentimiento y a la voluntad.

No nos forjemos, pues, ilusiones, que en ningún orden de la vida serían tan perjudiciales como en éste. Le sucede a la agricultura lo que a la política: progresan o retroceden o se estancan independientemente de la ciencia. Inglaterra desarrolla y mejora su Constitución, no revolucionariamente y por virtud de la teoría, sino consuetudinariamente, por obra del sentido común; hasta Lorimer, que escribió treinta y cinco años ha sus Institutes of Law, no había salido a luz en Inglaterra una sola obra de filosofía del derecho; ni siquiera ha traducido el celebérrimo Curso de Ahrens, vertido a casi todas lenguas de Europa, y sin embargo, su Constitución política, absurda y todo a los ojos de la teoría, sirvió de maestra a Montesquieu, y es envidia de las naciones del continente, atestadas de libros, de escuelas, de doctrinas, de filósofos y de publicistas. Así ha procedido en Agricultura: ha sacado su ciencia de sus hechos, ha tomado por guía la costumbre y la observación, y ha conjurado de esta suerte los peligros del subjetivismo; en las enseñanzas de la rutina se formó Woght, el fundador de la escuela de Flotbeck, recorriendo los cortijos de la Gran Bretaña y enterándose de las prácticas tradicionales, hijas de la observación inmediata, y fortalecidas con la experiencia de muchos siglos: no era ingeniero agrónomo ni naturalista Bakewell, el creador de la estatuaria semoviente agrícola: los químicos ingleses, a diferencia de los alemanes, han mostrado siempre especial predilección por los problemas industriales y manifiesto desvío por los agronómicos, y sin embargo, la Agricultura inglesa, para nosotros dechado e ideal, ha importado sin cesar huesos en cantidades fabulosas, mientras los ha dejado exportar la docta Agricultura de los alemanes. No me cansaré de repetirlo: nuestra Agricultura está más necesitada de condiciones naturales que de consejos y enseñanzas, y supuesto que necesite éstas, no tanto le convienen las científicas, y según principios de los ingenieros sabios, cuanto las prácticas y en forma de hechos de los cultivadores ignorantes, adoctrinados por la experiencia de los siglos.

¡Ojalá penetre esta convicción en el ánimo de nuestros legisladores, y caigan al fin en la cuenta de que nada se adelanta con tanto divagar en esas eternas consultas de Cortes y Consejos, donde no se cesa de proyectar recetas, mientras el enfermo se muere! ¡Ojalá comprendan, al cabo, que en agricultura no es la línea recta el camino más corto, y que un canal es instrumento más poderoso de educación que una Academia! ¡Recuérdese que Alemania no pudo destruir el poderío de Venecia con sus armas, y lo consiguió Portugal sacando sus naves del Adriático, y llevándolas a Oriente por el largo rodeo del Cabo de las Tormentas!