Con el descuido, Señor, |
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que me da mi suerte baja, |
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deste monte el otro día |
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pisaba la verde falda, |
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tan fuera de pensamientos, |
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tan ajeno de estas ansias, |
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como quien vive una vida |
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sin ver otra mas hidalga: |
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que la quietud de los hombres |
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pende de no envidiar nada; |
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que el que no ve mejor suerte, |
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ni la envidia ni la
extraña. |
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Y ningún hombre en el
mundo |
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feliz o infeliz se llama |
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si estando en cualquier
fortuna, |
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con otra no se compara. |
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Discurriendo sus veredas |
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sentí andar gente de
caza, |
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paré la vista, y
aquí |
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paré el sosiego del
alma. |
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Una fugitiva corza |
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siguiendo, airosa bajaba, |
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armada de una escopeta... |
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no sé si sabré
pintarla: |
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no en competencia de Venus |
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pintan tan hermosa a Palas, |
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para merecer más digna, |
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blandiendo un rayo por asta; |
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ni a la Venus vencedora |
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el pastor con la manzana |
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dejó tan bella,
añadiendo |
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a su hermosura esta gracia; |
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ni el rubio carro del sol |
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por el horizonte arrastra |
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tanto esplendor, cuando sale |
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rey coronado del alba, |
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como una mujer divina |
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iba venciendo bizarra, |
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en luz, hermosura y brio, |
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al sol, a Venus y a Palas. |
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Llegando a tenerla a tiro, |
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con codiciosa asechanza |
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terció airosamente el
cuerpo; |
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afirmó al suelo la
planta, |
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la escopeta al hombro arrima, |
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la vista en el punto cala |
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y a la presteza del muelle, |
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juntando la mano blanca, |
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tocó el gatillo; y
cayendo |
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el pedernal, trocó en
llama |
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el fogón al negro
polvo, |
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porque dos tiros lograra: |
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pues cierto arrojó el
cañón |
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por sendas tan encontradas, |
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tan presto el fuego a mi pecho |
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como a la corza la bala. |
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A ver el feliz despojo |
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de la vitoria iba ufana, |
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y pasando junto a mí, |
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me dejó suspensa el
alma. |
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Arrebatado yo entonces |
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de mis amorosas ansias, |
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pronunciando, de turbado, |
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un hielo en cada palabra, |
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la dije: «Con más
razón |
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pudiera volver bizarra |
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a verme quien se deleita |
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en ir a ver lo que
mata». |
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Díjome:
«¿Quién es el muerto?» |
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yo respondí:
«¡Duda extraña! |
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pues ¿ignoran vuestros
ojos |
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que a cuantos miran los
matan?» |
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«-Sí, porque hay
muchos que viven». |
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Y yo repliqué: «Os
engañan, |
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que los más muertos son
esos; |
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pues si a hermosura tan alta |
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rendir el alma es un feudo |
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que la razón misma
paga, |
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el que mirado de vos, |
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no la rinde o la recata, |
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será porque no la
tiene. |
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Y siendo así, muerto
estaba, |
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pues ninguno está tan
muerto |
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como el que vive sin
alma». |
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Bañada en alegre risa, |
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dijo, volviendo la cara: |
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«Discreto sois». Claro
está, |
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contenida la distancia, |
|
que sería por
desprecio; |
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porque cuando fuera tanta |
|
mi necedad o locura, |
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que tuviera confianza |
|
de que por favor lo dijo |
|
mi temor la imaginaba |
|
en tal altura, respeto |
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de ser mi suerte tan baja, |
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que a mí, al venir por el
viento, |
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desvanecido llegara. |
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A este tiempo caballeros |
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llegaron por partes varias |
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y de su voz infirió, |
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para morir, mi esperanza |
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que era la divina Aurora, |
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recién venida a
Ferrara, |
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sobrina de nuestro duque |
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y heredera de su casa. |
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Cargando el muerto despojo, |
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de todos acompañada |
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se volvió, sin que entre
tantos |
|
alguno en mí reparara. |
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Yo, helado, tímido y
ciego, |
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sin poder mover las plantas, |
|
quedé como aquella flor |
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que al sol sigue, su luz ama, |
|
yal faltarla, el cuello
inclina |
|
hacia la parte que él
baja, |
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perdiendo olor y hermosura, |
|
marchita, mustia y ajada. |
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Mas dijo entonces mi pecho: |
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«¡Oh quién su
suerte imitara, |
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y en el mal y el bien con ella |
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tuviera una semejanza; |
|
pues ella al volver el sol |
|
cobrará pompa y
fragrancia, |
|
y yo no sé si
seré |
|
como ella será
mañana!» |
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De irse sin verme ni hablarme |
|
ella y los que la
acompañan, |
|
sentí de suerte el
desprecio, |
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que olvidado con mis ansias |
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de quien era, volví a
mí |
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a ver lo que me faltaba. |
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Halléme pobre, abatido, |
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halléme humilde y sin
fama, |
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y halléme yo, que es lo
más |
|
esencial de mi desgracia. |
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Dije entre mí: «La
fortuna, |
|
la riqueza, la abundancia, |
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la nobleza ¿es algún
don |
|
que Dios infunde en las almas? |
|
Con todo, el hombre es lo
más. |
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¿No se adquieren? ¿No
se ganan? |
|
Pues ¿cómo mi
diligencia |
|
no desmiente mi desgracia? |
|
¡Sabiendo que hay más
que ser, |
|
hay quien sea menos! La fama |
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o el desprecio ¿no lo
busca |
|
o la pierde la ignorancia? |
|
Las suertes no cuestan
más |
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unas que otras; que, aunque
varias, |
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la inclinación que las
sigue |
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las hace buenas o malas. |
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Con aquel sudor que cuesta |
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al tosco la corva azada, |
|
gastado en más noble
empeño, |
|
logrará mayor ganancia. |
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Quien por el valle camina, |
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con los mismos pasos que anda, |
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dirigidos a la altura, |
|
pasará las cumbres
altas. |
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La tierra fértil o
estéril. |
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¿En sus abiertas
entrañas |
|
diferencia la cosecha? |
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No; la mano que la labra. |
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¿Trabaja mas que el
villano, |
|
siempre en la mano la azada, |
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quien pelea? No, pero es |
|
más digno lo que
trabaja. |
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Luego si la elección es |
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quien hace nobleza y fama |
|
a pesar del hado, el hombre |
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es quien se ilustra o se
ultraja. |
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Pues débame noble
asunto, |
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alto empeño; que el que
cava |
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no hace menor el trabajo, |
|
sino menos la ganancia». |
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Con estos discursos, padre, |
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volví tan confuso a
casa, |
|
que nunca de mí esta
ardiente |
|
imaginación se aparta. |
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Yo debo al cielo este aliento; |
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no le oscurezca la baja |
|
ocupación de mi vida; |
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salga a ver el mundo, salga |
|
a lograr su ardiente impulso., |
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honren mi diestra las armas, |
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busque mi aliento el peligro, |
|
engólfese mi esperanza, |
|
ennoblézcame el
empeño |
|
y coróneme la
hazaña; |
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que el que atrevido y brioso |
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trepa la áspera
montaña, |
|
su difícil frente pisa, |
|
y despeñado se acaba. |
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