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III. La propaganda irreligiosa

Tuvo el doctor Miranda que deplorar durante su prelacía la aparición de dos llagas de orden espiritual, que venían a agravar la confusión en el oscuro cuadro religioso de la diócesis: la predicación protestante y las logias masónicas.

«Se puede asegurar, escribía en 1838 el docto teólogo don Joaquín Miguel de Araujo, que en el año de 24 fue la época en que se abrió, en nuestro Ecuador, la funesta Caja de Pandora, de donde salieron tantos males, que no acabarán de lamentar nuestros descendientes»148.



A fines de aquel año, en efecto, vino a Quito, el primer comisionado de las Sociedades Bíblicas Británicas, con objeto de establecer una institución similar entre nosotros; y de aquí pasó a Bogotá, donde, según hemos indicado en el capítulo precedente, tuvo la satisfacción de aprovechar, para su dañina obra, la corta ciencia de los teólogos granadinos149. James Thompson,   —183→   ladino propagandista, procuró ocultar con maña su condición de protestante y patentizar sólo su interés por la difusión de la Sagrada Escritura. Cayeron, aquí como allá, en el ardid numerosos sacerdotes; y Thompson tuvo, a su paso por Ambato, el orgullo de convertir (afortunadamente, de manera muy precaria) en auxiliar suyo a uno de los mejores clérigos del Ecuador, el mismo doctor Araujo, cuyas palabras acabamos de oír.

El ilustre teólogo relata que, no habiendo llegado aun al Ecuador la Encíclica de 3 de mayo de 1824, en que se prohibían las versiones vulgares emanadas de la Sociedad Bíblica británica, comparó para definir su conducta, en compañía del padre maestro fray Antonio Pastor de la Orden Agustiniana, la versión que le presentó Thompson con el texto del padre Scio y lo encontró conforme. Asaltole la duda sobre la falta de notas; mas del estudio del breve de Pío VI dirigido a monseñor Martini, arzobispo de Florencia, le pareció lógico deducir que la existencia de notas   —184→   era simple recomendación pontificia, mas no condición esencial. Hecho este estudio, Araujo predicó en Ambato en favor del Nuevo Testamento de Thompson, añadiendo eso sí sabios consejos respecto a su lectura.

Por contraste, el clero de Riobamba, alarmose con la divulgación harto barata del Nuevo Testamento de Thompson, «temiendo sin duda, añade Araujo, que saliese cara, o porque estuviese alterado y corrompido el sagrado texto, o porque, bajo esta yerba tan saludable, estuviese escondida la serpiente tortuosa». Araujo tuvo entonces que escribir una exposición de la sana doctrina sobre tan delicada materia.

Ligero fue el procedimiento del doctor Araujo, quien se vio obligado a depurar su criterio a la vuelta de pocos días. Otros sacerdotes columbraron con mayor precisión el fin de la propaganda bíblica inglesa y anduvieron más cautos. En Cuenca, el padre Solano movió al doctor Landa para que publicara una circular ordenando recoger las Biblias; y el mismo doctor Landa se dirigió al Vicario Capitular de Quito, insinuándole que hiciera otro tanto. Desde Popayán, el obispo Jiménez de Enciso y el doctor Mosquera, futuro Arzobispo de Bogotá, censuraron el procedimiento de Araujo. Aquella lección fue dura, pero provechosa.

En la venida del segundo propagandista, el «amable, sincero y modesto ministro» Lucas Matews (son palabras del doctor Araujo), nadie se llamó a engaño. Por otra parte, la Sociedad Bíblica se había quitado la máscara: en las nuevas ediciones de la Biblia, suprimió diversos libros y versículos, tenidos como auténticos por la Iglesia, lo cual hizo abrir los ojos a todos.   —185→   La propaganda siguió entonces rumbo contrario: los pastores vinieron de Bogotá, donde los Obispos apacentaban ya el rebaño con mayor vigilancia que en 1825.

En el año que acabamos de citar se estableció en Quito una logia masónica150, la primera sin duda que contempló asombrada esta cristiana ciudad, o por lo menos la primera que adquirió tintes peligrosos. Lugar de sus citas y sesiones fue, según escribe el padre Compte151, el local del antiguo colegio de San Luis, frente a la actual Universidad; y su órgano el Noticiero de Quito. Entraron en la Logia, organizada sin duda por alguno de los Capitanes de Colombia, numerosos personajes que más tarde hubieron de arrepentirse de haber dado su nombre a aquella misteriosa sociedad, que bajo el enigma de sus símbolos y el secreto de sus funciones, oculta el mortífero veneno de la irreligiosidad y del laicismo. Hombres como el doctor Pedro José de Arteta, que ampararon con su ilustre patrocinio la reacción espiritual de la aristocracia quiteña en 1868, no vacilaron por ligereza de juventud, en afiliarse a la flamante masonería quiteña. Según dice el padre Solano, Arteta fue orador de la Logia152.

Salieron a la palestra, para impugnar la temeraria e imprudente, labor de El Noticiero de Quito el ilustrado fraile franciscano padre Manuel Herrera y el doctor Vicente Álvarez y Torres, quienes fundaron a ese efecto El Espectador.   —186→   Tan recio fue el ataque contra los novadores que, perdidos y amostazados, acudieron al torpe medio de sustraerse la imprenta en que este periódico aparecía153.

Mas, si cesó la labor de prensa, no así la indignación social que sobrepasó a veces la medida y provocó manifestaciones inconvenientes. El padre fray Juan España, de la Orden de la Merced, predicó violento sermón sobre los peligros que corría la religión en Colombia, sermón tanto más autorizado cuanto que el referido religioso era harto conocido por la firmeza de su amor a la independencia. En la Representación al Rey escrita por don Ramón Núñez del Arco, el nombre del padre España va seguido de los calificativos, de «criollo, insurgente, seductor: tribuno feroz». Después del triunfo de Montes, tuvo que buscar un lugar de refugio para evitar persecuciones. La voz de patriotas de su talla, tenía por tanto que producir inquietud en el gobierno: acababa de dictarse la Ley de Patronato y los sacerdotes conscientes de sus responsabilidades no podían menos de levantar su protesta contra la intromisión del Poder Civil en el Santuario.

  —187→  

El doctor Valdivieso, jurisconsulto y político que fue también andando el tiempo leal defensor de su fe en la tribuna parlamentaria, estaba a la sazón de intendente y airado contra el predicador, le redujo a prisión y puso en causa ante el vicario Miranda. Propúsose recurso de fuerza y subió el asunto a la Corte Superior, donde el padre España encontró defensores. El mismo doctor Valdivieso, escribiendo al general Santander, auguraba mal resultado al juicio, porque en la Corte había «agentes tan fanáticos como el predicador»; pero se consolaba con que la prisión del fraile había producido los mejores efectos, pues «ha infundido juicio a todos los predicadores»154.

Por su parte, el general Flores atribuyó toda la responsabilidad de la situación religiosa de Quito al ya mencionado doctor Álvarez. En carta de 6 del mes de octubre, dirigida al mismo Vicepresidente, le decía:

«[...] estos Álvarez son los más crueles enemigos de todo gobierno: en una causa que se sigue en la Intendencia contra un predicador sedicioso, han tomado tanto interés los Álvarez en favor del fraile, que la Corte de Justicia está vacilando: mandaron a Guayaquil a imprimir el sermón, pero yo le escribí a Castillo para que impidiese la impresión de un discurso tan lleno de insultos al Gobierno y particularmente a Ud. porque dice: que las sospechas que se tienen del Papa no es otra cosa que un ardid para la destrucción de la religión. En fin, los Álvarez han retraído a la milicia de los ejercicios doctrinales, han regado la voz de que viene a Colombia un numeroso ejército español, que empezando por el Libertador y Ud. todos los magistrados son herejes y que las elecciones son nulas, porque no van todos los clérigos, es decir Senadores y Representantes».



  —188→  

«¡Mandaré observar los consejos y reglas que Ud. me da para con los fanáticos. Yo no temo al clero de Quito, sino a los Álvarez porque son sediciosos. El clero se está manifestando bien, y lo mismo los frailes. Los mercenarios han dado a la prensa un papel impugnando el papel del fraile España: el papel es muy liberal, y va a escandalizar cuando lo vean los fanáticos155. El convento de San Francisco me ha convidado desde ayer a una comida que se dio. Los frailes me hicieron manifestaciones agradables, asegurándome que no predicarían sermón alguno sin que tuviera un párrafo de tolerancia escrito por mí: esto me parece mucho en un pueblo tan fanático como éste»156.



Esta carta, frívola e insidiosa, en que verosímilmente no todo es verdad, revela el hondo malestar religioso de Quito. La defensa de los derechos eclesiásticos se convertía, al decir de los gobiernos cuando menos, en sedición, y provocaba disidencias en los mismos claustros, ora porque muchos frailes tenían viciadas sus ideas, ora porque tal vez se había faltado a la forma traspasado las lindes de la moderación y de la prudencia. Para recuperar el favor del patrono, religiosos y clérigos le hacían carantoñas, se excedían en condescendencias y cobardías, y querían entregar al elegante y cortesano general Flores las funciones de la censura... El imprimatur   —189→   eclesiástico era reemplazado por la licencia del bizarro Vencedor de Pasto...

El doctor Valdivieso mostraba demasiada confianza en las medidas de rigor, cuando, sin que mejorara la situación religiosa del país, se atrevía a decir que las medidas tomadas contra el padre España, habían infundido juicio en los demás predicadores. A pesar de ellas, o quizás por ellas, en febrero de 1828, el padre fray Agustín Enríquez Ordo Minimorum, pronunció otro sermón, que asimismo fue reputado contrario a los intereses del gobierno; y el intendente mandó que se le privara de la guardianía de San Diego. ¡¡El Gobierno usurpaba abiertamente las funciones de prelado y obispo!!157




IV. Gobierno del doctor José Manuel Flórez

El doctor Calixto de Miranda comenzó a sentir, casi a raíz de su misma elección, muy vivas inquietudes por la incomunicación con Roma y por la general duda sobre la validez de su título de Vicario Capitular. Por esta causa, anhelaba   —190→   que Colombia acreditara alguna embajada ante la Silla Apostólica, por medio de la cual pudiera hacer llegar su voz al Sumo Pontífice. El 7 de setiembre de 1822 mandó que se hiciesen públicas oraciones por el buen éxito de la Legación nombrada ya; y apenas supo la llegada a Chile del Vicario Apostólico monseñor Muzi, se apresuró noblemente a dirigirle, con fecha 7 de junio de 1824, una nota en que le revelaba la angustia y zozobra con que ejercía el cargo y le imploraba normas de bien obrar. A esta súplica y a la consulta que envió a Roma el señor Flórez se debió, sin duda, el desenlace feliz, aunque tardío, del pleito de competencia entre los dos gobernadores del Obispado.

Algunos de los más ardientes partidarios de Miranda le habían vuelto las espaldas, convirtiéndose en propagandistas de la nulidad canónica de su título de Vicario Capitular. Entre los miembros del cabildo que le eligió, ninguno le fue más leal al principio que el arcediano doctor Maximiliano Coronel, antiguo Canciller de la Universidad, y «hombre rico y avaro», al decir del mismo Miranda. Mas, en marzo del año a que nos referimos, se hizo un robo al arcediano en la catedral, para cuyo descubrimiento exigió que se entredijera el templo; y como el Vicario se negara justamente a emplear por motivo baladí tan grave medida, Coronel se vengó discutiéndole la legitimidad de su nombramiento. Formose un proceso, que subió ante el Supremo Gobierno para su definitiva resolución.

En julio, Miranda -encargó aparentemente, sólo por enfermedad- la administración eclesiástica al doctor José Manuel Flórez; y el 13 de mayo de 1825, por renuncia de aquel, eligió el   —191→   cabildo Vicario Capitular propietario de la diócesis al mismo señor Flórez, con lo cual vinieron a juntarse en él los dos títulos. Su carácter quedaba, pues, al cabo de tres largos años de tormenta, reconocido por todos.

Ocupaba a la sazón el doctor Flórez el cargo de canónigo tesorero del Coro de Quito. Los juicios de sus contemporáneos están acordes en proclamar que era varón de notables partes intelectuales, virtuosísimo y prudente. Educado en el seno de hogar patricio, el del Marqués de Miraflores, abrazó muy temprano (dispensándosele el impedimento de ilegitimidad) la carrera eclesiástica; y en ella sobresalió por la piedad y austeridad de costumbres. Patriota de corazón, no hizo de su civismo plataforma de ascensos, como muchos de sus compañeros de sacerdocio. Se mantuvo más bien en grata penumbra, dedicado a servicios de ardua labor y fatigosa responsabilidad, como los de Capellán de Monjas, cuestor de la beatificación de la excelsa Mariana de Jesús y director del Beaterio. En otra época había sido Rector de la Universidad de Santo Tomás (1810) y del seminario de San Luis y ejercido otros empleos de importancia.

No sólo brilló el doctor Flórez como sacerdote, sino como hombre de letras y cronista de nuestro pasado: fue relator de las glorias del seminario quiteño y el benedictino cronólogo de los obispos de América. Su labor ha sido ilustrada por el eruditísimo investigador y académico don Juan de Dios Navas158.

Flórez, más piadoso que Miranda, aunque quizás menos diestro que él en el tejemaneje de la   —192→   administración eclesiástica propiamente dicha, caracterizose por el celo con que, en beneficio espiritual de los fieles, procuró vencer las graves dificultades que se oponían a la acción de la Iglesia. Entre los menesteres del culto, faltaban los recursos más indispensables: ¡aun las parroquias urbanas carecían de manual litúrgico para la administración de los sacramentos! Incomunicada la Iglesia con Roma, empobrecida por las guerras y exacciones frecuentes, agostada por el rigorismo jansenista, la penuria moral del Santuario iba a par de la miseria material159.

En tales circunstancias, llegó a Quito una noticia que pudo debilitar en las almas flacas y pesimistas la fe en la Santa Sede, cuya palabra de claridad y orden, en medio del caos religioso de la época, se esperaba con ansia de náufrago en medio de mar proceloso: nos referimos a la Encíclica de 24 de setiembre de 1824. La Encíclica había venido a Colombia transcrita en el periódico El Constitucional, uno de los órganos de los liberales españoles emigrados a Londres.

Felizmente el acto pontificio no tuvo grave repercusión en los Departamentos del Sur, ora porque muchos sospecharon que no tenía autenticidad, ora porque no circuló sino en contados ejemplares y bajo capa, a virtud de la promesa que el doctor Flórez había hecho el 6 de agosto de que cuidaría que en esta diócesis no se divulgaran documentos atribuidos a la Silla Romana, sin el pase gubernativo.

El Gobierno de Bogotá temió que, a pretexto   —193→   de la Encíclica se perturbara la paz, por lo cual se dirigió a las autoridades eclesiásticas, pidiéndoles extraordinaria vigilancia. El doctor Flórez volvió a escribir al Secretario de Relaciones Exteriores don Pedro Gual, reiterando su ofrecimiento de prevenir cualquier atentado contra el orden público con aquel pretexto.

Otro problema tuvo que afrontar a poco el sereno y humildísimo Gobernador eclesiástico: el de la abolición de los conventillos, ordenada nuevamente por la legislatura de 1826.

El intendente Murgueytio hizo más dura tan violenta medida con su vehemencia y falta de respeto de las formas legales. Había ordenado el Legislador de Cúcuta que el Ordinario Eclesiástico pasase al Gobierno razón del número de religiosos y de los bienes de los conventillos, a fin de que éste resolviera cuáles debían ser suprimidos y cuales no. El doctor Flórez pidió dicha razón a los superiores de las diversas Comunidades; y como no la obtuvo con la prontitud deseada, Murgueytio le acusó de que su morosidad era, en gran parte, responsable de los movimientos de protesta ocurridos en Imbabura. Flórez rechazó tamaña recriminación, y manifestó altivamente, una vez por todas, que tenía como norma obedecer la ley sin dar cabida a que se violentase la jurisdicción eclesiástica.

El 13 de junio dispuso Murgueytio que, por no haber practicado Flórez las diligencias de calificación de los conventos, procediesen los gobernadores de Imbabura y Chimborazo a la clausura de los de su jurisdicción, con anuencia de los respectivos vicarios foráneos. Es preciso anotar que el intendente, al dar la orden indicada,   —194→   no sólo quebrantó la ley de 1821 y pasó sobre la autoridad eclesiástica, sino que pretendió la rebelión de los Vicarios foráneos faltos de toda calidad para intervenir en tales negocios contra el gobernador del Obispado: en suma, la actitud temeraria de Murgueytio constituyó verdadera subversión de los órdenes religioso y civil a un mismo tiempo.

La autoridad de Imbabura no necesitaba ya tal mandato, porque con la misma vehemencia de su superior, había cerrado motu proprio el convento de dominicanos de Ibarra. La excesiva prisa del coronel Basilio Palacios Urquijo dio lugar a que el pueblo de Imbabura se levantara amenazador; y en la fecha citada fue menester enviar cien infantes en auxilio, del gobernador, para prevenir cualquier perturbación.

Los superiores procedieron entre tanto con apresuramiento a recoger a los frailes que ejercían coadjutorías en las parroquias, a fin de congregar en los conventillos, por lo menos precaria y aparentemente, el número prescrito por la ley y burlar así la disolución. Mas, con tal método quedaron muchas parroquias extensas sin los auxiliares necesarios. Para impedir ese mal, y evitar que la ley se frustrara por tan hábil recurso, Murgueytio dispuso, usurpando una vez más la jurisdicción eclesiástica, que los religiosos coadjutores no debían reputarse conventuales.

A medida que le llegaban las razones pedidas a los superiores de los institutos religiosos, evacuó el doctor Flórez los informes sobre diversos conventillos, informes que versaban no sólo acerca del número de religiosos, sino sobre las rentas de cada una de las casas y la suficiencia   —195→   de ellas para el sostenimiento del respectivo personal160.

Formáronse largos expedientes respecto de cada uno de esos conventos; pero casi todos fueron vanos, porque Murgueytio, prevenido por apasionados consejeros, se cerró a la banda y no quiso oír alegación alguna, concitándose de ese modo animadversión casi general. Seguramente se refirió Bolívar a las quejas a que dio lugar esa conducta del intendente, cuando en carta de 8 de octubre de 1826, datada en Ibarra, escribió al general Santander: «Murgueytio es un miserable que no puede servir de Intendente en ninguna parte»161.

¿Ni cómo había de proceder de otra manera si a su lado estaba, en calidad de fiscal, uno de los más empecinados jacobinos de la época, el   —196→   doctor Luis de Saá; y si fue asesor en todas las diligencias y expedientes relativos a los conventillos, otro jurisconsulto de elevada inteligencia y saber, pero no menos sospechoso por sus ideas, el doctor Ramón Miño?

Para eludir la extinción y confiscación de los bienes acudieron los religiosos a diversos expedientes, a más de los ya señalados: los de San Francisco quitaron la separación que, de antiguo, había entre el colegio de San Buenaventura y el Convento máximo, a fin de que no se consideraran como dos casas y conventos distintos. Nada de esto sirvió, empero: el célebre colegio fue reputado como conventillo y suprimido. Alumnos y profesores tuvieron que salir precipitadamente de él.

No se dieron por vencidos los frailes; y elevaron queja al Ministerio de lo Interior, quien dispuso que informara nuevamente el jefe de los Departamentos del Sur, previa consulta a la Corte Superior. Ésta opinó el 2 de agosto, de 1827 en el sentido de que el colegio y el convento máximo formaban un solo cuerpo; y en la misma forma dictaminó el Concejo de Quito. El proceso no había llegado a estudiarse por el Ministerio, cuando el decreto de supresión de los conventillos fue derogado por el Libertador.

Éste, en efecto, palpó los gravísimos inconvenientes que, para la paz y la armonía de la República, había traído la clausura de los conventos; ora porque algunos de ellos, a pesar de los desvíos de los frailes, prestaban servicios a la religión y al país; ora porque, dictada la supresión sin anuencia de la Santa Sede, era anticanónica y usurpadora de la legítima jurisdicción eclesiástica.

  —197→  

Al llegar a Quito, de regreso del Perú, pudo Bolívar descubrir que una de las causas de la inquietud de estos Departamentos y de las protestas contra el gobierno colombiano era el embrollo religioso. En carta fechada en Ibarra el 8 de octubre de 1826 decía al general Santander:

«Aquí [...] la superstición tiene profundas raíces y por lo mismo ve con horror los papeles del norte. Los masones y la reforma de conventillos, causan horror en este país. En una palabra, cuanto hace el norte, le parece malo. Sus diputados son vistos como renegados perversos que no han defendido sus derechos e intereses»162.



El mismo Vicepresidente, legalista contumaz, se había dado cuenta meses antes de la profunda zozobra originada por la extinción de los conventillos.

«Me dicen que en los Departamentos del Sur (escribía a Bolívar el 19 de julio de aquel año) ha habido sus movimientos por la supresión de algunos conventos menores: lo temí así del influjo de los Padres y se lo advierto al Congreso. Pero la Constitución manda ejecutar las leyes después de que ambas Cámaras insistan en lo que una vez han aprobado. Aquí el Ejecutivo no tiene poder de impedir el mal de una ley, y es preciso sufrirla, sea buena o mala»163.



Por esos mismos días se advirtió en otro incidente, que el pueblo del Departamento del Ecuador no estaba satisfecho con el curso de las cosas religiosas. Reunida la sociedad de Quito para deliberar acerca de la situación política acordó proclamar, como ya había hecho el Guayas, la Constitución Boliviana y la dictadura del Libertador, arbitrio extremo sin el cual se juzgaba ya imposible la conservación de la Gran Colombia.   —198→   Quisieron entonces muchos ciudadanos que se hiciese constar expresamente cuán necesario era, a su juicio, el remedio del vacío que, en orden a religión, había en la Carta fundamental de Cúcuta y en la misma Constitución Boliviana; mas, su voz quedó ahogada por la de la covachuela y de los letrados, saturados todos de regalismo.

El doctor José Félix Valdivieso, que ejercía a la sazón la Intendencia; se opuso a la declaratoria solicitada por los vecinos de la Capital. En carta de 6 de setiembre se quejaba a Santander en estos términos:

«Quiera el Cielo que no sea éste un principio de nuestras desgracias. Hoy mismo lo he temido altamente, pues en la discusión de los puntos del acta, a pretexto de reasumir la soberanía, los buenos eclesiásticos han desenrollado el germen fatal de sus aspiraciones, se ha ostentado el fanatismo, y hemos visto que las pretensiones del clero están en absoluta contradicción con los intereses del pueblo»164.



Y el general Flores decía por su parte al mismo Vicepresidente:

«En el acto de proclamarse al Libertador pidieron cuatro Canónigos que se pusiera en el acta la protesta de que la religión católica sería la del Estado. Pero algunos ciudadanos, entre ellos el doctor Salvador, Presidente de la Corte, los rebatieron fuertemente hasta hacerlos ceder»165.



Los estragos de la libertad de imprenta, que Bolívar vislumbraba en el orden político, invadían ya la esfera religiosa; pues es imposible romper la trabazón orgánica de las consecuencias de un principio y de los varios órdenes de la vida, e impedir que roto el dique, el torrente asolador inunde todos los campos contiguos. La lógica es más fuerte que todas las utopías: la licencia de pensamiento que, excedida la valla, amontonaba, ruinas en Colombia, principiaba también a engendrar en el Ecuador frutos de maldición aun en lo eclesiástico y espiritual.

El pueblo sentía desafecto por las autoridades, por su conducta nada prudente en materias religiosas. El mismo Bolívar, después de exponer el concepto que le merecía la actitud de Murgueytio, añadía en la carta antes mencionada: «Flores se ha hecho odioso por los masones y por amigo de Valdivieso». En realidad, aquel denodado militar había tenido, aquí como en Cuenca, la debilidad de favorecer a los miembros de la Logia y despertar, susceptibilidades y resentimientos, a causa de su actitud ambigua en lo tocante a las cosas eclesiásticas.

En el año de 1827 comenzáronse a sentir las manifestaciones de otro grave mal religioso: la falta de clero. Ya fuese por las incertidumbres de la guerra; ya por la decadencia de los seminarios y acefalía de las diócesis, que obligaba a los ordenandos a trasladarse a obispados distantes (Popayán o Lima) para recibir el gran Sacramento; ya por el cambio de régimen familiar, muy pocos alcanzaron el presbiterado en el último quinquenio. Al concurso promovido en los primeros meses de dicho año, sólo se presentaron once sacerdotes, ninguno de los cuales quiso aceptar curatos de montaña, los más difíciles y menos remunerados. Compeler por la fuerza al cumplimiento del deber de residencia, era nugatorio a juicio del doctor Flórez; y por esto fueron desapareciendo paulatinamente aquellas parroquias, con notorio   —200→   menoscabo de la evangelización de las regiones occidental y oriental. El Gobierno civil no pagaba los estipendios concedidos por la ley a dichos curas; y si éstos se sujetaban a la residencia, vivían en atroz miseria. En 1824 presentose casi desnudo el cura de Intag, don Francisco Quirola, ante el doctor Flórez, por falta de pago de sus salarios. Algunos frailes acudían a veces a suplir la falta de clérigos seculares; pero no siempre era regular su conducta.

Poco más de dos años duró apenas la tranquilidad que proporcionó a la diócesis el gobierno del doctor Flórez. El 3 de julio de 1827, según el libro de los padres Camilos, o el 4, según otros documentos, murió tan piadosamente como había vivido el indicado Gobernador eclesiástico. Asistiéronle dos de los virtuosos frailes de aquella Orden: los padres Mariano Hidalgo y José Elorza.

Varón manso y apacible, pero no exento de energía y de altivez para tratar con el Poder Civil despreciados de la disciplina de la Iglesia, dejó en su breve gobierno huella luminosa de evangélica bondad, realzada por amplia cultura. Virtud y ciencia: tal será el lema con que pesará a la Historia tan modesto sacerdote, enemigo de toda rencilla eclesiástica, siervo de su deber hasta el sacrificio.




V. Miranda asume nuevamente el Gobierno eclesiástico. El ilustrísimo señor Lasso de la Vega

Durante la última enfermedad del señor Flórez, sustituyole en el Gobierno eclesiástico el doctor Nicolás Joaquín de Arteta, vicario general del   —201→   ilustrísimo señor Santander y uno de los más austeros y doctos sacerdotes de aquella época. El 7 de julio eligió el cabildo Vicario capitular del Obispado al mismo doctor Calixto de Miranda, que había sido nombrado por su Santidad para Obispo de Cuenca.

Llegadas las bulas, trasladose el ya anciano aunque todavía enérgico sacerdote a Popayán, para recibir de manos del ilustrísimo señor Jiménez de Enciso la unción episcopal. Vuelto a Quito, el cabildo alcanzó que el ilustrísimo señor Miranda continuase como gobernador de este obispado, a pesar de las instancias de las autoridades y clero de Cuenca, que le urgían para que pasase a reorganizar esa desventurada diócesis, siempre dividida en facciones clericales excesivamente enconadas. El general Ignacio Torres se empeño de manera particular en que el ilustrísimo señor Miranda fuese a ejercer su cargo en la sede del obispado; y como no lo hiciera, a la muerte del prelado, el nuevo prefecto del Azuay general Vicente González, pretendió que la testamentaría devolviese las rentas percibidas por aquel, sin residir materialmente en la diócesis, que administró desde Quito.

Durante este segundo período de gobierno, procuró el ilustrísimo señor Miranda, con aquel encendido celo patriótico que tanto le enaltecía, la reorganización de las misiones de Oriente y Occidente. Proveyó los curatos de Ávila, Aguarico y Canelos, con el presbítero Gregorio Velasco y los padres fray José María González Ordo Minimorum y Pablo Sevilla Ordo Praedicatorum, respectivamente; y cuidó asimismo de que en las parroquias de Occidente no faltasen algunos operarios, si bien no todos fueron dignos de tan alta confianza y evangélica responsabilidad.   —202→   El misionero llevaba, a pesar de sus extravíos, la Cruz del Redentor a tan olvidadas como lejanas tierras; mantenía en ellas la adorable Presencia Real como fuente inexhausta de gracias y bendiciones, y derramaba el agua del bautismo en la cabeza de muchos niños y adultos, aumentando el número de los miembros de la Iglesia y de la civilización cristiana.

El 8 de marzo de 1829 murió en el Señor el ilustrísimo doctor Miranda, dejando desoladas a la vez las diócesis de Quito y Cuenca. La consagración episcopal no había sido otra cosa que la señal de su partida para la eternidad.

En el intervalo entre la muerte del ilustrísimo señor Miranda y la llegada del ilustrísimo señor Lasso de la Vega gobernaron sucesivamente la diócesis de Quito el canónigo Tesorero doctor Pedro Antonio Torres y el Deán doctor Nicolás Joaquín de Arteta. Éste se hizo cargo del gobierno eclesiástico, por renuncia de Torres, el 5 de septiembre.

Conjeturamos que se suscitaron reclamos respecto al ejercicio de la Vicaría Capitular por el doctor Torres, clérigo popayanejo que alcanzó celebridad por haber servido de capellán a Bolívar, quien le honró con altos cargos, entre otros el deanato de la Iglesia del Cuzco166. Torres, hombre de elevada inteligencia y de estudio, ocupa muchas páginas de nuestra historia eclesiástica, como luego veremos; y aunque aquí se vio obligado a renunciar la mitra, alcanzó obispar en su patria. Su condición de ilegítimo, esa   —203→   «oscuridad impenetrable que cubrió con denso velo su origen» (como escribió él mismo), y ciertas sospechas sobre sus ideas, fueron parte indudablemente para que la Santa Sede no quisiese por mucho tiempo premiar con el episcopado los servicios eclesiásticos de aquel sacerdote.

El 7 de diciembre del mismo año entró triunfalmente en esta ciudad como Obispo titular, el ilustrísimo señor doctor Rafael Lasso de la Vega, prelado que había sido de la diócesis de Mérida, según vimos en el capítulo anterior. La traslación implicaba ascenso y galardón, porque se esperaba que Quito, conforme a los anhelos del Libertador, sería enaltecida bien pronto con la categoría de arzobispado.

Referimos anteriormente cuán noble, eficaz y apostólica había sido la labor del ilustrísimo señor Lasso de la Vega. Permítasenos completar con algunos datos más su noticia biográfica, para que se renueve en gloria merecida el recuerdo del santo prelado, cuyos despojos mortales guarda con filial afecto nuestra Catedral Metropolitana.

Nació el piadosísimo Obispo en Santiago de Veraguas (actual República de Panamá), el 21 de octubre de 1774; e hizo sus estudios en el colegio del Rosario, el más célebre que había en Bogotá. Si bien no se distinguió nunca en letras humanas, sobresalió por la solidez del juicio y la alta serenidad y prudencia de espíritu. En 1792 recibió el Sacramento del Orden y luego entró a servir la parroquia de Funza. Sucesivamente ocupó los cargos de canónigo doctoral de Bogotá y chantre de Panamá; y en 1816 fue honrado por Fernando VII con el obispado de Mérida de Maracaibo. Valiéronle esta promoción así sus   —204→   dotes sacerdotales, como su adhesión a la causa de la monarquía, que coordinó con la limpieza de las ideas en cuanto a las relaciones entre la Iglesia y el Poder Civil, limpieza muy rara en esa época, cesarista cual ninguna.

Difícil fue su gobierno episcopal: el tiempo no aparecía propicio para el tranquilo desenvolvimiento del ministerio pastoral o para la ejecución ordenada y eficaz de obras de celo religioso. Todo y todos estaban pendientes de la guerra. Su diócesis se dividió no sólo en partidos, sino en secciones territoriales francamente enemigas entre sí. Mérida era republicana; Maracaibo se caracterizaba, en cambio, por su apego al Rey. El ilustrísimo señor Lasso de la Vega no guardó la imparcialidad a que estaba obligado: antes bien contribuyó con donativos pecuniarios al sostenimiento del ejército; y dictó órdenes terminantes para que sus clérigos lo apoyasen eficazmente y le siguiesen, so pena de suspensión. «Hubiera emigrado, dice él mismo, y al principio decía emigraran los Párrocos, mientras [...] existían pueblos de mi obispado bajo el Gobierno español».

Mas, «jurada la Constitución por el Rey católico, la soberanía volvió a la fuente de que salió, a saber el consentimiento y disposición de los ciudadanos. Volvió a los españoles; ¿por qué no a nosotros?». He aquí, en las propias palabras del Obispo, la causa política, inexacta acaso desde el punto de vista teológico, de la metamorfosis de sus ideas que sucedió inmediatamente a la sublevación de Riego y al restablecimiento de la Carta de Cádiz.

Hubo otro motivo más profundo todavía para esa transformación, tan oportuna como provechosa   —205→   a la causa de la República: las leyes antirreligiosas que los liberales españoles comenzaron a dictar después de aquel restablecimiento. «Horrorizan los decretos que cada día de allí salen, decía el ilustrísimo señor Lasso. A la verdad no aprobados por esta América, ni que los aprobará».

A partir de 1820, el Obispo de Mérida comienza, pues, a abandonar su antigua bandera: el movimiento de Maracaibo, ocurrido el 28 de enero del siguiente año, acabó por decidir su actitud. El gobernador de la ciudad prohibiole que saliese de su casa y aun que se presentara al balcón. En vez de tomar medidas violentas, contestó el Obispo prudentemente que estaba dispuesto a servir al país con el mismo amor que hasta allí, sin ingerirse en las cosas políticas. Se le ofreció pasaporte, mas no hizo uso de él; y como no se insistiera en su salida, el buen prelado pasó con armas y bagajes al nuevo régimen. El orden religioso de Colombia estaba de plácemes.

Prevenido luego para que compareciera ante el Congreso, púsose en camino; y al llegar a Trujillo supo que al día siguiente entraría en la ciudad el Libertador. Escribiole el Obispo que le recibiría a la puerta del templo; y Bolívar, con suma cortesanía, aceptó los honores episcopales y trató a monseñor Lasso con afectuosa urbanidad y profundo respeto hacia su sagrado carácter. Desde entonces fue aquel el más fervoroso amigo del Genio de la Libertad americana. Habíase mudado; pero esto, decía él mismo, en su Exposición de 1823, no es cosa indigna del hombre. Hízole en todo caso con suma corrección y delicadeza, sin miras humanas, y con fruto   —206→   inmenso para la desafortunada Iglesia colombiana.

De sus trabajos apostólicos desde 1821 ya hemos hablado someramente: vimos cómo elegido representante al congreso de Cúcuta, había iniciado enérgica defensa de los derechos religiosos, sin perjuicio de mantener enhiesta en sus manos la bandera del país. Un solo error tuvo allí: el referente a la religión de Estado. Su abstención provino de motivos, no de orden político, sino religioso; y aunque equivocados, muy sinceros y respetables en todo caso. Fuera de aquel paso discutible, necesario a su juicio para conservar intacta la independencia de la Iglesia, sus demás actos merecen no sólo alabanza, sino agradecida admiración de la Historia.

Fue monseñor Lasso implacable enemigo de todas las leyes cesaristas que en aquella época se dictaron para reducir a la Iglesia a peligrosa impotencia; el primer obispo colombiano que entró en relaciones directas con la Santa Sede, a fin de informarle de la desolación religiosa y urgirle a poner inmediato remedio a la acefalía de las diócesis; el tenaz adversario, en fin, de la masonería naciente. Lástima que no tuviese mejores dotes de literatura y ciencia: con ellas, habría podido ser no sólo el más asiduo y leal campeón de los derechos de la sociedad espiritual, sino también el apologista vencedor de las herejías administrativas, que tan temprano socavaron las bases de Colombia.

Las luchas de monseñor Lasso de la Vega por la libertad moral del Episcopado colombiano no terminaron con la traslación a Quito. La misma bula de su institución fue motivo de agrias divergencias con el Poder Civil. El 9 de julio de 1829, el Ejecutivo dio el pase a dicho documento y ordenó que el Obispo prestara el juramento constitucional en Bogotá, ante el Consejo de Ministros. Pero el decreto relativo al pase manifestó una vez más el malévolo espíritu regalista que predominaba en el gabinete colombiano y que el mismo Bolívar no lograba ahogar en ocasiones.

Prevínose en dicho decreto que de la fórmula del juramento, venida de Roma, se suprimieran diversas expresiones consideradas como lesivas, de los derechos del Estado: por ejemplo, la de «defender contra todo hombre las regalías de San Pedro», y las relativas al deber de practicar cada cuatro años la visita ad limina e informar al Santo padre del estado material y formal de la Iglesia y de cualquier impedimento que tuviere el Obispo, etc. Dispúsose, en conclusión, que el juramento se prestara pura y simplemente, en los términos del decreto de 24 de enero de 1828.

Contestó el Obispo, que el decreto significaba desconocimiento de los derechos del Vicario de Cristo y aparecía como lección doctrinal a éste, dada de la manera más importuna e irrespetuosa. Añadió, además, que el juramento debía prestarlo exclusivamente en manos del Comisionado Apostólico; y que ya lo había emitido ante el Auxiliar del Obispado en términos convenientes y compatibles a la vez con los derechos de Dios y del César, «salvo in omnibus jure Reipublicæ debito».

Sin embargo, modesto y prudente siempre, condescendió en repetir el juramento ante el Consejo de Ministros el 15 de octubre. Preguntado ese día por el doctor José Manuel Restrepo si juraba «sostener y defender las instituciones   —208→   que ahora tiene Colombia y las que en adelante se diesen por la representación nacional», respondió: sí juro en cuanto debo. Diose por satisfecho el Gobierno; y como para amenguar la importancia de su derrota, añadió en nota que «juró no usurpar la soberanía, derechos y prerrogativas de la República, y obedecer y cumplir las leyes, órdenes y disposiciones del Gobierno». Como esta adición no está firmada por monseñor Lasso, es lógico deducir que se la puso sin su aquiescencia y que no refleja, consiguientemente, la verdad de lo acaecido.

Aun en Quito se pretendió exigirle más de lo que permitía su dignidad episcopal, bien mantenida y respetada por el propio prelado. El 29 de enero de 1830 se dirigió el ministro Osorio al ilustrísimo señor Lasso, para decirle que el Gobierno había recibido con sentimiento informes de que en la toma de posesión de su silla episcopal había desconocido las regalías nacionales, al prescindir del ceremonial antiguo según el cual debió pasar directamente del templo a presentarse al Prefecto como Vicepatrono. Censurábasele también que no hubiese remitido temas para los curatos, conducta que evidenciaba su oposición a las leyes.

El Obispo expuso en respuesta que estaba resuelto a cumplir antes con Dios que con los hombres. Ofreció, sin embargo, proceder armónicamente con el Prefecto; y exigió, en cambio, que se guardaran las consideraciones debidas a su carácter episcopal.

Con estas quejas y discusiones inoportunas, saludaba al nuevo prelado el Prefecto del Sur, general Juan José Flores, atestiguando así que su criterio estaba inficionado, como el de todos los   —209→   estadistas contemporáneos, por el virus del regalismo.

Por contraste, Bolívar auguró en los más nobles términos la excelencia de la labor episcopal de monseñor Lasso. En carta fechada en Quito el 7 de abril de 1829 le decía:

«La piedad de V. S. Ilma. hará mucho bien a estos feligreses, que claman por tener un obispo digno de llamarse príncipe de la Iglesia y sobre todo padre de los pobres. Aquí la caridad está abandonada por falta de buenos ejemplos; pero les he dicho a todos que en viniendo V. S. Ilma. no habrá un miserable que no reciba al fin alivio, un buen cristiano que no se edifique al contemplar los buenos ejemplos de su pastor. Tal es la justa opinión que he concebido de V. S. Ilma.»167.



Quede para el capítulo siguiente la relación de los hechos principales del corto gobierno episcopal del venerable anciano.




VI. La acción de la Iglesia

Durante todo el período colombiano, fue el clero una de las primordiales fuerzas políticas; los cargos de representantes a los Congresos de Bogotá se confiaban casi siempre a altos miembros del sacerdocio del Sur: Guerrero, Marcos, Chiriboga, Carrión, Clavijo, Orellana, Peñafiel, etc. Esa elección provenía ora de la influencia de que disponía el clero como factor de índole religiosa, ora de su prestancia intelectual.

Su preeminencia en el orden de la inteligencia y de los estudios, se demuestra asimismo en la unanimidad con que se confería aun al personal eclesiástico cargos directivos en los cuerpos docentes:   —210→   el doctor Carrión y Valdivieso, más tarde Obispo de Botrén, fue elegido rector de la Universidad de Quito en 1825; y el Intendente del Sur recibió con aplauso ese nombramiento, porque Carrión era «sujeto digno de las más grandes consideraciones, y que con el distinguido amor que profesa a la literatura, contraerá sus desvelos a llenar de gloria a los hijos del Ecuador». El canónigo Pérez de Anda ocupaba el oficio de Canciller de la misma Universidad, en que enseñaban con brillo religiosos dominicanos, como fray Antonio Ortiz y fray José Falconí, y clérigos como el doctor Apolinario Rodríguez, etc.:

En 1827 se organizó la Academia de Emulación; y de ella fueron nombrados miembros los canónigos Nicolás Joaquín de Arteta y Francisco León de Aguirre; el doctor José de Jesús Clavijo, los padres fray Manuel Herrera Ordo Minimorum, Pedro Albán y Manuel Pérez, de la Merced; fray Antonio Ortiz Ordo Praedicatorum, rector del «San Fernando», y el doctor José Parreño. Se confió la presidencia al canónigo chantre de la Metropolitana doctor Arteta, antiguo rector (1819) también de la Universidad y varón renombrado así por la virtud como por la ciencia. ¡Ya se habían olvidado sus opiniones realistas!

El «San Fernando» estuvo en este período bajo la dirección de religiosos dominicanos tan notables como los padres maestro fray Francisco Martínez y fray Antonio Ortiz, presentado de cátedra. Entre los profesores sobresalió especialmente fray José Falconí, lector de artes y antiguo catedrático de teología en la Universidad. El padre Ortiz había sido uno de los más fogosos, patriotas entre los dominicanos; y el conocimiento, que   —211→   tenía el gobierno de su amor a las nuevas instituciones fue parte para que se permitiera la enseñanza a otros religiosos menos adictos a ellas. En 1825, el intendente advertía al padre Ortiz que sólo por la confianza que tenía en la fuerza difusiva de su civismo, podía consentir que continuara como profesor de filosofía el padre lector fray Joaquín López.

Los cambios trienales de organización del colegio eran fatales para la buena disciplina del plantel: en 1830, los alumnos pidieron la separación del nuevo rector; fray Mariano de Paredes, ex provincial de la Orden, sin duda por el merecido crédito que había alcanzado en su período el padre fray Antonio Ortiz.

No menos irregular era la disciplina del colegio de San Luis, sobre cuya desorganización hemos hablada ya. A pesar de la labor de rectores tan fuertes como los doctores Pedro Antonio Torres y José Miguel de Carrión, nunca alcanzó estado que le hiciese digno de apellidarse seminario. En 1830 el cuerpo de profesores no podía ser más competente, dada la época y la ruina total de los estudios en estos países: el doctor Apolinario Rodríguez enseñaba Teología; el doctor José García Parreño y el padre fray Manuel Pérez eran profesores de filosofía; y los señores Ventura Proaño y José Vázquez maestros de latinidad. Empero, la ilustración de los maestros no constituye el único factor de formación de la juventud. El Estado entrometiese en la vida del plantel, coartaba las providencias que sus legítimos superiores pretendían emplear para la corrección de los escándalos de los estudiantes, y consideraba al seminario como cualquier otro establecimiento docente: la formación del clero se hacía   —212→   pues, inasequible con tales intromisiones. Cuanto ordenaban los directores eclesiásticos y el prelado, era objeto de discusión y examen por el Poder Civil. Donde debía haber plena unidad para la perfección de la disciplina y del orden internos, reinaba la anarquía. Como resultado de este desconcierto de los estudios eclesiásticos, a partir de 1822 comenzó a decaer más y más la competencia y moralidad del clero y el número de sus miembros.

Sin embargo, nunca faltaron varones eminentes, superiores tal vez a los de los países circunvecinos. En Quito, gozaban de merecida celebridad el doctor Nicolás Joaquín de Arteta, ilustradísimo, en ambos derechos; el doctor José de Jesús Clavijo, que, poco después de secularizado entró con justo título al Capítulo Catedral y que era uno de los mejores oradores y teólogos de la ciudad; el doctor José Chica, muy renombrado por la entereza con que defendía el tesoro de la verdad; el doctor José Isidoro Camacho, ex rector de la Universidad; el doctor José Miguel de Carrión, en quien tendremos que ocuparnos a menudo; el presbítero don Manuel Castelar, excelente predicador como Chica y Clavijo y el doctor Joaquín Miguel de Araujo, que merece lugar preferente en ésta enumeración. La fama teológica del doctor Araujo pasó las fronteras de la patria: fue consultor, de varones tan respetables como el Obispo de Popayán señor Jiménez de Enciso y el doctor Manuel José Mosquera, arzobispo más tarde de Bogotá. Sus conocimientos literarios le merecieron la cordial amistad de Olmedo y Vivero; y su saber en diversos ramos la admiración y el aprecio del país   —213→   todo, que le hizo representante suyo en los Congresos nacionales.

No obstante haber sido realista ardiente y pertinaz, el nuevo gobierno le respetó fuera del empréstito forzoso de 1822 no experimentó vejamen alguno; y pronto pudo reconciliarse sinceramente con el flamante régimen.

Ya hemos estudiado la actuación de Araujo en 1824, cuando se inició en el Ecuador la propaganda protestante. Fue uno de los pocos sacerdotes que en aquella época tempestuosa y bravía, cuando el ruido de las armas impedía los amenos ejercicios de las letras y las labores del apostolado, se consagró en medio de austera pobreza, a la meditación religiosa y a la defensa de los derechos de la Iglesia.

Se han perdido muchos de sus escritos. Nada conocemos de la Impugnación de la nota del señor Funes sobre la tolerancia; nada tampoco del Anti-Lacunza, refutación de las doctrinas milenaristas, que difundió el célebre jesuita chileno, padre Manuel Lacunza (1731-1801). Apenas nos es dable columbrar algo de la Diatriba del Anti-Lacunza por las cartas del doctor Mosquera, cartas que aprovechó, aunque incompletamente, en la biografía de Araujo, el eminente publicista católico don Juan León Mera. El doctor Mosquera manifestó a su docto corresponsal que sus argumentos contra el milenarismo le habían convencido «así en globo», lo cual revela que no todos eran suficientemente poderosos para confutar las doctrinas de Lacunza.

Muy notable impresión causó en aquella época el opúsculo sobre la Facilidad de ordenar, que Araujo escribió con el fin de evitar un mal ya inveterado en la Iglesia de América, o sea la   —214→   extraordinaria liberalidad con que los Obispos prodigaban el Sacramento del Orden. Dícese que la censura se dirigía, en especial, contra el ilustrísimo señor Jiménez de Enciso, Obispo de Popayán168, quien se defendió «victoriosamente» en opinión del padre Solano, cuya autoridad desde luego no es definitiva en este asunto por el encono que tenía contra el sabio ecuatoriano. En su libelo intitulado Trabajo perdido afirmó que «este eclesiástico era un pobre hombre, que cuando   —215→   más podría llamarse un mediano teólogo. Él ignoraba los sistemas de escuela, que son necesarios para constituir un profundo teólogo».

Tuvo Araujo la suerte providencial de depurar sus ideas en época de atroz confusión espiritual, hasta el punto de servir de guía seguro a los sacerdotes y fieles, no sólo de nuestra patria, sino aun del Exterior. Las doctrinas jansenistas se habían propagado tanto, que hombres de grande ilustración no acertaban a distinguir lo verdadero de lo falso. El mismo ilustrísimo doctor Mosquera, a quien venimos citando, había leído las obras del obispo Grégoire, que llevaron a su espíritu profunda incertidumbre. Grégoire, «verdadero papa del clero constitucional», como le llama Pierre de la Gorce169, había escrito contra Voltaire; y esto bastó a Mosquera para juzgar que era «Obispo católico». Ciertamente las costumbres del célebre clérigo juramentado fueron austeras; pero sus rígidos procedimientos, impregnados de jansenismo, y sus ideas regalistas reflejaron fielmente el carácter de su época, desconfiada y recelosa de la influencia pontificia.

El doctor Mosquera envió a Araujo el 6 de enero de 1825 copia de dos capítulos de una obra de Grégoire sobre los Milenarios y los Cordícolas. En cuanto al segundo le decía:

«[...] quiero que U. me alumbre con su dictamen no sólo en la parte del culto del Corazón de Jesús, sino en la que critica la devoción del Rosario, escapulario, etc. [...] al el Grégoire no fuese un Obispo católico, que se ha expresado tan claramente contra Voltaire y demás impíos, y que se lastima de la falta de estudio en ciencias eclesiásticas en la Francia, habría despreciado la crítica   —216→   de estas devociones; pero el crédito de sus luces me ha hecho desear un voto que me fije, y éste sólo U. me lo puede dar. Sáqueme pues U., mi querido amigo, de esta duda. Después de haber escrito a U. mi primera carta, he leído de nuevo el artículo cordicoles, y he hallado que el mismo Grégoire se conforma con la concesión del rezo hecho por el padre Pío 6.º, considerando el corazón como el lugar de la residencia del alma, y así el culto se dirige siempre a J. C. y no a una parte de su cuerpo considerada separadamente; pero con todo espero el voto de U.».



Importantísima es esta carta para conocer cuán atrasada andaba la teología americana y cuán profunda era todavía la huella del jansenismo, muerto en toda Europa. El rigorismo de la Escuela de Port-Royal despojó las manifestaciones de piedad de todos los aspectos que hablan a los sentidos y aun al corazón: hasta la devoción a la Santísima Virgen fue proscrita por él. ¿No decía Sainte-Beuve que «la predestinación mata la intercesión»170.

El culto al Sagrado Corazón de Jesús había sido aprobado solemnemente por el Papa Clemente XIII, que estableció fiesta especial en 1765, es decir, apenas dos años antes de que los jesuitas, principales propagadores de esa devoción, fuesen expulsados de América. Opusiéronse a ella protestantes, enciclopedistas y jansenistas unidos; y fueron los últimos quienes dieron, a los partidarios de la devoción naciente el sobrenombre de cordícolas (a que hacía alusión monseñor Mosquera), acusándoles de llevar al pueblo cristiano al materialismo171, porque rendían aparte de la humanidad de Cristo culto de   —217→   latría172. La iglesia se proponía, ante todo, honrar el amor de Cristo hacia los hombres, simbolizado en su Divino Corazón. No era el órgano vital propiamente el objeto del culto, sino el mismo Salvador, en sus manifestaciones de inmensa caridad hacia sus redimidos.

El doctor Araujo esclareció los involuntarios prejuicios jansenistas que el buen criterio del prelado granadino había tratado de desvanecer por sus solas luces. En carta de 21 de febrero de 1825 escribía a Araujo:

«[...] la de U. de 2 del corriente que he recibido ayer, ha causado en mi corazón una alegría singular por mil motivos. Las sensatas reflexiones de U. sobre los reparos extravagantes de Grégoire: la fausta noticia de que Ud. se dedica a escribir una obra, que desde luego formará la opinión para evitar tropelías y perpetuidad de abusos: sus finas expresiones hacia mí; todo esto me ha renovado en un grado superior el deseo que me ha asistido siempre de volver a ver a U. algunos días, para conferenciar a la larga [...] A más de las citas que U. me hace el favor de apuntar sobre escapularios, etc., he tenido un gran consuelo con leer la regla 22, art. 14 cap. 2.° de primo Decalogi praecepto, en la Teología del piadoso Natal Alexandro. Dios ha querido hacerme conocer bien claramente el espíritu de la Iglesia en este punto, y que Ud., fuera en ello, como en todo, mi principal guía».



Hemos querido reproducir estas extensas cartas para que se conozca la profunda influencia que ejerció el sabio sacerdote quiteño, uno de los pocos que alcanzaron a reformar sus estudios teológicos, separando, como el oro de la escoria, la verdadera doctrina de la enseñada como tal   —218→   por varones piadosos, pero contaminados de rigorismo o de individualismo místico.

Las cartas transcritas permiten conjeturar, que en Quito se olvidó menos que en el resto de Colombia, la devoción seductora del Sagrado Corazón de Jesús173. A partir de 1830 empezaron a organizarse cofradías en numerosas iglesias, para el mejor fomento de ese culto tan propio del alma cristiana, que se nutre y fortalece con el amor de Cristo, sintetizado en su divino Corazón.

En el párrafo inmediato hablaremos también del papel trascendental que incumbió a Araujo en la censura del primer libro condenado por la   —219→   Iglesia entre nosotros, obra de otro insigne sacerdote, el padre Solano, cuyo rigorismo le llevó a sostener doctrinas peligrosas sobre la predestinación.

La Iglesia ecuatoriana, desmedrada y maltrecha por la guerra, empobrecida por las exacciones, continuaba su acción social de caridad, en cuanto lo permitían las circunstancias. Ella, por medio de los religiosos betlemitas, cuidaba de los hospitales, en cuyas juntas administrativas presidía un sacerdote respetable. Ella intervenía en el gobierno de las otras casas de caridad, hospicios, etc. ella organizaba aun la recepción y administración de la vacuna y cooperaba largamente a los rudimentarios servicios sociales de aquel tiempo.

La mitra practicaba asiduamente el ministerio de la limosna y protegía con largueza a los pobres y abandonados. En suma, en la medida facultada por la inopia de los recursos morales y materiales, la Iglesia ecuatoriana representaba a Cristo, fundador divino del amor entre los hombres.