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La inestabilidad de la Monarquía de Carlos IV

Emilio La Parra López


Universidad de Alicante



Los estudios más recientes y fundados sobre la guerra entre España y Francia en 1793-95 ponen de manifesto la considerable incidencia del conflicto en la situación política interna de España1. Antes de comenzar la guerra, la monarquía española se debatía entre serios problemas internos, sintomáticos de una situación de debilidad que desaconsejaba el compromiso en un conflicto armado de envergadura. Sin embargo, Carlos IV estuvo obsesionado, desde el comienzo de la revolución, por la suerte de Luis XVI, circunstancia favorecida por el hecho de que ambos reyes pertenecieran a la misma familia y por la alianza entre ellos mediante el sistema de los Pactos de Familia vigente a lo largo del s. XVIII. El desarrollo de la guerra hizo aflorar enseguida la debilidad de la monarquía española y acentuó la crisis interna, arrastrada desde años antes pero acentuada a partir de 1789 debido a que las relaciones, directas e indirectas, entre España y la revolución fueron muy intensas. Creo, por tanto, que en la reflexión sobre esta guerra ocupa un lugar primordial cuanto se refiera a la situación de la monarquía española. Este es el asunto que ocupará las páginas que siguen.


ArribaAbajoEl protagonismo de Carlos IV

Las noticias sobre la aprobación en la Asamblea francesa de la Constitución acrecentaron la inquietud de Carlos IV por el futuro de la monarquía, hasta el punto de que ligó a la suerte de Luis XVI su propia acción de gobierno, en especial en materia de asuntos exteriores. Mientras Luis XVI permaneció con vida, Carlos IV no tuvo inconveniente en cambiar al máximo responsable de su gobierno a tenor de lo que iba sucediendo en Francia. Se produjo, por tanto, un paralelismo entre los avatares sufridos por Luis XVI y los de la Secretaría de Estado española. Ahora bien, si en esta manera de actuar por parte de Carlos IV queda bien patente su obsesión por el futuro de Luis XVI, también se manifiesta en ella un alto grado de desasosiego por el de su propia monarquía, lo cual indica que Carlos IV era consciente de la crisis por la que ésta pasaba.

Los estudios de que disponemos no han resaltado suficientemente el hecho de que fuera Carlos IV el auténtico director de la política exterior española en esta coyuntura. Tal vez haya influido en exceso en este punto la visión peyorativa sobre el monarca propiciada por una tradición historiográfica iniciada en los últimos años de su reinado. La mayor parte de los diplomáticos extranjeros acreditados ante Carlos IV, por una parte, y la tradición forjada en el cuarto de su hijo, el futuro Fernando VII, por otra, insistieron hasta la saciedad en forjar una imagen indolente del rey, hombre bonachón pero poco interesado en los asuntos de gobierno, dominado por un pérfido favorito sólo preocupado por su engrandecimiento y por acumular riquezas, el cual contó en todo momento con el apoyo de la reina M. Luisa. Esta visión interesada fue proseguida, en gran medida, por la historiografía liberal del s. XIX y ha llegado hasta nuestros días casi sin retoques. La inexistencia, aún, de un estudio pormenorizado de la figura de Manuel Godoy, así como del monarca Carlos IV, y la polémica, en parte clarificadora, en torno al enfrentamiento entre Godoy y Aranda, quizá hayan contribuido a mantener esa imagen deformada de la política española de la época. Sin embargo, un historiador que se ha acercado en serio a Godoy, Carlos Seco, ha sentado las bases de una nueva manera de entender el asunto y es precisamente él quien resalta la importancia de Carlos IV en la dirección de la política española en este momento.

Por muy indolente que consideremos a Carlos IV es difícil aceptar que no fuera conocedor, al menos, de las serias dificultades por las que pasaba la Hacienda, sobre todo tras la participación en la guerra de la independencia de Estados Unidos y el posterior incidente pesquero con Inglaterra en NootkaSound2. Sabido es que cualquier contratiempo en materia hacendística tenía inmediatas consecuencias negativas en la monarquía del Antiguo Régimen. Así pues, los males de aquel tipo iban acompañados de otros, acerca de los cuales parece que también fue consciente Carlos IV.

Antes, incluso, de acceder al trono, Carlos manifestó una opinión poco tranquilizadora sobre la marcha de los asuntos en la monarquía española. En 1781, en una carta al conde de Aranda, embajador a la sazón en Paris, afirmaba el príncipe: «conociendo tú muy bien lo desbaratada que está esta máquina de la Monarquía y lo poco que hay que contar con los Ministros que ahora hay...». Esta frase delata, cuanto menos, la conciencia de crisis del príncipe. Por si esto no bastare, téngase en cuenta la respuesta que le mandó Aranda, donde además de presentar un plan de gobierno, deja bien sentadas las múltiples deficiencias de la monarquía3.

J.A. Maravall y, más recientemente, A. Elorza han explicado la crisis interna de la monarquía española en este momento. Al final del reinado de Carlos III se registraban muestras suficientes de las limitaciones política del reformismo ilustrado, como quedaba patente en la múltiples críticas que de forma velada, a causa de la censura, van apareciendo en los escritos de León de Arroyal, Manuel María Aguirre, Rubín de Celis, Ibáñez de la Rentería, etc., en El Censor y en muchos otros papeles, de los cuales quizá sólo nos ha llegado una parte. Esta crítica procedente del interior quedó reforzada a partir de 1789 en cuanto llegaron las primeras noticias de los sucesos franceses. Las estructuras de poder se tambalearon seriamente, lo cual explica, apunta Elorza, que Floridablanca y Campomanes decidan clausurar a partir de ese año el camino de las reformas para mantener las relaciones vigentes de dominación4.

Al comenzar su reinado, Carlos IV halla divididas a las fuerzas que venían apoyando a la monarquía ilustrada: la reacción de Floridablanca ante los sucesos franceses forzó al Estado a unirse estrechamente con la Inquisición y con las fuerzas reaccionarias que venían obstaculizando la política de los últimos monarcas, de modo que «uno de los grupos que antes había servido de base y dirigido el movimiento reformador cambia de sentido ante la nueva configuración que suponen los acontecimientos de Francia, sumándose a los que tradicionalmente figuraban en oposición a las nuevas corrientes ideológicas».5 Los «golillas», esto es, los hidalgos con formación jurídica que habían constituido el principal personal de apoyo a la política reformista de Carlos III y que ahora estaban representados por Floridablanca, quedan seriamente comprometidos por su oposición tajante a los nuevos aires que se respiran en Francia. Esto da alas al sector tradicionalmente opuesto a los golillas, esto es, el grupo aristocrático, encabezado por el conde de Aranda, el cual venía luchando por obtener el poder. Por otra parte, se radicaliza el grupo de los ilustrados que está dispuesto, a pesar de todo, a proseguir la política de reformas; grupo, además, relacionado estrechamente con algunos de los principales protagonistas de la Revolución Francesa y cuyos representantes más notables cabe hallarlos entre los que frecuentan la tertulia de la condesa de Montijo, aunque existieron individuos aislados, cuya influencia fue muy diversa6.

En torno a la corte, por tanto, actúan tres grupos principales que se disputan el poder a comienzos de los años noventa: los golillas (aliados circunstancialmente con elementos de tendencia reaccionaria), los aristócratas y los reformistas ilustrados cada vez más radicalizados. Pero esta confrontación partidista, cuya existencia en modo alguno pudo escapar al monarca, era exponente de una realidad de mayor gravedad política, perfectamente captada por no pocos personajes de la época. Elorza resume así la situación: «El proyecto reformador, en la fórmula de despotismo ilustrado, queda invalidado por una parte a causa de sus limitaciones, ya que intenta operar en el marco estricto de la sociedad del privilegio, sin modificarla, y de otra porque no sólo se enfrenta a adversarios ideológicos, sino a una barrera institucional -la de la Inquisición a modo de clave de bóveda defensiva- que responde a una determinada estructura económica y social, la de la propiedad amortizada, de donde se deriva a su vez una serie de estrangulamientos en los planos cultural y moral.»7

La difusión por España de las ideas revolucionarias, cuya extensión ha sido recientemente puesta de relieve8, y, sobre todo, lo sucedido en Francia entre el 10 y el 13 de agosto de 1792 (asalto a las Tullerías, suspensión de Luis XVI en sus funciones y encarcelamiento de la familia real) alarman a Carlos IV. No sólo es evidente el peligro para la monarquía francesa, sino que cabe barruntar algo similar respecto a la española de no tomar medidas correctoras de inmediato. Carlos IV no duda en actuar, cambiando de ministros a medida que las circunstancias lo exigen.




ArribaAbajoRevolución en Francia y crisis ministeriales en España

La revolución de Francia agravó la crisis de la monarquía española, pues por una parte obligó a ésta a adoptar una postura definida ante los nuevos acontecimientos (postura que fue contraria a la revolución) y, por otra, provocó una dinámica que permitió el afloramiento de todas las contradicciones y debilidades del sistema político español.

En 1792, Carlos IV se percató de que la actitud de Floridablanca de entrega ala contrarrevolución resultaba improcedente porque podría acarrear mayores males que los que se trataba de evitar: ponía en peligro, por una parte, la situación de Luis XVI -asunto éste de capital importancia para Carlos IV-, comprometía a España en el ámbito internacional, decantándola hacia una peligrosa relación con Inglaterra que podría conllevar consecuencias negativas en América y, por último, la política de Floridablanca parecía muy mediatizada por la influencia de Las Casas, el embajador español en Venecia que mantenía estrechas relaciones con el conde de Antraigues, el realista contrarrevolucionario, jefe de una red de espionaje, cuyas relaciones con las fuerzas monárquicas europeas eran más que sospechosas y en modo alguno tranquilizadoras para España9. Así pues, Carlos IV no tuvo más remedio que prescindir del ministro aconsejado por su padre. Esta decisión del rey fue, a juicio de Pere Molas, «la señal definitiva de inestabilidad»10

En efecto, dada la correlación de fuerzas en el interior de la monarquía, si se prescindía de Floridablanca sólo cabía la solución de recurrir al «partido» que venía disputando el poder a los «golillas», es decir, el de los «militares» encabezado por Aranda. El famoso conde, por tanto, accedió a la Secretaría de Estado como solución alternativa buscada por Carlos IV para garantizar el funcionamiento de su monarquía. Todo ello pone de relieve un hecho que no conviene pasar por alto: la élite que detenta el poder no es unánime, sino que está profundamente dividida y Carlos IV se ve obligado a recurrir a un grupo o a otro, según las circunstancias.

No cabe duda de que el conde de Aranda desarrolló una política inteligente y oportuna respecto a los asuntos de Francia, pues trató de obtener el máximo provecho para España en medio de la compleja situación internacional. Los estudios de Ferrer Benimeli, de Rafael Olaechea y de J.Chaumié, fundados en una rica documentación, han arrojado suficiente luz al respecto11. Aranda pretendió acabar con la revolución, sin duda, pero no mediante la entrega a las fuerzas contrarrevolucionarias europeas tan turbiamente manejadas por la red Antraigues-Las Casas y el sector de emigrados franceses partidario a ultranza de la monarquía absoluta, sino por medio de negociaciones diplomáticas y, si llegara el caso, recurriendo a la guerra debidamente planteada. Para Aranda había dos objetivos claros que cumplir: el primero, evitar que la revolución afectara a la monarquía española y el segundo consolidar la posición exterior de España, aprovechando la situación internacional para hacer de mediadora entre Francia y las potencias monárquicas centroeuropeas (Prusia y Austria). Sin embargo, los planes de Aranda se fueron al traste a causa de la vitalidad mostrada por las tropas revolucionarias francesas en Valmy (20-9-1792), que hizo imposible la entrada de las fuerzas monárquicas en Paris como esperaba Aranda para ejercer su función mediadora.

En esta tesitura (último trimestre de 1792) Carlos IV percibió muy cercana la amenaza para su monarquía, pues a las noticias siempre negativas procedentes de Francia (tanto en lo concerniente a la situación de la familia real, como a los progresos de la revolución) tenía que añadir la intranquilidad vivida en España.

Desde 1766 («motín de Esquilache») los gobernantes españoles, fueren cuales fueren, se mostraron muy inquietos ante cualquier muestra de inseguridad o de alteración del orden público, lo cual sucedía con cierta frecuencia, especialmente a causa de las protestas por el alza de los precios del pan provocada por la mala coyuntura agrícola. Los sucesos revolucionarios franceses acrecentaron esta inquietud y se produjeron no pocos tumultos populares, de modo que si bien en el estado actual de la investigación resulta difícil dilucidar -como ha apuntado G. Anes- hasta qué punto los frecuentes tumultos o alborotos estuvieron cargados de intencionalidad política, lo cierto es que causaron gran preocupación al gobierno12. Por lo demás, a Carlos IV no se le podía ocultar que algunos hechos, en verdad poco relevantes por sí mismos, entrañaban cierto carácter político intranquilizador. Por ejemplo, en febrero de 1792 fueron destruídas varias farolas de las calles adyacentes al palacio real y a la casa de Godoy en Madrid, y en la puerta de esta última se hallaron carteles injuriosos13. Hechos similares a éste tuvieron lugar en distintos sitios con relativa frecuencia.

Los observadores extranjeros, que podían escribir con libertad sobre la situación española, constatan el ambiente de desasosiego general en la monarquía de Carlos IV en este momento. A. Herculais, uno de los más prolíficos informantes a la Convención sobre España, estaba convencido de que el descontento era tal que en cualquier momento podía surgir un movimiento revolucionario, achacando la causa principal del malestar a las exacciones fiscales realizadas durante el ministerio de Llerena14. El embajador prusiano, Sandoz, alude asimismo a la resonancia entre los españoles de los principios revolucionarios, a pesar de la ignorancia política de la población15. Y un boletín de la representación diplomática francesa en Madrid afirmaba a comienzos de 1793: «...malgré que nous ayons beaucoup d'ennemies ici, nous y avons aussi des amis et de chauds partisans de la liberté». La misma fuente informa de la difusión por Madrid de carteles con la leyenda siguiente (que transmite en francés)»: «Madrid sera reduit en cendres; le Roi périra; vive la Liberté», achacando la autoría de tales escritos a españoles16. Los ejemplos de esta índole podrían multiplicarse, pero resulta innecesario ahora. Basta constatar que la corte española creía en la existencia entre los españoles de un grupo partidario de los principios revolucionarios, como en varias ocasiones afirmaron en el Consejo de Estado Godoy y el duque de Almodóvar17. Se trata de ese sector, al que hemos aludido más arriba, que acentúa sus discrepancias con la élite que se reparte el poder en estos años.

En España estaban divididas las fuerzas políticas y, mientras tanto, las noticias de Francia eran cada vez más negativas, pues ni permitían presagiar un futuro favorable para Luis XVI, encarcelado y sometido a proceso, ni se adivinaban síntomas de debilidad entre las fuerzas revolucionarias. Por otra parte, las muestras de inquietud en diversos lugares de la monarquía española y en particular en Madrid no cesaban. No parece que fueran muy lejos tales manifestaciones de descontento político, aunque se registró la presencia en alguna de ellas de agitadores18 pero esto no importa demasiado. Lo interesante, a mi juicio, es la percepción de la situación política por Carlos IV. Aunque no acabamos de abandonar el terreno de la hipótesis al tratar de este asunto, me inclino a pensar que durante el último trimestre de 1792 Carlos IV se sintió inseguro y, sobre todo, estuvo convencido de que no podía confiar en los sectores hasta entonces dominantes en la corte. Acababa de retirar su confianza al grupo de golillas protagonista de la política de los últimos años del reinado de su padre y de los primeros del suyo, pero sus sustitutos, el conde de Aranda y los aristócratas capitaneados por él, no le inspiraban confianza en este momento, pues Carlos IV sabía bien que los planteamientos políticos de este último grupo atentaban contra su manera de entender el ejercicio real porque intentaban limitarlo19. Por otra parte, resultaba impensable conceder el poder a los ilustrados partidarios a ultranza de proseguir la política de reformas y en especial la de la Iglesia de acuerdo con los planteamientos jansenistas20. Parece evidente, por consiguiente, que Carlos IV precisaba de una persona nueva en esta coyuntura.

Es indudable que Godoy ambicionaba el poder y que poco a poco se había ido colocando en la corte gracias al apoyo personal de la reina21. Pero esto es insuficiente para explicar por qué Carlos IV decidió cesar a Aranda en la secretaría de Estado y sustituirlo por Godoy. Esta circunstancia se produjo el 15 de noviembre de 1792 y se debe ante todo a los sucesos de Francia y al cariz que toman los asuntos políticos en España.

Desde finales de septiembre de 1792 la situación de Luis XVI es completamente desfavorable: el día 21 la Convención abolió la realeza y el día siguiente quedó proclamada la república. Por otra parte, las tropas revolucionarias fueron poco a poco expulsando del territorio francés a los ejércitos austriaco y prusiano y tras la batalla de Jemmapes (6 de noviembre) comienzan la ocupación de Bélgica. La revolución no sólo se consolida, sino que se extiende a otros territorios. A la vez, en la Convención se respira un ambiente proclive a extender la revolución, en particular a «crear una gran corriente de insurrección general de los pueblos contra los reyes», como proclamó Danton el 28 de septiembre.

Todo esto era suficiente para que Carlos IV reaccionara cambiando de política. Los acontecimientos demostraban que los planes de Aranda acerca de la función mediadora de España en los asuntos internacionales eran impensables, que la suerte de Luis XVI en lugar de mejorar empeoraba y, finalmente, que el acoso de la propaganda revolucionaria sobre España no remitía y aún habría de incrementarse gracias a los focos establecidos en Bayona y en Perpiñán. La monarquía española no pasaba, por consiguiente, por momentos felices y es comprensible que muchos responsabilizaran de todo ello a Aranda. Es lógico que Godoy se aprovechara de la coyuntura para lanzar su ataque contra el conde y está demostrado que en esta labor contó con otras ayudas.

Desde el comienzo de la revolución francesa, el embajador español en Venecia, Las Casas, ayudado por el conde de Antraigues, había hecho lo posible por alinear a España en la línea contrarrevolucionaria más combativa. El periodo de gobierno de Aranda había sido poco propicio en este sentido, por lo que Las Casas no perdió oportunidad para atacar al conde aragonés. A este ataque se sumó un importante grupo de emigrados franceses refugiados en Madrid y encabezados por el duque de Havré y el conde de La Vauguyon (éste había sido el último embajador de Luis XVI ante Carlos IV y, por consiguiente, conocía la corte y tenía acceso a ella), al que se unió en el último trimestre de 1792 el antiguo ministro francés Calonne. Todos éstos, relacionados con el sector más escogido de la aristocracia francesa refugiado en Coblentz, maquinaron cuanto les fue posible para convencer a Carlos IV de la conveniencia de declarar la guerra a la Convención para restaurar la monarquía absoluta. La presión sobre Carlos IV en este sentido se incrementó durante el último trimestre de 1792 gracias a la intervención de algunos embajadores extranjeros, en especial el nuncio, monseñor Vicenti, y el ruso, Zinoviev. Monseñor Vicenti era, además, viejo enemigo de Aranda, y no se recató en escribir a Roma sobre su protagonismo en la caída del ministro: «Henos aquí libres del conde de Aranda, uno de nuestros mayores enemigos. Pasa a formar parte del Consejo de Estado, pero probablemente tampoco transcurrirá mucho tiempo sin que deba verse obligado a abandonar también este puesto. El Inquisidor General ha apresurado el golpe de su caída. Yo, sin embargo, me había movido ya, por varios caminos, para preparar este golpe, y en la última audiencia particular que tuve con el Rey, movido por el bien de la Religión y del Estado, y por la adhesión personal que profeso a estos Soberanos, estimé oportuno abrir francamente mi corazón a S. M. y depositar en su real seno mis sentimientos y justos temores. No ignoraba la disposición de ánimo de la Reina, y conocía las aguas en que se encontraba el conde de Aranda.»22

En la presión sobre Carlos IV en contra de Aranda participaron, por tanto, las fuerzas realistas francesas y sectores contrarrevolucionarios nacionales (la alusión del nuncio al inquisidor general, Rubín de Ceballos, es elocuente) e internacionales. Pero hubo más, de mayor relevancia aún, si cabe. El propio conde, en su diario, apunta determinados detalles acerca de su consideración en la corte -convenientemente resaltados por Olaechea y Ferrer Benimeli- que dan a entender el recelo con que la reina, ¿y por qué no el rey también?, lo miraban. Me refiero a los «desaires» cortesanos sufridos por Aranda y su mujer a causa de la negativa de la reina a permitir la presencia de esta última en un besamanos y de conceder licencia a varias de sus camaristas para asistir a un baile organizado por la condesa23. Dada la dignidad y el alto puesto ocupado por Aranda, el asunto deja de ser mero incidente cortesano y adquiere una cierta transcendencia: ¿refleja desconfianza de los monarcas hacia Aranda a causa de las ideas políticas que él y su grupo mantienen? Carlos IV conocía bien el pensamiento de Aranda respecto a la monarquía y sabía que deseaba limitarla mediante la participación de la nobleza. En la coyuntura en que nos situamos, esta forma de pensar era sospechosa para el rey y, en todo caso, contraria a sus deseos de mantener la monarquía Borbón con todas sus prerrogativas en España y, a ser posible, en Francia.

No hay duda de que las múltiples presiones a que estuvo sometido Carlos IV en contra de Aranda facilitaron mucho el camino a Godoy. No es necesario buscar razones de alcoba para comprender que no resultaría difícil a Godoy convencer al monarca de la necesidad de variar el gobierno, en un momento en que el rey exigía, ante todo, la máxima fidelidad a la monarquía. La explicación ofrecida por Godoy y compartida por Seco Serrano de que Carlos IV deseaba un hombre nuevo, no ligado a partido alguno, «hechura suya», es bastante convincente24.




ArribaLa guerra, un compromiso para la monarquía española

Una vez en el poder Godoy se muestra tan consciente como Aranda de la debilidad militar de España y, convencido además de que la neutralidad sería el mejor medio para salvar a Luis XVI, prosigue la política de su antecesor25. Los despachos enviados a principios de 1793 por Bourgoing insisten sistemáticamente en la prosecución de los preparativos militares, pero también en el mantenimiento de la neutralidad. En definitiva, en este punto no se produce ruptura entre la política de Aranda y la de Godoy.

La información sobre España llegada a la Convención desde finales de 1792 hasta comienzos de 1793 confirmaba la escasa disposición de Carlos IV a entrar en guerra por el momento. Repasando las Actas del Comité de Salud Pública se constata que tanto los representantes diplomáticos franceses, como los comisarios establecidos en la frontera pirenaica aluden a las vejaciones padecidas por los franceses en España, a los preparativos militares ordenados por el gobierno pero, también, a los escasos deseos par parte española de declarar la guerra. Con toda claridad lo expresó Bourgoing en un despacho examinado en la sesión del 4 de febrero de 1793: a causa de los problemas económicos ni la reina ni Godoy están por la guerra26. A juicio de los responsables de la política francesa, España sólo entraría en guerra si Inglaterra lograra convencerla, como declaró en la sesión mencionada el ministro francés de la Marina.

Por otra parte, los franceses interpretaron el ascenso de Godoy al poder como síntoma de debilidad de la monarquía española. Para Bourgoing y para Durtubise, su sustituto en la representación diplomática en España, Godoy era un joven carente de experiencia y de conocimiento de los asuntos públicos y, además, poco querido por los propios españoles. Así pues, en caso de decidirse a atacar, Francia podía aprovechar la debilidad política de España e incluso podría contar con la complacencia de muchos españoles, que considerarían un alivio verse liberados de Godoy27.

Tras el ascenso de Godoy al poder, por tanto, se incrementó en Francia la confianza en el éxito de un guerra contra España, mientras que aquí no varió el sentimiento de debilidad material arrastrado desde años antes. Esta diferente actitud motivó cálculos distintos: mientras España mantiene la neutralidad, prosiguiendo (con más lentitud de la deseada) los preparativos militares, en Francia no se rechaza la idea de la guerra, antes al contrario, ésta va cobrando más posibilidades.

Desde finales de enero dos hechos motivaron un cambio radical en ambas partes: el uno fue la ejecución de Luis XVI (día 21) y, el otro, la ruptura de relaciones entre Francia e Inglaterra (día 24). La muerte del rey indispuso por completo a Carlos IV contra Francia, al tiempo que dejaba sin sentido la prudencia mantenida hasta ahora. Por otro lado, la ruptura entre Francia e Inglaterra dio vía libre a esta última para apoyar abiertamente a Austria y a Prusia, con lo que renacía la esperanza en un ataque general de las monarquías contra la república francesa. A juicio de Carlos IV y de Godoy la nueva situación exigía de España una acción para castigar el crimen real cometido por los franceses y, además, era propicia para acabar de una vez con la corriente de subversión antimonárquica procedente de Francia. En este país, por su parte, no se dudó en pasar a los hechos: la aproximación de España a Inglaterra motivó que desde comienzos de febrero el Comité de Defensa General iniciara el examen del plan de guerra concreto contra España28.

Al comenzar febrero, por tanto, la guerra estaba casi decidida por las dos partes. Aunque Godoy aún intentó retrasar su comienzo (¡siempre las dificultades económicas y militares!), proponiendo a Bourgoing una serie de condiciones completamente inaceptables para Francia29, Carlos IV estaba convencido de que había llegado el momento de reaccionar en defensa de la institución monárquica. Esta idea era compartida por amplios sectores de españoles, como quedó demostrado por la reacción ante el real decreto promulgado el 6 de febrero solicitando voluntarios para el ejército. La respuesta fue entusiasta y general, e interesa señalar que los españoles entendieron que había que actuar para, ante todo, defender a la monarquía y a la religión30. Diríamos, por tanto, que en este momento la sintonía entre Carlos IV y la mayor parte de los españoles es manifiesta.

La guerra, como se sabe, fue declarada primeramente por Francia (siete de marzo), aduciendo unas razones que no resultaban nuevas31, por lo que no sería aventurado suponer que los convencionales estaban totalmente confiados en la debilidad de la monarquía española, acentuada tras el ascenso de Godoy al poder, y en la obtención de una victoria fácil. Como exclamó Barrère, «un ennemi de plus pour la France n'est qu'un triomphe de plus pour la Liberté». La tardanza de España en corresponder, por su parte, con la declaración de guerra (23 de marzo), quizá sea debida al propio convencimiento sobre la debilidad interna. Ni Carlos IV ni Godoy se habían hecho muchas ilusiones acerca de la fortaleza militar y económica de España, de ahí la prudencia con que planificaron las operaciones y, tal vez, también esto explique el desaprovechamiento de la situación militar ventajosa obtenida por Ricardos en la primera campaña. Godoy supo, desde el comienzo, que la debilidad de la monarquía había que paliarla mediante todo un sistema de propaganda para suscitar el entusiasmo general del país, como ha puesto de relieve J.R. Aymes. Ahora bien, tan pronto como decayó ese entusiasmo general, Godoy se percató de que resultaba imposible continuar la contienda y se afanó por buscar la paz. Pero esta paz quedaría condicionada por completo por la debilidad interna de la monarquía española, acentuada precisamente por los años de la guerra. La salida, por tanto, de este conflicto no podía ser en absoluto positiva para España y, además, necesariamente había que hacerla comprometiéndose con Francia. Paradójicamente, en cierto modo, la monarquía de Carlos IV quedó en situación de casi total dependencia de la Francia revolucionaria tras la guerra sostenida con la pretensión de frenar la revolución. El margen de maniobra que quedaba a Godoy tras la firma en 1795 de la paz de Basilea era sumamente escaso. La aventura bélica, por consiguiente, no resultó positiva para fortalecer la monarquía española, como deseaba Carlos IV; es más, contribuyó a incrementar las disputas entre la élite (fundamentalmente por la crítica hacia Godoy), acentuando de esta manera la descomposición de la monarquía32.







 
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