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La influencia de Rafael Altamira en América

Fernando Muro Romero



A mi compañero José Ventura Reja, fino estudioso de la
historiografía, muerto prematuramente por capricho
del destino.

Al maestro Jorge Basadre, por cuyos escritos circulan
anhelos y sentimientos de los peruanos.



El paso del tiempo -tan lento y pausado, a veces, que sabe separar el trigo de la cizaña- va favoreciendo el conocimiento de la personalidad y la obra de uno de los cinco personajes más significados de la España intelectual y política de la primera mitad del siglo XX. A su más ilustre jurista e historiador, aunque poco conocido hoy para muchos jóvenes, e incluso adultos, de formación universitaria, se le han dedicado cientos de páginas a uno y otro lado del Atlántico, que tienen ya una seña de identidad en los trabajos de Rafael Asín Vergara, aragonés de nacimiento y profesor hoy de la Universidad de Castilla-La Mancha, en su sede de Toledo1.

Tras más de cincuenta años desde la muerte en México capital del maestro de dos generaciones de estudiosos americanos, europeos y españoles -en la tarde del 1 de junio de 1951-, todavía nos impresiona a algunos su vida y su trayectoria de hombre público, teniendo presente la perspectiva pasajera y superficial adoptada por un buen número de figuras universitarias y políticas de nuestro hoy.

Resulta fácil, por tanto, acercarse más de lleno a facetas desconocidas de Altamira. Sin embargo, hay una muy importante de su personalidad y actividad, que aún permanece entre velos, porque quizá ni él mismo pudo figurarse el potencial hacia el futuro que le esperaba. Me refiero a su influencia y la de su obra en los países de la llamada América Latina y Estados Unidos. No voy en estas páginas a tratarla en su totalidad. Algunos asuntos están ya estudiados, como son su magisterio como historiador y jurista en Argentina o México, y otros necesitan todavía de más trabajo e investigación, como sus enseñanzas profesionales y políticas en el universo norteamericano o en países más pequeños, pero no menos cercanos a nuestra cultura, como pueden ser Chile, y las tierras de Centroamérica o el Caribe2.

Ahora sólo pretendo efectuar una exposición, con el estudio de algunos casos significativos, de las facetas humanistas claves en su estela iberoamericana. Partiendo de los resultados de su viaje de nueve meses, en 1909-10, a América, quiero resaltar algunas aportaciones notables del maestro y también ciertas lagunas o influencias solo por paralelismos en su labor muy meritoria para España. Mientras en ella, durante los años 1940-70, se le ignora, se acercan unos pocos interesadamente o se le da la espalda desde la vida pública oficial, algunos amigos, discípulos o personas con sensibilidad le recuerdan casi con veneración, están al tanto de sus enseñanzas o le estiman con el respeto que Altamira merece3.






ArribaAbajoLa formación de Altamira en 1910

Al terminar su periplo por Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México, Estados Unidos y Cuba, el catedrático de Historia del Derecho, todavía en la Universidad de Oviedo, tiene 44 años. Está en la plenitud de la mitad de su vida y acumula ya un bagaje sobresaliente como jurista -la única carrera que estudia, doctorándose en 1887-. En su haber tiene, junto a una buena formación cultural y musical familiar, los conocimientos en literatura y lenguas clásicas, que todavía se cursan a fines del XIX en el bachillerato superior y en la licenciatura en Derecho y Letras, notables estudios y una gran inquietud por la filosofía, la historia y la pedagogía, que son sus aficiones más importantes, además de las literarias, por encima de las disciplinas jurídicas4.

Todo un polifacético en Humanidades, que tiene el mérito y la fortuna de consolidar y aumentar lo aprendido en su juventud, durante una década en Madrid (1886-97), al lado de sus maestros Gumersindo Azcárate, Francisco Giner de los Ríos, y Manuel Bartolomé Cosio. Dentro de la Institución Libre de Enseñanza, en donde adquiere una formación krausista, sintetizada en la preponderancia de la educación, como base para transformar la vida nacional, se forman pedagogos y expertos, encargados de extender la cultura a los emergentes estratos medios de la España de la Restauración5.

Al tiempo que comienza en la enseñanza universitaria, sustituyendo a Giner en su Cátedra, obtiene su experiencia periodística en la dirección del diario La Justicia, trabaja como secretario del Museo Pedagógico, que dirige Cosio, acrecienta su actividad de escritor en lo literario y profesional, con abundantes publicaciones en la prensa general y especializada, a la vez que presta ayuda política a sus maestros -en singular su colaboración con Nicolás Salmerón-, sin que llegue a interesarle como objetivo o fin en sí misma la actividad partidaria6.

Su temprana vocación universitaria aflora en 1886, cuando confiesa a su mentor Eduardo Soler Pérez que quiere ser catedrático. Lo consigue a los 31 años (1897), teniendo a Asturias como primer destino, donde va a completar su formación personal al relacionarse con unos compañeros en la Universidad y su Facultad de Derecho, que han pasado a la historia como «el grupo de Oviedo»7.

Desde 1888, cimentados en el magisterio sobre ambos de Giner, traba amistad con Joaquín Costa y Martínez (1846-1911), veinte años mayor que él, con el que afianza sus estudios de Historia del Derecho -fuentes antiguas, visigodas y medievales-, al tiempo que se abre camino en los conocimientos de etnología y antropología, que el sabio aragonés difunde en España, al amparo de los debates y polémicas sobre nuestra tradición jurídica y los cambios que la codificación del derecho civil introducen en las últimas décadas del siglo XIX8.

La amplitud de sus saberes, propios de un inquieto intelectual en su época, todavía animada por los conocimientos humanísticos variados, adquieren en su caso una profundidad inusual, en la que el ilustrado alicantino, afincado en Madrid, recibe un impulso renovador, al relacionarse con las bases rurales y ganaderas de las Asturias de 1900, que inicia un despegue industrial tortuoso, acompañado de una notable emigración de clases medias, campesinos y proletariado emergente a diversas ciudades españolas y al continente americano, que van a abrir sus ojos hacia problemas poco conocidos por Altamira.

Se comprende con estos ingredientes que el viaje a América del catedrático caiga como fruta madura, si se completa con los rasgos de su personalidad y carácter: buena salud y presencia física, trabajador, vigoroso en sus comportamientos e ideas, que le facilitan ser nombrado, frente a otros compañeros del Claustro de Oviedo, para realizar una aventura laboriosa y arriesgada para su tiempo, en el que además acaban de perderse las últimas posesiones del imperio colonial.

Altamira demuestra con creces en aquellos años que es ambicioso en sus diferentes y complementarios objetivos, que posee una imprudencia intelectual mezclada con rigurosos conocimientos -raro en un personaje público-, que sugiere con profundidad e intuición, que habla con claridad y que es un diplomático por naturaleza y modales9.




ArribaAbajoLa presencia en Perú de sus postulados educativos y sociales: la generación del centenario (1920-1950)

Se embarca con empeño por el Atlántico, pues tiene ya amigos o conoce por sus obras a prestigiosos intelectuales y figuras públicas del naciente o floreciente, según los países y las generaciones, liberalismo y positivismo cultural iberoamericanos.

En su labor pionera, uno de los destinos menos conocidos en cuanto a los resultados tangibles de su viaje es Perú. Sólo pasa una semana en Lima -del 22 al 29 de noviembre de 1909-, después de visitar Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Rosario en Argentina, Montevideo y Santiago, Valparaíso e Iquique en Chile, y parece que su introductor y confidente más conocido es Ricardo Palma Carrillo (1833-1919) filólogo, historiador, dramaturgo y poeta, con el que comparte afición por la literatura y también preocupaciones políticas, pues ambos están pendientes de la realidad y el porvenir de sus países10.

Al llegar ocupa el rectorado de San Marcos el jurista Luis Felipe Villarán, al tiempo que su hijo Manuel Vicente Villarán Godoy (1873-1958) es ministro del gobierno del Presidente Augusto B. Leguía, tras ser sucesivamente catedrático de Derecho Natural (1895-1900) y de Filosofía del Derecho (1901-1908), además de recién estrenado titular de Derecho Constitucional (1908-1924). Tiene Altamira, por tanto, en puestos claves para su tarea a dos prestigiosos jurisperitos, con los que no parece trabar unas relaciones o influencias estables hacia el futuro, lo que resulta extraño, teniendo la formación de los tres similares influencias11.

Aparecen en las crónicas de su visita dos clamorosas recepciones, una por los estudiantes en el Paraninfo de la Escuela de Medicina, donde pronuncia una conferencia titulada «Los ideales de la vida», tras la que, en manifestación, recorre las principales calles de Lima, a la que se suma espontáneamente el vecindario. Otra en una masiva reunión de las sociedades obreras y gremiales de la capital, en la que aplauden y se adhieren al impulso educativo popular, tan significativo en la Extensión Universitaria, patrocinada por el Claustro de Oviedo12.

Siendo esto más importante de lo que hoy pueda parecer, dentro de un mundo académico más técnico y especializado, también Altamira recibe el reconocimiento oficial de la cultura limeña: el diploma de doctor por la Facultad de Letras de San Marcos, las medallas de catedrático de su Facultad de Jurisprudencia y de oro de la ciudad, y el título de socio honorario del Instituto Histórico del Perú. Imparte, además, conferencias en el Aula Magna de la Universidad Primada, en el Teatro Nacional invitado por el Ateneo de Lima y, con visión de futuro, establece relaciones de intercambio de profesores y publicaciones peruanas.


ArribaAbajoEl reformismo jurídico y educativo

No parece que esta última iniciativa tenga un desarrollo continuado, como durante décadas ocurre en las vinculaciones gubernativas y académicas entre España e Iberoamérica, a pesar de que sin duda existen asuntos comunes que, paralelamente, se resuelven de forma análoga o similar en materias cultural o educativa, en este caso en el Perú de las décadas de 1920-1950. Es decir, durante los 30 últimos años de vida del sabio alicantino.

Tiene trazas de convertirse Altamira tras su viaje, en un ilustre ciudadano del pujante mundo occidental, todavía sólo globalizado por el tesón de unos pocos trabajadores de la cultura elitista, además de por las mercancías y los pasajeros de una azarosa navegación ultramarina, cargada de sacrificios y desventuras en el universo de la pobreza o carencias de las tierras de origen y de promisión en las de destino. Encara desde su atalaya los avatares de un subcontinente complejo, como el iberoamericano, donde con dificultad se logran y con rapidez quedan aparcados los proyectos de su embajada, aunque sean compartidos también, incluso con mayor realismo al afectarles directamente, por sus pares en las capitales que visita.

Las evidencias aportadas por las reformas jurídicas y educativas en Perú durante la generación de 1920-50, llamada por algunos del Centenario, pueden ayudarnos a entender el ambiente en que las semillas de Altamira se esparcen. En cuanto a ambas, procede comenzar señalando que su colega Manuel Vicente Villarán realiza desde su cátedra de Derecho Natural, en 1895, la renovación de los estudios en la Facultad de Jurisprudencia, según los principios del positivismo. La introducción de esa doctrina se produce también, entre 1895-1915, en los estudios médicos y sociales.

Un campo común a esas tres ramas de las ciencias lo representa el derecho penal. Perú tiene en Javier Prado y Ugarteche (1871-1921) una de sus principales figuras, enfrentando a José Viterbo Arias, que patrocina la continuidad del espiritualismo de raigambre hispánica. Arremete el primero contra el naturalismo al modo escolástico, por su pretensión de «unidad total de la naturaleza humana..., de la justicia universal, mito del derecho natural, que domina la mente del penalista tradicional». Plantea como alternativa apreciar los factores sociales y personales en los delitos, como el alcoholismo, la locura, la desocupación y otros. Sustituye así Prado la consideración individual del delincuente por su responsabilidad ante la sociedad. Si ello conduce a pensar que puede enmendarse e incluso cuestiona la muerte como pena, también es cierto que lleva consigo la preponderancia de un nuevo arbitrio -antes el libre albedrío-, ahora en manos del juez como representante del Estado, para aplicar los años de castigo en cada caso13.

Este enfrentamiento, que viene de la segunda mitad del XIX y dura todavía décadas, se manifiesta en agrias polémicas y varios proyectos de código penal, que se suceden sin pausa en España y Perú. Representa una notable ideologización por parte de la casta letrada, al servicio, en último término, de las oligarquías capitalinas de ambos países y de los intereses económicos y corporativos que envuelven a las profesiones jurídicas, enredadas en polémicas ilustradas, con frecuencia al margen de las necesidades de la mayoría de las poblaciones respectivas.

Intelectuales de buena fe y compromiso social, como Villarán y Altamira, pretenden sobrepasar ese dominio oligárquico de las instituciones estatales, agazapado dentro de duros conflictos doctrinales, mediante propuestas o reformas en la organización política o los servicios públicos, relacionados con las enseñanzas básicas y el aprendizaje más avanzado de la población en sus países. Se ayudan para ello de los ingredientes humanitario y progresista de su formación en el krausismo, a la que añaden el realismo propio de su experiencia y credo positivista14.

Ambos son, en palabras de Jorge Basadre sobre su mentor Villarán, «huéspedes de un gran corazón». Lo tienen «como un don propio y natural, desde la infancia, ese privilegio que otros jamás logran y acaso no sospechan». Siendo portadores «con elegancia... de su herencia espiritual y moral», no extraña que el limeño, desde su paso por el Ministerio de Educación (1908-9) favorezca las orientaciones prácticas en la educación de los peruanos y en la formación del profesorado. Su objetivo es el desarrollo económico del país, para lo que es imprescindible un empuje desde la escuela, la cual promueva el avance cultural que, a su vez, haga posible el progreso material. Al tiempo Altamira se encarga en España de la Dirección General de Primera Enseñanza (1911-13), cuando regresa de su famoso periplo15.

Esta similitud de actividades, en vidas casi siempre paralelas, se nota también en la dedicación de ambos a tareas relacionadas con los jóvenes. En 1912, con ocasión del III Congreso de Estudiantes Americanos, celebrado en Lima, Villarán pronuncia el discurso «La misión de la Universidad», en el que refiere los daños producidos con la nueva orientación de los estudios y defiende la Facultad de Artes y el nacionalismo intelectual, implicándose de inmediato en el gobierno de San Marcos hasta 1924, primero en el decanato de su Facultad de Derecho (1913-22) y después como Rector (1922-24), cargo al que renuncia para expresar su oposición a la reelección de Leguía como Presidente de La República. Simultáneamente, durante los años 1914-15 es elegido Decano del Colegio de abogados de Lima, donde inicia la publicación de la Revista del Foro. Por fin, al término del régimen leguiista, preside la Constituyente de 1931 e integra las Comisiones de reforma de los Códigos Civil, de Comercio y de Procedimientos Civiles, retornando después a su cátedra de Derecho Constitucional (1935-36).

De la actividad de Altamira, más conocida para los lectores, sólo destaco ahora que presenta, con motivo del Congreso de Estudiantes inaugurado por Villarán, un texto titulado «Juventud», que publica la Revista Universitaria de Lima16.

Los dos se empeñan en extender la educación primaria a la población en general, asignatura aprobada por España en los años 1950-60 y pendiente en Perú durante la mayor parte del siglo. Villarán la impulsa en 1920, con la ayuda de Estados Unidos, mediante un programa para extenderla por las comunidades rurales y ayllus, siguiendo el movimiento Tahuantinsuyo de Pedro Sulern y Dora Mayer, y fomenta la enseñanza técnica, criticando el «letrismo», porque su país debe ser tierra de labradores, colonos, mineros y comerciantes («hombres de trabajo», dice). A ambos les une una fe y un gran esfuerzo por una educación secundaria para el progreso económico y cultural, que en España se extiende durante 1960-70, mientras en Perú queda aún como objetivo sin cumplir17.

También coinciden sus empeños, por adelantarse a su tiempo, en recibir el furor de las críticas conservadoras: en Perú la vieja aristocracia se opone al civilismo, por ser el programa demoliberal del reformismo burgués, en palabras de Mariategui, en España se hace un frente común contra el regeneracionismo educativo potenciado por Altamira18.




ArribaAbajoLa historia y la formación cultural de la población en Perú y España

El motor principal de Altamira en todas sus intervenciones americanas es transmitir el valor social del conocimiento histórico, que aprende en su juventud y desarrolla durante su vida, dentro de posibilidades variables, con una última fase de florecimiento durante su exilio en México.

Cree que la Historia es maestra de la vida y propone, en consecuencia, su inclusión en los planes de estudio para formar la personalidad desde edades tempranas, siendo partidario de una enseñanza activa y crítica, lejos del aprendizaje memorístico y dogmático en vigor, construida sobre las fuentes directas -los testimonios del pasado-, indispensable en las enseñanzas medias de los adolescentes y en la Universidad19.

Semejante empeño, que enlaza como buen ilustrado con la formación de ciudadanos libres y virtuosos, teñido de romanticismo y regeneracionismo -acrecentar las cualidades hondas de nuestro espíritu, crear un optimismo cultural y extender el protagonismo histórico a toda la población-, tiene presente que debe hacerse con sentido orgánico, partiendo de la tradición, que hace de un pueblo una entidad estable y con personalidad definida20. La responsabilidad de ello -de una realista historia patria- es del Estado y de las minorías cultas, a los que atribuye con excesiva confianza, las iniciativas del cambio21.

En estas lides tiene como ilustre seguidor en Perú al famoso Jorge Basadre Grohmann (1903-1980), sin duda el historiador más relevante del país andino en las décadas centrales del siglo XX. Formado primero en la Facultad de Letras de San Marcos, coincidiendo con la reforma universitaria, influenciada por la Revolución de 1917, participa en el Congreso de Estudiantes del Cuzco (1920) con 17 años y vive el receso, al año siguiente, de su universidad limeña, que aprovecha para iniciar sus investigaciones, tan joven, en la Biblioteca Nacional de Perú22.

Con 19 años inicia la carrera de Jurisprudencia, que simultanea con ciencias políticas, ambas en San Marcos, donde termina la primera en 1927. Al año siguiente es encargado de un curso monográfico sobre Historia del Perú (siglo XIX), con sólo 26 años, siendo ya doctor en Letras y habiendo adquirido sólida experiencia en trabajos bibliotecarios, de campo entre los indígenas de Tacita, de relaciones interamericanas con motivo de los conflictos de límites entre Perú y Chile, además de pasar una temporada preso en la isla de San Lorenzo por sospecha de conjurar contra el presidente Leguía.

En 15 años más, con la madurez de su vida, se convierte en un personaje dentro de la República del Perú y en historiador famoso en Iberoamérica. En 1936 vuelve a impartir las clases de historia peruana del XIX, a la vez que se le nombra por un segundo periodo catedrático de Historia del Derecho de San Marcos, por mediación de Manuel Vicente Villarán, al que dedica su libro sobre los fundamentos de la disciplina en 1956. Había completado su formación, a causa de la clausura de la Universidad limeña en 1931, en Berlín, con el aprendizaje de la etnología jurídica impartida por Richard Thurnwald y en Sevilla y Madrid (1933-35) con investigaciones sobre historia institucional y jurídica por cuenta del Centro de Estudios de Historia de América de la Hispalense, dirigido por Ots Capdequí y del Centro de Estudios Históricos (Sección Hispanoamericana, comandada entonces por Américo Castro) en la capital, donde colaboran el mexicano Silvio Zavala y el venezolano Ángel Rosenblat. Para realizar estos trabajos en España, disfrutando de una beca, tiene relevancia la presentación que le hace Claudio Sánchez Albornoz23.

Aún siendo 37 años más joven que Altamira, van a representar similares momentos claves para sus países en la renovación de la enseñanza de la Historia, en la importancia de la formación cultural de la ciudadanía en su conjunto y en el papel de consolidación y protagonismo del Estado en la vida nacional y como impulsor de dichas reformas.

En lo primero, a pesar de tener vidas paralelas como en el caso de Villarán, es común a ambos una sólida formación humanística que, en su faceta de historiadores, tiene al principio una clara influencia de la Escuela Histórica24. Esto puede verse hoy como una fortuna concedida por la época a sus intelectuales más preclaros. No es sólo la valoración como elementos fundamentales para el estudio del pasado de la tradición, el folklore o, en su conjunto, la etnología o los saberes e instrumentos amplios que empiezan a configurar la moderna antropología, sino que, ante semejantes retos, en un mundo occidental convulso y en transformación, casi siempre estos personajes son militantes de la vida al modo burgués y gente de acción comprometida con su tiempo25.

En aras de la brevedad requerida a una ponencia de Congreso, sólo citaré ahora algunos datos obvios en esta línea argumental. Altamira desarrolla con amplitud y ambición, por lo que deja sin terminar, su gran proyecto histórico sobre la civilización española y a Basadre le ocurre lo propio, aunque también casi lo finaliza, con su monumental obra Historia de la República del Perú. En el transcurso de su elaboración, que dura casi toda la vida, plantean los más candentes asuntos de sus respectivos países, en la perspectiva propia de su tiempo. Resumiendo lo necesario, ambos se preocupan de renovar los estudios históricos, extienden su influencia a varios países y a la generación de estudiosos que han de continuar, si pueden, su arduo trabajo, en el que han puesto un techo de comprensión y rigor singularmente alto26.

Por encima de este reto, que aceptan con gusto y compromiso, Altamira y Basadre -el alicantino en mayor grado- ocupan relevantes puestos profesionales y políticos, que les sirven para una mayor proyección de su ideario y sus obras entre las poblaciones urbanas de Perú y España. Esto resulta beneficioso, de una lado, a las capas medias de las sociedades en que viven; de otro, es también fructífero para ellos, pues participan, en grado notable para unos intelectuales, en delinear rasgos singulares de la integración nacional, en el caso de Basadre, y del regeneracionismo de la sociedad, el Estado y la educación españolas, sin duda alguna los grandes objetivos de Altamira. Como corresponde a sus épocas, los dos saldan sus esfuerzos y sueños con más pena que gloria, a pesar de la evidente novedad y pertinencia de sus propuestas, que el tiempo vestido de verde acabará reconociendo, siempre tarde para las ilusiones, a veces desmesuradas, de estas personas con mayúscula27.






ArribaAbajoSu compleja estela humana y profesional en México

Es muy conocido, admirado y ahora también festejado el trabajo creativo, el magisterio y la calidad personal del exilio universitario español en México tras nuestra guerra civil. Hemos visto en la televisión, escuchado en la radio o leído en periódicos y libros la importancia del legado de los profesores e investigadores emigrados por sus ideas y convicciones a la Nueva España, hasta el punto que se utiliza ad hoc dos sonoros neologismos, para designar a este numeroso colectivo -como ahora se dice-, que son trasterrados y transmigrados28. Estas palabras, muestras del cariño y hasta el agradecimiento de los intelectuales mexicanos que empezaron a usarla, intentan suavizar las consecuencias del dolor de una lucha fratricida, en la que el hermano vendido por un plato de lentejas, es recibido como hijo pródigo en la antigua Tenochtitlan, crisol de tres culturas, como simboliza la famosa plaza de México D.F., de tanto significado para los anhelos de la juventud comprometida y luchadora, tan respetada como querida por nuestros Villarán, Altamira, Basadre y otros enérgicos personajes que encontraremos en estas últimas páginas29.

Cerca de 80 años tiene don Rafael, cuando llega por tercera vez a tierras mexicanas, tras ser «maltratado espiritual y físicamente», como señala Ortega y Medina, por las guerras civil y mundial (1936-1945). En noviembre de 1944, con un a reconocida fama intelectual y pública en el mundo occidental, se afinca en la Plaza de Dinamarca (Colonia Roma) de la capital y con brío, renovadas ansias e incluso furia vuelve a sus clases y conferencias, reinicia su magisterio de historiador (en los seminarios del Colegio de México) y se reencuentra con viejos amigos y discípulos, de México y España, que le homenajean con frecuencia, le invitan a charlas y actos sociales, e incluso le hacen participar en conmemoraciones o actos de carácter político. Todo en la línea apropiada para un alto representante de los saberes jurídicos e históricos, que ha sido casi 20 años miembro de la Corte de Justicia Intemacional30.

Es admirable que, en plena vejez, pueda Altamira seguir trabajando mañana y tarde, obligado a incorporarse a la vida de una gran metrópoli, aunque sea con las ventajas y comodidades de un jubilado famoso. La hospitalidad del México de Lázaro Cárdenas fomenta una actividad pública de acogida a los universitarios españoles, a pesar de que existe una distante frialdad por parte de un sector de la influyente clase media católica capitalina que se opone a la política del estadista y desconfía de los recién llegados, vencidos en una guerra civil31.

Durante esos seis años centrales del siglo XX recoge sus variados proyectos intelectuales, con las añadidas dificultades para su labor de historiador por la prolongada ausencia de estabilidad desde 1936, debido a su trabajo en La Haya y posterior abandono definitivo de España. Se queja desde Bayona (1940) de la dispersión y pérdida de sus libros y materiales de trabajo. En estas circunstancias su vida en México la dedica a recordar sus preocupaciones historiográficas, a la revisión de su Historia de España, a reverdecer sus recuerdos de Asturias, a cumplir con inquietudes y compromisos literarios y políticos, a la reedición de algunos estudios famosos, a escribir de sus temas preferidos sobre los españoles y a encauzar una tarea antigua entre sus proyectos, pero postergada por otros empeños más relevantes, como es el estudio metodológico y de las fuentes del Derecho indiano.

Tantas ocupaciones, que se plasman en libros, artículos y colaboraciones varias, las compagina con una intensa vida familiar y una sociabilidad cotidiana, en su casa, reducida a unos pocos y escogidos allegados y amigos, a los que se suma algún acompañante de temporada, como Indalecio Prieto, y las visitas más esporádicas, pero siempre entrañables, de «sus mexicanos»: Alfonso Reyes, Raúl Carrancá, Silvio Zavala, Jaime Torres Bodet (Secretario de Estado de Educación) y, sobre todo, el calor diario de su dilecto discípulo Javier Malagón Barceló32.

Todo puede hacerlo en un Distrito Federal entonces más dominable para los sectores burgueses de su población, pero es a su vez casi imposible que un anciano pueda estar al día de los caminos en que se empeñan los historiadores mexicanos más jóvenes o renovadores y, en general, los estudiosos que cultivan las humanidades relacionadas con México o con la historia en su más amplio sentido33.

Sólo quiero resaltar, dentro de los límites de estas páginas, algunos casos relevantes en el ámbito de la historia mexicana durante los años centrales del siglo. Es llamativa la figura de otro exiliado, 37 años más joven que Altamira, llamado José Miranda González (1903-1967), que nace en Gijón, hijo del catedrático de matemáticas de su Instituto de enseñanza media, donde cuatro tíos paternos se dedican a la enseñanza: Enrique ocupa la plaza de geografía e historia en el mismo centro y Gerniano, Bonita y Fortunata son maestros de primeras letras. Su madre, Mercedes González Forcelledo, muere en 1911, dejando tres hijos. El segundo, José, realiza estudios primarios en la escuela de sus tías, quienes sustituyen en el hogar a la cuñada fallecida, y cursa el bachillerado en el Instituto Jovellanos34.

Nuestro Pepín, como le llaman en su adolescencia, tiene cierta «gracia natural» en el trato con familiares y amigos, es tímido y reservado, aficionado a la pesca y el marisqueo, amante de la naturaleza en excursiones y paseos por el campo, y dado a la práctica deportiva y el montañismo, bastante normal entre los jóvenes de las ciudades asturianas de entonces. Además le gusta la música y toca bien el violín, ejercitando en tunas estudiantiles, aunque parece que canta mal y, de muchacho, muestra poco interés por la redacción en sus clases de literatura.

Como tiene inquietudes por la vida de los emigrantes de Asturias, al terminar la secundaria prefiere marchar a Veracruz, donde unos primos de su madre son dueños de unos almacenes de loza y cristalería. Sus tíos mexicanos no tienen hijos y le ofrecen trabajo familiar en el negocio, pero él no se habitúa al cambio de vida y regresa a España. Entretanto, su padre se traslada a León para ocupar las dos cátedras de matemáticas vacantes en el Instituto, con el fin de ayudar a los mayores gastos de sus tres hijos que marchan a la Universidad de Madrid. Acompañados de sus tías, en un piso alquilado de la capital, José estudia la carrera de Derecho, licenciándose en 1926.

Traba amistad con el prestigioso catedrático Adolfo González Posada (1860-1944), también asturiano, dedicado al Derecho político y estudioso del laboral en la Universidad Central, que introduce en España la sociología moderna y ocupa entre 1920-24 la dirección del Instituto de Reformas sociales, fundado en 1904. Se doctora Miranda en ella, tras ampliar su formación en Francia y Alemania e inicia, como profesor auxiliar, una carrera universitaria truncada por la guerra civil.

Al estallar la rebelión vive ya solo, pues su hermano Bernardo, médico, muere en un accidente de automóvil y el otro, Faustino, ocupa la cátedra de ciencias naturales en el Instituto Jovellanos. Su vida cambia durante los tres años que dura la contienda, pues su padre se vuelve a casar y él se encuentra aislado de la familia en Madrid, controlada por el gobierno republicano. Se libra de incorporarse al ejército del aire, pues de 1936 a 1938 es Secretario General de la Universidad y después representante del Ministerio de Educación y Bellas Artes en la capital, donde conoce a Antonia Sánchez, joven dirigente del partido comunista, llamada «la pequeña Pasionaria» por su ardor en arengar a las tropas de la República, con la que contrae matrimonio de «guerra».

Tras el levantamiento del Coronel Casado le detienen, al atribuirle filiación comunista, pero es puesto en libertad a las pocas horas. Sale al fin hacia Valencia donde, por verdadero milagro logra embarcarse y salvarse de ser capturado. Después de breves estancias en Marsella y París, se traslada a Santiago de Chile, donde vive hasta 1943, pasando a México en el mes de Octubre, reclamado por su hermano Faustino, afincado ya en la capital del antiguo virreinato.

Con estos antecedentes de su biografía y formación, no es extraño que, al establecerse en México, se dedique de lleno a la Historia. En la Universidad de Madrid aumenta sus conocimientos, como postgraduado, en la biblioteca de la Facultad de Derecho, al frente del legado Adolfo Posada. Llega a encargarse de la Revista de Ciencias jurídicas y sociales en tiempos de la II República y, en el año 1943, dicta un cursillo sobre historia de las instituciones políticas españolas en Santiago de Chile. Como resaltan Palacios, García Martínez y Lira pasa del Derecho Constitucional a las ciencias políticas y de aquí a la historia, convirtiéndose en un humanista poco académico, convencido de la importancia del conocimiento histórico para el futuro de las disciplinas sociales35.

Se vincula al Centro de estudios históricos de El Colegio de México (fundado el 14 de abril (de 1941) en 1946 y en él desarrolla sus estudios y enseñanzas hasta su muerte, junto a las clases y orientación investigadora que imparte en la Escuela de antropología, dependiente de la UNAM. Desde el principio ayuda a los graduados de El Colegio «a recorrer el siglo XVIII mexicano» con un magisterio sencillo, humilde, amable y laborioso, como le reconocen sus estudiantes, más tarde historiadores de prestigio, de la talla de Julio Le Riverend, Pablo González Casanova, Pedro Carrasco, Luis González y Ernesto Chinchilla36.

Coetáneo al primer lustro mexicano de Miranda y los últimos cinco años de la vida de Altamira, representan dos hitos importantes en América para la historiografía, en la que ambos se afanan. Mientras el homenajeado de este Congreso permanece fiel a sus dos patrias, España y México, y establece una firme herencia de comprensión y acercamiento entre la diversa y dispersa familia hispánica, en palabras de Ortega y Medina, el cuarentón asturiano adopta la nacionalidad de acogida a fines de 1944 y da un paso más hacia el entendimiento escribiendo que «si España descubrió a América, América descubrió a España nuevos caminos y objetivos del saber». Sin entrar en un juego de palabras, propio de los retóricos, quiero destacar que Miranda se convierte en un abanderado de la reconstrucción histórica. Lo hace abriéndose al conocimiento documental del Archivo General de la Nación de México, enlazándolo al de Indias, con esfuerzo y sentimiento de maestro que guía a sus discípulos. Y aplica unos criterios metodológicos renovadores, que lo colocan entre los círculos académicos más inquietos de la vertiente latinoamericana de la historiografía contemporánea37.

En un desenvolvimiento somero de sus aportaciones puede relacionársele con las escuelas europeas que desarrollan una defensa de la historia, como base para el conocimiento de las sociedades humanas, con singularidad en el caso de Annales. Esta redención de las ciencias sociales por medio de su categorización histórica, la realiza rescatando el pasado indígena de México. Lo hace eligiendo temas claves de estudio y acomodando su ejecución a las características del objeto de cada trabajo. Ensaya así, como un científico experimental, buena parte de los géneros historiográficos, desde las obras generales a la historia intelectual, pasando por la institucional, económica y cultural: toma como enfoque al continente americano, a la Nueva España, a concretas regiones geográficas de ella, o se acerca a la microhistoria en sus trabajos sobre la población; adopta los métodos de la ciencia política, de la sociología o de la historia en sus versiones más clásicas o combinándolos en consonancia con los nacientes estudios etnohistóricos. En resumen, frente al magisterio de Altamira, que significa de los mejores logros de la primera mitad del siglo XX, Miranda es un adelantado en Iberoamérica del programa de la historia y las ciencias sociales que hemos visto extenderse por todos lados en su segunda mitad, con sus ingredientes de colaboración interdisciplinaria para conseguir una historia con pretensiones de totalidad, pero también conviviendo con un desarrollo sin freno y, a la postre, con poca trabazón entre las especialidades en que se fragmenta el conocimiento histórico38.




ArribaAbajoAltamira y los Estados Unidos

Señalé al principio la conveniencia de profundizar más es esta faceta del ilustre alicantino, que hoy, por motivos que alcanzan a todos, puede estar por encima de la normal dimensión que tuvo, que es sólo la influencia conseguida por un personaje público sobresaliente del mundo hispánico en las décadas de consolidación del imperio contemporáneo más poderoso, desde 1910 a los años de la guerra fría tras la II Guerra Mundial.

Conocemos los datos más llamativos fruto de sus primeras estelas por Norteamérica, como sus intervenciones en los viajes que realiza: congresos, conferencias y visitas a universidades prestigiosas (Berkeley, Harvard y Yale), su pertenencia o relación con entidades culturales conocidas (American Internacional Corporation y medalla de plata de la Hispanic Society, fundada en 1904 por Archer M. Huntington), su ascendiente sobre el Presidente Roosevelt o las inquietudes intelectuales y, a veces, políticas compartidas con notables historiadores, como Charles Griffin, Clarence Henry Haring, Arthur Whitaker y Lewis Hanke.

Dentro de esta ponencia me corresponde destacar algunos acontecimientos relevantes para el campo histórico. Quizá el de mayor proyección sea la fundación, en la Universidad de Duke (1918), de la Hispanic American Historical Review. En su gestación o en su primera planificación es probable que se tengan presentes recomendaciones del incuestionable maestro o, al menos, se solicite su colaboración, en lo que representa el espaldarazo de la investigación contemporánea sobre la historia de América Latina en Estados Unidos. Se materializa esta participación, por lo menos, en sendos artículos publicados en ella por José María Ots Capdequí (1893-1975) y Juan Manzano Manzano (1911) todavía vivo, sin que en los 80 años transcurridos desde entonces vuelva a producirse similar colaboración de estudiosos españoles39.

En los años cuarenta y cincuenta es más sustancioso, auque quizá menos vistoso, su influjo. Se manifiesta en una doble vertiente. De un lado, recibe un empuje su modelo integrador entre las culturas hispánicas y anglosajona, que defiende desde hace décadas40. Esto gusta en los ámbitos de influencia norteamericanos, que por entonces extienden su poderío en Sudamérica, lo que se concreta en una gratitud hacia el maestro español, que ve traducido al inglés un breviario de su obra mayor con el título A History of Spain (1949). Ello implica, en segundo término, un sin par desarrollo de su influencia historiográfica en los Estados Unidos hasta niveles y durante un periodo difíciles de señalar hoy41.

Hay, sin duda, dentro de una visión de occidentalismo satisfecho, que comparte con reservas Altamira en su madurez, un reforzamiento del proyecto imperial de los Estados Unidos al promediar el siglo XX. Una de sus consecuencias -a la vez soporte intelectual de aquél- es el reverdecer de la historia de las instituciones de la colonización española, con su manifestación más relevante en la publicación por Haring de su libro El imperio español en América (1.ª edición en inglés, 1947), precedido por una nonata edición en Sevilla (1945) bajo el título Las Instituciones del Imperio Español en América. A la vez aparece, como es frecuente en la historia política o intelectual, terceros en discordia que fomentan otros planteamientos en la misma línea, como es el caso del trabajo de Miranda-Zavala sobre las instituciones indígenas en México colonial42.

Altamira puede ver al final de su vida, aunque no sé cómo lo percibe, una recompensa más a su dedicación al estudio. Si había dejado muchos años en segundo término a la historia del derecho, ahora otros historiadores, que aprenden de él, usan el conocimiento de las instituciones coloniales para ayudar a proyectos imperiales o indigenistas en sus respectivos países: Estados Unidos y México. Él, entretanto, pienso que se encuentra ocupado en otras cosas, viviendo y pensando, sobre todo, en las cotidianas inquietudes de un octogenario lleno de experiencias43.






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Su segunda patria -México-, cuyo gobierno le acoge con los brazos abiertos durante su vejez, es protagonista al tiempo de un avance cultural tan llamativo que, en el terreno de la historia, es lugar de encuentro y objeto de estudio por parte de sobresalientes investigadores norteamericanos. Junto al Colegio de México, escoge el Instituto Panamericano de Geografía e Historia para su sede el Distrito Federal, sumándose a entidades con solera para los amantes de las humanidades, como la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, arropados de editoriales de postín, algunas fundadas por españoles del exilio, entre las que destaca el Fondo de Cultura Económica44.

En este ambiente los recién llegados universitarios españoles pueden trabajar codo a codo por una historia sin trabas, siempre respetuosas de las mejores tradiciones y abierta a las nuevas corrientes. En los dos sentidos Altamira es un referente venerable y nuestro José Miranda representa, junto a colegas mexicanos y de Estados Unidos, la renovación señalada.

Sus enseñanzas interdisciplinares serán usadas por seguidores de varios países. Por referirme a su influencia entre los norteamericanos, sólo tengo espacio para citar cuatro casos paradigmáticos. Charles Gibson, a caballo entre la historia y la antropología, que escribe el famoso Los aztecas bajo el dominio español, reconoce su magisterio, como también lo hace el polifacético Woodrow Borah, estudioso de la demografía, la sociedad y las instituciones novohispanas, y John J. Tepaske, especialista de la historia económica. Algo posterior, pero también vinculado a su ímpetu renovador, está Peter Gerhard, impulsor de la geografía histórica mexicana45.

No quiero quitar importancia ni protagonismo a Altamira. De hecho no se produce un roce -tampoco una mezcla- entre las aportaciones de él y Miranda. Coinciden en México por el forzoso destino de los vencidos en una guerra civil, pero sus diferentes edad, ambiente y formación profesional les llevan por senderos distintos, como muestran sus estudios sobre Felipe II -quizá el único tema en que acercan-, con planteamientos y objetivos que se complementan con dificultad46. Un síntoma de sus variados tiempos puede encontrarse en la valoración del libro de Ots El régimen de la tierra en el Derecho indiano. Mientras Altamira, que se había doctorado con una tesis sobre Historia de la propiedad comunal (publicada en 1890), lo cita con elogio, nuestro Pepín titula una reseña del mismo, de manera elocuente, Por el mal camino del Derecho47.

Estos desencuentros son señal de unos tiempos por llegar y ya casi pasados hoy, en que la historia de América Latina se abre a lograr la comprensión de unas sociedades en el pasado, para entender -empresa ardua- su presente tan tortuoso. Todavía ahora pueden ejemplificarse esos cambios con la ayuda de los profundos estudios de un historiador norteamericano entonces niño, hoy entre los más prestigiosos por sus conocimientos integrales de Latinoamérica, en especial Mesoamérica y los Andes. Hablo de James Lockhart48.

Seguro que Altamira aplaudiría esta evolución. Sus trabajos lo avalan y su categoría humana da fe de ello. El hombre se va y su obra queda. Quiero, por ello, terminar estas páginas en homenaje al maestro con esos versos tan recitados y cantados del poeta: «Al cabo nada os debo, me debéis cuanto escribo...».



 
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