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O, en el caso de que se suponga que no escribió sus piezas para la representación o que, aún así, jamás fueron representadas para sus lectores. Téngase esta reserva en cuenta a lo largo de todo el presente trabajo, que puede prescindir totalmente de esa enrevesada cuestión de la representación histórica o incluso representabilidad del teatro senequino. Basta remitir, por tanto, a la citada obra de Hermann, especialmente cap. II, pp. 153-231; o a F. Giancotti, Saggio sulle tragedie di Seneca, Roma, 1953, cap. III, pp. 30-37, como autoridades que garantizan la posibilidad de la validez de este procedimiento.

 

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Además de las obras citadas de este autor en la nota 2 del artículo de Muñoz Valle, mencionado arriba, esta idea preside al tratamiento del teatro de Séneca en las páginas que le dedica Paratore en su Storia del teatro latino, Milán, 1957.

 

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J. C. García-Borrón, «El senequismo en el teatro de Lucio Anneo Séneca», en Revista de Filosofía, de XVII, 1958, pp. 65-70.

 

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Ibíd., p. 68.

 

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Perdidas todas las anteriores tragedias que habían desarrollado el argumento -entre las latinas se conoce el título de una de Ennio y la celebérrima de Vario-, no cabe, claro está, dilucidar si esta estructuración de las partes de la obra de manera que el espectador quedara enterado de lo sucedido, se debe al propio Séneca o figuraba ya en el modelo que haya podido imitar.

 

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Vv. 623-788.

 

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Citado en nota 7. Cf. sobre todo: «Me refiero al que podría sacarse de las consideraciones de Von Fritz acerca de la diametral inversión que para el carácter de la tragedia helénica representa la doctrina estoica, especialmente, entre las derivadas de la enseñanza de Sócrates, de la cual dimana un nuevo concepto de culpabilidad humana, tan distinto o incluso tan opuesto al de los tragediógrafos clásicos, que ha permitido escribir con razón a dicho autor que, "en este sentido [con referencia a la culpabilidad] es ya la filosofía de Sócrates mágica o francamente antitrágica". Afilada la nueva concepción en la filosofía estoica, para la cual un Orestes matricida bajo el impulso de las Furias no es culpable en el sentido en que lo era para Esquilo, "no es difícil ver que, a base de una tal filosofía, una tragedia en el sentido del s. v. es completamente imposible". De aquí que la concatenación seguida por Von Fritz impecablemente lleva a negar, carácter trágico a los dramas de Séneca, que él llamó "tragedias". El hombre no hace la cosa, pero la indica. Aunque sobre ello me extenderé luego, al exponer cómo Séneca no es un islote en la historia de la tragedia en Roma, sino lo que muy naturalmente podía ser la tragedia en el determinado período de la historia literaria latina en que Séneca vivió, es aquí momento oportuno para reflexionar sobre la antinomia planteada por von Fritz, y sugerir que si, en efecto, Séneca llamó tragedias a unos dramas que no lo son, en el sentido histórico-literario griego del vocablo, es que para Séneca éste tendría, sencillamente, otro sentido.»

Es lo que con paladina claridad, rayana en la evidencia, señalan las palabras de J. S. Lasso de la Vega en la obra citada arriba en la nota 8, al tratar de la imposibilidad de una «tragedia» cristiana, a propósito de la Fedra de Unamuno que había pretendido y anunciado que fuera tal: «Tragedia y cristiano son términos que no pueden casar. Esta aseveración mía, tan dogmática, puede que extrañe a alguno, y querría yo, por eso, dar afirmación al lector de lo que digo. La cosa bien que nos concierne porque, lo uno, quiero demostrar que no es posible cristianizar la tragedia de Fedra como, por lo visto, creía Unamuno; y lo otro, la cuestión tiene un interés más general y supremo para entender la diferencia que se interyecta entre la tragedia griega y su descendencia cristiana o precristiana. Muchos siglos a lo largo se han escrito "tragedias" cristianas inspiradas en modelos griegos. Hoy están de moda los temas griegos en el teatro, y no digo yo que la tragedia griega no efunda auténticas tragedias a la medida del hombre de nuestro tiempo, sino digo que es verdadera contradictio in adiecto pretender tragedias "cristianas", porque el Cristianismo no es trágico en el sentido fuerte y griego del término» (p. 238). Resulta importante atender a la opinión del autor acerca de lo que, en el camino desde la tragedia griega hasta la que -según él- no cabe llamar tragedia sino drama cristiano, representa la figura de Séneca: «Es sabido que Séneca emulsiona literatura con filosofía y escribe una serie de dramas que llevan la mira de ejemplificar adrede doctrinas morales derramadas en los libros de los filósofos estoicos. Es un teatro afilosofado en los principios del estoicismo, estoico genuflexo. Los pregona generalmente, y, casi siempre en son de trompeta. Veces hay cuando el gran escritor que era Séneca -que esto nadie se lo puede quitar- acierta en un feliz eclecticismo entre la filosofía moral, que es la casa solariega de su teatro, y una forma teatral apañada y habilidosa. Veces hay cuando en este teatro abulta demasiado el tonillo reflexivo y doctrinante, y el autor se engolfa en porfiadas polémicas de casuística moral y baraja y encadena conceptos forjados a lima de retórica con un lenguaje engolado, henchido de atributos literarios. Su teatro se nos antoja, entonces, el frío monocromo jardín, donde las estatuas -de yeso- se entonan de ejemplaridad, pero difícilmente nos enardecen. Con todo, es lo cierto que estas obras, mestura de teatro y filosofía, estuvieron muy en auge durante el Renacimiento, sobre todo en el ánglico y elisabético, en cuya gracia cayeron y en cuya desgracia nunca. Cuando allí tomaba nuevo giro el drama moderno ejercieron sobre él un influjo considerablemente superior al de los trágicos griegos, con ser éstos los más primeros en el escribir dramático de todos nuestros pasados. En aquellos tiempos, sin ignorantes de la tragedia griega, Séneca sabía a gloria. Lo cual por dos respectos nos enoja: el uno, por esa ignorancia, y el otro, porque la principalía de Séneca debíase precisamente a aquello por lo que uno cualquiera de sus dramas se aparta y desconviene de una tragedia griega. Séneca los llamaba "tragedias", pero avistados desde una filosofía antitrágica. La eficacia que pueden ejercer sobre el espectador nada tiene que ver con los efectos catárticos, en la sensibilidad aristotélica de la palabra, que surtían para el heleno de la contemplación de una tragedia. Y justamente porque el telón de fondo del teatro senecano, la filosofía estoica, mucho se compadece con las concepciones cristianas de los dramaturgos modernos, es por lo que Séneca roturó el camino para un teatro cristiano harto disímil de la tragedia griega.

Al sabio estoico le importa solamente su recta conciencia, a cuyos imperativos ajusta su conducta. El mundo exterior le es indiferente. Su virtud y felicidad son independientes de las consecuencias extremas de sus acciones; poco importa que la flecha vehemente lanzada por el arquero yerre el blanco por efecto de un golpe de viento. Es decir, que si Orestes al matar a su madre ha obrado rectamente, no hay motivo para que le persigan las Furias, ni para que se inquiete su conciencia. Es igualmente absurdo pensar en un conflicto entre los poderes divinos tocante al juicio que el acto matricida de Orestes merece. En una palabra, no ha Orestia» (pp. 238-240). Y todavía con más claridad, si cabe, más adelante (pp. 242-244): «Pero ¿qué tiene ello que ver con una tragedia griega? Nada, absolutamente nada. Sobre esto conviene que no exista la más leve incertidumbre... Entre un drama senecano y sus modelos griegos encontramos, naturalmente, temas comunes, parecido de las grandes líneas exteriores de la acción, hasta traducciones literales de largos pasajes; pero, por debajo de la similitud superficial, hay una diferencia de naturaleza entre uno y otro producto. Donde moralización viene, tragedia se pierde. No puede haber una tragedia estoica, porque el estoico considera que su premio o castigo consisten en su virtud o vicio, independientes del mundo exterior y sin que haya ocasión para colidir con éste en un conflicto trágico. Menos aún cabe una tragedia cristiana, pues el buen cristiano tiene garantizado su premio en el otro mundo: no se escandaliza si no le encuentra en éste, pues en este mundo hasta Jesucristo sufrió... Los dos a una, el estoico y el cristiano, excluyen la posibilidad de coexistencia de una hamartia objetivamente existente y una culpa subjetivamente inexistente, lo que es justamente la entraña de la tragedia griega. No puede haber en ellos lo que siempre hay en la tragedia griega, y se ha dado en llamar "justicia poética". La tragedia griega, en cambio, no puede llevar al ánimo del espectador ningún efecto moralizador. El héroe trágico es como es y, cualquiera que sea su parte de culpa en su desgracia, es evidente que no puede escapar a esa desgracia; de nada le serviría haberse visto retratado antes sobre la escena y contemplado su propio drama. Su tragedia no es ejemplar. Tampoco las figuras más nobles -una Alcestis- pueden instar la imitación, pues las consecuencias de sus actos son ya de suyo trágicas. Sobre el suelo de una filosofía antitrágica escribe su teatro Séneca con criterio moral de estoico espantable y amojamado por la apatria. Y de estar tan vinculado, y aún más que el estoico, a ese suelo antitrágico y a esa intención ejemplar viene que el drama cristiano recibiera la herencia de la tragedia griega a través del drama senecano, que se la hacía más de recibo, no precisamente por sus cualidades literarias. Se trata, sin embargo, de una herencia de elementos externos, temas y formas literarias, y nada más... Corneille había elegido este último camino, y así teorizaba sobre las cuatro vías por las que la "tragedia" debe cumplir con su obligación moralizante, por lo visto inexcusable, y rogaba muy encarecidamente que nos dé ejemplo por las sentencias y máximas, por la pintura ingenua de los vicios y las virtudes, por la recompensa de las buenas acciones y el castigo de las malas y por la purgación de las pasiones mediante la piedad y el temor. Eso último está muy bien dicho; pero no es así, a la verdad. Hace Corneille como que recoge el sentido que la famosa definición aristotélica prestaba a la tragedia griega, pero está claro que la malentiende y mete anacrónicamente, como quien dice de contrabando, en la purgación de las pasiones la carga moralizadora que le habían dado Séneca y el teatro cristiano. Lo mismo han hecho, la verdad sea dicha, otros muchos.»

 

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Recuérdense las palabras de J. S. Lasso de la Vega citadas en la nota anterior a propósito de esta diferencia entre el delito objetivo y la inocencia subjetiva.

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