Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

La isla del tesoro

Roberto Luis Stevenson






Al comprador indeciso


    Si los cantos marineros mientras gira el cabrestante,
tempestades y aventuras, galeones y piratas,
si tesoros enterrados, combates por mar y tierra,
islas desiertas con nuevos Robinsones en sus playas.
   Y todos los cuentos viejos, una vez más recontados,
precisamente lo mismo, conforme a la vieja usanza,
a los chicos de hoy en día, más sensatos y juiciosos,
les gustan como en un tiempo a mí también me gustaban...
   Está bien, y anda con ello. Pero si así ya no fuera,
si el aventajado joven ha perdido ya las ganas
de ir con Kingston, Ballantyne o con Cooper de la mano
por desiertos y por mares, y por lagos y montañas...
   Está bien, y nada digo. Sólo quiero que en la tumba
donde ellos y sus engendros reposen de sus andanzas
me coloquen a su lado, y que duerma el mismo sueño,
por los siglos de los siglos, yo con todos mis piratas.

R. L. S.






ArribaAbajoParte I

El antiguo bucanero



ArribaAbajo- I -

El viejo lobo de mar en el «Almirante Benbow»


El Squire1 Trelawney, el doctor Livesey y los demás señores me han encargado de poner por escrito todo lo referente a la «Isla del Tesoro», de punta a cabo, sin dejar otra cosa en el tintero que la posición de la isla, y esto porque aún quedan allí riquezas que no han sido recogidas. Tomo, pues, la pluma en el año de gracia de 17... y retrocedo hasta el tiempo en que mi padre era el dueño de la posada del «Almirante Benbow», y en que el viejo navegante, de moreno y curtido rostro, cruzado por un sablazo, se acomodó como huésped bajo nuestro techo.

Lo recuerdo, como si hubiera sido ayer, tal como llegó, con torpe andadura, a la puerta del albergue, y tras él, siguiéndole en una carretilla, un cofre de marinero. Era un hombrazo alto, recio, pesado, de color de nuez; la coleta embreada le caía sobre los hombros de la casaca azul, cubierta de manchas; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con las uñas negras y rotas; y la cuchillada, que cruzaba una de sus mejillas, había dejado un costurón lívido, de sucia blancura. Paréceme que le estoy viendo mirar en torno de la ensenada, silbando entre dientes, y después tararear aquella antigua canción marinera, que cantaba luego tan a menudo:


Quince hombres van en El Cofre del Muerto.
¡Ay, ay, ay, la botella de ron!

con aquella voz recia y temblona que parecía haber sido ejercitada y puesta a tono en las barras del cabrestante. Después llamó a la puerta con un pedazo de palo que llevaba en la mano, y cuando acudió mi padre, pidió con destemplado tono un vaso de ron. Se lo trajeron y lo bebió pausadamente, como un catador, deteniéndose para paladearlo, y sin dejar de mirar, por tanto, alrededor, a los acantilados y a la muestra que colgaba sobre la puerta.

-Es ésta -dijo al fin- una ensenadita muy a la mano y una taberna bien situada. ¿Mucha compañía por aquí, compañero?

Mi padre le respondió que no: muy poca concurrencia, para más desgracia suya.

-Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Oye, tú! -gritó al hombre que empujaba la carretilla-. Atraca aquí al costado y ayuda a subir el cofre. Voy a hospedarme aquí unos días. Soy hombre llano: ron, tocino y huevos es todo lo que necesito, y aquel cabezo, allá arriba, para ver salir los barcos. ¿Que cómo me han de llamar? Pueden llamarme Capitán. ¡Ah!, ya veo tras de lo que anda... ¡Ahí está! -y arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral-. Ya me avisarán cuando me haya comido todo eso -dijo imperioso y altivo como un almirante.

Y en verdad, mala como era su ropa y aunque se expresaba toscamente, no tenía la apariencia de un simple marinero, sino la de un piloto o patrón acostumbrado a ser obedecido o a pegar. El hombre que empujaba la carretilla nos dijo que aquella mañana se había apeado de la diligencia en el «Royal George» y que allí había preguntado qué posadas había a lo largo de la costa; y habiendo oído, según me figuro, buenas referencias de la vuestra y que era solitaria, la había preferido para establecer su residencia. Y eso fue todo lo que pudimos saber de nuestro huésped.

Era hombre habitualmente muy callado. Todo el día vagabundeaba en torno de la caleta o sobre los acantilados, con un catalejo de latón; y toda la velada se la pasaba sentado en un rincón de la sala de la taberna, junto al fuego, bebiendo ron muy fuerte con agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; y no hacía sino erguir de pronto la cabeza y resoplar por la nariz como un cuerno de niebla; y tanto nosotros como la gente que frecuentaba la casa, pronto aprendimos a no meternos con él. Todos los días, al volver de sus caminatas, preguntaba si había pasado por la carretera algún hombre de mar. Creíamos al principio que lo haría porque echaba de menos la compañía de gente de su condición; pero al fin caímos en la cuenta de que lo que trataba era de esquivarla. Cuando algún navegante se detenía en el «Almirante Benbow» -como ocurría, de tiempo en tiempo, con los que se encaminaban a Brístol por la carretera de la costa- le observaba, antes de entrar en la sala, por entre las cortinas de la puerta; y era cosa segura que siempre permanecía callado como un muerto en presencia del forastero. Para mí, al menos, no había secreto en ello, pues era yo, en cierto modo, partícipe de sus alarmas. En cierta ocasión me había llevado aparte y me prometió darme una moneda de plata de cuatro peniques, el primero de cada mes, «sólo por tener el ojo listo y darle aviso tan pronto como viera aparecer un navegante que no tenía más que una sola pierna». Muchas veces, al llegar el día convenido y pedirle mi salario, se contentaba con darme un bufido y mirarme con tal cólera que me obligaba a bajar los ojos, pero no dejaba pasar la semana sin pensarlo mejor, y acababa por traerme mi pieza de cuatro peniques y repetir la orden de estar alerta para «el navegante con una sola pierna».

No necesito decir hasta qué punto este personaje me perseguía en mis sueños. En noches borrascosas, cuando el vendaval sacudía las cuatro esquinas de la casa y la marejada bramaba en la caleta y embestía contra los acantilados, veíale en mil distintas formas y con mil diabólicas expresiones. A veces tenía la pierna cercenada por la rodilla; otras, por la cadera; a veces era un ser monstruoso que nunca había tenido sino una sola pierna, y ésta en medio del tronco. Verle saltar, correr y perseguirme salvando bardas y zanjas era la más atroz de las pesadillas. Y bien echadas las cuentas, pagué harto caro mis cuatro peniques de mesada a cambio de tan espantables visiones.

Pero aun aterrado como estaba por la idea del navegante cojo, era yo, de cuantos conocían al capitán, quizá el que menos miedo le tenía. Había noches en que bebía más ron de lo que su cabeza podía soportar; y a veces, cuando esto ocurría, se sentaba a cantar sus viejas canciones marineras, impías y brutales, sin hacer caso de nadie; pero otras, pedía una ronda de vasos y obligaba a toda la temblorosa reunión a escuchar sus historias y a corear sus cánticos. Con frecuencia sentía estremecerse toda la casa con el «¡Ay, ay, ay, la botella de ron!», en el que tomaban parte todos los vecinos, a la desesperada, sobrecogidos por un miedo mortal, y cada uno de ellos cantando más desaforadamente que el otro para evitar que se fijase en él. Porque en esos arrebatos era el más avasallador contertulio que jamás se vio: pegaba manotazos en la mesa para imponer silencio a todos; y estallaba en cólera si se le hacía alguna pregunta o si ninguna se le hacía, pues sospechaba por ello que la tertulia no seguía su relato. Ni permitía tampoco que nadie abandonase la posada hasta que él, a fuerza de beber, se adormilaba y se iba a acostar dando tumbos.

Las historias que contaba eran lo que más amedrentaba a la gente. Sus espantables relatos eran de ahorcados y de «pasear por la tabla»2, de borrascas en el mar, de la Isla de la Tortuga y de terribles hazañas y extraños parajes en la América española. Por lo que él mismo contaba, debía de haber pasado su vida entre las gentes más desalmadas que habían navegado los mares; y el lenguaje en que refería esas cosas escandalizaba a nuestra sencilla gente rural tanto como los crímenes que relataba. Mi padre andaba siempre diciendo que aquel hombre iba a ser la ruina de la posada, porque no tardaría la gente en cansarse de venir allí a ser tiranizada, a sufrir humillaciones y a irse a acostar despavorida y castañeteando los dientes; pero yo tengo por cierto que su presencia nos fue de provecho. La clientela se atemorizaba por el momento, pero al pensar después en ello, más bien encontraba deleite: era una apetecible excitación en la calmosa vida campesina; y hasta había unos cuantos, entre los más mozos, que fingían admirarlo llamándole «un verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón», y cosas por el estilo: y decían que hombres como aquél eran los que habían hecho a Inglaterra temible en la mar.

Por un lado, al menos, es cierto que hizo cuanto pudo por arruinarnos, pues siguió hospedado en la casa semana tras semana y, después, un mes tras otro; y aunque estaba ya gastado hacía mucho tiempo el dinero que nos dio, mi padre no tenía nunca bastante valor para conminarle a que nos diera más. Si en alguna ocasión se lo insinuaba, el capitán resoplaba con tal fuerza por la nariz, que parecía lanzar bramidos, y clavaba los ojos en mi padre hasta que éste, desconcertado, se salía del cuarto. Más de una vez le vi retorcerse las manos después de esas derrotas, y estoy seguro de que el enojo y el terror en que vivía aceleraron no poco su prematura y desgraciada muerte.

En todo el tiempo que vivió con nosotros no hizo el capitán cambio ninguno en su indumentaria, como no fuera el de unas medias compradas a un buhonero. Una de las alas del sombrero de tres picos se le desprendió, y desde entonces la dejó colgando, aunque era una gran molestia cuando soplaba el viento. No se me olvida el aspecto de su casaca, que él mismo remendaba arriba en su cuarto, y la cual, antes del fin, no era ya más que puros remiendos. Nunca escribió ni recibió carta alguna, sólo cuando estaba borracho de ron.

Ninguno de nosotros vio jamás abierto el gran cofre de marinero.

Sólo una vez encontró quien le hiciera frente, y ocurrió esto ya hacia el fin, cuando mi pobre padre estaba muy avanzado en la postración que acabó con su vida. El doctor Livesey vino un día, al atardecer, a visitar al enfermo, y después de tomar un refrigerio que le sirvió mi madre, se fue a la sala a fumar una pipa mientras le traían el caballo desde el caserío, pues en el viejo Benbow no teníamos acomodo para bestias. Entré tras él, y aún recuerdo cómo me chocó el contraste entre el pulcro y atildado doctor, con su peluca empolvada, blanca como la nieve, sus lustrosos ojos negros y sus finos modales, y los rústicos lugareños; y, sobre todo, el que hacía con aquel espantapájaros de nuestro pirata, sucio y abotagado, ya ahíto de ron, turbia la mirada y echado de bruces sobre la mesa.

De pronto, éste -el capitán- se arrancó con su sempiterna canción:


Quince hombres van en El Cofre del Muerto.
¡Ay, ay, ay, la botella de ron!
La bebida y el diablo dieron con el resto.
¡Ay, ay, ay, la botella de ron!

Al principio había yo imaginado que «el cofre del muerto» era el propio y enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto frontero; y esa idea se había enredado en mis pesadillas con la del navegante cojo. Pero ya para entonces ninguno hacíamos caso de la canción, y aquella noche sólo era cosa nueva para el doctor Livesey. Observé que no le causaba el mejor efecto, pues levantó un instante la vista, con gran enojo, antes de proseguir su conversación con el viejo Taylor, el jardinero, sobre un nuevo remedio para el reuma. Entretanto, el capitán se había ido animando poco a poco con su propia música, y al fin dio un palmetazo en la mesa que tenía delante, señal que, como todos sabíamos, significaba «¡silencio!». Todas las voces cesaron de repente, menos la del doctor Livesey: siguió éste hablando como antes, con voz clara y amable y dando chupadas a la pipa entre cada dos palabras. El capitán se le quedó mirando un rato descaradamente, volvió a dar otro manotazo, le miró de nuevo con mayor encono, y al cabo, con un juramento villano y grosero, gritó:

-¡Silencio ahí, en el entrepuente!

-¿Hablaba usted conmigo? -preguntó el doctor; y cuando el rufián, soltando otro juramento, le contestó que así era-. Sólo tengo que decir a usted una cosa -replicó el médico-, que si continúa usted bebiendo ron, el mundo se verá bien pronto libre de un porquísimo forajido.

La cólera del viejo fue espantosa. Se puso en pie, sacó y abrió una navaja marinera, y empuñándola, amenazó al doctor con clavarlo en la pared. El doctor ni siquiera se movió. Le siguió hablando como antes, por encima del hombro y en el mismo tono de voz, aunque más alta, para que se oyera en toda la sala, pero con inalterable calma y firmeza.

-Si en este mismo instante -prosiguió- no se mete usted esa navaja en el bolsillo, prometo por mi honor que será usted ahorcado en la primera reunión del Tribunal en el Condado.

Siguió después un combate de miradas. Pero el capitán amainó pronto, se guardó el arma y volvió a sentarse gruñendo como perro vapuleado y mohíno.

-Y ahora, caballero -continuó el doctor-, puesto que ya sé que hay en mi distrito un sujeto como usted, puede estar seguro de que no he de perderle de vista. No sólo soy médico, sino, además, magistrado; y si llega a mis oídos la sombra de una queja, aunque no sea más que por una falta de decencia como la de esta noche, tomaré las medidas que hagan falta para que le echen mano y salga usted de aquí. Y basta con esto.

Poco después trajeron a la puerta el caballo, y el doctor montó y se fue; pero el capitán se estuvo quedo por aquella noche y aun otras muchas después.




ArribaAbajo- II -

Perro-negro llega y se va


No había aún pasado mucho tiempo cuando ocurrió el primero de los misteriosos acontecimientos que, al fin, nos libraron del capitán, pero no, como el lector verá, de sus enredos. Era un invierno atrozmente frío, de grandes heladas y fuertes temporales; y desde luego se veía que mi pobre padre no llegaría a ver la primavera. Día por día iba empeorando, y mi madre y yo teníamos que llevar todo el peso de la posada, y harto teníamos que hacer sin cuidarnos demasiado de nuestro intolerable huésped.

Fue una mañana de enero, muy temprano, en un amanecer crudo y helado. La ensenada estaba toda blanca de escarcha, la leve ondulación del agua lamía suavemente las piedras de la playa, y el sol, aún muy bajo, tan sólo iluminaba las cimas de los cerros y resplandecía allá en la lejanía del mar. El capitán había madrugado más que de costumbre y se fue hacia la playa, con el machete oscilando bajo los anchos faldones de la vetusta casaca azul, el catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Aún me acuerdo que al andar iba dejando atrás el aliento en nubecillas, como una humareda; y el último ruido que de él oí, al dar la vuelta a la roca grande, fue un fuerte relincho de indignación, como si aún siguiera acordándose del doctor Livesey.

Pues bien; mi madre estaba arriba con mi padre y ya preparaba la mesa para que desayunase el capitán a su regreso, cuando se abrió la puerta y entró un hombre al que jamás había visto; tenía una palidez como de sebo, le faltaban dos dedos de la mano izquierda y, aunque llevaba machete, no tenía grandes trazas de hombre de pelea. Como yo estaba siempre ojo avizor en espera de navegantes con una pierna o con dos, recuerdo que éste me chocó, pues no tenía facha marinera, y, sin embargo, había en él no sé qué tufo de la mar.

Le pregunté en qué podía servirle y dijo que tomaría ron; pero cuando iba a salir para traérselo, se sentó encima de una mesa y me hizo seña para que me acercase. Yo me quedé parado donde estaba, con la servilleta en la mano.

-Ven aquí, hijito -me dijo-; acércate más. Di un paso hacia él.

-Esa mesa que está ahí preparada, ¿es para mi compañero Bill? -preguntó con una especie de risa burlona.

Le dije que no conocía a su amigo Bill, y que aquello era para uno que vivía en la casa, a quien llamábamos el capitán.

-Perfectamente -dijo-. No es cosa rara que a mi compañero Bill le llamen capitán. Tiene una cortadura en un carrillo y un carácter campechanote y encantador, mayormente cuando está bebido; así es mi compañero Bill. Admitamos, por vía de argumento, que vuestro capitán tiene una cuchillada en un carrillo; y admitamos, también, si gustas, que ese carrillo sea el del lado derecho. ¡Ah, perfectamente! Ya lo decía yo. Y ahora: ¿está aquí, en esta casa, mi compañero Bill?

Le contesté que andaba de paseo.

-¿Por dónde, hijito? ¿Por dónde ha ido?

Y después que señalé hacia la roca y le dije por dónde podría venir el capitán y lo que aún tardaría, y contesté a otras preguntas:

-¡Ay! -dijo-. ¡Cómo se va a relamer de gusto mi compañero Bill!

La expresión de su cara, mientras esto decía, no era del todo placentera; y yo tenía mis razones para pensar que el forastero se engañaba, aun suponiendo que hablase con sinceridad. Pero pensé que no era asunto mío, y, además, no era fácil decidir lo que debía hacer. El hombre continuó andando de aquí para allá, al lado de la puerta de la posada y atisbando por la esquina como gato que acecha a un ratón. Se me ocurrió a mí salir a la carretera, pero inmediatamente me ordenó que entrase, y como no obedecí con la presteza que él quería, se operó un terrible cambio en su faz de sebo y me mandó entrar soltando un juramento que me hizo pegar un salto. Tan pronto como me tuvo a su lado, recobró su talante anterior, entre zalamería y mofa, y dándome palmaditas en el hombro me dijo que yo era un buen chico y que se había encaprichado conmigo.

-Tengo yo un hijo mío -prosiguió- que se parece a ti como una gota de agua a otra y que es el orgullo de mi corazón. Pero la gran cosa con los chicos es disciplina, hijito, disciplina. Ahora, si tú hubieras navegado con Bill, no habrías esperado para entrar a que te lo dijeran dos veces; por cierto que no. No eran esas las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él. Y aquí viene, más fijo que el sol, mi compañero Bill, con su catalejo bajo el brazo. ¡Dios bendiga su alma! Tú y yo vamos a entrar en la sala, hijito, y a escondernos tras de la puerta, y vamos a dar a Bill una sorpresa... ¡Dios le bendiga! - repito.

Diciendo esto, entró conmigo en la sala y me puso tras él en el rincón, de modo que ambos quedáramos ocultos por la hoja de la puerta. Estaba yo, como es de suponer, inquieto y alarmado, y contribuía a aumentar mi miedo el ver que el desconocido no lo tenía menor. Soltó la empuñadura del machete y aflojó la hoja en la vaina, y en todo el rato que estuvimos esperando no dejó de tragar saliva, como si sintiera, según suele decirse un nudo en la garganta.

Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin mirar a ninguna parte, se encaminó derecho, cruzando la habitación, adonde le esperaba su desayuno.

Bill! -dijo el forastero, tratando de dar a su voz, según me pareció, un tono firme y atrevido.

El capitán giró sobre los talones y se nos quedó mirando. Todo el color había desaparecido de su cara, y hasta la nariz parecía azulada. Tenía el aspecto del que ve a un aparecido, al demonio mismo, o a algo peor, si fuera posible; y doy mi palabra de que me dio lástima el verlo, así, en un instante, tan envejecido y alterado.

-¡Vamos, Bill, vamos! Ya me conoces. ¿No te vas a acordar de un antiguo compañero de tripulación? -dijo el forastero.

El capitán permaneció boquiabierto y, al fin, exclamó:

-¡Perro-Negro!

-¿Y quién iba a ser? -contestó el otro, sintiéndose más tranquilizado-. ¡El mismo Perro-Negro de siempre, que ha venido a ver a su antiguo camarada Billy3 a la posada del «Almirante Benbow» ¡Ay, Bill, Bill; los tiempos aquellos y las cosas que hemos visto los dos desde que yo perdí estas dos garras!

Y levantó su mano mutilada.

-¡Oye aquí! -dijo el capitán-. Me habéis atrapado al fin, y aquí estoy. Bueno, pues si es así, echa fuera lo que tengas que decir. ¿Qué es ello?

-¡El mismo Bill de siempre! -contestó Perro-Negro-. Tienes mucha razón, Bill. Este niño querido que está aquí, con quien tanto me he encariñado, va a traerme un vaso de ron, y vamos a sentarnos, si tienes gusto en ello, y a hablar mano a mano como antiguos compañeros.

Cuando volví con el ron estaban ya sentados a la mesa donde iba a desayunar el capitán, uno a cada lado, y Perro-Negro en el más próximo a la puerta y puesto de costado, como para tener, según me imaginé, un ojo en su antiguo compinche y el otro en la retirada.

Me mandó que me fuese y que dejase la puerta abierta de par en par, y añadió: «Conmigo, hijito, nada de eso de escuchar por el ojo de las cerraduras», y, dejándolos juntos, me fui al cuarto del mostrador.

Durante mucho rato, y aunque me esforzaba por escuchar, no pude oír otra cosa que un apagado susurro; pero después fueron alzando las voces y pude pescar alguna palabra que otra, en su mayor parte juramentos del capitán.

-¡No, no y no!... ¡Y no hay más que hablar! -gritó una vez y otra: -Si ha de acabar en horca... ¡A la horca todos! - digo yo.

Y de pronto estalló una explosión de juramentos y golpes: la mesa y las sillas rodaron por el suelo con gran estrépito; se oyó el chocar de aceros y, un instante después vi a Perro-Negro en veloz huida, y tras él al capitán, ambos con los machetes desnudos, y el primero con una herida en el hombro de la que manaba sangre. En la puerta misma el capitán descargó sobre el fugitivo un último y fiero tajo que de seguro le hubiera hendido la cabeza hasta la barbilla a no tropezar con la muestra del «Almirante Benbow». Todavía hoy puede verse la muesca en el lado inferior del marco.

Aquel golpe fue el último de la batalla. Una vez en la carretera, Perro-Negro, con gentil compás de pies y a pesar de su herida, desapareció en menos de medio minuto tras la cresta del cerro. El capitán, por su parte, se quedó mirando a la muestra como atontado; después se pasó varias veces la mano por los ojos y acabó por entrar en la casa.

-Jim -me dijo-, ¡ron!- Y al decirlo se tambaleó un poco y se sostuvo apoyando una mano en la pared.

-¿Está usted herido? -exclamé.

-¡Ron! -repitió-. Tengo que escapar de aquí. ¡Ron, ron!

Corrí a buscarlo, pero estaba tan aturdido por lo que acababa de pasar, que rompí un vaso y obstruí la espita, y mientras trataba de serenarme, se oyó el golpe de una caída en la sala. Fui a escape y vi al capitán tendido cuan largo era en el suelo. En aquel momento mi pobre madre, asustada por la pelea y los gritos, acudió presurosa en mi socorro. Entre los dos levantamos la cabeza del capitán. Respiraba ruidosamente y con gran fatiga; pero tenía los ojos cerrados y la cara de un color que ponía espanto.

-¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí -exclamaba mi madre-. ¡Qué mancha para esta casa! ¡Y con tu pobre padre tan malo!

Entretanto, no sabíamos qué hacer con el capitán, ni se nos ocurrió imaginar otra cosa sino que había sido herido de muerte en la pendencia. Traje el ron más que a paso y traté de hacérselo tragar; pero tenía los dientes muy apretados y las quijadas parecían de hierro. Cuando se abrió la puerta y vimos aparecer al doctor Livesey que venía a visitar a mi padre, creímos que nos lo enviaba la Providencia.

-¡Doctor! -exclamamos-. ¿Qué haremos? ¿Dónde está herido?

-¿Herido? Nada de eso -dijo el doctor-. Tan herido como usted o como yo; lo que tiene no es más que un ataque, según ya se lo advertí. Y ahora, señora Hawkins, lo que debe usted hacer es volverse al lado de su marido, y, si es posible, que no se entere de nada de esto. Yo, por mi parte, tengo la obligación de hacer lo que pueda para salvar la inútil vida de este sujeto; y aquí Jim va a traerme una jofaina.

Cuando volví con el cacharro, el doctor había cortado de arriba abajo una manga del capitán, dejando al descubierto un gran brazo nervudo. Estaba tatuado en varios sitios. «A la buena suerte», «Buen viento», «Billy Bones, su capricho» estaban grabados en el antebrazo con gran nitidez y claridad; y más arriba, junto al hombro, un dibujo de una horca con un hombre colgado, hecho, a mi entender, con raro primor.

-¡Profético! -dijo el doctor poniendo un dedo sobre el dibujo-. Y ahora vamos a ver de qué color tiene usted la sangre, señor de Billy Bones, si ese es su nombre. ¿Te asusta la sangre, Jim?

-No, señor -contesté.

-Bueno, pues entonces sostén la jofaina -y diciendo esto cogió la lanceta y abrió una vena.

Se le extrajo abundante sangre antes de que llegase a abrir los párpados y a mirarnos con turbios ojos. Primero reconoció al doctor, frunciendo el ceño, y luego me vio a mí y pareció tranquilizarse.

Pero de pronto se le mudó el color y trató de incorporarse, gritando:

-¿Dónde está Perro-Negro?

-Aquí no hay ningún perro negro -dijo el doctor-, a no ser el que usted lleva dentro del pellejo. Ha seguido usted bebiendo ron y le ha dado un ataque, precisamente como yo se lo anuncié; y en este instante acabo, muy contra mi gusto, de sacarle por las orejas de la sepultura. Y ahora, míster Bones...

-Ese no es mi nombre -interrumpió.

-Me tiene sin cuidado -contestó el doctor-. Es el de un bucanero4 que yo conozco, y le llamo a usted así por brevedad. Y lo que tenía que decirle era esto: un vaso de ron no le matará, pero si bebe uno, beberá después otro, y apuesto la peluca a que si no lo deja de una vez se muere. ¿Lo entiende...? Y se va al lugar que le corresponde como aquel hombre de la Biblia. Vamos, haga ahora un esfuerzo y le ayudaré, por esta vez, a irse a la cama.

Entre los dos, con gran trabajo, conseguimos subirle por las escaleras y echarlo en la cama, cayendo la cabeza desplomada sobre la almohada como en un desmayo.

-Y ahora, mucho ojo -dijo el doctor-. Yo descargo mi conciencia: el solo nombre de ron es la muerte para usted.

Y con esto se fue a ver a mi padre, llevándome cogido del brazo.

-Esto no es nada -me dijo tan pronto como cerró la puerta-. Le he sacado bastante sangre para que se esté quieto una temporada. Tendrá que quedarse ahí una semana, por lo menos; pero, si le repite el ataque, es hombre muerto.




ArribaAbajo- III -

La mota negra


A eso del mediodía llegué a la puerta del cuarto del capitán con algunos refrescos y medicinas. Estaba, poco más o menos, como le habíamos dejado, aunque se había incorporado un tanto, y parecía al mismo tiempo más débil y más excitado.

-Jim -me dijo-, aquí tú eres el único que sirve para algo; y ya sabes que siempre he sido bueno para ti. Ni un mes he dejado de darte cuatro peniques en plata para ti solo. Y ahora ya me ves aquí, compañero, sin ánimo y abandonado de todos; y Jim, tú vas a traerme un cortadillo de ron. Vamos, compañerito, ¿me lo traerás?

-El médico... -empecé a decir.

Pero rompió en maldiciones al doctor con apagada voz, mas con fiera energía.

-Los médicos son todos unos farsantes; y ese vuestro, ¿qué? ¿Qué sabe él de cosas de navegantes? He estado yo en sitios tan calientes como pez hirviendo, con los compañeros cayendo muertos como moscas del vómito negro y la maldita tierra moviéndose como la mar con los terremotos... ¿Qué sabe el médico ese de tierras así...?, y no me sustentaba de otra cosa que de ron, te lo juro. Ha sido comida y bebida, padre y hermano, para mí; y si me lo quitan ahora, ya no soy más que un pobre pontón viejo al socaire de la costa, y mi sangre caerá sobre tu cabeza, Jim, y sobre la del charlatán del médico.

Y volvió a echar otra sarta de maldiciones.

-Mira, Jim, cómo se me mueven los dedos -continuó en plañidero tono-. No puedo tenerlos quietos. No he bebido una gota en todo el santo día. Te digo que ese médico es un idiota. Si no echo un trago de ron, Jim, me van a entrar los delirios; ya empiezo a tenerlos. Estoy viendo al viejo Flint en aquel rincón, detrás de ti; y si me entran los delirios, soy hombre que ha llevado una mala vida, y se me va a aparecer hasta Caín. Tu propio médico ha dicho que un vaso no me haría daño. Te daré una guinea de oro por un cortadillo, Jim.

Cada vez se iba excitando más, y esto me alarmaba a causa de mi padre, que estaba muy mal aquel día y necesitaba quietud; además, el recuerdo de aquellas palabras del doctor aminoraba mis escrúpulos y me sentía ofendido por el soborno que se me ofrecía.

-No necesito su dinero -le dije-, sino el que debe usted a mi padre. Le traeré un vaso, y nada más.

Cuando se lo traje, lo asió con avidez y lo despachó de un trago.

-¡Ay, ay! -dijo-. Ya me siento mejor; por supuesto que sí. Y ahora, amigo, ¿dijo el doctor cuánto tiempo tendría que estar en este catre?

-Una semana, por lo menos.

-¡Truenos! ¡Una semana! Eso no puede ser; para entonces ya me han echado esos la mota negra. En este mismo momento esos gandules andan ya por ahí husmeando tras de mí; haraganes que no han sabido guardar lo que tenían y quieren echar la uña a lo que es de otro. Y díganme, ¿es eso conducirse como hombres de mar? Pero yo soy un alma ahorrativa. Nunca gasté mis buenos dineros ni los perdí tampoco; y he de pegársela otra vez. No les tengo miedo. Voy a largar otro rizo5 y a dejarlos otra vez con un palmo de narices.

Mientras hablaba así, se había ido levantando de la cama con gran dificultad, asiéndose a mis hombros con tal fuerza, que casi me hizo chillar, y moviendo las piernas como un peso muerto. Sus palabras, animosas como eran, contrastaban lastimosamente con la débil voz que las emitía. Cuando llegó a sentarse en el borde de la cama se detuvo.

-Ese médico me ha matado -murmuró-. Me zumban los oídos. Échame otra vez.

Antes de que pudiera ayudarle, se desplomó en el sitio en que antes estaba, y allí se quedó un rato en silencio.

-Jim -dijo al cabo-. ¿Viste hoy a aquel navegante?

-¿Perro-Negro? -pregunté.

-¡Ah! Perro-Negro. Es malo, pero aún lo son más los que le han echado por delante. Pues, mira, si no hay medio de que escape, y esos me largan la mota negra, acuérdate de que es mi cofre tras de lo que andan; te montas en un caballo... ¿Sabes montar...? Sí, te montas en un caballo y te vas a ese maldito doctor farsante y le dices que junte a todos... magistrados y gente de esa..., y que los atraparán a bordo del «Almirante Benbow»..., a toda la tripulación del viejo Flint, del primero al último; todo lo que queda de ella. Yo era el segundo de a bordo; el segundo de Flint, sí, el primer oficial; y soy el único que sabe dónde está el sitio. Me lo dio en Savannah cuando se estaba muriendo, lo mismo que si yo me fuera a morir ahora, ¿sabes? Pero tú no vas a abrir el pico, a menos que consigan echarme la «mota negra» o a menos que veas otra vez a aquel Perro-Negro, o a un navegante con una sola pierna, Jim..., a ese sobre todo.

-Pero ¿qué es la mota negra, capitán? -pregunté.

-Es un aviso o intimación, compañero. Ya te lo diré si me la echan. Pero tú sigue ojo avizor, Jim, e iremos a partes iguales, te doy mi palabra.

Aún divagó un rato, cada vez con voz más débil; pero a poco de darle la medicina, que tomó como un niño y diciendo: «Si ha habido un navegante en necesidad de drogas, ese soy yo», cayó en pesado sueño, como un desmayo, y en él le dejé. No sé qué es lo que yo hubiera hecho si todo hubiese ido bien; probablemente le habría contado al doctor toda la historia, porque tenía un miedo mortal de que el capitán se arrepintiera de sus confesiones y quisiera acabar conmigo. Mas sucedió que en la misma noche mi padre murió repentinamente, y aquello me hizo olvidarme de todo lo demás. Nuestra natural angustia, las visitas de los vecinos, el arreglo del funeral y el atender entretanto a todos los quehaceres de la posada me tuvieron tan atareado, que apenas tuve tiempo para pensar en el capitán, y aún menos para tenerle miedo.

Y a la mañana siguiente ya estaba en el piso bajo, y tomó sus comidas como de costumbre, aunque comió poco, y me temo que bebió más que su ordinaria ración de ron, pues él mismo se servía en el mostrador con aire amenazador y dando bufidos por la nariz, sin que ninguno osase irle a la mano. La noche antes del funeral estaba tan borracho como siempre, y era cosa de escándalo, en aquella mansión de duelo, oírle vociferar su odiosa canción marinera; pero débil como estaba, todos temíamos por nuestras vidas delante de él, y el doctor había tenido que ir a una visita a muchas millas de distancia, y no anduvo por las cercanías después de la muerte de mi padre. He dicho que el capitán estaba débil, y en verdad parecía que, en vez de recuperar las fuerzas, iba debilitándose cada vez más. Subía y bajaba trabajosamente las escaleras, iba y volvía de la sala al mostrador, y algunas veces asomaba las narices a la puerta para olfatear el olor del mar, apoyándose en las paredes para andar y respirando fuerte y de prisa, como el que sube a una montaña. Nunca me hablaba aparte, y creo firmemente que se había olvidado por completo de sus confidencias; pero su genio era aún más veleidoso y, tomando en cuenta su debilidad, más violento que nunca. Había adoptado el hábito poco tranquilizador de desenvainar el machete cuando estaba ebrio y ponerlo delante de él desnudo sobre la mesa. Pero a pesar de todo eso, se ocupaba menos de la gente y parecía más sumido en sus propios pensamientos y aun algo perturbado. Una vez, por ejemplo, con gran asombro nuestro, empezó a canturrear una tonada distinta, una especie de canción de amor campesina, que debió de haber aprendido en su mocedad antes de dedicarse a la mar.

Así siguieron las cosas hasta el día antes del funeral, cuando a eso de las tres de una tarde cruda, brumosa y helada, me asomé un momento a la puerta y vi a lo lejos de la carretera una persona que se acercaba despacio. Sin duda alguna era ciego, porque iba golpeando por delante con un palo y llevaba un gran parche verde que le tapaba los ojos y la nariz. Era corcovado, como por la edad o por desfallecimiento, y se cubría con un enorme capote de mar viejo y haraposo, con capucha, que le hacía parecer deforme. En mi vida había visto más espantable figura. Se detuvo a poco trecho de la posada, y alzando la voz con un extraño sonsonete, dijo así, dirigiéndose al aire delante de él:

-¿No hay un alma caritativa que quiera decir a un pobre ciego que ha perdido el precioso don de la vista en la defensa de Inglaterra, su patria... (¡Dios bendiga al Rey Jorge!), en qué lugar de esta tierra se encuentra?

-Está usted, buen hombre -le dije- en el «Almirante Benbow», en la ensenada del Cerro Negro.

-Oigo una voz -dijo-. La voz de un mozo. ¿Quieres darme la mano, buen amigo, y llevarme adentro?

Le tendí la mano, y aquel ser horrible, meloso y sin ojos la asió de pronto, apretándola como en un torniquete. Tan asustado estaba, que luché por desasirme; pero el ciego, dando un tirón, me arrastró hacia él.

-Anda, muchacho -me dijo-, llévame adonde está el capitán.

-Señor -le dije-, de veras que no me atrevo.

-¡Ah! -dijo con sorna-. ¿Eso te pasa? Llévame allí derecho o te rompo el brazo.

Y al decirlo me dio en él un retortijón que me hizo gritar.

-Señor -le dije-, es por bien suyo por lo que se lo digo. El capitán ya no es el mismo que era. Tiene siempre el machete delante de él. Otro caballero...

-¡Vamos, en marcha! -dijo interrumpiéndome; y jamás oí una voz tan cruel, fría y estremecedora como la de aquel ciego. Me atemorizó aún más que el propio dolor, y le obedecí al instante, marchando derecho hacia la puerta y a la sala donde nuestro bucanero, viejo y enfermo, estaba sentado, repleto de ron. El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con un puño como de hierro, y echaba sobre mi cuerpo la mayor parte de su peso.

-Llévame derecho adonde está, y cuando lleguemos, di alto: «Aquí está un amigo que le busca, Bill». Si no obedeces, te haré así -y me volvió a retorcer el brazo de tal modo, que creí desmayarme. Con una cosa y otra, sentía tal terror del mendigo ciego, que olvidé mi miedo al capitán, y en cuanto abrí la puerta de la sala repetí en voz alta y trémula lo que se me había ordenado.

El pobre capitán levantó los ojos y una sola mirada bastó para disipar los efectos del ron y para que se quedase despabilado y suspenso. La expresión de su cara no era tanto de terror como de mortal abatimiento. Hizo un intento para levantarse, pero no creo que le quedaban fuerzas bastantes en su cuerpo.

-Y ahora, Bill, sigue sentado donde estás -dijo el mendigo-; si no puedo ver, puedo oír un dedo que se mueva. Vamos al asunto. Alarga la mano derecha. Muchacho, cógele la mano por la muñeca y tráele hasta la mía.

Los dos obedecimos al pie de la letra, y vi que el ciego pasaba algo del hueco de la mano en que tenía el palo a la palma de la del capitán, la cual se cerró al punto sobre lo que fuera.

-Y ahora ya está hecho -dijo el ciego-; y al decirlo, me soltó de pronto, y con increíble seguridad y presteza se deslizó fuera de la sala y salió a la carretera, donde, mientras yo permanecía inmóvil, pude oír el tap, tap, tap del báculo en la distancia.

Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo volviéramos de nuestro estupor; pero al fin, y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aun tenía asida, y él se acercó la mano a los ojos y miró un instante a lo que en ella tenía.

-¡Las diez! -exclamó-. ¡Seis horas! Aún hemos de darles chasco-. Y se puso en pie.

Pero al hacerlo, dio un traspiés y se llevó la mano a la garganta; permaneció un momento tambaleándose, y después, con un extraño ruido, cayó de bruces en el suelo.

Me precipité hacia él, llamando al mismo tiempo a mi madre. Pero era inútil la prisa: el capitán había caído muerto de una apoplejía fulminante. Y es cosa curiosa, que aunque nunca había gustado de aquel hombre -si bien últimamente había empezado a inspirarme lástima-, en cuanto vi que estaba muerto rompí en un torrente de lágrimas. Era la segunda muerte que había visto, y el dolor de la primera aún estaba fresco en mi corazón.




ArribaAbajo- IV -

El cofre


Me faltó tiempo, por supuesto, para decirle a mi madre lo que sabía y lo que acaso hubiera debido decirle antes; y nos dimos en seguida cuenta de que estábamos en una situación peligrosa y difícil. Del dinero de aquel hombre -si es que tenía algo- se nos debía a nosotros una parte; pero no era probable que los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo había visto, Perro-Negro y el mendigo ciego, estuvieran dispuestos a abandonar una parte del botín en pago de las deudas del difunto. El encargo del capitán de montar a escape a caballo e ir en busca del doctor Livesey hubiera dejado a mi madre sola y desamparada, y no había que pensar en tal cosa. Ni siquiera parecía posible que ninguno de los dos siguiéramos por más tiempo en la casa. La caída de los carbones en la rejilla del fogón, el mero tictac del reloj, nos llenaban de espanto. Nos parecía oír en la vecindad, por todas partes, cautelosos pasos que se acercaban; y por un lado con el cuerpo muerto del capitán, tendido en el suelo de la sala, y por otro con la idea del siniestro mendicante ciego, rondando en las cercanías y pronto a aparecer de nuevo, momentos había en que, como suele decirse, el miedo me ponía carne de gallina. Había que tomar una decisión inmediata; y se me ocurrió, al fin, que nos marchásemos juntos a pedir auxilio en el vecino caserío. Dicho y hecho. Tal como estábamos, sin nada a la cabeza, echamos a correr en la obscuridad, cada vez más densa, del crepúsculo y de la bruma helada.

El caserío sólo distaba unos cientos de varas, aunque situado fuera de vista, al otro lado de la ensenada inmediata; y lo que más me animaba es que se hallaba en dirección opuesta a aquella por donde había venido el ciego y por la que era de suponer que se habría marchado. En pocos minutos hicimos el camino, aunque nos paramos algunas veces, y, abrazados, nos poníamos a escuchar. Pero no se oía ningún ruido desacostumbrado...; nada más que el ligero susurro de la playa y el graznar de los cuervos en el cercano bosque.

Ya estaban las luces encendidas cuando llegamos al poblado, y nunca se me olvidará cómo se me levantó el ánimo al ver el amarillo resplandor en puertas y ventanas; pero eso, como después se vio, era toda la ayuda que de allí podíamos esperar. Porque aunque parezca que debieran avergonzarse de ello nadie estaba dispuesto a regresar con nosotras al «Almirante Benbow». Cuanto más por menudo les referíamos nuestras desgracias, más se sentían atraídos, hombres, mujeres y chicos, por el cobijo de sus casas. El nombre del capitán Flint, aunque era desconocido para mí, era bastante familiar para muchos de los que allí estaban, y en todos ponía espanto. Algunos que habían ido a labrar las tierras al otro lado del «Almirante Benbow», recordaban, además, que habían visto gente forastera en el camino y, tomándolos por contrabandistas, habían huido de ellos; y uno, al menos, había visto un lugre pequeño fondeado en lo que llamábamos el Agujero de Kitt. Para el caso, quienquiera que hubiera sido compañero del capitán, bastaba para infundirles invencible miedo. Y el resultado de todo era que, si bien había varios que se ofrecían para ir a caballo a casa del doctor Livesey, que estaba en otra dirección, ninguno quería ayudarnos a defender la posada.

Dicen que la cobardía es contagiosa; pero la discusión es, en cambio, envalentonadora; y así, después que cada uno había dicho su opinión, mi madre les largó un discurso. Declaró que no estaba dispuesta a perder dinero que pertenecía a su hijo, huérfano de padre.

-Si ninguno de vosotros se atreve -dijo-, Jim y yo nos atrevemos. Allá nos volvemos por donde hemos venido, y muchas gracias a vosotros, hombrones, con alma de gallina. Abriremos el cofre, aunque nos cueste la vida. Y le agradecería a usted, señora Crossley, que me prestase esa bolsa para traernos nuestro dinero legal.

Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre; y, por supuesto también, todos clamaron contra nuestra temeraria locura; pero ni aun entonces hubo uno siquiera que quisiera venir con nosotros. Todo lo que harían sería darme una pistola cargada, por si nos atacaban, y la promesa de tener caballos ensillados para en caso de que fuésemos perseguidos a la vuelta. En otro, iría un muchacho a casa del doctor Livesey para requerir socorro de gente armada.

Me latía el corazón de lo lindo cuando los dos emprendimos, en la noche fría, tan peligrosa aventura. La luna llena empezaba a levantarse y asomaba rubicunda sobre los más altos bordes de la niebla; y esto acuciaba nuestra prisa, pues bien se veía que antes de que pudiéramos regresar todo estaría tan claro como de día y no podríamos ocultar nuestra salida a los ojos de cualquiera que nos espiase. Nos deslizamos silenciosos y veloces a lo largo de los setos sin ver ni oír nada que diese nuevo pábulo a nuestros temores, hasta que, con indecible satisfacción, cerramos tras de nosotros la puerta del «Almirante Benbow».

Me apresuré a correr el cerrojo, y nos quedamos un momento en la obscuridad sin movernos, jadeantes, solos en la casa con el cuerpo del difunto capitán. En seguida mi madre se procuró una vela en el mostrador, y, cogidos de las manos, penetramos en la sala. Estaba el cadáver como le habíamos dejado, tumbado de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.

-Corre las persianas, Jim -murmuró mi madre-, no sea que vuelvan y nos vean desde afuera. Y ahora tenemos que encontrar la llave de eso; y ¿quién se atreve a tocarlo?

Y al decir esto se le escapó un sollozo. Inmediatamente me arrodillé junto al capitán. En el suelo, próximo a su mano, había un redondel de papel ennegrecido por un lado. No dudé de que aquello era mota negra; y cogiéndolo vi que en el dorso tenía escrito, con muy buena y clara letra, este corto aviso: «Tienes hasta las diez de la noche».

-Tenía hasta las diez, madre.

Y a tiempo que decía yo esas palabras, nuestro antiguo reloj empezó a dar la hora. El inesperado ruido nos causó un terrible susto; pero la noticia que nos daba era grata: aún no eran más que las seis.

-Vamos, Jim, esa llave...

Registré los bolsillos uno tras otro; unas pocas monedillas; un dedal, un poco de hilo y unas agujas gordas, un rollo de tabaco mordido por una punta, la navaja con el mango corvo, una brújula de bolsillo y un eslabón y yesca era todo lo que había en ellos, y empecé a desesperar.

-Acaso la tenga colgada del cuello -indicó mi madre.

Venciendo una gran repugnancia, desgarré la camisa por el cuello, y allí, colgada de un bramante embreado, que corté con su propia navaja, encontramos la llave. Este triunfo nos llenó de esperanza y nos apresuramos a subir al cuartito en que por tanto tiempo había dormido el capitán y donde había permanecido el cofre desde el día de su llegada.

Por fuera era igual que cualquiera otro de los que usan los marineros, y tenía la inicial «B», marcada en la tapa con un hierro candente, y las esquinas aplastadas y maltrechas como por un largo uso y malos tratos.

-Dame la llave -dijo mi madre.

Y aunque la cerradura andaba mal, la abrió en un instante y levantó la tapa.

Un fuerte olor a tabaco y a brea salió del interior, pero sólo se veía encima un traje completo, muy bueno, cuidadosamente cepillado y doblado. «No se había estrenado», dijo mi madre. Debajo de aquello empezaban las cosas heterogéneas; un cuadrante, un vaso de estaño, varios rollos de tabaco, dos pares de muy lindas pistolas, un trozo de lingote de plata, un antiguo reloj español y otras alhajillas de escaso valor y de traza extranjera, un par de brújulas montadas en latón y cinco o seis curiosos caracoles de las Antillas. Muchas veces he pensado después en lo extraño de que llevase con él aquellos caracoles en su vida errante de crímenes y persecuciones. Entretanto, nada habíamos encontrado de valor, a no ser la plata y las chucherías, pero ni unas ni otras podían aprovecharnos. Debajo había un capote viejo de tela embreada, blanqueado por la sal del mar al pasar más de una barra. Mi madre tiró de él colérica, y aparecieron a nuestros ojos las últimas cosas que quedaban en el cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles, y un saco de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.

-Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada -dijo mi madre-. Voy a coger lo que se me debe y ni un maravedí más. Sostén la bolsa de la señora Crossley.

Y empezó a contar la cantidad que el capitán nos debía, echándola de la bolsa del marino a la que tenía en las manos.

Era tarea larga y dificultosa, porque había monedas de todos los países y tamaños: doblones y luises de oro y guineas y piezas de a ocho y qué sé yo cuantas más, todas mezcladas y revueltas. Las guineas, además, eran las más escasas, y únicamente con ellas sabía mi madre ajustar la cuenta.

Aún no habíamos llegado ni a la mitad del ajuste, cuando la cogí de pronto del brazo, pues había oído en el aire silencioso y helado, un ruido que me hizo subir el corazón hasta la garganta: el top, top, top del palo del ciego sobre el piso congelado de la carretera. Iba acercándose más y más, mientras seguíamos sentados, conteniendo el aliento.

A poco sonó un fuerte golpe en la puerta de la posada y después pudimos oír que se levantaba la falleba y que rechinaba el cerrojo como si aquel miserable engendro tratase de entrar; y luego hubo un gran intervalo de silencio dentro y fuera de la casa. Al fin, el tap, tap, tap se oyó de nuevo, y, con indescriptible alegría nuestra, se fue extinguiendo poco a poco a lo lejos, hasta que cesó de oírse.

-Madre -dije-, coge todo el saco y vámonos.

Porque estaba seguro que el haber hallado la puerta cerrada tenía que levantar sospechas y traería a todo el avispero sobre nuestras cabezas, aunque la satisfacción que sentía por haber echado el cerrojo nadie que no hubiese visto a aquel terrible ciego podría concebirla.

Pero mi madre, a pesar de su sobresalto, no quería consentir en llevarse un ochavo más de lo que se la debía, y se obstinaba en no contentarse con menos. Aún falta mucho, decía, para las siete: ella sabía que eran sus derechos, y los quería defender; y estaba aún disputando conmigo, cuando se oyó un corto y apagado silbido a buena distancia, sobre el cerro. Aquello fue suficiente, y más que suficiente, para los dos.

-Me llevaré lo que ya he cogido -dijo, poniéndose en pie de un salto.

-Y yo voy a coger esto para completar la cuenta -contesté yo, asiendo el envoltorio de hule.

Un momento después bajamos a tientas las escaleras, dejando la vela junto al cofre vacío; y en el siguiente habíamos abierto la puerta y escapábamos en veloz retirada. No la emprendimos ni un instante demasiado pronto. La niebla se iba dispersando más que a prisa; ya la luna iluminaba las alturas a ambos lados, y tan sólo en la hondonada del barranco y en torno de la puerta del albergue flotaba aún un tenue velo para ocultar los primeros pasos de nuestra huida. A menos de medio camino del caserío, muy poco más allá del fondo de la cuesta, teníamos que salir a la plena luz de la luna. Y no era esto todo, pues el rumor de gente que venía corriendo llegaba ya a nuestros oídos, y mirando hacía atrás, en aquella dirección, vimos una luz que oscilaba de un lado para otro y que se acercaba a toda prisa, lo que indicaba que uno de los que venían traía una linterna.

-Hijo mío -dijo de pronto mi madre-, toma el dinero y echa a correr, porque voy a desmayarme.

Esto, pensé, era sin duda el fin de nosotros dos. ¡Cómo maldije la cobardía de los vecinos y cómo culpé a mi pobre madre por su honradez y su codicia, por su pasada temeridad y su presente apocamiento! Habíamos llegado, por suerte, precisamente al puentecito, y la ayudé, aunque andaba tambaleándose, a ir hasta el borde del terraplén; pero al llegar allí dio un suspiro y se desplomó sobre mi hombro. No sé cómo tuve fuerzas para poder hacerlo, y me temo que lo hice con cierta rudeza, pero logré arrastrarla por la pendiente y casi meterla bajo el arco del puente. Más allá no pude llevarla, porque el arco era demasiado bajo y no me permitía más que andar a rastras. Así, pues, allí teníamos que quedarnos: mi madre casi enteramente a la vista, y los dos a muy corto trecho de la posada.




ArribaAbajo- V -

El fin del ciego


Mi curiosidad prevaleció, en cierto modo, sobre mi temor, pues no me dejó quedarme donde estaba y volví a subir a lo alto del talud, desde donde, ocultando la cabeza tras un matorral de retama, podía ver la carretera delante de nuestra puerta. Apenas me había acomodado, cuando empezaron a llegar mis enemigos en número de siete u ocho, a todo correr, oyéndose el golpear descompasado de sus patadas en el duro piso del camino. El hombre de la linterna iba algunos pasos delante. Tres de ellos corrían juntos, cogidos de las manos, y pude percibir, aun a través de la neblina, que el de en medio del trío era el mendigo ciego. Un momento después su voz me probó que no me había equivocado.

-¡Abajo la puerta! -gritó.

-¡Abajo la puerta! -contestaron dos o tres.

Y se lanzaron al asalto del «Almirante Benbow», yendo a la zaga el de la linterna. Noté que se detenían y hablaban en voz más baja, como si les hubiera sorprendido encontrar la puerta abierta. Pero la pausa fue corta, pues el ciego volvió a dar órdenes. Su voz se oía más recia y aguda, como si ardiera en impaciencia y rabia.

-¡Adentro, adentro, adentro! -gritó, maldiciéndoles por su cachaza.

Cuatro o cinco de ellos obedecieron en seguida, quedándose dos en la carretera con el formidable mendigo. Hubo un silencio; después, una exclamación de sorpresa, y una voz gritó desde la casa:

Bill está muerto!

Pero el ciego rompió otra vez en blasfemias por lo que tardaban.

-¡Que lo registren algunos! ¡Gandules! ¡Pasmarotes! Y los demás que suban por el cofre -volvió a gritar.

Hasta mí llegaba el estruendo de las recias pisadas en nuestra vetusta escalera, que debieron de hacer retemblar la casa. Poco después se alzaron nuevas voces de asombro: la ventana del cuarto del capitán se abrió de golpe, con gran estrépito de cristales rotos, y un hombre asomó la cabeza y los hombros en la claridad de la luna, y dijo al ciego, que estaba abajo en la carretera:

-Pew, nos han tomado la delantera. Alguien ha vaciado el cofre y lo ha revuelto todo de arriba abajo.

-¿Está ahí eso? -preguntó.

-El dinero sí está aquí.

El ciego maldijo el dinero; no era lo que buscaba.

-¡No es eso! ¡El escrito de Flint es lo que digo!

-No lo vemos por aquí -contestó el hombre.

-¡Ah, los de abajo! ¿Lo tiene Bill? -gritó otra vez el ciego.

Al oírlo otro de ellos, sin duda el que se había quedado abajo apara registrar al capitán, salió a la puerta de la posada diciendo:

-A Bill le han dado ya un recorrido; no han dejado nada.

-¡Ha sido la gente de la posada!... ¡Ha sido aquel chico! ¡Ojalá le hubiera sacado los ojos! -exclamó el ciego-. Estaban ahí ahora mismo... Habían corrido el cerrojo cuando fui a abrir la puerta. ¡Esparcirse, muchachos, y a buscarlos!

Siguió a esto una gran barahúnda por toda la pobre posada: pisadas y golpes por todos lados, muebles volcados, puertas hundidas a patadas, hasta que el estruendo parecía resonar en las rocas vecinas. Luego fueron saliendo, uno después de otro, y aseguraron que no se nos encontraba por ninguna parte. Y justamente entonces el mismo silbido que nos había alarmado a mi madre y a mí mientras contábamos el dinero del capitán se oyó de nuevo, claro y agudo, en la quietud de la noche; pero ahora sonó dos veces. Yo había pensado que sería el trompeta del ciego, por decirlo así, llamando a su tripulación al asalto; pero ahora vi que era una señal que se hacía desde la cuesta del lado del caserío y, por su efecto sobre los bucaneros, que les avisaba la proximidad del peligro.

-Ahí está Dirk otra vez -dijo uno de ellos-. ¡Dos veces!... Hay que menearse, compañeros.

-¡Menéate tú, mandria! -gritó Pew-. Dirk siempre fue una bestia y un cobarde... ¡No le hagáis caso! Tienen que estar por aquí cerca; no pueden haber ido lejos; los tenéis bajo las manos. Desperdigaros y buscadlos, ¡perros! ¡Ay, maldita sea mi suerte! ¡Si tuviera yo ojos!...

Esta arenga produjo, al parecer, algún efecto, porque dos o tres empezaron a mirar aquí y allá entre la leña, pero me pareció ver que con desgana y sin dejar de pensar en su propio peligro, mientras los restantes permanecían indecisos en la carretera.

-Tenéis las garras puestas en millones, idiotas, y os asustáis de vuestra sombra. Seríais tan ricos como reyes si llegaseis a encontrarlo, y sabéis que está aquí y os hacéis los remolones. Ninguno de vosotros se atrevía a hacer cara a Bill, y yo lo hice..., ¡yo!, ¡un ciego! ¡Y voy a perder mi fortuna por vuestra culpa! Tengo que ser un miserable pordiosero y no probar el ron más que de gorra, cuando podía andar arrellanado en un coche. Si tuvierais la valentía de una mosca, aún podíais atraparlos.

-¡Que se vayan al diablo, Pew! Ya tenemos los doblones -refunfuñó uno de ellos.

-Habrán escondido el dichoso escrito -dijo otro-. Coge las guineas, Pew, y no te estés ahí dando alaridos.

Alaridos era la palabra propia, pues a tal punto llegó la rabia de Pew al oír lo que le decían. Al fin la ira se sobrepuso a todo, y, en su ceguera, empezó a dar golpes a diestro y siniestro, y sonaron los palos en las costillas de más de uno de ellos. Estos, a su vez, devolvían sus injurias al ciego, le amenazaban con horribles expresiones y trataban, en vano, de atraparle el palo y arrancárselo de las manos.

Esta pendencia fue nuestra salvación; porque mientras todavía proseguía, llegó otro ruido de lo alto de la cuesta, hacia el caserío: el galopar de caballos, como un redoble de tambor. Casi al mismo tiempo el resplandor y la detonación de un pistoletazo surgieron del borde del camino. Y aquella era, sin duda, la postrera señal de peligro, pues los bucaneros dieron media vuelta y echaron a correr, dispersándose en todas direcciones uno, hacia el mar, a lo largo de la ensenada; otro, atravesando el cerro, y así los demás; de suerte que, en medio minuto, no quedó más rastro de ellos que Pew. Lo abandonaron, no sé si por mera cobardía o en venganza de sus injurias y golpes; pero allí se quedó rezagado, golpeando con el palo en la carretera, de un lado para otro, en un frenesí, y palpando y llamando para encontrar a sus camaradas. Al fin se decidió y tomó la dirección contraria a la que debía, y pasó corriendo por delante de mí, camino del caserío, gritando:

Johnny!, ¡Perro-Negro! ¡Dirk!... ¡No vais a abandonar a vuestro pobre Pew..., al viejo Pew!

En aquel momento el ruido de los caballos sobrepasó la cima de la cuesta, y cuatro o cinco jinetes aparecieron a la luz de la luna y se lanzaron cuesta abajo a escape tendido.

Pew comprendió entonces su error; dio la vuelta chillando y echó a correr en derechura a la cuneta, donde cayó dando tumbos. Pero en un instante se levantó otra vez y de nuevo se lanzó a correr, ya del todo desorientado, hasta meterse debajo del caballo que venía delante.

El jinete trató de salvarlo, pero fue en vano. Cayó Pew dando un grito, que sonó trágico en la noche los cuatro cascos del animal le pisotearon, revolcándole, y pasaron de largo. Quedó caído sobre un costado; después se desplomó, suavemente, de cara al suelo, y no se movió más.

Me puse en pie y grité a los jinetes. Trataban de refrenar las monturas, horrorizados por el accidente, y pronto vi quiénes eran. Uno, que se quedaba rezagado del resto, era el muchacho que había ido desde el caserío a casa del doctor Livesey, y los demás eran aduaneros; a quienes había encontrado en el camino y con los cuales había tenido la buena idea de volverse inmediatamente. El superintendente Dance había oído algo del lugre que estaba en el Agujero de Kitt, y eso le había hecho ponerse en marcha aquella noche en dirección a nuestra casa, y a ello debíamos mi madre y yo habernos librado de la muerte.

Pew estaba muerto. En cuanto a mi madre, la llevamos al caserío, y con un poco de agua fresca y unas sales volvió pronto en sí, sin otras consecuencias que el susto, aunque aún seguía lamentándose de haber perdido lo que faltaba de la cuenta. Entretanto, el superintendente y los suyos siguieron a todo escape hacia el Agujero de Kitt; pero los aduaneros tuvieron que desmontar y bajar a tientas la barranca, llevando de la brida y sosteniendo a veces a los caballos y con el constante temor de una emboscada. No hay, pues, que sorprenderse si para cuando llegaron al fondo de la quebrada el lugre se había hecho ya a la vela, aunque aún estaba muy cerca. Míster Dance llamó a gritos, pero una voz le contestó diciéndole «que se apartase de la luz de la luna o se llevaría algo de plomo en el cuerpo», y al mismo tiempo silbó una bala junto a su brazo. Poco después la embarcación dobló el cabo y desapareció. Míster Dance se quedó mohíno, «como un pez fuera del agua», según él mismo dijo, y todo lo que pudo hacer fue enviar a uno de los aduaneros para dar aviso al buque guardacostas.

-Y eso -dijo- viene a ser lo mismo que nada. Nos la han jugado y punto final. De lo único que me alegro es de haberle pisado los callos al amigo Pew-; porque para entonces ya había oído toda mi historia.

Volví con él al «Almirante Benbow», y no es posible imaginar mayor estrago: hasta nuestro viejo reloj estaba en el suelo, pues nada habían dejado en pie en la furia de sus rebuscas para encontrarnos a mi madre y a mí, y aunque no habían llegado a llevarse cosa alguna, excepto el saco del dinero del capitán y una poca plata del cajón del mostrador, vi desde luego que estábamos arruinados. Míster Dance no podía explicarse nada de aquello.

-¿No dices que cogieron el dinero? Pues entonces, Hawkins, ¿qué demonios andaban buscando, más dinero aún? Sería eso.

-No, señor; yo creo que no era dinero -contesté yo-. El hecho es que se me figura que tengo la cosa en el bolsillo del pecho, y para decir verdad, quisiera ponerla en lugar seguro.

-Muy bien, muchacho; tienes razón. Yo te la guardaré si quieres.

-Yo había pensado que acaso el doctor Livesey... -empecé.

-Perfectamente -dijo interrumpiéndome en tono jovial-; perfectamente; es un caballero y un magistrado. Ahora que pienso en ello, lo mejor que puedo hacer es darme una vuelta por allí para dar parte de lo ocurrido a él o al Squire. El resultado de todo es que el amigo Pew ha muerto. No es que yo lo lamente; pero el caso es que ha muerto y la gente se aprovechará para hacer cargos, si puede hacerlos, contra un oficial de las rentas de Su Majestad. Conque oye, Hawkins, si quieres te llevo conmigo.

Le di las más cordiales gracias por el ofrecimiento, y fuimos a pie hasta el caserío, donde estaban los caballos. Aún no había acabado de decir a mi madre lo que pensaba hacer, cuando ya estaban todos en las sillas.

-Dogger -dijo míster Dance-, tú que tienes un buen caballo, lleva a este rapaz a las ancas.

Y en cuanto subí y me agarré al cinturón de Dogger, el superintendente dio la señal y la cabalgata salió a trote largo hacia la casa del doctor Livesey.




ArribaAbajo- VI -

Los papeles del capitán


Cabalgamos a buen paso hasta detenernos a la puerta del doctor. La fachada de la casa estaba a obscuras.

Míster Dance me dijo que me apeara y llamase, y Dogger me dejó el estribo para apearme. Una doncella abrió en seguida la puerta.

-¿Está el doctor Livesey? -pregunté.

Me dijo que no; que había estado por la tarde, pero que se había ido al palacio a comer y pasar la velada con el Squire.

-Pues vamos allá, muchachos -dijo míster Dance.

Esta vez, como la distancia era corta, no monté; sino que fui corriendo, asido a la correa del estribo de Dogger, hasta las puertas del parque, y después, por la larga avenida de árboles desnudos iluminada por la luna, hasta las blancas construcciones que formaban el palacio, el cual, por ambos lados, daba sobre grandes jardines centenarios. Allí desmontó míster Dance y fuimos admitidos inmediatamente en la casa.

El criado nos llevó por una galería esterada y al fin nos introdujo en una vasta biblioteca, toda rodeada de estanterías con bustos colocados encima, donde el Squire y el doctor Livesey estaban sentados con sendas pipas, a ambos lados de un refulgente fuego.

Nunca había visto al Squire tan de cerca. Era un hombre de grande estatura, de más de seis pies de alto y ancho en proporción, y tenía una cara ruda y áspera, toda curtida, enrojecida y arrugada en sus largos viajes. Las cejas eran muy negras y movibles, y esto le daba aire de tener el genio, si no malo, pronto y alborotado.

-Pase usted, míster Dance -dijo con gran ceremonia y tono de condescendencia.

-Buenas noches, Dance -dijo el doctor saludándole con la cabeza-. Y buenas noches tú, Jim. ¿Qué buen viento os trae por aquí?

El superintendente se cuadró, y, rígido y tieso, contó lo ocurrido como quien recita una lección; y era de ver cómo los dos señores se inclinaban hacia delante, mirándose uno a otro, y se olvidaban de fumar, suspensos y asombrados. Cuando oyeron cómo mi madre había vuelto a la posada, el doctor Livesey se dio una gran palmada en el muslo y el Squire gritó: «¡Bravo!», y rompió su larga pipa contra la parrilla de la chimenea. Antes de que se acabase el cuento, míster Trelawney -pues éste, como se recordará, era el nombre del Squire- se había levantado de su asiento y recorría la habitación a zancadas, y el doctor, como para oír mejor, se había despojado de la empolvada peluca y continuaba escuchando. Y por cierto que parecía muy raro con su propia pelambrera, negrísima y cortada al rape.

Al fin, míster Dance acabó su relato.

Míster Dance -dijo el Squire-, es usted un hombre de provecho. En cuanto a haber atropellado a aquel villano y desalmado forajido, lo diputo acto de virtud, como el aplastar una cucaracha. Este mozo Hawkins es una joya, según veo. Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla? Dance tomará un trago de cerveza.

-De modo, Jim -dijo el doctor-, que tú tienes ahí lo que andaban buscando, ¿no es eso?

-Aquí está, señor -le dije, y le di el envoltorio de hule.

El doctor lo miró por todos lados, como refrenando la impaciencia de sus dedos por abrirlo, pero, en vez de hacer esto, se lo metió tranquilamente en el bolsillo de la casaca.

-Squire -dijo-, luego que míster Dance haya bebido tendrá que irse, por supuesto, en servicio de Su Majestad; pero pienso que Jim Hawkins se quede a dormir en mí casa, y, con tu permiso, propongo que suban el pastel fiambre y que cene.

-Como quieras, Livesey -dijo el Squire-; Hawkins bien merecido tiene el pastel.

Trajeron un enorme pastel de pichones que colocaron en una mesita y cené copiosamente, pues tenía un hambre de lobo, mientras míster Dance recibía nuevas felicitaciones, y al cabo, se despidió.

-Y ahora, Squire... -dijo el doctor.

-Y ahora, Livesey... -dijo el Squire al mismo tiempo.

-Cada cosa por su orden, cada cosa por su orden -dijo riéndose el doctor-. Supongo que has oído hablar de este Flint, ¿no es así?

-¡Hablar de Flint! -gritó el Squire-. ¡Hablar de él, dices! Era el más sanguinario pirata que navegó los mares. Barba Azul era un nene para él. Los españoles le tenían tal miedo, que a veces me sentía orgulloso de que fuese inglés. He visto sus monterillas6 en el horizonte, con estos ojos, a la altura de Trinidad, y el calzonazos cobarde con quien yo navegaba dio la vuelta y se refugió en Puerto-España.

-Bueno; también he oído yo hablar de él en Inglaterra -dijo el doctor-. Pero la cuestión es: ¿tenía dinero?

-¡Dinero! -volvió a gritar el Squire-. ¿No has oído lo que se dice? ¿Qué buscaban esos bellacos más que dinero? ¿Qué se les daba por nada que no fuera dinero? ¿Por qué arriesgaban sus menguadas vidas sino por el dinero?

-Eso pronto lo sabremos -contestó el doctor-. Pero eres tan declamatorio y exaltado que no me dejas meter cucharada. Lo que necesito saber es esto: suponiendo que tenga yo aquí en mi bolsillo alguna indicación de dónde enterró Flint su tesoro, ¿a cuánto llegaría éste?

-¡Llegar! -exclamó el Squire-. Llegaría a esto: si tenemos la indicación de que hablas, fleto y pertrecho un barco en los muelles de Brístol y te llevo a ti y a Hawkins conmigo, y me haré con ese tesoro, aunque tenga que estar un año buscándolo.

-Muy bien -dijo el doctor-. Ahora, pues, si Jim consiente, vamos a abrir el paquete.

Y lo puso ante él en la mesa.

El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su caja de instrumentos y cortar las puntadas con las tijeras quirúrgicas. Contenía dos cosas, un libro y un sobre sellado.

-Vamos a empezar por el libro -dijo el doctor. El Squire y yo mirábamos por detrás de su espalda, mientras él lo abría, porque el doctor Livesey me había hecho señas de que me acercase, desde la mesita donde había cenado, para gozar del placer de la investigación. En la primera página sólo había algunos retazos de escritura, tales como los que se hacen por mera ociosidad o para ejercitar la mano. Uno de ellos decía lo mismo que el tatuaje: «Billy Bones, su capricho»; después seguían: «Mr. Bones, segundo de a bordo». «Se acabó el ron». «A la altura de Cayo Palma recibió el golpe», y otros garrapateos, la mayor parte palabras sueltas e incomprensibles. No pude menos de pensar quién sería el que «recibió el golpe» y qué «golpe» fue; probablemente el de un cuchillo, y por la espalda.

-No se saca mucho de aquí -dijo el doctor Livesey pasando la hoja.

En las diez o doce páginas siguientes había una curiosa serie de asientos. A un extremo de cada renglón figuraba una flecha, y en el otro, una cantidad de dinero, como en todos los libros de cuentas; pero en lugar de palabras explicativas entre una y otra, sólo había un número variable de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por ejemplo, era evidente que se le había asignado a alguno una suma de 70 libras esterlinas; pero sólo había seis cruces para indicar el motivo. En algunos casos, es cierto, se añadía el nombre de un lugar, como «A la altura de Caracas»; o una mera indicación de la latitud y longitud, como «62º 17' 20", 19º 2' 40"».

La cuenta se extendía a cerca de veinte años, y las cantidades que aparecían en cada asiento iban haciéndose mayores con el transcurso del tiempo; y al final se había sacado el total, después de cinco o seis sumas equivocadas, y se le había añadido estas palabras: «Bones, su rimero.»

-No saco de esto nada en limpio -dijo el doctor Livesey.

-La cosa es tan clara como la luz -exclamó el Squire-. Este es el libro de cuentas de aquel perro desalmado. Las cruces representan los nombres de navíos o de ciudades que echaron a pique o que saquearon. Las cantidades son la parte que le tocó al bandido, y cuando tenía alguna confusión, añadía algo más preciso. «A la altura de Caracas»; aquí algún malaventurado barco fue tomado al abordaje en aquella costa. Dios tenga compasión de las pobres almas que tripulaban la nave..., ya hace mucho tiempo enterrada en el coral.

-¡Cierto! -dijo el doctor. Véase de cuánto sirve el haber sido un viajero. ¡Cierto! Y las cantidades iban creciendo a medida que él ascendía en rango.

Poco más había en el libro, a no ser unas pocas situaciones geográficas de lugares, anotadas en las últimas páginas en blanco, y una tabla de equivalencias de valor de monedas francesas, inglesas y españolas.

-Hombre ordenado y ahorrativo -observó el doctor-. No era de los que se dejan engañar.

-Y ahora -dijo el Squire- pasemos a la otra cosa.

El sobre estaba lacrado en varios sitios y sellado con un dedal; el mismo dedal acaso que yo había hallado en el bolsillo del capitán. El doctor abrió los sellos con gran cuidado y cayó fuera el mapa de una isla, con latitud y longitud, sondajes, nombres de colinas, bahías y calas, y todos los detalles precisos para llevar a una nave a seguro fondeadero en sus costas. Tenía unas nueve millas de larga por cinco de ancha y la configuración, pudiera decirse, de un dragón rapante y obeso; y había en ella dos puertos bien abrigados, y en la parte central un monte denominado El Catalejo. Se veían varias adiciones hechas en fecha posterior; pero, sobre todo, tres cruces en tinta roja: dos en el norte de la isla y una en el suroeste, y junto a esta última, escritas con la misma tinta y con fina letra, muy distinta de los torpes garabatos del capitán, estas palabras: «Grueso del tesoro, aquí».

En el dorso, y de la misma letra, aparecían estos otros datos:

«Árbol alto, lomo de El Catalejo, demorando una cuarta al N. de NNE».

«Isla del Esqueleto ESE. y una cuarta al E».

«Diez pies».

«El lingote de plata está en escondite norte; puede encontrarse por dirección último montículo, diez brazas sur del peñasco negro que tiene una cara».

«Las armas se hallarán en la duna N., punta del Cabo norte de la cala, rumbo E. y una cuarta N.

J. F.».

Y eso era todo; pero corto como era e incomprensible para mí, colmó de alegría al Squire y al doctor Livesey.

-Livesey -dijo el Squire-, vas a abandonar inmediatamente este mezquino medicato tuyo. Mañana salgo para Brístol. En tres semanas..., dos semanas..., diez días, tendremos el mejor barco, sí, señor, y la primera tripulación de Inglaterra. Hawkins irá como paje de la cámara, y ¡valiente paje que vas a hacer, Hawkins! Tú, Livesey, médico de a bordo; yo, soy almirante. Llevaremos con nosotros a Redruth, Joyce y Hunter. Tendremos vientos propicios, travesía rápida y ninguna dificultad para encontrar el sitio, y después, dinero para comerlo..., para revolcarnos en él..., para jugar con él a las tabas, por siempre jamás.

-Trelawney -dijo el doctor-. Iré contigo, y salgo fiador de ello, y también irá Jim, y será una honra para la empresa. Sólo hay una persona a quien temo.

-¿Y quién es él? -gritó el Squire-. ¿Cómo se llama ese canalla?

-Tú -replicó el doctor-, porque no puedes sujetar la lengua. No somos los únicos que saben de este papel. Esos hombres que han atacado la posada esta noche -de seguro gente sin temor y dispuesta a todo- y los que se quedaron en el lugre, y me figuro que también otros que no andaban lejos, están decididos, cueste lo que cueste, a apoderarse de ese dinero. Ninguno de nosotros debe andar solo hasta que nos hagamos a la mar. Jim y yo no hemos de separarnos de aquí a entonces; debes llevar contigo a Joyce y a Hunter cuando te vayas a caballo a Brístol, y ninguno de nosotros ha de decir una sola palabra de lo que hemos descubierto.

-Livesey -contestó el Squire-, siempre estás en la razón. Seré silencioso como un muerto.





Indice Siguiente