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ArribaAbajoViajes sin islas: la aventura de la desventura en algunas novelas hispanoamericanas recientes

Eduardo Becerra



Universidad Autónoma de Madrid

por el gaviero que fui, casi niño, mirando hacia las islas que nunca aparecían


Álvaro Mutis                


La noción de la isla como paradigma utópico no necesita, por su antigüedad, de muchas precisiones. Tampoco las necesita el hecho de cómo diversos factores facilitaron, desde el mismo momento de la irrupción de América en la escena universal, una mirada hacia esas nuevas tierras cargada de vislumbres quiméricos, que hicieron de la insularidad mítica la condición frecuentemente asignada a esos territorios. La línea que va desde la Atlántida platónica hasta la Utopía de Tomás Moro dibuja un proceso en el que el Nuevo Mundo pasó de ser prefiguración fabulosa a convertirse en espacio real que prometía el cumplimiento de viejos sueños humanos.

Las letras hispanoamericanas se vieron afectadas desde sus orígenes, con las crónicas, por el rango fabuloso y la calidad imaginativa de esta contemplación. Desde aquel momento, la literatura de Hispanoamérica ha insistido en ofrecer representaciones arquetípicas del continente. Ello ha sido especialmente notorio en la época contemporánea, lo que indica la pervivencia hasta tiempos muy recientes de un acusado sesgo utópico en las elaboraciones mentales e imágenes simbólicas con las que la literatura, y sobre todo la narrativa, ha tratado de revelar la claves esenciales de una definición de lo americano. Y es que lo que se ha ocultado detrás de tal proceder no ha sido otra cosa que la pregunta sobre la identidad propia. Así lo vio Fernando Ainsa en dos interesantes estudios, íntimamente ligados, sobre narrativa latinoamericana: Los buscadores de la utopía   —68→   (1977) e Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa (1986). En ambos trabajos la noción de significación novelesca del espacio americano constituye el eje articulador tal vez más importante. En las líneas que siguen, tras unas breves consideraciones sobre el funcionamiento de tal concepto en el pasado, trataré de seguir la evolución de este concepto en algunas novelas de fechas más recientes a las utilizadas por Ainsa para ilustrar sus reflexiones.

La literatura hispanoamericana ha constituido en buena medida un largo proceso de apropiación territorial que exploraba en una geografía diversa y singular. A partir de la emancipación, los programas americanistas de Bello y los románticos vieron en los elementos autóctonos de su realidad -con la naturaleza en primer plano- instrumentos especialmente aptos para la consecución de la emancipación mental y el logro de la expresión propia. Continuando con este proceso de «bautismo primordial» de su geografía, Fernando Ainsa75 apunta que, con la llegada de la modernidad, la narrativa comenzó a indagar, superando todo realismo simplista, en el espacio americano desde una percepción de la realidad en la que ésta es vista como metáfora y arquetipo de reductos secretos, más esenciales y totalizadores, de ahí que en los relatos empiecen a abundar ámbitos novelescos con pretensiones simbólicas de alcance global. La imaginación volvía a cobrar así un papel fundamental para el desentrañamiento del ser de América y en estas imágenes arquetípicas, que han sido siempre pilares básicos de las identidades culturales de civilizaciones, pueblos y sociedades, los resabios utópicos mostraron considerable vigencia.

Como es lógico, la isla, en su condición de espacio ideal, se convirtió en una presencia habitual en la trayectoria de la narrativa hispanoamericana de nuestro siglo. La reina de Rapa-Nui (1914), del chileno Pedro Prado, es uno de los primeros ejemplos de esta visión de la insularidad. En esta obra, la Isla de Pascua sirve de marco a las peripecias de un viajero modernista hastiado de la civilización en un lugar misterioso donde perviven rastros de antiguas civilizaciones míticas. Adolfo Bioy Casares, por su parte, hará de la isla, en La invención de Morel (1940) y Plan de evasión (1945), el campo de prueba para la demostración de los límites inciertos que separan la realidad y la fantasía, la vida y la muerte y el sueño y la vigilia, hasta llegar a cuestionar nuestra imagen familiar y común de lo real. La isla surge en su visión paradisíaca en Tierra de nadie (1941), de Juan Carlos Onetti, El camino de El Dorado (1947), de Arturo Uslar Pietri, y en La casa verde (1966), de Mario Vargas Llosa, y mucho más en Paradiso (1966), de José Lezama Lima, construcción de una utopía poética, de un territorio mítico que, finalmente, no es otro que el de la propia novela. Además, otros ámbitos novelescos han sido perfilados con características -como su carácter arcádico y su aislamiento- muy próximas a las que suelen ser típicas de las ínsulas utópicas. Son los definidos por el propio Ainsa como pueblos-isla: el Macondo de García Márquez, al que en un momento de Cien años de soledad (1967) José Arcadio Buendía descubre rodeado de agua; la comunidad de Rumí de Ciro Alegría, en El mundo es ancho y ajeno (1941), y también la Santa Mónica de los Venados de Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier.

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La novela de Carpentier señala con especial claridad los aspectos principales y la meta final de estas búsquedas. El recorrido del protagonista por la geografía americana, convertido en viaje a través de las edades del tiempo, construye un argumento muy similar al del viaje del héroe del relato de aventuras, en cuyo final, tras la superación de diversas pruebas, le espera la recompensa y la restauración de un orden antes perdido. El punto de llegada del camino es aquí un territorio arcádico, capaz de garantizar una existencia plenaria en la que la vida humana y la cósmica discurrirían en perfecta armonía. A pesar de la ausencia de final feliz, la geografía novelesca de Los pasos perdidos estampa una imagen de América en la que prevalece con toda su fuerza su condición de tierra promisoria.

La aventura del protagonista de la novela se erige en emblema de la aventura que una parte fundamental de la narrativa hispanoamericana de nuestro siglo emprende. Si utilizo el término aventura es porque considero que contemplar estas búsquedas como una gigantesca novela de aventuras puede conducirnos a conclusiones nada desdeñables. En un interesante trabajo José María Bardavío76 relaciona la decadencia de este género en los tiempos recientes con lo que él llama la «crisis o pérdida del espacio ignoto», consecuencia de los avances científicos y el desarrollo de los medios de comunicación. En otras páginas, al comentar Viaje al centro de la tierra (1864), de Julio Verne, Bardavío ve en esa novela uno de los modelos paradigmáticos de la aventura: el proceso según el cual la inmersión del héroe en lo desconocido conlleva inevitablemente el intento de reconquistar un centro ordenador del mundo, perdido precisamente por esa intromisión en lo ignoto. Este proceso de búsqueda de un centro en medio de un territorio incógnito constituye, en mi opinión, uno de los grandes relatos de una parcela fundamental de la narrativa hispanoamericana contemporánea, pues la visión de América como espacio desconocido ha conservado una vigencia indiscutible en este campo.

Si volvemos a las palabras de Ainsa se nos revela una de las claves básicas de este recorrido: «En Iberoamérica -señala- [...] la búsqueda de la identidad parece haber sido más importante que su definición. La tensión entre el 'querer ser' y el 'poder ser' se ha dado y sigue dándose con particular intensidad»77. Sin alejarnos del tema, quizás sea bueno traer aquí la distinción que lleva a cabo Bardavío entre dos tipos de relatos de aventuras: el intrascendente, caracterizado por la apoteosis de la acción, y el trascendente, que, según el autor, se define «por una soldadura racional, personal, interna e indisoluble entre la voluntad y la aventura, de forma que cualquier acto se impregne de la huella de esa alianza físico-moral. Tal decisión supone por un lado la multiplicación de lo problemático y al mismo tiempo la instauración de un ideal. Desde ese momento no importa tanto vencer, sino no desfallecer, no traicionar el pacto interior. La decisión contiene ya el final, porque el final ya no importa. Interesa ser en lugar de conseguir o alcanzar»78. El ser, el encuentro con el propio rostro, aparece entonces como meta final de la aventura trascendente; pero si aplicamos tal categoría a los relatos hispanoamericanos que han narrado la búsqueda de una identidad a través de los espacios propios del continente, hay que matizar que en ellos sí importa el final y no es posible separar el ser del conseguir o el alcanzar: la meta   —70→   definitiva es conseguir para ser o, más exactamente, conseguir ser. América como enigma, como mundo oculto necesitado de su revelación: he aquí el ideal, idéntico al señalado por Bardavío como marca de la aventura trascendente, que puede ser aplicado a las letras hispanoamericanas. A menudo las crónicas de Indias relataron las aventuras extraordinarias de hombres enfrentados a un inmenso espacio desconocido; bien entrado el siglo XX -en concreto en 1979-, Alejo Carpentier79 defendió la necesidad de que los novelistas latinoamericanos se convirtieran en los cronistas de Indias de la época contemporánea: son éstas las dos orillas, separadas por una distancia de siglos, del marco de la experiencia aventurera emprendida por una parte esencial de la literatura de Hispanoamérica hasta fechas muy recientes.

La imagen de América como isla ignota, a cuyo encuentro se aventura el escritor hispanoamericano de la mano de sus personajes, corresponde a un amplio período de la narrativa contemporánea en el que abundaron las reinterpretaciones míticas, y a veces utópicas, de su espacio. Es hora de seguir el rastro de esta aventura sin dejar de estar atentos a los significados que surgen de nuevos espacios novelescos. Para ello, me serviré de algunas narraciones de autores bastante representativos de las últimas décadas: son Gonzalo Contreras, Osvaldo Soriano, Luis Sepúlveda y Álvaro Mutis.

En La ciudad anterior (1991), del primero de ellos, un vendedor de armas por catálogo, del que muy pronto sabremos que su vida pasada ha quedado definitivamente enterrada en una tumba cavada por él mismo, se baja de un autobús que, como leemos en las primeras líneas, «le deja a uno siempre al borde del camino»80. Al emprender viaje, en «una noche nada hospitalaria y más bien indiferente», el camino quedará tragado de inmediato por la oscuridad. El destino es una ciudad dominada por un «tedio secular» y en cuyos habitantes el protagonista verá multiplicada su propia soledad. A pesar de todo, el protagonista decide quedarse por una razón bien simple: «Ya nadie me esperaba en otra parte [...]. No había percibido cómo el mundo se había deshabitado y cómo ya nada tenía que ir a buscar lejos de ahí. No tuve que indagar demasiado en el alivio que sentí al saber que el viaje había terminado y que había llegado a esa ciudad para quedarme, porque en ese momento supe cuánto más peligrosa y fatigante era la simple idea de partir. ¿En qué momento me había quedado a este lado de la línea? ¿Ya no valía la pena preguntárselo?» (pág. 140). Se aprecia en esta reflexión cómo la llegada al punto de destino no es resultado de una voluntad que intenta imponerse a los obstáculos que surgen en el camino, es más bien un detenerse sin metas consecuencia de la inexistencia de otro lugar adonde ir y que además se revela imposible, pues el final de la novela nos descubrirá que tampoco esa ciudad, habitada por fantasmas, señalará el fin del viaje. La significación del espacio novelesco de La ciudad anterior no se agota por su condición inhóspita y desolada. El relato está salpicado de referencias explícitas a un contexto histórico que coincide con la dictadura pinochetista, a doce años del golpe de 1973. Frente a esta situación, se va subrayando la imagen de un territorio que se encuentra en los márgenes de la realidad, en un Chile interior que, como el protagonista al bajarse del autobús en el inicio de la novela, vive en la cuneta de la historia.

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En la novela -de revelador título- Una sombra ya pronto serás (1990), de Osvaldo Soriano, nos topamos también en la primera página con un personaje perdido: «Antes de que oscureciera -leemos- miré el mapa porque no tenía idea de dónde estaba. Hice un recorrido absurdo, dando vueltas y retrocediendo y ahora me encontraba en el mismo lugar que al principio o en otro idéntico»81; ante esta situación, emprende el camino desde una actitud muy significativa: «Ahora no sabía dónde iba pero al menos quería entender mi manera de viajar» (pág. 10). También de forma parecida a La ciudad anterior, se nos revela una trastienda histórica muy precisa cuando Zárate, el protagonista, explica su regreso a Argentina: «Yo estuve en Italia trabajando en la Olivetti. Me iba bien pero cuando se fueron los milicos pegué la vuelta. Me pareció que valía la pena volver» (pág. 173). El argumento será en buena medida un largo desmentido a tales expectativas. El paso de una novela a otra nos permite ver cómo, para algunos, ni siquiera el fin de las dictaduras del cono sur significó la posibilidad del regreso de la esperanza. En la obra de Soriano tres personajes, Zárate, un hombre cansado de llevarse puesto; Coluccini, el gordo italiano que repite hasta la saciedad que la aventura acabó, y Lem, un aventurero perdido y perdedor, emprenden un viaje delirante por el interior argentino. En esta travesía por lugares que no aparecen en los mapas, los tres se encontrarán siempre extraviados, de ahí que vuelvan a menudo al punto de partida en un movimiento circular sin dirección alguna. Tampoco aquí se percibe meta alguna, pues como dice Lem: «Dios nos tira por ahí y si no nos gusta el lugar empezamos a buscar otro» (pág. 99). Lo que queda es un puro mantenerse, la convicción de vivir un naufragio tragicómico sin expectativas y exento de cualquier tipo de trascendencia: «Allí, agachado entre los pastos -reflexiona el protagonista-, tuve la sensación de que ya no existíamos para nadie, ni siquiera para nosotros mismos [...]. Lo que nos atraía era mirar nuestra propia sombra derrumbada y quizá pronto íbamos a confundirnos con ella» (pág. 226). Según se acerca el final, confirmando tales augurios y en medio de un «apocalipsis de pacotilla», vemos a Zárate «buscando alguna respuesta en [un] horizonte vacío» (pág. 229). Aunque a la conclusión de la novela el mismo Zárate intuya que tal vez, sin saberlo, estén llegando a alguna parte, el destino final nos ofrece otro viaje tras el cual no se percibe un nuevo horizonte ahora habitado.

No es necesario profundizar mucho más en ambas obras para percibir un significado distinto de las aventuras narradas y de los espacios novelescos construidos respecto a relatos de épocas pasadas. En esta América el futuro que se entrevió va a ser mucho más desgarrador de lo profetizado. El viaje hacia el corazón de ese mundo nos lleva ahora hacia la periferia de la historia, hacia una tierra de nadie en la que el futuro ya no es el tiempo de la esperanza sino el de la espera. Por parecidos derroteros se mueve Luis Sepúlveda en Patagonia Express (1995), que comienza con estas palabras: «El pasaje a ninguna parte fue un regalo de mi abuelo»82. El itinerario del personaje, el propio autor, abarcará un recorrido de ida y vuelta que comprende la experiencia de las cárceles y las torturas de la dictadura de Pinochet, el exilio y el regreso a un Chile que mantiene intacto su sabor aventurero e indómito, ubicado en los confines del mundo, el Chile patagónico   —72→   y de la Tierra de Fuego: de nuevo un lugar alejado de la Historia en mayúsculas. En las obras de Sepúlveda, Soriano y Contreras la mirada hostil hacia la historia no es, como en décadas anteriores, el resultado de una actitud que busca superar su contingencia para lograr una síntesis superadora de rango arquetípico que encarne la imagen de una América intemporal; es más bien consecuencia de una conciencia lúcida que ve ahora la representación emblemática de lo americano en rincones olvidados de su geografía desde los que el devenir histórico se ve a larga distancia y desde la cuneta.

Los espacios narrativos de estas tres novelas construyen lugares de tierra adentro, donde no, el mar no existe ni, por tanto, las islas son posibles. Sin embargo, si nos centramos ahora en las peripecias de un navegante, vamos a observar que no son muy diferentes los sentidos de los espacios novelescos que perfilan las narraciones de Álvaro Mutis contenidas en su saga Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (1986-1993). En estos relatos, la geografía novelesca es no un lugar sino un discurrir, el que trazan los viajes y aventuras del Gaviero: reo de «incurable trashumancia», «rehén de la nada» y «viejo lobo de la aventura, de los esquinazos de la vida». Curiosamente, la mayoría de las narraciones de la saga nos relatan experiencias de Maqroll en tierra adentro, mundo que le es extraño y en el que, como afirma el personaje al analizar una de tales aventuras, trata con ellas de «hallar en tierra así fuera una pequeña parcela de lo que el mar me proporciona siempre». Y concluye: «Ahora sé que era inútil y que perdía el tiempo. Entonces no lo sabía. Mala suerte»83. Las aventuras terrestres del Gaviero acabarán siendo siempre tragadas por la nostalgia del mar; espacio de plenitud donde el horizonte inalcanzable es la lección más perfecta que el hombre puede recibir. En contacto con el mar, Maqroll siente que vuelve a ser él mismo, «sin patria ni ley, entregado a lo que digan los antiguos dados que ruedan para solaz de los dioses y ludibrio de los hombres» (II, pág. 161). Ahora bien, el mar tampoco constituye un punto de llegada; es el lugar del vivir en un perpetuo errar, eterno viaje que supone un intento de «despejar la insípida madeja del tiempo» (I, pág. 56). Instalado en el «rechazo de lo que pudiera significar un compromiso duradero, una obligada permanencia en no importa qué lugar de la tierra» (I, pág. 74), Maqroll el Gaviero acepta con lucidez, desde el comienzo de su singladura, que en su viaje el premio no es otro que la aventura misma, un camino de «signos estériles» cuyo final sólo esta en la muerte ineludible.

Así, pues, ni siquiera en el mar de Mutis y Maqroll es posible hallar islas: «Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. No existía el país en donde terminar sus pasos» (I, pág. 299); estas palabras de El Gaviero son eco de las que leemos en Patagonia Express, cuando una mujer le dice a Sepúlveda: «En otro tiempo fue tan fácil llegar al país de la felicidad. No estaba en ningún mapa, pero todos sabíamos llegar. Había unicornios y bosques de marihuana. Tenemos la frontera extraviada» (pág. 43); extravío que se revela también en Coluccini y Zárate, cuando, en Una sombra ya pronto serás, durante una delirante partida de truco, tratan, al no tener nada, de encontrar una ilusión o un recuerdo que apostar; el italiano le dice a Zárate: «Ponga algo mejor. Tiene que ser un buen recuerdo... Un viaje en barco o una isla perdida, qué sé yo» (pág. 150). Por mucho que hurgue en su memoria nada de eso encontrará Zárate. Si recordamos las palabras   —73→   de Ainsa citadas más arriba, en las que definía la búsqueda de la identidad hispanoamericana en su narrativa como una tensión entre el «querer ser» y el «poder ser», ha de constatarse que, al menos en estas novelas, tal tensión decide resolverse en un simple ser lo que se pueda.

Parece que las islas y otras tierras promisorias son ámbitos cada vez más escasos en el panorama de la narrativa más reciente, son, sí, Atlántidas sumergidas pero ahora imposibles de reflotar. Cuando aparecen, se alejan bastante de antiguos valores utópicos, más típicos de épocas ya traspasadas. Así ocurre en La fragata de las máscaras (1996), del uruguayo Tomás de Mattos, donde las islas constituyen espacios degradados y letales y la tierra prometida señala a un lugar de imposible retorno; más claro es el caso de Tuyo es el reino (1997), del cubano Abilio Estévez, novela en la que la isla, que es Cuba y es más cosas, resulta finalmente el escenario de un apocalipsis de ambiguos sentidos. Tal vez estos dos ejemplos tan recientes indiquen la continuidad y mayor amplitud de una aventura novelesca que, como la de la narrativa hispanoamericana de los últimos años, parece haber escogido derroteros distintos a los de un pasado no muy lejano.