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ArribaAbajoLas islas de El mar de las lentejas

Marina Gálvez Acero



Universidad Complutense de Madrid

El concepto de isla, en su acepción común o simbólica de lo aislado, confinado en sí mismo, solitario, reducto de lo arcano, de la utopía, del deseo, etc., tiene una presencia dominante en la novela de A. Benítez Rojo El mar de las lentejas384. Configura motivos y estructuras hasta convertir el texto en una especie de calidoscopio de esa sola imagen, como un alter ego textual del espacio caribeño que focaliza la historia que se nos narra.

Es sabido que la novísima novela histórica no pretende reescribir la Historia en busca de la Verdad, sino que se contenta con presentar su verdad, la pequeña y provisoria verdad que se derive en cada caso de la mezcla interesada de los hechos imaginados y documentales. En este caso, es evidente que la pretensión de Benítez Rojo no es la reconstrucción de un largo y complicado período de la Historia de España, sino la elaboración de una tesis que partiendo de aquel período tenga relación con nuestro presente histórico. Como si volviera a las raíces del pasado para mostrar lo que a su juicio fueron unos errores que marcaron definitivamente la historia de nuestra comunidad hispana. No son por tanto los acontecimientos históricos por sí mismos (que pueden ser intercambiables, como luego diré) lo que le ha interesado al novelista, sino las consecuencias sociales de una determinada forma de poder. Pero si el final de la peripecia parece enlazar con el presente, éste no tiene proyección hacia el futuro. La mirada del autor es fatalista, sin un ápice de esperanza: todo está determinado por el pasado.

Teniendo en cuenta que la cultura tradicional caribeña fue conformándose por la yuxtaposición y sincretismo de unos componentes endógenos «cuyos centros principales se localizan en la Europa Preindustrial, en el subsuelo aborigen, en las regiones   —236→   subsaharianas de África y en ciertas zonas insulares y costeras del Asia meridional»385, Benítez Rojo analiza la condición y primeras motivaciones de esos componentes386 y trata de evidenciar las razones del gran fracaso de la Utopía americana. La Historia nos enseña que, en el origen, esa Utopía se radicó en el Caribe, al que se introducía significativamente por la isla Deseada, pero de donde salió hacia Tierra Firme definitivamente frustrada según se desprende de la lectura de su novela.

Al servicio de ese tema, Benítez Rojo ha compuesto un gran fresco histórico (un aguafuerte más bien) en el que, a través de cuatro historias puntuales, ha pretendido representar lo que fueron los, aproximadamente, 100 primeros años del descubrimiento y colonización americana. En cuadros de gran plasticidad (en ocasiones estremecedores para el lector de hoy) con numerosos personajes históricos y ficcionales, la reelaboración de un gran acopio documental y un recuento bastante exhaustivo de los temas más polémicos, Benítez Rojo presenta de nuevo todos los tópicos de la leyenda negra, aunque reconozca que esta fue el triunfo de la primera gran campaña publicitaria, orquestada por sus enemigos contra el Imperio.

Además del reconocimiento implícito a su derecho a inventar, ya que presenta su discurso histórico como novela (como ficción), el método utilizado para la elección de los temas tratados en las diferentes secuencias no pudieron ser menos ortodoxos con respecto a los de cualquier historiador. Lo refiere de esta forma:

...hice una lista de 100 hechos históricos importantes transcurridos en 100 años: estaban los cuatro viajes de Colón, los reinados de Carlos V, Felipe II, Isabel Tudor; los reyes franceses, la guerra civil holandesa... Yo tiré entonces al azar y así fue como salieron las historias. Pudo haber salido el primer viaje de Colón y entonces hubiera sido otra historia. Me salió la Armada Invencible y tuve que arreglármelas para meterla. Me salieron los primeros viajes ingleses de comercio al África. Me vi entonces obligado a establecer una serie de lazos para meter todo eso, un poco a la manera de esos dibujos de niños en que hay puntos y se pasa un lápiz para conectarlo.387



Pero en esos dibujos infantiles el diseño de la figura está previamente trazado. Igual que en la novela, para revelarla lo único que hay que hacer es relacionar (unir) unos determinados hilos de sentido (o puntos en el juego)388. Al mismo tiempo, como al decir   —237→   de Benítez Rojo el espacio (archipiélago caribeño) sobre el que se dibuja esa figura posee unas características metaespaciales, lo revelado bien pudiera entenderse como imagen de la totalidad del espacio americano.


La gran isla del poder absoluto

Hay una isla dominante que es preciso destacar desde el comienzo porque su imagen (y su influjo) lo domina todo. En realidad es algo así como la figura de un dios, a quien parece querer emular. Se trata del poder389, un poder fuertemente centralizado y absoluto390 que se sirve de un fundamentalismo religioso para justificarse. Ese poder aparece personificado en Felipe II, en cuyo reinado se sitúan la mayor parte de las secuencias, aunque debe hacerse extensivo a los reinados que le precedieron desde los Reyes Católicos (que fueron los creadores del poder central y los defensores de la unidad y los mentores del Descubrimiento) y a los posteriores gobernantes de esa índole que se han ido sucediendo hasta el presente, todos los cuales han tratando de legitimar su poder en algún tipo de credo (religioso o político)391.

En el presente de la narración, el cuerpo putrefacto del Rey en su lecho de muerte es la metáfora del imperio al final de su reinado, invadido de llagas y gusanos que lo descomponen internamente. La ironía de Benítez Rojo es sangrante. Desde que en su agonía el Rey compara los recuerdos de los lacerantes fracasos de su vida, con la esponja empapada en vinagre que dieron a Jesucristo en la Cruz para calmar su sed, el sibilino y sinuoso trazado con que el narrador va componiendo la figura del monarca español es la de un hombre que se cree otro Cristo, es decir, un mediador entre Dios y los hombres gracias al cual, y en virtud de su sacrificio personal, fue posible la salvación espiritual para muchos, que pudieron así ganar el cielo o acceder a la santidad. De ahí que su mayor preocupación, aquella que parece condicionar su praxis política, fuese la defensa y difusión de la fe católica. Benítez Rojo subraya la condición de ese cometido y las consecuencias inmovilistas que de ella se derivaron: «Cuarenta años de mi apostolado piensa el Rey en su lecho de muerte de mi martirio, de llevar las abrasadoras riendas del reino de manera que siguiera el mismo curso, que nada cambiase, que todo permaneciese tranquilo, en orden, en silencio, inalterable para siempre como una santa reliquia venerada para la gloria del Señor» (pág. 235). Antes de morir, y como recompensa a lo que se presenta como un   —238→   sacrificio personal en aras de un fundamentalismo religioso, el Rey espera el consuelo de una señal divina que le confirme una bienaventurada vida eterna, es decir, que le asegure el premio del que se cree merecedor, pero ese excluyente deseo de última hora (de la hora de la verdad) parece poner en duda su derecho a la santidad, como si fuera consciente del verdadero resultado de una actitud que habría comportado resultados tan contrarios al espíritu de su fe. Esa es al menos la lectura que la novela nos ofrece de su reinado: tanto la narración de los acontecimientos de las otras secuencias, derivados de su forma de ejercer el poder, como aquello que va aflorando de su propia conciencia debilitada por la enfermedad, son demostrativos del engaño que ha sido su vida.

Ya dije que a Benítez Rojo no parece interesarle tanto la reconstrucción de un período de la historia, sino describir (como en su momento hiciera Miguel Ángel Asturias en El señor Presidente) los efectos de un poder absoluto sobre el cuerpo social. Si el contexto temporal de la novela se extiende desde los Reyes Católicos (episodio del 2.º viaje de Colón) a la muerte de Felipe II, el contexto ideológico que privilegia es, como ya adelanté, el derivado de un poder fuertemente centralizado y absoluto que ha buscado su justificación en la defensa de la fe católica. Es decir, lo que en última instancia le interesa al novelista es denunciar la utilización interesada de un credo (en este caso religioso) para dar legitimidad al abuso de poder y sus consecuencias. En el caso de Felipe II, un poder que trató de aliviar la responsabilidad de los errores de su gobierno, sus frustraciones y fracasos ante sí mismo y ante la Historia amparándose en el inescrutable deseo y sabiduría de Dios.

Sin embargo, aunque en la novela se denuncia la dejación de responsabilidad en una especie de superestructura abstracta y los efectos perniciosos del dogmatismo sobre el cuerpo social, Benítez reconoce la coherencia del monarca católico. Además, el hecho de que en ese período de la historia de España se localice el Descubrimiento y primeros años de la colonización americana, es decir, acontecimientos que habrían de cambiar el mundo, subraya con ironía los errores de un comportamiento que se sustentó en ideas inmovilistas y dogmáticas: «Aquel era el destino de España, sí, perfeccionarse como una monja en su celda de convento mientras, más allá de los muros, el mundo mutaba y se perdía en confusiones y vicios y adoraba a Baal» (pág. 235). Por ese afán de conservarlo todo dentro de una fe el monarca no tuvo visión del futuro: a pesar de sus propósitos el mundo cambiaba drásticamente, y fueron sus enemigos los que se aprovecharon de ello.

Como ya he dicho, una lectura actualizada y postmoderna hace posible extender el discurso deslegitimador del fundamentalismo religioso a otros posibles Grandes Relatos, léase marxismo o capitalismo. Y, sobre todo, parece querer enfatizar que, en última instancia, la interesada operación legitimadora del poder no es sino un proceso de dañino autoengaño: hacerse el sordo al ruido del río que marca el transcurso del tiempo es perder definitivamente el sentido de la Historia.

De ahí que el autoengaño sea precisamente el motivo que más se repite en la secuencia centrada en Felipe II, desde los caballos de madera y las espadas de cera de los juegos de guerra infantiles, pasando por el falso embarazo de María, a la supuesta y blasfema señal divina que protagoniza la mosca.

Además de esa figura del poder reveladora del sentido (el mensaje o las claves de la novela) ya dije que la imagen de la isla (lo que pudiéramos hacer equivalente a los puntos del dibujo) «se repite» por todo el texto. Veamos en lo que sigue las más señaladas.



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Las islas de la estructura

En el espacio textual de la novela se va configurando un discurso con motivos, figuras y acontecimientos aislados por la trenzada interferencia de las diferentes secuencias y la quebrada linealidad, que van creando islas de sentido. Un espacio sin centro (como el Caribe392) cuya unidad (o estructura interna) ha sido impuesta sutilmente por el narrador (la figura del dibujo infantil de la que hablamos antes) que ha sido la manera elegida para explicar las malas estructuras socioculturales que se forjaron en Hispanoamérica desde el origen según Benítez Rojo. Además de poder leerse como un texto mestizo (como se ha hecho tradicionalmente) la literatura del Caribe puede leerse, desde una perspectiva posmoderna, como «un flujo de textos en fuga en intensa diferenciación consigo mismo y dentro de cuya compleja coexistencia hay vagas regularidades, por lo general paradójicas»393, definición del autor para el conjunto literario caribeño que sin embargo es posible aplicar a la estructura de El mar de las lentejas si sustituimos los «textos» por las secuencias narrativas y las «vagas regularidades» por los sutiles hilos de sentido que acaban confluyendo, pero que en su transcurso acentúan las islas de sentido.

Esa metodología «azarosa» de la que hablamos antes explica por sí misma la configuración de la estructura externa de la novela: un conjunto de cuatro secuencias (que narran otros tantos acontecimientos históricos) cada una de las cuales se presenta aparentemente aislada, como hitos perfectamente diferenciados y ajenos entre sí, como evidencia su cronología, que ordenamos:

De 1493 a 1496: el segundo viaje de Colón, que lleva a las Antillas a un soldado de fortuna llamado Antón Batista, un supuesto primer encomendero.

1505: la fecha señala el nacimiento de Pedro del Ponte, de cuya vida familiar y menesteres del negrero, relacionadas ambas con la de los Hawkins, se va dando cuenta en la secuencia.

De 1565 a 1567: la expedición de Pedro Méndez de Avilés a La Florida.

Y finalmente el año 1598: fecha de la muerte de Felipe II, desde cuya agonía, que es el presente de la narración, asistimos supuestamente, mediante flases que iluminan diferentes secuencias de su reinado, a un juego que revela al lector las consecuencias de su reinado.

Como se ve, todo un siglo condensado en unos acontecimientos, a los que Benítez Rojo ha impuesto una unidad de sentido previamente elaborada. A través de cada una de esas secuencias se va poniendo de manifiesto en su estructura interna la tesis que nos   —240→   presenta en la novela: el comportamiento y fundamentalismo del monarca español se repitió deformado en el de los otros miembros del cuerpo social de los colonizadores hasta conseguir imprimir en las estructuras socioculturales de los nuevos territorios del imperio la imagen distorsionada que todavía hoy perdura, según se lee en la novela, como si de un espejo cóncavo se tratara. Cada uno de los vasallos del Imperio (del villano al hidalgo) vino a ser una copia que multiplicó esperpentizados los peores elementos de la caracterización de ese poder: intolerancia, arrogancia, arbitrariedad, etc., lo que a su vez provocó las consecuencias peores y más contrarias del ideario Imperial: desintegración y empobrecimiento físico y moral394. Obsérvese al respecto el trazado de dos de los personajes centrales: Antón Baptista y el Adelantado de La Florida: el primero caricaturiza el poder indiscriminado del Rey en su cruel y arrogante actitud frente a los indígenas de La Española, y el segundo lo distorsiona y exagera con el mayor de los cinismos frente a los hugonotes franceses.

Si las causas fueron tan graves para Hispanoamérica no lo fueron menos para la metrópolis. Aunque el poder absoluto aísla, paradójicamente, una serie de causas acaban por convertir al Rey en un hombre totalmente cercado por las deudas y por la herejía: judíos, herejes y paganos, como gusanos, actuando desde dentro y desde fuera, irán desintegrando el redondo y podrido queso de su poder y de su Imperio.




Las islas del espacio narrativo

Como en los otros aspectos revisados, todos los espacios del texto son también islas reales o simbólicas. Lo primero que destaca en este sentido es el diseño espacial significante que dibuja el conjunto de la novela, en la que cada isla espacial se sitúa a una distancia diferente respecto a la isla central del poder, en torno al cual parece girar en una determinada órbita. Como si el Imperio español de aquellos años se tratase de un sistema solar, con planetas y satélites. El centro de ese dibujo lo ocupa el Rey y su poder absoluto, de quien en ese sistema fuertemente centralizado dimana la vida y hacienda de sus vasallos. Pero a diferencia del estable sistema solar, los dominios del «sistema insular» del Imperio eran inestables. Por una parte, la actuación de descubridores y colonizadores en los nuevos dominios indianos de occidente irán ampliando progresivamente las fronteras periféricas. Pero por otra, la acción de los enemigos irán arrebatando sutiles fragmentos de poder (hasta que, con el tiempo, acaben instalándose en ese espacio como dueños absolutos). En todo caso, el diseño espacial del presente narrativo parece adquirir la forma de una especie de sistema solar, un cosmos de planetas y satélites que giran en torno al cetro del astro Rey.

Si amplificamos esos espacios como hace el narrador, los podremos visualizar en sus pormenores. Ya se sabe que en la secuencia centrada en el moribundo Felipe II, el espacio del poder está situado en El Escorial395, a su vez un complejo autosuficiente que alberga   —241→   todo lo que parece necesitar el Rey católico (Palacio-Basílica-Panteón) es decir, otra isla, situada en la meseta castellana, desde la cual, ajeno a todo lo terrenal que no sea el poder (que se resiste a ceder) sólo se muestra interesado por el más allá, reducto del poder por antonomasia, de quien el Rey se ha creído valedor en la tierra. El lector va visualizando este espacio escurialense como un nuevo y más pequeño sistema concéntrico, según una imaginaria cámara cinematográfica vaya permitiéndole el acceso al lugar en el que, ya definitivamente inmóvil, yace, física (y simbólicamente) el poder absoluto396 en una cama situada sobre una tarima y encerrada bajo un dosel397, para mayor facilidad en la identificación de esa primera isla.

Este presente narrativo es el que da sentido a la totalidad de la historia. Con él se abre la novela, presentando a Felipe II pendiente de la señal divina. Y aunque se cierra con el último segmento de la secuencia de la saga de los Ponce, en el que presenta a los mercaderes ingleses y canarios (obsérvese la alianza de propios y extraños y lo significativo del hecho de ser piratas y negreros) dispuestos a inaugurar el libre y depredador comercio con las indias, es precisamente con la muerte del monarca, e iniciado el eclipse del poder absoluto de los reyes, cuando el viejo orden se desmorona dando paso a unas gentes sin escrúpulos, que consideran que el mar que descubriera Colón era un negocio redondo como el mundo: definitiva isla de poder por la que aquellos tiempos se abrieron al futuro, que es nuestro presente. Ese último segmento marca por tanto el inicio del fin del poder centralizado, de la descomposición de un orden arcaico y el nacimiento de otra Era, no necesariamente mejor.

Pero la cama donde yace el Rey es el centro del presente de la narración. Y a partir de ahí los isleños espacios de la novela, que se reparten por las distintas latitudes de los dominios imperiales, se ofrecen como plataforma de un puñado de historias que ejemplificarán importantes hitos de ese proceso de degradación. Proceso que explica cómo un poder absoluto que falazmente ha buscado su legitimación en un credo se va desintegrando desde dentro por efecto de unas fuerzas que actúan, en definitiva, transformando el cosmos en caos, en un espacio des-ordenado y sin centro en el que chocan múltiples intereses encontrados. Esas fuerzas centrífugas se complementan con otras   —242→   centrípetas, de manera que ambas, propias y extrañas, se conjuran para derribar ese poder, endeble e inestable por las circunstancias comentadas, y evidenciar las consecuencias.

Como ya he dicho, todos los espacios de la novela son también isleños: primero las islas Canarias, desde dónde el poder económico de los Ponte y su pragmática vinculación a los piratas ingleses acabarán rompiendo el monopolio de la Corona sobre las Indias. Luego, las Islas Británicas, desde dónde el poder religioso de la anglicana Isabel contamina sus dominios de herejía y frustra los deseos de asegurar el imperio católico en Europa, además de acabar con la hegemonía de la armada española.

Y por fin, las islas del Caribe398, donde el poder absoluto se deforma hasta la caricatura y el envilecimiento, transformando el espacio originario de la Utopía, en un espacio degradado, hasta el punto de que es allí donde acaban incidiendo lo peor de este arcaico modo del poder y lo peor de los nuevos modos del poder (financiero, comercial) del presente.