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ArribaAbajoLa ficción como «aislamiento» en Los cuadernos de Don Rigoberto

José Carlos González Boixo



Universidad de León

La literatura nos permite evocar los espacios de la imaginación, transgredir los onerosos límites que la realidad nos impone y caminar por lugares vedados a nuestra consustancial cotidianidad. En cuanto lectores, nos convertimos en isleños, en habitantes de un espacio mágico y utópico que, subrepticiamente, hoy pisamos en Tabarca. Porque la isla en su justa y mínima medida sentida aquí bien puede simbolizar a la literatura: ese espacio de la ficción enfrentado a la realidad, tema obsesivo en Vargas Llosa y sobre el que sigue reflexionando en su última novela.

Nuevamente, vuelve a escribir sobre la curiosa familia de don Rigoberto, retomando la historia tal como había quedado al final de Elogio de la madrastra. La magia de la ficción nos permite conocer el desarrollo de una historia que había quedado truncada, siendo esta nueva novela su 2.ª parte, aspecto novedoso en la trayectoria novelística del autor y que puede relacionarse con su interés en investigar la dualidad «realidad-ficción» en el proceso de la creación literaria. ¿Acaso no nos parecen más reales esos personajes de ficción que, al cabo de los años, vuelven a tomar vida? En cierta medida, se desprenden del férreo marco de las páginas de una novela y, aunque no deje de ser una nueva fantasía, nos parecen más cercanos. El recurso es antiguo y bien conocido; pensemos, por ejemplo, en las sagas de los héroes de las novelas de caballería, cuyas fantásticas «historias» parecen remedar, mejorándolas, las de los «otros» héroes de la historia; éstos sí, verdaderos. Recordemos también a los protagonistas de ciertas series de novelas policiacas, cuyas periódicas reapariciones en cada nueva entrega crea en los lectores la fantasía de una existencia verdadera, de una permanencia que escapa a las páginas del libro. Y es que es difícil sustraerse al deseo de que los seres de ficción no compartan nuestro propio mundo, y también es doloroso para el creador no poder traspasar la invisible pero infranqueable frontera entre la realidad y la ficción. Por eso el escritor se inventa trucos para paliar la inevitable distancia que le separa de sus criaturas de ficción. Y, a   —292→   veces, cree que ha traspasado el umbral, como le ocurrió a aquel rabino de Praga que logró dar vida a un muñeco de madera, aunque no pasase de simulacro de hombre (como refiere Borges, en uno de sus doctos poemas). Y, ¿cómo no recordar, al respecto, la lección de Cervantes en el Quijote?

Así, aunque sea una nueva fantasía, el reencuentro del lector con don Rigoberto y familia es como el que ocurre entre viejos amigos que hace tiempo que no se ven. Una especial cercanía que el lector siente, como cuando Lituma empezó a saltar de una a otra novela y otros personajes siguieron su ejemplo.


Algunos antecedentes

Seguramente, el interés que Vargas Llosa ha demostrado por el teatro tenga que ver con esta problemática: hay algo atrayente en el teatro, que no proporciona la novela, la posibilidad de ver y oír a unos personajes, la «realidad» en la que la «ficción» se convierte por espacio de una o dos horas. Así, en su primera obra teatral, La señorita de Tacna, el espectador asiste a lo largo de la representación a una doble acción en un mismo escenario: en una parte, un escritor, Belisario, está escribiendo una historia, cuyos protagonistas cobran vida en la otra parte del escenario. Más allá de la historia de la Mamaé (¿una historia de amor?, ¿una historia romántica?), lo que se quiere transmitir al espectador es la magia de la creación; ese proceso en el que la memoria y la imaginación terminan por inventar una historia. El paralelismo entre La tía Julia... y La señorita... es palpable: la historia de la Mamaé no es muy diferente de las que en los radioteatros tratan sobre amores románticos; la propia historia de Varguitas y la tía Julia es una historia contada como si de un radioteatro se tratara. Lo que Vargas Llosa ofrece al lector en estas dos obras es doble: unas determinadas historias, como en cualquier novela, a las que se añade una historia más: el modo en que una historia «real» se convierte en historia «ficticia».

Nuevamente, con Kathie y el hipopótamo, se quiere dejar constancia del fenómeno de la creación literaria: un escritor que da forma a la historia que imagina otra persona, surgiendo así dos textos paralelos que por sí mismos carecen de arte (la pobreza expresiva de Kathie frente a la exuberancia de la prosa de Santiago, nuevo Pedro Camacho de exóticas historias orientales y africanas). Sin embargo, ambos discursos cambian de signo en el contexto unitario del drama: nos encontramos, pues, con un planteamiento idéntico al de los radioteatros de La tía Julia...

Pero hay otra novedad en esta obra de Vargas Llosa. El autor ofrece un texto con un doble nivel de lectura. El lector ocasional, el que no haya leído Conversación en La Catedral o, simplemente, el lector olvidadizo, tendrá en Kathie... la historia de dos personajes que fantasean creando historias exóticas y que, al mismo tiempo, imaginan drásticas soluciones para unas vidas que asumen en su mediocridad. La «mentira», la invención creativa, el acto literario, alza su vuelo en el ambiente liberador de la buhardilla parisina, pero la realidad de Lima está unos pasos más allá, al bajar la escalerilla de esa habitación. El lector descubrirá al llegar al final de la obra que tanto Kathie como Santiago han ido inventando sus historias personales. Pero, además, hay otro nivel de lectura, un nivel para lectores cómplices, un guiño literario que Vargas Llosa hace a sus lectores más asiduos, una confabulación mutua que tiene algo de selectivo. Ese lector más atento sentirá un cosquilleo al ver que dos de los personajes se llaman Santiago Zavala y Ana de Zavala.   —293→   Sólo este dato le hará lanzarse con avidez sobre el texto de Kathie... No en vano Santiago Zavala es el protagonista de Conversación..., y su matrimonio con Ana es el centro narrativo de la 4.ª parte de la novela, que se abre y se cierra con un presente narrativo en el que aparece un Santiago frustrado y vencido. La acción de Kathie... transcurre algunos años más tarde, en los sesenta, ¿qué ha ocurrido con el desafortunado matrimonio de Santiago? En efecto, la historia pasa de la novela a la pieza teatral para presentarnos a un personaje aún más hundido: sigue siendo «el periodista de La Crónica que escribe mediocres artículos por un sueldo todavía más mediocre» (pág. 142), según confiesa él mismo, y, además, nos enteramos también que es profesor en la universidad («el profesorcito mediocre de mediocres alumnos», pág. 142). Su deseo de abandonar a Ana sólo cobra vida en sus sueños, en ese mundo de ficción que comparte con Kathie en su buhardilla: «Aquí, mientras trabajamos, tengo los amores que nunca tuve, y vivo las tragedias griegas que espero no tener» (ibidem).

No es preciso establecer aquí, al respecto, un análisis comparativo entre la novela y la pieza teatral; lo interesante es el juego que el escritor ofrece al lector, buscando su complicidad para encontrar esas respuestas que siempre quedan al finalizar una novela, ¿qué ocurrió después? En definitiva, es una forma de igualar el mundo de la ficción con el de la realidad: ¿Hasta qué punto la historia de unos personajes ficticios nos ha interesado que, años después, cuando vuelven a aparecer en otra historia, seguimos manteniendo vivo el interés por un relato fruto de la imaginación del novelista?

Hasta ahora, el personaje que mejor ha resistido el paso del tiempo ha sido Lituma, cuya cronología tendría el siguiente trazo: 1945. junto con el resto de «los inconquistables», bohemios piuranos, mata el tiempo en el bar-restaurante de la Chunga (tal como se relata en la obra teatral La Chunga). Años 50. Lituma ha decidido abandonar la bohemia y ha ingresado en la Guardia Civil (en ¿Quién mató a Palomino Molero? se le presenta ya como sargento y destinado a Talara). En fechas posteriores sin determinar Lituma aparece como sargento en Lima en uno de los radioteatros de Pedro Camacho (La tía Julia...); en La Casa Verde, Lituma retorna desde Lima a Piura y, retrospectivamente, se recuerdan episodios anteriores que afectan al propio Lituma (su relación con la Selvática), a los inconquistables y a la Chunga (que ya regenta la Casa Verde). Su última aparición tiene lugar en Lituma en los Andes, en medio de la vorágine terrorista de Sendero Luminoso (merece recordarse el protagonismo que adquiere en esta novela la enigmática Meche que aparecía en La Chunga).




Algunas notas sobre la estructura de Los cuadernos...

La nueva entrega de las venturas y desventuras de don Rigoberto nos permite apreciar, una vez más, el interés de Vargas Llosa en desvelar los misterios de la creación literaria. Al tratarse de una continuación del Elogio..., hay planteamientos narrativos que permanecen y, lógicamente, también nuevas perspectivas.

Sin duda que Elogio de la madrastra es una atractiva novela por su planteamiento. Escribir una novela erótica era una propuesta arriesgada, porque nuevamente se planteaba el tema de los límites de lo literario: lo mismo que en La tía Julia y el escribidor con relación a la subliteratura del folletín, se trataba ahora de solucionar literariamente una temática erótica, estableciendo implícitamente la frontera estética con la pornografía. Para   —294→   ello, entre otros recursos, en la novela se reproducen una serie de pinturas de carácter erótico cuyo motivo será recreado por la fantasía de don Rigoberto, buscando un claro paralelismo: nadie duda que dichos cuadros pertenecen al ámbito artístico y, modélicamente, sirven de inspiración para realizar en el ámbito literario algo similar. Literariamente, lo erótico, tiene probablemente muchas más limitaciones que en el arte de la pintura. Es fácil dar pinceladas eróticas a lo largo de una novela, pero otra cuestión bien distinta es mantener el tema erótico como argumento de la misma.

Además, hay otro tema que le hace la competencia al erótico en Elogio..., una literatura de tono escatológico que describe minuciosamente el aseo personal de don Rigoberto. Nuevamente se sitúa Vargas Llosa en los límites de lo literario al convertir en texto literario una temática que, por su carácter implícitamente escabroso, no es frecuente que sea objeto de tratamiento literario.

Por dichos motivos lo erótico y lo escatológico Elogio... es una novela transgresora, no tanto por la temática en sí misma, sino porque técnicamente se plantea la cuestión de la «literariedad» de la obra literaria, asumiendo el riesgo que supone romper con el criterio de «convencionalidad cultural» que determina implícitamente la norma literaria. En este sentido, la transgresión es muy similar a la efectuada en La tía Julia..., obra en la que la autobiografía y la subliteratura compiten también por su pertenencia a la serie literaria.

Los cuadernos de don Rigoberto mantienen una estructura similar a la de Elogio... (que, a su vez, recuerda a la de La tía Julia...), una línea argumentativa principal en la que se intercalan, alternativamente, otros episodios. La continuidad de la «historia» determina la temática erótica, manteniendo algunas líneas temáticas, modificando otras, e incorporando novedades. Estructuralmente se aprecian varios niveles narrativos que agrupados, de forma sistemática y con idéntico orden, se integran en las diversas partes o capítulos (nueve en total, más un «Epílogo») en que la narración se divide.

1) Cada capítulo se inicia con la que podría denominarse «historia de Fonchito y doña Lucrecia». Aparentemente su posición prevaleciente sobre el resto de niveles narrativos queda reflejada en su situación inicial dentro del capítulo, y en que la numeración de dichos capítulos acompaña a los títulos de esta «historia» en vez de encabezar aisladamente al conjunto de niveles narrativos. Sin embargo, tal superioridad narrativa es cuestionada por otras partes narrativas del capítulo, preferidas probablemente por numerosos lectores.

A lo largo de los nueve capítulos, la «historia» relata las visitas de Fonchito a doña Lucrecia, durante un periodo de seis meses. El lector percibe claramente un presente narrativo en avance que finaliza en el «Epílogo». Aunque las visitas han sido muy numerosas (tres o cuatro por semana, según se señala en el «Epílogo»), el lector sólo tiene conocimiento de ocho, facilitando la unidad temática de las mismas la impresión de continuidad cronológica. Por otro lado, se precisa reiteradamente el marco temporal de la «historia»: la separación de don Rigoberto y doña Lucrecia ha tenido lugar otros seis meses antes.

2) Cada capítulo consta de una segunda parte constituida por textos escritos por don Rigoberto (que forman parte de sus «cuadernos») en los que pueden apreciarse algunas de sus ideas fundamentales en su concepción filosófica de la vida. El denominador común es la defensa a ultranza del individualismo frente a lo colectivo, concretizado en determinadas fobias como pueden ser su hostilidad a la Naturaleza, deportes, todo tipo de asociaciones o nacionalismos. El tono humorístico es determinante.

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3) La tercera parte está constituida por las que pueden denominarse «fantasías de don Rigoberto». Son fruto de la nostalgia que siente por doña Lucrecia y se enmarcan temporalmente en determinadas noches en que don Rigoberto se desvela imaginando aventuras eróticas de Lucrecia con una serie de amantes. En el «Epílogo» se indica que se corresponden con el último año. No hay indicaciones precisas, aunque sí se aprecia una correlación cronológica, pues el desánimo de don Rigoberto va en aumento. En general, su característica general es el humor (en diversos grados), más que el erótico (en cambio, en Elogio... el tono dominante es el erótico). La originalidad de este nivel narrativo lo convierte en el centro de cada capítulo.

4) La última parte del capítulo la ocupan los «anónimos» que Fonchito escribe. Aunque en el «Epílogo» se indica que son veinte, en la novela sólo aparecen nueve. El lector sólo los identificará como tales anónimos cuando la novela ya está avanzada. Su interés, en el conjunto de la narración, es menor que los otros niveles narrativos.




Fobias y fantasías

Con relación al Elogio..., algunos aspectos que se pueden señalar son los siguientes: frente a la limitada presencia del humor en Elogio..., es ahora la tonalidad dominante. Aunque temáticamente el erotismo ocupa cuantitativamente el primer lugar en la novela, sería difícil calificar a Los cuadernos... como novela erótica; más bien, si vale la expresión, podría considerarse como una «novela humorística». En segundo lugar, prácticamente se abandona la temática escatológica, limitada sólo a apariciones esporádicas. En cambio, el tema de las relaciones realidad-ficción adquiere una gran importancia, partiendo de la base ya establecida en Elogio...: las fantasías eróticas de los protagonistas. Analizaré esta cuestión centrando la atención en los personajes (ya que son determinantes desde la perspectiva de la funcionalidad de la estructura), y comenzaré por el más importante, don Rigoberto.

El lector puede quedarse en un tipo de lectura de menor complejidad; quiero decir, que no sería justo calificar de superficial una lectura cuyo horizonte fuese, por ejemplo, limitar las «fantasías» de don Rigoberto a los aspectos lúdico-eróticos, o sus «cuadernos» a la visión humorística de sus fobias. Son éstos, elementos fundamentales que no hay que infravalorar, pero, al mismo tiempo, otros aspectos van formando una estructura menos visible que un lector más atento debe percibir.

Así, el primer texto entresacado de sus «cuadernos», el titulado «Instrucciones para el arquitecto» puede sorprender por su ingeniosidad. Su decisión de construir una casa en Barranco cuyo diseño subordine la comodidad de sus habitantes al espacio que, con carácter principal, ocupen libros y cuadros, puede tomarse como una más de las manías de don Rigoberto a las que en páginas posteriores se aludirán. Sin embargo, el espíritu que anima tan inusual decisión tiene plena coherencia, a pesar del rigor extremo con que se plantea, con los principios vitales de don Rigoberto, en los que la literatura y el arte son aspectos fundamentales. Con carácter programático se establece aquí, al comienzo de la novela, la idea fundamental de la superioridad del mundo artístico sobre el mundo real:ç

No fue fácil para mí llegar a una postura que contradecía viejas tradiciones llamémoslas humanísticas con una sonrisa en los labios de filosofías y religiones   —296→   antropocéntricas, para las que es inconcebible que el ser humano real, estructura de carne y huesos perceptibles, sea considerado menos digno de interés y de respeto que el inventado, el que aparece (si se siente más cómodo con ello digamos reflejado) en las imágenes del arte y la literatura (pág. 18).



Don Rigoberto es perfeccionista (recordemos sus largas sesiones de higiene personal) y es lógico que sea selectivo con ese mundo artístico en el que fundamenta su vida. La arbitraria decisión de que su biblioteca conste de cuatro mil volúmenes, que las pinturas sean un centenar, y que tales cifras permanezcan invariables, le lleva a una selección que termina con los desechados en el fuego, «comprendí que era estúpido infligir a otros ojos una obra que había llegado a estimar indigna de los míos» (pág. 18).

Establecido el criterio de prioridad artística, los demás son consecuencia directa de éste. Su estudio se convierte en el santuario en el que se refugia y sus «cuadernos» son el testimonio de años de anotaciones que reflejan sus lecturas y opiniones. El otro lugar importante de la casa y de su vida es su dormitorio, espacio vacío por la ausencia de doña Lucrecia, que las fantasías eróticas de don Rigoberto no logran llenar.

En Elogio..., el personaje de don Rigoberto es presentado parcialmente, sólo interesan de él ciertos aspectos (el placentero rito de su higiene personal y la relación erótica con su esposa). Sin embargo, ya se mencionan los aspectos principales de su personalidad, que encontrarán su desarrollo en Los cuadernos...: Así, de una fugaz mención a que don Rigoberto trabaja en una empresa de seguros, se pasa ahora a una abundante información sobre el tema. La finalidad no es tanto documentar al lector sobre esta cuestión, sino dejar claramente establecida la línea de separación que don Rigoberto traza entre su vida laboral y su vida privada. La primera pertenece al ámbito de lo material, sus ocho horas de trabajo de lunes a viernes no le proporcionan ninguna satisfacción, pero son imprescindibles para conseguir el bienestar material. Se establece así una separación entre un mundo «real» (rutina, desinterés) y un mundo «ficticio» (arte, literatura, fantasías eróticas, tiempo de ocio).

Igualmente, el tema del individualismo frente al colectivismo es simplemente mencionado en Elogio..., pasando en Los cuadernos... a ser el motivo prácticamente único de la sección de los «cuadernos». Tal individualismo es consecuente con su visión de la realidad, y, aunque filosóficamente defendible, no deja de ser un fruto deforme de unos criterios excesivamente rígidos por los que el arte (lo ficticio) suplanta a lo real (la vida real). De todas formas son planteamientos de índole intelectual, que, al no reflejarse en la realidad, admiten esa radicalidad de sus propuestas, tan lógicas muchas de ellas, que el propio lector puede perfectamente compartir dichos criterios (hay que recordar que esas cartas inflamadas que dirige a diversos personajes, no las envía).

Muy claro en este sentido es el segundo de sus «cuadernos», «Clorofila y bosta». Frente a los ecologistas y defensores de la Naturaleza, don Rigoberto se muestra inflexible:

La Naturaleza no pasada por el arte o la literatura, la Naturaleza al natural, llena de moscas, zancudos, barro, ratas y cucarachas, es incompatible con los placeres refinados, como la higiene corporal y la elegancia indumentaria (pág. 42).



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En este texto de los «cuadernos» y puede servir igualmente para el resto habría que distinguir dos niveles. La preferencia por un espacio urbano, el deseo de civilizar la Naturaleza, la denuncia de los excesos ecologistas o las polémicas que puedan surgir con los defensores a ultranza de los animales, son posiciones tan racionales como las que se puedan mantener en términos moderados por quienes opinen desde unos planteamientos divergentes. En cambio y aquí entraría el segundo nivel estos planteamientos aparecen distorsionados en los textos que escribe don Rigoberto mediante el procedimiento de la exageración, técnica que contribuye de manera decisiva a dotar al texto de categoría literaria. Las posiciones antinaturalistas se convierten entonces en alegatos belicosos, en las llamativas «fobias» de don Rigoberto, cuyo conjunto determina en buena medida la personalidad literaria del personaje, delimitando su «ficcionalidad» en el marco de la creación literaria. Los planteamientos «urbanitas» de don Rigoberto son, sin duda, asumidos perfectamente por buena parte de los lectores. A la inocente pregunta de ¿a usted le gusta el campo, la Naturaleza?, muchos contestarían que, sin tener nada en contra al respecto, y acostumbrados a la vida urbana, la Naturaleza, aparte de su belleza, no deja de entrañar numerosas incomodidades, por lo que no sienten ninguna urgente necesidad de salir de su hábitat ciudadano; pero don Rigoberto va más allá, con propuestas y comentarios de tono humorístico. El resultado es un texto en el que se prima la comicidad, buscando que el lector se divierta, algo que, en efecto, se consigue plenamente (recordemos que el recurso de la exageración ya había funcionado perfectamente en La tía Julia..., en los radioteatros de Pedro Camacho).

Algunos ejemplos:

ya puede usted imaginar los humores que despiertan en mí sus susurrantes árboles, espesos bosques, deleitosas frondas, ríos cantores, hondas quebradas, cumbres cristalinas, similares y anejos (pág. 42).



Todo ello no tiene sentido para don Rigoberto si no se «irrealiza» o «humaniza» a través de «el libro, el cuadro, el cine o la televisión».

pero no derramaría una lágrima en loor de los pinares devastados por los incendios de la estación veraniega y no me temblaría la mano al firmar el decreto de amnistía en favor de los incendiarios que carbonizan bosques andinos, siberianos o alpinos (pág. 42).



[Si] el planeta entero se encasquetara de cemento armado y vigas de acero y fuera una sola ciudad esférica e interminable (eso sí, repleta de librerías, galerías, bibliotecas, restaurantes, museos y cafés) el suscrito, homus urbanus hasta la consumación de sus huesos, lo aprobaría (pág. 43)



En los dos primeros «cuadernos» se plantea el tema de la superioridad del arte y de la literatura sobre la realidad, o, lo que es lo mismo, la importancia que la ficción tiene para el hombre: ese «elemento añadido» que puede convertir una realidad banal en un mundo placentero. Don Rigoberto se autodefine como «libertario hedonista, amante del arte y los placeres del cuerpo, aherrojado tras el anodino ganapán de gerente de una compañía de seguros» (pág. 86), estableciendo una dicotomía presente a lo largo de la novela: realidad   —298→   frente a ficción, tema implícito en Elogio... (las fantasías eróticas del matrimonio) y que ahora se recalca con insistencia. Como consecuencia de esta filosofía de la vida don Rigoberto se declara defensor a ultranza del individualismo, tema único en el resto de los «cuadernos» seleccionados en la novela, que se irá mostrando en diversas facetas a través de las fobias del personaje, formando un conjunto de textos en los que el humor es la característica predominante y que resultan extraordinariamente divertidos para el lector. La obsesión anticolectivista de don Rigoberto se proyecta en relación al erotismo («La rebelión de los clítoris», «Carta al lector de Playboy o tratado mínimo de estética»), «la pornografía es pasiva y colectivista, el erotismo creador e individual» (pág. 289), en oposición al nacionalismo («Detrás del patriotismo y del nacionalismo llamea siempre la maligna ficción colectivista de la identidad» (pág. 251), contra la burocracia, los deportistas activos y pasivos, contra cualquier tipo de asociación e, incluso, contra la artesanía ya que «la naturaleza del objeto artístico, (es) algo que es predominio absoluto de la esfera privada» (pág. 251). Todo ello expuesto a través de la técnica de la exageración, uno de los recursos que en la novela se emplean con finalidad humorística. Como ejemplo citaré dos fragmentos de la «Carta al rotario»:

Mi hostilidad al género asociativo es tan radical que hasta he desistido de ser miembro del Touring Automóvil Club (pág. 163).



he contraído una repugnancia moral, psicológica e ideológica, contra toda forma de servidumbre gregaria, al punto que no es broma incluso la cola del cine me hace sentirme atropellado y disminuido de mi libertad (pág. 163).



En la misma línea humorística se desarrollan las «fantasías eróticas» de don Rigoberto. Como ya se ha señalado, se insiste de manera sistemática en diferenciar los planos de realidad-ficción (aun dentro de la propia ficción novelesca). Dada la situación de don Rigoberto (su separación de doña Lucrecia) las fantasías eróticas que en su plenitud amorosa podían observarse en Elogio... pierden ahora esa armonía y, progresivamente, la inestabilidad del ánimo de don Rigoberto se acentúa. En sus fantasías, inventa escenas eróticas en las que doña Lucrecia mantiene relaciones amorosas con diversos personajes. Las fantasías, por lo tanto, tienen un carácter morboso que es más notorio en cinco de las nueve «historias», al inventar don Rigoberto un segundo nivel de ficción en el que imagina encontrarse en actitud amorosa con doña Lucrecia, comentando dichas «historias». El final siempre es desasosegante, porque cuando la ficción termina, don Rigoberto vuelve a la realidad, a la ausencia de doña Lucrecia.

En estas fantasías eróticas el tema de la relación entre realidad-ficción cobra especial interés. Al leer la novela nos encontramos ya en el nivel de la ficción, pero, al mismo tiempo, se crea la «ilusión» de un plano interno en el que nuevamente vuelve a aparecer la dualidad realidad-ficción. Esa «realidad» se corresponde con las escenas en que se presenta a don Rigoberto en su casa de Barranco, en sus noches solitarias. A partir de esta situación, el personaje inventa sus «ficciones», sus «fantasías eróticas», frecuentemente interrumpidas con alusiones a ese nivel de «realidad» desde el que se crean.

El paso de la «realidad» a la «ficción» suele quedar bastante explícito en la novela. En algunas ocasiones es, simplemente, un recuerdo que le viene a la mente a don Rigoberto;   —299→   por ejemplo, una determinada fiesta, tal como ocurre en «Borrachera con carambola», motivo inicial sobre el que comienza a construir su fabulación. En otros casos, alguna referencia que lee en sus cuadernos le da pie para iniciar la fabulación. Así, en «Los hermanos corsos», don Rigoberto se encuentra en su estudio, «en la muerma tarde de ese domingo de invierno» (pág. 129) y busca en sus cuadernos «ideas que atizaran su imaginación». La lectura del poeta Larkin le lleva a pensar en el mito de Narciso, y otras referencias que encuentra en sus cuadernos le llevan a pensar en la soledad como un desdoblamiento, ya que la ausente doña Lucrecia está siempre en su imaginación. La idea de desdoblamiento, por asociación, se convierte en dualidad, por lo que en su memoria surge el recuerdo de una película que desasosegó su infancia, «Los hermanos corsos», en la que el mismo protagonista interpreta a los dos hermanos. A partir de ahí, comienza la fabulación:

Por supuesto, nunca había compartido el sexo con nadie de la manera esencial que con Lucrecia. Lo había compartido, también, de niño, adolescente y adulto con su propio hermano corso, ¿Narciso?, con quien se había llevado siempre bien (pág. 131).



Por otro lado, sus manías y fobias afloran en estas fantasías y, como ocurría en La tía Julia... con los radioteatros de Pedro Camacho, pueden ser el motivo principal, por ejemplo en «La noche de los gatos».

El tono de estas «fantasías eróticas», en principio, es humorístico, como en los textos de sus «cuadernos». Sin embargo, no se trata de casos paralelos. En los «cuadernos» la técnica de la exageración es la determinante del tono humorístico; en las «fantasías eróticas», en cambio, el recurso técnico empleado es el de inverosimilitud que aunque, frecuentemente, genera humorismo, no siempre es así, y, en todo caso, ese humorismo admite diversas graduaciones que están en consonancia con las circunstancias anímicas momentáneas de don Rigoberto. Así, en «El sueño de Pluto» y su continuación «La semana ideal», un sano humor, sin la menor referencia negativa, va desarrollándose en las diversas escenas que se suceden (por otro lado, un magnífico texto erótico en perfecta combinación con el humor). Lo mismo podría decirse de «Borrachera con carambola» y «El calzoncito de la profesora». En cambio, «La noche de los gatos» tiene poco de humor, más bien es una pesadilla que deja desazonado a don Rigoberto. Lo mismo puede decirse de «Los hermanos corsos», fantasía en la que, si bien hay escenas claramente cómicas, a medida que se desarrolla va disgustando más y más a su creador.

En cuanto al criterio que he denominado de «inverosimilitud» es una técnica narrativa que está presente en todas las «fantasías». Si analizásemos las distintas «historias» en términos realistas veríamos que no son realizables; sin embargo, este aspecto no cuenta para el lector, puesto que su existencia sólo depende de quien las inventa, don Rigoberto: las «historias» alcanzan su propia verosimilitud en el marco de la ficción, como ocurría en los radioteatros de Pedro Camacho. Se trata, pues, de un juego entre realidad-ficción que determina la capacidad de la literatura para crear un mundo autónomo.

La literatura, como el arte en general, forma parte de los sueños y fantasías del ser humano. Como don Rigoberto, todos «inventamos» historias y cuando leemos una novela estamos alimentando nuestra fantasía, satisfaciendo una necesidad que es consustancialmente humana. Las citas previas al comienzo de la novela, de Hölderlin y   —300→   Montaigne, afirman la superioridad del sueño y la fantasía sobre la realidad. Don Rigoberto, en actitud borgiana, también lo cree así, aunque, al mismo tiempo, percibe que puede llegar a un punto peligroso. La primera vez que esta perspectiva aparece es en el transcurso de la fantasía «El calzoncito de la profesora»: don Rigoberto hojea al azar uno de sus cuadernos y se encuentra con una reflexión sobre una novela de Patricia Highsmith, «esa novelista de aburridos crímenes» (pág. 221). A pesar del poco aprecio que siente por la escritora, sí hay algo que le ha llamado poderosamente la atención; su novela El diario de Edith le ha merecido el siguiente comentario: «Excelente novela, para saber que la ficción es una fuga a lo imaginario que enmienda la vida» (pág. 222). El problema es que la protagonista termina aislada en su mundo mental y, simbólicamente, muere. La preocupación se adueña de don Rigoberto: «¿Terminaría como Edith, deslizándose hacia la ruina por abusar de la fantasía?» (pág. 222).

La siguiente fantasía «¡Maldito Onetti! Bendito Onetti!» retoma la cuestión. Las pesadillas se han ido adueñando de don Rigoberto con el paso del tiempo («separado hacía cerca de un año de Lucrecia», pág. 259) y le han vuelto a traer a la memoria una novela de Onetti, La vida breve: «él estaba ahora sumido en una soledad tan ácida y un pesimismo tan negro como los de Brausen» (pág. 259). Pero la desolación pasa al júbilo cuando las notas de su cuaderno le recuerdan la fantasía creada por el personaje de Onetti:

En la ficción de Onetti, su personaje inventado, Brausen, inventa una ficción en la que un médico calcado a él, Díaz Grey [...] es su manera de defenderse de la realidad enfrentándole el sueño, de aniquilar la horrible verdad de la vida con la hermosa mentira de la ficción (pág. 261).



Por un momento don Rigoberto se siente salvado gracias al mundo ficticio que ha creado; pero, como ya había ocurrido anteriormente, nuevamente la duda se hace presente:

¿Seguiría siendo dueño de sus sueños, o éstos lo gobernaban ya, por abusar tanto de ellos desde su separación de Lucrecia? (pág. 261).



La fantasía erótica con la que intenta distraerse camina en esta ocasión con dificultad, apenas iniciada o retomada es interrumpida por el recuerdo de la novela de Onetti. «¿Seremos Brusen y yo nada más que un par de esquizofrénicos?» (pág. 262), se pregunta. La ficción le salva momentáneamente, pero el desánimo termina por dominarle:

Lo que quiero es tenerte aquí, de carne y hueso, no fantasma. Porque te amo (pág. 267)



¿Terminaría como Brausen? ¿Sería ya Brausen? Un fallido mediocre... (pág. 268)



No era Brausen todavía. Había tiempo de reaccionar, de hacer algo. Pero, qué, qué (pág. 268).



El tiempo transcurre y en la siguiente fantasía, «Un piececito», don Rigoberto no es ya capaz de alzar el vuelo. La realidad, la cada vez más dolorosa ausencia de doña Lucrecia, se impone y, a pesar de que intenta crear una fantasía, no lo consigue. La última de sus   —301→   fantasías, «El sueño es vida», también está dominada por la angustia en la que, poco a poco, se va sumiendo. La aventura mexicana que inventa se le escapa y toma derroteros inesperados: doña Lucrecia va desapareciendo de escena y una mulata se obsesiona por las opulentas nariz y orejas de don Rigoberto, con lo que la historia adquiere un sesgo esperpéntico nada erótico. Además, como ocurría en las anteriores fantasías, su realidad se impone nuevamente a través de un libro, La vida es sueño, de Calderón, cuya problemática actualiza en relación con su propia situación. Llegado a este momento, don Rigoberto comprende que la fantasía no puede suplantar a la realidad:

«Mentira», dijo en voz alta, golpeando la mesa del escritorio. La vida no era un sueño, los sueños eran una endeble mentira, un embeleco fugaz que sólo servía para escapar transitoriamente de las frustraciones y la soledad, y para apreciar mejor, con más dolorosa amargura, la hermosa y sustancial que era la vida verdadera, la que se comía, tocaba y bebía, tan superior y plena comparada al simulacro que mimaban, conjurados, los deseos y la fantasía (pág. 352).



El «Epílogo», como corresponde, pone el punto final a las desventuras de don Rigoberto. El lector, dado el tono de la novela, espera un final feliz y, efectivamente, así ocurre, aunque no sin que don Rigoberto tenga que sobresaltarse ante las novedades que descubre. Su encuentro con la realidad es placentero, pero el futuro incierto.

No sólo don Rigoberto se debate entre la realidad y la ficción a lo largo de la novela. La relevancia de este tema se pone de manifiesto también a través de los personajes de Fonchito y doña Lucrecia. Ella, emula a su marido inventándose una fantasía erótica («La cita del Sheraton») con final surrealista, y, a juzgar por lo que comenta en el «Epílogo» («Mi imaginación (te engañó), en cambio, un montón de veces. Como tú a mí», pág. 376), otras muchas historias similares podrían, igual que las de don Rigoberto, haber ocupado las páginas de la novela; de hecho, promete a su marido contárselas, después de que él le narre las suyas («Epílogo», pág. 376). Sin embargo, la inclusión de más fantasías hubiera resultado, probablemente, un aspecto reiterativo poco conveniente.

Tampoco Fonchito está al margen de dichos planteamientos de realidad-ficción. En principio, el personaje conserva la caracterización de ángel-demonio que se ofrecía en Elogio..., pero su complejidad es ahora mucho mayor. Conviene tener en cuenta que en Elogio... transcurren diez años entre la escena inicial en la que se alude a la primera comunión de Fonchito y la escena final en que la madrastra debe abandonar el hogar al enterarse don Rigoberto que ha mantenido relaciones sexuales con el niño. Seis meses después comienza la acción de Los cuadernos... y Fonchito es presentado como un niño a punto de entrar en el periodo de la adolescencia. A pesar, por lo tanto, de que el Fonchito del Elogio... es el mismo que aparece en Los cuadernos..., adquiere en esta novela una dimensión mucho más compleja. Su apariencia angelical y sus maldades permanecen, así como su obsesiva inclinación erótica. La novedad estriba en que estos temas se desarrollan ahora a través de una trama específica, una nueva obsesión, que renueva, maléficamente, los hedonistas planteamientos de don Rigoberto sobre la dignificación de la vida a través del arte y la literatura, es decir, la superioridad de la ficción sobre la realidad.

Fonchito hablará extensamente de Egon Schiele, un pintor austriaco de principios de siglo, adscrito a la corriente expresionista. Obsesionado por su pintura y biografía, Fonchito   —302→   se identificará con él, desdoblando su personalidad en un proceso de intensificación que culmina en la adopción de la personalidad del pintor. Se plantea nuevamente el mismo proceso de la confrontación realidad-ficción que se ha analizado anteriormente en relación a don Rigoberto y que también se presumía en el caso de doña Lucrecia. Sólo que ahora el planteamiento es verdaderamente inquietante: Fonchito, ese niño-adolescente, no es como los demás niños-adolescentes. Desinteresado de los juegos y relaciones propios de su edad se sume en las fantasías morbosamente eróticas de un pintor desequilibrado. Su aparente ingenuidad no es más que una máscara que oculta una visión enfermiza de la realidad, un mundo sin moral e intrínsecamente perverso. El temor de don Rigoberto a que sus fantasías le autodestruyesen se cumple en Fonchito: sus fantasías han ocupado el nivel de la realidad y, dada su maquievélica inteligencia, el futuro está lleno de malos presagios. La última frase de la novela, pronunciada por don Rigoberto, está cargada de incertidumbre: «A pesar de todo, formamos una familia feliz ¿no, Lucrecia?» (pág. 384). Y al lector le gustaría saber qué puede suceder, pero eso como siempre ocurre al finalizar la lectura de una novela sólo lo puede imaginar.