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ArribaAbajoInfierno contra Paraíso: la ínsula poética de Virgilio Piñera

Selena Millares



Universidad Autónoma de Madrid

Disidente, heterodoxo o maldito, Virgilio Piñera ha visto a menudo su verso proscrito de las cartografías literarias al uso, ajenas a su diferencia, inclasificable y altiva en el aislamiento de su reino interior, donde, como lo viera un compañero de viaje, Lezama Lima, «los ángeles pactan con los demonios, / buscando el gran ojo primigenio» (1992: 356). En la paradoja de esa marginalidad comprometida, el universo poético de Piñera, como su dramaturgia y narrativa, toma posiciones de primera línea en la batalla contra los grandes peligros de la condición humana y la angustia omnívora que la signa. Los mecanismos del absurdo, el humor negro o la crueldad se conjugan con otras estrategias para configurar los personales códigos que vertebran su escritura, donde la poesía es tan sólo uno de los rostros de una totalidad indivisible, impulsada por la permanente meditatio mortis que la define.

De la estirpe de los poetas visionarios y heredero de la pulsión surrealizante, ya en 1943 ofrecía con La isla en peso las claves centrales de su futura andadura, con un paisaje de escombros que retrataba el infierno terrestre de su entorno inmediato. Negador y conjeturante, inquisidor y crítico feroz, interpreta constantes anábasis que lo arrastran por los recovecos del tiempo y del espacio, con la conciencia alerta y sin claudicaciones. En esa vigilia militante, las imágenes deshilvanadas hablan del espacio habanero como un inmenso sepulcro sembrado de trampas, trasunto de la isla en que se sustenta: recinto carcelario o inmenso manicomio, condena a muerte del espíritu ahogado por el agua que lo asedia como un cáncer. Esa acechanza polimorfa nombra lo contaminado o lo podrido: es la lluvia, que sin piedad erosiona las horas en visiones sómnicas, y sobre todo es el mar, alambrada del reo y tributario de ahogados, verdugo o emisario de la muerte, que como un dios antiguo precisa ofrendas de sangre: corazones de amantes o de náufragos. Y entretanto se alzan en la selva las músicas ancestrales de la noche antillana, ya a salvo del conquistador vencido tras una larga permanencia, y hay rituales que sacrifican sangre   —366→   de animales y tiñen de rojo ese mar de pesadilla. Una letanía monocorde -«la isla rodeada de agua por todas partes»- con su tono de miserere va materializando la amenaza enemiga, ese memento morí que silabea su rumor inmortal; mientras, «el paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra: ficus religiosa, ficus nítida, ficus suffocans» (1995: 55)622. Sin embargo, ese contexto de opresión y miseria ha de ceder el paso finalmente a la luz para un pueblo que, como un niño, anhela la conquista de su propio sueño.

Las mismas aguas de muerte se hacen después escenario de muchas otras travesías poéticas, donde la isla es barco varado y el poeta, de la estirpe de Sísifo, intenta penosamente «la maroma / de la libertad levando el ancla» (1995: 60), en un clima de asfixia que se declara bajo el signo de la Residencia en la tierra nerudiana, de mención inexcusable junto con Las flores del mal de Baudelaire y Hojas de hierba de Whitman, los tres poemarios que el poeta instalara en la cima de su panteón personal y con los que establece un diálogo fecundo en toda su singladura. Neruda, al que en sus ensayos nombra como primer poeta de América, late en paisajes interiores anegados por el Tiempo que desde el fondo del océano aguarda, y que como «El enemigo» de Baudelaire se alimenta de la sangre de sus víctimas. No es vana la referencia: ambos poetas latinoamericanos tradujeron los textos de Baudelaire, de un modo sistemático y total en el caso de Piñera, quien obsequió a Lezama, tras su reconciliación, con ese objeto preciado que hasta la fecha permanece inédito623. Y precisamente a ese artífice del movimiento origenista le dedica, en los setenta, poemas que vuelven a señalar las alambradas de la isla, con un recuento agridulce de las pequeñas conquistas pero también del desaliento que sucede a cada fracaso:


Hemos vivido en una isla,
quizá no como quisimos,
pero como pudimos
[...] Alzamos diques
contra la idolatría y lo crepuscular.
[...] Ahora, callados por un rato,
oímos ciudades deshechas en polvo,
arder en pavesas insignes manuscritos,
y el lento, cotidiano gotear del odio (1995: 104).



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En la misma ética de la lucidez que Camus viera para Kafka (1996: 180), protagonista frecuente de su verso y de su prosa, Piñera insiste en su posición solitaria de francotirador que no ceja en el empeño de hallar un camino de futuro, para el hombre, para el arte o para su pueblo. De ahí una pasión crítica que revisa sin descanso la tradición propia y las ajenas, y que considera como maldición antigua de la poesía cubana -y americana en general- el deslumbramiento por los modelos europeos, que inhiben o esterilizan el impulso propio. Las conclusiones son desalentadoras: «poseíamos el rayo; y no sabiendo cómo lanzarlo, lo gastábamos en fuegos de artificio» (1995: 173). De ahí la generalizada producción de una literatura libresca y artificiosa, que se complace y limita en su propia imagen: «El escritor americano se liga con metafísicas librescas, demonologías caldeas, ziggurats laberínticos, desesperaciones leídas y tragedias leídas, con asesinatos leídos, y la vista de la rica realidad que pasa ante nuestros ojos de hombre amarrado, nos provoca enormes, infinitas segregaciones de esa nueva sustancia que se llama en la literatura americana 'tantalismo'» (1995: 176). En sus análisis de la obra de Avellaneda insiste en esas convicciones, centrado en la imagen dilecta de la ínsula-prisión, eterno infierno que sueña con su paraíso: «La geografía del poeta es ser isla rodeada de palabras por todas partes; una isla donde tocan numerosos barcos lastrados de influjos, después dispersados por la furiosa resaca de sus costas. Pero conviene añadir que no siempre tales influjos son conjurados; a veces las defensas del poeta desmayan, con resultados metamórficos de isla en informe atolón coralino o alargada península que conduzca a fáciles soluciones o viciosas alianzas» (1995: 148). La incisiva ironía de Piñera lanza sus dardos contra las tentaciones plagiarias e imitativas que sólo son cauce de una alienación creciente, y reivindica en su caso una americanidad que no sea ajena a lo universal, al tiempo que se califica con humor como existencialista y absurdo pero a la cubana (Piñera, 1960: 15).

En un gesto definible desde esos mismos ensayos como «Terribilia meditans», reitera una y otra vez la invitación al viaje de anábasis, de búsqueda espiritual, y es esa condición la que lo acerca al talante barroco, no como escuela sino como visión de mundo afín a su esencia de poeta de la muerte. Ya José Bianco se encargó de justificar el barroquismo de su estilo despojado y coloquial, y lo hizo a partir de las palabras de Borges, para quien «el barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura», en una tarea intelectual que como tal ha de estar indefectiblemente ligada al humor624.

En efecto, Piñera halla uno de los ejes centrales de su ser poético en el humorismo ácido que burla las miserias y contempla de frente a la muerte, visionada una y otra vez para conjurarla. La narratividad fantástica de su verso la representa con insistencia en un guiñol tragicómico, como en las «Sombras chinescas», que insisten en ese concepto tan   —368→   barroco de la vida como vana representación, y cuyos personajes -marionetas activadas por un hado impío-, se descubren de pronto en el reino del trasmundo; o como en el poema «Las siete en punto», cuyo protagonista se prepara para la cita postrera, se acicala y medita sereno en una espera inquietante sembrada de recuerdos, mientras cumple con sus tareas cotidianas:


Ahora el desodorante,
pero antes mira la hora en el reloj.
Tenla presente en medio de tu infierno,
hacia el último norte ella es tu brújula:
Muertenorte que mata los relojes (1969: 143).



En esas coordenadas, el amor se ha de delatar siempre como un imposible, fantasma de los sentidos que tan sólo se puede visitar con la imaginación poética -como en el poema «La sustitución»-, o en la carcajada estridente, como en la solicitud de canonización de Rosa Cagí, mártir de amor amargo y «muerta en vida» que se ofrece como santa laica en los altares del horror. Los procesos de des-realización se hallan también en la dinámica barroca y su distorsión creadora, que exaspera los límites de las visiones hasta tocar el abismo de lo hueco, del vacío final que se vislumbra en los últimos poemas:


...mientras embellezco al prójimo
me voy afeando hasta adquirir la máscara grotesca
de quien existe a medias, sufre en el cepo de sus días
imaginarios, y la máscara corroe su cara verdadera
[...] Entretanto los frutos del paraíso terrenal
se alejaban de ti en una barca negra
construida con palabras herméticas,
tan indescifrables como tú mismo (1995: 127).



Pero los mecanismos de defensa de Piñera hallan armas poderosas contra tantos asedios en la subversión irreverente y una sana insolencia, en el humor y el juego que lo instalan en el territorio de la antipoesía, a la que define en prosas de 1968 como «una toma de posición -y de oposición- frente a esa otra poesía» que enmascara los problemas a fuerza de retórica: «En vez de revelación por la imagen (praxis teológica), revolución por la palabra misma (praxis existencial): esto viví, esto contaré. No hay otra alternativa, y el poeta que «maquille» su existencia será arrojado del templo por sus propios colegas y por sus lectores» (1995: 293). Esa certeza se materializa en numerosas formulaciones, como «Alocución contra los necrófilos», que, fiel a las leyes establecidas por Artaud para el teatro, quiere crear dobles del mal para su ritual de exorcismo. Es así como disuelve el espectro de la muerte ya desde el comienzo, y con sorna y desenfado la convierte en figura de un decorado ridículo, mientras las palabras malsonantes y el tono jocoso la despojan de su aura de misterio, y contra el culto de los muertos se propone el culto a la vida:

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De modo que en vista de la muerte,
de la muerte natural por supuesto,
mucha naturalidad, tanta
que hasta el muerto se vuelva natural,
tan natural que se entierre o se queme
sin derramar una lágrima.
Tenemos que reservarlas
para cuando nos duelan las muelas (1995: 107).



En esos parámetros se explica otro de los grandes signos definitorios de esta poética: la frialdad, que ya habita títulos tempranos, como los Cuentos fríos (1956) o el drama Aire frío (1960). En el prólogo al primero se apunta la dirección de las intenciones: «El lector verá, tan pronto se enfrente con ellos, que la frialdad es aparente, que el calor es mucho, que el autor está bien metido en el horno y que, como sus semejantes, su cuerpo y su alma arden lindamente en el infierno que él mismo ha creado» (Piñera, 1956: 7). En cuanto al segundo, nombra precisamente una ausencia necesaria en el insoportable calor habanero, trasunto de la opresión que ahoga y apenas se nombra. Por otra parte, esos infiernos glaciales no pueden dejar de evocar la propuesta de Dante, que en el noveno círculo de su infierno somete a los torturados a un frío letal, y compone con las visiones del Bosco la imaginería del infierno de Piñera, tal y como se percibe en el poema de 1965 «El jardín», descenso al Averno en una fantasía delirante y carnavalesca.

Ese clima glacial quiere cauterizar el desasosiego con una imposible distancia, en una disciplina que el autor extrae de un modelo muy caro: «Todo el mundo reconoce que uno de los pilares esenciales del arte de Kafka es su lúcido olvido del individuo (aisladamente considerado) y su énfasis absoluto en lo objetivo del mundo» (1995: 230). En la misma clave del autor checo, el verso de Piñera delata el absurdo de la gran ciudad, invadida de túneles y corredores, de muros y de nichos, trasunto de un clima asfixiante que se esconde tras la gélida fraseología de la legalidad oficial. Ya tempranamente, en el poema «Treno por la muerte del príncipe Fuminaro Konoye», reiteraba en clave paródica su célebre proceso: allí un tribunal norteamericano juzga a un príncipe nipón contra un coro de risas histriónicas; como telón de fondo, visiones de metralla y azufre que nombran a Hiroshima y a Nagasaki «absurda y atomizada». El derrumbe del escenario teatral se invierte en ascenso espiritual hacia un cosmos vacío que no tiene lugar para el dolor:


Ellos ganan la guerra y los japoneses desploman su teatro
lo desploman alzándolo hacia las nubes,
una interpretación muy asiática de la bomba atómica
mirada por el ojo supremo del arte (1969: 90).



Pero la ironía de Piñera, iconoclasta y subversiva, no limita su objeto a los demonios personales del ser-para-la-muerte ni a la vigilancia siniestra del poder arbitrario. El propio lenguaje ha de pagar su tributo, y el poeta se ensaña contra la falsía de la retórica, a la que nombrará en sus prosas como «bestia negra» de la antipoesía, y contra la cual se instala en una permanente acción de sabotaje. La defensa de la naturalidad es caballo de batalla constante, y esa inquietud jalona todo su itinerario de reflexiones metaliterarias.   —370→   Al arte entendido como letra de cambio del mundo burgués, que lo fagocita hasta integrarlo en su sistema, opone Piñera la necesidad de lo auténtico, que toque la conciencia del siglo y se libere de disfraces y efectismos: «el arte sólo es tal en cuanto refleja nuestro paso por la tierra» (1995: 138). Al tiempo, alerta de los peligros del arte como farsa y la mímesis de escuela, porque «el demonio de la imitación se hace pagar con el alma del que imita», y «consecuencia natural de esta postura es el desdén y horror que experimentan estos súbditos por todo lo que, en materia de arte, se presenta como extra-artístico» (1995: 138-139). Frente a la literatura de receta, Piñera defiende una escritura orgánica, espejo fidedigno del alma del creador, de una intensidad que excluya la ostentación y que además no esconda sus fisuras.

Su lenguaje desnudo no ha de ser incompatible con el ansia de renovación, y de ahí sus propuestas heterodoxas para la desfosilización del lenguaje, que defiende por igual en prosa y poesía. Lo testimonia especialmente su ensayo «Contra y por la palabra» (1969), donde el experimentalismo que se preconiza alcanza a la misma reflexión teórica, curiosa propuesta en un género que no parece muy propenso a ese juego. La tesis es clara: las palabras tienen una vida y también una muerte, y a las palabras muertas corresponden pensamientos muertos que generan, en un círculo vicioso, un lenguaje muerto. La solución que se ofrece es radical:

Mitrídates, rey del Ponto, logró inmunizarse contra el veneno, recurriendo al propio envenenamiento paulatino. Tal técnica heroica es conocida por mitridatismo. En el caso que nos ocupa, mitridaticemos el babelismo reinante recurriendo al propio babelismo. ¿Y cómo? Pues instaurando un nuevo lenguaje, que desprovisto de todo sentido lógico conocido, adquirirá uno con el uso. Con tal disposición, las palabras muertas irán para siempre a sus tumbas, y las nuevas abrirán a la mente humana insospechadas posibilidades de expresión (1995: 268).



El correlato práctico de esas meditaciones puede hallarse en poemas vertebrados sobre la deconstrucción, el juego o la jitanjáfora, como «Decoditos en el tepuén», «Si muero en la carretera», «Papreporenmedeloquecanunca», «Solo de piano», «Lady dadiva» o «Un flechapasandogato». Asimismo, en la misma línea se sitúa la pieza teatral Ejercicio de estilo (1969), escrita en el marco del espectáculo Juego para actores, que incluye textos de Martí y el capítulo 68 de Rayuela, de Julio Cortázar. El norte perseguido es una desautomatización del lenguaje que al tiempo venza a la alienación, tal como ya lo propusiera Artaud: «una suerte de creación total donde el hombre pueda recobrar su puesto entre el sueño y los acontecimientos» (1995: 105). De este modo, el quebrantamiento del lenguaje lo ha de ser también de la condena terrestre o del drama de la incomunicación. La poesía, ahora carnaval de la muerte, conjura así los paisajes baldíos de esa isla-infierno que identifica la escritura de Piñera, «lugar de demonios y de ángeles», tal y como lo nombra en su poema «Testamento». Y así se presenta en uno de sus poemas finales, «Isla» (1979), que presenta, con inquietantes adelantamientos de la muerte propia, una metamorfosis mágica que en comunión panteísta lo sumerja en la eternidad del mar:


Aunque estoy a punto de renacer,
no lo proclamaré a los cuatro vientos
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[...] Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
En la boca las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fijamente al horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad? (1995: 131).




Referencias Bibliográficas

  • ARRUFAT, Antón, «Prólogo» a Virgilio Piñera, Poesía y crítica, México, CNCA, 1995.
  • ARTAUD, Antonin, El teatro y su doble, Barcelona, EDHASA, 1978.
  • BAUDELAIRE, Charles, Obra poética completa, Barcelona, Ediciones 29, 1977.
  • BIANCO, José, «Piñera, narrador», Virgilio Piñera y su obra, Bogotá, Norma, 1994.
  • CAMUS, Albert, El mito de Sísifo, Madrid, Alianza, 1996.
  • LEZAMA LIMA, José, «Virgilio Piñera cumple 60 años», Poesía, Madrid, Cátedra, 1992.
  • PIÑERA, Virgilio, Cuentos fríos, Buenos Aires, Losada, 1956.
  • ——, Teatro completo, La Habana, Ediciones R, 1960.
  • ——, La vida entera, La Habana, UNEAC, 1969.
  • ——, Una broma colosal, La Habana, Unión, 1988.
  • ——, Teatro inconcluso, La Habana, Unión, 1990.
  • ——, Muecas para escribientes, Madrid, Alfaguara, 1990b.
  • ——, Teatro inédito, La Habana, Letras Cubanas, 1993.
  • ——, Poesía y crítica, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995 (ed. de Antón Arrufat).