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La Junta de Castel-o-Branco

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 120, 19 de noviembre de 1833, Madrid.]

No hay cosa como una Junta, si se trata sobre todo de juntarse aquellos a quienes Dios crió. Podrán no hacer nada las gentes en una Junta, podrán no tener nada que hacer tampoco, pero nada es más necesario que una Junta; así que, lo mismo es nacer un partido, pónenle al momento en Junta como lo habían de poner en nodriza, y no bien abre los ojos a la luz, se encuentra ya juntado, que no es poca ventaja. La Junta, pues, es el precursor de un partido, por lo regular, y esta clase de Juntas andan siempre por esos caminos interceptando, o interceptadas, cuando no están fuera del reino tomando aires, o tomando las de Villadiego, que de todo toman las Juntas.

La que en el día llama nuestra atención es la de Castel-o-Branco. Empezaría a anochecer en Castel-o-Branco, y poníase por consiguiente oscuro el horizonte, cuando acertó a pasar por allí un español de estos sanos de los del siglo pasado, y que poco o nada se curan del gobierno; de estos que dicen: «a mí siempre me han de gobernar, tómelo por donde quiera». A qué iba el español a Castel-o-Branco, eso sería averiguación para más despacio. Baste saber que iba y que ya llegaba, cuando se halló detenido en medio de su camino por un portugués, que con voz descompuesta y cara de causa perdida:

-Casteçao -le dijo-, ¿es vasallo deu senhor emperante Carlos V? ¿Vien de Castella?

Entendíasele un poco más al castellano de gallego que de achaque de gobiernos, y con voz reposada y tranquilo continente:

-Yo no sé de quién soy vasallo -contestó- ni me urge saberlo, sino que voy a mis negocios: yo ni pongo rey ni quito rey; quien anda el camino tenga cuidado...

Enfadábase ya el portugués, y era cosa temible. Conociolo el labriego, y antes de que echase la casa por la ventana, si bien allí no había casa ni ventana:

-No se enfade vuestra merced, señor portugués -le dijo-, que yo siempre seré vasallo de quien mande; sabido es que yo y los míos nunca descomponemos partido. Pero ¿quién es mi rey en esta tierra?

-Eu senhor Carlos V.

-Vaya, sea enhorabuena -contestó el castellano-, porque yo por ahí atrás me dejaba reinando a mi señora la Reina...

-¡Casteçao!

-No se enfade vuestra merced...

Y de allí a poco entraban ya compadres por el pueblo el portugués de la mala cara y el español de las buenas palabras.

Pocos pasos habrían andado, cuando se esparció la noticia por todo Castel-o-Branco de cómo había llegado un vasallo de Su Majestad Imperial. Es de advertir que como todos los días no tiene Su Majestad Imperial proporción de ver un vasallo suyo, porque andan para él los vasallos por las nubes, decidiose lo que era natural y estaba en el orden de las cosas; y fue que, así como un pueblo de vasallos suele solemnizar la entrada de un rey, así pareció justo que un pueblo de reyes solemnizase la entrada de un vasallo. Echáronse, pues, a vuelo las campanas; con este motivo hubo quien dijo: «Principio quieren las cosas», y quien añadió que «el reinar no quiere más que empezar». Digo, pues, que se echaron a vuelo las campanas, y el labriego se aturdía; verdad es que el ruido no era para menos.

-¿Qué fiesta es mañana? -preguntaba el buen hombre.

-Festéjase la llegada de vuestra merced, señor casteçao.

-¿Mi llegada? ¡Vea usted qué diferencia! Allá en España nunca festejó nadie mis idas ni mis venidas, y eso que siempre anduve de ceca en meca; ya veo que en este país se ocupan más en cada uno...

En estos y otros propósitos entretenidos, llegaron a una casa que tenía una gran muestra, donde en letras muy gordas decía:

JUNTA SUPREMA DE GOBIERNO DE TODAS LAS ESPAÑAS, CON MÁS SUS INDIAS

No quisiera entrar el labrador, pero hízole fuerza el portugués. Agachó, pues, la cabeza y hallose de escalón en escalón en una sala grande como un reino, si se tiene presente que allí los reinos son como salas.

Hallábase la tal sala alhajada a la espartana, porque estaba desnuda; en torno yacían los señores de la Junta sentados, pero mal sentados; sea dicho en honor de la verdad. Luces había pocas y mortecinas. Un mal espejo les servía para dos fines; para verse muchos siendo pocos, y consolar de esta manera el ánimo afligido, y para decirse de cuando en cuando unos a otros: «Mírese Su Excelencia en ese espejo». Porque es de advertir que se daban todos unos a otros dos cosas, a saber: las «buenas noches» y la «excelencia».

Portero no había; verdad es que tampoco había puertas, por ser la casa de estas malas de lugar que, o no las tienen, o las tienen que no cierran. Una mala mesa en medio, y un mal secretario, eran los muebles que componían todo el ajuar.

No sé dónde he leído yo que en cierta tierra de indios el congreso supremo de la tribu se reúne para deliberar en grandes cántaros de agua fresca, donde se sumergen desnudos sus individuos, dejando sólo fuera del cántaro la cabeza para deliberar. No se puede negar que existe gran semejanza entre la Junta de Castel-o-Branco y el congreso de los cántaros, y que los carlistas que componen la una y los salvajes que forman el otro están igualmente frescos.

Dominaba en el testero de la sala de Juntas el tesorero general del Pretendiente, don Matías Jarana, porque en tiempos de apuro el que tiene el dinero es el empleado principal; el cual, si no era gran tesorero, era gran canónigo. Dicho esto, me parece excusado detenernos mucho en describirle; estamos seguros de que el inteligente lector se lo habrá figurado ya tal como era. Oprimía a su lado el ministro de Hacienda una mala banqueta, que gemía no tanto por el noble peso que sostenía, como por el mal estado en que se encontraba. Tambaleábase por consiguiente Su Excelencia a cada momento; figurósele al labriego temblor el movimiento oscilante de Su Excelencia, pero está averiguado que era el mal asiento. Flaco, seco, y con cara de contradicción, hacía de notario de reinos don Jorge Ganzúa, que lo había sido de Coria.

Veíase a otra parte de pie, y en actitud de huir a la primera orden, a un cabo de resguardo partidario que fue del año 23. Representaba éste al ministro de la Guerra, y llamábase Cuadrado, además de serlo.

Un dependiente del cabildo de Coria y dos personajes más, en calidad de consejeros supremos de la Junta, hacían como que meditaban, por el buen parecer, en un rincón de la sala.

Indecible fue la alegría de la Junta Suprema cuando el portugués hubo presentado a nuestro pobre labriego en calidad de vasallo de Su Majestad imperial.

-Excelentísimos señores -exclamó el señor tesorero en altas voces-, reconozcamos en ese vasallo el dedo del Señor: ya ha llegado el día del triunfo de Su Majestad Imperial, y ha llegado al mismo tiempo un vasallo; todo ha llegado. Opino que, en vista de esta novedad, deliberemos.

-En cuanto a lo de deliberar -dijo entonces el señor notario-, recuerdo al señor Presidente que esto es una Junta...

-No me acordaba -dijo entonces el Presidente-; nótese que ésta es la primera Junta de que tengo el honor de ser individuo.

-Se conoce -añadió el notario, y lo apuntó en el acta.

-Hable, pues, si sabe y si tiene de qué el Excelentísimo señor ministro de Hacienda. Despiértele usted -dijo entonces el Presidente al portugués que hacía de ujier-, despiértele usted, pues parece que Su Excelencia duerme.

Llegose el portugués a Su Excelencia, que efectivamente dormía, y díjole en su lengua:

-No haga caso Su Excelencia de que está en Junta, que es llegado el momento de hablar.

Soñaba a la sazón Su Excelencia que se le venían encima todos los ejércitos de la Reina, y volviendo en sí de su pesadilla con dificultad:

-¿Hablo yo? -dijo-; vamos a ver. Las mejoras, pues, aunque no nos toque el decirlo, las mejoras...

-Al orden, al orden -interrumpió el Presidente-. ¿Qué es eso de mejoras?

-Soñaba que estábamos en España -comentó Su Excelencia turbado-. Perdone la Junta. Por consiguiente hable otro, que yo no estoy para el paso. Mi intermisión, por otra parte, no urge. Mi Ministerio...

-Excelentísimo señor -dijo el Presidente-, cierto; pero acaba de llegar...

-¿Ha llegado la hacienda, ha llegado mi Ministerio? -preguntó azorado el señor Tallarín, buscando con los ojos por todas partes si llegaría a ver un peso duro.

-Todavía no, pero...

-¡Ah! Pues entonces -repuso el ministro- repito que no corre prisa -y volviéndose en la banqueta y hacia el portugués-:

Avíseme usted, señor don Ambrosio de Castro y Pajarez, Almendrudo, Oliveira y Caraballo de Alburquerque y Santarem, en cuanto llegue la hacienda.

Dicho esto, volvió Su Excelencia a anudar el roto hilo de su feliz ensueño, donde es fama que soñó que era efectivamente ministro.

-Yo hab... b... blaré -dijo entonces uno de los consejeros supremos, que era tartamudo-, yo hablaré..., que he s... s... s... ido pro... pr... pr... pro... curador...

-Mejor será que no hable nadie -dijo entonces el notario al oído del Presidente-, si ha de hablar el señor...

-Di... di... dice bien el señor not... notario -dijo entonces el consejero sentándose-, p... p... por... porque no acabaríamos nunca...

-Pido la palabra -dijo el que estaba a su lado.

-¿Quién diablos se la ha de dar a Vuestra Excelencia -dijo entonces el Presidente amoscado-, si nadie la tiene?

-Recuerdo a Su Excelencia -dijo el notario- que en el orden del gobierno de Su Majestad Imperial no se puede pedir la palabra, y que es frase mal sonante; o hablar de pronto, o no hablar.

-Si el señor Cuadrado no está para hablar -dijo entonces el Presidente- nos iremos a casa.

-Más estoy para obrar que para hablar -contestó Su Excelencia-; pero fuerza será, pues no hay quien hable. Digo en primer lugar que yo no doy un paso más adelante si no se conviene en presentar mañana a la firma de Su Majestad Imperial un decreto... ¿Eh?

-Adelante.

-Bueno. Y declaro, como fiel y obediente vasallo de Su Majestad Imperial el señor Carlos V, por quien derramaré desinteresadamente hasta la primera gota de mi sangre, que no sigo en el partido si Su Majestad no lo firma.

-Mal pudiera oponerse la Junta a tanta generosidad.

-Propongo, pues -continuó el Excelentísimo señor cabo, ministro de la Guerra-, el siguiente decreto que traigo para la firma. «Yo, don Carlos V, por la gracia del Reverendísimo padre Vaca, y del Excelentísimo señor Cuadrado, Emperador de, etc., etc. (aquí los reinos todos). Sin entrar en razones quiero y mando que queden suprimidos los carabineros de costas y fronteras, y se reorganice el antiguo resguardo, quedando todos los fondos a disposición del Excelentísimo señor Cuadrado. Yo el Emperador. Al ministro de la Guerra Cuadrado.» Y por el pronto será del resguardo el señor vasallo que está presente, encargado por ahora, y hasta que haya más, de obedecer las órdenes del Gobierno.

-Alto -dijo al llegar aquí el señor canónigo Presidente-, que yo traigo también mi decreto, y dice así el borrón mutatis mutandis.

(No hemos podido haber a las manos ninguna copia de este borrón, por más exquisitas diligencias que hemos practicado; pero ya se deja inferir poco más o menos su tenor. ¡Válgame Dios, y qué cosas se pierden en este mundo!)

Anotó el notario en el acta el segundo decreto, y pasó a proponer el siguiente, que acababa de redactar como ministro de Gracia y Justicia. Dejando aparte la gracia y la justicia, decía así el borrón:

«Artículo I.º En atención a la tranquilidad con que posee y gobierna Su Majestad Imperial el señor don Carlos V estos sus reinos, todos los que las presentes vieren y entendieren, se entusiasmarán espontáneamente y se llenarán de sincera y voluntaria alegría, pena de la vida, en cuanto llegue a su noticia este decreto; debiendo durar el entusiasmo tres días consecutivos sin intermisión, desde las seis de la mañana en punto, en que empezará, hasta las diez de la noche por lo menos, en que podrá quedarse cada cual sereno.

»Art. 2.º No pudiendo concebir la Junta Suprema de Castel-o-Branco el abuso de las luces introducido en estos reinos de algún tiempo a esta parte, suprime y da por nulas todas las iluminaciones encendidas y por encender, en atención a que sólo sirven para deslumbrar las más veces a sus amados vasallos, y manda que no se solemnice ninguna victoria, aunque la llegara a lograr algún día casualmente, con esa especie de regocijo en que nadie se divierte sino los cosecheros de aceite.

»Art. 3.º Quedan prohibidas como perjudiciales todas las mejoras hechas, debiendo considerarse nula cualquiera que se hiciere sin querer, pues queriendo no se hará.

»Art. 4.º Convencida la Junta de que nada se saca de las escuelas sino ruido, y que se calienten la cabeza los hijos de los asilados vasallos del señor don Carlos V, quedan cerradas las que hubiese abiertas; debiendo olvidar cada vecino en el término improrrogable de tres días, contados desde la fecha, lo poco o mucho que supiese, so pena de tenerlo que olvidar donde menos le convenga.

»Art. 5.º Siendo de algún modo necesario hacerse con vasallos para ser obedecido de alguien, la Junta Suprema perdona e indulta a todos los españoles que hubiesen obedecido a la Reina Gobernadora, si bien reservándose, para cuando los tenga debajo, el derecho de castigarlos entonces uno a uno o in solidum, como mejor le plazca.

»Art. 6.º No siendo regular que el Supremo Gobierno se exponga al menor percance, tanto más cuanto que hay en España, según parece, españoles que se hacen matar por su señor Carlos V, sin meterse a averiguar si Su Majestad y sus adláteres pasan como ellos trabajos, y dan su cara al enemigo, o si esperan descansadamente jugando a las bochas o al gobierno, a que se lo den todo hecho a costa de su sangre, para agradecérselo después como es costumbre de caballeros pretendientes, es decir, a coces; la Junta Suprema y el Gobierno de Su Majestad Imperial permanecerán en Castel-o-Branco; tanto más cuanto que hay en Portugal muy buenos vinos y otras bagatelas precisas para la sustentación de sus desinteresados individuos; y sólo entrará en España, si entra, a recibir enhorabuenas y dar fajas y bastones a los principales facciosos y cabecillas que para lograrlos pelean desinteresadamente por el señor Carlos V, y bastonazos a los demás».

-¡Viva! ¡Viva! -exclamó al llegar aquí toda la Junta, y es fama que despertó entonces el ministro de Hacienda, y aun hay quien añade que echó un cigarro, a pesar del mal estado de su Ministerio.

Temblaba a todo esto el buen labriego, pues ya había caído él en la cuenta de que si todos aquellos señores habían de mandar, y no había otro sino él por allí que obedeciese, era la partida más que desigual. Calculando, pues, que en un pueblo donde no había más que la justicia y él, él había de ser forzosamente el ajusticiado, andaba buscando arbitrios para escaparse del poder de la Junta; la cual así pensaba en soltarle como quien lo consideraba en aquellos momentos un cacho de la apetecida España, que la Providencia tiene guardada felizmente para más altos fines.

Pero Dios, que no se olvida nunca de los suyos, aunque ellos se olviden de él, lo había dispuesto de otro modo: no bien se había leído el último renglón del decreto del notario, cuando se oyó en la calle un espantable ruido.

-Esto son tiros -exclamó Cuadrado, que era el único que alguna vez los había oído desde lejos.

-¡Tiros! -dijo el Presidente-. ¿A que estamos ganando una batalla sin saber una palabra?...

-No corremos ese riesgo -entró gritando el portugués-; sálvense Vuestras Excelencias, sálvense; aquí quedo yo, que soy portugués y basto para cien casteçaos. Os perdono -dijo entonces volviéndose a los que ya entraban-, os perdono, casteçaos; daos, que no os quiero matar.

Pero ya en esto diecinueve robustos contrabandistas habían entrado a dar sus diecinueve votos en la Junta, y echándose cada uno un argumento a la cara: «¡Viva Isabel II!», dijeron. Hacíase cruces el presidente, escondíase debajo de la banqueta el Excelentísimo Señor Ministro de Hacienda, tapaba el Notario de Reinos el acta, no salía el tartamudo de la p... inicial de «perdón» y hacían los demás un acto de atrición con más miedo del infierno que amor de Dios. El labriego sólo era el que bendecía su estrella, y quien, echando mano de un cordel que para otros usos traía, dispuso a la Junta en forma de traílla; la cual en la misma y más custodiada que tabaco en rama, por los diecinueve votos de contrabando que habían levantado la sesión, se entró por los términos de España, a las voces del portugués, que casi desde Castel-o-Branco les gritaba todavía en mal castellano:

-No tenhan miedo Vuestras Excelencias, aunque los aforquen los casteçaos; que yo, en acabando de pelear aquí por Su Majestad don Miguel I, que es cosa pronta, he de pasar la raya; y o me llevo allá al emperador Carlos V, o me traigo acá a Castilla.

Revista Española, n.º 120, 19 de noviembre de 1833.

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 140-147; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 179-187; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 303-306.]