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La literatura del exilio en la historiografía

Ignacio Soldevila Durante


Catedrático emérito. Université Laval
Québec-Alicante, junio-septiembre de 1994.



El régimen político impuesto tras una cruenta guerra había originado el exilio de una considerable parte de los supervivientes, entre ellos muchos profesores y escritores. El regreso de los mismos a España no fue posible sino para aquellos a quienes el sistema represivo y policial iba autorizando muy lentamente. Y quienes regresaron, cuando se les permitió, estuvieron sometidos, como todos los españoles, a un sistema de censura limitador de la libertad de expresión que sólo fue modificado en una ocasión, ya casi al final de la década del 60. Esta modificación no hizo más libre la expresión de ideologías de oposición. Bajo la apariencia liberalizadora, que consistía en no exigir ya la sumisión obligatoria a la censura, en realidad reforzaba su importancia al hacer responsables de las mismas tanto a los autores como a los editores que osaran publicar, sin someterse a la censura previa «no obligatoria», textos que, una vez publicados, y según el dictamen de los censores, incurrieran en opiniones consideradas delictivas. Sólo hubo, de hecho, una permisividad en materia moral, particularmente en lo tocante al erotismo, o en lo tocante a temas y problemas de vida o política extranjera, por lo que en España, desde 1969, se pudo tener la impresión de que algo fundamental había cambiado en orden a la expresión de las opiniones. Que las autoridades eclesiásticas manifestaran su desacuerdo con ese aspecto, cierto, de la liberalización, confirma uno de los aspectos más visibles de su alcance real.

En la época de la censura obligatoria, y en menor medida después, los investigadores y los historiadores de la literatura contemporánea estaban en situación precaria para publicar monografías sobre los escritores españoles exiliados, y la normativa era muy rigurosa a este respecto. En los manuales de historia de la literatura, cuando los propios autores no dejaban de lado la obra de los exiliados, se limitaban a poner de relieve la obra anterior al comienzo de la guerra civil, e ignoraban el resto. Véanse como ejemplos, los manuales de Ángel Valbuena Prat o de José María Castro Calvo, ambos catedráticos universitarios. En las ediciones que sus manuales conocieron durante el periodo, las referencias a los escritores del exilio hacen hincapié en la obra anterior a la guerra, o se refieren a la posterior a 1939 deteniéndose sólo en los aspectos que no tienen incidencias políticas. En otros casos, -el manual de Gonzalo Torrente Ballester, o el del propio Valbuena Prat- cuando aluden a esas obras de autores «comprometidos», lo hacen como si no las hubieran leído, precaución que, evidentemente, era necesaria, en la medida en que la simple posesión o la circulación de tales obras estaba prohibida1. Darlas por leídas era confesar un delito. Por consiguiente, y en sumisión a la dictadura censoria, una chapa de silencio, cómplice o resignada, era la forma más segura y habitual de proceder al respecto. Sólo esporádicamente, y en publicaciones financiadas por organismos gubernamentales y dirigidas por personas adictas al régimen, se reconocía la existencia de una literatura del exilio, pero esta ruptura del silencio tomaba una forma agresiva de réplica contra determinados escritores cuyas voces llegaban hasta España -Salvador de Madariaga, por ejemplo, a través de las emisiones en español de la BBC- de manera demasiado ostentosa, aunque siempre, por supuesto, al margen de la ley.

Este último dato, y el incremento que este tipo de publicación conoció durante los diez o doce últimos años del régimen, es muy claro indicio de la penetración de la obra de los escritores exiliados, y del cada vez mayor número de ejemplares de sus obras que iban circulando por España. Esa circulación prohibida venía igualmente acrecentada con la de obras de escritores no exiliados a raíz de la guerra, especialmente de las más jóvenes generaciones, y que no sin riesgo, y con desiguales consecuencias, daban a imprimir fuera de España. Puedo personalmente testimoniar, como estudiante en Valencia y en Madrid, y como joven licenciado, que entre 1949 y 1956 -fecha de mi salida de España para profesar en una Universidad extranjera- reuní una pequeña biblioteca de libros de esa índole, que compraba de los libreros que se atrevían a almacenarlos, o durante mis breves viajes de estudios fuera de España, o simplemente, recibía por correo directamente desde otros países. De Max Aub, sobre quien hice mi tesis de licenciatura, y con quien me puso en contacto Ángel Lacalle, mi profesor de literatura durante el bachillerato, recibí cuatro grandes paquetes de libros en 1954, que fui a recoger a Correos y que me llevé al Colegio Mayor donde residía2. Puedo asegurar -y lo confirmarán mis compañeros de entonces- que esa biblioteca mía tuvo una gran «circulación». Como no era, por supuesto, la única, los intercambios entre estudiantes eran frecuentes y las consecuencias, perfectamente calculables hoy.

A partir del libro pionero de José Ramón Marra López sobre la narrativa del exilio, aparecido en 1962, se hizo más frecuente la publicación de trabajos en revistas sobre la literatura del exilio, aunque, evidentemente, la censura interviniese para que la información fuera «objetiva», en otras palabras, para que no manifestara el menor indicio de entusiasmo por las ideas de los exiliados, y moderase en lo posible una desmedida admiración por sus cualidades puramente literarias3. Consiguientemente, el interés por leerlos hizo aumentar aún más la circulación subterránea de esa literatura «subversiva». Cuando ya a partir del 69 se pueden editar obras de dichos autores en España, previa la sumisión «voluntaria» a la censura, la ola de interés se desencadenaría no sólo en beneficio de los editores y libreros, sino de los propios escritores y de sus obras, a los que se les acordaba de antemano un interés que la publicidad comercial no hubiera conseguido sino con fuertes gastos.

Las nuevas ediciones de los manuales ya reflejan este cambio de situación, y aparecen en España monografías sobre los escritores del exilio que contribuyen a dar a conocer incluso las obras cuya circulación seguía oficialmente prohibida. Citaré otra vez lo que mejor conozco: mi estudio La obra narrativa de Max Aub, terminado en 1970, aparecería en 1972, demasiado tarde para que lo viera Aub. La censura había rechazado en primera instancia su publicación, y hubo que hacer retoques y recurrir la «sentencia» antes de lograr su publicación4.

Parecería evidente, y en general es así, que cuantos manuales y estudios de conjunto se han escrito sobre literatura española en general en los años últimos de la segunda dictadura, y, sobre todo, después del inicio del régimen democrático y la supresión de la censura, hayan tenido buena cuenta de la obra de los escritores que sufrieron de ese exilio, y sería tarea innecesaria hacer aquí su recapitulación. Dichos escritores, cuyo regreso a España se había incrementado en los últimos años del franquismo, aunque no todos, ni mucho menos, sobrevivieran a la desaparición de las últimas trabas, no sólo tienen que integrarse en todo estudio que aspire a ser abarcador de la totalidad del nomenclátor literario español, sino que ni siquiera pueden hoy seguir siendo denominados con ese epíteto. Ni su obra, en su mayor parte reeditada en España y en su totalidad disponible en las bibliotecas en estos últimos quince años, puede hoy ser ignorada o rechazada por no formar parte del corpus de la literatura española. Y sin embargo todavía existen manuales en circulación, o se editan últimamente, en los que sus autores, por razones que vamos a examinar, han decidido no integrar ese corpus literario en sus historias -historias que, por otro lado, no se ofrecen al lector con títulos en los que se anuncie tal restricción5. Me refiero, concretamente, a las sucesivas ediciones de la Historia de la novela española contemporánea que desde 1973 ha publicado José María Martínez Cachero, y a la más reciente Historia de la literatura contemporánea (1939-1990) de Oscar Barrero Pérez. Uno y otro, fundamentalmente, rehuyen el estudio de la obra de los «exiliados». Martínez Cachero explica que, por ser su libro «histórico, más que crítico, atiende a documentar, lo más veraz y completamente que me fue posible, la marcha del género entre nosotros, en España » y especifica inmediatamente: «la novelística del exilio no es objeto de estudio en este libro, y quiero advertir que no por ignorancia ni por desprecio» (1979:7). La transcripción de esta frase, procedente de la edición anterior, ha creado en el lector una confusión lamentable. Precisamente la edición de 1979 integra un nuevo capítulo sobre la novela entre los años 35 y 39, por lo que acto seguido, contradictoriamente, anuncia que en él «comparecen ambas zonas beligerantes». Toda la obra de los escritores en el exilio queda resumida en dos páginas. Pero puesto que durante los años del franquismo van regresando del exilio varios novelistas, que empiezan a publicar sus novelas en España (Francisco Ayala, Manuel Andújar, Rosa Chacel), y muchos otros se ven publicados sin regresar (Sender, Aub, Serrano Poncela, Corpus Barga) en todo o en parte el estudioso los considera como co-protagonistas en «la marcha del género, entre nosotros». Me parece más clara, y mucho más declarada, aunque, por supuesto, más fácil de poner en solfa, la argumentación de Barrero Pérez para mantener en su libro el tajo abierto por la guerra, un libro cuyo título no anuncia tal discriminación. Aplicando con todo rigor su lógica exclusiva, prescinde de tantos y tan notables autores y obras, que van de Gómez de la Serna y Juan Ramón Jiménez a Pedro Salinas, Jorge Guillén o Rafael Alberti, por no mencionar sino a los más ilustres e indudablemente publicados o distribuidos libremente en España, leídos e influyentes en la evolución de nuestra literatura después de la guerra, por la simple razón de que no residían en España. Si la redacción y publicación de obras como las de José Carlos Mainer (Falange y Literatura) o de Julio Rodríguez Puerto las (Literatura fascista española), puede ser discutible para aquellos que adoptan exclusivamente una visión de la literatura como «arte bella», nadie les puede negar la virtud de poner las cosas claras desde su título, y mantener en ellas una coherencia nunca desmentida. Porque, a contrario, suponer que novelas publicadas fuera de España, durante el franquismo, de autores como Juan Goytisolo han tenido más que ver con la novela española que las novelas y relatos de Francisco Ayala publicados en España es hacer flaco servicio a la propia argumentación. Que el exilio de Goytisolo fuera posterior a la guerra no da mayor carta de publicación o distribución en España a sus novelas, desde Fiestas o La Chanca hasta Señas de identidad, Juan sin Tierra o Reivindicación del Conde Don Julián, que a las de Ayala, Andújar, Sender o Aub. Pero ni Martínez Cachero ni Barrero Pérez se privan de estudiarlas en sus manuales, mientras que excluyen de él los libros de los vencidos en la guerra y subsiguientemente exiliados, hayan o no sido publicados en España.

En algunas monografías sobre el teatro contemporáneo que sólo han tenido en consideración el teatro representado dentro de España, ocurre algo parecido. Me refiero a las monografías de Luis Molero Manglano y Marión F. Holt6. El primero ni menciona a Aub, la segunda sólo lo hace para decir que se exilió a México. (Menos suerte tiene Alberti, que ni es mencionado). Curiosa resulta, por otra parte, la actitud de Gwynne Edwards, que alude a Aub sólo para afirmar que éste, como otros, merece más atención de la que se le ha acordado...7

Si se examina esa discriminación de autores y de obras en estudios y manuales que aspiran, por su título, a ser considerados como panorámicos, se observa que tal discriminación es incoherente también con lo que se viene haciendo cuando se examina la literatura española de los siglos anteriores. No se excluye de ella a perpetuos exiliados como Juan Luis Vives, ni a las obras de los erasmistas, ni a libros tan execrados como La Lozana andaluza o las continuaciones de La Celestina o la segunda parte del Lazarillo8. Todas obras publicadas fuera de España, y que sólo hasta dos o tres siglos después fueron dadas a la imprenta y circularon sin restricciones en nuestro país. La circulación clandestina de aquellos libros, y, consiguientemente, su integración en el tejido intertextual de nuestra literatura, en épocas en las que la Inquisición y el «brazo secular» consideraban las opiniones heterodoxas lo suficientemente graves como para castigar a sus autores con la máxima pena, no me parece más fácil ni probable que la circulación de la literatura del exilio en los años de la posguerra, cuando la oleada de locura colectiva cesó, y con ella la nuevamente arraigada exigencia de tener que responder con la vida de la opinión. Y sin embargo, es escasamente probable que entre la población letrada de aquellos siglos el número de los disidentes «in pectore» o de los que se consideraban con la suficiente fuerza ortodoxa para enfrentarse a la lectura de los libros prohibidos fuera comparable en número a la de los que en la España franquista nos sentíamos perfectamente alérgicos a la ortodoxia reinante en cualquiera de sus facetas, fuéramos de las generaciones ya maduras cuando se cerró España en su «eternidad», o de los que hubimos de recibir en las aulas, las iglesias y los medios de comunicación el adoctrinamiento de la restaurada ortodoxia. En otros términos -los que se solían emplear para calificar los procedimientos totalitarios cuando se veían en el ojo ajeno de las dictaduras comunistas-, fuimos probablemente muchos más los que nos recuperamos del lavado de cerebros en la época franquista que los que mantuvieron actitudes heterodoxas y minoritarias en los siglos anteriores, desde el Renacimiento y la Contrarreforma a esta parte. La lista de obras y autores víctimas de exilio, prohibición y expurgo se extiende a lo largo de esos tiempos. No sé si es necesario recordar la literatura de los jesuitas exiliados por la Ilustración, y a los ilustrados y afrancesados cuya vida y obra hubo de desarrollarse en el exilio durante un lapso considerable de tiempo, y sin los cuales ni el siglo de las luces en España ni las características de su peculiar romanticismo se entenderían correctamente. Observo, por ejemplo, que al examinar la evolución de la novela histórica española, se integran en los más recientes estudios monográficos y en los manuales más respetados autores como Telesforo de Trueba y Cossío, cuya obra, como la de Blanco White, está escrita en lengua inglesa y publicada fuera de nuestras fronteras. Evidentemente, los románticos, como todos los que han vivido parte de su vida fuera de su país, hubieron de entrar en contacto directo con otras culturas y otras lenguas, de cuyo trato les vino una serie de rasgos peculiares que los distinguen de quienes no tuvieron que exiliarse, por ser adictos a la situación reinante o por haberse camuflado con la suficiente habilidad o los necesarios apoyos de clan o de familia. Pero esos caracteres serían los que contribuirían a impulsar las modificaciones en la evolución de nuestra cultura que, a la larga, han acabado por verse como legítimas y por aplaudirse con satisfacción y orgullo patrio. No vemos razón, salvo la mayor inmediatez con que se contemplan autores y obras del por ahora último fenómeno de diáspora nacional, para que con ellos la historiografía de nuestra literatura no acabe por darles el mismo trato9.

Surge, además, a propósito de lo dicho en el párrafo anterior, la importancia que ha tenido desde siempre en nuestra cultura el fenómeno que Paul Ilie ha llamado felizmente exilio interior, y que afecta desde los erasmistas y los criptojudaizantes hasta nuestros «emboscados» y «quintacolumnistas» de la guerra, o los «topos», los «depurados» y los cripto-rojos de la posguerra. En un manual de orientación universitaria publicado bajo la dirección de Manuel Alvar, en el volumen dedicado a nuestro siglo, Vicente Granados exponía en su capítulo decimosegundo su opinión de que «la división tajante entre poesía de posguerra española en el exterior y en el interior» no le parecía válida al tener que considerar ese hecho de que «otros no quisieron o no pudieron salir de España, aunque sus ideas nada tuvieran que ver con el régimen de Franco». Y se preguntaba cómo homologar a León Felipe con Juan Ramón Jiménez, o cómo considerar más «exiliado» a Pedro Salinas que a Dámaso Alonso, nombres a los que podríamos añadir otros igualmente notables y difícilmente comparables, como Ramón Gómez de la Serna o Rosa Chacel, exiliados, y Antonio Espina, soterrado en vida10. Resulta clarísimo que las particularidades del exilio interior y las del exilio strictu senso no son las mismas, en la medida en que el contacto y la relación intertextual con las sociedades y culturas ajenas es mucho más intenso en los últimos, por un lado, y por otro, en que la vida y la obra de los exiliados internos está sometida a angosturas, privaciones y opresiones que son de otro orden y especie de las que podrían afectar a los exiliados, que, por su parte, tampoco son uniformes, dependiendo de los países, las épocas y las circunstancias sociopolíticas y económicas de cada país de acogida. ¿Qué de común tienen las circunstancias del exilio de un Eduardo Blanco Amor en los países del cono sur, o de Serrano Poncela en la zona del Caribe, con las de Sender, Guillén o Salinas en Estados Unidos, o las de Aub y Andújar en México, las de Corrales Egea o Xavier Domingo en Francia, las de Herrera Petere en Suiza, o las de Salazar Chapela en Londres, y todas ellas con las de Arconada en Moscú? Y, por otra parte, ¿cómo poner en situación comparable a autores como Pérez de Ayala, Jarnés y Gil Albert -que regresaron a España ya en la primera década del franquismo- con otros como Francisco Ayala, Manuel Andújar o Rosa Chacel, que regresan en los sesenta, con autores que murieron en el exilio sin volver a poner los pies en España (Arconada, Serrano Poncela, León Felipe y un largo etcétera) o que sólo pudieron o quisieron hacer breves apariciones en el país, como Aub o Sender? Otro tanto podría hacerse, en punto a distingos, entre las diferentes obras de estos y otros autores. Bastará comparar la obra literaria del exiliado Eduardo Blanco Amor, toda ella publicada en España durante el franquismo, con la de los no exiliados novelistas, autores de las llamadas «novelas sociales», expresión del más profundo disenso con la ideología y las realidades sociales y políticas del franquismo, para poner en entredicho para siempre, otra vez, la «tajante división».

Aun aquilatando las diferencias y excluyendo todos los factores de heterogeneidad para ir extrayendo unas hipotéticas «esencias» que nos permitieran tal vez abarcar a todos los exiliados sin excepción, y oponerlos a los escritores y las obras del interior, dichas supuestas peculiaridades no justificarían más su exclusión de los manuales de Historia de la Literatura española que la de otros colectivos poseedores de ciertas peculiaridades no menos evidentes, si hemos de creer a quienes las estudian especialmente. Nos estamos refiriendo, evidentemente, a la literatura escrita por mujeres. En efecto, y a pesar de las numerosas monografías y revistas especializadas que se vienen produciendo en los últimos quince años a propósito de dichas peculiaridades, no conozco a ningún historiador de nuestra literatura que haya tenido la peregrina idea de excluirlas de su propia versión de la misma so pretexto de que diferían esencialmente y en determinados aspectos del resto del corpus y del nomenclátor. No es difícil imaginar la reacción, no sólo de autoras y de estudiosos de la literatura femenina, sino de la mayoría del público letrado ante semejante arbitrariedad. Ni creo apenas necesario sugerir por qué aquella otra arbitrariedad puede ocurrir sin suscitar gran revuelo, y ésta aquí imaginada ad usum no corre el menor riesgo de ocurrir nunca. Por si acaso, sugiero un motivo: que el colectivo femenino y el corolario de sus estudiosos no sólo es numeroso, fuerte y llamado a ocupar un espacio cada vez mayor en el campo de la literatura, sino que la discriminación del mismo, bajo cualquier pretexto, no es hoy socialmente de recibo en las culturas occidentales, de tal modo que el cripto-antifeminismo y la cripto-misoginia indudablemente existentes y lamentablemente coleantes, no se comportan entre nosotros con menos prudencia que Fernando de Rojas entre sus amigos cristianos viejos. Por contraste, el colectivo de los exiliados de la guerra civil es, como se dice en el socorrido lenguaje de la administración pública, un escalafón no sólo a extinguir, sino, lamentable e inexorablemente, casi extinto. Las lanzadas a moro muerto no son cosa exclusiva del romance fronterizo, pero en espera -ojalá vana- de una nueva oía de exiliados que, por quién sabe qué motivos de renovada intolerancia, venga a desgarrar de nuevo el tejido social de nuestra península, no es arriesgado suponer que en el futuro siglo se contemplarán esas aún hoy vigentes exclusiones como curiosidades peregrinas y muy de su tiempo.

Como quedarán también superadas -es posible, aunque no probable- las otras cuestiones que aún quedan pendientes en nuestras actuales versiones de la historia de la literatura contemporánea. De las que la más evidente, tras la anterior, concierne también al mismo tema. En efecto, una vez que se toma la decisión de integrar en las historias y estudios de conjunto la literatura producida o publicada fuera de España, se plantea, como en el caso de la literatura producida por mujeres, la disyuntiva de integrarlas con el resto o de aparcarlas en recintos exclusivos. Notemos, de paso, que cuando el exiliado es además mujer, se replantea de nuevo la cuestión por partida doble. Poner en capítulos o secciones distintas la narrativa producida por mujeres, o la de los exiliados, cuando dicha decisión no tiene la esperable contrapartida y contraste comparativo, resulta, a primera vista, más una discriminación negativa que una positiva puesta en relieve. Sólo si se delimitan y describen igualmente las características exclusivas y diferenciadoras de todos los grupos puestos así en oposición resulta funcional y, en términos éticos, aceptable esta actitud, como se viene sabiendo desde que el estructuralismo ha puesto de relieve en la epistemología de las ciencias humanas el funcionamiento por oposición y complementaridad de todas las estructuras culturales, estén o no transcritas por medio del lenguaje verbal. Entre tanto, resulta necesario que se creen grupos de investigación dedicados a la recogida y estudio de la producción literaria del exilio, cuyo carácter es más bien recuperador y urgentemente salvador y no pretende mantener en zonas alambradas y concentracionarias un aspecto muy descuidado de nuestra historia literaria.





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